Albaricoque

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Obra ganadora de los Premios Michoacán de Literatura 2013, Categoría cuento “Xavier Vargas Pardo”, autor Amaury Estrada Ramírez.

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Esta edición circula bajo la égida señalada por el Gobernador Fausto Vallejo Figueroa:

LETRAS PARA ESTRUCTURAR PALABRAS, PALABRAS PARA ESTRUCTURAR IDEAS, IDEAS

PARA CONSTRUIR NUESTROS SUEÑOS.

f

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GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo FigueroaGobernador Constitucional

Marco antonio aguilar cortésSecretario de Cultura

Paula cristina silVa torresSecretario Técnico

María catalina Patricia Díaz VegaDelegado Administrativo

raúl olMos torresDirector de Promoción y Fomento Cultural

argelia Martínez gutiérrezDirector de Vinculación e Integración Cultural

FernanDo lóPez alanísDirector de Formación y Educación

jaiMe BraVo DéctorDirector de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor garcía MorenoDirector de Patrimonio, Protección y Conservación

de Monumentos y Sitios Históricos

BisMarck izquierDo roDríguezSecretario Particular

Héctor Borges PalaciosJefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

raFael toVar y De teresa

Presidente

saúl juárez Vega

Secretario Cultural y Artístico

Francisco cornejo roDríguez

Secretario Ejecutivo

ricarDo cayuela gally

Director General de Publicaciones

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AlbaricoqueAmaury Estrada Ramírez

Gobierno del estado de Michoacán

secretaría de cultura

consejo nacional Para la cultura y las artes

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AlbaricoquePrimera edición, 2013

Dr © Amaury Estrada RamírezDr © Secretaría de Cultura de Michoacán

ColecciónPremios Michoacán de Literatura 2013Categoría cuento “Xavier Vargas Pardo”

JuradoNektli Necuhtli Rojas IglesiasSergio Guadalupe Navarro SerranoAlejandra Lizette Quintero Valois

Coordinación editorial:Héctor Borges PalaciosMara Rahab Bautista López

Imagen de portadaDr © Ángel PahuambaMarcados, óleo sobre tela, 70 x 130 cms.

Diseño de Colección y FormaciónJorge Arriola Padilla

Revisión de textosRamón Lara Gómez

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42 www.cultura.michoacan.gob.mx

ISBN Volumen: 978-607-8201-52-5ISBN Colección: 978-607-8201-51-8

El contenido, la presentación y disposición en conjunto y de cada página de esta obra son propiedad del editor. Queda prohibida su reproducción parcial o total por cualquier siste-ma mecánico, electrónico u otro, sin autorización escrita.

Impreso y hecho en México

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ÍndiceTeatro de ratonera 13

Maldita pieza elegida 33

Entrophy 41

4D69 47

Fantasmas 53

Le Havre 59

Los lerdos pasos 65

Voyeur 77

Cerca de Veracruz 93

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A Agustín Ramírez

Para Sergio Pitol y Valeria Luiselli

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¿Quién soy?Me llamo Pedro Páramo como todo el mundo.Mi familia es aire y yo soy mezcla de las voces

y recuerdos de distintos vivos y muertos.Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan

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Teatro de ratoneraPara Lu

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Hasta hace un par de semanas tuve fija en la mente la idea de venir aquí y decir que ni esto era una conferencia ni mi nombre era en realidad mi nombre.

Pensé, pensaba, quiero decir, que po-dría presentarme como Vilnius y decir que yo también quise parecerme a Bob Dylan. Luego aclarar que ni me llamo Vilnius, ni pude parecerme a Bob Dylan nunca y sí en cambio terminé por ser una burda imita-ción pueril de Roy Orbison.

Yo también quise parecerme a Bob Dylan pero fui un adolescente rollizo al que ni los lentes Ray Ban ni lo largo del cabello pudie-ron acercar a una imagen de poeta maldito y sí más bien terminaron por ridiculizarme ya que no hubo una sola fiesta familiar en la que no se me pidiera interpretar Pretty Woman bajo la idea de que a quien yo quería parecerme era a Roy Orbison.

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Pero ni siquiera pude hacerme pasar por Bob Dylan ni por Vilnius y ya ni siquiera por Roy Orbison. Es más, ni siquiera la idea que tuve grabada hasta hace un par de se-manas es la misma y aunque quisiera decir que esto no es una conferencia, parece que terminará por convertirse en una.

Aunque, para ser honesto, debo decir que mi nombre sí es Vilnius, que esta no es una conferencia sino una obra de teatro, que cualquier parecido con Bob Dylan es casual ya que en realidad quiero parecerme a Roy Orbison, y que si la idea inicial de esta obra ya no es la misma, es por culpa de Enrique Vila-Matas, a quien hace un par de semanas me encontré cerca de Veracruz y quien sin pensarlo dos veces, bajo su papel de ayudante de Vilnius, me ha dictado esta obra de teatro a la que ustedes seguramen-te le encontrarán forma de conferencia.

Pero vamos, que si esto falla, como es evi-dente que puede suceder, después de todo no se trata sino de una obra de teatro; un afiche en la gran colección del fracaso. Y de cualquier manera, si todo saliera aún peor, podría yo seguir haciendo el ridículo y po-nerme a cantar, como si nada, Pretty Woman.

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El fracaso es la postmodernidad. Aceptar el fracaso, frecuentarlo, reverenciar el fra-caso es la hipermodernidad. Decirlo, en sí, es ya una forma del fracaso. Y por tanto una reverencia, una frecuencia y una acep-tación. Ahora mismo somos postmodernos y como lo aceptamos inmediatamente, so-mos, inmediatamente, hipermodernos.

¿Era Hamlet un hipermoderno adelan-tado a sus tiempos? ¿A cuáles tiempos? Us-ted, usted, usted, ¿podría decirme sin te-mor al fracaso cuál es el tiempo, cuáles son los tiempos de Hamlet? Esto es el fracaso. Y por tanto es la postmodernidad, ¿acepta-do? entonces somos, ya dijimos, hipermo-dernos. Y no, no crean ustedes que habla-mos ya de un triunfo, incluso en el fracaso hemos fracasado. Hipermodernidad.

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Encontré a Vila-Matas en Los Lagos, en Xa-lapa. Esperaba un taxi como quien espera a que pase la neblina. Y aún bajo la timidez

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que me ha resultado tras tantos años de ex-posición pública bajo el velo de Roy Orbi-son, me he acercado a él para decirle que apenas unos días antes le había soñado y que le había soñado junto a Sergio Pitol, su oscuro hermano gemelo. Le he contado que en el sueño, Sergio Pitol me había pedido asesinarle y que yo había cumplido cabal-mente mi parte del trato.

Por otra parte, apenado, le pedí una fir-ma en la tapa de un libro suyo que llevaba yo como pretexto para poder confesarle mi sueño.

Se ha quedado mudo.

Afortunadamente ha venido Sergio Pitol a rescatarnos. A mí, de la ira vilamatiana y a él, a Vila-Matas, de alguna otra de las his-torias que le tenía preparadas por si acaso, aunque no lo esperaba, le encontraba por las cercanías de Veracruz. Enrique Vila-Matas se apresuró a contar el sueño a Sergio Pitol, que ha estallado en risa y ha recordado que apenas unos días antes soñó que le pedía a Ricardo Piglia asesinar a Paul Auster.

Aproveché para decir que apenas unos días antes, camino a Xalapa, con escala en

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el J.F.K. de New York me había encontrado con Paul Auster a quien, a falta de otro li-bro, le hice firmar uno del propio Enrique Vila-Matas.

Como si no fuera suficiente la extraña sensación de estar dentro de un texto de Sergio Pitol, la lluvia comenzó a caer sobre Los Lagos y la neblina a cubrirlo todo. Si he de ser sincero, quería huir, pero todo tenía ya un tinte tan misteriosamente borgiano que decidí esperar un poco más.

Entre Vila-Matas y Sergio Pitol se su-cedió la plática sobre lo que pudo haber pensado Auster al hacerle firmar un libro del propio Enrique. Sólo por hacer notar mi presencia, prometí que de verlos al día siguiente por Xalapa, llevaría el libro con-migo. Finalmente Enrique dijo una frase que da razón de ser a toda esta conferencia. “Sergio, tú deberías firmar por todos, en los li-bros de todos”.

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Me retiré de ahí y me alejé tratando de no pensar en lo ocurrido, pero apenas por el Parque de los Berros he escuchado una voz

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que parecía más bien venir de mi propia existencia. Y aunque en un principio me pareció que decía Hamlet, decía mi nom-bre real, que es Vilnius. Unos pasos más y sin mediar explicación, la voz, que juro era idéntica a la de Sergio Pitol, me ha dictado esta conferencia como venganza a la muer-te que en mis sueños cometí contra Enri-que Vila-Matas. Es decir, que esta vez ha sido la voz del padre la que exige vengan-za por la muerte del hijo pródigo. O qui-zá debería decir, por la muerte del oscuro hermano gemelo.

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La primera vez que leí Aire de Dylan fue en el ensayo La tarde elemental, del propio En-rique Vila-Matas. En ese texto, Vila-Matas menciona a Ricardo Piglia y su libro For-mas Breves, en el que Piglia habla de Borges y su último cuento, La memoria de Shakes-peare, en el que el personaje principal, un escritor y lector basado en un sueño del propio Borges, se ve habitado por la me-moria de Shakespeare y entonces recuer-da la tarde en que su nuevo habitante, su

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recientemente adquirido oscuro hermano gemelo, escribió el Acto II de Hamlet.

En el texto de Vila-Matas donde se des-cribe todo esto, es decir, en La tarde elemen-tal, Vila-Matas nos dice que recuerda a un amigo suyo que en tardes diferentes com-paró, en Barcelona, a Borges con Shakes-peare. Es decir, que su amigo muerto, un escritor malogrado, Paco Monge, es el pri-mero en recordar lo que ya Borges recorda-ba sobre Shakespeare y sobre Piglia y Sobre Vila-Matas y sobre el propio Hamlet.

Vila-Matas cierra La tarde elemental di-ciendo: “Estas frases de Piglia y la aso-ciación en las dos tardes distintas entre Borges y Shakespeare volvieron más pro-fundo el comentario de Paco Monge en aquella tarde elemental […] la que ya está pasando. ¿Qué está pasando? Nada, noto que empiezo a ser visitado por la memoria de un escritor malogrado, mi amigo muer-to que por lo visto, quiere que estas líneas terminen con un efecto fantástico de estilo borgiano”.

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Es decir, que la primera vez que leí Aire de Dylan fue en La tarde elemental, del mismo Enrique Vila-Matas. Pero también fue la primera vez que leí Formas Breves, de Ri-cardo Piglia. Y también fue cuando leí La memoria de Shakespeare, de Borges. Y si he de ser sincero, fue cuando escuché la pro-pia memoria del desaparecido Paco Monge comparando a Borges con Shakespeare. Y si he de ser aún más sincero, fue cuando leí por primera vez Hamlet, de Shakespeare.

Pero miento, porque si todo lo anterior es real, entonces debo decir que la prime-ra vez que leí Aire de Dylan fue cuando leí por primera vez la historia de Caín y Abel. Esos oscuros hermanos gemelos de todos nosotros.

