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45 Alberto Giordano Roland Barthes y la ética del crítico-ensayista […] la ética siempre existe, en todas partes; solo que está fundada, asumida o reprimida de manera distinta; atraviesa todo discurso. Roland Barthes, Lo neutro I A un crítico literario con vocación de ensayista la obra de Roland Barthes se le presenta como una búsqueda insistente, que atra- viesa diferentes contextos, y en la que se repiten, con generosos márgenes de variación, dos preguntas fundamentales: ¿qué pue- de la literatura? y ¿cómo dialogar con ella? La segunda pregunta remite a la voluntad de no reducir lo literario a objeto de cono- cimiento o juicio (la crítica sería más que un metalenguaje) y su formulación presupone que ya se dio a la primera una respuesta imaginativa: la literatura puede suspender las cristalizaciones del sentido común y restituirle a lo real su condición misteriosa, pue- de interrogarnos –sacudirnos, conmovernos– sin dar por sentado que todos los enigmas tendrán respuesta. Cuando Barthes reto- ma, casi en cada ensayo, la búsqueda de modos convenientes de dialogar con las representaciones y los afectos que se corporizan en los textos, lo que persigue es el hallazgo de una retórica sutil para responder activamente a los poderes de la literatura. Busca, a través de la experimentación formal (el uso idiosincrático de los conceptos, la invención de modos expositivos), hacer legibles los interrogantes que plantea la existencia de lo literario (¿cómo decir Seis formas de amar a Barthes_interior.indd 45 1/10/15 14:17

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Alberto GiordanoRoland Barthes y la ética del crítico-ensayista

[…] la ética siempre existe, en todas partes; solo que está fundada, asumida o reprimida de manera distinta; atraviesa todo discurso.

Roland Barthes, Lo neutro

I

A un crítico literario con vocación de ensayista la obra de Roland Barthes se le presenta como una búsqueda insistente, que atra-viesa diferentes contextos, y en la que se repiten, con generosos márgenes de variación, dos preguntas fundamentales: ¿qué pue-de la literatura? y ¿cómo dialogar con ella? La segunda pregunta remite a la voluntad de no reducir lo literario a objeto de cono-cimiento o juicio (la crítica sería más que un metalenguaje) y su formulación presupone que ya se dio a la primera una respuesta imaginativa: la literatura puede suspender las cristalizaciones del sentido común y restituirle a lo real su condición misteriosa, pue-de interrogarnos –sacudirnos, conmovernos– sin dar por sentado que todos los enigmas tendrán respuesta. Cuando Barthes reto-ma, casi en cada ensayo, la búsqueda de modos convenientes de dialogar con las representaciones y los afectos que se corporizan en los textos, lo que persigue es el hallazgo de una retórica sutil para responder activamente a los poderes de la literatura. Busca, a través de la experimentación formal (el uso idiosincrático de los conceptos, la invención de modos expositivos), hacer legibles los interrogantes que plantea la existencia de lo literario (¿cómo decir

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lo irrepetible?, ¿cómo quedar a salvo de los estereotipos?) y pro-yectarlos sobre el entramado de las prácticas y las instituciones culturales, para que las fuerzas de la interrupción y la suspensión ejerzan sus potencias disuasorias. Si la literatura es “una Crítica del lenguaje”,1 una exploración de sus condiciones y sus límites –esta afirmación recorre y orienta toda la obra barthesiana–, la crítica literaria tiene que convertirse en un mecanismo capaz de llevar esa exploración hasta los márgenes de lo pensable, hasta el corazón secreto de las morales que dominan los intercam-bios simbólicos de una época. Sostenerse con convicción en este ejercicio requiere, además de inteligencia argumentativa, dispo-sición para poner en juego la propia subjetividad como un polo de atracciones y rechazos.

Es la lección de El placer del texto, libro ambiguo si los hay, que consiente y resiste todas las impugnaciones. Para escribirlo, Barthes no renunció al rigor de la teoría en nombre del impresio-nismo; hay quienes lo aseguran: potenció las virtudes ensayísticas del fragmento y la ocurrencia como formas del reconocerle al sujeto de la lectura su estatuto teórico. El sujeto de la lectura es quien experimenta, en el placer o el goce, lo que puede la litera-tura, en tanto mantiene con ella un diálogo íntimo que compro-mete su cuerpo. Cuando a este sujeto incierto lo gana el deseo de escribir, se convierte en crítico literario con vocación de ensayista: alguien que escribe para saber por qué algunas obras, o un gesto en los márgenes de tal obra, lo afectan de determinada manera, para explicarse las razones de esa afección, pero también para preservar la rareza de lo que ocurrió durante la lectura, cómo fue que esa obra o ese gesto se transformaron, para él, y acaso para otros, en interlocutores privilegiados.

El crítico literario con vocación de ensayista es una figura barthesiana en dos sentidos. Los rasgos que lo definen –decisio-nes éticas, apuestas retóricas– los identificamos en, y a partir de,

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la obra de Barthes, por lo que dicen y muestran las búsquedas que la recorren. Incluso en el momento estructuralista, en el que experimentó a su manera las seducciones del Método y el Siste-ma, el punto de vista que orientó la escritura del saber no fue el del metalenguaje científico, sino el del trabajo intelectual como ejercicio imaginativo, como actividad productora de simulacros, en la que un hombre (“el hombre estructural”) experimenta las potencias gnoseológicas del modo en que “vive mentalmente”.2 Por otra parte, fue en la lectura de la obra barthesiana, bajo el signo propiciatorio de la identificación –que acaso sea “el mo-tor de la literatura”–,3 que aprendimos la conveniencia de argu-mentar a través de figuras, para remediar la distancia que los conceptos abren con la experiencia, distancia que hay que medir según el grado de violencia que ejercen las doxas intelectuales y el espíritu gregario (las morales de la reproducción académica) sobre lo intransferible del deseo de pensar y escribir, cuando le imponen identificarse con los valores del pragmatismo y la eficacia demostrable.

