Alberto Caturelli - El Fin de la Historia en las Novelas de Hugo Wast

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Este artículo del Dr. Alberto Caturelli estudia, medita y expone el contenido de las novelas apocalípticas “Juana Tabor / 666” de Hugo Wast, poniendo luz a su contenido doctrinal y sin dejar de tener en cuenta la situación del mundo en el tiempo en que fueron escritas.

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Este artículo del Dr. Alberto Caturelli estudia, medita y expone el

contenido de las novelas apocalípticas “Juana Tabor / 666” de Hugo

Wast, poniendo luz a su contenido doctrinal y sin dejar de tener en cuenta

la situación del mundo en el tiempo en que fueron escritas.

Fuente: Revista Arbil Número 99

http://www.arbil.org/99hugo.htm

* * *

Para leer las Novelas de Hugo Wast

“Juana Tabor / 666” haga click en el siguiente enlace:

http://es.scribd.com/doc/112030895/Hugo-Wast-Juana-Tabor-666

Mar del Plata - Argentina

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Índice

Introducción………………………………………..……. 5

I El Contenido Doctrinal………………………………... 6

a) Los Signos del Fin……………………………………………. 6

b) La Iniquidad del Pseudo Profeta, el Anticristo y el Demonio.

El Fin de los Fines……………………………………………..

9

II Valoración Crítica……………………………………... 12

a) El Trasfondo Doctrinal sobre el Fin de la Historia…….…… 12

b) Valor y Actualidad del Mensaje de Hugo Wast……………... 14

Edición Digital

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Introducción

Las novelas de Hugo Wast, Juana Tabor y 666 aparecieron en 1942;

de modo que puedo creer que fueron escritas, muy probablemente, hacia

1941. No se trata de una obra de exégesis bíblica, la que tiene una

riquísima tradición desde los Padres Apostólicos hasta hoy y ha producido

una bibliografía inmensa; menos todavía, de un tratado sobre los

Novísimos. Nadie lo sabía mejor que el propio autor que solamente

pretendió escribir dos novelas (o una en dos tomos) y su obra se acerca así

a la de Robert Benson, El amo del mundo (principios del siglo XX); hasta

cierto punto al breve Relato sobre el Anticristo de Vladimir Soloviev

publicado en 1900; también podría recordar pasajes inolvidables de Los

hermanos Karamazov de Dostoievski (1879).

Nuestro Hugo Wast escribió una gran novela; pero no era posible ni

siquiera pensable sin el conocimiento y la reflexión sostenida de las fuentes

escriturísticas y un minimun suficiente de formación teológica. Por eso, sin

sacar su obra del escenario “artístico” como diría Castellani, merece una

exposición de las líneas doctrinales esenciales que el relato supone, y una

consideración crítica que tendrá en cuenta el aporte, el valor y la actualidad

de su obra sobre el fin de los tiempos.

Martínez Zuviría pensó su novela cuando el mundo se hundía en la

inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial; España acababa de salir

de la guerra civil y el triunfo del Alzamiento había impedido que la

Península fuese la más decisiva avanzada del imperio soviético sobre

Europa y la misma Iberoamérica. Las perspectivas para el mundo eran, sin

embargo, muy oscuras. En la Argentina, un Presidente enfermo se mantenía

a duras penas hasta que en junio de 1942 presentó su renuncia y murió

poco después. El presidente Ortiz fue sucedido por el Vicepresidente

Ramón S. Castillo. Hugo Wast veía circular sus novelas por todo el mundo;

junto con Manuel Gálvez era quizá uno de los escritores más leídos de la

lengua castellana.

No sólo su vocación literaria, sino algún motivo muy profundo, lo

movió a escribir sus dos novelas sobre el fin de la historia. Su contenido

doctrinal es lo que me propongo analizar y valorar.

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I El Contenido Doctrinal

a) Los Signos del Fin

Hugo Wast se vale de dos recursos novelísticos para exponer y

penetrar el sentido de los “signos” que preanuncian el fin de los tiempos: la

decadencia de una antigua orden religiosa en la cual aún vive santamente

fray Plácido de la Virgen, que es como la voz y el centro de referencia, y

las tres visiones que el fraile tuvo del gran apóstata Voltaire: una sobre los

“signos”, otra sobre el Anticristo y la última sobre la misma Parusía

A diferencia de Benson que construye su novela suponiendo la

revelación pero sin referencia directa a los textos, Hugo Wast siempre se

muestra adherido a las Escrituras. El “enfriamiento religioso, que precederá

al fin de los tiempos” (J.T., 12) se manifiesta en la decadencia de la orden

de los “gregorianos” en cuyo seno aparece un brillante sacerdote, fray

Simón de Samaría, que no escucha los alarmados consejos de fray Plácido

de cuidarse del orgullo secreto y renunciar a los gustos espirituales; pero en

fray Simón tambalea la obediencia y la adhesión total al Papa, la renuncia a

la propia voluntad y la oración litúrgica (J.T., 15-19). Fray Plácido tiene

presente el anuncio del Señor de que vendrán muchos “falsos Cristos” que

serán la gran tentación de los elegidos (Mt 24, Mc 13, Lc 21). Sin embargo

fray Simón, simultáneamente con su vocación sacerdotal, ha comenzado a

soñar con una “Iglesia del Porvenir” (J.T., 19). Su nombre no es gratuito

porque Hugo Wast debe haber tenido presente cierta simbología de

Samaría, ciudad fundada por los israelitas y ocupada por los asirios hacia

721 aC, después por Alejandro y más tarde por los romanos.

