Abraham Nuestro Padre en La Fe

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CAR* O U. MARTINI ABRAHAN, NUESTRO PADRE EN LA FE Cario M. Martini

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CAR* O U. MART

ABRAHAN, NUESTRO PADRE EN LA FE

Cario M.

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CARDENAL C. M. MARTINI

ABRAHAN, NUESTRO PADRE EN LA FE

3." edición

EDICIONES PAULINAS

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& Ediciones Paulinas 1984 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) © Edizioni Borla - Roma 1983

Título original: A bramo, nostro padre nella fede Traducido por Alfonso Ortiz García

Fotocomposición: Marasán, S. A. San Enrique, 4. 28020 Madrid Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. Humanes (Madrid)ISBN: 84-285-0964-6 Depósito legal: M. 2.344-1988 Impreso en España. Printed in Spain

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PRIMERA PARTE

MEDITACIONES

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PRIMERA MEDITACIÓN

Introducción

“Señor Jesús, aquí presente, te damos gracias por la gloria de tu resurrección;te damos gracias por habernos llamado a todos juntos; te damos gracias porque eres en nosotros la alabanza perfecta del Padre.Te damos gracias porque eres en nosotros la justicia perfecta con nuestros hermanos; eres aquel que en nosotros restaura continuamente nuestra injusticia, nuestras desconfianzas, nuestros miedos.Te damos gracias, Señor Jesús, por tu gran gloriay te ofrecemos esta actividad nuestra, todo lo que pensemos, lo que hagamos, lo que realicemos estos días en tu honor, por ti.Te ofrecemos también nuestro cansancio de esta noche, porque estamos un poco cansados de todas las peripecias de esta jornada y de otras muchas.Estamos contentos, Señor, de presentarnos ante ti con este cansancio, porque es nuestro vestido de cada día.Concédenos también así —un poco cansados y fatigados—

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que comencemos esta actividad, este retiro,en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.Amén”.

Para esta noche he pensado proponeros algunas reflexiones sobre ciertas anotaciones de los Ejercicios ig- nacianos: la segunda anotación, algo de la vigésima y, ante todo, algo del título de los Ejercicios (21) * que se encuentra antes del “Presupuesto”.

El título de los Ejercicios espirituales

El título es: “Ejercicios espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea”. He reflexionado un poco sobre este título y me ha parecido un poco extraña la frase “vencer a sí mismo”. Más clara me ha parecido la otra: “ordenar su vida”; es decir, tomando los Ejercicios como estructura para la elección de estado, el hombre ordena su vida, escogiendo el estado que Dios le inspira que elija o bien aclarando y profundizando dentro de sí mismo esta elección cada vez que repite los Ejercicios. También resulta bastante clara la tercera: “Sin determinarse por afección alguna que desordenada sea”, es decir, un trabajo de clarificación y de análisis de las propias opciones respecto a todo cuanto puede entorpecerlas.

Así pues, son tres los elementos de este título:1) vencerse a sí mismo; 2) ordenar la propia vida; 3) superar las afecciones desordenadas. Intentando comprender mejor qué es lo que significan estos puntos, se me han ocurrido tres elementos que se encuentran al final de la anotación vigésima.

* Los números entre paréntesis se refieren a los párrafos de los Ejercicios espirituales de san Ignacio; seguimos el texto de sus Obras completas, BAC, Madrid 19773.

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En estas reflexiones mías (lo digo una vez para siempre), tanto sobre los Ejercicios como sobre la Escritura, no pretendo hacer una exégesis literal del texto —hay otros maestros mejores que podrían hacerla—, sino que me lanzo con cierta libertad desde una exégesis literal a una exégesis que podríamos llamar un poco “estructural”, preguntándome qué es lo que me dicen los textos de san Ignacio y de la Biblia, insertos en el conjunto de la existencia cristiana. Me libro de las estrecheces de una pura exégesis de la palabra, tomo la palabra en su contexto, la comparo con otros contextos y busco la manera con que puede ser reveladora de la existencia cristiana.

Al obrar así me gustaría comparar estos tres elementos: vencerse a sí mismo, ordenar la propia vida, rechazar los afectos desordenados, con las tres ventajas que san Ignacio enumera en la anotación vigésima. Tres ventajas de la soledad, del separarse y dejar las cosas que nos preocupan —precisamente como hacemos esta noche— o intentar al menos dejarlas y separarnos de ellas. Tres cosas muy interesantes, porque dice san Ignacio:

1) Por el hecho de separarse uno de muchos negocios no bien ordenados, aparta de sí la ocasión de afectos desordenados, de cosas que no van como deberían ir.

2) Al no tener el entendimiento repartido en muchas cosas, utiliza todas sus potencias en buscar lo que desea, es decir, en ordenar su propia vida o en escoger el estado de vida.

3) Y lo que más interesa: cuando el alma se encuentra “sola y apartada”, se hace más dispuesta para acercarse a su creador y Señor y —como dice el texto latino con una palabra muy fuerte— para tocarlo y llegar a él; así, cuanto más lo toca y se allega a él, tanto más se dispone a recibir gracias y dones.

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Tres niveles de la experiencia de los Ejercicios

Continuando en mi reflexión, veo que los tres elementos del título podrían ordenarse en tres niveles sucesivos de la experiencia de los Ejercicios.

El primer nivel, el más simple, es el moral: quitar los afectos desordenados, es decir, ver las cosas que no van dentro de nosotros, las cosas que en nuestra vida cristiana, comunitaria, en nuestro oficio, nuestro empleo, nuestro trabajo, son negativas, nos impiden movernos, nos retrasan, nos hacen pesados. En el nivel categorial moral es éste el primer fruto de los Ejercicios.

El segundo nivel es el de las opciones: buscar lo mejor en mi vida; no sólo quitar el polvo que me molesta, sino buscar lo mejor: ¿Qué es lo mejor para mí? ¿Cuál es el mejor modo de servir a Dios en mi vida? ¿Qué escoger ahora y qué dejar para rendir el mejor servicio? Es el nivel categorial de las opciones.

El tercer nivel, que yo llamaría trascendental, es el que no se ve, el que no se toca, pero que es la raíz de todo, es decir, llegar a Dios, conocerlo, tocarlo, sentirlo, percibirlo de manera misteriosa, pero realísima, y abrirse a él. Nivel trascendental, que no es el nivel último en el sentido de que se llegue a él al final; es el nivel del comienzo, pero que representa también el fin —la unión mística, esto es, la cuarta semana de los Ejercicios—, pero que para mí significa vencerme a mí mismo. ¿Por qué vencerme a mí mismo? ¿Qué significa ese “vencerme a mí mismo” visto en su raíz, en su profundidad? ¿Qué es lo que hay que vencer en nosotros como hombres divididos? ¿Cuál es, según la Escritura, la realidad que en nosotros contrasta con la realidad positiva y que por eso hace que tengamos que vencernos? La realidad fundamental que en nosotros contrasta con la realidad positiva es la “timidez”, o sea no creer, no esperar, no estar abiertos a creer en Dios, en los demás, en las cosas. Vencerse a sí mismo quiere decir creer, esperar, confiarse. El hombre se abre a

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Dios y Dios se abre al hombre, y en esta apertura se alcanza tanto el nivel moral como el nivel de la experiencia de sus opciones.

Pero el nivel trascendental es el que lo domina todo; es el comienzo, la raíz, el punto final; es el cuadro de todo lo que van realizando los Ejercicios. Vencerse a sí mismo es superar el miedo, la muerte, la desilusión, todo lo que en nosotros es desconfianza, cerrazón, amargura; es abrirse a la plenitud de Dios y quedar inundados de él en la verdad de nuestra vida moral, de nuestra vida de opción, de nuestro mejor servicio a la mayor gloria de Dios.

La vigésima anotación

Así es como veo yo relacionada con el título de los Ejercicios la vigésima anotación, este triple nivel, este triple fruto de los Ejercicios. Cada uno tendrá que examinarse para ver si el Señor lo empuja más a profundizar en el nivel de la cualificación moral ascética; o bien en el nivel de las opciones dirigidas a unos bienes mejores, más elevados, en vez de otros bienes más fáciles que realizamos en la iglesia, pero que no son lo mejor que Dios pide de nosotros; o bien en el nivel más hon -do, el de la fe directa, nivel este último que nunca acaba de agotarse: ninguno de nosotros sabe qué medida tiene de fe, si de verdad cree en Dios hasta el fondo y hasta dónde no acaba de creer.

Todo esto es posible verificarlo tanto en la experiencia moral como en la experiencia de las opciones. Pero el tercer nivel es el nivel fundamental, ya que sin él no existe nada. A través de todos los símbolos, a través de las cosas que hacemos, a través de todo lo que obramos en los Ejercicios, estamos tocando continuamente este nivel más profundo en nosotros, que es nuestra realidad cruda y desnuda, de personas delante de Dios; es el nivel de la victoria de sí mismo, de la victoria sobre el

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miedo y la muerte, de la victoria sobre la desconfianza, para abrirse a la palabra de Dios que nos llama.

Podríamos referirlo todo esto a la pregunta que hacen los judíos a Jesús en Jn 6,28: “¿Qué haremos para obrar según Dios?”, y que podríamos parafrasear así: “¿Qué hemos de hacer para realizar en los Ejercicios esto o aquello, para obtener una mejoría en esta cosa o en aquella otra?” La respuesta de Jesús nos sitúa inmediatamente en el nivel trascendente: “La obra de Dios es ésta: creer en el que me ha enviado”.

De esta reflexión se deriva también la materia de las meditaciones que me he propuesto desarrollar, tomando como compañero de viaje al peregrino Abrahán: buscar a Dios, tocar a Dios, ¿qué es lo que esto significa para nosotros?, ¿cómo se verifica en nosotros? Por eso el título de estos Ejercicios será “Abrahán, nuestro padre en la fe”.

“Abrahán, nuestro padre en la fe”

Mañana comprenderemos mejor la razón de este tí tulo. Esta noche no haré más que aludir a ello. Abrahán, nuestro padre en la fe: la fe sobre todo como itinerario, lo mismo que caminó Abrahán en la fe, buscando a tientas conocer a aquel Dios que creía conocer, pero al que conocía muy poco. También nosotros estamos llamados a caminar en la fe. Podríamos aplicar aquí a este camino de Abrahán y al nuestro lo que el concilio Vaticano II, en el capítulo sobre la Virgen, de la Constitución sobre la Iglesia, dice de María: in peregrinatio- ne fidei processit, avanzó en la peregrinación de la fe (LG 58). La Virgen caminó en la peregrinación de la fe; por tanto, también ella fue adelante conociendo cada vez más a Dios. Pidamos la ayuda de Dios para avanzar nosotros como ella en esta peregrinación.

¿Cómo nos vencemos a nosotros mismos? ¿Cómo podemos vencer en nosotros esa desconfianza radical

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que nos cierra cada día a Dios y a los demás, a todo lo que es nuevo y verdadero, para ensimismarnos en nuestra torre de hábitos y de seguridades adquiridas? ¿Cómo vencemos todo esto? Con la palabra de Dios. La palabra de Dios es la que libra en nosotros la batalla de la fe. Y aquí recuerdo la segunda anotación de los Ejercicios, que dice: “Hemos de dejarnos penetrar de la palabra de Dios”. El que da los Ejercicios no debe dar de lo suyo o convencer, sino “narrar fielmente la historia”, una historia que tenemos que aplicarnos a nosotros mismos tomando el texto y preguntándonos: ¿qué es lo que nos dice el texto a nosotros, a mí mismo? Interiorizándolo luego cada uno de forma que se deje vencer por la palabra. Este texto será para nosotros principalmente el de los capítulos 12 al 25 del Génesis, así como otros, entre ellos algunos del Nuevo Testamento que se refieren más concretamente a Abrahán, como Rom 4, Gál 3, Heb 11.

Es el anuncio de la palabra de Dios, el kerigma, el que alcanza esta victoria. Nos vencemos a nosotros mismos si nos dejamos penetrar por la palabra como palabra de Dios, es decir, como fuerza de Cristo presente, resucitado, que actúa ahora en esta situación.

Y aquí vuelvo al punto de la vigésima anotación, que se refiere a la segregación, a la separación, al retiro. Quiero subrayar dos aspectos: no tanto el de los frutos al que ya he aludido, sino más bien al aspecto que podríamos llamar de contenido. ¿De qué nos retiramos? Nos retiramos de muchas cosas, pero especialmente de todos los pensamientos molestos.

Pero, sobre todo, escuchar la palabra de Dios

En este sentido me impresionó hace algunos días una observación de un maestro de vida espiritual en un curso de Ejercicios espirituales. Cuando uno le indicó ciertas dificultades que sentía y le dijo: “Cuando entro en los Ejercicios, siempre tengo un pensamiento, algo

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que me preocupa, en lo que tengo que pensar y que estoy buscando resolver”, él le dio esta respuesta: “Esto sucede con frecuencia; entramos en los Ejercicios con algo que nos obsesiona y nos preocupa, con algo que llevamos dentro, quizá con un problema que pensamos dejar solucionado a la luz de Dios. Pero, en realidad, no es así. Porque es la luz de Dios la que ante todo hemos de dejar que penetre en nosotros. Ese pro-blema puede ser a veces un falso problema, que nos impide ver y que restringe toda la dimensión de nuestra atención a la palabra. Esas muchas cosas de las que tenemos que retirarnos no sólo son las ocupaciones que serían inadecuadas en esa situación, sino también las preocupaciones que podrían parecer importantes y que cierto discernimiento nos hace ver al final como un objetivo restringido, que impide la verdadera apermra a la palabra. En vez de escuchar la palabra dentro de su marco, nos preocupamos de una aplicación particular de la misma, de un problema —mío o de los demás—, que no es la palabra”.

Esto para indicar algunas de las cosas de las que estamos llamados a separarnos, a abandonar enérgicamente, a cortar aunque parezcan buenas. ¿Y de qué no nos separamos? Es importante decirlo, ya que san Ignacio lo advierte en la vigésima anotación cuando recuerda que hay que dar al ejercitante la posibilidad de acudir al oficio divino, a las misas. Evidentemente, no nos separamos de la palabra de Dios, que es un interlocutor continuo. No estamos solos, no debemos estar solos; más aún, estamos en un contacto continuado con la palabra de Dios. No es un momento de soledad, sino un momento de escucha. Y como no nos separamos de la palabra, tampoco nos separamos de la Iglesia, estamos en la Iglesia, hacemos experiencia de Iglesia, y la Iglesia está representada para nosotros en las personas que están con nosotros. Por tanto, no nos separamos de la experiencia comunitaria, sino que hemos de vivirla con mayor profundidad.

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Lo ideal sería vivir esta experiencia comprometiéndonos cada vez más en lo que querríamos hacer. Por ejemplo: intentar ponerse en segunda o tercera fila, no meterse en el círculo, podría significar seguir nuestro deseo instintivo de no comprometernos demasiado; por el contrario, situarse en primera fila tiene, evidentemente, el significado externo de que uno se compromete ante los demás, de que está con los demás.

No es más que un ejemplo para decir en qué consiste este compromiso. Un compromiso que lleva a ponerse con todo lo que somos delante de la comunidad, que nos conoce, que conoce también nuestros defectos y que nos juzga y nos acoge; por tanto somos conocidos y juzgados y hemos de actuar sin demasiados fingimientos. Y esto puede acontecer en la oración, en la liturgia, en las súplicas espontáneas, preguntas, consultas, participación después del evangelio, reflexiones que creamos que son también importantes para los demás. Se trata de otras tantas pequeñas expresiones de compromiso, un compromiso corporal, real y de importancia, ya que constituyen una experiencia de comunidad más profunda. Estas son las cosas que quería deciros esta noche y sobre las que volveremos también mañana.

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íSEGUNDA MEDITACIÓN

¿Quién era Abrahán?

“Desde lo más profundo clamo hacia ti, Señor:¡Oh Señor, escucha mi clamor!¡Estén atentos tus oídos al grito de mi súplica!Si guardas memoria de las culpas,Señor, ¿quién podrá resistir?Mas el perdón se encuentra junto a ti, por eso eres temido.Yo espero en el Señor,mi alma espera en su palabra,mi alma pendiente del Señormás que los centinelas de la aurora”.

(Sal 130)

“Te pedimos, Señor,buscarte como te buscó Abrahány desearte como' él,esperar con confianzala manifestación de tu Palabra,que es Jesucristo, nuestro Señor,crucificado por nosotros y resucitado,

que vive y reina por todos los siglos de los siglos.Amén”.

El momento bíblico de esta mañana ha de ser forzosamente un poco más largo. Tendré que presentar algunos datos introductorios, que nos sirvan para la re

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flexión y la lectura de estos días, antes de proponer la meditación propiamente dicha.

Los informes introductorios se refieren a los dos puntos primeros: el primero es una explicación del tí tulo de este retiro: “Abrahán, nuestro padre en la fe”; el segundo es una breve reseña de las fuentes de donde sacamos nuestro conocimiento de Abrahán sobre el que hemos de meditar. Finalmente, el tercer punto es la meditación propiamente dicha, que podría expresarse así: ¿De dónde, unde, es decir, de qué conocimiento de Dios partió Abrahán? En la meditación intentaremos responder a esta pregunta.

1. Abrahán, nuestro padre en la fe

Primer punto: el título “Abrahán, nuestro padre en la fe”. Cuatro palabras que iremos examinando una tras otra.

Abrahán, un prototipo para nosotros

¿Quién es Abrahán? ¿Existió o no existió? Podríamos discutir la historicidad de Abrahán; pero lo que nos interesa no es tanto la figura histórica de Abrahán, lo que pudo haber sido aquel seminómada con sus rebaños, sino lo que de Abrahán conoció la tradición bíblica: su figura, lo que Dios hizo con él, lo que se nos ha transmitido de él. Por consiguiente, lo que Abrahán representa para todos los que se disputan su figura. Porque Abrahán no es sólo una figura singular, sino también un “tipo”. Abrahán representa a Israel en busca de Dios; Abrahán es el hombre que busca a Dios, es una multitud, es todos aquellos que buscan a Dios, es cada uno de nosotros en camino buscando a Dios para seguir su palabra. Tomaremos a Abrahán no en un sentido singular histórico, sino en un sentido representativo global.

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Abrahán, padre de todos los que buscan a Dios

Abrahán, nuestro padre. ¿Qué quiere decir “nuestro”? ¿De qué comunidad hablamos cuando decimos “nuestro”? Evidentemente, entendemos a toda la comunidad cristiana. Pero esta palabra “nuestro” se amplía a la comunidad hebrea, con la que nos asociamos espiritualmente en busca de nuestras raíces abrahámi- cas, y también a la comunidad islámica, que da una importancia grandísima a la figura de Abrahán. Y, finalmente, a todos los que buscan a Dios, a toda la comunidad humana en cuanto que busca a Dios.

Esto es lo que entendemos por “Abrahán, nuestro padre”. Nos ponemos en comunión en ese momento con todos los hombres y mujeres, niños, muchachos, ancianos, moribundos, enfermos..., con los que están buscando a Dios; los hombres felices, los hombres desgraciados, desesperados, ilusionados, pecadores o justos. Abrahán nos representa a todos nosotros en nuestro caminar y nosotros intentamos realizar ese camino en comunión con toda esa gente.

Abrahán, padre que nos enseña el camino

¿En qué sentido es padre Abrahán? Evidentemente, Abrahán es nuestro padre en el sentido en que dice el capítulo 1 de Mateo: “Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob...”, con toda la línea genealógica hasta llegar a “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Cristo”, en el cual —podemos añadir— hemos nacido todos nosotros. Esta es, por tanto, nuestra paternidad abrahámica: Abrahán, padre de Jesucristo, en el que hemos nacido. En este sentido es nuestro padre en la fe, ya que en tanto vivimos nuestra existencia de creyentes en cuanto que estamos realmente, ontológicamente incorporados a Cristo y somos, como tales, hijos de Abrahán. Más

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aún, como enseña san Pablo, somos los verdaderos hijos de Abrahán, aquellos en los que se ha realizado la promesa.

Por tanto, Abrahán es nuestro padre realmente; tenemos con él un parentesco real, una afinidad, una descendencia, una semejanza. Y entonces, lo mismo que el hijo puede comprender lo que hay dentro del corazón del padre, así nosotros podemos sintonizar con Abrahán y, yendo incluso más allá de las palabras bíblicas, decirle: Abrahán, ¿qué es lo que pensaste?, ¿cómo te portaste?, ¿por qué hiciste eso?, ¿qué es lo que había en tu interior?, ¿qué es lo que viste? Será una reflexión que haremos en nosotros mismos, pero sobre la base de nuestra afinidad genealógica con él, lo mismo que si uno hablase con su padre difunto: ¿Por qué hiciste eso? ¿Qué es lo que pensabas? ¿Qué es lo que dijiste? ¿Cómo habrías visto esta cosa?

Pero nuestra vinculación con Abrahán como padre no es solamente en el sentido genealógico, sino también en el sentido ejemplar. En efecto, cuando la liturgia habla de “nuestro padre en la fe” quiere decir que Abrahán nos precede como un verdadero padre, nos enseña el camino, nos da la tradición, nos indica las formas de vida según las cuales hemos de comportar -nos. Por consiguiente, las peripecias, los temores, la soledad, la gracia de Abrahán, son signo, símbolo, ejemplar de las peripecias, temores, soledad y gracias del hombre delante de Dios, de cada uno de nosotros. Abrahán nuestro padre en la ejemplaridad es lo que hace posible estas meditaciones que hacemos sobre el Antiguo Testamento, ya que en él se jugó nuestro destino y él es ejemplar de este nuestro destino ante la palabra, ante Dios.

Padre también en la peregrinación de la fe

Nuestro padre en la fe, la última palabra del título. Ya aludimos ayer a este dato: esta fe tiene varios signi

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ficados, incluso un significado objetivo, de contenido. Abrahán es nuestro padre por ser nuestro antepasado en esta religiosidad, en este modo de expresar nuestra vida de fe. Nuestra religiosidad es abrahámica, lo mismo que la islámica y la judía, que no son más que características especiales de este abrahamitismo. Es nuestro padre no sólo en la fe como vida vivida, en la fe objetivamente considerada, como experiencia global de fe, sino también y principalmente —como cada vez destacan más los autores modernos— es nuestro padre por su acto de fe, por su actitud radical de fe; es el modelo ejemplar del hombre en actitud de acogida y de disponibilidad. En este sentido es nuestro padre en la disponibilidad y en la apertura de la fe y de la esperanza.

Y aquí podríamos parafrasear las palabras de los Ejercicios en el Principio y fundamento: “Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas”, diciendo: “Por eso es necesario hacernos como Abrahán”. Abrahán se nos presenta como padre de la indiferencia, padre de la disponibilidad, padre de la rendición frente a la palabra de Dios; una rendición difícil, progresiva, como veremos, atormentada; pero es precisamente esta rendición, esta aceptación de la palabra, este creer y esperar contra toda esperanza, lo que, según san Pablo, justifica a Abrahán. Por tanto, es nuestro padre en este acto radical, fundamental de nuestra vida cristiana, que es —como indica el concilio Vaticano II en la Constitución sobre la divina reve lación— “el acto con que el hombre se confía a Dios total y libremente” (DV 5).

Pero Abrahán, además de ser nuestro padre en la religiosidad y en el acto de fe, lo es también en el cami no de la fe, al que ayer aludíamos hablando de la Virgen: Maria in peregrinatione fidei processit. También Abrahán fue progresando en la fe y podemos meditar la vida de Abrahán como una peregrinación de fe. Y aquí es donde yo veo posible, aunque quizá sea sólo

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una idea personal, cierto vínculo concreto con los Ejercicios.La vida de Abrahán es una peregrinación de fe desde un

cierto punto de partida hasta otro cierto punto de llegada, a través de etapas determinadas. Pues bien, ¿qué son los Ejercicios? Son un camino, una “peregrinación” desde un punto de partida a un punto de llegada, con etapas determinadas, que exteriormente son ¡as cuatro semanas y más fuertemente las cuatro o cinco meditaciones fundamentales. También en los Ejercicios hay una historia, hay un camino, un progreso, unas etapas que van marcando esta historia. Pues bien, si leéis los trece capítulos que dedica el Génesis a Abrahán, veréis que estos capítulos se presentan como unidades, como peregrinación, como historia, con cierto carácter progresivo, con ciertas etapas, con ciertas meditaciones fundamentales.

Por tanto creo que podemos meditar el itinerario de Abrahán manteniéndonos en el ritmo progresivo de las semanas de los Ejercicios, siguiendo de este modo a Abrahán también como nuestro padre en el camino, en la peregrinación de la fe. Es interesante señalar cómo todos los exegetas ven la historia de Abrahán como un ciclo unitario, ordenado según una cierta vi -sual progresiva. Por consiguiente estamos también en línea con lo que nos dicen los exegetas, si intentamos entrar en el corazón de Abrahán fiándonos de esta consonancia de sentimientos con él. Esto por lo que se refiere al título de estos Ejercicios.

2. Las fuentes: ¿qué sabemos de Abrahán?

Segundo punto: las fuentes. O sea, ¿de qué nos serviremos para meditar en Abrahán? Ya cité ayer las fuentes principales: Gén 12-25 y, en el Nuevo Testamento, sobre todo Rom 4, Gál 3 y Heb 11. Sin embargo, es conveniente echar una mirada más amplia sobre

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las fuentes, sobre todo porque —como disponéis estos días de más tiempo— podréis por vuestra cuenta organizar las meditaciones y las lecturas de forma más extensa. Pueden citarse muchas fuentes sobre Abrahán; mencionaré cinco grupos de fuentes a las que podemos acudir libremente. Son fuentes muy ricas, de las que podemos sacar algo de cada una.

En primer lugar están las fuentes bíblicas, no solamente Gén 12-25, sino otros muchos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento.

i Qué nos dice de Abrahán el Antiguo Testamento?