La genealogía del crítico con vocación de ensayista remite a los “ejercicios” retóricos y espirituales de Michel de Montaigne (nunca dejará de sorprendernos la actualidad del estilo en el que se manifiesta su escepticismo), pasa por las formalizaciones de lo ambiguo en los moralistas de los siglo XVII y XVIII (el recur-so a lo indirecto y las tensiones entre lo mundano y lo trágico, que Barthes señaló en La Bruyère y La Rochefoucauld, respec-tivamente), para encontrar una primera y definitiva referencia doctrinaria en la utopía romántica del Absoluto literario, consi-derada por sus principales exégetas como la “inauguración del proyecto teórico en literatura”.4En las páginas del Athenaeum, hacia fines del siglo XVIII, los románticos de llamado “círculo de Jena” (los hermanos Schlegel, Novalis, Schelling y algunos más) definieron dos postulados que abren –y acaso también

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clausuran– las posibilidades más rigurosas de pensar lo literario como experiencia en los límites del lenguaje y el mundo. Según el primer postulado, el ser de la literatura es un proceso infinito de interrogación y cuestionamiento de sí misma que en su devenir impugna las respuestas que no acogen su ausencia de especifi-cidad, que deniegan la paradoja sobre la que se instituye como proyecto irrealizable; (la literatura solo es ella misma, si todavía no lo es, por decirlo con una fórmula de inflexión derrideana).5 El otro postulado, derivado del primero, sostiene que la teoría de la literatura debe ser la misma literatura: solo la literatura en esta-do de interrogación y búsqueda de sí misma puede comprender reflexivamente la ley de su engendramiento. La literatura, como sujeto y objeto del acto teórico, supone una experiencia reflexiva pero no reductora de sus potencias, un saber en acto de lo que la literatura puede, que no la limita porque en la reflexión todavía se afirma la indeterminación originaria–la ausencia de causa y de fin–como fuerza creadora.

Es posible que Barthes no haya advertido todo lo que su obra de ensayista literario debía al proyecto del Athenaeum, la fidelidad de sus inclinaciones teóricas y sus decisiones composi-tivas a aquellos postulados del primer romanticismo, casi hasta el final. La publicación de la monumental antología de Lacoue-Labarthe y Nancy, con sus preciosos estudios preliminares, en 1978, bajo el sello Seuil (la editorial de sus propios libros), ha-brá sido la ocasión. La primera referencia al Absoluto literario aparece en las notas para la sesión del 1° de diciembre de 1979 del curso “La preparación de la novela”, a propósito del carácter excesivo, maniático, del “deseo de escribir”. En las notas para la siguiente sesión, del 8 de diciembre, la referencia es central (re-mite al centro de sus especulaciones sobre la forma literaria que correspondería a los afectos de una vida en trance de recomen-zar, la “Vita Nova”): Barthes reconoce la filiación del concepto

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de Texto, como experimento que atraviesa y desborda las con-venciones genéricas, con la teoría romántica de la novela absoluta (menciona a Friedrich Schlegel y Novalis), en la que el montaje abigarrado de hallazgos y la mezcla funcionan como principios constructivos. Hay una última referencia, más adelante, en las notas para la sesión del 23 de febrero de 1980, sobre la condición trágica del escritor que se consagra al Absoluto literario, en tanto dice la verdad de los discursos sociales pero se condena a no ser escuchado por recurrir a una palabra intransitiva.6 El efecto re-troactivo de estas referencias sobre una lectura del conjunto de la obra barthesiana permite situar la doble interrogación que la recorre (¿qué puede la literatura y cómo responder activamente a sus potencias?), desde un punto de vista estratégico, que hace sensible su espesor teórico y su nervio ético con una claridad deslumbrante. Reescritura del primer postulado: lo que la litera-tura puede, en tanto afirmación soberana, privada de toda san-ción, actúa sobre su propio estatuto institucional, lo inquieta, lo impugna. Reescritura del segundo: el diálogo crítico accede a la condición teórica, como teoría en acto del acto de escribir, si ac-túa a la manera de una “cámara de ecos” en la que resuenan las fricciones de la afirmación literaria, de las potencias que afirma el deseo de escribir, sobre la superficie de los discursos.7

La impronta de los románticos de Jena en la formulación de las preguntas barthesianas fundamentales no fue evidente hasta los cursos sobre La preparación de la novela, pero circulaba se-cretamente por una cadena de referencias con encastres sólidos: la que va de la incidencia de Montaigne y los moralista clásicos sobre el Athenaeum, pasando por la reformulación del legado romántico en la prosa fragmentaria de Nietzsche (todo lo que se desprende de la noción de poema intelectual), al decisivo giro nietzscheano de Barthes hacia fines de los sesenta. Situada en el interior de esta serie, la figura del crítico con vocación de

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ensayista se reconoce por dos rúbricas: el humor polémico y la audacia teórica, que responden –por la vía del placer– a la presión y las exigencias de los postulados reescritos más arriba.