Narra nuestro autor el diálogo terrible entre fray Plácido y Voltaire,

que es como una voz que anuncia lo que está por venir, a la vez que

confiesa su obstinación en el mal: “yo cogí la sentencia, gime Voltaire, que

Él no quería firmar, y yo fui mi propio juez” pues “ninguna condenación

lleva la firma del Cordero” (J.T., 26). Fray Plácido sospecha que ha saltado

ya el sexto sello y que “las estrellas del cielo cayeron a la tierra” (Ap 6, 12

y 13) (alusión a los apóstatas); esto ocurrirá cuando haya venido el

Anticristo, que Voltaire anuncia como el vencedor del Infame y de sus

santos (J. T., 27), porque le será permitido “hacer guerras a los santos y

vencerlos” (Ap. 13, 7).

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Alude a la Bestia del mar, el Anticristo, “con diez cuernos y siete

cabezas, y en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas nombres de

blasfemia” (Ap 13, 1). En la novela de Hugo Wast reaparece la antigua

cuestión de si el Anticristo será un ser colectivo o personal; el novelista,

correctamente, sostiene que será una persona singular (“el hombre de

pecado”) que arrastrará consigo una multitud. Alude también a la Bestia de

la tierra que “tenía dos cuernos como un cordero, pero hablaba como

dragón” (Ap 13, 11): es decir hablaba como Satán; es, por eso, el falso

profeta (II Tes 2, 9 ss) que hará adorar a la Bestia primera y que, en la

novela, es Simón de Samaría.

Pasaron diez años. Mientras la Iglesia Católica, aislada, mantiene el

latín, todo el mundo habla el esperanto y se unifica la moneda.

Proféticamente, Hugo Wast imagina un mundo en el cual la natalidad

decrece (J.T., 34-35) y la secularización llega a la abolición del calendario

gregoriano. Fray Plácido sueña aquel sueño de Daniel, el de las cuatro

bestias surgidas del Mar (el mundo gentil): león, oso, leopardo y una cuarta

“espantosa y terrible” con dientes de hierro, diez cuernos y uno pequeño

con ojos como de hombre “y una boca que profería cosas horribles” (Dan

7, 1-8). Se produce aquí la segunda aparición de Voltaire en cuya boca

pone el autor la interpretación. Sin detenerme en una exégesis intrincada,

difícil y frecuentemente hipotética, la cuarta bestia es para muchos, figura

del Anticristo; mientras para los antiguos exégetas, los cuatro imperios

tienen un sentido histórico, en la novela lo tienen espiritual y representarían

la masonería, Escandinavia e Inglaterra, el judaísmo carnalizado y el

Anticristo (J.T., 41). El hombre de pecado tendrá como maestro al diablo;

pero es libre, “podría hacer el bien si quisiera” y salvarse; el sentido del

sueño de Daniel no sería el de cuatro naciones sino cuatro doctrinas que se

aliarán al fin de los tiempos y culminarán en el satanismo (J. T., 44).

El novelista puede dar libertad a su imaginación para “construir”

una trama, cosa que no puede hacer el exégeta. Pero el novelista no

puede permitirse una “construcción” fantástica en pugna con el texto

revelado y la exégesis más seria. Hugo Wast no cae en esta falta. Imagina

el origen y la genealogía del Anticristo en Ciro Dan que llegará a ser una

suerte de emperador del mundo (J.T., 55-73); imagina también que es

descendiente de un tal Naboth Dan. Y puede hacerlo por referencia a la

pequeña tribu israelita de Dan, pues este Dan es hijo de Jacob y de su

sierva Bilhá (Gn 30, 5-6)). Lo cierto es que Ciro Dan adviene bajo el Signo

de Satanás en Roma (es el “hijo” del “padre”) señalado por su “profetiza” y

reconocido como el Mesías por los judíos carnalizados (J.T., 59-65).

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Hugo Wast identifica a la “profetiza” con Jezabel, nombrada en la

tercera carta a las Iglesias (la de Tiativa) del Apocalipsis y es la que “dice

ser profetiza ... y engaña a mis siervos” dice el ángel (Ap 2, 20); esta

utilización simbólica de su nombre (falsa profetiza) tiene antecedentes en

Izébel, esposa del rey Ajab (I Rey 16, 31) que propugnaba el culto

idolátrico a Baal; es un espíritu perverso y engañador que, en la novela,

invita a Ciro Dan a adorar a Satanás (la Serpiente antigua) y a venir al

mundo “en su propio nombre” (J.T., 65). El lector adivina que esta Izébel

es Juana Tabor que es vehículo, gracias al robo de una Hostia consagrada

por el Papa, de una ceremonia satánica (J.T., 68-73).