En el Antiguo Testamento el nombre de Abrahán se cita 60 veces en la forma Abram y 174 veces en la forma Abraham, o sea más de 230 citas; en el Nuevo Testamento se le menciona 72 veces. En total tenemos unas 306 citas. Pero los libros del Antiguo Testamento que citan a Abrahán son menos de los que cabría pensar: la figura de Abrahán no es tan popular en el Antiguo Testamento. Fue el judaismo posterior el que, según creo, destacó su figura. La tradición sapiencial antigua no trata prácticamente de él, no menciona nunca a Abrahán. Se le nombra en la tradición sapiencial más reciente, deuterocanónica: la Sabiduría y el Eclesiástico. En el libro de la Sabiduría leemos de él un breve retrato;'el Eclesiástico habla de él en las “alabanzas de los Padres”. Sólo hay dos salmos que mencionan a Abrahán: los salmos 47 y 105. En los profetas encontramos siete menciones; también en este caso muy poco y de ordinario en textos tardíos. Probablemente, el primer profetismo no se inspiró en Abrahán, como hicieron luego algunos profetas posteriores. Hay, además 18 citas en los libros del Pentateuco fuera del Génesis: en el Levítico y en el Deuteronomio. El nombre de Abrahán aparece con frecuencia, sobre todo, en la fórmula “Dios de Abrahán”, que no nos dice nada de él.

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Se le menciona 15 veces en los libros históricos, una vez en los Macabeos. Podría decirse que la figura de Abrahán empezó a tomar mayor importancia en la Biblia a partir del destierro.

¿Qué nos dice de él el Nuevo Testamento?

En el Nuevo Testamento se cita a Abrahán 72 veces —seguido muy de cerca por el Corán, que lo cita 69 veces—, frente a las 80 menciones de Moisés. Abrahán y Moisés son las dos personalidades más citadas en el Nuevo Testamento. Vienen a continuación, muy por debajo en el número de citas, Jacob, 25 veces; Isaac, 20 veces, y luego otros personajes del ciclo de Abrahán: Agar, dos veces; Esaú, tres veces; Raquel y Rebeca, una vez; Sara, cuatro veces.

Entre las menciones de Abrahán en los libros del Nuevo Testamento me parecen importantes las de los dos cánticos: el Magníficat (“como había dicho a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre”: Le 1,55) y el Benedictus (“para acordarse... del juramento que juró a Abrahán, nuestro padre”: Le 1,73).

Son importantes porque recitamos todos los días estos cánticos en el breviario, por la mañana y por la noche, recordando a Abrahán en nuestra oración sacerdotal.

Otro pasaje importante, un pasaje indicativo, es el de Jn 8,58: “Antes que naciera Abrahán, yo soy”. Y así otros pasajes.

Estas son las fuentes judías que podéis repasar vosotros mismos, encontrando en ellas —como dice san Ignacio— mucho más sabor y gozo que escuchándolas simplemente.

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Las fuentes judías e islámicas

Las fuentes judías sobre Abrahán son varias y, a mi juicio, muy importantes por el mismo motivo por el que las estamos meditando aquí. Los judíos, sobre todo a partir del destierro, reflexionaron mucho sobre Abrahán: ¿quién era?, ¿qué hacía?, ¿qué pensaba?, ¿qué quería? Evidentemente, no tienen un valor histórico de tradición, sino un valor de interpretación religiosa de la figura de Abrahán; eran hombres que lo sentían cerca de ellos y que casi le hacían hablar. Se trata de documentos de primer orden, aunque a veces —como veremos— algo simplistas, pueriles; pero en su aparente puerilidad los rabinos decían cosas admirables, tenían el arte de decir cosas profundas con la anécdota, con la parábola, con la pequeña hipótesis lanzada al aire, expresando ideas que nos deben hacer reflexionar.

Hay dos fuentes del judaismo helenista: Filón, que tiene varios tratados dedicados a Abrahán, y Flavio Jo- sefo, que en sus Historias judías narra a su modo toda la historia de Abrahán. En estas fuentes puede leerse con interés cómo los autores se representaban a Abrahán, haciendo lo mismo que estamos haciendo ahora nosotros: intentar comprender a Abrahán a partir de su propia situación religiosa. Esto, evidentemente, sería una equivocación si se les atribuyese un valor histórico; pero resulta legítimo si se les da un valor religioso, a saber: ¿Qué es lo que Abrahán me dice ahora a mí? ¡Abrahán soy yo! Es lo que hace Filón, que lee a Abrahán en la perspectiva de su visión religiosa. Lo hace también Flavio Josefo, e igualmente, aunque de un modo mucho más fragmentario, pero quizá más agudo, las fuentes del judaismo rabínico, las Haggadah, los relatos bíblicos sobre la infancia y sobre las diversas peripecias de la vida de Abrahán.

Las fuentes islámicas, como he dicho, son bastante numerosas. El Islam siente gran simpatía por la figura de Abrahán. Hay sobre él textos muy hermosos, de los

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que diremos algo si tenemos un poco de tiempo para ello.

¿Qué dicen de él las fuentes cristianas y personales?

Tenemos, finalmente, las fuentes cristianas, es decir, toda la reflexión cristiana sobre Abrahán. En primer lugar, la patrística, que si no ha producido tratados sobre Abrahán como ha sucedido con Moisés —la Vida de Moisés, de Gregorio Niseno—, abunda, ciertamente, en citas y reflexiones.

Más allá de los Padres está toda la reflexión espiri tual sobre Abrahán en la liturgia, en el arte cristiano, en la iconografía, en la novela, en la representación moderna: todo lo que el filón cristiano ha concebido intentando comprenderse a sí mismo a la luz de esta figura. Baste citar, por ejemplo, las famosas pinturas de Rembrandt en los diversos momentos de la vida de Abrahán —creo que son cuatro—, en donde el artista intenta interpretar de diversas maneras lo que debió ocurrir en aquellos momentos y qué es lo que dice Abrahán a la conciencia religiosa, etc.

La última fuente que hay que citar es la personal: “Yo, Abrahán”, releyendo su camino dentro de mí, sin pretender evidentemente dar un valor histórico-exegé- tico a esta lectura, sino más bien un valor de lectura cristiana. Y esto es muy importante, ya que cada uno de nosotros ha realizado, realiza y seguirá realizando la experiencia de Abrahán y, por tanto, puede leer las páginas que tratan de él refiriéndose a su propia experiencia. Estas son las indicaciones que conviene dar sobre las fuentes.

3. “¿De dónde?” ¿De qué conocimiento de Dios partió Abrahán?

Tercer punto: pasemos a lo que podría ser la primera meditación de hoy, con la que entramos —lo explicaré

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mejor en la instrucción de esta tarde— prácticamente en la primera semana. Anoche, al recordar el Principio y fundamento, hice algunas alusiones a la finalidad que nos proponemos, al nivel en que nos situamos, al fin que deseamos alcanzar. Ahora entramos directamente en los Ejercicios con algunas meditaciones, una hoy y otra mañana, que nos sirvan para tomar conciencia de nosotros mismos a través del espejo de Abrahán.

El tema de la meditación es el siguiente: ¿de dónde?, unde? Es decir, se trata de señalar más claramente de qué conocimiento de Dios partió Abrahán. Este tema puede tener un “subtema” que expondría de este modo: “Valores y límites de nuestra primera experiencia religiosa”. También nosotros tenemos un punto de partida en nuestra vida religiosa, lo mismo que Abrahán. Y lo mismo que en la meditación del reino con -templando al rey temporal reflexionamos en el Rey eterno, así también contemplando el punto de partida de la religiosidad de Abrahán reflexionaremos en el punto de partida de nuestra religiosidad, de nuestro camino hacia Dios.

El libro de la Sabiduría

¿De qué conocimiento de Dios partió Abrahán? Es difícil saberlo, ya que la Biblia no nos lo dice ni nos cuenta cómo era Abrahán antes de la llamada de Gén 12. Puede especularse algo sobre el punto de partida del camino religioso de Abrahán tomando como base el libro de la Sabiduría, que lo interpretó en el capítulo 10,5, hablando de Abrahán sin mencionar su nombre, con palabras un tanto enigmáticas: “Cuando fueron confundidas las naciones unánimes en su perversidad, fue la Sabiduría la que puso sus ojos en el justo y lo conservó irreprochable ante Dios y lo sostuvo fuerte contra el entrañable amor a su hijo”. Aunque algunas cosas se refieren a la vida de Abrahán después

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de la llamada, lo que se puede deducir de este texto es que la religiosidad de Abrahán brotó de una experiencia de confusión y de perversidad, en continuidad con Gén 14,22.

Es éste un capítulo muy misterioso incluso desde el punto de vista de la crítica literaria, que todos los críticos sitúan aparte; no entra dentro de las fuentes yavis- ta, elohísta ni sacerdotal; es una fuente independiente, sin que se sepa de dónde viene. Pero la verdad es que contiene datos antiquísimos. Los descubrimientos de Ebla han demostrado que los nombres de las cinco famosas ciudades citadas al comienzo de este capítulo, en el versículo 2: “Hicieron guerra a Bara, rey de Sodo- ma; a Bersa, rey de Gomorra; a Senab, rey de Adama; a Semebar, rey de Seboim, y al rey de Bala, o sea de Segor”, estos nombres, de los que no se conocía casi nada, se han encontrado en este mismo orden en una tablilla de Ebla de dos mil trescientos años antes de Cristo; esto quiere decir que entre estas cinco ciudades existía ya un vínculo antes de que se escribiera la Biblia; aquí la Biblia recuerda tradiciones que habían desaparecido en la memoria común y que la gente ya no podía verificar.

Ver a Dios en los astros

En el versículo 22 de este mismo capítulo del Génesis están las palabras que dice Abrahán al rey de Sodo- ma: “Alzo la mano al Señor, Dios altísimo, que creó el cielo y la tierra”. De ordinario, Abrahán no habla así; aquí es un Abrahán ante el Dios único, contemplado a partir del esplendor de la creación, el que revela, a mi juicio, una experiencia religiosa primordial frente a la majestad de lo creado, una experiencia previa proba-blemente a la palabra de Dios sobre él. Digo esto porque las fuentes rabí nicas me invitan a hacerlo. No es de extrañar que Abrahán hable de un Dios altísimo,

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creador del cielo y de la tierra. Abrahán venía de un lugar donde se cultivaba mucho la astrología y, por consiguiente, debía tener muy profundo este sentimiento del cielo. En efecto, cuando Dios le habla, una de las comparaciones que utiliza es la de los astros: “Tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo”. La invocación al Dios del cielo parece estar ligada a una experiencia religiosa de un tiempo anterior.

Podríamos citar también las fuentes arqueológicas. Los eruditos han cavilado decenios enteros para saber en qué ambiente religioso nació Abrahán: politeísmo, culto a El, culto a múltiples divinidades, culto al Dios único en Mesopotamia... La verdad es que podrían hacerse muchas hipótesis, muchas teorías, de las que sólo podríamos deducir lo que nos dice la Sabiduría: procedía de un ambiente religioso enfermizo, corrompido, difícil. Esto es lo que creo que puede afirmarse; por lo demás, es lo que confirman la arqueología y la historia.

i Cuándo conoció a Dios? Tres hipótesis

Me remito, pues, a las fuentes rabínicas, que intentan penetrar en el corazón de Abrahán; no razonan a partir de unos datos más bien inciertos y genéricos, sino que entran dentro. Tenemos citadas estas fuentes en un libro muy interesante de Robert Martin Achard, Actualicé d’Abraham. Es interesante porque se trata de una coleccióa de textos, los más antiguos, sobre Abrahán. El autor ofrece una síntesis de las fuentes rabínicas: “En cuanto a las fuentes rabínicas hay diversas ideas, diversas hipótesis. Según algunas, Abrahán conoció a Dios a la edad de un año, por una gracia especial. Según otras fuentes, lo conoció a los tres años y empezó a educarse entonces en la religión de Set y de Noé. Otros dicen: Conoció a Dios después de una larga peregrinación, de error en error, a los cuarenta y ocho años”.

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No sé cómo sale a relucir esto de los “cuarenta y ocho años”; de todas formas, tampoco los rabinos están de acuerdo entre sí. Pero ¿por qué los rabinos mencionan estas tres edades, un año, tres años, cuarenta y ocho años? ¿Por qué no más? ¿Qué es lo que quisieron decir? ¿Qué es lo que hay detrás de su intuición? Es lo que he llamado el “cuándo”.

iCómo conoció a Dios?

Los rabinos se preguntaron no sólo sobre “cuándo” empezó Abrahán a conocer a Dios; se interrogaron también sobre el “cómo”. Y también aquí tienen opiniones diversas. Según unos, el “cómo”, si fue en el primer año de su vida, tuvo que ser una revelación divina extraordinaria, como la de la primera conversión de san Ignacio, cuando Dios lo iluminó de una manera extraordinaria. En este caso no cabe más discusión.

Pero si seguimos adelante en la edad, entonces el “cómo” pudo ser la educación personal o la reflexión personal. Filón, del judaismo helenista, en su Tratado sobre las virtudes señala esta idea: Abrahán era caldeo y vivió en un ambiente consagrado a la astrología, de la que llegó a hacerse una idea de aquel que es Uno, principio de todo, no engendrado, creador del universo; y así llegó gradualmente a la idea del Dios único.

En el Libro de los Jubileos nos da otras precisiones cuando narra algunos hechos de la experiencia de Abrahán, que a los catorce años descubrió la corrupción de los hombres y se separó de su padre para no tener que adorar a los dioses falsos; intentó en vano convencer a su padre de que no rindiera culto a los ídolos; luego decidió quemar sus imágenes, mientras que su hermano murió en medio de las llamas al intentar salvarlas del fuego. La idea de las llamas nace porque en cierto lugar de la Biblia Dios le dice a Abrahán: “Yo soy el Dios que te sacó de las llamas de los cal-

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déos”. Los rabinos se preguntan: ¿Qué son esas llamas? ¿Acaso un incendio en el que estuvo a punto de perecer? ¿O la corrupción de los caldeos, de la que Dios lo salvó? Abrahán le pide a Dios que lo socorra para que no vuelva a caer en el error, que le indique todo lo que debe hacer. Y entonces viene la voz de Dios. Por tanto, Abrahán debió tener un contacto con Dios, un sentimiento de Dios que le permitió dirigirse a él y escuchar su voz. Por eso algunos rabinos dicen que este sentimiento de Dios le habría venido a Abrahán de su familia, que lo educó; mientras que otros dicen que se rebeló contra su padre, astrólogo; otros, finalmente, dicen que fue mirando el cielo estrellado como tuvo una profunda experiencia religiosa (y por eso cité Gén 14,22; cf Gén 15,5s).

Según estos últimos rabinos, mirando el cielo estrellado Abrahán llegó a comprender claramente que no hay que servir a los astros, sino al dueño de los astros, a quien los hizo. Es una experiencia religiosa de tipo natural, la intuición que diríamos hoy de la trascendencia, de la causalidad, del límite de las cosas, lo que le abrió al sentido de Dios.

Todavía podría hacerse una última hipótesis según algunos, probablemente aquellos que rondan los cuarenta y ocho años, y es la siguiente: Abrahán vivió posiblemente en una idolatría más bien pacífica, en un sentimiento genérico de Dios; pero la palabra de Dios lo convirtió. Por tanto, su conocimiento de Dios, el verdadero conocimiento de Dios, nació en el momento de la llamada; es decir, se identificaron la conversión y la vocación.

Nuestras primeras experiencias religiosas

Pues bien, reflexionando en todo esto, me dije a mí mismo: ¿Qué es lo que hicieron los rabinos? No hicieron más que multiplicar a Abrahán según las varias

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posibilidades de la existencia humana, y podemos decir que describieron todas las que hay. Por eso mismo formularon de manera más concreta la reflexión sobre el “cómo” y sobre el “cuándo” y por eso me gustaría invitaros a vosotros y a mí mismo a seguir precisamente este esquema que nos ofrecen los rabinos: “¿Cuándo?” ¿Al primer año, a los tres años, a los cuarenta y ocho años? “¿Cómo?” ¿En la familia, contra la familia y el ambiente, a través de una experiencia religiosa in -terior, a través de la palabra de Dios, de un evangelio?

Todas estas son posibilidades importantes, cada una de las cuales —éste es el “subtema” del tercer punto— tiene sus valores y sus límites. Y es importante que nos examinemos sobre los valores y los límites que llevamos, evidentemente, con nosotros durante toda la vida de nuestras primeras experiencias religiosas, de nuestro primer modo —un primer modo que pudo durar incluso años y decenios— de acercarnos a Dios, considerándolo respecto .al mundo que concede la primacía a la palabra, al modo evangélico; que conserva siempre, sin embargo, en nosotros ciertos residuos, a veces pesados, del primer modo. Por eso es importante este examen sobre nosotros mismos.

Las tres posibilidades

Tomemos las tres hipótesis rabínicas en su sentido simbólico: un años, tres años, cuarenta y ocho años.

¿Qué es lo que quiere decir un año? Es el primer tiempo: Dios se revela inmediatamente al alma en su plenitud y claridad. Es lo que ocurrió con la Virgen, con algunas personas privilegiadas, quizá con alguno de nosotros, o sea desde el principio. Un conocimiento de Dios verdaderamente profundo, arraigado interiormente; una gracia limpia, inmensa, rara.

¿Qué significan los tres años? En la familia, es decir, la familia empieza a enseñar las primeras oraciones, el

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nombre de Dios; empieza a acostumbrarnos a los símbolos religiosos, a la señal de la cruz, al crucifijo; es la educación familiar, diría en cierto sentido normal, que hemos recibido casi todos nosotros. Se nace en una familia que, sin que nosotros tengamos ninguna predisposición especial —como se cuenta de san Estanislao, de san Luis— nos ha llevado a acoger estos signos, a hacerlos nuestros, nos ha hecho entrar en una comunidad de oración, en la iglesia, junto a la mamá, con los padres, viéndolos rezar y acercarse a la comunión. Así comienza realmente un profundo proceso religioso.

¿Qué significan, finalmente, los cuarenta y ocho años? Es el itinerario fatigoso, a menudo aberrante, que pasa a través de todas las posibles aberraciones del pensamiento, yendo un poco, como san Agustín, de acá para allá, buscando por un lado y por otro. Quizá en estos momentos podemos agradecer a Dios el habernos dado una experiencia infusa inicial; hemos de darle también gracias por toda la experiencia de maduración familiar que nos ha dado. Pero hemos de plantearnos también la pregunta de si es posible que pasen cuarenta y ocho años sin conocer al verdadero Dios. Pues bien, al menos en determinados niveles, esto sucede también a veces en el mundo cristiano.

Hace algún tiempo me impresionó lo que oí contar de un sacerdote que había asistido a una catequesis neocatecumenal y que fue luego a decirle al obispo con sorpresa: “¡Finalmente he comprendido el kerigma!” El obispo contestó: “¿Es posible? ¿Usted que lleva tantos años predicándolo en la iglesia y que lo enseña en el seminario?” Quiero decir que, efectivamente, puede vivirse muchos años en una experiencia religiosa genérica sin captar profundamente su sentido, permaneciendo bastante extraño al mismo, casi ateo. Y me parece que esto es más frecuente de lo que se piensa: una experiencia religiosa que no entra en profundidad. No hay que decir que sea un mal, pero el hecho es que Dios a veces llama después, que Dios nos espera después.

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Como también es cierto que los modos con que llegamos a una verdadera experiencia religiosa, a la purificación de una experiencia anterior, son múltiples e imprevisibles, no tienen tiempo, pueden durar varios decenios. De aquí la importancia de interrogarnos: ¿cuáles fueron los comienzos, los “cuándo”?, precisando ese tiempo, esos años, ese período, o bien esa larga dificultad, esas luces y sombras que se fueron sucediendo con pruebas de desolación, de ausencia de Dios, con nuevos impulsos y recuperaciones. Deberíamos recordar brevemente todo este período, ponerlo delante de Dios, pensando en la experiencia original de Abrahán.

El “cómo” es indicativo para nosotros

Pero más que el “cuándo” nos interesa el “cómo”; sobre ese “cómo” os invito realmente a meditar, ya que es importante no sólo en cuanto que nos vemos impulsados por los valores y frenados por los límites del “cómo” de nuestras primeras experiencias religiosas y de las sucesivas, sino también en cuanto que son experiencias itinerantes que deben ser purificadas.

Veamos este “cómo” según las cuatro posibilidades que proponen los rabinos: 1) educación familiar, según la tradición de Set y de Noé; 2) necesidad de apartarse de la familia pagana; 3) mirando el cielo estrellado;4) escuchando la palabra de Dios.

La primera es la experiencia familiar, en la familia, que continúa una tradición antigua; todos conocemos los valores inmensos de este tipo de educación religiosa. El cristianismo es una tradición, no existe sin tradición, estamos insertos en una tradición viva; es una gracia inmensa la de haber nacido y haber sido educados en una tradición cristiana. Pero también conocemos los límites de este cristianismo de tradición: el he-cho de que muchas cosas, por haberlas recibido,

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resulten banales, evidentes, obvias, sin relieve, exactamente como aquel sacerdote que sabía muy bien predicar el kerigma, conocía el Vaticano II, el misterio pascual, Cristo muerto y resucitado, pero que no había dado ningún relieve a esta experiencia. El cristianismo lo era todo: la democracia cristiana, la comunión frecuente, la confesión, la liturgia, los deberes eclesiásticos, todo un conjunto de cosas arduas que era preciso seguir arrastrando; el kerigma podía pronunciarlo con los labios y también con la mente, pero sin haber captado con un cierto relieve fundamental la fuerza que tiene la palabra evangélica de muerte y resurrección para dominar y cambiar todo aquel panorama de tradición religiosa; que viene a nosotros como un río, y, por tanto, sin diferencias, sin relieves, sin claridades de puntos periféricos o puntos centrales.

Es la gran dificultad de una tradición religiosa recibida como un gran tesoro, en el que todo tiene que observarse, en el que todo va bien, todo es importante, todo es válido, todo debe ser defendido. Pero es un tesoro que en un momento determinado se convierte en un peso, es ambiguo e impide el conocimiento de Dios, de modo que puede ser que hasta los cuarenta y ocho años uno no tenga el conocimiento real de Dios, por vivir de ese bagaje pesado que es preciso sostener en bloque, ya que si falta alguna cosa todo se viene abajo; no cabe la posibilidad de un conocimiento limpio del centro del misterio.

Esta es la ambigüedad del cristianismo de tradición.No es que no sea fundamental, pero es tradición; y la

tradición que subyace al cristianismo puede también oscurecerlo al mismo tiempo, precisamente por este “desdibujamiento”, impidiendo así psicológicamente que nos demos cuenta de la fuerza del evangelio. El evangelio se convierte en un nombre para todas las cosas, para todo lo que se hace o se dice. Esta es la primera experiencia.

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Valores y límites de una conversión

La segunda experiencia: el alejamiento de la familia, la necesidad de salir cuanto antes de un ambiente religiosamente mediocre, gris, contrario, ateo, indiferente, agnóstico, que no nos ayuda. Es una experiencia que tiene la notable ventaja de una mayor personalización, de una mayor claridad de personalidad. La desventaja, el límite, es el de ciertas conversiones en las que se cree que la conversión es obra propia, la propia idea que uno ha alcanzado, y entonces se cae en la obstinación, en el engreimiento; es ese tipo de convertidos un tanto fanáticos, obstinados, que tuvieron que romper con su ambiente y entonces se hicieron ellos mismos su propia idea de religiosidad, y después de hacérsela la conser-van, la defienden, y combaten en su nombre contra todos los que no ven las cosas del mismo modo.

También aquí se verifica el mismo fenómeno: lo que es ventajoso resulta también ambiguo. Es una forma de posesión de la religiosidad de tipo egocéntrico, de una religiosidad fuerte, pero limitada. Comprendieron una idea, y esa idea lo ha absorbido todo, se ha convertido en ideología que se intenta llevar adelante a toda costa. ¡ Cuánta paciencia hemos tenido que tener y cuánto hemos sufrido por las ideologías que otras personas cercanas a nosotros pretendían imponernos! Cada uno intenta convencer a los demás de su ideología, porque es conquista suya, bien suyo, tesoro suyo, que debe imponerse a los demás a toda costa. Es la limitación que acompaña a las ventajas de la personalización, de la riqueza de entusiasmo religioso. Los límites se ven no sólo en el fastidio que pueden producir estas cosas en los demás, sino también en las mismas aberraciones que se dan a veces, en ciertas parábolas de un gran éxito que concluye con un extraño derrumbamiento.

La tercera experiencia: es la imagen poética, romántica, de Abrahán mirando las estrellas. Hombre sencillo, vivió en un ambiente pacífico, un ambiente de as-

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trología, pero sin fanatismo, como en algo evidente. Pero mira las estrellas y siente que hay algo más, que la astrología no satisface; debe haber alguien que dirija estas cosas, que las tenga en la mano. Y así siente nacer en el corazón una adoración profunda, luminosa, frente al misterio que fascina, mysterium tremendum, el Distinto, el Otro, el Absoluto. Y de esta forma va llegando gradualmente a esa experiencia religiosa natural, profunda, riquísima, que tiene enormes ventajas por ser personal, vivida interiormente, ligada a una experiencia cósmica, capaz de guiar la vida.

¿Es también ambigua esta experiencia? Ciertamente que sí, porque es una experiencia religiosa conquistada a través de la profundización de sí mismo y, por consiguiente, limitada a una relación entre Dios y el cosmos que nace de esta perspectiva. Es verdad que los que han llegado a esta concepción metafísica podrían también superarla hasta concebir la libertad de Dios de forma plena, completa; pero se trata siempre, al menos en mi opinión, de cierta manera de ver a Dios en relación con la propia experiencia. Es una experiencia religiosa que en un momento determinado es capaz de ser un velo, un obstáculo, incluso un dique a la palabra de Dios, por estar ya satisfecha de sus propias concepciones y, por-tanto, ilusionada con bastarse a sí misma; una religiosidad vaga, genérica, un teísmo intelectualista, confiado, pero que por eso mismo puede empeñarse en sustituir a ,1a palabra de Dios. Cada uno de nosotros llevamos a la espalda todas estas cosas, una u otra; es decir, nuestra religiosidad es una mezcla de estas experiencias nuestras profundas que todavía no se han convertido del todo, que no se han clarificado, que no se han liberado de su ambigüedad por obra de la palabra de Dios.

La palabra de Dios

Está, finalmente, la cuarta experiencia, la única ver-daderamente válida, definitiva, real: Abrahán que se

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convierte bajo la experiencia de la palabra. Cuando comprende que Dios es el Absoluto, el Otro, el Luminoso, el Fascinante, que habla y actúa libremente, que irrumpe en su vida como quiere y no como Abrahán se imaginaba, no en una medida cósmica, sino de manera imprevisible, incognoscible, porque Dios es el incognoscible, el incognoscible que actúa. Y aquí, como veremos, nace toda una nueva revolución en el alma de Abrahán.