(En este ensayo nos ocuparemos casi exclusivamente de seña-lar las huellas de la primera rúbrica en distintas intervenciones. Un estudio sobre la audacia teórica de Barthes –sobre la subordi-nación de los principios de rigor y coherencia a los riesgos de la experimentación ensayística– podría articularse en tres momen-tos. El primero expondría una idea formulada en los Fragmentos de Friedrich Schlegel, la literatura solo puede ser su propia teoría si la teoría se configura irónicamente y adopta la forma de lo pa-radójico, que es la de la coexistencia inestable de determinaciones heterogéneas, incluso antagónicas: el apego a lo circunstancial y el deseo de lo definitivo, el subjetivismo radical y la búsqueda de objetivación, la exaltación del detalle y la voluntad totalizadora, la experiencia afectiva y la precisión conceptual. Algunos apun-tes sobre la reflexión y la puesta en obra de esa coexistencia en “Las salidas del texto” [la estratégica comunicación de Barthes presentada en el Coloquio de Cerisy-la-Salle, de 1972, dedicado a George Bataille],8 introducirían el segundo momento, dedicado al ensayocomo forma en que la literatura intenta convertirse en teoría de sí misma, porque en su proceder expresa irónicamente las tensiones entre concepto y experiencia, la insuficiencia estruc-tural del saber, pero también su poder de crear formas de vida imaginarias. Los dos procedimientos que distinguirían al ensayo barthesiano son: el recurso a la ironía como transgresión sutil, que desbarata el pensamiento analógico y descentra la enuncia-ción, y la exposición fragmentaria, regida por un principio rítmico de insistencia [la dinámica del recomienzo y la interrupción pro-voca el deslizamiento de los temas y las perspectivas, su no cris-talización, según la presión de los afectos implicados]. El tercer momento situaría la Novela en tanto horizonte del crítico para el

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que la verdad de su ejercicio reposa en la intensidad del deseo de escribir [Barthes advirtió tempranamente esta orientación de su obra, en el “Prefacio” de Ensayos críticos]. La Novela no sería un más allá del ensayo, sino su límite exterior.)

II

El discurso del llamado “último Barthes” –sus pronunciamientos, no siempre los gestos enunciativos– impuso una imagen del crítico como ensayista benevolente, absorbido por el deseo de ejercitarse en un estilo de exposición apacible, despojado de agresividad, el estilo adecuado para acompañar con convicción la emergen-cia de lo neutro, lo que resiste las capturas paradigmáticas y la lógica apremiante del conflicto (la diferencia consigo mismo de algunas imágenes y algunas escrituras). En el notable “Escritores, intelectuales, profesores”, de 1971, el elogio de un estilo de vida crítica despojado de voluntad de dominio (un “querer-vivir” ali-gerado del “querer-asir” que conducen los estereotipos) alcanza una primera formulación elocuente. De Nietzsche, sobre todo del Nietzsche de Deleuze, Barthes aprendió que ni el conflicto ni sus derivaciones retóricas (el teatro de la polémica) crean valores, mientras imponen o reclaman la reducción de cualquier singula-ridad al sentido homogeneizador de algunos valores admitidos. La paradoja que asume el crítico benevolente, por participar de esa “guerra de los lenguajes” que es la cultura, tiene que ver con la imposibilidad de restarle al elogio de lo neutro, que es deseo de lo que desbarata las oposiciones, la consistencia semántica de una diferencia relativa, de la que no se puede hablar sin fijar al mismo tiempo una contra-imagen: la arrogancia. La presuposi-ción de la disputa es “un manto reactivo” que actúa como con-dición de posibilidad de cualquier elogio porque la audiencia ya

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aparece desdoblada, antes de comenzar a hablar o escribir, entre quienes podrían identificarse y los que se opondrán de cualquier manera. No hay elogio de la impasibilidad que no se sostenga, aunque sea discretamente, en un “querer-asir” la conciencia y la sensibilidad del otro, con recursos argumentativos, más allá del deseo de afectarlo activa e inmediatamente por vía de la simpatía. Una precisión, en el curso que Barthes dedicó a este problema, expone la encerrona moral de cualquier discurso que enuncie directamente las razones por las que convendría desprenderse del lenguaje: propuesto como tema de disertación o ensayo, el deseo de neutro se aliena en “deseo de que el Otro reconozca mi deseo de neutro”.9

Los dramas asociados a la demanda de reconocimiento, que siempre implica renunciar a la afirmación de lo irreductible, son los que la Lección inaugural carga a cuenta del carácter asertivo y gregario de cualquier enunciado: la condena a convertirse simul-táneamente en amo y esclavo de una voluntad de dominio que busca imponerse a través de la oposición de valores.