Apenas lo he dicho, la voz de nuevo se hace presente y me dice que estoy equivo-cado. Que si alguna vez leí Aire de Dylan fue en realidad cuando leí El oscuro herma-no gemelo, de Sergio Pitol. Ese ensayo en el que Pitol menciona a Justo Navarro y el prólogo que escribió para El cuaderno Rojo, de Paul Auster. La misma voz me confirma

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que se trata de El cazador de coincidencias y me recuerda que yo no lo leí en El cuader-no rojo sino hasta encontrarlo mencionado por Pitol en ese oscuro ensayo suyo que no es sino, quizá, un intertexto de Caín y Abel: toda nuestra memoria, el texto original que se convertiría en intertexto infinito de nuestra propia existencia.

Así que sí, aquella tarde que me acerqué a Vila-Matas y le escuché decirle a Sergio Pitol aquello de “Sergio, tú deberías firmar por todos, en los libros de todos”, ese momen-to quizá sea la primera vez que en verdad leí Aire de Dylan. Y no porque crea que Pitol la ha escrito sino porque precisamente en ese momento, ahí, junto a ellos, fui testigo de la existencia y si en verdad existe un in-tertexto infinito, una memoria, no puede ser sino la propia existencia, esa memoria infinita que, aunque fragmentada, rota, so-mos todos nosotros.

Cuántica postmoderna

Y si Hamlet viviera, ¿vestiría de negro, se peinaría a lo Bob Dylan, aparentaría ser un poeta maldito y sufriría crisis existenciales

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por la descomposición del mundo? Segu-ramente sí. Pero también seguramente no.

Y seguramente también pensaría que le ha tocado vivir en una época de crisis y que lo más alto, lo más noble a lo que pudiera aspirar en este mundo sería a encarnar el espíritu mismo de esa crisis, convertirse en el espíritu de todo el mundo.

Pero antes de pensarlo o de intentar ha-cerlo, seguramente gastaría sus sueldos en tiendas departamentales de lujo, quizá en unas gafas nuevas a lo Bob Dylan, quizá en fijadores o cremas especiales para evi-tar la caída del cabello. Probablemente no pensaría nada, dejaría que el mundo avan-zara como avanza ahora mismo mientras nosotros hablamos, pensamos en lo que él pensaría y dejamos que el mundo avance mientras tal vez afuera, en otro lado, otro Hamlet deja que el mundo avance y nos sigue pensando como ya hace tanto tiem-po nos había pensado. Imperfectos, sopor-tando “las injurias de este mundo, el des-mán del tirano, la afrenta del soberbio, la tardanza de la ley, los insultos que sufre la paciencia…”.

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Tal vez viviría temeroso, con dudas, con resentimientos, sintiéndose sospecho-so de algo pero también tal vez buscando una venganza en contra del primero que le pareciera sospechoso sin saber siquiera de qué o por qué; contra él mismo, quizá.

Muy seguramente sería tachado de raro, de heterodoxo, de loco, pero asistiría a cual-quiera de los miles de centros psiquiátricos que abundan en las ciudades y saldría de ahí con las pastillas de la felicidad en la bol-sa del abrigo y entonces, más que rechazo recibiría afecto por parte de los suyos. Ad-miración por parte de los otros. Lástima. Y si la terapia no funcionara muy probable-mente practicaría la espiritualidad oriental o se uniría a alguna secta que prometa no el descanso de su alma pero sí el descanso de su cuerpo y de su mente. O compraría libros de superación personal en la caja de cualquier supermercado mientras paga las cuentas del fijador para el cabello.

De vivir ahora Hamlet, muy seguramen-te terminaría preguntándose ¿y todo esto para qué? Y sufriría, muy probablemente, pero tal vez buscaría en el ciberespacio una

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respuesta a todos sus pesares y seguramen-te encontraría, si no un especialista, si algún foro de apoyo donde a todos, alguna vez, les hubiese ocurrido lo mismo. Hombres que cargan el resentimiento, la necesidad de jus-ticia, la necesidad de venganza de otros que a su vez cargaron todo el peso de otros que tampoco, ni siquiera, fueron ellos mismos sino otros que también han cargado el peso de otros que tampoco… otros.

Hombres solos pero llenos de lo que finalmente hace falta para ser hombres, recuerdos.

Y tal vez nuestro Hamlet actual no encuen-tre una solución, una cura a sus culpas, a sus resentimientos, a su propio recuerdo. Pero el simple hecho de encontrarse en otros, de saber que otros pasan por lo mis-mo, le haría creer que forma parte de algo y encontraría un escondite perfecto para sus temores, para él mismo. Para su existencia.

Y es que “Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es. Te explican tantas veces quién eres y de formas tan distintas, que al final uno acaba por no saber en absoluto quién es…”

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Eso dice Enrique Vila-Matas en alguna par-te de Aire de Dylan. O debiera decir, eso dice Juan Lancastre, personaje de Aire de Dylan de Enrique Vila-Matas.

Y con ello debería ya haber dicho todo lo que tengo que decir sobre esta obra y sobre mi propuesta para abordarla. En ella, en esta frase, se encierran todas las posibilida-des. Diría yo que se trata de una frase po-tencial, de una frase cuántica. Pero también diría que se trata de una frase por demás cerrada. Una gran paradoja. Y si digo que es en ella en donde podría englobarse mi propuesta para leer Aire de Dylan, es justo porque esta propuesta trata de ello, de la infinita paradoja. De la infinita y cerrada paradoja. Aporía. Una frase perfecta y ce-rrada pero también perfectamente infinita. O mejor aún, como Hamlet, eterna parado-ja, eterno cerrojo y también eterno infinito de las posibilidades de lo que somos, “…mezcla de las voces y recuerdos de distin-tos vivos y muertos.”.

Y es que, aunque parecerá redundante y quizá obvio porque el mismo Vila-Matas lo enuncia continuamente en Aire de Dylan, la idea aquí presentada es esa: otra paradoja.

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Quiero decir, el argumento de Aire de Dylan es un infinito intertexto, una memoria del Hamlet de Shakespeare.

Hasta ahí todo resulta obvio: se narra la posibilidad de un asesinato, un hijo es fre-cuentado por el espíritu del padre muerto que reclama justicia, el hijo es traicionado e incluso se atenta contra su vida y final-mente, esa parte potencial y cuántica de la que hablaba, un continuo reflejo de po-sibilidades y un constante ir y venir de las mismas: la resolución del crimen con la re-presentación teatral del mismo. Pura repre-sentación. Puro recuerdo y pura memoria. Es decir, puro intertexto potencializado, la intertextualidad cuántica. Ser o no ser, o de-finir lo que somos o no somos a partir de los otros, en los otros; de eso se trata.

Podría detenerme aquí y hacer una lista enorme de esas coincidencias intertextua-les que encuadran perfectamente a Aire de Dylan con Hamlet. Podría encontrar y men-cionar dichas relaciones de influjo desde los personajes principales, es decir Vilnius y el príncipe Hamlet. Podría decir que Ofelia, la enamorada loca del príncipe Hamlet y

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Débora Zimmermman la enamorada loca de Vilnius. Que Laura Verás, esposa y ma-dre asesina en Aire de Dylan y que Gertru-dis, madre traidora en Hamlet. Que Claudio el rey usurpador, traidor y asesino, impúdi-co y vulgar en Hamlet y Claudio Arístides Maxwell, que por si no fuera suficiente su papel de impúdico y vulgar asesino, tam-bién lleva el nombre del personaje hamle-tiano. Podría. Finalmente hablamos de po-sibilidades. Pero no. También hablamos de contradicciones y paradojas.

Podría decir que estas relaciones las he encontrado también en sus tramas y en sus argumentos. Podría decir que las acciones casi son idénticas entre la novela Vilama-tiana y la obra Shakespeareana. Podría, pero también podría ser que no.

Podría decir que lo que en realidad quie-ro mostrar es cómo Vilnius cumple inter-textualmente con todas las condiciones y las características de Hamlet pero bajo mu-chas de las premisas de las que hablaba al principio de este texto. Es decir, podría de-cir que Vilnius es un Hamlet postmoderno. Pero también podría decir que no.

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Podría decir que estas premisas de la postmodernidad aparecen constantemente en Aire de Dylan y que si se comparan con las premisas de Gilles Lipovetsky y qui-zá con las de Morris Berman, resultan casi idénticas en cuanto a la caracterización de este proceso sociológico donde la pérdida, el caos y el vacío son estandarte. Podría decir que bajo ambas visiones, Vilnius es el perfecto postmoderno. Pero también po-dría decir que Hamlet es el perfecto post-moderno. Y también podría decir que no.

Y ese podría-no-podría, esa paradoja, en esa dicotomía, en esa afirmación-anulación del discurso es donde realmente yo podría decir algo concreto –aunque bajo estas con-cepciones mencionadas también podría ser que no-.

Y es que si digo que podría es porque esa visión de la postmodernidad, aunque exac-ta, precisa, me resulta insuficiente para cla-sificar el proceso por el que pasa Vilnius en cuanto a su relación con el mundo narrado por Vila-Matas en Aire de Dylan. Así que lo que quiero decir, aunque puede ser objetivo y concreto, también pudiera ser lo más sub-jetivo y absurdo que pudiera decirse sobre

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dicha novela. Pero justamente eso es de lo que he querido hablar sin lograrlo preci-samente por ser un perfecto postmoderno, hijo de la interrupción, hijo de la imposibi-lidad de terminar algo.

En síntesis, que quiero proponer un Vil-nius hipermoderno.

Un Vilnius que, bajo las premisas de Li-povetsky, y en base a toda la caracteriza-ción que de él hace Vila-Matas, resulta en un ser hiper, en un ser cuántico, en una serie de posibilidades pero nunca en una concreción.

En un ser que es y existe por otros. En un ser que hace pero nunca termina

lo que hace. Un ser que carga el peso de todo el pa-

sado y que, por si no fuera poco, decide cargar en específico con todo el peso de las derrotas del pasado.

Un ser temeroso y acomplejado, doble-gado por su antecesor pero también un ser cínico y descarado que decide acumular las derrotas de los demás a partir de sí mismo.

Un ser que huye pero también un ser que acepta, que se resigna a ser alcanzado.

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Un ser que intenta pero cae derrotado. Un ser siempre en peligro y al mismo

tiempo peligroso.Es decir, un ser fractal, un ser fragmen-

tado, un ser que es por lo menos mil dos-cientos seres distintos y que, como si no fuera suficiente no ser uno solo ni nadie en concreto, lleva en uno de esos mil doscien-tos seres que lo habitan, ni más ni menos que al Hamlet príncipe y al Hamlet padre creados ni más ni menos que por Shakes-peare, que, sin duda, también lo habita. El tercer personaje, que diría Pitol.

Un ser en el que coexiste también su propio padre y en realidad los padres de todos nosotros y por su puesto todos noso-tros mismos.

Un ser cuántico, potencial, que es y exis-te por todos los demás y en todos los de-más. Es decir, un ser actual que carga con la memoria de todos los hombres que hemos o creemos haber existido.

Si no me han comprendido es normal, el propio Vila-Matas nos lo dice: “Sólo co-mencé a comprender algo cuando dejaste de hablar de tu padre y de otros padres, porque parecías tener todos los padres del

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universo, […] y dijiste que todos éramos una misma persona […] y que tú eras tu padre y tu madre y también tu hijo y todas las personas del mundo entero…” Por eso es que dejo de hablar de todos los padres, pensando así que quizá todos comencemos a comprender algo.

¿Qué no he dicho nada concreto? Por supuesto que no, recuerden mi condición hipermoderna. Pero no se me culpe. Final-mente esta conferencia la ha dictado Enri-que Vila-Matas. O quizá deba decir Sergio Pitol se la ha dictado a Enrique Vila-Matas. O quizá debería decir que Piglia, que Jus-to Navarro, que Paco Monge. O concreta-mente que Sergio Pitol se la ha dictado a Enrique Vila-Matas que a su vez me la ha dictado bajo su papel de ayudante de Vil-nius. Que ese soy yo. O debería decir que ese, Vilnius, somos todos nosotros.