Creo que esta última experiencia podemos vislumbrarla —como indican muchos autores, basándose en parte en la arqueología y en cierta interpretación de los textos antiguos— en el paso que da Abrahán de El a Yavé. El: el gran Dios del firmamento, pacífico, que lo tiene todo bajo su poder, que regula el curso de las cosas, de las estaciones, de los astros, al que nos acomodamos nosotros y que se acomoda a su vez a nuestro ritmo de pastores o de agricultores; por consiguiente, se trata de una religiosidad natural, sencilla. Yavé: el Dios que, si es un Dios tribal tal como nos hacen pensar ciertas descripciones de Ebla, es, sin embargo, un Dios que por así decirlo sale de la montaña con violencia, se precipita, lo conmueve todo, enfrenta los elementos unos contra otros, cambia, exige y al mismo tiempo es misterioso, el Altísimo, el Absoluto, el Inaccesible.

Este paso que realiza Abrahán de El a Yavé marcará el ritmo de toda su vida, en el que irá encontrando tropiezos continuamente, como veremos. Pero es la apertura a la palabra, a la palabra imprevisible, incognoscible en la fuente de donde proviene, porque a Dios no le conocemos, no lo hemos visto jamás, no sabemos quién es; pero sabemos que actúa en nosotros y nos fiamos de él sin conocerlo a fondo, arrastrados como nos sentimos por ese mismo camino.

Se trata de la experiencia de la conversión-vocación que en un momento determinado de su vida tuvo Abrahán, pero que tuvo que perfeccionarse y repetirse

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día tras día. ¿Y nosotros? ¿Ha existido para nosotros esta experiencia? ¿ Cuándo la tuvimos, cuándo se ha repetido? ¿Cómo tiene lugar? ¿Cuál es en este momento? ¿De qué manera me encuentro ahora frente al misterio de Dios?

Aquí las maneras son muchas: conocimiento, rechazo, negligencia, adhesión ambigua, adhesión cada vez más clara. Todas estas maneras son posibles también en la vida religiosa; más aún, creo que son muy propias de la vida religiosa, en donde sale a flote mucho mejor todo lo que divide al hombre de Dios. El odio a Dios, el desprecio, el rechazo, la incapacidad para reconocerlo, el resentimiento, todas estas actitudes brotan con mucha más energía, precisamente porque Dios se convierte en el “partner” de la existencia y, por consi -guiente, se lleva a cabo una lucha con Dios.

Es importante reconocer esta lucha que se libra en nosotros, lo mismo que se libró en Abrahán, y dejar que brote ante el misterio de la palabra. Repitamos, por consiguiente, esta búsqueda que Abrahán hizo de Dios, recitando por nuestra cuenta algunos trozos del salmo 119:“De todo corazón te ando buscando, Señor;espero en tu palabra.Deseo conocerte; haz que te conozca,haz que tu verdad se abra a misojos”.

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TERCERA MEDITACIÓN

Los miedos de Abrahán

En los capítulos del Génesis que nos hablan de Abrahán nos encontramos con unos quince episodios, de los que cinco pueden considerarse fundamentales para sus relaciones con Dios. Son los siguientes: la vocación (c. 12, yavista), la promesa y la alianza (c. 15, con rasgos de elohísta), la nueva alianza y la circuncisión de Abrahán a los noventa y nueve años (c. 17), el episodio de Sodoma y el poder de la oración de Abrahán (c. 18) y, finalmente, el sacrificio de Isaac (c. 22). Me parece que se trata de cinco grandes episodios muy interesantes, aun cuando no sean menos significativos los restantes.

Esta mañana me propongo hablaros de tres episodios que podríamos llamar menores, a saber: Abrahán y los egipcios (12,10-20), Abrahán en Guerar (20,1-18; es un duplicado del anterior y los trataremos juntos) y el problema familiar de Abrahán con Sara y Agar (16,1-16). Tres episodios que se reducen a dos: primero, el miedo de Abrahán por lo que le rodea; segundo, el miedo de Abrahán por su supervivencia familiar. Estos dos episodios los hemos reunido en un solo título: “Los miedos de Abrahán”; los meditaremos al estilo de la primera semana, preguntándonos por aquello que hay en el hombre bajo la palabra de Dios.

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La fragilidad de Abrahán

A diferencia de ayer, cuando «teníamos que ir a la escuela de los rabinos y consultar las Haggadah para poder comprender qué pasaba con Abrahán en Ur de Caldea, aquí podremos seguir más bien el texto bíblico. Abrahán está ya a la escucha de las promesas y, por tanto, a fortiori está ya abierto al kerigma y a las revelaciones sucesivas de la palabra de Dios. Pero de hecho las recibe en parte y tan sólo parcialmente logra que fructifique un conocimiento cada vez mayor de Dios. No hace circular suficientemente la palabra; la palabra se detiene en él de vez en cuando, y entonces es cuando se muestra la fragilidad de Abrahán.

Esta fragilidad de Abrahán, como veremos, está atenuada, es una fragilidad que se mueve dentro de la ambigüedad. Precisamente por este motivo puede resultarnos útil. Porque ordinariamente la fragilidad del hombre en los grandes pecados —los que matan, los que roban— se reconoce con facilidad y todo el mundo la admite; pero cuando se trata de una fragilidad atenuada, que se mueve en la ambigüedad, entonces las cosas son mucho más difíciles de percibir.

Es lo que san Ignacio nos pide que reflexionemos en el triple coloquio que sigue a la repetición de la segunda meditación sobre los pecados, en donde nos hace pedir el conocimiento del desorden total de nuestras acciones, para que podamos ordenarnos, y el conocimiento de la vanidad del mundo, para que podamos aborrecerla. Las gracias que pedimos van, más allá del conocimiento de los pecados, hasta el conocimiento de lo que en nuestra vida está menos ordenado, de lo que está sometido a presiones, a medidas de compromiso, a caprichos apenas acentuados, pero que forman parte de la existencia de cuantos no caminan plenamente a la luz de la palabra, de los que no se han dejado todavía comprometer plenamente por la promesa.

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Nuestra esclavitud bajo la ambigüedad

Para aclarar un poco más este pensamiento meditemos los dos episodios, teniendo en cuenta el texto igna- ciano de oración penitencial 'del triple coloquio, así como lo que nos dice Heb 2,14-15, que es otro texto básico para determinar la fragilidad del ser humano. Es el texto que dice: “Pues de la misma manera que los hijos participan de la misma carne y sangre, también él participó de modo parecido, para reducir a la impotencia, mediante la muerte, a aquel que tiene el imperio de la muerte, es decir, al diablo, y libeftar a todos aquellos que por miedo a la muerte estaban sometidos durante toda su vida a la esclavitud”.

Este texto es una interpretación genial de la esclavi tud del hombre bajo la ambigüedad, víctima de las potencias del mundo, que son, además, las potencias del ambiente, de la opinión pública, de lo que los demás esperan de nosotros, de las cosas en que tenemos miedo de que nos critiquen, del miedo a ser mal vistos, marginados, no considerados. Toda esta esclavitud tiene sus raíces, nos dice san Pablo, en ese temor fundamental que es el temor de la muerte entendido en sentido amplio; o sea, el temor a vernos disminuidos, a vernos divididos, a perdernos, a quedar mal, a quedar fuera de órbita de lo que ocurre, a sentirnos descartados.

Este temor, referido al objeto último que es la muer te, es decir, la desaparición de la competición de la exis tencia, subyace a todos los afanes del hombre en su lucha cotidiana y está, por consiguiente, en el origen de toda conflictividad, en donde el hombre intenta prevalecer, resistir, no quedar marginado, incluso poner la zancadilla a los demás, aplastarlos, no dejarse coger en la trampa, lograr crearse una vida segura.

Toda esta realidad es la que se nos describe en la carta a los Hebreos 2,14-15; con toda sencillez podemos leer en ella lo que aparece de esta realidad en los dos episodios de Abrahán.

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1. El miedo de Abrahán por lo que le rodea

Como dije anteriormente, el primer episodio es doble. Abrahán, tanto en Egipto como en Guerar, oculta la verdadera identidad de su esposa y la presenta en Egipto como hermana suya, hace que la tengan como hermana suya. Hay que señalar que en Gén 26 es Isaac quien hace lo mismo. ¿A qué se debe, me he preguntado muchas veces, la insistencia en esta anécdota, que se nos cuenta tres veces? Cuando la Biblia cuenta una cosa tres veces es que hay un motivo para hacerlo. Tres veces se nos cuenta la vocación de Pablo, tres veces predice Jesús su pasión y su muerte. Por tanto, debe haber algún motivo; no puede tratarse en el fondo de un hecho sin importancia, como afirma algún comentarista, por ejemplo, en la Biblia de Jerusalén, que dice que se trata solamente de un episodio para hacernos ver como una gloria de la raza el hecho de que las mujeres de los hebreos eran muy hermosas, hasta el punto de que incluso en su ancianidad eran deseadas por los extranjeros; o bien que los beduinos eran demasiado astutos y que, a pesar de no tener mucho poder, sabían salir adelante con un acto de astucia.

Puede ser que esto estuviera en la base del relato primordial, tal como solía narrarse en las tiendas, riendo y bromeando a costa suya pero, en realidad, inserto de este modo en el ciclo de Abrahán, referido además en tres ocasiones, parece ser que tiene un significado moral, aunque quizá, como veremos, no es el que nos esperaríamos inmediatamente. Me parece que en el contexto de Gén 12 significa realmente que Abrahán no sabe aprovecharse plenamente de ese mayor conocimiento de Dios que se le había dado, sino que se deja caer muy pronto en el antiguo miedo, en los viejos temores, en el antiguo modo de salvarse por sí solo dando la vuelta a las situaciones.

Yo propongo de este modo la lectura de este doble episodio: primero, el contexto, la estructura, en un bre

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ve análisis del texto; luego, algunas preguntas: ¿de qué tiene miedo Abrahán, qué es lo que teme, qué es lo que hace bajo el impulso del temor?, ¿y qué es lo que hace Yavé? Y, finalmente, añadiré dos preguntas que se refieren a nosotros: ¿Qué es lo que teme el hombre- Abrahán, como tipo del hombre, en las situaciones difíciles, preocupantes, un tanto peligrosas? ¿Qué es lo que siente entonces dentro de sí? ¿Qué es lo que hace? ¿Cómo considera Dios a ese hombre? Creo que son estos tres puntos los que caracterizan al texto para hacernos comprender el episodio de que se trata.

En primer lugar haremos un breve análisis del contexto y de la estructura.

¿Qué es lo que teme Abrahán?

El contexto es muy significativo, ya que sigue inme-diatamente a la promesa maravillosa de Gén 12,3; una promesa magnífica que, entre otras cosas, dice: “Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan”. Por consiguiente, Abrahán puede estar tranquilo, ya que Dios pensará en defenderlo. Abrahán obedece, parte hacia un nuevo mundo, tiene una nueva visión del futuro; en los versículos siguientes se dice que invoca a Dios, que le construye un altar; todo es magnífico. Pero luego he aquí que en el versículo 10 Abrahán se encuentra en Egipto consigo mismo, con sus propias dificultades, con sus propios problemas, e intenta reaccionar como puede. Este es el contexto.

¿Cómo podemos ahora estructurar brevemente el texto de 12,10-20? El de 20,1-18 es el documento elo- hísta, un relato más rico, más elaborado y estructuralmente más complejo; pero fundamentalmente tiene la misma estructura que el otro más sencillo de 12,10-20.

Primer elemento, la ocasión de esta situación: la carestía. Abrahán baja a Egipto “porque en la región el hambre se había agravado”; un fenómeno que, como

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sabemos, se repetirá también en tiempos de José. Es una de las constantes de este flujo de Palestina a Egipto.

Segundo elemento del texto, versículos 11-13: el miedo. Abrahán le dice a Sara: “Apenas te vean los egipcios se dirán: Es su mujer. Y a mí me matarán”. Abrahán tiene miedo de morir; a eso se debe su estratagema. “Di, pues, te ruego, que eres mi hermana, para que me vaya bien gracias a ti y, por amor tuyo, salve yo la vida”. Más aún, espera incluso ciertas ven -tajas, o sea que de esta competición por su vida salga lleno de premios, que no sólo no lo eliminen, sino que pueda crecer y aumentar.

Este miedo, esta estratagema, son más o menos los mismos en el capítulo 20,1-18, donde se expresan con un poco más de retórica, como se ve en el versículo 11. Abrahán dice: “Yo dije para mí: Seguramente no hay temor de Dios en esta tierra y me matarán a causa de mi mujer”. Aquí el motivo es religioso: no temen a Dios y entonces es preciso que yo piense en mí mismo: tengo que defenderme. Por otro lado, Abrahán está preocupado de salvar las apariencias cuando dice: “Además es verdad que ella también es mi hermana, hija de mi padre, pero no de mi madre, y ahora es mi mujer”. Esta tradición elohísta procura situar a Abrahán bajo una luz mejor: es realmente hermana suya, Abrahán tenía un buen motivo para hablar de este modo.

El relato yavista del capítulo 12 no nos da más detalles, por lo que se han hecho varias hipótesis, ninguna verdaderamente definitiva. Algunos se refieren a una costumbre mesopotámica. Según otros habría una justificación en cuanto que era posible declarar a la mujer hermana y elevarla al rango de tal, que era un rango especial probablemente para dar una dignidad mayor sobre las demás esposas, como persona no adquirida desde fuera, sino más bien formando parte de una familia noble. Es una de las hipótesis que se hacen para

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salvar a Abrahán, como intenta hacerlo de algún modo el capítulo 20. De todas formas, se trata ciertamente de una estratagema que utiliza Abrahán.

Una estratagema ambigua

Tercer elemento: ¿cuáles son las consecuencias de esta estratagema? Sara es cogida y llevada a casa del faraón; Abrahán es bien recibido, recibe ganado, rebaños, esclavos y esclavas, asnos y camellos. Es el faraón el que paga los gastos, castigado con grandes plagas, a pesar de su inocencia, por causa de haber tomado a Sara, la esposa de Abrahán. Se trata de consecuencias que encierran cierto humorismo. En el transfondo del relato nos parece ver la idea de que los beduinos son astutos y de que son los grandes terratenientes los que pierden el juego y tienen que pagar.

El final es la conversación decisiva de los dos últimos versículos, de donde brota el sentido moral del relato: “El faraón mandó entonces llamar a Abrahán y le dijo: ¿Qué es lo que me has hecho? ¿Por qué no has dicho que era tu mujer? ¿Cómo es que me has dicho: Es mi hermana, dando lugar a que yo la tomase por mujer?” El faraón da aquí la impresión de ser una persona honrada: ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has tenido miedo? ¿Por qué temiste y cediste a tus preocupaciones interiores? Y, finalmente, el faraón lo compensa con abundantes regalos.

Esta conversación resolutiva se expresa de forma todavía más moralmente decisiva en el versículo 9 del capítulo 20. Aquí se trata de Abimelec, rey de Guerar, que se levanta de madrugada después de su coloquio con Dios durante la noche, en donde se le reveló cómo estaban las cosas. Le dice a Abrahán: “¿Qué nos has hecho? ¿En qué te he ofendido para que hayas acarreado sobre mí y sobre mi reino desgracia tan grande? Tú has hecho conmigo lo que no se debe hacer”. Aquí

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aparece con toda claridad un juicio negativo sobre la ambigüedad que llevó a Abrahán a una situación equívoca, a cosas que no se deben hacer. Esta es, por consiguiente, la estructura del texto.

El poderoso instinto de defensa

Pasemos ahora brevemente a las preguntas: “¿Qué es lo que teme Abrahán? ¿Qué es lo que hace?” Como se indica claramente en el texto, Abrahán tiene miedo de que le hagan daño, porque es pequeño, porque no tiene un reino, sino que es solamente el jefe de un pequeño grupo de pastores, fuera de toda protección de amigos, alejado de su tierra, indefenso ante un mundo hostil; su ansiedad es perfectamente comprensible. ¿Cómo no estar de parte de Abrahán, que tiene que defenderse de todo y contra todos, ya que nadie piensa en él? Si yo no pienso en mí mismo, ¿quién pensará en mí? No tengo parientes, no tengo amigos, no tengo un clan que pueda vengarme. Abrahán siente realmente miedo de que toda su vida, a la que se le ha confiado una gran promesa y un gran porvenir, pueda venirse abajo, y necesita, por tanto, defenderse. Se trata del instinto de defensa inmediata de sí mismo. ¿Y qué es lo que hace con este miedo? Se defiende como puede, escoge la es-tratagema que en aquellos momentos le parece más adecuada. La verdad es que a nosotros nos impresiona el hecho de que haya podido darle a otro su propia mujer...

Hemos de pensar un poco que Abrahán no encontró otra solución. ¡Eso es todo! Entró en un camino ambiguo. No es que lo hiciera de buena gana. Lo cierto es que estaba dentro de un círculo del que no podía salir: si mantenía a su mujer, se metía a sí mismo en el peligro; si la daba, caía en la ambigüedad. Estaba acorralado, cercado, y encontró el camino más cómodo; y como había cierta justificación jurídica, intentó jugar con el

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derecho, con ciertas posibilidades jurídicas, cerrando los ojos a los aspectos morales, ya que no podía obrar de manera distinta.

Yavé tiene misericordia del pobre Abrahán

¿Qué hace Yavé? Yavé no hace nada, Yavé lo entiende; Abrahán es más importante, y la emprende contra el faraón. No la emprende contra Abrahán porque (aunque no lo diga el texto, está claro) Abrahán se encuentra en una situación difícil, su fragilidad es manifiesta y él no puede nada contra su propia fragilidad, está ahogado, lleno de miedo. Y entonces Yavé no se lo reprocha, no interviene en contra suya, sino que denuncia a los demás, castigando incluso a los poderosos para dejarle sitio a Abrahán, para darle ánimos. Por una parte, la acción ambigua de Abrahán; por otra, la tolerancia de Yavé, que tendrá otros medios: una nueva infusión de kerigma para aclararle las cosas, para que siga adelante.

En esta ambigüedad suya no se le acusa a Abrahán de sinvergüenza, de falta de confianza en la promesa, de aberración moral, sino que se le recupera con paciencia y con paz. Es decir, Dios lo saca a flote respetando, casi podríamos decir que sobrevolando, como dirá la misma Escritura, cerrando un poco los ojos, sobre la fragilidad y la ambigüedad de Abrahán. Dios tiene otros remedios para sanar esta fragilidad distintos de la corrección violenta.

¿Qué es lo que nos revela este hecho de la realidad de Abrahán y la realidad de Yavé? Son las dos últimas preguntas sobre la realidad del hombre-Abrahán. ¿Qué es lo que teme el hombre? ¿Qué es lo que le amenaza? El hombre teme todo lo que pueda disminuirlo, todo lo que pueda mortificar su vida, sus posesiones, su prestigio, su seguridad, todo lo que podría ponerlo en situaciones embarazosas, desagradables, de crítica; cosas de las que huimos de mil maneras, unas lícitas y honestas,

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otras ambiguas, sobre todo cuando nos encontramos en situaciones difíciles, en situaciones donde son muchas las fuerzas hostiles. Si uno está tranquilo en su habitación, puede hacer muchos planes; pero cuando se multiplican las situaciones de tensión, de ambigüedad, de oposición, entonces salta instintivamente el instinto de defensa y se intenta salir a flote de cualquier modo, entrando a veces en la ambigüedad. No mato, soy honrado, no hago daño a nadie; pero procuro escaparme como puedo.

La reacción del hombre, la reacción de Dios

La ambigüedad de la existencia, esta ansiedad, este miedo a verse disminuido, a verse pisoteado, a verse perdido, se puede referir a muchas cosas, no sólo a los bienes materiales y la riqueza, sino también a un cierto prestigio, justo y necesario: tengo que mantener mi prestigio como religioso, como sacerdote, y, por tanto, tengo que impedir esto y aquello, tengo que usar los medios que están a mi alcance. ¿Qué es lo que hace el hombre? Se deja coger por el ansia, empieza a decir como aquel administrador infiel de Lucas 16: ¿qué haré, cómo saldré adelante, cómo superaré esta situación? Y entonces se buscan los posibles expedientes para resistir.

¿Y qué es lo que hace Dios? Me parece que Dios hace lo mismo que con Abrahán; es decir, Dios tiene una inmensa compasión por estas situaciones de ambigüedad y de fragilidad en las que el hombre cae instintivamente; procura no caer, podría no caer, le gustaría no caer, pero ut in pluribus, como se dice, resulta que se hunde en ellas ante la muchedumbre de presiones exteriores, el deseo de no morir, de no verse aplastado, de no quedar disminuido, de no perder, de no desilusionar a los demás con su propia pérdida; todo esto es tan grande, que la ambigüedad surge y entra en la trama de la vida.

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Nos queda aún otra pregunta final sobre este episodio. Es verdad: Abrahán intentó hacer lo que podía, siguió adelante a tientas, tomó el primer camino que se le presentó, a pesar de que sentía ciertamente que no era el más bonito; pero de hecho no podía actuar de otro modo; y Dios no se lo reprocha, Dios tiene compasión de Abrahán. Pero hemos de preguntarnos: ¿Puede realmente Abrahán conocer a Dios en ese estado? Es decir, ¿puede llegar al perfecto conocimiento del Dios que se revela, entregándole toda su confianza en todas sus cosas? Ciertamente que no, precisamente porque lo roen esas ambigüedades, esos miedos, esos temores. Por tanto, las ambigüedades, los miedos, los temores, aunque no sean siempre moralmente negativos, en realidad llevan al hombre a la incapacidad de conocer plenamente a ese Dios que se revela solamente en la confianza plena en él, en la adhesión total, en el abandono total del miedo y de las ansiedades. Abrahán se queda allí, no progresa, queda bloqueado en su conocimiento de Dios. Y entonces, al quedar bloqueado el conocimiento de Dios, ¿qué es lo que ocurre? Ocurre lo que vemos en el capítulo 16, versículos 1-6.

2. El miedo de Abrahán en casa

Y aquí pasamos a considerar brevemente el tercer episodio del miedo de Abrahán en su casa, de las estratagemas y expedientes de su casa. Procuraremos ofrecer en pocas líneas el contexto y la estructura, al menos embrional, de estos versículos. Fijémonos tan sólo en los seis primeros versículos del capítulo 16, en donde se nos cuenta el nacimiento de Ismael.

¿En qué contexto se nos relata? También aquí, lo mismo que en el capítulo 12, dentro de una sucesión de claroscuros, cuando apenas recibida una de las grandes promesas de Dios (“Te bendeciré, estaré contigo, no tengas miedo de nada, te daré esto y aquello”) Abra-

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hán adora a Dios, le da gracias, pero luego se deja llevar por el miedo. El capítulo 16 sigue inmediatamente a la gran promesa y alianza del capítulo 15, en donde Dios le dice a Abrahán: “No, no será Eliecer de Damasco tu heredero; antes bien, uno salido de tus entrañas te heredará... Levanta los ojos al cielo y cuenta las estrellas... Así será tu descendencia”. “Creyó Abrahán a Yavé y le fue reputado por justicia”. Así pues, Abrahán hizo un acto perfecto de fe, se abandonó por completo al Dios de la promesa, y este abandono quedó sellado por un luminoso relato: el sacrificio de los animales, divididos en dos partes, una llama que pasa por medio y la gran promesa de Dios: “A tu descendencia doy esta tierra”.

Así pues, toda la seguridad que podía tener Abrahán de carácter místico, de carácter simbólico, de carácter verdaderamente experimental, la tuvo de hecho. Pero viene a continuación el capítulo 16: “Sarai, la mujer de Abrahán”*, no le había dado hijos. Pero Sarai, que tenía una esclava egipcia llamada Agar, le dijo a Abrahán: “Mira, Yavé me ha hecho estéril; ve, pues, a mi esclava. Quizá yo pueda tener hijos por ella”. “Escuchó Abram a Sarai”. ¡Es curioso! Capítulo 15: Abrahán escuchó la voz de Dios y creyó, y le fue reputado por justicia. Capítulo 16: Abrahán escuchó la voz de Sarai. He aquí la fragilidad, el miedo de nuestro gran padre en la fe, que había recibido no sólo las promesas del capítulo 12, que se referían claramente al hijo: “Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré”; no solamente la promesa del capítulo 13: “Te daré esta tie rra”, sino incluso la gran alianza del capítulo 15. ¡Y ahora lo tenemos de nuevo conquistado por el temor!

Este es el contexto del relato, el episodio de Abrahán

* Hasta el capítulo 17 del libro del Génesis, Abrahán y Sara son designados como Abram y Sarai. Pero en el capítulo 17, Dios dice: “No te llamarás Abram, sino que tu nombre será Abrahán, porque yo te constituyo padre de una muchedumbre de pueblos... A Sarai, tu mujer, no llamarás más Sarai; su nombre será Sara” (17,5-16).

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tal como nos lo presenta la Escritura y que podemos subdividir en tres partes. La primera se refiere al miedo de Sara: “Yavé me ha hecho estéril; ve, pues, a mi esclava. Quizá yo pueda tener hijos por ella”. La segunda es el miedo de Sara que se transmite a Abrahán: “Escuchó Abram a Sarai”. La tercera es Abrahán, que, debido a las protestas de Sara por el comportamiento altivo de Agar, le restituye casi con desprecio la esclava: “Mira, en tus manos está tu sierva; haz con ella como mejor te parezca”. Abrahán, el hombre de la promesa, queda bloqueado, su conocimiento de Dios se ve minado, disminuido, no consigue verdaderamente vivir su realidad, su vida con el Dios de la promesa.

Nuestras ataduras: las raíces de ciertos desórdenes

Después de haber visto a Abrahán • libre y atado al mismo tiempo, podemos reflexionar una vez más sobre la base de las sugerencias que nos da san Ignacio en el triple coloquio: considerar no ya los pecados, sino el desorden de nuestra vida, es decir, lo que no está en orden, lo que no está plenamente en la línea en que debería estar. Las raíces de este desorden son precisamente nuestras ataduras; no se trata necesariamente de culpas graves, de faltas morales, sino más bien de desorden en las opciones, en los modos de vivir; son ataduras semiinconscientes, instintivas, de las que conviene tomar conciencia delante de la palabra de Dios. ¿Qué habrí^ hecho en el puesto de Abrahán? ¿Qué resonancias siento en mi interior al ver el gesto de Abrahán? ¿Habría actuado como él? ¿Me habría puesto a rezar? ¿Me habría escapado, habría arrostrado la muerte, habría tenido ánimos para enfrentarme con ella?