A Barthes debemos reflexiones sutiles, a partir de los obstácu-los y los impasses que atravesó en su práctica, sobre la ética del crítico que desea anotar los matices de una experiencia singular (la del goce, el punctum, el sentido obtuso, los de verdad) e inevi-tablemente traiciona los impulsos benevolentes, porque cualquier escritura deviene mensaje, y no hay mensaje en el que no se afir-me la voluntad de que lo dicho sea tomado por cierto (el “que se sepa esto” como pulsión secreta que moviliza lo escrito).10 La obra barthesiana no solo expone lúcidamente el estatuto problemático de la ética ensayística: a cada paso prueba formas de resolver las tensiones entre autenticidad e impostura en la dirección de una verdad de la experiencia argumentada. Ninguna otra que conoz-camos llegó más lejos en ese sentido. Pero el discurso del llamado “último Barthes” disimula, entre sus hallazgos y seducciones, otra

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dimensión de cómo se implican escritura crítica y “libido domi-nandi”, no siempre advertida, en la que convendría reparar para añadir matices a la figura que nos atrae.

Para el crítico literario con vocación de ensayista, la discu-sión y el conflicto no se reducen a lo inevitable de una realidad impuesta por la dinámica cultural y las constricciones del código lingüístico, realidad de la que buscaría desprenderse o desviarse; a veces también son horizontes deseados, que la escritura convo-ca para experimentarse potente, perspectivas que estimulan y no sólo limitan la imaginación conceptual. ¿Habría acuñado Barthes una noción tan rica como la de “verosímil crítico”, si se hubie-ra conformado con responder los ataques de Raymond Picard y desmontar los supuestos de la “paliocrítica” con inteligencia, si no hubiese experimentado también, durante la composición de Crítica y verdad, los placeres de la nominación ocurrente, como modo de individualizarse por un estilo de gran polemista? La afectividad del ensayista no es menos compleja que la del narra-dor, aunque sus resistencias a lo indeterminado parezcan más firmes,11 y la inclinación a lo polémico, más acá del rechazo al dramatismo de los debates intelectuales, es originaria, lo indivi-dualiza en una determinada posición subjetiva –el espectro de posibilidades es amplio– desde el corazón de lo íntimo (eso que el “último Barthes” solía llamar “cuerpo”).

En una época signada por la agresividad de las discusiones ideológicas (la penúltima crisis del Humanismo durante la pos-guerra), el humor polémico de nuestro crítico encontró vías claras de desarrollo, a través de la exigencia de intervenir para “tomar partido”, pero sin desentenderse de otro impulso originario: la de-cisión de afirmar la estructura problemática de los acontecimien-tos culturales, la resistencia a las simplificaciones de las doxas más fuertes (el culto del bien escribir, la sujeción a los ideales de las bellas letras, por una parte, y las reducciones del sociologicismo

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marxista y de la doctrina sartreana del compromiso, por otra). Para situar y encauzar las tensiones del presente literario, del campo en el que comenzaba a esbozar su propio perfil, Barthes reescribió el primer postulado del Athenaeumen clave materialista: desde mediados del siglo XIX, el desarrollo de la literatura moderna seguiría la vía del autocuestionamiento radical, de la continua impugnación de sus presupuesto institucionales, por razones es-pecíficas (la necesidad de destruir las convenciones para alcan-zar “el espesor de la vida” o “un estado nuevo del lenguaje”) que responderían, en última instancia, a los avatares de la conciencia burguesa de los escritores (según una parábola que va de la con-formidad feliz con los intereses de su clase, cuando encarnaba las fuerzas progresistas de la Historia, a los desgarramientos y la angustia que provoca la certidumbre de pertenecer a una insti-tución cuyo estatuto actual es “constitutivamente reaccionario”). Esta es la perspectiva desde la que esbozó una historia formal de la prosa literaria francesa, en El grado cero de la escritura, como historia de los modos –sucesivos y simultáneos– de significar qué se quiso que fuese la literatura en cada momento, y es también la perspectiva de sus tempranas militancias críticas a favor de Jean Cayrol, el nouveau roman y el teatro de Brecht, contra el arte esencialista.

El axioma según el cual “la modernidad comienza con la bús-queda de una literatura imposible”,12 que escaparía a su mala con-ciencia de institución burguesa por la intensificación destructiva de sus convenciones, le abre al crítico tres frentes polémicos. El primero es el de la discusión sobre el valor de las obras del pasado, según hayan impulsado o detenido el progreso de la institución literaria hacia su disolución (en este plano se discute, por ejem-plo, cómo el “artesanado” de la escritura, que el crítico identifica con las novelas de Flaubert, suponía una moral de la forma más progresista que las del realismo y el naturalismo, a despecho del

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evidente contenido social de estos). El segundo frente es el de la discusión sobre el valor de las obras actuales, según profundicen o denieguen la crisis estructural de la institución literaria (lo que se discute en este plano, con mayor violencia, es el carácter regre-sivo de las escrituras comunistas, la novela de tesis sartreana y el humanismo de Camus, porque sus apuestas reposarían en una moral de la forma clásica, para oponerles el valor de las escritu-ras que juegan con su propia muerte o, siguiendo el camino de Proust, buscan detenerse en el umbral de la institucionalización). El tercer frente, todavía más agitado, es el de la discusión con otras perspectivas críticas, que reconstruyen el pasado o evalúan el presente desde el punto de vista de un sentido común literario –humanista, pequeñoburgués– tramado por unas pocas mitolo-gías de llamativa perdurabilidad (el discurso como expresión o representación de algo que justificaría su existencia; la reducción del estilo a ornamento; la función autor como previsora y garante de la unidad de los sentidos múltiples).