El nombre de Juana Tabor, invento del novelista, parece, sin

embargo, hacer referencia al monte Santo, al sudeste de Nazaret, donde se

transfiguró el Señor (Mt 17, 1-9) pero tomado en un sentido invertido. Ella

seduce a fray Simón de Samaría en medio de un mundo totalmente

secularizado en el que los sexos se confunden, la rebeldía es la norma, la

comunicación (empírica) es instantánea y la inmortalidad es reemplazada

por un “congelamiento” que prolonga la vida (J.T., 77-102). Hugo Wast

imaginaba todo esto en 1941 y hoy podemos decir que el novelista era un

buen “profeta”.

La Iglesia “del porvenir” con la que sueña fray Simón es una

Iglesia sincretista en la que “caben todos” (J.T., 105-112); así se va

perfilando poco a poco la imagen de un gran apóstata, el “falso profeta del

Anticristo” tentado por medio de Jesabel (J.T., 117) y anunciado quizá por

la trompeta del tercer ángel: “Y se precipitó del cielo una grande estrella”

(Ap 8, 10) llamada Ajenjo que es nombre de amargura.

La narración insiste en la agonía simultánea de la vida religiosa y de

la contemplación; luego se detiene en un diálogo entre Fray Plácido que

representa la fidelidad a Cristo y Fray Simón, el apóstata. a quien Jesabel le

anuncia que será el próximo Papa. Simón predice cómo ha de ser la Iglesia

del porvenir: no es el mundo el que ha de convertirse sino (como dicen hoy

muchos progresistas) la Iglesia al mundo; no debemos llamar a los no-

cristianos a la conversión sino a la inversa. Anticipándose a Rahner, hay

que decir, por ejemplo, a los musulmanes: “conservad vuestra fe en el Dios

único” (J.T., 139); lo mismo a los judíos confirmados en su error (J.T. 140).

Fray Simón ha de permanecer en la Iglesia Católica para cambiarla desde

su raíz: es un edificio demasiado estrecho para hacerle entrar en él a la

humanidad; sólo desde dentro es posible realizar “la Iglesia universal” del

porvenir (J.T., 169) como hoy sueña el falso ecumenismo, esencialmente

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opuesto a la ecumenicidad constitutiva del Cuerpo Místico. Por boca de

Fray Plácido, el novelista recuerda el diario de aquel apóstata ex-carmelita

Jacinto Loyson que renegó de la Iglesia después del Concilio Vaticano I

(J.T., 144). Como dice Fray Plácido después de considerar los altos

“ideales” de los apóstatas y los vulgares pecados en que concluyen: “casi

todas las apostasías son aventuras vulgares, pero todos los apóstatas creen

que su caso es de enorme trascendencia para la Iglesia” (J.T., 144). El

último terminará sirviendo a la bestia que “surge del abismo”, el anticristo

(Ap 11, 7) y adorando al “gran dragón” llamado Satanás (Ap 12, 9).

Antes acontecerá la alianza de la Iglesia con la democracia (J.T.,

165); anticipa la actual herejía de “la Iglesia democrática” que destruye su

carácter jerárquico y concluye en la negación del primado de Pedro. El

novelista prevé un “nuevo Santo Imperio” (cap. X) que nada tiene de santo

y sí un gran parecido con la “globalización” actual que anula las Patrias

singulares e instaura un totalitarismo planetario. En la novela, la siete

cabezas de la Bestia del mar simbolizan los sistemas filosóficos

inmanentistas que van preparando el “adviento” del anticristo (J.T., 185-6).

El capítulo XIII del Apocalipsis concluye con las misteriosas

palabras que aluden al número de su nombre con el que hay que marcar a

todos en la mano derecha o en la frente: “quien tiene entendimiento calcule

la cifra de la bestia. Porque es cifra de hombre: su cifra es seiscientos

sesenta y seis” (Ap 13, 18). Las interpretaciones del simbolismo de este

número son múltiples y a veces inverosímiles. No creo necesario detenerme

en este tema salvo indicar como conjetura que la repetición del 6 que nunca

llega a ser 7, signo de la perfección, puede ser interpretado como signo de

la imperfección y de la indignidad mayor, de la maldad sin atenuantes.

Quizá Hugo Wast así lo haya pensado.

b) La Iniquidad del Pseudo Profeta, el Anticristo y el

Demonio. El Fin de los Fines

En 666, Hugo Wast pasa de los signos a los hechos. Nos describe

una sociedad totalmente secularizada (666, 191-203) en la cual fray

Plácido, que representa la fe católica sumida en las catacumbas, cree que

cinco de los siete ángeles del Apocalipsis han derramado sus copas sobre el

mundo: el primero sobre la tierra que produjo una úlcera horrible y

maligna; el segundo sobre el mar que se convirtió en sangre; el tercero en

los ríos y en sus fuentes, el cuarto sobre el sol que abrasó a los hombres, el

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quinto sobre el trono de la Bestia que “se cubrió de tinieblas” (Ap 16, 1-

10).