Pero también quizá no debería ya decir nada. Interrumpirme aquí como hijo de la hipermodernidad, inconcluso. Tal vez can-tar, mientras me alejo, no Blowin in the wind sino Pretty Woman y después guardar silen-cio, sin culpa. Que se escuche la memoria, quiero decir, la existencia. No he hablado

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yo sino el recuerdo, el intertexto que somos; todos nuestros oscuros hermanos gemelos. No he hablado yo sino Vilnius, quiero decir Hamlet. Caín o Abel o cualquier otro del que tengamos memoria. Finalmente no he dicho aquí sino algunas cosas que me dicta la memoria, es decir la existencia de todos los hombres que he sido. El recuerdo que ya somos, de eso se trata.

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Maldita pieza elegida

Tengo temor a las cosas que no ocurren. Un temor imbécil y por tanto inocente, un te-mor puro. Me aterra lo que debería ocurrir y no ocurre, la espera.

La lluvia que no ocurre pese al temor que se genera en nosotros al mirar las nu-bes bajas, cargadas y plomizas, que hacen más larga y dolorosa la espera de la lluvia que la tormenta misma. Y detrás de toda esta angustia, una angustia aún mayor, el cielo despejado y limpio que acecha siem-pre hasta que de pronto toma posesión de las cosas sin que la lluvia haya caído en ningún lado y sin dejar rastro del plomo nebuloso que se ha consumido como si nada, excepto en nuestro interior, donde de cualquier manera parece que lloverá.

La lluvia que no ocurre, el café que se quema, la leche que se derrama mientras es hervida, la temperatura de 40°c, los huevos tibios, el trago de mezcal, el trago de ajenjo, los suburbios, las llamadas de

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cobranza, el crimen, la soledad inminente, la muerte, la tormenta, el sol de las 11:59 y el sol de las 12:01, el alba, el crepúsculo; nada que no sea el cenit es espera, nada que no sea la muerte es espera; cosas que no ocurren. La vida finalmente no es sino algo que no ocurre. Incertidumbre. Espera.

Ahora mismo se quema el café en la ca-fetera, se derrama la leche hirviente, la tem-peratura no disminuye ni hace hervir defi-nitivamente el cerebro. Los huevos tibios no llegan a huevos duros ni a huevos cocidos. El único que llama a este edificio es el cobra-dor que no comprende que en este edificio habita únicamente su propia voz. El trago de mezcal nunca es completo, el trago de ajenjo nunca es completo. La muerte por cri-men nunca será una muerte completa. Son las seis de la mañana pero parecen las seis de la tarde. Son las seis de la tarde y parece que al fin todo llegará a una culminación y sin embargo nadie llama. Nadie nos da el golpe certero que hemos vivido esperando siempre desde que tenemos conciencia de que habrá un golpe certero. El café sabe a quemado. La leche sabe a leche evaporada y no existe un sabor más desagradable. Mi

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mujer marca para saber cómo va la fiebre y sé que en el fondo llama para cerciorarse de que sigo aquí y entonces seguir con su vida y con los mismos pretextos de siempre. Si yo muriera ya no tendría que fingir ni llamar ni cerciorarse de nada sino de vivir sin pretex-tos, sino de su propia vida. Tal vez prepara-ría al fin huevos duros y se echaría a llorar y tal vez ese día hasta llueva.

Uno teme a la muerte pero cuando ésta se hace eminente se comprende que ya no habrá más temor de que ocurra y que el verdadero terror sería que no ocurriera. Es el único hecho contundente y compro-bable que tiene la vida; la muerte. Y la llu-via. Pero a veces no llega ni una ni la otra y nadie llama y el café se desparrama. Un hombre sube las escaleras. Otro baja las es-caleras, ¿cuál llega?, ¿cuál se marcha?

Hace unos días inventé un asesino y un móvil de asesinato que ocurriría en a más tardar un par de semanas, en mi contra. Sé que fue un simple pretexto para no salir a mis paseos cotidianos y no pasear al perro que, por otro lado, me tiene harto. Las mues-tras excesivas de cariño son cosas de perros.

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Algunos humanos deberían entenderlo y dejar de babear y mover sus colas porque pasa el viento. Otros deberían comprender que es bueno tener en casa un perro aunque a veces sea necesario inventar un crimen para evitar salir a pasear junto a ese mismo estúpido y bobo perro.

Una camioneta de asesinos se posó durante una semana entera afuera de mi casa. Ellos no me observaban pero desde mi punto de vigilancia pude observarlos a diario. Todos los días, el mismo horario, la misma rutina; observación y observación velada. Dejé de pasear al perro. Dejé de mover la cola.

El asesinato era impostergable. La muerte por tanto. Es mayo, la lluvia es im-postergable. Era.

El lunes cambiaron de horario su vigi-lancia y estúpidamente cambié de horario mi paseo matutino. Me persiguieron a la distancia –siempre- de los observadores, por tanto pude observarlos con la misma distancia y nos observamos mutuamente. Yo, a mi espalda. Ellos, mi espalda. Eso es a veces la vida: observar espaldas, mover la cola.

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Tomé un taxi por puro pretexto para no seguir con el paseo que, por otro lado, me había hartado ya. Nadie se cruzó en el ca-mino, nadie pasea ya a ningún perro. To-dos se dedican a babear y a mover la cola. Otros a observar. Los taxistas observan, mueven la cola y a veces también condu-cen sus taxis. El taxista condujo el suyo y observó, para mi desgracia, que yo era per-seguido. Limpiarse las manos. Detener el taxi y dejar el objetivo en posición. Si nada debo todo temo. La camioneta alcanza al taxi. Lo rebasa por un costado y luego obs-truye su carril. Era evidente que llovería y que el sol llegaba ya al cenit del medio día.

Ante la muerte uno quizás no debe ha-cerse a un lado. A lo mucho, sacar un para-guas y abrirlo como si se abriera en mitad de la sala de cine, en mitad de la sala de teatro. Y gritar tal vez: señores, esto es un infarto, todos con las manos al pecho. El in-farto dicen, se parece al ritmo del jazz, del viejo jazz. Al ritmo de las big bands y todo eso. Pero yo no abrí nada ni me hice a nin-gún lado. Tomé mi reproductor portátil y seleccioné la pieza clave para mi asesinato. Sólo esperaba que el asesino disparara en un lugar que me diera tiempo de escuchar

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por última vez la maldita pieza elegida y no en el oído, separando de mí el auricular y dejándome sin posibilidad alguna para intentar cantar el estribillo. La muerte qui-zás sea una canción que no llega al estribi-llo. Bela Lugosi´s dead.

Pero la camioneta asesina avanza, ha sido sólo el semáforo y el taxista regresa de comprar, a prisa, el periódico del día. El mediodía es una hora idiota para comprar el periódico del día. Avanzamos y en reali-dad no sabemos bien a dónde. La camione-ta sicaria avanza y se aleja. El taxi es ahora el auto perseguidor, observamos sus espal-das. El taxista sería el sicario si pudiéramos ver el retrovisor lateral de la camioneta y meternos en la mente de su conductor.

Me aterran las cosas que no ocurren. Ese día no llovió. Ni al siguiente ni tampoco en toda la semana. Puro plomo el cielo.

Esta semana no ha regresado la camio-neta y por el contrario he caído con un res-frío terrible. Certeza para no pasear al pe-rro, nada de pretextos.

Mi mujer regresa a casa. Con suero y pa-racetamol y todas esas cosas. Los huevos se han puesto duros. El café sabe a mierda.

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La leche, vamos, sabe a leche. Es extraño pero sólo si se hierve la leche, la leche toma el verdadero sabor de la leche. Antes de eso es simplemente agua. Hay que hervir las cosas, quizá, para que por fin se concre-ten. Tiene sentido. La lluvia no es sino agua hervida. El café expreso no es sino café her-vido. La fiebre no es sino un cerebro a pun-to de la ebullición y vamos, que la muerte no es sino un corazón que se hace mierda a ritmo de jazz; de viejo jazz. Una big band y todo eso.

El viernes no llovió pero no he podido salir de paseo. El doctor ha recetado para-cetamol y antibióticos y cosas que aunque tienen nombres distintos saben todas a plo-mo. Si el lunes no llueve seguro pasearé al perro. Es un idiota pero nada sabe de la es-pera. Todo para él está concretado. Como esa gente que mueve la cola porque simple y llanamente ha pasado el viento. Así es la gente, no importa que el café esté quemado y la leche les sepa a mierda.

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Entrophy

Existe la posibilidad de un gato. Y un teore-ma matemático que explica la existencia de la posibilidad de un gato, más no al gato.

Afuera no llueve pero tampoco es que caiga la nieve. Estambul está en llamas y sin embargo para el telespectador no tiene la menor relevancia porque no tiene la me-nor idea de Constantinopla.

Existe la posibilidad de un gato y es lo que en verdad llama su atención. El ruido de la televisión se confunde con el ruido del aire acondicionado que gira inútilmen-te porque el calor sigue siendo el mismo. El hombre suda. Afuera existe la posibilidad de un gato y un teorema para explicar la caída repentina de un gato en el balcón del vecino. No llueve. Hace calor y por lo tan-to no cae la nieve. ¿Dónde está el cuento?. Despeje de la incógnita: el gato cae desde la orilla de la barda y antes de tocar el balcón del vecino, se endereza para caer en reali-dad sobre el cofre del coche de la vecina del cinco. Parecía la lluvia pero nadie lo ha

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tomado en cuenta. Parecía la nieve pero es demasiada clara la imagen del gato como para confundir una nevada con un felino. Aun así, hay personas que confunden la nieve con el cuerpo de algunos felinos.

Existe la posibilidad de nevada. Y tam-bién la posibilidad de una infección por apendicitis. Sustitución de valores. El orden en este caso sí afecta el producto: si nieva, es probable que muera. Si llueve, es probable que la señal de televisión se interrumpa.

En la pantalla un gato cae y antes de caer en verdad se levanta para caer –esta vez enserio- sobre el cofre de un coche es-tacionado. En el momento en el que el vi-deo muestra a los vecinos asomar la cabeza para comprobar si afuera llueve, la trans-misión se interrumpe. El hombre que mira la pantalla no mueve el cuerpo y sin em-bargo se encuentra inquieto. Mide, a pal-madas, la distancia que hay entre su om-bligo y un punto imaginario que sitúa en el lado derecho de su vientre bajo. El dolor está justo en medio: existe la posibilidad de apendicitis. Afuera llueve, es mejor llamar a la ambulancia. Si la apendicitis tuviera

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una representación matemática es probable que el cero absoluto aparezca como única entropía dentro del caos que se genera al momento de llamar a emergencias y pedir una ambulancia.

Existe la posibilidad, alejada dixit, de llu-via torrencial. ¿Dónde está el cuento, dón-de está el poema? Despeje de incógnitas: las posibilidades alejadas.

La lluvia torrencial. La televisión: lejana lluvia torrencial con posibilidad de pala-bras: dixit. La mujer del clima será siempre y para siempre el cero absoluto: la mujer del clima.

A pesar de las variantes: en la noche, y a pesar de desear lo contrario, la mujer del clima retira su ropa no ante un hombre y no ante una cámara de televisión sino ante sí misma. La única posibilidad existente es la de seguir viviendo: entropía: el desnu-do. Se quita incluso la sombra de los ojos, toma su maquillaje y lo guarda hasta el día siguiente.