El humor polémico se crispa hasta la arrogancia cuando el en-sayista se confronta con la presencia fantasmal de otros “especia-listas” (identificados, despectivamente, como la “crítica escolar”, la “universitaria” o la “gran crítica”), a los que presupone indife-rencia o franca animosidad. En ocasiones como esa, no alcanza con afirmar que el verdadero compromiso literario se establece en el nivel de las técnicas y argumentarlo con convicción; el crítico busca un placer suplementario, la descalificación del rival: “hay una responsabilidad de la forma [escribe Barthes, a propósito de Robbe-Grillet], algo de lo que nuestros antiformalistas no tienen ni la menor idea”.13

La empresa de hacer justicia a la potencia impugnadora de las obras radicales suele convertirse en la ocasión de que el crítico defina un perfil polémico vigoroso, asociado a la idea de auda-cia e inconformidad. No siempre queda claro si aquellas obras

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prefiguran este perfil, como el de un lector conveniente, o si el crítico se apropia de las obras-límites –a veces a costa de reduc-ciones– en tanto le sirven de pretexto para ensayar una estrategia de autofiguración vanguardista. Es lo que habría hecho Barthes, en los cincuenta, con El mirón y Las gomas, según una apreciación retrospectiva del propio Alain Robbe-Grillet. La identificación con los ideales de una literatura ascética y antihumanista, de la que dependía su imagen de intérprete de compromisos formales deceptivos, tuvo que desconocer las tensiones entre formalismo y subjetividad que envuelve la trama de esas novelas. “Como buen terrorista, [Barthes] eligió exclusivamente una de las aristas del texto, la más cortante, para utilizarme como arma blanca”.14 El crítico terrorista –en el sentido que dio Jean Paulhan a este tér-mino, en su insoslayable Les fleurs des Tarbesou La Terreurdans les Lettres, de 1941– es el reverso agresivo y enfático del crítico benevolente (su agresividad es básicamente teórica, pero puede manifestarse en gestos de puntual intolerancia.15 Dada una misma moral de la suspensión y la exención del sentido, opuesta a cual-quier doctrina de los sentidos plenos, lo que diferencia al humor terrorista del benevolente, es la asunción de una ética enunciativa que deniega lo mismo que declara: usufructúa de las potencias retóricas de la aserción para denunciar el carácter autoritario de lo asertivo, o cristaliza en una imagen demasiado consistente la dinámica de un proceso descentrado e impersonal. Al terrorismo teórico de Barthes debemos sus pronunciamientos más seductores e imprecisos, máximas y fórmulas que arrastran malentendidos conceptuales en proporción directa a la adhesión y la polémica que supieron conquistar: “la lengua es simplemente fascista”, “el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”.16

Tiene razón Julia Kristeva cuando sitúa el pensamiento de El grado cero de la escritura “entre Blanchot y Sartre”.17 Del autor de Saint Genet, Barthes tomó la idea de que el escritor se compromete

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haga lo que haga, ya que su praxis siempre es un signo que remite a valores institucionales: la Historia se le presenta “como el adve-nimiento de una opción necesaria entre varias morales del len-guaje, lo obliga a significar la Literatura según posibles de los que no es dueño”.18 Lo que cae, definitivamente, es la identificación del escritor con un orador que actúa sobre su audiencia de forma directa, para persuadirla de que es necesario asumir una conducta transformadora (para Barthes, el compromiso de la forma es una elección de conciencia, no de eficacia).

Más significativa es la deuda con Blanchot. De la lectura de algunos ensayos de Fauxpas(1943) y, sobre todo, de La part du feu(1949), Barthes habrá tomado el principio romántico –en la reformulación que propicia Mallarmé– de que la literatura co-mienza en el momento en que se convierte en un cuestionamiento radical de sí misma y un proceso contra el arte, sus poderes y sus fines. Para el joven crítico que consideraba el Diario y Los alimen-tos terrestres como su lengua literaria “original”, el impacto de esta doble valoración de la literatura de Gide, atenta a las tensiones irresolubles entre la obra como experiencia y como institución, habrá resultado indeleble:

Gide es el lugar de encuentro de dos concepciones de la literatura, la del arte tradicional que pone por encima de todo la felicidad de producir obras maestras y la literatura como experiencia que se burla de las obras y está dispuesta a arruinarse para alcanzar lo inaccesible.19

A despecho de su sensibilidad de lector (no es raro que el en-sayista la ponga entre paréntesis, si desea comprometerse con una moral de la forma crítica), Barthes acentuó lo valioso de la segunda concepción hasta el punto de simplificarla, por un exceso de inten-ción polémica (el deseo de sobresaltar a los amos de la cultura) que

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encontró cause en las supersticiones de la escatología marxista. Lo que para Blanchot es efecto de una búsqueda esencial, la puesta en obra de “la esencial inesencialidad de la literatura”, que todo lo impugna en tanto solo responde a “exigencias propias”, queda reducido en la socio-semiología barthesiana a la manifestación sintomática de una clausura histórica, que la literatura –y el crí-tico– vendrían a denunciar. La “neutralidad” es para Blanchot el modo ontológico de una experiencia total; para el Barthes de El grado cero la forma de una respuesta coyuntural a la crisis de la institución literaria, crisis que habrá de resolverse cuando se supere la alienación de la sociedad capitalista. Blanchot celebró la aparición de ese libro señalándolo como uno de los pocos “en los que se inscribe el porvenir de las letras”,20 pero apuntó una reserva, que no desdice el elogio, al afirmar que la experiencia de la literatura –experiencia de lo que es sin sentido, sin acuerdo, sin derecho– no acepta ser estabilizada, ni tolera límites, ni siquiera los que fija el saber que se arroga el conocimiento del sentido dialéctico de la Historia.