Estas son las resonancias que el episodio de Abrahán suscita en nosotros y nos permiten conocer cuáles son realmente los vínculos, las situaciones de ambigüedad que están latentes, que cuando no son actuales nos de

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jan moralmente libres, pero que al estar latentes corren continuamente el riesgo de insertarse casi automáticamente, instintivamente, en nuestra manera de obrar y de actuar. Tenemos que hacer este examen como una contemplación; lo mismo que Abrahán no consiguió destruir sus ataduras latentes ni logró por eso eliminar de sí sus ambigüedades, tampoco nosotros lo conseguimos. Y debemos estar tranquilos al saber que Dios no nos lo reprocha ni nos echa en cara esta fragilidad, sino que nos pide que la reconozcamos para que podamos con una nueva confianza someternos al poder de su palabra y preguntarle: “Señor, ¿qué hiciste con Abrahán?, ¿qué quieres hacer de nosotros?”

Otros dos ejemplos de esta duplicidad

Os propongo ahora dos textos del Nuevo Testamento que podrían utilizarse para profundizar en el tema de esta meditación. El primero es Me 10,17-22, el joven rico, un joven que tiene grandes deseos, pero también muchas ataduras, que está dividido, como Abrahán: “Maestro, ¿qué he de hacer?; quiero conocer tu palabra a fondo”. Pero luego se queda con los brazos cruzados, no hace nada porque no consigue salir de la rutina y de los hábitos cotidianos, de su posición y de su estructura social; escucha la palabra de Dios con toda su buena voluntad, sale al encuentro de Jesús en medio de la gente, proclama su fe en él, pero inmedia tamente después reconoce: “¡No puedo!” Es un episodio donde se repite la duplicidad de Abrahán.

Otro episodio que me parece guarda también cierta relación con lo que decimos es el de Le 19,11-27, la parábola de los talentos, en donde lo que nos interesa es el individuo que esconde su pequeño capital. ¿Por qué lo hace? Porque tiene miedo de su señor, porque tiene miedo de sí mismo. O sea, al no conocer de verdad a Dios, no hace fructificar su tesoro, queda blo-

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queado. Aquí hay incluso cierto conocimiento de Dios, que bloquea al que se ha dejado invadir del miedo y se ha cerrado entonces tras una especie de terror servil- religioso. La palabra se ha bloqueado en él y no ha dado fruto. El miedo, el miedo religioso de Dios concebido de cierta manera, bloquea en nosotros su propia palabra.Como oración del que se siente atado y quiere seña lar a Dios estas ataduras, sugiero el salmo 31, que puede recitarse en este contexto:

“A ti, oh Señor, me acojo;¡líbrame en tu justicia!,¡date prisa a librarme!Pues eres tú mi roca y mi fortaleza.En tus manos mi espíritu encomiendo.¡Piedad, Señor,que la angustia me agobia!Se consumen de tristeza mis ojos, mi alma, mis entrañas.De todos los que me oprimen me he hecho el oprobio”.Las cosas me van mal; sien lo la tentación de salir de ello con algún acto personal de autodefensa, cualq diera que sea. “Pero me refugio en ti, Señor”.

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CUARTA MEDITACIÓN

Los evangelios para Abrahán

Esta mañana me voy a aproximar con cierta dificultad a los textos fundamentales de la experiencia de Abrahán —son cinco en Gén 12-15— para intentar comprenderlos junto con vosotros. La dificultad proviene, por una parte, del hecho de que estos .textos son fundamentales para la experiencia cristiana, son los textos a los que se refirieron los primeros cristianos para encuadrar a Jesucristo en la historia de la salvación, para poder captar qué es lo que era Jesús para ellos y para el mundo; por otra parte, estos textos están muy lejos de nosotros y existe, por tanto, el peligro de que, al acercarnos a ellos, nos quedemos un poco desilusionados.

¿De qué hablan estos textos? ¿Pueden realmente compararse con el evangelio? Intentemos meditarlos teniendo presente no sólo la dificultad, sino también, a mi juicio, el valor que tiene el hecho de considerarlos en referencia, por ejemplo, con He 2,39, en donde al final de su discurso Pedro dice: “Para vosotros y para vuestros hijos es la promesa y para todos los de lejos, cuantos llamare el Señor Dios nuestro”. Por consiguiente, la promesa hecha a Abrahán es también para los que están lejos, para nosotros, que estábamos lejos, llamados por el Señor nuestro Dios. Hay un vínculo directo entre la promesa a Abrahán y lo que vivió el Nuevo Testamento. Por lo demás, en el Benedictus se dice que el Señor “se acordó del juramento —que se

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ha realizado ahora— que juró a Abrahán, nuestro padre”. Con este espíritu vamos a reflexionar en algunos textos del Génesis en donde se habla de Abrahán, a los que se refieren también algunos pasajes de Pablo.

(Qué son estos “evangelios”?

El título que le he dado a esta meditación: “Los evangelios para Abrahán”, puede parecer algo extraño. La verdad es que el primer título que pensé darle era: “El kerigma para Abrahán”, o sea: ¿cuál es el anuncio de salvación que recibe Abrahán, que le da Dios? Pero me di cuenta de que hay diversos anuncios y que esos anuncios —resulta significativo este hecho— son sucesivos. Por tanto habría que hablar de kerigmas. Pero como esta palabra no suena bien en plural, he hecho su trasposición a términos neo testamentarios: los evangelios para Abrahán, es decir, los anuncios de salvación hechos a Abrahán. Este plural nos servirá igualmente para comprender mejor los mismos textos neotesta- mentarios. En palabras más directamente veterotestamentarias podríamos decir, sin embargo: “las promesas para Abrahán”, o también: “los juramentos a Abrahán”. Se trata de diversos modos de expresar la actividad de Dios, kerigmática, evangelizadora, consoladora, alentadora, clarificadora para Abrahán.

Entramos, pues, en la dinámica de los Ejercicios, en el clima de la segunda semana: Jesús que anuncia, como dice el preludio de la meditación sobre el Reino: “Ver villas y castillos por donde Cristo nuestro Señor predicaba” (91). Nos situamos directamente frente a los “evangelios para Abrahán”, frente a los anuncios de salvación hechos a Abrahán, que nos ayudan a comprender los anuncios de salvación que Jesús nos proclama.

Este es el proceso dinámico de la meditación que propongo en cuatro puntos. Primer punto: los textos

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en su estructura. Segundo punto: tres preguntas que le plantearemos a Abrahán teniendo presentes estos textos. Tercer punto: una pregunta que haremos nosotros: ¿qué afinidades y divergencias hay entre estos “evangelios” y el evangelio del Nuevo Testamento? Cuarto y último punto: ¿cuáles son las afinidades, diferencias y relaciones entre estos anuncios y el que se nos da en la meditación del Reino?

1. Los textos de la salvación

Veamos en primer lugar los textos, partiendo del texto fundamental de Gén 12,1-5: “Yavé dijo a Abram: Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, el cual será una bendición. Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra. Partió, pues, Abram, conforme le había dicho Yavé, yéndose Lot con él”.

Este primer texto tiene una introducción y tres elementos. La introducción es: “Yavé dijo a Abram”. Como hacen notar los comentaristas, aquí se empieza, por así decir, de cero; esto es, se nos remite al primer capítulo del Génesis: “Dios dijo: haya luz”. Estamos ante una iniciativa divina primordial; la frase “Yavé dijo a Abram” es el principio y fundamento de toda la historia de Abrahán: no fue Abrahán el que buscó a Dios, sino que Dios buscó a Abrahán. Podríamos compararla con el Principio y fundamento de los Ejercicios: el hombre ha sido creado para conocer y servir a Dios, lo mismo que Abrahán, gracias a la iniciativa divina, fue llamado por Dios para ser suyo. Esta iniciativa se expresa en una palabra: “dijo”. Es la palabra de Dios que entra en diálogo con Abrahán y crea con él la historia de la salvación.

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¿Qué es lo que comprende esta palabra de Dios? Comprende en primer lugar —primer elemento— un imperativo: “Sal, vete”. Aquí se puede advertir que este “marcharse y dejar” es global: el país, los parientes, la casa del padre, todo lo que constituía el ambiente de vida de Abrahán, no sólo lo que formaba su pequeño ambiente familiar, sino incluso todo cuando podía sostenerlo en su ambiente social: el clan, la mentalidad, la cultura, etc. Deja todas esas cosas y “vete” al país que yo te indicaré. No se identifica a este país, sino que sólo se alude genéricamente al mismo; no se dice cuál es, dónde está; es un misterio de Dios; lo indicará la palabra de Dios, y esta palabra exige un acto de abandono total.

Las promesas hechas a Abrahán

Segundo elemento: a estos imperativos del presente —sal, deja, vete— siguen las promesas, que son múltiples, todas ellas en futuro: “Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré grande tu nombre, te convertirás en bendición, bendeciré a quienes te bendigan, maldeciré a quienes te maldigan, en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra”. Tenemos aquí seis verbos que indican la acción futura de Dios sobre Abrahán y que constituyen propiamente el kerigma.

Señalo aquí que a menudo se insiste en las palabras: “Sal, deja, vete”; pero éste no es el kerigma, sino sólo la condición; el kerigma, el anuncio para Abrahán es: “Te bendeciré, haré de ti un gran pueblo, haré famoso tu nombre, bendeciré a quienes te bendigan”, etc. El kerigma para Abrahán es la plenitud de la bendición —se repite cinco veces la palabra bendición bajo diversas formas— y será una plenitud universal, que en cierto modo afecta a toda la humanidad. Se trata de algo grande, de algo asombroso para Abrahán. Evidentemente es oportuno subrayar la fe de Abrahán, que va

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hacia lo desconocido; pero es importantísimo destacar que esta fe está sostenida por una palabra de consuelo, de promesa, de perspectiva, capaz de llenar por completo el corazón de Abrahán y que será el secreto de toda su vida. El kerigma no es tanto la orden en sí misma de marchar, sino esta orden vinculada a una plenitud de promesas y de perspectivas, no en singular, sino global: se perfila todo un gran pueblo, una humanidad nueva.

Las palabras “por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra” pueden aparecer un poco oscuras. Algunos les dan una interpretación más sencilla, entendiendo que las familias de la tierra algún día se bendecirán entre sí diciéndose mutuamente: “¡Bendita seas tú, como Abrahán!”; es decir, se tratará de un modo de bendecirse, y Abrahán podrá sentirse feliz de que así ocurra. Pero ya en el Antiguo Testamento el Sirácida y luego los Setenta y el Nuevo Testamento lo interpretaron de una manera más fuerte y más densa: en ti serán bendecidos por Dios todos los hombres, esto es, tú serás causa de bendición para todos. También lo interpreta así Pablo en la carta a los Gálatas y otros autores. Por tanto tenemos en perspectiva a un gran pueblo, la unidad de todos los hombres que se logrará en Abrahán. Este es el mensaje, éste es el kerigma y el evangelio para Abrahán.

Tercer elemento de esta escena: “Partió, pues, Abrahán”. Partió con todos los suyos: es éste un detalle que nos servirá pará comprender algo del Nuevo Testamento: “Tomó consigo a Sarai, su mujer, y a Lot, su sobrino, con todas las cosas que poseía y los siervos adquiridos en Jarán. Y así se pusieron en camino hacia la tierra de Canaán”. Abrahán no parte pobre; parte con todo lo que tiene, con toda una caravana; pero parte con un acto de confianza total y, como dice la carta a los Hebreos, no sabiendo adonde ir, se fió totalmente de la palabra de Dios.

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Tierra y descendencia

Este es el primer anuncio. El segundo se expresa en el versículo 7: Abrahán llega al país de Canaán, lo atraviesa hasta llegar a Siquén, hasta el encinar de Mam- bré. “Los cananeos habitaban entonces en el país. Aparecióse Yavé a Abram diciéndole: A tu posteridad daré yo esta tierra”.

Aquí se especifica esta tierra. Pero advertid también el contraste: los cananeos habitaban en el país, es decir, lo poseían con armas, con la fuerza, con plenitud de poderes; pero el Señor le dice a Abrahán que había entrado allí como emigrante, sin poder alguno, que se la daría a él y a su descendencia. He aquí un nuevo kerigma para Abrahán, un nuevo anuncio que recoge el anterior y lo especifica.

Además, después de que Abrahán hiciera el gran gesto de generosidad dejando a Lot la parte de tierra que sería más tarde la peor, pero que en aquel momento era la mejor, el Señor le dice de nuevo a Abrahán: “Alza los ojos y desde el lugar donde te encuentras mira al norte y al mediodía, a oriente y a occidente (o sea, un giro completo de horizonte). Toda la tierra que tú ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre. Multiplicaré tu posteridad como el polvo de la tierra, y si hay quien pueda contar el polvo de la tierra, ése podrá contar tu descendencia. Levántate, pues, y recorre a lo largo y a lo ancho esta tierra que te daré. Levantó Abram sus tiendas y se fue a habitar al encinar de Mambré, cerca de Hebrón, y allí levantó un altar a Yavé” (Gén 13,14-18).

De los tres elementos anteriores, aquí no encontramos más que dos: no está ya el “deja”, sino el kerigma: mira esta tierra, es tuya y de tu descendencia. Es decir, se especifican los dos términos que habrán de ser clave en adelante: la tierra y la descendencia. Los dos se necesitan en el caso de Abrahán, ya que le importa poco tener descendencia si no tiene tierra para ella, ni le im-

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porta tener la tierra si carece de descendencia. Esta globalidad de descendencia y de tierra especifican la promesa, que queda ampliada, por así decirlo, sin límite alguno: una descendencia “como el polvo de la tierra”. Pero se trata de una promesa para el futuro y resulta conmovedor ver cómo Abrahán acoge en su fe la invitación a recorrer el país, un país que no es suyo, a lo ancho y a lo largo, para darse perfecta cuenta de lo que el Señor habrá de darle.

Este acto de confianza de Abrahán en la palabra de Dios: “Levántate y recorre a lo largo y a lo ancho esta tierra que te daré” (13,17), podría compararse con el primer elemento de 12,1-5: “Deja, vete”. Este futuro “daré” resulta, sin embargo, un poco ridículo, porque no es presente: “Te lo daré en seguida; aquí lo tienes”. Te lo daré luego; entretanto, recórrelo, conócelo bien, saboréalo en la fe, en la confianza, en la esperanza; no es tuyo todavía, pero ve a informarte cómo es. Abrahán se desplazó con sus tiendas, fue a establecerse “en el encinar de Mambré, cerca de Hebrón, y allí levantó un altar a Yavé”. Esta actitud demuestra la fe de Abrahán, que va levantando altares por una y otra parte, es decir, piedras, para decir: “El Señor está aquí”; primero en Siquén, luego en Mambré, como para tomar posesión, al menos idealmente, en primicia, en figura, de este país que ya es suyo: una toma de posesión en la fe.

Fijémonos, finalmente, en el capítulo 15, que se presenta de ordinario como un capítulo único, pero que prefiero dividir en dos partes (vv. 1-6 y 7-18), ya que me parece que se trata de dos episodios relacionados entre sí, pero que pueden estructurarse por separado.

Abrahán creyó al Señor

“Después de estos acontecimientos (o sea, la victoria sobre los cuatro reyes y el sacrificio de Melquisedec) dirigió Yavé su palabra a Abram y le dijo: No temas,

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Abram, yo soy tu escudo. Tu recompensa será muy grande” (15,1).

Aquí el kerigma cambia un poco, es de tipo consolatorio: no temas, ten confianza, yo soy tu escudo. Es un kerigma más personalizado; no se habla de tierra; es Dios el que hará algo en favor de Abrahán; por tanto, debe confiar, porque su recompensa será grande.

“Y Abram respondió: Señor Yavé, ¿qué vas a darme? Yo estoy para morir sin hijos y será heredero de mi casa ese Eliecer de Damasco. No me has dado descendencia y uno de mis criados será mi heredero. Entonces Yavé le dirigió la palabra y le dijo: No, no será él tu heredero; antes bien, uno salido de tus entrañas te heredará. Después le llevó fuera y le dijo: Levanta tus ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas, y añadió: Así será tu descendencia. Creyó Abram a Yavé y le fue reputado por justicia” (15,2-6). Observad el último versículo, fundamental en toda la teología paulina.

Aquí la estructura del texto es la siguiente: consuelo de Dios: no temas, yo estaré contigo; lamento de Abrahán: ¿de qué me sirve si no tengo heredero?; nueva promesa de Dios: mira las estrellas innumerables que hay en el cielo, así será tu pueblo; y, finalmente, la ejecución de la palabra. Pero no se trata ya de una ejecución, como antes, de algo material o simbólico, o sea partir con sus posesiones, recorrer el país, levantar altares; aquí tenemos tan sólo un acto interior: Abrahán “creyó”. Entre todos los modos de ejecución de Abrahán, Pablo escogió este último como el modo típico de ejecución abrahámica: creyó, se fió de Dios, y esto se le reputó como justicia.

El sacrificio de alianza

El último texto viene inmediatamente a continuación, en el capítulo 15, versículo 7 y siguientes: el sacrificio de alianza. Aquí la promesa, el kerigma, se da

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bajo otra forma y en otro contexto, es decir, en el de un sacrificio: “Díjole después Yavé: Yo soy Yavé, que te sacó de Ur Casdim para darte esta tierra en posesión. Abram le preguntó: Señor Yavé, ¿cómo conoceré yo que la poseeré? Yavé le dijo: Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y una paloma. Tomó él todos estos animales, los partió por la mitad y puso una mitad frente a la otra... Las aves rapaces revoloteaban sobre los cadáveres, pero Abram las ahuyentaba.

Cuando el sol estaba ya para ponerse, cayó un sopor sobre Abram y fue presa de un gran terror. Entonces Yavé le dijo: Sabe ya desde ahora que tus descendientes morarán como extranjeros en una tierra extraña, en la que serán esclavos y se verán oprimidos durante cuatrocientos años; pero yo juzgaré al pueblo al que habrán servido y después saldrán de él con mucha hacienda. Mas tú te reunirás en paz con tus padres y serás sepultado en buena ancianidad. Tus descendientes volverán acá a la cuarta generación, porque la iniquidad de los amorreos no ha sido todavía colmada.

Cuando se puso el sol y entre densísimas tinieblas apareció una hornilla humeante y una llama de fuego que pasó por entre los animales partidos. Aquel día estableció Yavé una alianza con Abram diciéndole: A tu descendencia doy esta tierra, desde el torrente de Egipto hasta el gran río, el Eufrates”.

Se trata de una estructura compleja, en la que entran diversos elementos. Empieza con una autopresenta- ción: “Yo soy Yavé, que te sacó de Ur Casdim”. Dios se refiere a una primera intervención, a su iniciativa primitiva con Abrahán. Pero la respuesta de Abrahán encierra una queja: ¿Cómo podré saber? Abrahán presenta sus dificultades, vacila, le cuesta aceptar el kerigma. No es como la primera vez, cuando obedeció en seguida. Y entonces viene la escena del sacrificio con la revelación en medio del sueño. Una escena rica en sím-bolos misteriosos. Algunos dicen que las aves rapaces

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representan un mal augurio de lo que habría de venir, es decir, la bajada a Egipto. En todo caso nos encontramos con una situación de temor, de pánico, que queda aclarada más tarde con esta revelación en sueños y que tampoco es ninguna buena noticia: tienes que morir, irán a Egipto, pero yo cuidaré de tu pueblo.

El kerigma general en este caso se va haciendo más específico: tendré cuidado de ti en algunas circunstancias concretas de tu vida; no te asustes si las cosas no van de pronto tal como tú te imaginas. Dios adapta continuamente el anuncio, lo va aclarando en cada una de las circunstancias, lo especifica según los momentos que va atravesando la vida de Abrahán. Desgraciadamente, la revelación del sueño no es muy halagüeña: todavía habrá que esperar mucho; pero yo estaré con tu pueblo. Y, finalmente, el último momento de este kerigma, la antorcha, la llama que pasa por medio de las carnes inmoladas para significar la alianza y la promesa: “A tu descendencia doy esta tierra”. Vuelven a aparecer aquí los dos aspectos: la descendencia y la tierra. He aquí brevemente estos cinco pasajes kerigmáticos, que nos presentan lo que Dios le dijo a Abrahán.

iQué nos enseñan estos textos?

Resumiendo las ideas, podemos hacer algunas obser-vaciones generales. En primer lugar, como decíamos, nos choca la multiplicidad de los kerigmas, de los evangelios para Abrahán, las muchas promesas, no una sola, diversas unas de otras. Pero todas ellas tienen un fondo común, la descendencia y la tierra, con diversas aplicaciones según los momentos específicos de la vida de Abrahán. ¿Qué significa esto? Significa que a Abrahán no le bastó una sola palabra de Dios. De suyo, la palabra de Dios como tal, dicha directamente a Abrahán, debería contenerlo todo y ser suficiente para toda su vida. ¿Por qué Dios se le reveló en varias ocasiones?

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Porque también para Abrahán fue necesario repetir las cosas, aclararlas, aplicarlas, especificarlas; el kerigma es para Abrahán fundamentalmente uno, pero se diversifica aplicándolo a cada una de las circunstancias de su vida.

Estos anuncios, o evangelios, o promesas, son diversos entre sí no sólo en la entidad de su contenido, sino también en su estructura formal. En algunos de ellos predomina el imperativo: “Sal, deja”; en otros prevalece el futuro: “Te daré un pueblo, una tierra”; la ejecución que sigue es unas veces inmediata, otras se compagina con algunas quejas, con problemas que surgen; a veces hay otros aspectos, a saber: el sacrificio de alianza, visión nocturna... Por consiguiente, es en una variedad de palabras y de situaciones como Dios se revela a Abrahán. Sin embargo, de todos estos modos expresivos se deduce con claridad que —como es ya evidente en 12,1— estamos en la línea de los actos libres dreativos de Dios: Dios está llevando hacia adelante libremente su plan de iniciativa salvífica, Dios está actuando de nuevo en la tierra. Y esta novedad es una descendencia, un gran pueblo. No se trata simplemente de un anuncio de consolación personal en la vida de Abrahán, sino la realidad de un gran pueblo, que vuelve a aparecer de diversas maneras perfilándose en el horizonte de la plenitud de las bendiciones divinas.

2. Tres preguntas a Abrahán

Segundo punto: ahora, teniendo presentes los textos que hemos meditado, sugiero que le hagamos tres preguntas a Abrahán. La primera puede expresarse de este modo: ¿En qué situación te encontrabas tú, Abrahán, cuando te alcanzó la palabra de Dios? La segunda: ¿Qué es lo que esperabas en esa situación? La tercera: ¿Qué es lo que te da el kerigma?

A la primera pregunta —¿En qué situación te encon

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trabas tú, Abrahán, cuanto te alcanzó la palabra de Dios?— Abrahán responderá: Estaba bastante bien, tenía ciertas riquezas, incluso había alcanzado cierto equilibrio religioso; sin embargo, seguía siendo nómada, es decir, no poseía tierras, y, por tanto, no era como los demás que las poseían y que podían contar con un lugar seguro donde residir. En Gén 11,27 se dice que Abrahán era de la descendencia de Sem, hijo de Teraj, hermano de Najor y Aram: “Abram y Najor se casaron. La mujer de Abram se llamaba Sarai y la de Najor Melca, hija de Aram, padre de Melca y de Jesca. Sarai era estéril y no tenía hijos” (ll,29s).

Antes de que Abrahán entrase en escena como destinatario de la palabra de Dios, es designado ya como un hombre sin hijos. Su situación desde el punto de vista social era la de ser no sólo nómada, sin tierras propias, sino la de no tener tampoco un porvenir. Por eso, ¿qué es lo que esperaba Abrahán? Abrahán puede decir: Esperaba lo que todos esperaban en aquel tiempo cuando un hombre no tenía tierras ni hijos que le heredasen, es decir, un destino muy triste, prácticamente acabar en la nada: las riquezas irían a manos de otros, ésos las transmitirían a sus sucesores; pero yo, Abrahán, no tenía porvenir, mi vida no tenía futuro. Esto era lo que razonablemente podría esperar Abrahán.

¿Y el kerigma qué es lo que le da, lo que le dice? El kerigma le dice todo lo contrario de eso, es decir, una tierra y un pueblo: una tierra que no tiene y un pueblo al que no tiene derecho, y todo ello en una medida ilimitada, como las estrellas del cielo, como la arena en las orillas del mar. He aquí, por consiguiente, el kerigma para Abrahán, la promesa, lo que llena su vida, lo que acogido en la fe le permite dejar su patria, caminar, peregrinar, a pesar de no tener en aquel momento lo que espera, ya que su corazón está lleno de la gran palabra de Dios, que ha llenado su vida y que es el principio, el punto de referencia de todas las demás tomas de posición. Es el único punto que permite defi-

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i nir el porqué de Abrahán: ¿Por qué actúa? ¿Por quéobra así? ¿Por qué es capaz de hacer estas cosas? Es porque ya ha recibido en la fe la participación en la plenitud de Dios.

3. Los “evangelios” del Antiguo Testamento y el evangelio del Nuevo

Y ahora, el tercer punto. Si es éste el kerigma para Abrahán, ¿cuáles son las afinidades y las divergencias con los kerigmas, con los evangelios del Nuevo Testamento, con todo lo que nos anuncia Jesús en el Nuevo Testamento? Creo que podremos llegar a entender más en concreto el anuncio evangélico para nosotros si nos referimos a esta primera iniciativa divina • tipológica, ejemplar, del anuncio, de las promesas, de los evangelios para Abrahán.

Para dar paso a vuestra reflexión sobre este punto propongo unos cuantos ejemplos de los evangelios neo- testamentarios que he procurado reunir de una y otra parte; evangelios, es decir, anuncios que guardan cierta afinidad, incluso de tipo formal, con el kerigma de Abrahán, que reproducen también los tres elementos mencionados: el imperativo, el futuro de las promesas y la ejecución.

Un caso típico de afinidad formal es el de Me 1,17- 18: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Al instante dejaron las redes y lo siguieron”. Observad aquí la misma estructura de Gén 12,1-5: el imperativo “venid conmigo” —deja tu tierra—; el futuro “os haré pescadores de hombres” —te daré una tierra, haré de ti un gran pueblo—. He aquí la promesa: sois pescadores y tenéis un porvenir; pero ese porvenir que tenéis, más o menos modesto, más o menos tranquilizador, pero no demasiado brillante, yo lo cambiaré por completo, ya que os comprometeré en la pesca de un gran pueblo. “Al instante dejaron las redes y lo siguieron”; resulta

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interesante en esta ocasión la diferencia en las respuestas a este kerigma: mientras que de Abrahán se decía que partió llevándose consigo todo lo que tenía, aquí se dice que “dejaron las redes”, es decir, se subraya que el seguimiento de Jesús se lleva a cabo mediante un abandono más total todavía que el de Abrahán. Este kerigma se refiere en cierto modo a una situación particular, es decir, a la del apostolado, a la condición de discípulo de Jesús.