Aunque afuera llueve, camina enfunda-da en traje de nieve, piensa que pronto la

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lluvia se puede convertir en eso, en nieve. Abre un paraguas aunque sabe bien que los paraguas no sirven para nada debajo de una nevada. A pesar de ello no nieva. Cierra el paraguas y se instala: enciende la radio transmisora y saluda a todas las unidades en su cuadrante. Enciende los te-léfonos y espera las llamadas como un lo-cutor que espera interactuar esa noche con su público. Como si aquí también fuera la mujer del clima.

Existe la posibilidad de neurosis. Pronto llega el primer copo de nieve y pronto la primer llamada. Hombre caucásico con so-brepeso: existe la posibilidad de apendici-tis. Existe también la posibilidad de lluvia. Ella recuerda sus propias palabras. El hom-bre recuerda sus propias palabras. Suena, a lo lejos, una canción de cuna. ¿Dónde está el cuento?

Existe la posibilidad de un hombre muer-to. Y un teorema matemático que explica la presencia del cero absoluto en un continuo que era, hasta antes de su formación gráfica, sólo una posibilidad de apendicitis; la vida.

Estambul está en llamas. Hay una fra-se de otro cuento presente en este cuento.

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Pero no hay un teorema matemático que explique la posible intromisión de esa frase en este cuento. Tampoco existe una ecua-ción algebraica que explique la ubicación exacta de Constantinopla en el actual cua-drante de Estambul.

Una ambulancia recorre el centro de Estambul. Un hombre ha caído desde su propio balcón. En la caída aplasta a su gato que no hace sino ponerse a salvo brincan-do sobre el balcón del vecino. La curiosi-dad del vecino es genuina. Se asoma a su balcón para comprobar el pronóstico del tiempo: posibilidad de lluvia con tenden-cia a tormenta torrencial y nevada. Un gato cae sobre su frente y con el brazo estirado que antes comprobara la lluvia, el vecino lanza, lo que sea que caiga sobre él, hasta la calle. El gato cae en el cofre del coche de la vecina, la mujer del 5. La mujer del estado del tiempo. La mujer de las emergencias.

Estambul está en llamas. Cae el gato y cae la nevada. Existe la posibilidad de vida: entropía. ¿Dónde está el cuento des-pués de todo?

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4D69

1

El círculo es en realidad la pérdida de las nociones de tiempo y espacio. Correr en círculo es, entonces, ser algo más que tiem-po y espacio. Correr en círculo es, entonces, estar en otra dimensión. Tal vez ser esa otra dimensión: ser el círculo; ni tiempo ni es-pacio.

2

El truco consiste en cerrar el círculo de ma-nera tan sorpresiva que se sobrepase, sin percatarse de ello, el propio final del cír-culo. Es decir, ser nuevamente el círculo. Dejar de ser pero sin llegar a ser otra cosa. Ser otra cosa sin dejar de ser: el círculo. La pérdida de tiempo y espacio. Y más que la pérdida, el inicio de un nuevo tiempo y un nuevo espacio, apenas dejando atrás el tiempo y el espacio que antes se ha sido: el truco.

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3

El truco consiste en que ella impregna con el aroma de su sexo -sin él darse cuenta- los bigotes del ser amado. Él, sin saberlo -porque ella así lo ha dispuesto- respira la entrepierna de la mujer amada durante todo el día. Es decir, durante todo su tiem-po y su espacio. Y respira, sin percatarse, apenas una leve sospecha, el tiempo y el espacio de la mujer amada.

Incluso si él ocupara otro tiempo y otro espacio; incluso si estuviera con otra mujer: el círculo se abre.

4

Ella se percata entonces de que habita en él otro aroma. De que él, a pesar de estar con ella, en realidad habita también en otro tiempo y en otro espacio. Y puede suceder que a media noche ella recorte el bigote del ser amado por presentir que ha dejado de ser para él, el espacio y el tiempo habitua-les. Su círculo.

Y entonces se confirma lo que apenas era sospecha: deja de ser la mujer amada

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porque ya no habita más sobre los vellos de su amado.

5

El verdadero truco consiste en despertar. Dormir es dejar que pase el tiempo y

permanecer en el mismo espacio. Desper-tar es regresar al inicio del círculo mientras, en realidad, se deja atrás el círculo sobre el que se ha estado habitando.

Y al mismo tiempo, despertar consiste en dejar atrás el espacio habitual mientras se inicia un nuevo recorrido en otro tiempo y bajo otro espacio y viceversa.

Despertar, ese salto sorpresivo en que se deja de ser para comenzar a ser.

Comenzar a ser pero sin dejar de ser lo que hasta entonces se ha sido: el círculo. La otra dimensión. El amor por la mañana.

6

El truco consiste en dormir junto al ser amado.

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-6

El truco consiste en despertar junto al ser amado.

-5

Él, el amado, se mira al espejo. No hay bi-gote. Ella, la amada, permanece dormida: otro espacio y otro tiempo bajo este tiempo y este espacio ahora sin bigote.

Bajo la almohada; ella: las tijeras; él: el bigote recortado y el nombre de la amante. No de la amada.

-4

Si no hay bigote tampoco hay aroma: no hay truco. Una amante: otro círculo. Otro Pi. Otro radio. Otro espacio. Otro tiempo.

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-3

Has dicho el nombre de otra mujer mientras dormías. El vello del pecho, el pecho, el cuerpo te huele a otra. Tu boca huele a otra, tu boca ya es otra.

Él, el amante descubre que tampoco queda un solo vello pectoral. Tampoco en el púbis. Las partes que oculta el espejo: el espejo.

-2

En sueños no he dicho sino tu nombre. En sue-ños es otro tu nombre.

En el espejo no hay sino un cuerpo to-talmente lampiño, depilado. Otro cuerpo: otro espacio, otro tiempo. No hay más cír-culos. No hay más aromas.

El único tiempo es este tiempo. El único espacio es este espacio.

Tu nombre, tu sexo: el truco.

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-1

El truco consiste en que él, el amado, im-pregne la garganta de su amada –sin que ella se dé cuenta- con el aroma de su sexo. Así, ella, la amada, respirará durante todo el día el espacio y el tiempo de su amado.

Incluso si ella dejara que otro hombre ocupara su garganta: su espacio, su tiem-po: el círculo se abre.

0

Él sueña que la mujer amada despierta con el cuerpo cubierto de vello. Un bigote espe-so remata la imagen. Aún sin reconocerla sabe que es ella y la nombra por su propio nombre.

Al otro lado de la cama, ella sueña con un hombre completamente lampiño, depi-lado. Aún sin reconocerlo sabe que es él y lo nombra por su propio nombre. Ambos están en la misma cama. El mismo espacio y el mismo tiempo. Otros círculos:

0´69

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Fantasmas

1

La mujer transparente, casi un fantasma. Jamás hemos visto un fantasma y no sabe-mos si son transparentes pero ella lo es y lo primero que uno piensa al mirarla es que se trata, indudablemente, de un fantasma.

2

Y si en verdad es una fantasma, cuál es su consistencia. Si no hay piel, cómo se supo-ne que es el cuerpo; siempre que pensamos en el cuerpo pensamos en la piel.

El cuerpo se hace mientras sentimos la piel del otro. Antes no hay cuerpo. O qui-zá eso, sentir el cuerpo sin sentir la piel sea precisamente ser un fantasma.

¿Será entonces que cuando pensamos en alguien que no está presente, cuando recordamos a alguien y cuando precisa-mente recordamos la sensación del contac-to con su piel, en realidad estamos pensan-do en un fantasma?

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3

El hombre es blanco. Casi transparente pero no tanto como para decir que es trans-parente. Uno dice blanco y dice transpa-rente casi al mismo tiempo pero aun así, se trata de un hombre blanco y no de un hombre transparente. ¿Basta el blanco en la piel para decir que se trata de un hombre y no de un fantasma? ¿Basta el recuerdo para que las personas, el hombre, la mujer, si-gan siendo personas, hombres y mujeres? ¿O también hace falta la piel?

4

El nombre de la mujer es Alba. Y parece sí, el nombre de un fantasma. De un río del que ni siquiera conocemos su ubicación y por tanto no conocemos su tacto: un fantasma.

5

El nombre del hombre nos remite al nom-bre de un personaje cliché de piel negra. El nombre de un hombre negro. No lo es.

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6

Su nombre tampoco.

0

Caminan juntos y se toman de las manos. Ambos parecen transparentes. Se llaman a sí mismos –entre sí- Ya y Li.

Sus verdaderos nombres parecen ser los de otras personas. Parecen ser otros nom-bres por encima de sus propios nombres.

Muchas personas nos parecen otras per-sonas cuando conocemos su nombre. De-jan de ser las personas que eran hasta antes de conocer sus nombres.

Muchos nombres dejan de ser los hom-bres a los que se parecen cuando nombran a personas que para nada se parecen ni tie-nen nada que ver con ese nombre.

Caminan juntos y se nombran, por enci-ma de sus propios nombres, con nombres que se parecen más a lo que en realidad pa-recen ellos mismos: Ya y Li.

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-6

Sobre las batas llevan un número y una letra. El número es el mismo que aparece en la portada de sus expedientes clínicos. La letra corresponde al orden de su habi-tación.

El número es el mismo en ambas batas aunque en una combinación completamen-te diferente.

La letra es la misma en ambas batas aun-que con un sonido completamente diferen-te. Aunque quisieran, no comparten la mis-ma habitación. A veces ni la misma vida.

-5

No comparten la misma habitación.

-4

Juegan a ser fantasmas. Y juegan a ser amantes. Amantes fantasmas.

No saben lo que es ser un amante pero el título les resulta casi tan atractivo como la posibilidad misma de en verdad serlo.

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No saben cómo son los fantasmas pero cada vez que se encuentran eso es lo prime-ro que piensan uno del otro. Luego juegan a serlo. Y parecen serlo. Parecen.

-3

El mismo número. La misma letra. Diferente orden. Diferente sonido.Parecen. Recuérdese, parecen.

-2

1423-y

-1

2134-j

0

Habitan en pisos diferentes pero gracias al sonido /y/ se han conocido. Gracias a eso y a lo que parecen.

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Algunas personas habitan, más que vi-vir. Algunas personas parecen, más que ser.

Parecen fantasmas y son amantes. Son amantes y parecen fantasmas. Habitan en pisos diferentes. Los sonidos son las mar-cas con que habremos de conocernos. Re-conocernos, tal vez.

y

No sé por qué se ha antepuesto un número, un sonido, a todo esto. Ya no hay números. Ya no hay sonidos. Ya no hay piel. Círculos.

j

Parecemos.

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Le Havre

Me he acordado de ti apenas salir del metro. Unos cuantos pasos y me he encontrado con un vendedor de manzanas acaramela-das de las que tantas veces hablamos y de las que incluso inventamos aquella tonada fastidiosa que no nos cansábamos de be-rrear tan lastimosamente para los demás.

Me he acordado y no quería hacerlo. No tan pronto -antes de llegar al hotel– al menos.

He regresado a la Ciudad. No le haces falta. Muchas cosas ya no hacen falta. Aho-ra escribo esto desde las calles por donde tantas veces pasaron tus pasos. Las calles siguen donde mismo e incluso llego a creer y a ver que los pasos siguen aquí sobre ellas pero sin ti y sin nosotros.

Ya no llueve como llovía la última vez que anduvimos por estas calles pero sabes que aquí de pronto ya es la lluvia más ca-lle que la misma calle. No necesito el pa-raguas que compramos, a prisa, en este mismo callejón. Sin embargo lo llevo. Me gusta llevarlo conmigo.