En el mundo unificado por el mar, la Argentina experimenta la

disolución de las fuerzas Armadas (666, 205), la descristianización y la

exaltación de Babilonia (666, 210; Salmo 138) mientras una suerte de

“quinta columna” de patriotas, desde el interior del país “han vivido

organizándose a ocultas del Gobierno, alentados por dos amores sublimes:

la religión y la patria” (666, 231). Ellos se harán cargo de la defensa de la

Argentina invadida por la Patagonia, por el norte y el noreste (666¸ 235-

246).

Las copas sexta y séptima están por derramarse sobre el mundo. El

falso profeta fue a despedirse de su Obispo, Monseñor Bergman, antes de

partir a Roma: el Papa ha muerto y espera ser elegido Sumo Pontífice con

el nombre de Simón I. El Obispo todo lo espera de él porque fray Simón

“es el hombre de esta hora”, motor de la transformación democrática de la

Iglesia (666, 247). El programa de la gran reforma es clara: 1. “Abolición

del celibato de los clérigos. 2. Supresión de las órdenes religiosas y de

todos los votos; 3. Elección de los obispos por el clero y los fieles, y del

Papa por los cardenales y los obispos; 4. Uso del esperanto en vez del latín.

Democratizada así la jerarquía católica, la Iglesia será del pueblo y para el

pueblo” (666, 248): tal como después lo han proclamado Metz, Sobrino,

Gutiérrez, Segundo, Cardenal, Boff, Cox, Altiser, Robinson y otros de por

acá, la Iglesia se reconciliará con el mundo (666, 259).

En la ficción de Hugo Wast, el nombre de Simón de Samaría corre

por el mundo en alas de la falsa noticia de que ha sido electo Papa el que

adoptó el nombre de Simón I; este pseudo pontífice que no llega a ser

propiamente antipapa es como el torrente cada vez mayor de la apostasía:

“me voy alejando -declara en su diario- de la Iglesia del Papa, en la misma

medida en que me acerco a la Iglesia de Dios” (666, 272); es una Iglesia (la

del pseudo profeta) que practica el falso ecumenismo (el irenismo de los

últimos tiempos); una Iglesia imaginada como tres círculos donde caben los

cristianos, los judíos, los musulmanes, los politeístas y los ateos (666, 273).

Es la Anti-Iglesia de los que dudan, de los que niegan; Fray Simón decide

quedarse en la Iglesia para fundar la “Iglesia del Porvenir”; la profetiza del

Anticristo, aunque no esté bautizada, para fray Simón pertenece a “una

Iglesia Superior... a la libre Iglesia de Jehová” (666, 275) y el Fraile sueña

con ella; ahora podrá unir “catolicismo y liberalismo” aunque tenga que

romper los límites visibles de la Iglesia (666, 276).

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En los últimos capítulos de 666, Hugo Wast concede más libertad a

su fantasía de novelista sin contradecir su fuente de inspiración que son las

Escrituras. Un exegeta riguroso debe reconocer que esa libertad es

literariamente legítima y, dicho sea de paso, con frecuencia parece

anticiparse a los acontecimientos futuros. Dejemos por ahora la palabra al

novelista: Juana Tabor recibe sacrílegamente la comunión y exhorta a Fray

Simón a no alejarse físicamente de la Iglesia para reformarla desde dentro.

Jesabel, en realidad, adora al Padre de la mentira de quien ha aprendido la

plena autosuficiencia (“ciencia del bien y del mal”) que impulsa su deseo

de “ser como Dios”. La “Iglesia” de Jesabel es, en verdad, la “Sinagoga de

Satanás” anunciada por San Juan (Ap 2, 9). Hugo Wast pone en labios del

fraile apóstata unos bellísimos versículos del Cantar de los Cantares,

pero invirtiendo su sentido: “Morena soy, pero hermosa, / oh hijas de

Jerusalén / como las tiendas de Cedar, / como los pabellones de Salomón”

(Cant 1, 4). La esposa morena es figura de la nación israelita desposada por

Yahvé, anticipo de la Iglesia. Nuestro novelista, con una suerte de ironía

teológica, la pone del revés (666, 296-7).

A medida que la narración se acerca al fin, parece cada vez más

dominada por la idea de sacrilegio. Después de la descripción del

Anticristo como el “el más hermoso y el más sabio de los hombres” que

“remedará a Cristo en los milagros” (666, 299) se prepara el ambiente y el

escenario de la Misa sacrílega y de la horrenda Comunión del Anticristo,

que coincide con el martirio de siete fieles. En el celebrante, como en Judas

cuando comió de mano del Señor, “entró en él Satanás” (Jn 13, 27); Ciro

Dan bebió de la Sangre del Cordero mezclada con la de su mártir. Y allí, en

el estrado apareció “un dragón color de sangre, con siete cabezas y diez

cuernos, que hizo crujir el trono de la derecha” (666, 331) (Ap 12, 3).