En otro kerigma, el de Me 1,15: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios es inminente. Arrepentios y creed en el evangelio”, tenemos dos de los tres elementos señalados: el elemento kerigmático, la gran noticia: “se ha cumplido el tiempo”; está luego la condición, el imperativo: “convertios y creed”. Hay muchos ejemplos de estos kerigmas en el evangelio; sería interesante que los buscarais y que hicierais una lista de todos ellos.

Tres textos que nos ofrecen Lucas y Mateo

Un kerigma del evangelio que nos recuerda muy de cerca a Gén 15,1-6, o sea al kerigma en que había un predominio de la palabra de aliento, lo encontramos en Le 12,32-33, que parece ser un eco de la respuesta a la queja de Abrahán: “¡Pero si no tengo ningún descendiente!”; “No temas, Abrahán, yo seré tu recompensa, tu escudo”. Cuando los discípulos de Jesús le dicen: “Te hemos seguido, pero no somos más que un número muy pequeño; ¿qué vamos a hacer?; la gente no nos sigue”, entonces llega la palabra de aliento: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino”; el reino es vuestro; podéis estar tranquilos, que el Padre os lo da. Y he aquí el imperativo: vended todo lo que tenéis, dadlo en limosna, haceos bolsas que no se gasten, un tesoro in

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agotable en los cielos, adonde no llegan los ladrones ni roe la polilla.

También aquí: el consuelo, el anuncio del kerigma y la condición, que guarda siempre relación con el kerigma. Jesús no les pide un acto heroico sin motivo; frente al “vended lo que tengáis” está la promesa del reino. Otro ejemplo de kerigma en donde prevalece el aspecto consolatorio es el de Mt 11,28-29: “Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré. Cargad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas”; primero, el elemento imperativo —venid, cargad mi yugo, aprended—; luego, el aspecto consolatorio: yo os daré aquella plenitud de descanso, de vida y de experiencia que estáis buscando.

Otra forma de kerigma la encontramos en Le 10,21- 22, aun cuando es más típicamente neotestamentario: “En aquel momento, lleno de gozo bajo la acción del Espíritu Santo, dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cie lo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a los hombres sabios y hábiles se las has revelado a los sencillos. Sí, Padre, porque así te agradó. Mi Padre me ha entregado todo y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. Aquí el anuncio central es: el Padre será conocido a través del Hijo. Es un anuncio de salvación, un cierto modo de presentar el anuncio, el evangelio.

Anuncios que leemos en Pablo y en el Apocalipsis

Por citar también algún ejemplo de anuncio en Pablo, podemos ver entre otros textos una expresión típica en Gál 2,20: “Y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Y si al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Es el anuncio de lo que Pablo siente y

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vive en aquel momento como plenitud de la promesa para él: Cristo vive en mí.

En Col 1,27 tenemos un anuncio para los fíeles: “A vosotros quiso Dios descubrir cuál es la riqueza de la creencia de este misterio entre los gentiles, el cual es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria”. Se trata de la plenitud del kerigma, del anuncio, que, evidentemente, tiene dimensiones unas veces pastorales, otras veces apostólicas, de compromiso, mientras que asume en ocasiones dimensiones cósmicas o bien dimensiones a nivel de la plenitud del pueblo de Dios.

Podría citarse igualmente, entre los mejores ejemplos de kerigmas neotestamentarios, el texto de Ap 21,1-5, que es un anuncio hecho en forma de historia y que se refiere al pueblo de Dios: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han desaparecido; y el mar ya no existe. Y vi a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo. Y oí venir del trono una gran voz, que decía: He aquí la morada de Dios con los hombres; él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y Dios mismo mora-rá con los hombres. Se enjugará toda lágrima de sus ojos y no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí que hago nuevas todas las cosas”. Es el elemento central del kerigma para Abrahán referido a la plenitud neotesta- mentaria: en ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra, es decir, habrá una plenitud de bendiciones para la humanidad nueva.

4. El reino del Antiguo Testamento y el reino del Nuevo Testamento

Después de haber visto algunos de estos evangelios neotestamentarios podemos hacer unas cuantas consi-deraciones de carácter general:

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1. Sustancialmente, el objeto del kerigma de Jesús es el reino, el reino de Dios que está cerca. Pero se especifica de diversas maneras según las diversas situaciones: unas veces se subraya la manera consolatoria como respuesta a una duda, a un problema; otras veces se destaca la mirada hacia el futuro: la plenitud de la nueva Jerusalén; en otras ocasiones se piensa más bien en una tarea que se le confía a una persona en este reino. Pero toda esta riqueza y esta variedad se reduce sustancialmente al tema del reino.

2. El tema del desprendimiento aparece más pronunciado que en el kerigma a Abrahán. Dejándolo todo, lo siguieron; anda, vende cuanto tengas y dáselo a los pobres. Esto quiere decir que el kerigma neotestamen- tario es mucho más rico, más completo, más total para el hombre, debido al desprendimiento que propone y que requiere.

3. La insistencia del kerigma neotestamentario unas veces está en el presente, y entonces se ejercita la fe, se vive en la fe; otras veces se sitúa en el futuro, y entonces lo que prevalece es la esperanza.

4. Todo está en relación con Jesús: Jesús presente, Jesús que llama, Jesús a quien hay que seguir. Aunque no se le mencione claramente, es evidente que el centro de todo es la persona de Jesús, la riqueza que él representa para nosotros, el pueblo que Jesús se constituye, la plenitud de la Jerusalén celestial que se construye y que vive en tofno al Cordero.

No he citado hasta ahora la expresión fundamental del kerigma neotestamentario, expresión única a la que se reducen todas las demás, pero que es interesante poner de acuerdo con ellas, porque de otra manera sigue siendo demasiado rica y que podría dejar de especificar todas las virtualidades de los otros textos; es la siguiente: Aquel que ha muerto, vive; Cristo muerto y resucitado. Es el centro del kerigma, pero que se especifica en otros mil aspectos.

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Es importante que comprendamos la riqueza de esta fórmula central, para hacer que no se convierta en un mero sonido verbal. Para que conserve toda la riqueza que corresponde realmente a la plenitud del reino, es preciso conjugar esta fórmula central con otras muchas, tal como hizo Dios con Abrahán, presentando la fórmula de muchos modos afínes según las necesidades, pero dirigiéndolo todo, evidentemente, al centro, que para Abrahán era la tierra y el pueblo, y que en el Nuevo Testamento es Jesús, Hijo de Dios, que se hizo hombre y resucitó por nosotros, la promesa de un reino, el pueblo de Dios.

Relaciones entre estos anuncios y el “reino” ignaciano

Concluyamos este último punto con una mirada a la meditación del reino. Según san Ignacio, en esta meditación el acento recae en el compromiso. Cristo, “Rey eterno”, nos dice: el que quiera seguirme tiene que hacer lo que yo hago. Pero esto no nos debe hacer perder de vista el verdadero equilibrio de las' cosas, ya que el kerigma no es: haced lo que yo hago, o bien: dejadlo todo, trabajad de día y velad de noche. El kerigma es: “Mi voluntad es de conquistar todo el mundo” (95), es decir, es la plenitud del reino. Jesús propone a los suyos la plenitud del reino de Dios, la nueva Jerusalén, Cristo riqueza para cada uno de quienes le siguen; y en virtud de esta plenitud recibida es como surge la exigencia: seguidme adonde yo estoy, con las condiciones de vida humilde y pobre que yo he abrazado con vistas a esta plenitud.

Ultima sugerencia para este día: después de haber visto varios textos neotestamentarios en los que se podría meditar, la pregunta que cada uno deberá hacerse a sí mismo es: ¿Cómo se presenta para mí el kerigma? ¿Qué es lo que me dice? Hemos visto el kerigma para Abrahán, el kerigma para los primeros cristianos. Pero

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¿qué es para mí el evangelio, la buena noticia? Entre estos aspectos neotestamentarios, ¿cuáles son para mí claros y comprensibles, o con cuáles estoy en conflicto, como Abrahán? Porque hemos de admitir que puede surgir también algún conflicto con el kerigma, como ocurrió con Abrahán. Por consiguiente, entrar también nosotros en diálogo con el kerigma, tal como se nos manifiesta, con sus luces y con sus sombras.

Como texto para la oración sugiero, entre otros muchos posibles, el Benedictus, que es una alabanza por lo que Dios está realizando según las promesas hechas a Abrahán. Sin embargo, examinando precisamente el Benedictus, las condiciones en que se dijo y la situación con la que se relaciona —el nacimiento de Juan y su destino, que será prácticamente el de morir decapitado—, vemos con claridad cómo este kerigma asume un colorido especial en el seguimiento de Cristo. Pero es siempre un momento de la realización de las promesas hechas a Abrahán, incluso en medio de situaciones difíciles como las que vivió Juan Bautista, en donde la plenitud de esta promesa se manifiesta de una forma bastante desconcertante. Pues bien, a los ojos de la fe existe ya como anticipación verdadera y real esta pro-mesa hecha a Abrahán, la plenitud que Dios da de servirle sin temor, en santidad y justicia. También éste es uno de los aspectos de las promesas de Dios, en el que podemos reflexionar y meditar.

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QUINTA MEDITACIÓN

El comportamiento social de Abrahán: Abrahán y la justicia

social

El tema de la meditación de hoy son unos cuantos pequeños episodios de la vida de Abrahán, teológicamente poco significativos y que se marginan con frecuencia, como si fueran anécdotas sin importancia o cuentos de leyenda; pero vistos en el contexto general de la promesa —todo en el Abrahán histórico se desarrolla a partir de la promesa de Dios, así como en ese Abrahán tipo que somos nosotros, iluminados y enriquecidos por esa promesa— me parece que también estos pequeños episodios, en parte marginales, adquieren un significado y nos hacen ver cómo Abrahán iluminado por el kerigma se va portando en las diversas circunstancias de la vida. Quizá pudiéramos darle a la meditación este título: “El comportamiento social de Abra-hán: Abrahán y la justicia social”. Es decir, cómo el kerigma lleva a Abrahán a portarse con los demás, con las cosas, con las situaciones, con los derechos de los otros.

Gemidos de la oración, gemidos de la creación

A este propósito recuerdo una reflexión muy importante que puede sacarse de un artículo de Cullmann, en donde habla de los gemidos de la oración que él pone en relación —de una manera para mí un tanto nueva, aunque los exegetas siempre la han señalado—

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con los gemidos de la creación que menciona san Pablo en Rom 8,22: “Toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente”. Todos los sufrimientos y gemidos de la creación, no sólo de la creación inmaterial, sino de todo lo creado, que sufre por una situación equívoca, injusta, sin saber por qué; todos los gemidos del mundo de los hombres, que viven una vida aparentemente sin sentido y que anhelan por una vida sensata, por una vida que tenga un objetivo, un mínimo de significado; Cullmann relaciona todos esos gemidos con Rom 8,23: “También nosotros... gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial”.

Nosotros damos voz y claridad a estos gemidos de la creación, de la que formamos parte; gemimos también nosotros por el sinsentido de las situaciones en que vivimos y les damos expresión en la plegaria. Y en estas expresiones de la plegaria “el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (8,26), haciendo suyos, asumiendo los gemidos del mundo y los nuestros en la perfecta adoración del Padre. Y esta adoración, llegada a este límite de claridad, nos impulsa a la verdadera justicia, al compromiso por la justicia.

Este creo que es el único motivo que nos permite separarnos de todas las cosas, recogernos algunos días tranquilamente, en la oración. No se trata, como a veces podríamos creer, de un lujo o de una cosa extraña; hay que hacer tantas cosas en el mundo, hay tanta gente que sufre, iy qué es lo que yo hago? Realmente, en la oración prolongada, difícil, fatigosa, pero profunda, confiada en el Espíritu Santo, nos unimos de manera misteriosa pero verdadera con los gemidos de todos nuestros hermanos —es la doctrina que podemos deducir de Pablo— con los que participamos interiormente, liberando nuestro corazón para servirles en la justicia.

Aquí es donde nace el verdadero servicio a los demás, que no es simplemente expresión de una compa

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sión inmediata o de un entusiasmo rápido que muy pronto se viene abajo, como sucede con frecuencia; es un servicio que ha ido madurando en un gemido profundo, que nace de la contemplación de la insensatez de la situación humana y de la apertura a los demás, que la fuerza de Dios suscita con su evangelio y a la que aspiramos y nos gustaría arrastrar con nosotros a todos los que de alguna manera participan de este gemido interior de nuestra oración. Con ella participamos en los sufrimientos tremendos de tantos hermanos nuestros, sobre todo de los que andan en busca de un sentido que dar a su propia vida y al mundo en que vivimos. Digo esto para introducirnos en estos pequeños episodios tan sencillos, pero en los que aparece lo que, como indicaba, podríamos llamar el comportamiento social de Abrahán: “Abrahán y la justicia”.

Estos episodios guardan relación con algunos otros que ya hemos comentado en Gén 12: la vocación de Abrahán y la estancia de Abrahán en Egipto.

Es interesante observar en la vocación de Abrahán la altura de la llamada; luego, en Abrahán en Egipto, su ambigüedad; a ello sigue en el capítulo 13, que leeremos, el episodio de la generosidad de Abrahán. Por consiguiente, la vida de Abrahán va un poco como la nuestra, es decir, con momentos de luz, momentos de debilidad, y luego otra vez momentos de recuperación; y así va creciendo lentamente hacia la plenitud del conocimiento de Dios.

1. Abrahán reparte la tierra con Lot

¿Qué es lo que nos dice el primer episodio de Gén 13,1-18? En los seis primeros versículos se describe la situación: Abrahán y Lot son ricos, muy ricos, demasiado ricos; demasiado, porque en un determinado momento sus rebaños, tan abundantes, no pueden ya seguir juntos. Cada uno iba apacentando su propio rebaño,

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pidiendo para ello permiso a los habitantes del lugar después de la cosecha. Esto es posible hasta cierto lími te, más allá del cual hay que separarse, pues de lo contrario empiezan a plantearse problemas. Abrahán y Lot se han enriquecido enormemente, y con la riqueza, como siempre sucede, surgen los problemas. Mientras eran pobres o tenían menos asuntos entre manos se ayudaban y marchaban de acuerdo; pero ahora empiezan los motivos de disensión.

Esta es la primera parte del episodio. Sería interesante entrar en detalles para destacar ciertos matices del texto. Pero deteniéndonos en lo especial, vemos que surge una disputa no ya entre Abrahán y Lot —el texto lo dice muy delicadamente—, sino entre los pastores de Abrahán y los pastores de Lot. Como suele suceder, las grandes personalidades dejan que luchen los demás, no intervienen y procuran mantener su dig -nidad por encima de las rencillas de abajo. Pero está claro que en un momento determinado los dos tenían que llegar a una clarificación de los problemas. La disputa surge —nos dice el versículo 7 de este texto— mientras “los cananeos y fereceos habitaban entonces en aquella región”; por tanto, era una situación difícil, todavía eran huéspedes, extranjeros, en peligro; y una discusión entre ellos resulta ciertamente peligrosa, nefasta; podría destruir todas sus riquezas.

Un ofrecimiento generoso

Segunda parte: la propuesta de Abrahán en los versículos 8-9: “Dijo, pues, Abram a Lot: No haya discordias entre tú y yo ni entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos. ¿No tienes toda la tierra ante ti? Sepárate de mí. Si tú vas hacia la izquierda, yo iré hacia la derecha, y si tú tomas la derecha, yo iré hacia la izquierda”. Esta es la propuesta de Abrahán, generosísima, realmente excepcional.

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Y, finalmente, la elección de Lot, descrita con mucha amplitud. Como señala muy acertadamente Von Rad en su comentario, se describe de manera corporal, visiva, el proceso interior de la decisión de Lot: “Lot entonces levantó sus ojos y vio toda la llanura del Jordán enteramente regada”. Ya la había visto anteriormente, pero aquí se subraya este hecho para indicar cómo se va decidiendo Lot, cuáles son los motivos de su decisión. Mirando desde Betel hacia abajo, por la parte de oriente, “—antes de que Yavé destruyera a Sodoma y a Go- morra— aquella llanura hasta Segor era como el jardín de Yavé, como la tierra de Egipto. Lot escogió para sí todo el valle del Jordán y se marchó dirigiéndose hacia oriente” (vv. 10-11).

Después de la elección de Lot, la ejecución: “Así se separaron el uno del otro. Abram se estableció en la tierra de Canaán y Lot se fue a vivir a las ciudades del valle, llegando con sus tiendas hasta Sodoma. Los habitantes de Sodoma eran muy perversos y grandes pecadores ante Yavé”. Este es un dato que nos prepara para lo que veremos luego en el capítulo 19, pero que nos permite ya intuir cuál es la realidad. Lot cree que ha escogido lo mejor, y no sabe en dónde se ha metido y hasta dónde habrá de llevarlo su codicia. Así pues, tenemos, por una parte, la elección de Lot y, por otra, la aceptación tranquila de Abrahán.

La última parte del episodio ya la hemos meditado: es la segunda promesa. “Yavé dijo a Abram, después que Lot se hubo separado de él: Alza tus ojos —Abrahán probablemente se había quedado algo desilusionado: ahora el otro ha escogido el lugar más fértil; ¿qué voy a hacer yo?— y desde el lugar donde te encuentras mira al norte y al mediodía, a oriente y a occidente. Toda la tierra que tú ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre. Multiplicaré tu posteridad como el polvo de la tierra...” Es la conclusión del episodio.

Así pues, los momentos del texto son los siguientes:

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Abrahán y Lot demasiado ricos, lucha entre los pasto res, propuesta de conciliación de Abrahán, aceptación de Lot y su elección de la parte mejor, Abrahán acepta tranquilamente lo que le queda, pero Dios vuelve a prometer a Abrahán en una visión grandiosa, mucho mayor que la precedente, la tierra en toda su extensión de los cuatro puntos cardinales.

Y ahora meditemos en este pasaje, tan rico de detalles incluso psicológicos: es decir, cómo se comporta el alma del hombre, cómo es posible portarse en las situaciones conflictivas. No hago más que sugerir unas reflexiones muy sencillas.

La generosidad de Abrahán

Primero: Abrahán podía pretender muchas cosas de Lot. Lot era el pequeño huérfano que Abrahán había adoptado, que había sacado adelante con su amor, que había cuidado, hecho crecer, a quien había enseñado el arte del pastoreo; por tanto, si se había enriquecido, probablemente se lo debía a la protección, al interés, a la enseñanza de Abrahán. Abrahán podía esperar de Lot sumisión, humildad, aceptación, obediencia. Pero Abrahán no sólo lo trata como igual suyo, lo cual llama ya la atención, sino que lo trata incluso como hermano, no como un sobrino del que se había ocupado gratuitamente y que debería haberle cedido sus derechos, ya que se lo debía todo, sin molestar a sus pastores, como habría sido justo si Abrahán hubiera querido insistir en su derecho. Pero no, lo trata como hermano con el que no hay que discutir, sino ponerse de acuerdo; más aún, cosa inaudita, lo trata como si fuera el primogénito. Abrahán habría podido decirle: vamos a dividirnos la tierra como hermanos, de forma justa y equitativa, teniendo en cuenta que ya has recibido mucho de mí y que me debes todo lo que tienes; ahora conténtate con esto. Es lo que habría sido justo

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entre hermanos. Sin embargo, Abrahán le da los derechos de primogénito, casi los de cabeza de familia: “Ve adonde quieras; tienes ante ti todo este país”; yo escogeré lo que tú no quieras.

Realmente, tratándose de un hebreo, codicioso o, por lo menos, satisfecho de tener cierta posesión que ha adquirido con sus propias manos, nos encontramos ante un ejemplo de generosidad. Nos resulta verdaderamente asombrosa esta liberalidad excepcional, esta humildad y desprendimiento de Abrahán. Pero lo más sorprendente es que Abrahán acepta la decisión de Lot y se establece en el país de Canaán. Cuando nosotros hacemos estas propuestas generosas, lo hacemos siempre para poner al otro en dificultades; es decir, creemos que el otro comprenderá que tiene que escoger lo que le corresponde y nada más; y nos irritamos seriamente cuando el otro, sin comprender la situación, nos quita lo nuestro; realmente, cuando ponemos la decisión en manos ajenas es precisamente para que el otro acepte reducirse a sus propios límites. Pero Abrahán no hace trampas, acepta libremente lo que el otro rechaza, y lo toma con una enorme tranquilidad. Esto nos sorprende mucho; lo que había hecho no era una ficción, no era ese arte tan habilidoso de conseguir lo mejor haciéndose generoso; era expresión sincera de la sencillez de su corazón, algo que es muy raro entre los seres humanos.

La riqueza de Abrahán: el kerigma

Y he aquí la segunda reflexión: i qué es lo que le da a Abrahán esta indiferencia tan ignaciana, esta disponibilidad completa e incluso esta libertad de corazón y liberalidad: sé tú el primero en escoger, que yo me contentaré con lo que no has escogido? El texto no nos lo dice, no piensa en esos repliegues psicológicos. Pero si nosotros lo leemos en el contexto de la promesa, me parece que podemos muy bien afirmar: Abrahán tiene

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dentro algo más, tiene un tesoro en el corazón; Lot no tiene la promesa; es justo que ponga sus manos en la parte más rica; Abrahán tiene la promesa. Esta promesa es para él más preciosa que cualquier otra riqueza y lo hace un ser libre, tranquilo, disponible, dispuesto a ceder al otro lo mejor.

Y que esto es así, aunque el texto no lo diga directamente, puedo deducirlo del contexto, en el que hay que interpretarlo todo en la línea de la riqueza de la promesa. Pero el texto no nos ofrece ningún agarradero, como subraya algún exegeta. Si comparamos las palabras de Abrahán a Lot: “¿No tienes toda la tierra ante ti?” (13,9), con las palabras de Dios a Abrahán: “Alza tus ojos...; toda la tierra que tú ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre” (13,14s), observamos una singular correspondencia; es decir, si Abrahán supo decirle a Lot: “Aquí tienes toda esta tierra, escoge”, es porque Dios le había dicho a Abrahán: “Mira, yo te doy no una porción de tierra, sino todo el país, de oriente a occidente, desde el norte hasta el mediodía, y haré que tu descendencia sea tan numerosa como el polvo de la tierra”.

Me parece que hay aquí una correspondencia entre la generosidad de Abrahán y la promesa de Dios, cuya presencia es continua en su vida. Es decir, Abrahán tiene una riqueza enorme, que es el kerigma, y esta enorme riqueza lo hace libre, tranquilo, disponible, pacífico, generoso, servicial.

Abrahán y los cuatro reyes

Veamos ahora el segundo episodio, en el capítulo 14, que sigue inmediatamente, especialmente en los versículos del 1 al 16: los cuatro reyes contra los cinco reyes y Abrahán. Este capítulo, dice un comentarista, es un mundo aparte, es decir, se trata de un capítulo

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que no pertenece a ninguna de las fuentes (yavista, elo- hista, sacerdotal); no se sabe de dónde viene. Contiene un conjunto de datos antiguos extrañamente mezclados entre sí, con algunas aparentes exageraciones. Es un capítulo que realmente deja desconcertados a todos los exegetas, sobre todo en la primera parte; la segunda parte, donde se habla de Melquisedec, ha sido muy explotada, pero no la trataremos aquí por ahora. En la primera parte parece ser que se narran ciertas leyendas antiguas, historias de guerras truculentas, grandiosas, entre grandes soberanos, en las que en un determinado momento se inserta también al pequeño Abrahán. La Biblia de Jerusalén dice de este capítulo: “Su valor ha sido juzgado de muy diversas maneras. Parece ser que se trata de una composición tardía que maneja la anti -gua... Es históricamente imposible que Elam haya dominado alguna vez sobre las ciudades al sur del mar Muerto”. De todas formas, intentemos sacar algunos elementos teológicos de este capítulo, que aparentemente no parece tener muchos. Lo dividiré en cuatro partes.

Se salva Lot... y sus bienes

— En la primera parte se describe la guerra contra los cuatro grandes reyes del norte, los nombres más distinguidos que era posible elegir: “Amrafel, rey de Senaar; Arioc, rey de Elasar; Codorlaomor, rey de Elam; Tadal, rey de Goím (o ‘de los gentiles’)”. Se señala aquí a los babilonios y a los elamitas, es decir, a los grandes imperios del norte, con unos nombres extraños, algunos de ellos correspondientes a nombres posibles. La idea es que los grandes imperios del norte vienen hacia el sur contra las pequeñas tribus de Pales -tina, centro de pequeños reinos, donde organizan una verdadera matanza. Es lo que se nos describe en los versículos 1-3.

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— La segunda parte (vv. 4-7) narra cómo las pequeñas tribus de Palestina estuvieron doce años sometidas a Codorlaomor, rey elamita, pero se rebelaron el deci- motercer año; entonces, el año decimocuarto los cuatro reyes del norte se aliaron entre sí y derrotaron a los de Refaim en Astarot Carnaim, a los de Zuzim en Ham, etcétera, hasta El-Farán, que está junto al desierto. Llegaron luego a En-Mispat, es decir, Cades, y devastaron todo el territorio de los amalecitas y de los amo- rreos. De este modo quedaron exterminadas las tribus más belicosas y más fuertes.

— Como se ve, el cuadro de la situación es grandioso, truculento e incluso se ha exagerado expresamente. Pero no basta —es la tercera parte, en los vv. 9-12—, ya que los reyezuelos del territorio de Sodoma y Go- morra intentan resistir; también ellos son derrotados, y en la derrota es capturado Lot, que después de haber escogido el terreno más fértil se ve metido en problemas, porque —como dice el texto— “se llevaron también a Lot, que habitaba en Sodoma, con toda su hacienda”.