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Frío sí hace, mucho. Atípico y fuera de temporada como tantas cosas atípicas y fuera de la realidad con las que nos en-contramos en nuestras caminatas por este barrio y de las que nos reímos o lloramos tanto. Las manzanas acarameladas escu-rriendo pintura roja, por ejemplo.

Gracias a este frío que se ha adelantado unas semanas, llevo puesto el abrigo ma-rinero que me regaló tu padre. Me gusta usarlo e inventar que es un regalo de un verdadero marinero. Un intercambio lleva-do a cabo en un bar de puerto. Con niebla. Y frío. Casi como éste que de pronto se ha dejado sentir sin venir a cuento.

Aunque esa es en realidad la verdad, me gusta inventar que no lo es y así contestar con una mentira a quienes preguntan de dónde me he hecho con este abrigo.

Ya llueve pero no tengo que abrir el paraguas. Ya estoy en mi habitación. Sólo por gusto es que lo he abierto y he an-dado unos pasos con él sobre mi cabeza, recorriendo los pocos espacios libres de la pequeña habitación desde la que veo cómo, allá afuera, todo se acelera y los paraguas toman verdadero sentido.

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Se ha arruinado la caminata. Nadie ha preguntado nada sobre el abrigo. No he podido narrar esa historia en la que incluso he creado un tatuaje de marinero para mi marinero inventado y que en realidad es el tatuaje de motivo marino que tu padre lle-va sobre los hombros.

Es un abrigo pesado. Más aún cuando llueve: lo he colgado ya. Y al hacerlo he sen-tido una vez más la cajetilla de cigarros que también era de tu padre y de la que a veces fumo un cigarrillo para hacer creer a quien me ve que en realidad fumo verdaderos ci-garrillos de marinero. Lo hago mientras res-pondo y cuento toda esa historia que a ve-ces sucede en Barcelona, otras en Lisboa y la mayor parte de las veces en Puerto Bagdad.

Pero ahora no he podido responderle a nadie. Ni a mí mismo, que he terminado por sentirme ridículo ataviado de marine-ro en la tranquilidad más pasmosa de esta habitación solitaria en la que ni siquiera se puede fumar sin activar una lluvia interior antiincendios y en la que abrir el paraguas ha resultado inútil. Nadie entenderá el sig-nificado de un paraguas abierto en medio de una habitación solitaria.

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Me gusta el abrigo y la posibilidad de in-ventar tantas posibilidades alrededor suyo. Incluso he inventado un puerto que no es Le Havre. Y un muelle que detallo exacta-mente igual al muelle de Le Havre y al que, cada vez que le describo, le he cambiado el nombre aunque en detalles sea el mismo desde donde tu padre zarpó el último in-vierno que pasé contigo.

Un puerto en el que, tras partir tu padre, llovió y corrimos para cubrirnos de una brisa fría como la que cae ahora allá afuera. Posibilidad de nevada. Por eso he recorda-do todo. Incluso recuerdo cómo decidiste regalarme el abrigo, entre risas por haberlo hurtado involuntariamente a tu padre y sin saber que sería la última vez que le vería-mos. Sin saber que después tendríamos que inventarnos a nosotros mismos que nos lo había regalado para limpiarnos la culpa.

Recuerdo ahora todo eso en este hotel que es el mismo a donde vinimos a dar apenas dejamos Le Havre, y del que no sa-limos en meses más que para caminar y ca-minar por estas calles que tanto te gustaron y donde uno u otro se cubría con el abrigo hurtado en un día como este.

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También recuerdo vagamente tu deci-sión intempestiva de regresar a ese puer-to tan húmedo y lejano pero también tan tuyo. Tu decisión de no volver a caminar por estas calles en las que hoy me he acor-dado tanto de ti y desde donde me invento que a esta ciudad no le haces falta sólo para ocultar la tanta falta que en verdad haces. Una ciudad donde todos pudieran pasar tan indiferentes, tan rápido como ahora los ha hecho correr la lluvia mientras yo los observo desde esta habitación donde cuel-ga el abrigo, el paraguas, los cigarrillos, el recuerdo.

La próxima vez que alguien me pregunte cómo me he hecho de este abrigo me gusta-ría inventar una historia que me haga pasar por un caradura que perdió una apuesta de juego en un bar de marineros: mi mujer por el abrigo. Inventar que no haces falta. Aun-que después corra para escribírtelo mien-tras finjo que lo hago sólo para cubrirme de la lluvia.

Si la tormenta pasa pronto y, como me imagino, el vendedor de manzanas sigue en el mismo sitio, saldré, con el abrigo

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puesto, y tal vez pronto tengas algunas en tus manos. No las comas. Sólo deja que se rehaga la tonada en tu mente y luego canta un poco para ti misma.

Reforma es otra bajo la lluvia. Y enserio, no le haces falta.

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Los lerdos pasos

I

Dicen que uno vuelve, por nostalgia, al lugar en donde están sus muertos. Pero a veces uno pierde tanto que pierde hasta a sus propios muertos. Y ya no hay a dónde volver. Eso y todo lo demás es lo que uno pierde cuando todo lo demás se concreta en una sola persona. El problema surge cu-ando uno vuelve a pesar de todo, y no a donde están sus muertos sino a donde cree que están sus vivos. Y se complica aún más cuando sus vivos son una sola persona.

Para qué vuelve uno. Será tal vez que la nostalgia pesa tanto que uno se atreve a volver aunque ello implique volver a un lugar odiado. Cómo saber si se regresa a la vida o se regresa a la muerte. Las calles son las mismas. La vida es la misma y por tanto también la muerte. Y si la vida sigue siendo la vida por ser la misma que antes se ha dejado en ese lugar, y si sucede lo mismo con la muerte; si uno vuelve por la misma persona por la que antes se ha dejado todo, no es entonces, volver, regresar a buscar

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la vida. O tal vez se regresa a buscar la muerte. Las posibilidades. Los viceversas. Lo que puede ser y deja de ser porque es tan sólo una sola cosa. La limitación. Las ciudades odiadas deberían tener límites exactos. Pero no, por el contrario, las ciu-dades odiadas suelen ser todo lo que no es un límite. Muchos pasos, muchos días. La posibilidad. El regreso y la vuelta. ¿A qué vuelve uno a una ciudad que ha odia-do tanto? A las posibilidades. Más no a lo concreto.

II

Odio la ciudad. No la amo. No puedo de-cir que la ame. Podrán gustarme algunas de sus cosas y hasta puedo sentir nostalgia por ellas y sin embargo, odio la ciudad. No la amo.

Pero aquí nació la persona que amo. Para muchos esa es una razón suficien-te para amar una ciudad, para apegarse y quedarse en ella para siempre. Pero en mi caso es un hecho insuficiente. No es requi-sito. Es posibilidad. Así que con todo y esa posibilidad, odio esta ciudad. Y un poco,

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incluso, odio a esa persona supuestamente amada por traerme hasta aquí en su bús-queda. La suposición también es posibili-dad. No franqueza. No es regla, tan sólo posibilidad. Amar. La ciudad.

III

Las personas son ciudades que nunca ter-minan de gustarnos, que nunca terminan de convencernos. Una posibilidad son las personas.

Muchas veces he tropezado por estas calles. Como si las aceras quisieran decir-me que no pertenezco, que estoy aquí sólo por alguien y la ciudad me echara en cara el desprecio, el desaire. Las calles a veces, aquí al menos, parecen ser puro aire. Uno camina como esperando la caída, el golpe que nunca llega. Aquí ni los golpes llegan y uno termina por odiar eso. Por rechazar el paso siguiente y por negarse a vivir con ello; la espera. Puede uno después caer, aterrizar bajo la mirada, entre las palabras de la persona que lo ha llevado a uno hasta allí y sentir como que se llega a algo, por fin a algo. Pero luego viene la noche y la

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ciudad vuelve a ser toda posibilidad. Nada de certeza.

Dormir en una ciudad a la que se le odia es estar solo dos veces. La ciudad que uno rechaza le vuelve a uno un ser doblemente solitario. Camina por la ciudad que recha-zas y verás que no sólo estás solo sino que estás ahí, solo y eso eres, uno mismo.

IV

Pero yo llegué aquí sólo por alguien y aho-ra no sé cómo hacer para quitarme a la ciu-dad de encima. Si fuera al revés sería muy fácil. Uno puede enamorarse de la ciudad y terminar odiando a las personas por las que se ha llegado hasta allí. Si fuera así, uno podría convertirse en paseante y se-guir los pasos tras deshacerse de la perso-na ya no amada. Pero cuando es así, como ahora es, cuando uno está harto de los pa-sos sobre las calles que odia y se debe se-guir en la búsqueda de la persona amada, cómo hacer para no detener para siempre los pasos o para no perder la cordura y co-menzar a andar en círculo por el resto de nuestros días.

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Cómo deshacerse de la ciudad entera. La estática. Eso, no moverse. Pero esta ciudad como otras, como todas las ciudades odia-das, son eso, puro movimiento. Ya dijimos, posibilidad más no certeza. Cómo evitar llenarse de dudas y paralizarse para siem-pre. La duda es más certera que la misma certeza. Inequívoca. La duda es exacta más no la certeza que siempre, como los pasos, volverá a llevarnos a la duda.

Y entonces los cuestionamientos, las pre-guntas, el letargo de los pasos, la estática que no deja lugar a nada que no sea pregun-ta. Estar quieto es cuestionarlo todo, todo. Hasta los pasos que se han dejado. O el que se va a dar enseguida. Todo. Las ciudades. Las personas. Y las otras personas. Todo ex-cepto la persona que se busca; la certeza en medio del caos de esa ciudad odiada. Entro-pía. El círculo, la vuelta. El puerto de don-de se zarpa o el puerto al que se regresa. Le Havre. Bagdad. Estambul. Fantasmas. Los lerdos pasos. Un árbol de albaricoques que se ha visto crecer durante toda la vida. El albaricoque que cae y los albaricoques que cuelgan. Una maldita pieza elegida.

Cuál es la duda. Dónde queda la certeza.

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Y para huir de lo que no tiene respuesta vienen de nuevo los pasos, los nuevos pasos. Los nuevos lerdos y torpes pasos que termi-nan por volverse estática para no tropezar en ese gran escalón invisible –la duda- que uno sabe que tienen todas las calles de las ciudades odiadas. Un gran escalón invisible que a uno le pone nervioso, que se va con-virtiendo en certeza y en pesar; la posibili-dad de la caída. La posibilidad de la certeza.

Y aunque los pasos calmen la desazón y el paseo tranquilice, llegará de nuevo la incertidumbre, el morderse las muelas, el gesto tenso, la intranquilidad, la certeza de que en cualquier momento habremos de tropezar de nuevo con la duda, la po-sibilidad de las posibilidades. Lo que ya es porque todo lo demás ha dejado de ser. La duda ante todo. El miedo de volver. El mie-do de no volver. La duda, la certeza de vol-ver a la ciudad que uno ya antes ha dejado, a las personas que ya antes se ha dejado, a los escalones y los tropiezos con las mis-mas calles, las mismas personas.

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V

He vuelto. Quiero decir, después de mu-chos años he vuelto. Y aquí sigue el mar. Y las ventanas. Y el polvo del mar que se le pega al cristal de todas estas ventanas. El desierto antes del mar. El mar que se le mete de a poco al desierto. Los viceversas. Las cuestiones contrarias. Las calles que sí y las que no. Las calles que van y las calles que se quedan. Las avenidas que se pierden en su prisa por llegar al mar y aún antes a la arena del desierto. A esto he vuelto. Y sigo odiando esta ciudad que no amo. Pero aquí nació la persona que sí. La persona. Y he vuelto.