Llegamos al final con la aparición de los Patriarcas Henoch y Elías (los dos

testigos) y la tercera visita de Voltaire. Aunque el novelista no lo dice,

sabemos que este Henoch es el séptimo descendiente de Set, Hijo de Adán

(Gn 5, 3-8) que vivió muchos años unido al Señor y Dios “se lo llevó” (Gn

5, 23-24); figura en la genealogía de Cristo según san Lucas (Lc 3, 37). En

cuanto a Elías, su nombre significa “Yahvé es mi Dios”; fue fidelísimo

defensor de Yahvé bajo el rey Ajab y Jezabel su mujer (I Rey 20, 1-43) que

imponían la adoración de Baal, el “Señor de las moscas”, tal vez

Beelzebub. Sabemos de sus milagros y de su desaparición “arrebatado en

un torbellino de fuego sobre una carroza tirada de caballos de fuego”

(Ecclo 48, 9; I Mac 2, 58; Re II, 1) y que fue testigo junto con Moisés de la

transfiguración del Señor (Mt 17, 3; Lc 9, 30).

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En cuanto a la tercera aparición de Voltaire, éste confirma a Fray

Plácido que el Anticristo reina y ya ha saltado el sexto sello que produce un

gran terremoto (Ap 6, 12) que en la imaginación de Hugo Wast significa

que la tierra ha dejado de rotar alrededor de su eje (666, 346). Se ha

producido el gran Sacrilegio, la comunión del Anticristo. Cuando el ángel

abrió el séptimo sello, “se hizo en el Cielo un silencio como de media hora”

(Ap 8, 1). Ya no hay más tiempo (Ap 10, 6), Cristo vuelve, la historia

termina. Se escuchó el anuncio del séptimo Ángel: “El imperio del mundo

ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo; y Él reinará por los siglos de los

siglos” (Ap 11, 15).

II Valoración Crítica

a) El Trasfondo Doctrinal sobre el Fin de la Historia

En su tercera y última aparición, Voltaire anuncia que el Hijo del

Hombre con su aliento matará al Anticristo... Y no habrá más tiempo:

“aparecerá... el Infame, y todos vosotros, los que por vuestra dicha habréis

perseverado” irán al encuentro de Cristo (666, 351).

Dijo el Ángel: “no habrá más tiempo” (Ap 10, 6). Ontológicamente

el tiempo supone la duración sucesiva. Esto es evidente a la inteligencia

con la primera prae(s)entia del ser que es lo participado en todo ente; en

cuanto participado, el acto de ser es causado (puro don): causado ex-

nihilo (creado); por eso es acto presente, no pasado (ya no es) ni futuro

(aún no es) sino presente y, por tanto, temporalidad histórica. En tal caso el

tiempo implica la creación como punto de partida y el fin absoluto como

punto de llegada; si así no fuera habría que sostener un tiempo sin

comienzo ni fin (un sinsentido) o regresar al eterno retorno de los antiguos

que se identifica con la necesidad; luego antes de la creación sólo hay

eternidad y después del tiempo sólo eternidad; por tanto el tiempo

histórico, presente del pasado - presente del presente - presente del futuro,

se contiene en el ámbito de la eternidad y la historia se orienta a su fin en el

cual deja de existir como historia. Ontológicamente comprendemos que en

el último instante “no habrá más tiempo”; es decir, no habrá mas historia.

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Teológicamente significa que el tiempo histórico es escatológico de

suyo y que el Apocalipsis es la revelación de cómo será el fin en cuanto

acto único, indivisible y último, precedido por los acontecimientos

descritos por San Juan que sirven de inspiración a Hugo Wast.

Toda la filosofía moderna usufructúa de la noción de tiempo

histórico revelado en las Escrituras y nos la secuestra y seculariza,

poniendo el fin inmanente a la historia: el progreso de la razón en la

Ilustración; el progreso hacia la educación de la totalidad en Herder; el

ideal de la especie y el Estado cosmopolita universal en Kant; el Estado

como auto-despliegue del Espíritu Objetivo en Hegel; la sociedad

homogénea en el materialismo dialéctico; la aldea global democrática en el

capitalismo pragmatista actual; la Nada de nada en el nihilismo

contemporáneo... Pero la contradicción es insuperable: si se pone el fin de

la historia en la historia, alcanzar el fin sería la detención del tiempo y por

tanto la nadificación de la historia; si para evitarlo, se postula la indefinida

prolongación del tiempo, el fin no sólo se alejaría siempre sino que la

historia carecería de sentido.

Las novelas que tienen como tema el fin de los tiempos, como las de

Benson y Hugo Wast, suponen, no sólo que el tiempo histórico

termina sino que el fin supra-histórico es inminente. Cuando el Redentor,

en la Cruz, exclamó “todo está cumplido” (Jn 19, 30) quiso decir que el

plan salvífico de Dios se había consumado; en ese instante comenzaron los

últimos tiempos, la última edad de la historia tensa hacia el fin inminente;

el fin ingresa en la zona del misterio que sólo podemos conocer por la

profecía; el lumen propheticum alcanza a todas las cosas, a todos los actos

humanos y el único conocimiento posible del fin, acto singular contingente

anticipado en forma de audiciones y visiones. Así acontece en San Juan, en

quien hay primero una visión que prepara una audición y el todo revela la

entrada de la historia en la eternidad: “no habrá más tiempo”. Aunque se

realice por medio de un profeta humano, la profecía es del mismo

Jesucristo (Apocalipsis Iesu Christou 1, 1). Cuando un novelista como

Hugo Wast se inspira en estos textos sagrados, sabe - o al menos intuye -

que San Juan y los autores del Apocalipsis sinóptico ven no con los ojos de

la carne sino con los ojos del hombre interior para los cuales un acto

es figura de otro (sentido espiritual fundado en el literal) y también sabe

que las mismas cosas (typos) son dispuestas como figuras de otras

(antitypos). A su vez, mientras en el Antiguo Testamento la predicción del

fin debe mantenerse en secreto (“sella el libro hasta el tiempo prefijado”:

Dan 12, 24) en el Nuevo se le dice a San Juan: “no selles las palabras de la

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profecía de este libro, porque el tiempo está próximo” (Ap 22, 10). La

Parusía es, pues, para nosotros, siempre inminente.

Sabemos que la historia, en virtud del pecado, es la tensión

misteriosa de las dos Ciudades (civitas Dei - civitas mundi) hasta el

instante de la Parusía; por tanto la negatividad de la historia tiene su propia

plenitud intra-temporal en un estado de iniquidad, en la hora de la

tribulación magna (Mt 24, 21); semejante “plenitud” del mal debe ser

precedida por la apostasía hasta que se haga manifiesto el “hombre de

iniquidad” (II Tes 2, 3). Paso por alto los antecedentes veterotestamentarios

(Ez 38 y 39; Joel 2, 28-32; Zac 14, 1; Dan 7, 4-8) que Hugo Wast sí tuvo en

cuenta en su novela, y con los textos del Nuevo, podemos decir que es un

hombre, enemigo personal de Cristo (II Tes 2, 1-12) cuya aparición es obra

de Satanás: un individuo singular y, simultáneamente, un pueblo que le

sigue. En cuanto ungido del demonio, es parodia de la relación del Padre y

del Hijo, mediador del diablo. A su vez, con la aparición de la segunda

Bestia, la imitación de la Trinidad se completa porque su padre es Satanás

(el Dragón), el Anticristo es el Hijo y el Impostor o pseudo profeta es

grosero sustituto del Espíritu: Dragón-Bestia-Impostor, contra-Trinidad

diabólica. Estos elementos esenciales son el trasfondo o la estructura que

sostiene la creación literaria. Claro es que después de la derrota de la bestia

y del falso profeta (Ap 19, 19-21) llegará el fin y estaremos en el Instante:

las dos ciudades (trigo y cizaña) serán separadas y el Reino alcanzará su

plenitud (Ap 22, 3-5). Nada más podemos decir: “no habrá más tiempo”.

Toda la historia espera ese Instante sin poder saber más: “lo que toca a

aquel día y hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo

el Padre” (Mt 24, 36).

b) Valor y Actualidad del Mensaje de Hugo Wast

Para crear su novela, Hugo Wast supone y piensa las “señales” o

signos que anuncian el fin. Me parece que el más importante de ellos -

desde las primeras páginas de Juana Tabor- es la apostasía general: “el

Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?”

(Lc 18, 8).

¿Qué ha ocurrido en el hombre que le ha llevado a la progresiva

apostasía de la fe? Los errores teológicos y la reconciliación diabólica con

el mundo que Hugo Wast enumera en 666 (págs. 247-259), han sido

precedidos por la corrupción progresiva de la verdad natural y las falsas

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doctrinas que señala en Juana Tabor (págs. 40-41). La corrupción de la fe

corrompe la naturaleza y la corrupción de la naturaleza vacía la fe.

El proceso ha comenzado afirmando que sólo es posible conocer el

singular sensible (indistinción de sensación y pensamiento) y lo dado es

sólo un haz de fenómenos (nominalismo medieval) de modo que la

experiencia sensible es el único criterio; la realidad es sólo “hechos

atómicos” y no es posible ninguna proposición con contenido de verdad

objetiva (de Occam a Witgenstein y positivistas actuales). El pensar ha

perdido su objeto y la fe (cuando aún la hay) es un acto irracional. En

cuanto este proceso prescinde de lo real, la razón “pone” lo real como

idéntico a Sí misma y, como acontece en Hegel, la razón se alcanza a sí

misma en el saber absoluto que “explica” (y anula) el misterio. La fe no

tiene sentido y Dios mismo, como dice Hegel, “ha comenzado a morir”;

hoy, el que debe morir es el hombre (Foucault); es quizá más lógico

concluir que este mundo racional se convierte con la materia (desde el

Iluminismo al marxismo y desde éste al pragmatismo); pero como ni la

experiencia sensible, ni la razón, ni la materia pueden fundarse a sí mismas,

no nos queda sino aceptar que “el ser del ser es la nada” (Heidegger): nada

al principio y nada al fin. El inmanentismo filosófico natural concluye en

el nihilismo y relativismo actuales que niegan hasta la posibilidad de la

revelación y de la fe. He ido mucho más lejos que el novelista que escribía

en 1941. Pero Hugo Wast no erraba cuando enumeraba las doctrinas que

conducen a la concepción del hombre como el “único absoluto para el

hombre” (Marx); en lenguaje teológico equivale a “ser como Dios”. Por

eso creo que acertaba cuando hace más de setenta años Hugo Wast hacía

culminar el proceso de las falsas doctrinas en la masonería y el liberalismo,

que son como la quintaesencia de este proceso negativo y vías de acceso

del satanismo como rechazo pleno de Dios.