El concepto de escritura, como moral de la forma, es un arma incisiva con la que Barthes intervino teóricamente sobre la his-toria literaria, como saber específico, para obligarla a revelar la lógica de su proceso. La intervención, aunque eficaz en sus tér-minos, restringió las posibilidades de un diálogo activo con los poderes de lo literario, por el apego excesivo a aspectos puramente institucionales y la inevitable depreciación de la “gran literatura” –de la que el crítico gozaba como lector– cuando se la reduce a un documento cultural burgués. Por una confesión tardía, sabemos que la duda sobre el valor de las obras modernas, al compararlas con las Memorias de ultratumba o algunas novelas de Zola, persis-tió durante toda la vida intelectual de Barthes, aunque proclamara la necesidad de tomar partido por Robbe-Grillet, en los cincuenta, por Sollers, en los setenta, y de “defender la modernidad en su

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conjunto”, casi hasta el final.21La preeminencia del humor polémi-co por encima del pathos amoroso impuso el eclipse estratégico de esas dudas, en función de los combates, siempre actuales, contra el antiformalismo. Antes de su manifestación gloriosa en los tex-tos que anuncian el comienzo de la Vita Nova (como “Delibera-ción”, de 1979), cuando ya no se trataba de saludar la destrucción de la literatura sino de lamentarse hasta el desgarramiento por lo inevitable de su deterioro, antes de alcanzar puntos de tan alta intensidad crítica, el amor por lo literario como experien-cia soberana encontró un punto de anclaje teórico firme en el concepto de acto, o mejor, en la decisión de desdoblar el acon-tecimiento de la literatura en dos dimensiones heterogéneas y suplementarias: la del acto y la de la institución.

En el camino abierto por el extraordinario Kafka de Marthe Robert, Barthes da un giro decisivo al pensamiento ético sobre la literatura y las posibilidades de la crítica al reparar en el carácter “singularmente resistente” de las obras a las reducciones que ope-ra la Cultura en tanto universo de valores consensuados.22Si como institución cultural puede, y debe, ser comprendida histórica y sociológicamente (por ejemplo en los términos de un compro-miso formal con alcances ideológicos), en tanto acto intransitivo, que ninguna praxis funda ni justifica, la literatura se desprende radicalmente de lo que condiciona su circulación social, para afir-marse en sus propios e irreductibles términos. Esos términos –los más valiosos– son los que plantea la suspensión del sentido como gesto textual placentero e inquietante, que no modifica nada, al que nada tranquiliza (las “alusiones” kafkianas, según Robert, como interrupción del proceso hermenéutico que reduce una figura ambigua a “símbolo”).

Desde esta perspectiva, sensible a los poderes de lo suplemen-tario, el deseo que rige el ejercicio de la crítica pasa a ser el de preservar e intensificar las fuerzas de la suspensión, las potencias

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del placer y la inquietud provocados por la neutralización de los valores institucionales. La erótica de la suspensión y lo intransitivo aligeran el espesor polémico de las intervenciones críticas (cuanto más fuerte la inclinación a dejarse afectar por lo que conviene al propio cuerpo, menos perentoria la demanda de reconocimiento)23 pero no lo borran. La identificación con los poderes del acto lite-rario (suspender, desplazar, interrogar) abre la discusión con las morales críticas que necesitan limitarlos o reducirlos para arraigar el sentido de las obras y afirmar el valor de ciertas estimaciones institucionales. Los nuevos combates se libran contra quienes des-conocen o menosprecian la paradójica condición de lo literario (potente porque “inútil”), en nombre de un sentido común que le atribuye funciones sociales prestigiosas, mediatizadas por la idea de representación. Contra el “kafkismo” y las alegorizaciones es-piritualistas, que licuan las ambigüedades hasta hacer que el relato decline en testimonio de la siempre banal condición humana, una lectura sutil de las técnicas que deshacen las analogías apenas son propuestas, para mostrar cómo la literatura de Kafka sacude e interroga el mundo de los valores espirituales, lo lleva al borde de la descomposición, en lugar de simbolizarlo.

En la tensión entre las potencias inquietantes del acto y los poderes estabilizadores de la institución, Barthes encuentra un principio inmanente para apreciar la dinámica del proceso por el que la literatura necesita impugnarse a fin de sobrevivir como ex-periencia de búsqueda. Ese proceso es originario –la literatura es una institución que nació amenazada de muerte por las mismas exigencias que le dieron vida– y si bien se efectúa históricamen-te, no sigue la línea de un desarrollo progresivo, condicionado por otras instancias, sino la espiral de una repetición incesan-te, la de “una diferencia de la que cada texto es el retorno”.24 El crítico-ensayista se convierte en un lector de diferencias, de los desdoblamientos por los que las obras exceden su efectuación

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institucional, cuando responde activamente a la presión afectiva de algunos gestos textuales. A partir de esos gestos acaricia las po-tencias de un acto de escritura esencialmente ambiguo, que vale, no por su contenido ideológico, sino por los deseos –de imaginar y escribir– que transmite. Ya en el final de los Ensayos críticos, en una entrevista fechada en 1963, Barthes señala la conveniencia ética de una lectura desdoblada, a propósito de las últimas novelas de Zola, autor que había recusado en bloque en El grado cero de la escritura identificándolo con los artificios y las mistificaciones de la “escritura realista”. Lo que “envenena” el arte de Zola es la compulsión a responder las preguntas que formula, y a respon-derlas en nombre del Bien social; lo que sin embargo se disfruta, a lo que no habría por qué renunciar, ya que es “lo que le deja su aliento, su sueño o su sacudida”, es la “técnica novelesca”, la preci-sión maníaca de las notaciones.25