Uno busca siempre la posibilidad más concreta aunque no exista ni la una ni la otra. Toda certeza no es sino la concreción de todas las posibilidades que no han sido.

Decir sí es abrir la posibilidad a todas las posibilidades a las que en el mismo acto de decir sí, se les dice que no.Esta ciudad es todas esas cosas, la mayoría de esas cosas odiadas pero que dejan de serlo en cuanto se convierten en la posibilidad de encon-trar a la persona que sí es concreción. Y en-tonces todo deja de ser alrededor de ella;

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vueltas, entonces. Y eso busca uno. Lo que es. El círculo, las vueltas. Aunque todo lo demás deje de ser y se pierdan para siem-pre todas las otras posibilidades. Uno vuel-ve. El círculo, la vuelta.

VI

Cuando uno nombra a su hija Sofía. Esa So-fía deja de ser todos los nombres posibles y todas las personas distintas que pudo ha-ber sido de no haberse llamado Sofía.

Cuando uno se enamora de una Sofía, dejan de existir todas las posibilidades de enamorarse de todas las demás mujeres, incluso las que también pudieran llamarse Sofía.

Cuando uno llama a su propia hija So-fía porque antes se ha estado enamorado de otra Sofía, uno mata las posibilidades, incluidas las de la segunda Sofía. Se cierra el círculo.

Cuando uno camina por las calles que odia para buscarlas a ambas, uno es con-creto. Uno es el círculo y todas las vueltas. El truco, la treta. Y se deja de ser todas las posibilidades porque todo se vuelca en

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una sola posibilidad, reencontrarse con lo que en verdad es concreto. Y dejar de ser todo, todos. Y ser, entonces, uno mismo. Aunque sea encima de las calles y las no-ches que se odian. Uno vuelve porque es ahí a donde se pertenece. Donde uno se vuelve certeza.

He regresado y camino por la única ca-lle que esta ciudad me ofrece como posi-bilidad del enamoramiento. Los pasos que antes fueron. El mar sigue donde mismo e incluso un poco más cerca, donde no perte-nece. Pero uno sabe que tampoco pertenece a ese lugar y sin embargo sigue ahí, de pie, buscando. La siguiente vuelta.

Definitivamente no amo esta ciudad. Me parece abominable. Pero aquí nació la persona y su persona, su concreción, si-guiente. Uno vuelve a las personas, más no a las ciudades. Aunque los pasos duelan y se espere siempre el tropiezo, la aparición de un escalón inoportuno. Uno vuelve. A los nombres, a las personas. Tal vez a los muertos. Nunca se sabe. Los muertos son un gran escalón invisible en medio de los pasos que uno va dando. La concreción de las dudas; la única certeza. Por eso uno vuelve. Aunque se odie la ciudad y sobre

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todo se odie ciertas calles de ella. Tal vez la calle en donde la vida se ha convertido en muerte. Pero aun así uno vuelve. Por más miedo que nos deje caer encima cierta avenida, cierto cruce, cierta banqueta. Por más recuerdos, por más muerte que sean los recuerdos, por más que allí mismo se haya quedado la vida, se regresa. Aunque en esa misma calle, en esa misma ciudad se hayan quedado para siempre las dos vidas que uno ha tenido por toda certeza. Uno vuelve y vuelve a sus personas, vuelve a sus muertas.

VII

Debería decir una vez más que odio esta ciudad. Pero la frase ahora me resulta hueca. Debo decir tal vez, no amo esta ciudad, aunque aquí nació la persona que amo y después nació otra persona de ella. Y lo vuelvo a pensar y no encuentro una frase certera. Vuelvo a las posibilidades aunque de todas las posibilidades en rea-lidad la muerte sea la única certeza. Pero no encuentro cómo decirlo con esa misma franqueza. Odio esta ciudad. Aunque aquí

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nació la persona que amo y después nació otra más de ella.

VIII

Por miedo oculto la muerte. Odio esta ciu-dad, aquí murieron las dos personas que amo, mis únicas certezas. Pero no me atre-vo, me repito una vez más que las posibi-lidades son infinitas aunque sé bien que la muerte es la única posibilidad certera.

Uno vuelve siempre a donde están sus muertos. He vuelto. Y aquí sigue la misma calle vacía por donde nadie pero absoluta-mente nadie transita. La misma calle donde uno ha perdido las certezas y la vida. Sigue aquí el mismo aroma a sal y el mismo árbol de albaricoques vacío, el único testigo. He vuelto y todo parece seguir en el mismo si-tio excepto la vida.

Uno vuelve siempre a donde están sus muertos. He vuelto. Odio esta ciudad pero he vuelto; uno regresa siempre a las posi-bilidades aunque la muerte sea la posibi-lidad más certera. Quizá debería empezar por decirlo de esta manera. Pero a dónde vuelve uno cuando dice que vuelve a sus

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muertos si en realidad uno no es sino la mez-cla de todas las voces, de todos los recuerdos de todos los muertos; de todos los vivos y de todos los muertos y muertas. A dónde vuelve uno. Quizá a uno mismo. Un paso más quizá sea la única certeza.

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Voyeur

Las 2 pm en punto en este lugar. Si mirá-ramos el reloj del ordenador también po-dríamos saber las horas exactas de otros lu-gares del planeta pero abrir esa aplicación sería perder el tiempo. Perder el tiempo en la búsqueda de la hora exacta. Así es la vida, a veces.

La prisa puede mirarse incluso en las hojas de los árboles que vemos desde aquí. El albaricoque de la esquina está vacío. Y sin embargo se mueve. Es invierno, hay po-cas hojas y todas dejaron pasar la mañana hasta ahora que son las 2 en punto para, por fin, mecerse un poco, sólo lo suficiente para dejarnos saber que afuera hay prisa y también ellas se impregnan.

Oficinistas, burócratas, empleadas do-mésticas, alumnos, madres; humanidad. Correr. Como el tiempo que, sabemos, pasa en el reloj del ordenador y en todos los re-lojes y ordenadores del mundo. Pero aun-que lo sabemos, no podemos, no queremos verlo pasar.

Ya dijimos que detenernos a mirar avan-zar el tiempo es perderlo. Sería dejarnos

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llevar por la velocidad que ese reloj indi-ca y envolvernos en la prisa que, según la hora que marca, deberíamos tener. Pero no tenemos prisa. Mucho menos en esta oficina, en este cuarto desde el que vemos cómo, afuera, esa prisa se introduce en los pasos, en los rostros de todos, qué parado-ja: a toda marcha.

Aquí esa ansiedad por ganarle al tiempo no llega sino en las miradas de quienes la llevan a cuestas. Aquí no hay prisa. Y aun-que hay tiempo, no queremos saber de su paso.

*

Cuántas veces se mira usted al pasar por ventanas que lo reflejan. Cuántos minutos está dispuesto a perder mirándose en una de esas ventanas. Cuánto más, si se trata de una ventana con cristales refractarios, espe-jos. ¿Ha regresado en sus pasos tras, des-pués de ir con prisa, reflexionar que lo que acaba usted de ver es usted mismo? ¿Ha pensa-do qué hay detrás de esos espejos? Cuánto tiem-po ha perdido en ello. ¿Se peina? ¿Se reacomo-da el camino de las cejas? ¿Se humedece los labios? ¿Acomoda su corbata? ¿Se mira el

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trasero? ¿Se realza los testículos y el miem-bro para que se vean más abultados? ¿Ha pensado qué hay detrás de esos espejos? ¿Ha pensado que incluso ha perdido ya mucho tiempo mirándose el reflejo y decide reco-menzar su marcha, su prisa? ¿Ha hurgado su nariz? ¿Lanzó un par de besos y sonrió? ¿Ensayó la pose que debe mostrar al encon-trarse con esa persona que le espera? ¿Ha pensado en qué hay detrás de esos espejos?

*

Las 2 en punto marca el reloj del ordenador. Piensa en ciudades lejanas, en personas le-janas y piensa en las horas que viven esas personas, esas ciudades. Pero no se detiene a averiguar de esas horas ni de esas perso-nas. Es hora. Un retraso significa frustrarse y estar de mal humor el resto de la tarde.

Se acerca a su ventana. El aire apenas entra. Los árboles que pueden observarse desde aquí, apenas y se mueven. No así los alrededores, las calles en las que ya se escu-cha el movimiento, la prisa. Mira el reloj de nuevo. Pese a que se apresura, no tiene pri-sa. Lo hace para no perder ningún detalle. Por ser precisa, por ser rigurosa. Por estar

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ahí. Por estar y comprobar que ya recono-ce, casi, todos los movimientos y todos los rostros: estar ahí.

No suena el reproductor del ordenador. Reproduce pero el volumen ha sido clausu-rado. No quiere perderse los detalles. Los movimientos, pequeñas fricciones que, en esos momentos, le parecen más musicales que ninguna canción. Las canciones, ya ha-brá tiempo para escucharlas. Por ahora le bastan los títulos y tararearlas en la mente mientras observa. Mientras mira.

*

El lugar es fresco. No hay nadie aparte de ella; algunos muebles, los estantes, su pa-pelería y el ordenador, su ordenador. Su conexión con el mundo. Como su ventana, la conexión con el mundo real. ¿Qué tan real?, piensa.

Todo lugar solitario siempre será fresco. Este lo es. Y pese a ello, el calor. La fricción y la humedad. El sudor. Frío, el sudor, pero sudor al fin y al cabo. Siempre ha creído que si un extraño entrara de manera repen-tina se daría cuenta de las actividades extra oficina que ella realiza por las marcas de

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sudor y saliva que ha dejado en los crista-les y no por sus movimientos, que son dis-cretos, precisos. Sin embargo, tal vez nota-ría esas manchas imperceptibles a simple vista pero que sin duda ella sabe que están ahí, entre ella y los que pasan y se asoman. Entre quienes se reflejan y se peinan o aco-modan su vestimenta, y ella. Fluidos entre ella y la realidad. Entre ella y la prisa. ¿Por qué no las limpia? Sencillo, porque así se sabe real. Esos sudores son la prueba de que existe. ¿Cómo borrarse a ella misma, entonces?

*

¿De verdad nadie se dará cuenta de que ella está ahí? ¿Nadie habrá notado que a veces el cristal tiembla y se empaña? ¿Nadie ha-brá sentido el calor de sus labios cuando los acerca tanto que la saliva se queda em-barrada en esos cristales? ¿Ninguno habrá alcanzado a percibir el aroma que de ella se desprende y que después ella misma de-fine como impropio? ¿Ninguno la habrá escuchado? Ese es el riesgo: la realidad: puro reflejo, flujo.

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*

Se arriesga una vez más. Sin el riesgo todo le parece una tontería que incluso le apena. A veces todo es tan rutinario que es necesa-rio ese paso para volver a encontrar el sa-bor agrio de la emoción, de la primera vez. Comprobar si lo que sintió en esa ocasión primeriza podría volverse real una vez más. El paso. El arriesgue.

*

Y afuera, la mayoría de los pasos a prisa. Los observa apenas. Pasan sin voltear, sin darse cuenta siquiera de que pasan frente a esa, su ventana; frente a ella. Pasan sin enterarse de que alguien muy similar a ellos respira a su lado. Caminan tan a prisa que no tienen tiempo para pensar en nada. Mucho menos en una ventana. Los pasos a prisa, fuertes.

Y adentro, tras los cristales, su mano len-ta. Sin prisas. Pausada. Hay tiempo.