— La cuarta parte, versículos 13-16, dice simplemente que “uno de los fugitivos vino a informar a Abram, el hebreo, que habitaba en el encinar de Mambré (es decir, más al sur)... Este, apenas enterado de que había sido hecho prisionero su sobrino, armó a 318 de sus hombres más valientes nacidos en su casa y persiguieron a los aprehensores hasta Dan. Divididos en escuadras, él y sus hombres cayeron sobre ellos de noche; así los venció y persiguió hasta Job, que está al norte de Damasco (o sea, aquellos hombres recorrieron varios centenares de kilómetros). Reconquistó todo el botín y también a Lot, su sobrino, con toda su hacienda, mujeres y gente”. Tenemos aquí una descripción evidentemente grandiosa, exagerada adrede, pero que nos impone también algunas reflexiones.

Las reflexiones que propongo sobre este texto son las siguientes.

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Tres reflexiones

La primera reflexión es que Abrahán no parece razonar muy bien; se enfrenta con un peligro desproporcionado: 318 hombres contra los cuatro soberanos más poderosos del norte. Realmente, la falta de proporción es tan grande, que nos hace pensar en un significado teológico profundo, sin el cual no se ve qué significado darle históricamente. Los cuatro grandes soberanos habían derrotado a tribus mucho más poderosas: los ama- lecitas, los amorreos; habían devastado todo el centro de Palestina; de todo ello se podría deducir —según lo que se dice en la contemplación del reino, después del programa de Cristo, “Rey eterno”: “Considerar que todos los que tuvieren juicio y razón ofrecerán todas sus personas al trabajo” (96)— que Abrahán aquí carece de juicio y de razón; si hubiera tenido un poco de sensatez no se habría enfrentado con 318 hombres a una muchedumbre tan poderosa.

Pero aquí el relato pone de relieve un segundo aspecto de la actitud extraña de Abrahán. ¿En favor de quién emprende su aventurada expedición Abrahán, con una audacia casi loca, con el peligro de morir él y todos los suyos? Lo hace por aquel que le había sustraído la tierra mejor, por aquel que le había hecho una mala jugada, que debería haber obrado con una mayor honradez y haber dicho a Abrahán: tú eres el mayor, agradezco tu ofrecimiento, escoge tú y yo me contentaré con lo que me des. Esta sería la actitud cortés que cabría esperar normalmente en estas circunstancias. Pero Lot se había aprovechado de aquel momento de generosidad y se había quedado con el terreno mejor.Y ahora Abrahán se complica la vida por aquel muchacho, que en el fondo había abusado un poco de su bondad. Y se la complica de manera que logra rescatarlo con todos sus bienes y, como se deduce del texto, sin exigir nada de él. No le dijo: ahora ven a servirme de nuevo y a no hacer lo que hiciste, no te separes, forme

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mos un solo grupo en donde sea yo el que mande; ya ves que no eres capaz de solucionar tú solo los problemas. Se lo devuelve todo, lo deja en plena libertad, lo mismo que antes.

Si leemos todo el capítulo, nos enteramos además por los versículos siguientes que Abrahán liberó no sólo a Lot, sino también al rey de Sodoma, en cuyos dominios vivía Lot; y también con el rey de Sodoma se porta Abrahán con una generosidad increíble. Es el pasaje tan famoso que se ha interpretado muchas veces mal según la Vulgata: Da mihi animas et coetera tolle!, “dame las almas y quédate con lo demás”. El rey de Sodoma le dijo a Abrahán: “Devuélveme las personas y quédate con los bienes”. O sea, tú has hecho muchísimo por mí; así pues, dividámonos el botín como es justo. Pero Abrahán le dijo al rey de Sodoma: “Alzo la mano a Yavé, que creó el cielo y la tierra. Yo no tomaré nada de lo que es tuyo, ni siquiera un hilo ni una correa de tu zapato. Así no podrás decir: Yo enriquecí a Abrahán” (14,23).

Abrahán se muestra realmente magnánimo

Vemos aquí todo el ánimo de Abrahán, su increíble libertad de espíritu, su generosidad, su deseo de ser sólo el deudor del Señor. Y nos preguntamos: ¿qué es lo que le permitió a Abrahán este coraje, esta superación de sus temores y de la sensatez que le aconsejaba: es absurdo perseguir a un enemigo tan poderoso? ¿Qué es lo que le permitió a Abrahán superar ese resentimiento natural para con Lot? Habría podido decir: ¡El se lo ha querido! ¡Fue él quien eligió, que pague ahora las consecuencias! ¿Qué es lo que le permitió mostrarse tan desprendido ante el botín tan espléndido que había obtenido? Podía haberse quedado con él; ¿por qué lo despreció?

El texto no lo dice, pero nos lo hace comprender el

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contexto, sobre todo en los versículos 22-23, donde Abrahán exclama: “Alzo la mano a Yavé, que creó el cielo y la tierra... No podrás decir: he enriquecido a Abrahán”. Para Abrahán su riqueza es Yavé, es la promesa, es el kerigma; tiene una riqueza tan abundante de tierra, de porvenir, de presencia amigable de Yavé —como sabéis, Abrahán es llamado en toda la tradición islámica el amigo, el khalii, el amigo por excelencia; también la ciudad de Hebrón, donde está sepultado Abrahán, es llamada “la ciudad del amigo”—, que frente a esta amistad todo lo demás es muy poco. Pre fiere esta riqueza a todas las ataduras más o menos ambiguas que podrían haberlo ligado a Sodoma. El texto probablemente quiere hacer observar que Abrahán no tiene nada que hacer con lo que le ocurrirá luego a Sodoma y que esta independencia suya le será luego muy útil, puesto que hará que no pierda nada en la destrucción de Sodoma; tuvo las manos libres, cuando quizá todos le decían: “Quédate al menos con una parte, con algo que puedas dar luego a tus aliados”.

Pero Abrahán es un hombre con los pies en tierra, ya que inmediatamente después dice: “Para mí nada, fuera de aquello que han comido estos siervos y la parte que corresponde a los hombres que han venido conmigo, Aner, Escol y Mambré; éstos percibirán su parte” (14,24). La suya es una verdadera renuncia, pero con algunas justas consideraciones para con los demás. Abrahán no es ün desagradecido, piensa en los demás, en los derechos tan justos de los otros; para él sólo piensa en la amistad con Dios.

Así pues, tenemos aquí algunos efectos del kerigma en Abrahán. Por eso, recordando el significado de las meditaciones de la segunda semana, he subrayado que el ejercitante, enriquecido por el conocimiento de Cristo, se va sintiendo liberado gradualmente del imperio determinante de los afectos desordenados: resentimientos, miedos, temor, avaricia, estrecheces, mezquindad, envidias, pequeñas venganzas, y se libera de todo eso

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no a través de una vida purgativa, como en la primera semana, sino a través de la riqueza que Cristo va dando interiormente.

2. Los efectos del kerigmasobre nosotros, los cristianos

Pasando al Nuevo Testamento, veremos un ejemplo muy sencillo entre otros muchos que podríamos citar de los efectos del kerigma en el cristiano, para profundizar en ellos tras las huellas de la historia de Abrahán, aclarar su significado y ver lo que esa historia nos dice. Son las dos pequeñas parábolas, las más cortas que hay en todo el Nuevo Testamento, de un solo versículo, a saber: la parábola del tesoro escondido en un campo (Mt 13,44) y la parábola de la perla (Mt 13,45-46). Son las dos últimas de las parábolas sobre el reino antes de la parábola final de la red; la última es la parábola esca- tológica.

“Semejante es el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que, encontrándolo un hombre, lo esconde; y lleno de alegría va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo”. Observemos que ese hombre se llena de alegría, es decir, tiene su kerigma; se trata de una riqueza inesperada que le va bien, que colma sus satisfacciones; y entonces, ¿qué es lo que hace?; actúa casi como un loco. Imaginémonos a ese hombre que entra en casa y le dice a su mujer: aprisa, saca todo el dinero, llama a aquel amigo a ver si quiere que le venda aquellos terrenos; la mujer le dice: “Estás loco, ¿qué vas a hacer?” Empieza a pensar mal: si necesita dinero, quizá es que ha jugado y tiene que pagar sus deudas, o se ha dado a la droga...

Pero él continúa: vete también a hablar con ese otro amigo que me debe dinero; di que te lo devuelva en seguida. Es una persona que ya no se fija en lo que puedan decir los otros de él, porque tiene una idea

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muy clara de adonde quiere llegar; está lleno de gozo, y entonces, sin preocuparse de lo que puedan decir o sospechar los demás —¿por qué querrá vender?, ¿por qué necesita tan pronto el dinero?, ¿quizá se ha metido en negocios sucios?—, deja que hablen, porque al final le darán la razón, ya que realmente está ante él aquel tesoro escondido que acabará justificando su actitud, que será su justicia, la explicación de sus actos. Por tanto, es evidente que lo debe vender todo por eso.

iCuál es para nosotros el “tesoro”?

Aquí podríamos hacer alguna reflexión sobre nosotros mismos, o sea: ¿Qué es lo que me permite actuar con libertad en medio de las circunstancias difíciles, con constancia en medio de las dificultades? ¿Es el sentido del deber, el hecho de que hay que hacer las cosas, que estamos en un camino determinado y que la honradez exige que sigamos adelante? ¿El hecho de que los demás esperan esto de mí y no puedo defraudarlos, o de que no esperan eso de mí y, por consiguiente, no puedo hacerlo? ¿O bien es la alegría del reino, es decir, el kerigma?

Está claro que también las otras motivaciones tienen un significado, pero sólo lo tienen dentro del marco del kerigma; si se apartan de él, pueden convertirse en hipocresía, en necesidad de placer, en miedo a disgustar, en deseo de cierto nivel de vida, de cierto estatuto social, de no defraudar las ilusiones de los demás. Este es el significado fundamental, claro y determinante del kerigma: la alegría del evangelio está en la raíz de todo.

Pero sigamos preguntándonos: ¿de qué tipo es esta alegría? Lo sabemos muy bien: no es ni mucho menos una alegría artificial, bulliciosa; incluso apenas resulta a veces perceptible; es decir, puede estar sumida en la amargura, pero en el fondo existe, ya que si no existiera tampoco existiríamos nosotros como cristianos. Por

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eso es importante comprender cuál es mi kerigma, qué es, dónde puedo verlo, dónde lo siento, ya que es la raíz de todo, de todas las demás acciones, de todas las demás cosas, de todas las otras decisiones; es el lugar donde Dios nos toca en la fe, es la revelación que Dios nos hace de sí mismo en nuestra intimidad, de su misterio trinitario, del Padre que nos da a su Hijo, que es el kerigma por excelencia. Por eso san Ignacio nos orienta cada vez más hacia Cristo Hijo del Padre, que es el kerigma fundamental, a fin de hacer posibles todas las demás opciones sin que nos dejemos determinar por lo que es negativo, egoísta, opresivo y hasta insensato.

Una pregunta más: ¿Cuál es la fuerza que me permite actuar en las circunstancias difíciles? ¿De qué tipo es esta alegría del evangelio? ¿Es compatible esta alegría del evangelio con la sabiduría según el Qohelet? Ya me he hecho esta pregunta y todavía no he encontrado ninguna respuesta.

¿Cuál es la sabiduría según el Qohelet? Es la de aquel que dice: no hay nada nuevo sobre la faz de la tierra, todo irá como ha ido siempre, las cosas van y vienen; entonces, ¿a qué viene tanta fatiga? Una generación se va, otra viene, pero la tierra sigue siendo siempre lo mismo; el sol se levanta, el sol se pone, se apresura a refugiarse en el sitio de donde surgirá de nuevo; el viento da vueltas y más vueltas para volver luego. Es decir, la experiencia de quien, después de haber visto muchas cosas, encuentra que no hay nunca mucho de verdad en ellas.

¿Qué relación tiene todo esto con la alegría del evangelio? También este Qohelet es un libro inspirado: ¿cómo poner de acuerdo las dos cosas? Se trata, ciertamente, de un problema serio, pues pienso que cada uno de nosotros, a medida que va creciendo en la vida, nos acercamos cada vez más a esta constatación del Qohelet. Las cosas no cambian mucho, ¿por qué vamos a tomarlas tan en serio? ¿Qué significado tiene entonces

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la alegría del evangelio, su novedad, el compromiso que plantea, el riesgo que anuncia? Es una pregunta que nos tenemos que hacer.

Y, finalmente, la última reflexión que podría parecer un poco extraña: los efectos del kerigma en Jesús. Está claro que no se puede hablar propiamente de efectos del kerigma en Jesús; Jesús es el kerigma. Pero podemos preguntarnos: ¿cómo muestra Jesús el kerigma en sí mismo? Para responder a esta pregunta propongo dos pasajes, que es interesante relacionar con los textos de Abrahán. Uno es Flp 2,5s: “Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, a pesar de tener la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios”. Hagamos una comparación con Abrahán. Abrahán, a pesar de ser muy rico, superior a Lot, y pudiendo además de alguna manera disponer de él, no consideró un tesoro inalienable su riqueza y su superioridad, sino que se despojó de ella y dejó que Lot hiciera su opción. Jesús como kerigma, como evangelio, se muestra como disponibilidad gozosa para darse. No podemos pensar que ese darse haya sido un sacrificio para Jesús, un deber pesado. Es la riqueza plenamente disponible del Padre que se da, es el evangelio totalmente vivido —el evangelio por excelencia, la quintaesencia del evangelio—, el don de amor del Padre, Dios sumo amor que se entrega.

Pero me gustaría seguir adelante y hacer una especie de crítica del texto de san Pablo en la versión citada en donde dice: “a pesar de tener” la naturaleza de Dios; ese “a pesar de” no figura en el texto griego, sino sólo: “teniendo la naturaleza divina”. ¿Por qué poner en contraste el hecho de ser de naturaleza divina con el de despojarse de dicha naturaleza? Yo diría más bien: siendo tan rico, encontró en esta riqueza suya la alegría y la plenitud de dar. Evidentemente hay cierto contraste en la frase: “no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios”. Pero lo que se quiere subra

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yar es que pudo hacer esto gracias a su riqueza. Por consiguiente, el kerigma da una riqueza, es la riqueza de Dios como amor que se da.

Donde hay libertad puede germinar el amor

Encontramos un pasaje parecido en 2 Cor 8,9, donde se habla de las “colectas”: “Vosotros ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo: de rico que era (también aquí el texto griego tiene un participio simple, siendo rico) se hizo por vosotros pobre, para enriqueceros con su pobreza”. Quiso hacerse pobre porque era rico, se hizo pobre siendo rico. Hay aquí un misterio por comprender. Recuerdo lo que escribió Romano Guardini en su última obra, antes de morir, Cartas teológicas a un amigo. En la primera de estas cartas dice: “Estoy pensando largo y despacio en un misterio de Dios, que no me atrevo a expresar porque me parece que podría fácilmente ser mal entendido; pero me dice muchas cosas sobre lo que durante toda mi vida he podido ver a la luz de este misterio”; y entonces expone este concepto que es tan difícil de expresar, o sea que Dios como infinitud, precisamente porque lo tiene todo, intenta de alguna manera lo finito que no tiene.

Es un pensamiento que podría entenderse indebidamente como emanacionismo. Pero el concepto es éste: la riqueza infinita de Dios es el fundamento de su capacidad de hacerse pobre; la riqueza del kerigma comunicada es el fundamento de nuestra independencia, de nuestra libertad y, por tanto, de nuestra capacidad de obrar según la verdad y justicia; cosas todas éstas que requieren fundamentalmente libertad e independencia en el fondo del corazón. Y también sobre esto os invito a meditar.

Podemos recordar además el “tercer grado de humildad” de san Ignacio, que es tan difícil y que por eso no

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me atrevo a hablar de él, porque lo encuentro realmente alto y elevado. Sin embargo, señalo que se propone precisamente en el momento en que, en la contemplación, el ejercitante se ve ya enriquecido por la plenitud de Cristo, y, por consiguiente, puede comprenderlo; de lo contrario, podría parecer una especie de masoquismo espiritual, un acto heroico. Al contrario, la realidad es que cuando uno se siente rico con la plenitud de Cristo, cuando comprende a Cristo en su plenitud, entonces el amor de Dios es perfecto y puede entregarse uno generosamente y vaciarse también en la entrega.

Como textos de los salmos propongo el salmo 62 (61 según el salterio hebreo): “Dios, única esperanza”. El deseo de Dios, Dios que nos llena de sí mismo, permite la libertad ante las demás cosas, permite practicar la justicia con las cosas que nos atañen, que están a nuestro alrededor.

Cuando la palabra penetra profundamente...

Finalmente, un texto que me atrevería a llamar “el evangelio para una comunidad internacional”, en Le 8,19-21: “Su madre y sus hermanos llegaron adonde Jesús y no podían acercarse a él a causa de la multitud, y se lo anunciaron: Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte. Mas él respondió: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen”. ¿Por qué he puesto este título tan extraño a este texto: “Evangelio para una comunidad internacional”? Porque creo que refleja muy bien la experien-cia de cada día en una comunidad internacional: orígenes diversos, naciones diversas, lenguas diversas, culturas diversas, educaciones diversas, todo esto es irreme-diablemente diverso; no se cambia, no se vuelve a nacer, no se vuelve a ser niño, no se recomienda una educación ni una cultura para hacerla homogénea.

Pues bien, el problema es el siguiente: ¿es posible

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tener relaciones más profundas a pesar de esas diversidades irremediables? El evangelio nos dice que existen vínculos todavía más profundos que los de la educación y del parentesco; son los vínculos de atención a la palabra de Dios y de su puesta en práctica. Este texto fundamenta la posibilidad, la única posibilidad, de hacer comunidades cristianas más allá de los valores culturales, sociales, ambientales, que, por otra parte, es importante poner en común, comparar, intentar aproximar, hacer permeables. Esto es posible hasta cierto punto y hay que reconocer que ciertas diversidades son connaturales y que siempre se darán. Entonces, ¿no existirá nunca una unidad cristiana? No, dice Jesús; existirá una unidad todavía más perfecta —y es ésta su promesa— sobre la base de la atención a la palabra y de su puesta en práctica; tal es el dinamismo de la palabra de Dios: la palabra no sólo que se escucha y que resuena, sino que se lleva a las decisiones y a las opciones, crea vínculos de afinidad y de fraternidad mucho más grandes que los que existen entre Jesús y sus parientes, incluso entre Jesús y su madre.

Este concepto lo encontramos de otra forma en el Corán. Hace algunos años uno de los dignatarios islámicos de los “muftíes”, hablando del estudio de la Biblia, me dijo: “El Profeta asegura: la ciencia hace amigos a quienes la practican”, aludiendo a la ciencia del Corán. Es decir, el conocimiento profundo de la palabra produce la amistad y la fraternidad entre todos los que viven de esa palabra. Así pues, éste es el fundamento único y real de la comunidad cristiana. Sobre esta base cada uno podrá intercambiar ideas, pensa-mientos, mentalidades, culturas, que se enriquecen mutuamente; pero la raíz de esta comunidad es el kerigma.

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SEXTA MEDITACIÓN

Estados de oración de Abrahán: oración, lucha, teología

Buscando entre los aspectos de la vida pública de Abrahán alguno que corresponda a ciertos aspectos de la vida pública de Jesús, no he encontrado gran cosa. Es verdad que más de una vez se le llama a Abrahán profeta; por ejemplo, en el salmo 105,15: “No toquéis a mis ungidos ni mal alguno hagáis a mis profetas”, aludiendo también a Abrahán; y luego, en el episodio de Abimelec, rey de Guerar, a quien Dios le dice: “Ahora, pues, devuélvesela (a Sara, su mujer) a ese hombre. El es profeta e intercederá por ti a fin de que vivas” (Gén 20,7); aquí se presenta a Abrahán como profeta, y su función de profeta es la oración.

Pero, de hecho, si buscamos otras indicaciones de profetismo en la vida de Abrahán, tal como las encon tramos en la vida de Jesús, “profeta grande en obras y palabras”, nos encontramos con que Abrahán no es grande ni en obras ni en palabras. No es grande en obras: ningún milagro. No es grande en palabras, porque no habla casi nunca; no se nos ha transmitido ningún sermón de Abrahán ni dio respuesta alguna a las discusiones como hizo Jesús, ni tuvo palabras sapienciales, certeras, prontas.

Abrahán, hombre de pocas palabras

Abrahán está casi siempre callado; habla dos o tres veces. Habla, como hemos dicho, cuando tiene que

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obrar con astucia; por ejemplo, en Gén 12,11-13, cuando tiene que convencer a su mujer para que diga que es su hermana; entonces incluso tiene un discurso bastante largo, uno de los más largos de Abrahán; está también el otro del episodio análogo de Abimelec. Habla muy poco, excepto cuando le conviene. Por eso habla mucho con Sara, mucho para la adquisición de la cueva de Macpela, demostrando que es un buen comerciante; habla también cuando quiere mostrarse generoso; por ejemplo, cuando quiere salvar a Lot, cuando rechaza el ofrecimiento del rey de Sodoma y cuando se encuentra con Melquisedec.

Las palabras que se nos han transmitido de Abrahán son muy pocas; por tanto, no se puede decir que haya sido un profeta en palabras, que haya dejado enseñanzas especiales, discursos parecidos a los de las parábolas del evangelio, al sermón de la montaña, ¡nada! Abrahán es un gran silencioso, que pasa por estas etapas, al menos aparentemente según el texto, meditando en silencio. Sin embargo, notamos una afinidad concreta entre la vida de Abrahán y la vida de Jesús, y es la oración. Jesús reza. Abrahán reza. Así pues, he tomado este aspecto que nos permite contemplar alguna escena de Abrahán sobre el trasfondo de la escena de la vía iluminativa de Jesús.

Oración de Jesús, oración de Abrahán

No es necesario recordar muchos textos sobre la oración de Jesús. Recuerdo dos característicos.

Uno en Me 1,35: después de la jornada fatigosa de Cafarnaúm, que realmente tuvo que dejarlo rendido, mientras los demás dormían todavía, “muy de mañana se levantó, salió y se fue a un lugar solitario y allí oraba”. He aquí un hecho típico de la vida pública de Jesús: oración de noche solo.

Otro texto muy significativo es el de Le 5,15-16.

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Como sabéis, Lucas recoge otros muchos trozos sobre la oración de Jesús, pero cito sólo éste porque os puede servir como punto de referencia. Hay un contraste en tre el versículo 15: “Su fama se extendió mucho y se congregaban grandes multitudes para oírlo y ser curados de sus enfermedades”, y el versículo siguiente: “Pero él se retiraba a los lugares solitarios pára orar”. Así pues, hay un contraste entre esta posibilidad de éxito apostólico exterior que se le ofrece a Jesús y Jesús que se retira. La oración es ciertamente una característica importante de la misión de Jesús, profeta y Mesías, que podemos tener presente; más aún, si alguno quie-re, puede meditar sobre estos textos o sobre algún otro que indique sobre la oración en la vida de Jesús hasta Getsemaní. Yo intentaré más bien reflexionar con vosotros sobre la oración de Abrahán y sobre sus diversos estados de oración.

Como premisa señalo en seguida que los estados de oración de Abrahán, sobre todo el segundo y el tercero, son, a mi juicio, muy difíciles de comprender. A mí mismo me ha costado bastante trabajo entrar en ellos, y puedo deciros que me ha ayudado mucho el comentario de Von Rad, que citaré alguna vez. Y la razón es la siguiente: no son estados de oración propios de principiante, no son oraciones fáciles; las plegarias de Abrahán son plegarias de una situación en donde el conocimiento de Dios es muy refinado, muy profundo, casi peligroso; es decir, los estados de oración de Abrahán, sobre todo el segundo y el tercero, son propios de un hombre maduro, comprometido y responsable, socialmente metido en los problemas, que lleva el peso de los demás y que siente sobre sí el destino de su pueblo. Es la oración de un jefe, de un responsable, de un presbítero; la oración de un hombre que tiene responsabilidades y que por eso mismo tiene cierto atrevimiento, cierta audacia, incluso un poco de desfachatez, que habría resultado extraña en la oración del principiante. Es también una oración, la de Abrahán, que supone crisis

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de fe, y maduración de fe, y noches de fe; por consiguiente, una oración que no es modelo de oración para los incipientes.

1. La oración de escucha

Así pues, con estas premisas pasemos a examinar tres estados típicos de oración en Abrahán.

No me detendré en el primero, porque es evidente, aunque es posible calificarlo como oración en sentido amplio. Como ya hemos dicho, Abrahán no habla casi nunca; incluso en la oración sus palabras son pocas de ordinario, excepto en un caso que luego veremos. O sea, Abrahán escucha. Por tanto, la primera gran actividad de Abrahán orante es escuchar. Dios habla, repite, y él escucha y va, escucha y se mueve, escucha y camina. Creo que es ésta la situación típica y fundamental que explica también las demás. Si Abrahán puede ser tan atrevido, casi un poco descarado, petulante, si a veces parece estar regateando con Dios como si estuviera en un mercado durante la oración, es porque ante todo es un hombre muy atento reverencialmente a la palabra, es decir, un hombre que ha apostado toda su vida por la palabra y vive de ella. Escucha la palabra de Dios y la pone en práctica; es el ideal evangélico del que establece unas relaciones de familiaridad con Jesús; los verdaderos hijos de Abrahán son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. No me detendré en este punto, porque aquí está toda la vida de Abrahán.

2. La oración de lamentación

Me voy a detener en los otros dos tipos de oración, más específicos, que encontramos en algunos pasajes especiales. El segundo estado de oración es el que 11a

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mo, entre comillas, de “lamentación”. Lo llamo así porque tiene muchas semejanzas con los salmos que se llaman de lamentación, que toman este tema y lo van desarrollando despacio. Esta oración de lamentación podríamos llamarla también oración de interrogación, ya que se basa muy a menudo en una pregunta: ¿Por qué, Señor, por qué haces esto? ¿Por qué no vienes en mi ayuda? ¿Por qué me abandonas? ¿Cómo es posible que me dejes solo?

Dos preguntas típicas: ¿Por qué? ¿Cómo? La primera se encuentra en Gén 15,2: “No temas, Abram, yo soy tu escudo. Tu recompensa será muy grande. Y Abram respondió: Señor Yavé, ¿qué vas a darme? Yo estoy para morir sin hijos; será heredero de mi casa ese Eliecer de Damasco”. O sea, ¿qué es lo que dices, Señor?; explícate; ¿por qué me hablas así, si mi vida sigue adelante de este modo?