Teológicamente, el proceso de la apostasía es más radical: aceptado

lo real como puro dinamismo sin sustancia, se postula la inmanencia y la

“evolución” de los dogmas de la teología progresista de fines del siglo XIX

y la corrupción de la doctrina del Cuerpo Místico, ahora mera

“congregación” de fieles. El lenguaje teológico se hace sólo simbólico sin

cosa (o misterio) simbolizada.

En cuanto no existe criterio de verdad sino sólo la razón

(trascendental) la Iglesia se abre al mundo (Rahner) o, más radicalmente, se

convierte con el mundo (Metz). Para que el mensaje cristiano sea recibido,

es menester aceptar el mundo como es, alcanzando el cristiano su

“madurez” (Bonhoeffer) y el simbolismo sin ser se hace más radical.

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A su vez, si el inmanentismo alcanza su plenitud en la dialéctica

hegeliana, el misterio es reemplazado por el Espíritu absoluto (Barth) y la

esperanza teologal es sólo el fin intra-mundano de la dialéctica (Bloch). Por

eso, hace tiempo que Dios, el Dios viviente de la Revelación, ha muerto

(Nietzsche) y sólo cabe una suerte de “ateísmo cristiano” (Altiser).

Reducido el Cristianismo a la mundanidad del mundo, la crítica del texto

sagrado debe distinguir lo dicho del mito (“desmitologización”) reduciendo

lo revelado a lo que los apóstoles creyeron, no a su verdad objetiva

(Bultmann). Más aún: si en Hegel y Marx, lo real (y lo único real es el

hombre en sociedad) es contradicción dialéctica de dominadores y

sometidos, es menester “una nueva forma de hacer teología” (Gutiérrez)

como “teología” de la liberación intramundana. Y como, por un lado, el

lenguaje es una crítica sin contenido (van Buren) y, por otro, la Iglesia se

identifica con el mundo (Cox) hay que eliminar la palabra “Dios” e

identificar el Reino con el mundo en cuanto tal. También aquí el misterio

de iniquidad ha logrado cierta plenitud.

¿Cuáles son las consecuencias del inmanentismo filosófico y

teológico? Estas consecuencias fueron detectadas, como adivinadas, en las

novelas de Hugo Wast. Me limitaré a enumerarlas teniendo a la vista un

texto (no el único) de 666: la primera es la apostasía más radical y la

transformación de la Iglesia en sentido “democrático”: no es el corpus

Mysticum sino una congregación democrática. Si no hay misterio ¿qué

sentido tiene el celibato eclesiástico como participación en Cristo

sacerdote? Cae el primado de Pedro y la sucesión apostólica y, como dice

Hugo Wast, ahora hay que reconciliar a la Iglesia con el mundo (666, 259)

que es su enemigo mortal. Por tanto, si no existe verdad objetiva

(relativismo contradictoriamente “absoluto”) todas las religiones son

válidas y debemos aceptar un pseudo ecumenismo que es, en realidad, un

falso sincretismo (J.T., 86 ss; 666, 272-264) y, en el fondo, la negación de

la Redención del hombre. Creo que cuanto he dicho hasta aquí está

contenido explícita o implícitamente en la novela de Martínez Zuviría, un

enamorado de las Escrituras.

* * *

Antes de concluir debo señalar dos temas menos seguros y dejo para

el final dos aciertos fundamentales.

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Hugo Wast sigue una larga tradición al identificar la perversa

Babilonia con Roma caída en la infidelidad; además dice que Roma será

destruida (666, 340), que el Señor elegirá nuevamente a Jerusalén (ib, 347,

352). A pesar de la venerable tradición que avala su interpretación, siempre

he creído que Babilonia simboliza cierta “plenitud” de la civitas mundi y la

disminución de la fe y de la caridad hasta el mínimo. San Agustín dice que

esta ciudad se llama místicamente “Babilonia”, es decir, “Confusión”; su

rey es el demonio a quien están esclavizados los hombres por su impiedad

(De Civ. Dei, XVIII, 41, 2).

Otro tema de no fácil interpretación es el momento de la conversión

de los judíos. No se trata de las conversiones individuales, de las que

tenemos tan hermosos ejemplos, sino de la vuelta de Israel como un todo.