Cuándo nació la necesidad. Cuándo, verlos, le provocó esa necesidad. Ver no a los que pasan sin mirar, sino a los que se detienen. A los que se peinan, a los que

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levantan la mirada, los que regresan sus pasos. ¿Cuándo? Lo sabe y por eso se re-pite, lo repite a diario, a la misma hora. Lo sabe muy bien. Por eso hoy, otra vez, ella vuelve a ser, vuelve a verse a sí misma en los que se acomodan la camisa, la corba-ta, las medias, los ligueros. Vuelve a ser, a saberse en los otros. Hoy, otra vez, es ese cuándo. A diario. Cuándo:

*

Llegar a la oficina. Sola. Triste. Resolver problemas, mandarlos a la oficina central ya resueltos, irse.

Comer, regresar a la oficina, resolver nuevos pendientes o corregir los errores del día. Salir, cenar camino a casa para no tener que preparar nada. Dormir.

Llegar a la oficina. Sola. Triste. Ella y la oficina. Abrir las ventanas al jardín ¿eso es un jardín? -se pregunta-. Resolver, hacer, resolver, hacer. Comer. Regresar, salir. Ir. Venir y regresar.

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*

Y esas ventanas, las que miran a la calle, ¿será cierto que aunque ella puede verlo todo, desde la calle nada, pero nada puede observarse?

Veamos, piensa. Acercarse. Mirar. Mira. Quizá sea cierto. Mira. Todos a prisa. Mira. Él se mira. Mira. Ella se mira. Mira.

Retrocede pues cree ser vista. ¿Me habrá visto? A ver. Mira. No, no mira. ¿Si mira? No, no me mira. Mira. La mano en la nariz, la mano en la boca, en los dientes. Gritarle que sí, que hay algo pegado a sus dientes, queso, algo, algo entre sus dientes. No, no hacerlo. Qué pena. Vergüenza mirar lo que no se debe. ¿No se debe? Y ellos, qué mi-ran, ¿ellos si deben? Lo hacen. Trabajo pen-diente, retrasado. Pero no hay prisa. Uno más. ¿Qué hora es? Aún no hay prisa. Mira. Me miran. No, no me miran.

*

Y él, ¿la habrá visto? Él. Él que después, sin saberlo (¿o lo sabría?) se convertiría en su cuándo. En la necesidad, en la búsqueda, en la mano sin prisa. Él. El cuándo.

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Las manos, de los dientes a los labios. A los bolsillos del pantalón. ¿Qué busca?

La mirada rápida, de ambos, para com-probarse solos. Él en ese tramo de calle. Ella en su sitio ya de por sí solo. Los que deben pasar ya pasaron. Ya, incluso, se mi-raron en esa misma ventana.

Y entonces el movimiento rápido. Él, las manos en la entrepierna. Los

dedos en desliz. Las uñas, breves presio-nes. No el jaloneo bizarro de cualquier otro, en cualquier otra calle, en cualquier otra ventana. No. La estética y el artifi-cio en esos roces breves y rápidos. Las manos en la entrepierna. Pronto. Volver a revisar que nadie haya visto. Otra vez el mismo proceso.

Acercar el rostro al vidrio, al espejo, sin saber que otro rostro está detrás, a la mis-ma altura y que otras manos, detrás del es-pejo, también están en la entrepierna, otra entrepierna. Como si fuera el frente y no el detrás del espejo. ¿La habrá visto? Reflejos.

Ella, parpadear, apretar los labios, hu-medecerlos con la punta de la lengua; mor-derse los labios, morderse la lengua. El movimiento, siempre la ventaja del movi-miento, el roce.

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Acercar el rostro al vidrio, al espejo, sa-biendo que el otro rostro está frente a ella. Sabiendo dónde están sus manos y sabien-do bien, muy bien, qué hacen esas manos en la entrepierna. A la misma altura pero sin saberse observado. ¿O lo sabe?

Si la está viendo, hará lo mismo. Y lo hace. Entonces buscar otro señuelo, cuál. Inclinar la cabeza, parpadear, cerrar un ojo. No, no la ve. Y entonces, qué busca. Por qué la cercanía de su rostro.

¿Y las manos? Las de él en la entrepier-na. Las de ella en la entrepierna. Espejo.

Ese es su cuándo. Y de ahí, la repetición, el círculo, el espejo, el movimiento.

*

9 am. Sólo madres después de llevar a los hijos a la escuela. Mirarse. Qué fachas. Mira nada más qué cabellos. Los rostros, las pri-sas. 9:30 am. Nadie. 11 am. Algunos pasos. Estudiantes en huida; besos, reacomodar el cuello de la camisa, la mirada. Ensayar las miradas. El amor de secundaria, de prepa-ratoria, no es sino mirarse en el espejo, tratar de adivinar cómo nos mira el otro. 12 pm. Las mismas madres, salida de los colegios;

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las mismas madres, las mismas miradas. Pues qué tiempo quieren que tenga para pei-narme. Los niños. Las máscaras: el mouns-tro, el asesino, el jugador de futbol, el fuer-te, los brazos en alto, el rockstar, la guitarra, el malo, el bueno. Las niñas. La princesa, la sonrisa, la gimnasta, el cisne del ballet. ¿Tan predecibles somos desde niños? ¿Y la niña que hace gesto de campeón?, rara. ¿Y el niño que ensaya los pasos del ballet?, raro. Qué risa. Mirarlos. Y las madres, los pasos ade-lantados. Los ándale, niño, que se hace tarde Los chismes con las otras madres. Las otras. Los otros.

No niño, eso no. Los dedos en la nariz, no. Ahí no. No. Que no.

¿Trabajo pendiente?, mucho. ¿Ha pasa-do realmente tanto tiempo?

*

Otra vez. Otro día. Otro reloj. Otro calen-dario. Otras horas pero, otra vez; los otros. Los mismos. ¿Me verá guapo la buenaza de la secretaria? ¿Me le haré así de buenaza al guapo de papelería? Qué predecibles. Otra vez otros. Los pasos. Los mismos.

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Jugar a adivinar lo que dicen los rostros; y mañana otra vez: pero cómo no se iba a acostar conmigo si estoy bastante buena, no importan mis cuarenta años ni mis hi-jos ni mucho menos mi marido. Con esta falda, con estas medias. Cómo no se iba a dar cuenta.

Cómo no iba a caer conmigo. Mi cuerpo es firme. No importan los cuarenta. Cómo no iba a caer con este traje, lástima que mi mujer no le haya cosido bien el botón. Lás-tima de la mancha de frituras que dejaron los niños sobre la solapa.

Ya no adivina lo que dicen los rostros al revisarse en su espejo, su ventana. Lo sabe ya. Predecibles. Otra vez otros: los mismos.

*

No recuerda bien a bien cuándo fue que surgió su propio cuándo. Pero sabe que lo espera de nuevo. La sensación. Tampoco sabe ya cuánto tiempo ha pasado. Cuántos días. La misma hora; afuera las mismas pri-sas los mismos rostros. Un albaricoque al final de la calle sin ninguna hoja que com-pruebe que afuera hay viento. Sin ningún albaricoque. Adentro la misma calma, la

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misma mano, la misma espera.Se sabe sola. La oficina es el vacío. Un

lugar fresco y calmo. Lejano. A la realidad sólo puede dejársele entrar por las venta-nas y sus ventanas están cerradas. La poca realidad que entra llega por el jardín inte-rior y no alcanza a frenar sus manos, los movimientos en su entrepierna.

Afuera es el sol y la luz y la prisa. Des-pués de él, de su cuándo, no ha vuelto a encontrar algo ni siquiera parecido a seme-jante estilo, semejante armonía y estética en llevarse las manos a la entrepierna. Por eso espera y mira afuera. Excepto por el orde-nador y por su insistencia en marcar las ho-ras de allá afuera, aquí adentro sólo es ella. La misma hora sin prisa. El albaricoque por fin se mece un poco. La hora exacta, la es-pera. La misma hora. Volver a comprobarlo en el reloj sería perder el tiempo y no saber qué pasa allá afuera. Espera.

*

Sin prisas, sus manos horadan su entrepier-na. Su rostro se recarga en el cristal, a la bús-queda. Extiende la mirada pero no encuentra sino lo de siempre. Aun así no hay prisa. La

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mano sube y baja. Los círculos. La calma.Morder los labios y tratar de comprobar

que quien se acerca no puede verla. No, no pueden verla. Está segura ahora que son las 2 y 30 minutos y su mano sube y baja. Lue-go la saliva, luego comprobar su existencia y saber que de existir, existe en la hume-dad. Las manchas de humedad que, como si marcara su territorio, deposita en su ven-tana. Sólo para comprobar que existe y que dentro de ella hay agua. Marcar su ventana con ella misma mientras tararea la canción que se reproduce pero no suena. Bela Lugo-si is dead. Una canción que ella repite para sí misma pero al compás en que su mano comprueba que sigue en calma, viva. Aun-que afuera sean más de las 2 de la tarde y todo mundo vaya muerto de prisa.

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Debe existir un día en que el cuándo se con-vierta en cómo y en dónde, piensa. Un día en que el tiempo sea también estado y forma. Abrir la ventana. Salir y mirar nuestro pro-pio cuándo a los ojos. Dejar de ser la espera.

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¿Y ella, ella quién es? No la reconoce. Ninguno de los otros días la ha visto pasar por estas calles, cerca de esta, su ventana. La falda de rayas rojas. Los pasos lentos. La mira pero no la reconoce. No la conoce. Otro tiempo. Otro espacio. Otra forma. La intuye pero no la reconoce. Se detienen. Él se acerca. Ella se acerca. Se detienen.

Mirar pronto, que nadie vea. Y entonces las manos.

Ella, revisar que el breve liguero sosten-ga aún las medias. Y mirando a todos la-dos, un breve roce en la entrepierna. Com-probando que aunque esté afuera, entre tanta prisa, sigue viva.

Él, la mano sobre el zipper, tocarse, aun-que sea a prisa, para comprobar que sigue vivo. ¿Y ella? Ahora ambos son espalda. Forma que no se concreta. Ni las manos ni nada. Seguir los movimientos, los pasos como única posibilidad.

Ella los pasos a toda prisa. Él, extender la mirada para verla alejar-

se. Buscarla, seguirla hasta donde alcance a ver.

La desilusión no es sino la falta de forma, el círculo que no se cierra. El tacto, el roce que no llega. El contacto que no se concreta.

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El tiempo, de cualquier manera, seguirá allá afuera.

Luego la calma: el mundo otra vez de-trás del espejo. Esperar el cuándo.

El albaricoque al final de la calle vuel-ve a su tonta, a su torpe y tonta calma. Un pájaro tiene el descaro de intentar posarse en sus ramas pero ante la calma parece te-meroso y mejor se aleja. La calle está vacía y nadie, nadie se acerca.

Cuándo

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Cerca de Veracruz

Vine a Xalapa a buscar a Enrique Vila-Ma-tas. Me habían dicho que aquí habría de encontrarlo mientras paseaba por las calles junto a su amigo Sergio Pitol. Pero no lo en-contré.

En cambio, camino a Xalapa, de escala en Nueva York, me encontré con Paul Auster.

Muchas veces fantasee con la idea de caminar por el aeropuerto J.F.K. de N.Y. y, bajo una situación inverosímil, toparme con algún ícono neoyorquino que justificara mi estancia en esa ciudad infernal a la que, muy pocos lo saben, yo no pensaba volver.