A juzgar por la fecha del último texto dedicado a Sollers, de 1978, Barthes nunca abandona del todo la militancia crítica a fa-vor de algunos experimentos actuales con lo ilegible, pero el sen-tido de esas intervenciones responde, prioritariamente, a intereses sentimentales, como los de la amistad o la simpatía personal (es el caso de los ensayos sobre Severo Sarduy, Pierre Guyotat y Re-naud Camus, además de los dedicados a Sollers). Asumir que la respuesta crítica a los actos literarios es ética si pone en juego el cuerpo del lector, no si se somete a alguna ley moral, lo va incli-nando decididamente a la relectura de la gran tradición novelesca (Balzac, Flaubert, Proust) y a la de otros textos del pasado que hacen señas a su intimidad (como el Werther o la Vida de Rancé). Las experiencias que convienen a los modos activos de su sen-sibilidad son los desplazamientos y las interrupciones sutiles en un entramado clásico, no las rupturas vanguardistas. Barthes da lo mejor de sí mismo como crítico cuando señala incidentes que descomponen puntualmente un territorio firme y le imprimen

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movimiento. Cuando descubre en lo legible intervalos de silencio que desoriginan la enunciación. Con su estrategia doble de re-construcción, en cámara lenta, de cómo se estructura un universo narrativo realista, y, simultáneamente, de hallazgo de los puntos de fuga temáticos que inquietan inadvertidamente la composi-ción, S/Z es un verdadero e irrepetible tour de force de este tipo de crítica que busca conceptualizar y proyectar, en la forma del ensa-yo, las tensiones entre la literatura como institución arraigada en valores tradicionales y como acto de escritura con efectos de sus-pensión. Para que el crítico disfrute de estos efectos nihilistas, tal vez sea necesario que los valores del realismo lo incomoden por un exceso de gregarismo, aunque también le resulten placenteros.

Del vanguardismo socio-semiológico de los comienzos, Barthes se fue desplazando progresivamente hacia la asunción jubilosa de lo inactual como supervivencia de una sensibilidad anacrónica (el gusto por la canción romántica, el discurso amo-roso, la novela realista). Otro estilo de presencia en las luchas cul-turales que procura resistir las intimidaciones de la actualidad sin confrontarlas, desviándose de las opciones paradigmáticas que plantean los grandes debates.

“Yo no contesto, divago.”26 Tal sería la consigna que expresa la ética de la intervención desplazada. Las fuerzas que la limitan pro-vienen no solo de las incitaciones de la sociedad del espectáculo o la violencia de las morales dominantes, también de la indeclinable arrogancia que anima al crítico; la argamasa perfecta para reunir en una misma figura al escritor y al intelectual. Barthes no se con-forma con experimentarse inactual –mientras escucha un lied de Schumann o se deja atraer por un detalle aleatorio de una foto de Nadar–, busca sacar de esos placeres silenciosos e intransferibles “una nueva actualidad”.27Convertir en valor argumentable lo que en principio es una fuerza que presiona desde lo íntimo porque sí. Si el sujeto del placer es mudo, el crítico –aunque trabaje para

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silenciar sus retóricas–es por definición elocuente. ¿Cómo dejar hablar a ese sujeto neutro, que ningún discurso acoge, sin traicio-nar su mudez? ¿Cómo resguardar lo imperceptible de su rareza –las huellas de lo estético como potencia de singularización–sin privarse de una presentación en público? A los hallazgos formales del crítico literario con vocación de ensayista, y a los impasses que extravían sus búsquedas, debemos la ocasión de formularnos estas preguntas y el deseo de escribir fragmentos que pudieran servir como respuestas.

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Notas

1 Roland Barthes (1985). Crítica y verdad. Trad. José Bianco. México, Siglo XXI, 7ª. ed., p. 57.2 Los términos en cursiva y las expresiones entrecomilladas provienen del comienzo de “La

actividad estructuralista”, publicado originalmente en 1963. Ver Roland Barthes (1983). Ensayos críticos. Trad. Carlos Pujol. Barcelona, Seix Barral, pp. 255-256. Agradezco a Judith Podlubne el recuerdo de esta referencia.

3 Roland Barthes (1987). “‘Mucho tiempo he estado acostándome temprano’”, en El susurro del lenguaje. Trad.: C. Fernández Medrano. Barcelona, Paidós, p. 327.

4 Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (2012). El absoluto literario. Teoría de la lite-ratura del romanticismo alemán. Trad. Cecilia González y Laura Carugati. Buenos Aires, Eterna Cadencia, p. 17.

5 Ver Jacques Derrida (1984). “Kafka: Ante la ley”, en La filosofía como institución. Trad.: Ana Azurmendi. Barcelona, Juan Granica, pp. 93-144.

6 Para las tres referencias señaladas, ver RolandBarthes (2005). La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980. Texto esta-blecido, anotado y presentado por NathalieLéger. Edición en español al cuidado de Beatriz Sarlo. Trad. Patricia Wilson. Buenos Aires, Siglo XXI, pp. 197, 204 y 372, respectivamente.