San Pablo así lo profetiza, pues el endurecimiento ha venido sobre una

parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado y de esa

manera todo Israel será salvo (Rom 11, 25); aunque sean ahora enemigos

del Evangelio, son amados por Dios a causa de sus padres con amor de

elección irrevocable; en los últimos tiempos, cuando se haya enfriado la fe

hasta la apostasía en los que fuimos gentiles por nuestro origen, habrá

llegado el momento de esa Alianza última y Nueva, definitiva: “Tendré

misericordia de sus iniquidades y de sus pecados no me acordaré más”

(Heb 8, 12). ¿Cuándo ocurrirá esto? No lo sabemos. Algunos conjeturan

que después del reinado del Anticristo, porque lo recibirán como al Mesías;

otros conjeturaron que será antes. Pero, en realidad, no lo sabemos.

Tampoco sabemos con seguridad el significado del famoso texto del

capítulo XX del Apocalipsis sobre el que se funda la siguiente frase de 666:

“Se anuncia el día de la ira, en que el mundo será reducido a pavesas. Pero

antes sobrevendrá un período larguísimo, miles de años. Tal vez miríadas

de siglos, en los que el diablo permanecerá encadenado para que no tiente a

los hombres, y reinará Cristo sobre la humanidad santificada y dichosa”

(666, 338). Algunos pueden haber pensado que Hugo Wast era milenarista

en sentido material. No lo creo: el pasaje no es textual sino una glosa

imprecisa. Yo tampoco tengo por qué ocuparme extensamente del capitulo

20. Sólo indicaré las grandes líneas. Se ha interpretado que existirán dos

resurrecciones: una primera, de los mártires y santos (Ap 20, 5) y otra

universal, de buenos y malos en el Juicio. Pero esa afirmación es muy

dudosa pues espiritualmente se entiende la resurrección por el Bautismo, la

misma vida de la gracia. No sabemos entonces si habrá una resurrección de

los justos antes de la resurrección general. En cuanto al milenio, podría ser

interpretado como un reinado terrenal de Cristo con los justos, tesis que ha

sido rechazada por la Iglesia; pero si se tiene en cuenta que “mil años”

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significa largo tiempo, las innumerables interpretaciones son sólo

conjeturales y frecuentemente erróneas. No podemos interpretar el texto

citado de Hugo Wast en el sentido del milenarismo literal o material.

Digamos más bien que lo único seguro es que nada sabemos de seguro.

* * *

En la novela de Hugo Wast hay, en cambio, dos aciertos

fundamentales: los últimos tiempos aparecen signados por la destrucción

del hombre y por la exaltación del sacrilegio.

La destrucción del hombre es ya anunciada por el novelista cuando

narra cómo la apostasía es acompañada por el decrecimiento de la

natalidad (J.T., 34 y 35). Recordemos que esas novelas fueron escritas en

1941; el autor sabía que el gran enemigo del hombre es el dragón rojo, la

antigua serpiente que odia al Verbo Encarnado en cada hombre porque

cada hombre es imagen Suya. En cierto modo mata a Cristo al matar al

hombre. El decrecimiento artificial de la natalidad va a concluir en el

aborto y, junto con él, en la progresiva eliminación de los signos cristianos,

como hoy sabemos que está ocurriendo en España, Italia, Francia. En 1941

Hugo Wast imaginaba la abolición del calendario gregoriano (J.T., 37 y ss)

y la misma cultura como cultura hasta el extremo que, en el mundo de su

novela, los hombres han olvidado leer, mientras la técnica inventa el medio

de prolongar la vida temporalmente ya que no existe la inmortalidad. Como

ha dicho Foucault en nuestros días, ahora es el hombre el que tiene que

morir puesto que Dios ha muerto.

El fin de la historia culmina con un gran sacrilegio. En la novela son

sacrílegas las misas de Fray Simón, la comunión de Juana Tabor, la

comunión del Anticristo con Satanás presente (666, 321-322). El autor sabe

que Satanás es el gran Sacrílego. Recordemos ante todo, el sentido del

sacrilegio: en nuestro lenguaje común, llamamos sacrilegio a la

profanación de una cosa, de un lugar o de una persona sagrados. El

inmanentismo moderno y la teología sin Dios, paradójicamente,

absolutizan y al mismo tiempo destruyen al hombre; para el demonio es la

profanación del mismo Verbo que ha asumido la naturaleza humana y, por

eso, es sacrilegio. Satán es sacrílego desde el principio y odió al hombre

desde el principio: “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo”

(Sab II, 24). Se podría decir (aunque de modo impropio) que Satanás es el

sacrílego imparticipado y que todo sacrilegio lo es por modo de

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participación con el sacrilegio del demonio. El primer sacrilegio es el acto

primero de idolatría como sustitución de las tres Personas divinas por la

auto-adoración del demonio, padre de toda idolatría. Hoy, las “normas”

inicuas del divorcio, del aborto y el pseudo matrimonio de homosexuales

son actos patentes de obstinado sacrilegio. Hugo Wast lo había adivinado

en 1941. El demonio tiene urgencia porque sabe que en el instante de la

muerte del Cordero en la Cruz (el nuevo árbol de la vida) ya ha sido

vencido. A nosotros nos corresponde, como a Hugo Wast, el testimonio y,

como a San Juan, esperar clamando: ¡Ven, Señor Jesús!

Fin

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Gustavo Martínez Zuviría

Alberto Caturelli

Fraternidad de Vida Nueva Mar del Plata - Argentina