Todavía se ve esto mejor en el versículo 8, en la pregunta de Abrahán: Señor, Dios mío, tú sigues empeñado en hablarme de esta tierra, pero w¿cómo conoceré yo que la poseeré?” Observemos que su oración es la de uno que está a la escucha de Dios y que ha acogido ya su palabra; no es la palabra del incrédulo que dice: ¿Cómo puede suceder esto? Es el “cómo puede suceder” en la línea de María, y no en la de Zacarías. Esta misma pregunta puede hacerse desde diversos puntos de vista y tener resonancias diversas. Sin embargo, es ciertamente una pregunta, un lamento que nace desde muy dentro y que, por tanto, es dolorósa.

Nos encontramos luego, en el capítulo 17,16ss, con una pregunta también dolorosa y un poco amarga, cuando Dios le dice a Abrahán: “Te haré tener de Sara un hijo y con mi bendición llegará a ser madre de naciones, y hasta reyes de pueblos saldrán de ella”. “Cayó Abrahán rostro en tierra y se puso a reír, diciéndose a sí mismo: ‘¿A un hombre de cien años le podrá nacer un hijo y Sara a los noventa años podrá ser madre?’ Y dijo Abrahán a Dios: ‘¡Ojalá viva Ismael de

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lante de ti!’”. He aquí la oración de lamentación, de queja: Señor, no vayas demasiado adelante, me contento con algo menos; tú prometes mares y montes, pero déjame así, con lo que tengo; dame un poco de salud, un poco de energías, que es lo que ahora necesito; ayúdame en esta situación.

He aquí la oración de lamentación, la oración del hombre en medio de la prueba; y Abrahán es el hombre en la prueba, que lucha con Dios, el hombre que no comprende lo que le ocurre a él ni a los demás. Esta oración podemos hacerla también nosotros muchas veces: Señor, ¿por qué van las cosas así, por qué nos esforzamos apostólicamente en conseguir algo, en construir algo, y luego de repente se nos viene todo abajo? Es la gran oración que van prolongando los salmos a través de toda la historia de Israel: ¿por qué triunfan los malvados? ¿Por qué se ven oprimidos los buenos? Esta oración de lamentación puede ser mal entendida como oración de principiantes, puede ser la oración de la poca fe. Pero en Abrahán, a mi juicio, es la oración del que siente la necesidad, el impulso de penetrar mejor en el plan de Dios. Es el “¿cómo sucederá esto?” de María, que en María tiene un nivel altísimo de afinidad con Dios, pero que ya en Abrahán tiene cierto nivel de amistad con el Señor.

Está provocada por el desnivel entre la promesa y los hechos

Podríamos citar muchos salmos de “¿por qué, Señor?”; citaré dos como tema pósible de reflexión, los salmos 42 y 43: ¿Por qué me alejo triste de ti, de tu santo templo, rechazado por el enemigo? ¿Por qué no puedo estar en tus atrios sagrados, donde estaba tan bien cantando tus alabanzas?; ahora estoy aquí, tan árido, tan deprimido, tan lejos de la ciudad santa.

Si nos preguntamos cuál es el objeto fundamental, la

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categoría última en la que pueden resumirse todas estas preguntas de los salmos de lamentación, y en particular las preguntas de Abrahán, la pregunta del hombre que vive en la ambigüedad de la historia del mundo y que se interroga en la oración: ¿por qué todo esto?, diría lo siguiente: el objeto que hace saltar estas preguntas es el desnivel, al menos aparente, entre la promesa y lo que se ve. Si no hubiera habido esa gran promesa, seríamos fatalistas: las cosas tenían que ir así, no hay más remedio que aceptarlas; diríamos: Dios se revela en todo, ¡tendrá que revelarse también en la nulidad de mi vida! Pero hay una promesa, y la promesa es alegría, es plenitud, es pueblo de Dios, es comunión fraternal entre los hombres. Entonces, ¿por qué no se realiza esa promesa?

Por consiguiente, se trata del desnivel tan doloroso y tan dolorosamente sentido por ese hombre de fe que es Abrahán, el desnivel entre la promesa, altísima, repetida, continua, remachada, y la realidad. He aquí el origen de la oración de lamentación que, si se hace dentro del estilo de la amistad, es un intento —como dicen los salmos: Doñee intravi in sancta Dei (Sal 73,17)— de penetrar en el santuario de Dios y de comprenderlo mejor: Dios mío, ¿quién eres? Puesto que tu promesa es verdadera y no puedo dudar de ella, puesto que la realidad es mezquina y tengo evidencia de ello, esto quiere decir que la relación entre estas dos cosas la encontraré en un nuevo conocimiento de ti; esto quiere decir que no te he comprendido, que tengo que comprenderte mejor, y rezo para comprenderte más, y te ofrezco mi sufrimiento de no comprenderte todavía bien. Porque si tú fueses como yo, con mi manera de ser, ya habrías realizado tu promesa, ya habrías hecho lo que te pido por esa persona, por esa situación, por el mundo, por la justicia... Pero no lo haces, mientras que prometes hacerlo; esto quiere decir que no te he comprendido todavía. Y entonces hazme comprenderte más.

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Oración que podría parecer una blasfemia

Es la oración dolorosa, sufrida, del que tiene una fa -miliaridad de fe, pero quiere llegar a una familiaridad más profunda. Es una oración que, a pesar de sus palabras casi blasfemas porque cuestionan a Dios —y algunos salmos alcanzan realmente una violencia que roza con la blasfemia—, incluso en la perspectiva abrahámi- ca vemos que Abrahán, el amigo de Dios, vive estas cosas de amistad en amistad, de familiaridad en familiaridad. Por tanto, no es una oración de principiante, que la hace casi para alimentar su poca fe, como lamento, casi como queja: me esperaba esto, entré en la vida espiritual, creía que desaparecerían mis defectos, pero resulta que sigo como antes; ¿por qué?, ¿cómo es posible?

La fe bien fundamentada en la solidez de la palabra no excluye este lamento; el salterio está incluso lleno de ellos; pero es un esfuerzo amoroso, aunque sufrido, por conocer quién eres tú, Dios mío, que te revelas de ese modo. ¿Por qué no te entiendo? ¿Por qué no te haces entender? Y esto sólo se lo puedo decir a un amigo; si se lo dijera a un extraño, parecería una blasfemia, un insulto hablar a Dios de ese modo. Pero un amigo como Abrahán, como el salmista, se atreve a mucho más y habla no sólo con sus labios exteriores, sino con todo su ser.

Los salmos están llenos de furor, llenos de emociones; por tanto son una oración emocionada, una oración violenta. Pero si Dios ha inspirado esta oración, esto quiere decir que a Dios le gusta la emoción, la violencia en la amistad. Dios no es un amigo frío; es un Dios a quien le gusta esta crítica que intenta comprenderlo más a fondo; prefiere, por así decirlo, que seamos contestatarios violentos más que hombres resignados e indiferentes. Me parece que es lo que hay que comprender aquí al examinar el estado de oración de Abrahán que he llamado de lamentación.

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3. La oración de intercesión

Pasemos a la tercera característica, al tercer estado, al que he llamado, entre comillas, “oración de intercesión”. Bajo esta etiqueta intento situar el famoso contrato sobre Sodoma, del capítulo 18: el largo diálogo de Dios con Abrahán, que se había quedado bajo las encinas de Mambré, a una prudente distancia de Sodoma. Una página difícil, que me ha costado trabajo estudiar. Para comprenderla me ha ayudado mucho, como dije, Von Rad, de quien os leeré alguna cosa. También yo creo, como indica Von Rad, que es demasiado poco lla-marla oración de intercesión, como si Abrahán intercediese por Sodoma, que está a punto de ser destruida, pero sin conseguir nada; Abrahán sería un gran intercesor, a pesar de que en este caso le faltase la materia suficiente para poder interceder.

Esta oración, en el contexto yavista, es un añadido posterior, una reflexión teológica sobre aquel episodio. Los autores señalan que el redactor se muestra mucho más libre, sin atarse a ninguna tradición ni dar simplemente el relato de una tradición pasada, sino que teologiza; es su teología, elabora un concepto determinado de Dios; es esfuerzo por presentar una nueva idea de Dios, por conocerlo mejor, por pasar de un conocimiento del Dios de Ur de los caldeos al conocimiento del Dios de la salvación.

Por consiguiente, es una oración que debería llamarse más bien, y así la llamaré, oración de penetración teológica. En el fondo dice aquí muy bien Von Rad: se trata de una página teológica dicha en forma dramática de oración, casi de poema; oración de penetración teológica en el misterio de los episodios humanos tal como Dios los juzga; por consiguiente, una oración sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre las situaciones que nos rodean. Y es, además, oración de compromiso, ya que en Sodoma está Lot, y, por tanto, Abrahán tiene mucho que ver con Sodoma; no es solamente un filósofo que

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especula sobre una ciudad corrompida y que dice: ¿qué ocurrirá con ella, cómo la mirará Dios? Es también eso, pero se encuentra, además, con un compromiso terrible: Abrahán reza por sus hermanos.

Veamos brevemente este episodio, leyéndolo con una brevis et summaria declaratio, como dice san Ignacio, y con unos puntos de reflexión.

El episodio de Lot y los suyos en Sodoma

El texto es el dé Gén 18,16-33. Después de la aparición de los “tres hombres” en el encinar de Mambré, tras la promesa renovada a Sara y la risa de Sara, el texto describe en primer lugar la situación (vv. 16-20) y luego narra de forma dramática la doble intervención de Abrahán.

¿Cuál es la situación? Después de haberle dicho a Sara: “sí, ciertamente te has reído”, criticando de este modo su culpa y su incapacidad para creer —digamos su “qoheletismo”—; luego, “habiéndose levantado, marcharon de allí los hombres en dirección a Sodoma. Abrahán iba acompañándolos. Yavé se decía: ¿Encubriré yo a Abrahán lo que voy a hacer, cuando ha de convertirse en un pueblo grande y fuerte y cuando por él serán bendecidas todas las naciones d£ la tierra? No, sino que le pondré al corriente para que ordene a sus hijos y a su linaje, después de él, que observen la ley de Yavé, practicando la justicia y el derecho, de modo que Yavé cumpla en Abrahán cuanto ha prometido acerca de él”. Aquí la composición redaccional utiliza trozos ya típicos y los conjunta para recordar la relación privilegiada de Dios con Abrahán; probablemente nos encontramos ya en una etapa posterior de lenguaje más bien deuteronomista: Abrahán es el escogido, el amigo, a quien Dios ha amado hasta el fondo.

Así pues, la situación tiene un primer momento: está Dios y frente a Dios está Abrahán, amigo y progenitor

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de un gran pueblo, en la plenitud de su función; el amigo íntimo al que no se le oculta nada —acordaos de Jn 15,15: “Os he llamado amigos porque os manifesté todas las cosas que oí de mi Padre”—; por tanto, el confidente, el que participa de los designios de Dios sobre la historia humana. Para ser verdaderamente jefe de un pueblo, Abrahán tiene que entrar en el plan de Dios, no puede vivirlo desde fuera, como si fuera puramente un espectador, sino que tiene que participar en él íntimamente, comprendiendo los designios de Dios.

Viene luego un segundo momento: “Dijo, pues, Yavé: El clamor que llega contra Sodoma y Gomorra es ciertamente grande y su pecado es en verdad múy grave. Sí, descenderé áhora y veré si realmente han obrado o no según el clamor que ha llegado hasta mí; yo lo constataré”. Este segundo momento es la gravedad del pecado de ambas ciudades, es la situación típica del que está oprimido injustamente, del que está bajo la opresión y la injusticia y se dirige al juez; y si el juez no le hace justicia, entonces su grito llega hasta Dios, y Dios tiene que intervenir. Es una situación claramente cósmica: Dios, aquel Dios qué ha elegido a su pueblo, y el mundo con su pecado, con su injusticia. Dios juzgará al mundo: ¿qué función tendrá Abrahán, el amigo, en este juicio del mundo?

El argumento “jurídico” de Abrahán

Esta es la situación; viene luego la doble intervención de Abrahán —la llamo doble, pero, en realidad, es mucho más compleja—, que comienza con un tema fundamental, que llamaría jurídico y que constituye el núcleo, la fuerza de argumentación de Abrahán. Este tema se expresa en los versículos 23-25. Viene luego el trato o regateo sobre la base de este tema, en los versículos 26-33. Pero antes viene una premisa muy interesante: “Partieron de allí los hombres y se encaminaron

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hacia Sodoma. Abrahán estaba todavía delante de Yavé” (v. 22).

Hay aquí un problema de crítica textual importante. Entretanto, la escena se clarifica ya desde un punto de vista incluso teológico: los tres hombres se convierten en dos ángeles y el único que queda es Yavé y Abrahán delante de él. El texto actual de la Biblia dice: “Abrahán estaba todavía delante del Señor”, pero una nota masorética indica que aquí tuvo lugar un cambio. La antigua tradición leía con toda probabilidad: “Entretanto, Yavé estaba todavía delante de Abrahán”, expresión ésta que evidentemente pareció poco respetuosa —estar delante de uno quiere decir casi servirlo'—, y por eso se cambió en lo contrario: “Abrahán estaba delante de Yavé”. Sin embargo, hace observar acertadamente Von Rad, “Yavé delante de Abrahán” es casi un Yavé que quiere ser interrogado, un Yavé que desea que Abrahán le diga algo, que le pida que le haga participar de sus designios, y se queda allí, en silencio, dispuesto a recibir la palabra de Abrahán, que le pregunta a Dios porque Dios mismo se le quiere manifestar.

Y he aquí el principio jurídico que precede al trato: “Abrahán se le acercó y le dijo: ¿Vas a hacer tú perecer al justó juntamente con el pecador?” Es el mismo principio que se recogerá más tarde: “¡Lejos de ti hacer tal cosa! ¡Hacer morir al justo con el impío, tratarle como culpable! ¡Nunca tal hagas! ¿El juez de toda la tierra no obrará según justicia?” Abrahán apela a un concepto de justicia que —como veremos— tiene ya un significado de fuerte superación respecto a las concepciones ordinarias de la época.

Y luego, el trato

Basándose en este principio, Abrahán puede empezar a regatear con Dios: “Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad, ¿los harás tú perecer o no perdo

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narás, más bien, al lugar por amor de los cincuenta justos que hay en él?” Abrahán habla apresuradamente; nunca ha hablado tanto como en esta ocasión. “Yavé respondió: Si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, yo perdonaré a todo el lugar en consideración a ellos”. Se da un salto cualitativo formidable en esta respuesta respecto a la mentalidad de la época. Habiendo aceptado Dios el criterio jurídico basado en el número, Abrahán está ahora seguro de este punto de partida y va rebajando poco a poco, en cinco momentos sucesivos, de 50 a 45, de 45 a 40, de 40 a 30, de 30 a 20, de 20 a 10.

Es interesante el paso entre estos momentos, ya que —si exceptuamos el caso de 40— todos los demás van siendo precedidos en cada ocasión de una afirmación de humildad: “Soy en verdad muy atrevido insistiendo ante mi Señor, yo, que soy polvo y ceniza. Quizá para ser cincuenta falten cinco, ¿destruirás por esos cinco toda la ciudad?” Y Dios respondió: “No, no la destruiré si hallare cuarenta y cinco justos”. La misma respuesta en el caso de encontrar 40. Luego de nuevo la misma pregunta: “No se irrite mi Señor si sigo hablando. Quizá sean solamente treinta”. Y respondió el Señor: “No lo haré si hallare treinta”. Y así hasta diez: “No lo destruiré por amor a los diez”. Y aquí el diálogo se cierra: “Terminado que hubo de hablar con Abrahán, se fue. Yavé, y Abrahán se volvió a su lugar”.Y nosotros tenemos que quedarnos con la curiosidad insatisfecha: pero ¿por qué se quedó en diez? ¿Qué es lo que ocurrió? La realidad es que Sodoma fue aniquilada.

El significado de este episodio para nosotros

¿Qué es lo que quiere decir toda esta historia, que es bastante misteriosa e incluso un poco preocupante? Intentando hacer alguna reflexión sobre ella, diría ante todo que se trata de un trato muy hábil, de un regateo

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muy bien llevado. Abrahán es un comerciante estupendo. En primer lugar se asegura de la aceptación del principio general; luego, apoyado en este principio, sigue adelante sacando las consecuencias y afirmando que el principio sigue en pie, aunque se reduzca el número. Es un trato no solamente muy hábil, sino también obstinado. Abrahán no cede. ¿Por qué motivo? La primera idea que se me ocurre es ésta: Abrahán quiere llegar hasta el número de los miembros de la familia de Lot; piensa que entre Lot, su mujer, sus hijas y algún que otro amigo es fácil que se llegue al menos hasta diez; y se detiene en este punto, porque sería realmente demasiado obtener algo más.

Yo diría que es ésta la impresión que deja esta con-versación ante una lectura un tanto espontánea. Sin embargo, recuerdo a este propósito una página de Von Rad que me parece muy importante, ya que nos permite ir más allá. Nos dice: esta conversación, que no carece, ciertamente, de cierta ironía, desarrolla una cuestión muy seria de fe. Entra aquí toda una teología del yavista. No se trata de una leyenda antigua; es el mismo yavista el que considera aquí las relaciones entre Dios y el hombre que ha escogido y el mundo. No se trata solamente del caso de Sodoma y de salvar a Lot. Sodoma es solamente un caso límite que sirve como ejemplo para demostrar una tesis teológica. Sodoma ya no se considera expresamente como una ciudad extraña al pueblo de la alianza, como si pudiera perecer Sodoma con tal de que se salve Israel. Al contrario, para el mismo Israel, Sodoma es el tipo de una comunidad humana hacia la que se dirigen los ojos de Yavé para juzgarla. Es un caso típico de cómo juzga Yavé al mundo, de cómo se realiza el juicio de Yavé sobre el mundo.

Una pecaminosidad colectiva

Evidentemente, la primera interpretación en que cabría pensar y deducir de alguna manera de la palabra

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de Dios: “El clamor contra Sodoma y Gomorra es demasiado grande, su pecado es demasiado grave”, es la que implica la concepción del mundo antiguo, que considera a los grupos solidarios entre sí; si se trata de un grupo en el que peca la mayoría, ese grupo es un grupo pecador, ya que concretamente la libertad personal es muy reducida y la solidaridad es muy intensa: todos están comprometidos. Es la mentalidad que también expresa muy claramente Abimelec en el capítulo 20,9: “¿Qué nos has hecho, Abrahán? ¿En qué te he ofendido para que hayas acarreado sobre mí y sobre mi reino desgracia tan grande?” Por consiguiente, el pecado de Abimelec es un pecado de todo el reino. Es decir, esta solidaridad se vive hasta tal punto que, cuando en una ciudad hay muchos pecadores, esa ciudad es pecadora. Por consiguiente, en la idea de solidaridad del mundo antiguo, el juicio recae sobre toda la ciudad, ya que el individuo prácticamente sigue el pecado común y está comprometido en él. No se admite que haya excepciones. Todos son solidarios de todo lo que acontece en la ciudad y participan del pecado de la misma.

Pues bien, frente a esta mentalidad nos encontramos ya aquí con una primera superación de esta idea: “¿Vas a destruir al justo con el malvado?” ¿Qué es lo que exige esta primera superación? Exige algo que irá aflorando cada vez más claramente en Israel: la responsabilidad individual; esto es, no se condena a una ciudad por entero ante el hecho de que ha prevaricado una gran parte de la misma; si en ella hay justos, hay que dejar que salgan libres, porque la justicia pide que se le reconozca a cada uno su propia responsabilidad. Pero el diálogo de Abrahán con Dios va mucho más allá, puesto que en las palabras de Abrahán: “¿Vas a hacer tú perecer al justo juntamente con el pecador? ¿Vas a suprimir a los cincuenta justos?”, nos encontramos todavía en el nivel del que dice: ¡por lo menos, separa a los cincuenta justos!

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Un Dios que quiere salvar perdonando a todos

Pero la respuesta que Dios da supera en mucho a la pregunta: “Si hallare en Sodoma cincuenta justos, yo perdonaré a todo el lugar en consideración a ellos”. Entra entonces en juego una concepción muy distinta: no se trata únicamente de separar a los justos de los impíos, sino de tener en cuenta a unos cuantos justos por encima de una multitud de pecadores; se trata de pasar de la solidaridad a la vicariedad, de salvar a toda la ciudad teniendo ante la vista a unos cuantos. Y de este modo se establece, evidentemente, un nuevo concepto de justicia: no es ya la justicia que quiere darle a cada uno lo suyo y que pone a los pecadores de una parte y a los justos de otra, sino una justicia que intenta salvar a todos, que para ello se sirve de los justos y que se apoya en ellos. Pero nosotros nos seguimos preguntando: ¿por qué Abrahán se detiene en diez? También se lo pregunta Von Rad, y dice: para el redactor yavista no era posible llegar más allá; el número diez le parecía un mínimo absoluto. De hecho, la solución que Dios sigue es la de la responsabilidad individual, es decir, salva a Lot justo y destruye a la ciudad pecadora. En esta perspectiva pedir algo más parecía inalcanzable. Era algo incomprensible que por diez personas se salvara toda una ciudad.

Pero tenemos aquí la base de esa teología que surgirá más tarde con toda su fuerza en Isaías 53: por un solo justo, Dios salvará a todo el pueblo. Por consiguiente, Abrahán lucha por un nuevo conocimiento de Dios, del Dios de la salvación, es decir, de aquel Dios que tiene tantas ganas de salvar que por uno solamente está dispuesto a perdonar a todos y que procura que venga ese uno para perdonar a todos. Aquí realmente la oración es al mismo tiempo lucha. Resulta verdaderamente extenuante para Abrahán este regateo hasta el fondo; y es una teología, es decir, un nuevo conocimiento de Dios lo que se desarrolla y se expresa en la teología del yavista.

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Von Rad, intentando expresar esto, dice: Yavé mantiene también unas relaciones de comunión con Sodoma; estas relaciones quedan rotas por los pecados de la mayor parte de sus habitantes e incluye también a los pocos inocentes que quedan en ella; sin embargo, la justicia de Yavé con Sodoma se manifiesta precisamente en el hecho de que con vistas a estos inocentes se respeta a la ciudad. Es verdad, dice también Von Rad, que esto no está expresado por Abrahán ante la mirada de Dios como si se tratase de un postulado teológico, sino más bien bajo la formulación de una petición humilde y con un corazón angustiado. La excitación le hace subir a los labios muchas palabras. Es evidente que en su ánimo luchan el sentimiento de respeto que se debe a Dios y la urgencia del problema que le plantea la fe. Y aquí cita a Jer 12,1, que me parece interesante leer dentro de este contexto: “Harto justo eres tú, Yavé, para que yo trate de litigar contigo. No obstante querría ventilar sólo un caso de justicia”. Es una oración de intercesión y de penetración teológica: Señor, me gustaría conocer un poco mejor tu justicia. Luego comienza: “¿Por qué los impíos prosperan en sus caminos?”, y así toda una serie de preguntas.

Abrahán se anima cada vez más

A diferencia del hombre moderno, Abrahán sabe muy bien que, al ser solamente polvo y ceniza, no tiene ningún derecho a tratar con Dios; pero es maravilloso ver cómo, a medida de que va adelantando la conversación, frente a la gracia que le concede tan benévolamente Yavé, va tomando cada vez más ánimos e insiste con un atrevimiento cada vez mayor en el potencial de una justicia que no ignora el perdón, aventurándose cada vez más adentro hasta obtener esta sorprendente respuesta: que hasta un número muy pequeño de inocentes cuenta ante los ojos de Dios mucho más que una

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inmensa mayoría de culpables; y de este modo está en disposición de firmar su sentencia.

Por consiguiente, podemos concluir diciendo: ¿Quién es Abrahán? ¿Cómo se presenta aquí Abrahán? Abrahán es el amigo de Dios que llega hasta el descaro en su atrevimiento, ya que desea conocer a Dios hasta el fondo; casi podríamos decir que, en este descaro al que se atreve, se le perdonó mucho porque amó mucho; es decir, quiso amar a Dios intensamente y quiso comprenderlo y justificarlo hasta tal punto a los ojos de sí mismo y del mundo que llegó a hacer las preguntas más audaces. Abrahán lucha también con Dios porque se siente responsable delante de Dios de su hermano y de la ciudad en donde vive su hermano, con la cual está, por consiguiente, ligado; y lucha con Dios con la misma obstinación con que luchó con sus 318 hombres en contra de los cuatro reyes.

Lucha y oración. Abrahán se metió en la lucha hasta la muerte para salvar a Lot y aquí se mete en la oración casi hasta la falta de reverencia; pero lo hace en la plenitud de la fe para comprender los designios de Dios y para conocer el problema de fondo de la justicia de Dios con el hombre. Por este motivo he relacionado en el título de esta meditación la “oración-lucha-teolo- gía”; teología, es decir, conocimiento de Dios. A través de todas estas realidades el hombre intenta comprender quién es el Dios de la salvación, el Dios verdadero; no el que yo me imagino y pienso, sino el Dios que actúa, que juzga, que obra y que salva.

Un tipo de oración que también se encuentra en el Nuevo Testamento

Después de esta presentación general, que se refiere a Abrahán, haré una segunda presentación de temas neo- testamentarios: Rom 15,30-31; 2 Cor 1,1; Ef 6,18; Col 4,3; 1 Tes 3,10. Se trata de textos muy interesantes, ya

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que hablan de las oraciones dramáticas que Pablo les pide a las comunidades o que él mismo hace por ellas. Es el mismo sentido de responsabilidad que Pablo tiene por el plan de Dios, de corresponsabilidad de los cristianos por este plan, de compromiso en la oración de intercesión, a fin de que este plan de Dios se aclare, se manifieste, y la palabra corra, etc. Creo que puede resultar interesante meditar en la oración de intercesión verdadera del cristiano, como fue la de Abrahán y como fue la de Moisés cuando dijo: “Bórrame del libro de la vida, pero salva a este pueblo”. Y como lo hace Pablo: “Me gustaría ser anatema por mis hermanos”. La oración que supone este compromiso con los demás supone necesariamente un afecto muy profundo por todos ellos.

No es la simple oración que a veces hacemos por alguna intención: “te lo pedimos, Señor”, y que nos compromete hastá cierto punto. La oración hecha por aquellas personas sobre las que tenemos una grave responsabilidad, cuyo peso hemos asumido, con las que participamos en un riesgo, es la oración que nos lleva a esta penetración atrevida y descarada en los designios de Dios. Porque si no conocemos esos designios, ¿cómo podemos pedir que se cumplan? Y no los conocemos porque no conocemos a Dios. Así pues, pedimos conocerlo, para que sus designios se cumplan, para que la palabra corra, para que la palabra se manifieste, para que se abran las puertas al evangelio, etc., frases todas éstas de Pablo en este contexto.