En esas fantasías, varias veces me acer-qué a saludar, como un par de viejos ami-gos que se reencuentran, a Woody Allen. Y algunas otras, con más deseos inmorales que amistosos, a Scarlett Johansson. Una Scarlett Johansson a la que, si he de ser sin-cero, ya alguna vez perseguí en la vida real y no por los pasillos del aeropuerto sino en las calles de Brooklyn.

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Había ido hasta allá para visitar a Eduar-do Lago y charlar sobre su novela neoyor-quina Llámame Brooklyn, cuando una se-cuencia de sucesos fortuitos se desató ante los pasos, inesperados, que la Johansson daba justo frente a nuestras narices.

Había ido hasta allá para hablar con Eduardo Lago sobre su vida en Nueva York y habíamos terminado por hablar de Paul Auster y de Justo Navarro. Una pláti-ca que nos llevó después hasta Borges, Pi-tol y Enrique Vila-Matas, a quien Lago, por cierto, recibiría días más tarde en esas mis-mas calles a las que yo ya les encontraba un halo de coincidencia y azar por todos la-dos, seguramente influenciado por la pláti-ca, el contoneo repentino de la Johansson o quizá por el presentimiento del encuentro posterior con Auster.

Había ido hasta Brooklyn para hablar so-bre literatura y justo en el momento en que las frases de Eduardo Lago eran visitadas por Justo Navarro, Auster, Vila-Matas, Ser-gio Pitol, Borges, y Shakespeare, precisa-mente en ese momento, Scarlett Johansson pasó por fuera del café en el que charlába-mos y en nuestra mesa se hizo el silencio, como si nos diéramos cuenta de que la vida

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es real y sucede fuera de la literatura, allá afuera. Nada importó más. La reconciliación del artista con la vida, que dijera Lago que antes había dicho Pitol.

Estábamos en pleno centro de Nueva York y aunque hablábamos de literatura, al mirar los pasos de Scarlett Johansson frente a nosotros ya no pudimos decir nada. Yo mismo no pude ya sino dejar la mesa y sa-lir corriendo tras ella y desencadenar con mis propios pasos una secuencia de suce-sos fortuitos que, si he de ser franco, tal vez no fueron tan fortuitos y sí más bien torpes y alevosos, si he de ser sincero.

Y es que las persecuciones siempre se-rán hechos alevosos. Y esos pasos por Brooklyn, que di detrás de la Johansson, no fueron sino una persecución. Ir detrás de alguien siempre será una persecución y por lo tanto un hecho alevoso; la prueba es que ella no me miró jamás a los ojos ni tuvimos ese reencuentro de escena román-tica que yo esperaba, y sí más bien todo terminó convertido en una terrible escena de horror. Una escena de thriller por la que yo aprendí que a una estrella de cine no se le persigue y que perseguir a esas estrellas puede llevarlo a uno a conocer lo peor de

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Nueva York y, entonces sí, comprender que a esa ciudad parecida al infierno, uno no debe volver jamás.

Pero todo ha sido imaginación. Recuer-dos falsos. Una memoria inventada.

La verdad es que fuera de algunos íco-nos absurdos, clichés neoyorquinos que ca-minan con aire de originalidad, angelheaded hipsters burning for the ancient heavenly con-nection to the / starry dynamo in the machinery of night… ignorantes de que mucho tiempo atrás Gingsberg ya los había inventado y también asesinado en Howl, yo no había coincidido con nadie, lo que se dice con na-die, que representara la Nueva York de la que tanto había leído. Pero algo habría de cambiar. Si ya me había atrevido a volver a ese lugar al que yo, aunque muy pocos lo sepan, no pensaba volver nunca más, algo habría de cambiar.

Vine a Nueva York para ir a Xalapa a buscar a Vila-Matas y a Pitol. Pero apenas he bajado del avión y me he topado con el mismo Paul Auster. He decidido acercarme a pesar de mi timidez y de esas terribles fantasías persecutorias en las que, de una manera u otra yo terminaba extraviado y

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lejos de Brooklyn, cerca del Bronx y deteni-do en una prisión llena de dealers afroame-ricanos.

Aún con miedo por volver a esas prisio-nes preventivas, vencí la visión apocalípti-ca de esos chulos del Bronx y me acerqué a Auster, que caminaba tranquilo como si su-piera de la imposibilidad de que un lector suyo le encontrara y le reconociera en toda esa inmensidad de aeropuerto.

Llegué a él, interrumpí sus pasos y en-tonces le he dicho, le he gritado para ser exactos.

Eh, señor Vila-Matas. Señor Enrique Vila-Matas, que le he reconocido. Y no le he de-jado oportunidad para recuperarse de la sorpresa.

Es un gusto, qué coincidencia señor Vila-Matas. Mire que apenas le he visto y he corrido, usted perdonará pero es una cosa improbable que uno se tope con su escritor preferido en me-dio de este aeropuerto inmenso. Para apunta-lar la macabra broma he agregado un ho-rrible adjetivo: venir a encontrármelo en este dantesco aeropuerto, le dije.

Auster iba a decir algo, un inglés grave apa-recía ya por su boca. Reconocí un nou, nou… que acentuaba lo anglosajón como para que

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yo me diera cuenta de que un angloparlante no podía ser el mismo Vila-Matas del que yo hablaba. Apenas iba formándose ese sonido y lo he atajado al extraer un libro de mi bolsa de viaje. Lejos de Veracruz. El Veracruz al que me dirigía, por cierto. Y apenas lo he sacado y he seguido con mi sarta de zarandajas inti-midatorias.

Mire, Enrique, qué casualidad. Veracruz. Apenas hace unos días que me he enterado que usted se dirige a esa tierra para homenajear a su amigo Sergio Pitol y he tomado un avión para ir hacia ese lugar al que aunque muy po-cos lo sepan, yo sí lo sé, usted no pensaba vol-ver nunca más.

Y entonces el pequeño grito de auxilio. La fantasía que empieza por toparse con ese muro que es la realidad; lo vivo; la rea-lidad vívida. La inminente escapada, huir antes de ser cazado; el insulto en la punta de la lengua. La desesperación Y también la interrupción de tales palabrejas, la rea-lidad.

Volver a lo inventado. Inventar algo para volver a la farsa; volver a la vida.

Recordé entonces la plática con Eduardo Lago. Recordé entonces el libro de Sergio Pitol en el que menciona a Justo Navarro.

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Y recordé también las palabras de Lago ha-blando de Pitol y de Navarro y de Enrique Vila Matas y de Paul Auster. Y por supuesto recordé las palabras que Navarro había es-crito para el mismo Paul Auster que ahora estaba frente a mí, espantado y confundido porque yo le había inventado una nueva vida, como si desde antes la hubiera escrito para este momento poco probable.

“Escribes la vida, y la vida parece una vida ya vivida. […] Y cuanto más te acer-cas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más se te escapan las cosas. En-tonces te agarras a lo que tienes más cerca: hablas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en un extraño. […] Escribir es un caso de imper-sonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro”.

Era ahora o nunca. Tanta coincidencia no puede volver a ocurrir a menos que seas Paul Auster. Volver a lo inventado, volver a la vida.

Un abrazo, una foto, Señor Enrique. ¿Va us-ted para Veracruz? Por si no lo encuentro –la mueca, el gesto, la insinuación de la mano hacia su cuerpo- ¿podría dedicarme este ejemplar? Mire nada más. Veracruz. Veracruz.

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La mirada de odio, la mirada inquisi-dora y el ritmo de los pasos que se turban y demuestran que no se puede creer que algo así esté sucediendo. Que encontrarse un loco en pleno J.F.K. no es, después de todo tan extraño. Y también la mueca de duda repentina, ¿y si fuera yo, con mi cara icónica de mexicano, un asesino? El temor notado en sus ojos que por fin me miran directamente. Ya no la persecución. El paso en falso. La coincidencia.

Mi grandeza egocéntrica; el triunfo lo-grado. Una mirada que tal vez le ha pareci-do la mirada del esquizofrénico vagabun-do que puede, como en La habitación cerrada de la Trilogía de New York, atacar de pronto tras una irrupción de tartamuda timidez. Y tal vez por esa mirada es que se detiene. O tal vez por reconocer en mí a un burdo imitador de Bob Dylan o por confundirme con Roy Orbison. Tal vez por eso, o quizá por toda esa coincidencia junta, pero en-tonces Auster pareció recordar que tal vez sí era Enrique Vila-Matas. Tal vez recordó de pronto las palabras de Justo Navarro, la suplantación de personalidad: escribir es hacer-se pasar por otro, pero entonces la mano que va al bolso del abrigo y la otra que toma el

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ejemplar del libro ofrecido; los pasos dete-nidos, el triunfo logrado.

What is your name? Enrique?La timidez que fluye. El silencio. Acep-

tarlo, Paul Auster te ha atrapado. Comienza a garabatear tu nombre y es-

cribe, pero cómo no, For Enrique Vila-Matas, your friend, Sergio Pitol. JFK NY, NY. La su-plantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro.

Cierra el ejemplar y apenas alcanzo a balbucear, entre tartamudeos, que no soy Enrique. Quiero gritar que mi nombre es Vilnius. O gritar que mi nombre es Bob, que mi nombre es Roy. Que no soy Enri-que. Pero ya camina lejos y se pierde en-tre muchos otros. No le persigo, recuerdo cómo terminan las persecuciones de afi-ches neoyorquinos. Además, mi vuelo ha-cia Veracruz, con trasbordo en Ciudad de México se acerca.

Camino hacia la sala de espera y sé ya desde el primer paso que la breve camina-ta me ha extraviado. Estoy desorientado y perderse en esos pasillos es como perderse en las calles de Veracruz. O en el metro de Moscú. O en Brooklyn. O en el Bronx. Ex-periencias que lo llevan a uno a desear no volver nunca a esas calles extrañas donde

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uno es aún más extranjero, más extranjero que nunca.

El vuelo está perdido. Y otro cercano no es será sino hasta mañana. Al menos ten-go el ejemplar firmado. Aunque yo no sea Enrique. Ni Auster sea Pitol. Impersonation.

Enrique Vila-Matas, mientras tanto, se encamina junto a su amigo Sergio Pitol, desde Xalapa, hacia Veracruz. Mañana, casi pasado mañana que yo llegue, ya sea a la capital o al puerto, Vila-Matas se habrá ido. No podré entregarle el libro ni podré pedirle que firme mi Cuaderno rojo bajo la personalidad y el nombre de Paul Auster.

Fantaseo con llegar al aeropuerto de la Ciudad de México y encontrarme con él. Llego incluso a imaginar su hastío ante mi insistencia por una firma suya a nombre de Auster. Imagino que tal vez hasta termine por gritarme, que no soy Auster, hijo de puta. Eso sería tan vilamatiano, quiero decir tan austeriano, que tal vez se convierta en una escena memorable de novela de Sergio Pi-tol. Mientras pienso en ello hojeo un poco Lejos de Veracruz, paso la mano sobre los bordes de la firma de Auster y me acomo-do en un rincón de esa inmensidad que es

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el J.F.K. Pienso que, aunque esté lejos de casa, ya estoy algo cerca de Veracruz y eso de alguna manera me conforta.

Yo no sabía que tres días después iba a encontrarme a Vila-Matas en Los Lagos, en Xalapa, junto a Sergio Pitol y tan cerca de Veracruz. Ni que después de ese encuentro, de vuelta momentánea en el mismo aero-puerto, iba a jurar que a Veracruz no pienso yo volver nunca.

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de Amaury Estrada Ramírezse terminó de imprimir en noviembre de 2013

en los talleres de Gráficos Morenoubicado en Vicente Santa María #749

colonia Ventura Puente, C.P. 58020Morelia, Michoacán

La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado del autor y el Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura.

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