7 La imagen de la “cámara de ecos” es una transposición de la que usa Barthes para explicar el sentido de las apropiaciones conceptuales en sus experimentos ensayísticos. Ver Roland Barthes (1978). Roland Barthes por Roland Barthes. Trad. Julieta Sucre. Barcelona, Kairós, pp. 81-82.

8 “Las salidas del texto” está recogido en El susurro del lenguaje, op. cit., pp. 287-298.9 Roland Barthes (2004). Lo neutro. Notas de cursos y seminarios en el Collège de Fance, 1977-

1978. Texto establecido, anotado y presentado por Thomas Clerc, bajo la dirección de Éric Marty. Edición en español al cuidado de Beatriz Sarlo. Trad. Patricia Wilson. Buenos Aires, Siglo XXI, p. 117

10 Ver Roland Barthes por Roland Barthes, op. cit, p. 172.11 Barthes alude a esas resistencias morales, cuando especula sobre las razones por las que no

escribió una ficción novelesca (ver La preparación de la novela, op. cit., p. 164).12 Roland Barthes (1983). El grado cero de la escritura. Trad. Nicolás Rosa. México, Siglo XXI,

6ta. ed., p. 44.

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13 “No hay una escuela Robbe-Grillet”, en Ensayos críticos, op. cit. p. 122.14 Alain Robbe-Grillet (2009). “El partido de RolandBarthes”, en Por qué me gusta Barthes.

Textos reunidos y presentados por Olivier Corpet. Trad. María José Furió Sancho. Madrid, Paidós, p. 91.

15 Como la mención a la mediocridad “enorme” de Roger Garaudy, en El grado cero de la escritura; la réplica destemplada a MD (¿Marguerite Duras?), en Roland Barthes por Roland Barthes, porque juzgó idiota su máxima “uno escribe para que lo amen”; o la descalificación burlona sobre las reservas de X frente a El placer del texto, también en RB por RB. Serían los gustos que se da un cuerpo en estado de arrogancia, más acá de cualquier cálculo estratégico.

16 En una nota reciente, Antoine Compagnon expone su perplejidad ante la máxima sobre el carácter esencialmente fascista de la lengua, haciendo notar la contradicción entre lo que enuncia y la libertad de los juegos de palabra y los actos de lenguaje que distinguen a su enunciador (ver AA.VV. (2013). “Lequel es le vrai?”, en Roland Barthes. Paris, Magazine Littéraire-Nouveau Regards, pp. 9-14).

17 Julia Kristeva (1998). Sentido y sinsentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis. Trad. Irene Agoff. Buenos Aires, Eudeba, p. 328 y ss.

18 El grado cero de la escritura, op. cit., p. 12.19 Maurice Blanchot (2007). “Gide y la literatura de experiencia”, en La parte del fuego. Trad.

Isidro Herrera. Madrid, Arena, p. 203. Este ensayo fue publicado por primera vez en L’Arche23, janvier, 1947.

20 Maurice Blanchot (2005). “La búsqueda del punto cero”, en El libro por venir. Trad. Cristi-na de Peretti y Emilio Velasco. Madrid, Trotta, p. 242. La primera versión de este ensayo, titulada “Plus loin que le degré zéro”, se publicó en La Nouvelle Revue Française 9, 1953.

21 Las reservas sobre el valor de los modernos (“¿y si se hubieran equivocado?”, “¿y si no tuvie-ran talento?”) quedaron registradas en “Noches de París”, fragmentos de un diario personal publicados póstumamente (ver Rolan Barthes (1987). Incidentes. Trad. Jordi Llovet. Barce-lona, Anagrama, p. 94). La profesión de fe modernista, en un diálogo con Maurice Nadeau, de marzo de 1974, publicado bajo un título de inspiración blanchotiana: “¿Adónde va la literatura” (reproducido en Rolan Barthes (2003). Variaciones sobre la literatura. Selección y Traducción: Enrique Folch González. Buenos Aires, Paidós.

22 Ver “La respuesta de Kafka”, en Ensayos críticos, op. cit., pp. 167-172. Este ensayo se publicó por primera vez en France-Observateur, el 24 de marzo de 1960. Sobre el carácter central que ocupa este ensayo en una formalización de la ética barthesiana, ver Alberto Giordano (1995). Roland Barthes. Literatura y poder. Rosario, Beatriz Viterbo.

23 Tardíamente, en las notas del curso sobre Lo neutro, encontramos una descripción precisa del sentido ético de esta inclinación: “manera de buscar –libremente– mi propio estilo de presencia en las luchas de mi tiempo” (Lo neutro, op. cit., p. 53).

24 Roland Barthes (1980). S/Z. Trad. Nicolás Rosa. Madrid, Siglo XXI, p. 1.25 “Literatura y significación”, en Ensayos críticos, op. cit., p. 316.

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26 Barthes pronunció esta máxima durante el diálogo que mantuvo con Robbe-Grillet, des-pués de la intervención de este en el Coloquio de Cerisy-la-Salle dedicado a su obra, en 1977. Ver Alain Robbe-Grillet: “Por qué me gusta Barthes”, op. cit., p. 30.

27 Rolan Barthes (1986). “La canción romántica”, en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Trad. C. Fernández Medrano. Barcelona, Paidós, p. 279.

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