Para ampliar todo esto podemos recordar el tema sobre la plegaria de intercesión de Jesús en Heb 5,7, hecha por el mundo con gritos y lágrimas. Es un texto que hay que interpretar meditando en la agonía de Getsemaní; también es un texto muy instructivo para el compromiso dramático de Jesús en la oración. Finalmente, el salmo 42-43, que es uno de los salmos de lamentación más hermosos: “¿Por qué triste he de andar? ¿Por qué, alma mía, desfalleces?”

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Un pasaje evangélico alternativo podría ser el texto muy breve de Le 3,21-22 sobre el bautismo de Jesús. Según Lucas, Jesús está en oración, y cuando Jesús reza adorando al Padre intercede por el mundo, y en esta oración se revela el Padre mientras él se compromete en el bautismo con nuestra situación humana. Yo diría que es un texto fundamental sobre el compromiso de Jesús con nosotros en la oración, sobre su participación y su solidaridad con los hombres.

Otro texto evangélico que se podría meditar es el de Le 11,1-13, sobre la insistencia, la urgencia, la importunidad de la oración, la insensatez de la oración, que me parece reflejar muy bien lo que se dice de Abrahán. Como texto de lectura podría ser útil la oración que pide Pablo en 2 Cor 1,6-11 para una situación dramática de su vida, comprometiendo a la comunidad en sus temores y en sus sufrimientos.

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SÉPTIMA MEDITACIÓN

La prueba de Abrahán y nuestras pruebas

“Te alabamos y te damos gracias, glorioso Señor Jesucristo,porque estás presente entre nosotros y en nosotros; en nosotros alabas perfectamente al Padre con la voz del Espíritu que nos has dado.Te pedimos, Señor,que esta voz del Espírituse suscite en nuestro interior,escuchando la palabra de la Escriturade manera digna y justa,adecuada al significado del texto,

proporcionada a las cosas que se nos manifiestany pronta para reconocer en nosotros la afinidad

con la enseñanza y el ejemploque se nos proponen.Tú, que eres Dios y vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén”.

Vamos a meditar hoy en la prueba de Abrahán que nos expone el capítulo 22 del Génesis. Es el texto culminante de la experiencia de Abrahán, un texto al que —como dice muy bien Von Rad, uno de sus más agudos comentaristas— “nadie puede acercarse de manera neutral”; siempre suscita en nosotros cierta admiración, cierto malestar, cierto temor y confusión; un texto del que nos gustaría escaparnos, porque crea proble

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mas, crea dificultades, puede crear también escándalo y burlas. Un texto del que tenemos la sensación que comprendemos muy poco, a pesar de que en él las cosas están claras como el agua; un relato de fuente elo- hísta, casi sin "mancha alguna desde el punto de vista literario formal, sin arruga, probablemente algo tardío, y, por consiguiente, reflejo de un arte literario y de una capacidad de narrar realmente consumada. Hay también algunos añadidos posteriores que perturban un poco, desde el punto de vista literario, la unidad del conjunto, pero que convergen y aclaran el significado del episodio. Sin embargo, a pesar de su limpieza, el episodio nos parece preocupante, duro, difícil. Me parece que Lutero decía: comprendo de él menos de lo que comprendía la pata del burro de Abrahán que se detuvo en la falda del monte; el burro no subió al monte ni vio nada de lo que ocurría.

Más delicadamente, Kierkegaard habla de un hombre que oyó relatar esta narración cuando era niño, que se lo repetía muchas veces en su mente con un entusiasmo cada vez mayor, pero que encontraba cada vez más difícil la comprensión de este relato; y concluye con su acostumbrada ironía: aquel hombre no era un sabio, un exegeta, no entendía el hebreo; si hubiera entendido el hebreo, quizá le habría resultado fácil la historia de Abrahán. Realmente, incluso los que entienden el hebreo encuentran esta historia igualmente difícil. ¿Qué hacer? Haremos sencillamente lo que nos aconseja san Ignacio: presentar la historia tal como es, cum brevi vel summaria declaratione (2), con alguna indicación de lectura. Así pues, haremos primero un breve análisis del texto, de su estructura, y luego diremos algo sobre las múltiples interpretaciones de esta historia, para acabar con algunas reflexiones a modo de conclusión.

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1. La prueba de Abrahán: análisis del texto

¿En qué consiste la prueba de Abrahán? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Si queremos encuadrar en la dinámica de este retiro las reflexiones que voy a proponeros, hemos de recordar lo que decíamos el primer día: ¿de qué conocimiento de Dios partió Abrahán? Abrahán partió de un conocimiento astrológico ciertamente imperfecto, de un Dios del que se puede disponer, del que se obtienen favores por medio de ciertos ritos, del que es posible prever adonde va y adonde no va mirando el curso de los astros. Por consiguiente, de un Dios del que estamos de alguna manera seguros, que hace segura nuestra vida, ya que podemos contar con él puesto que sigue una conducta regular parecida a la de los astros.

Pues bien, vemos cómo Abrahán va pasando gradualmente del Dios con el que se puede contar, del que se puede disponer, al Dios que dispone de él, que de hecho va disponiendo de él continuamente, cada vez más, con pruebas cada vez más sutiles, más difíciles, intercaladas de promesas, lo va afinando en este conocimiento y lo lleva al Dios de la promesa, al Dios en el que hay que apoyarse por completo, totalmente, únicamente al Dios que tiene en las manos el destino de su vida, que lo conoce muy bien, pero del que Abrahán no consigue percibir las realizaciones concretas, hasta el punto de que el conocimiento anteriormente adqui-rido con tanto esfuerzo parece saltar de nuevo.

Y viene entonces el episodio: Abrahán había creído que comprendía un poco mejor a Dios: es el Dios de la promesa, que lo va guiando, aunque no lo vea; el Dios que le prepara una tierra y que le da, finalmente, un hijo; es el Dios de la bondad, de la justicia, de la verdad, de la plenitud; pero en un determinado momento parece que todo vuelve a ponerse en cuestión. Se le exige a Abrahán un nuevo salto en el conocimiento de Dios.

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Los cuatro elementos del texto

El texto del capítulo 22 del Génesis, versículos 1 al 18, se compone de cuatro partes.

La orden (vv. 1-2). La primera parte es el mandato: “Y aconteció que después de esto quiso Dios probar a Abrahán”. Dios es de nuevo sujeto de la acción, lo mismo que en Gén 12: “Dios llamó a Abrahán”. De este modo el relato queda planteado teológicamente desde el principio. Observemos cómo el redactor parece como si quisiera comprometernos a nosotros cuanto antes en la acción, ya que nos dice lo que está sucediendo: “Quiso Dios probar a Abrahán y le llamó: ¡Abrahán, Abrahán! (repetido dos veces, como en los momentos de las grandes revelaciones). Este respondió: Heme aquí. Y Dios le dijo: Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah, y allí le ofrecerás en holocausto en un monte que yo te indicaré”. He aquí la orden. El relato, en su transparencia cristalina, está casi totalmente privado de elementos emotivos, como si fuera una fotografía separada de los acontecimientos, excepto algunas alusiones que nos permiten vislumbrar el drama: “Tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas”.

La ejecución (vv. 3-6.9-10). Después de la orden viene la ejecución, que se describe despacio. Al narrador le gusta prolongar el relato; parece como si quisiera subrayar que Abrahán estuvo retrasando la cosa varios días, cuando habría sido más fácil hacerlo todo en seguida; pero no: preparativos, viaje silencioso, atmósfera de plomo, nadie se atreve a preguntar adonde van... Todo esto es descrito indirectamente por el narrador, prolongando los tiempos: “Se levantó Abrahán de madrugada (por tanto, no vaciló un solo instante en poner por obra el mandato del Señor, que había recibido probablemente de noche), enalbardó su asno, tomó consigo dos siervos y a su hijo Isaac, partió la leña para el

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holocausto y se encaminó hacia el lugar que Dios le había dicho”. Fijaos en los detalles: poner las albardas al asno, cortar la leña, tomar dos siervos. El autor insis te en detalles mínimos, casi vulgares, en contraste con el drama que se está desarrollando y del que ninguno de los protagonistas se atreve a hablar. Los comentaristas se muestran asombrados: ¡Pero Sara se enteraría! ¿O quizá no? ¿Lo entendió? Algunos describen a Sara mirando desde la ventana. Nada de todo esto en el relato. Se descarta todo lo que sabe a sentimiento.

“Al tercer día, alzando los ojos, alcanzó a ver de lejos Abrahán el lugar”. Aquí se dice implícitamente que el viaje duró tres días y tres noches; por consiguiente, cada vez plantar el campamento, levantarse de mañana y de nuevo en camino, etc. “Y dijo a sus siervos: Quedaos aquí con el asno, mientras el muchacho y yo subimos arriba. Haremos adoración y después regresaremos a vosotros”. Abrahán comprende que va a suceder algo inaudito entre él y Dios solos, no quiere testigos, ni siquiera el asno; nadie debe estar presente, nadie tiene que guardar en los ojos el reflejo de lo que va a acontecer.

El coloquio (vv. 7-8). Viene a continuación el coloquio entre Abrahán e Isaac. Es el momento culminante de la accicjn dramática, como cuando entran en juego los vínculos de familia más íntimos: “Entonces, dirigiéndose Isaac a su padre, le dijo: ¡Padre mío! El respondió: ¡Heme aquí, hijo mío! Llevamos —dijo Isaac— el fuego y la leña; pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Abrahán respondió: Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”. Este diálogo es toda una obra maestra, donde se sobreentienden muchas cosas, pero en el que la simplicidad de Isaac, que va a las cosas esenciales, contrasta con el embarazo de Abrahán, que va también a las cosas esenciales: ¡Dios proveerá! Finalmente (vv. 9-10) viene la preparación para el sacrificio: “Continuaron juntos el camino y lle

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garon al lugar que Dios le había indicado”. Y aquí de nuevo la acción se hace más lenta: “Levantó Abrahán un altar, preparó la leña y seguidamente ató a su hijo Isaac, poniéndolo sobre el altar encima de la leña. Extendió luego la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo”. Se describe en sus más pequeños detalles la preparación para el sacrificio.

En los versículos 11-14 estamos en el tercer momento de la intervención divina: “Entonces el ángel de Yavé le llamó desde el cielo y le dijo: ¡Abrahán, Abrahán! Este respondió: ¡Heme aquí! Y el ángel le dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas mal alguno. Ya veo que temes a Dios, porque no me rehusaste tu hijo, tu unigénito”. La intervención divina se especifica en el versículo siguiente: “Entonces alzó Abrahán los ojos y vio a sus espaldas un carnero trabado por sus cuernos a un matorral. Tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Abrahán llamó aquel lugar con el nombre de Yavé provee, y por ello aun hoy se dice: El monte de Yavé provee”.

Repetición del juramento (vv. 15-18). En la última parte del texto se lee de nuevo el juramento: “Luego llamó el ángel de Yavé por segunda vez a Abrahán y le dijo: Juro por mí mismo, palabra de Yavé, que, por cuanto has hecho esto y no me has rehusado tu único hijo (por tercera vez se insiste: tu único hijo), te colma- ' ré de bendiciones y multiplicaré tanto tu descendencia, que será como las estrellas del cielo y como la arena que hay a la orilla del mar, y tu estirpe poseerá las puertas de sus enemigos (sus ciudades). Por tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra, porque obedeciste mi voz”.

“Volvió Abrahán a sus siervos y se encaminaron hacia Berseba, y habitó Abrahán allí” (v. 19).

Hace observar un comentarista: ninguna palabra de alegría, de júbilo, de entusiasmo, todo en un tono velado. Un comentarista rabínico dice que cuando Isaac volvió a casa se lo contó todo a su madre, Sara, que

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lanzó seis grandes gritos y cayó muerta. A los comenta ristas siempre les gusta ampliar, ver qué es lo que hay detrás, cuáles son los sentimientos que animan a las personas. Pero el texto no nos lo dice.

Considerando el texto en su conjunto vemos que todo está colocado dentro de un marco teológico muy claro: “Dios quiso probar a Abrahán” (v. 1); “ya veo que temes a Dios, porque no me rehusaste tu hijo” (v. 12b). Es el marco teológico de la prueba, de la experiencia, algo así como probar con una carga la construcción de un puente para ver si resiste.

Dentro de este marco teológico se inserta el relato, en el que se relacionan estrechamente dos órdenes contradictorias: “Ofrece en holocausto a tu hijo, al que tanto amas” (v. 2) y “No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas mal alguno” (v. 12). El centro de la narración está comprendido entre estas dos órdenes. Hay luego una frase que se repite dos veces, en dos sentidos diversos, pero que se compenetran entre sí: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío” (v. 8), y luego de nuevo: “Abrahán llamó a aquel lugar con el nombre de Yavé provee, y por ello aun hoy se dice el monte de Yavé provee” (v. 14). Esta frase dicha antes de la confusión, de la amargura, y luego en la claridad, me parece que expresa el momento crucial en el que se organizan todos los demás temas de la prueba de Abrahán.

2. Las interpretaciones del texto

Digamos unas palabras sobre sus interpretaciones. Ya he aludido a las rabínicas. Desde la antigüedad esta historia ha atraído mucho a los comentaristas por su carácter dramático humano y religioso: un padre que está dispuesto a matar a su hijo para obedecer a Dios, el mayor crimen erigido en el más alto deber. Una dra-

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maticidad religiosa narrada sin comentarios, casi sin in-dicaciones psicológicas, emotivas ni teológicas; precisamente por eso se presta a un montón de reflexiones. Cada uno toma este episodio en su sentido y lo revive según su propia experiencia religiosa, según sus propias experiencias límite. Porque está claro que estamos ante un caso límite, que supone un salto cualitativo, un salto de nivel en la experiencia de Abrahán del conocimiento de Dios.

Entre estas interpretaciones hay algunas suavizantes, que intentan desdramatizar el relato; dicen: el objetivo del texto es demostrar que Dios no quiere sacrificios humanos. Pero se trata de una manera un tanto cruda de demostrarlo. Desde una perspectiva arqueológica se dice que el texto alude a una antigua tradición de sacrificios humanos con ocasión de la erección de algún santuario; aquí se intenta decir que fue entre los hebreos como dejaron de hacerse así estas cosas. Pero aunque arqueológicamente es posible remontarse a la prehistoria de la narración, este texto no alude para nada a lugares de culto o al menos no los menciona claramente, excepto en el proverbio “Yavé provee” como nombre de aquel monte.

Según otra interpretación suavizante, Abrahán se equivocó, es decir, creyó que Dios le pedía el sacrificio de su hijo; había visto los sacrificios humanos de los cananeos, y considerando que esos sacrificios tenían algo de heroico, se dijo: también yo debería hacer lo mismo; se equivocó, hasta que por fin Dios lo iluminó. Pero podemos preguntarnos por qué no lo iluminó antes, por qué le hizo llegar hasta aquel punto. Se trata de interpretaciones que intentan leer el texto según óp-ticas posteriores y que pueden tener cierta legitimidad.

A estas interpretaciones suavizantes se oponen las in-terpretaciones más bien duras, que insisten en la fe, en la fe hasta el absurdo. Aunque puede parecer un poco simplista la forma de resumirlas, me parece que es Kierkegaard el que mejor expresa estas interpretacio

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nes duras cuando habla de la necesidad de la fe como condición para una superación, para una suspensión del momento ético impuesto por el momento religioso: se trata del drama en el que el juicio sobre lo que parece ser éticamente razonable, justo, obligado, o bien éticamente macabro e injusto como el holocausto de un hijo, queda suspendido frente a una instancia más alta.

Interpretaciones sarcásticas

Unas interpretaciones intermedias entre las suavizantes y las duras son las que podríamos llamar sarcásticas. Von Rad menciona la del marxista Kolakowski, un polaco que vive en Londres y que cuenta esta historia con un tono humorístico, sarcástico, aunque con profundidad. Para él Abrahán representa ia obediencia a la razón de estado. Abrahán hace lo que tiene que hacer: nunca hay que preguntar el porqué de una orden, la orden tiene que ejecutarse sin rechistar. Por consiguiente, Abrahán es el modelo del perfecto ciudadano, que obedece siempre a las leyes. Abrahán se atuvo al pie de la letra a lo que le habían mandado, y, por consiguiente, no pecó ni cuando quiso matar a su hijo ni cuando detuvo su cuchillo. En el fondo, detrás de este relato hay una parábola de la obediencia a la razón de estado, que al final se convierte en una parodia del concepto de. Dios.

Esto para indicar cómo el relato tiene toda una gama de aplicaciones y puede incluso convertirse en un apoyo para el incrédulo, que ante esta narración encuentra inadmisible un concepto de Dios, de un Dios que da miedo, que produce escalofríos. Se trata de una historia de la que nunca acabaremos de agotar plenamente su significado; nunca podremos decir que la hemos comprendido por completo. Cada vez hemos de intentar ver qué es lo que quiso decir el narrador. Su interpretación ha ido ahondando cada vez más en ella, sobre

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todo en la época moderna, en sus aspectos individualis tas, éticos, psicológicos, intentando comprender qué es lo que pensó Abrahán, qué es lo que le dijo a Isaac, si habló con él de lo que pensaba hacer, si no le dijo nada...

Sobre estos interrogantes recojo también otra observación de Kierkegaard: Abrahán no le dijo nada de esto a Isaac, prefirió que su hijo lo considerase un asesino antes de que su hijo perdiese la fe; si se lo hubiera explicado, su hijo no habría llegado a entenderlo. Es una de tantas complicaciones psicológicas con que nos topamos cuando vamos más allá del texto, que de suyo sigue siendo muy sencillo, lejos de todas las especulaciones.

(Qué dice la Escritura?

¿Qué vamos a hacer entonces ante todo este montón de interpretaciones? Os voy a proponer sencillamente unas cuantas reflexiones, en primer lugar sobre la prueba de Abrahán y luego sobre nuestras propias pruebas, que conocemos mucho mejor que la de Abrahán. La verdad es que nosotros no estábamos en el monte Moriah ni podemos saber exactamente qué es lo que representó en la realidad esta prueba para Abrahán, por encima de todo lo que puedan sugerirnos la fantasía, la psicología, la investigación profunda del psiquismo humano. Pero ¿qué es lo que dice la Escritura?

La Escritura dice claramente en el versículo 12: “Ya veo que temes a Dios”. Por tanto sabemos que se trata de una prueba, de una prueba que toca a Abrahán en lo más profundo de su alma, en sus relaciones con Dios, en sus relaciones de obediencia y de fe. No es simplemente una prueba sobre las virtudes cardinales: justicia, fortaleza, templanza, como podían ser las demás pruebas anteriores; por ejemplo, en Egipto, donde

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se trató de probar su lealtad y su fortaleza, en donde las cosas no fueron como deberían haber ido; o en el momento de separarse de Lot, cuando la prueba fue sobre su templanza en la posesión de bienes y él supo mantenerse en donde debía. Aquí la prueba es más profunda, la prueba es sobre el temor de Dios, sobre cómo acoge Abrahán al Dios de la salvación, al Dios de la libre iniciativa y de la promesa, de la que ahora depende toda su vida.

Además de este significado, la Escritura nos da otros más amplios y numerosos. Por ejemplo, en 1 Mac 2,52: “¿No fue Abrahán hallado fiel en la prueba y le fue apuntado como justicia?” La frase sobre la fidelidad de Abrahán en la prueba me parece que quiere significar aquí que no se cansó de obedecer en la fe, sino que perseveró en esa obediencia incluso cuando aquello parecía imposible.

Otros pasajes más conocidos insisten principalmente en la fe como tal. Por ejemplo, Heb 11,17-19: “Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: e inmolaba a su hijo único, a aquel que había recibido las promesas, a aquel de quien le había sido dicho: ‘Por Isaac tendrás una descendencia que llevará tu nombre’. Porque pensaba que Dios tiene poder incluso para resucitar los muertos. Por eso recibió a su hijo, y por él un símbolo”. Aquí se insiste precisamente en el objeto central de la promesa y de la fe de Abrahán: la descendencia; Abrahán se ve tentado en el objeto central de la promesa, que se le había dado, y acepta la prueba en este objeto.

También en Heb 6,15 se insiste en la perseverancia: “Por la perseverancia, Abrahán alcanzó la realización de la promesa”. Otros textos insisten, por el contrario, en la ejecución obediente del mandato de Dios; así en Sant 2,21: “Abrahán, nuestro padre, ¿no fue justificado por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?” Santiago subraya el hecho de obeceder en sí mismo, la ejecución como tal de la obediencia, mien

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tras que en Hebreos, en mi opinión, se subraya más bien la intención con que obedece Abrahán. El libro de la Sabiduría (10,5) destaca la fortaleza de Abrahán; se trata entonces de una tentación sobre las virtudes cardinales: “La Sabiduría lo sostuvo fuerte contra el entrañable amor a su hijo”.

Como veis, hay en la Escritura diversos matices, varios acentos que se perciben en estas pruebas. ¿Qué hemos de decir nosotros? Simplemente, sin pretender hacer una exégesis muy profunda, tenemos que excluir como no perfectamente adecuadas al texto las interpretaciones modernas, especialmente a partir de Kierke- gaard, quizá muy fascinantes en sí mismas, que apelan al concepto de superación de la ética o del conflicto entre varios deberes: el hombre aplastado entre dos deberes, el deber de conservar a su hijo y el deber de obedecer a la voz de Dios que le dice que lo suprima. Este conflicto de deberes, que nos desconcierta tremendamente a los modernos, parece que no se mostraba como tal a la mente del israelita. Recordemos que en las civilizaciones antiguas, incluso en la época romana, se consideraba que el padre tenía derecho de vida y muerte sobre sus hijos. Pero este conflicto ético no me parece que se deduzca del texto ni está subrayado por la mentalidad del texto. Se insiste más bien en un conflicto de cariño, de amor, pero no entre dos leyes contrarias, entre dos cosas opuestas queridas por Dios, entre las que se encuentra desgarrada el alma. No me parece que la superación del plano ético corresponda a la teología del autor, precisamente porque no se plantea un problema ético de base.

El hombre frente al caso límite

¿Qué es lo que hay entonces de positivo en esta actuación de Abrahán? Creo que hay sencillamente esto: la prueba de Abrahán es, como todas las pruebas se

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rias, un poner al hombre frente a un caso límite, en donde el hombre demuestra verdaderamente lo que es, lo que hay en él. Algo parecido a lo que ocurrió con Job: Job, llevado hasta un caso límite, demuestra lo que es. ¿Cuál es este caso límite? Es una provocación hasta casi la imposibilidad en absoluto, ya que, como dice la carta a los Hebreos (11,9), Abrahán creía en la resurrección, aunque esta idea es probablemente en parte una anticipación neotestamentaria. Pero es cierta-mente una provocación hasta los límites de lo inverosímil, de lo demasiado difícil, que tiene que aceptar Abrahán. La fe de Abrahán se ve provocada hasta el límite extremo.

Intentando hacer hablar a Abrahán con Dios sin demasiada psicología, con mucha sencillez, Abrahán diría: “En una palabra, me lo has prometido todo, he estado esperando mucho tiempo y, finalmente, me diste un comienzo de ese pueblo que me prometiste, un comienzo necesario, ya que sin él no se empieza; me lo diste, lo tengo conmigo como signo de tu benevolencia, como esperanza de mi futuro, como prenda de que tú eres mi Dios, y ahora me dices que yo mismo tengo que quitarlo de en medio. ¿Qué será entonces de mí?” Del ánimo de un Abrahán llevado así hasta el límite de la provocación de la fe no pueden menos de surgir preguntas como ésta: “¿Pero quién es ese Dios que parece contradecirse? ¿Ese Dios que después de haberme llevado por cierto camino, donde me parecía que había hecho un discernimiento justo, me obliga en un determinado momento a hacer lo contrario? Se ve que Dios no me ha comprendido. ¿O seré yo el que se ha metido en un mar de escrúpulos religiosos?”

Pero Abrahán no llega a esto. Somos nosotros, los modernos, los que llegamos a estos planteamientos. Sin embargo, el límite de la prueba me parece que está aquí. Es realmente una prueba de fe, una prueba de fe que afecta a la promesa, que no afecta solamente al cariño por un hijo, sino que afecta a toda la posteridad

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que se le había prometido en ese hijo. Abrahán tiene en sus manos esa pequeña prenda en la que ve la bendición de Dios. Y ahora se le quita. ¿Dónde está entonces la bendición de Dios? ¿Dónde estará? Me parece que ahí es donde se puede vislumbrar de alguna manera, desde el punto de vista de la Biblia, el caso límite hasta donde ha sido llevado Abrahán.

Nuestras pruebas

Después de esta primera reflexión voy a proponeros otra sobre nuestras pruebas. Ciertamente esta prueba se le dio a Abrahán para todo el pueblo de Israel, el cual mirará siempre esta prueba como dada para todos los hombres que apelan a Abrahán y que están contenidos en él. La prueba de Abrahán es de alguna forma la nuestra. Y entonces os propongo que os preguntéis en primer lugar como premisa: ¿cuáles son mis pruebas?; luego os sugeriré tres breves pensamientos sobre nuestras pruebas, a partir del tema de Abrahán.

Reflexionemos en primer lugar en nuestras pruebas: “nuestras” quiere decir individuales, comunitarias, colectivas, eclesiásticas, sociales. Todas estas pruebas nos afectan. No solamente tenemos pruebas personales misteriosas, escondidas, sino también pruebas en las que nos vemos asociados a otras personas más cercanas a nosotros por motivos de apostolado, de vocación, de misión apostólica, de afecto, etc.; como también estamos asociados a toda la humanidad. Os invito a reflexionar en estas pruebas, lo mismo que reflexionábamos antes en nuestros kerigmas, en nuestros evangelios; a reflexionar sobre todo en esas pruebas que tocan en nosotros la actitud más profunda de nuestro ser, como son las pruebas de Gén 22.

También nosotros tenemos pruebas del tipo de Gén 12 o Gén 22, que no tocan a nuestra actitud profunda delante de Dios, a la imagen de Dios, a no ser indirec

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tamente. Por ejemplo, un deber un poco ingrato que cumplir puede resultar antipático, -pero no se trata de una prueba que afecte a la intimidad del hombre; lo mismo ocurre con una enfermedad molesta, fatigosa; hay que tener un poco de fuerza para superar esta prueba, pero no toca todavía al cuadro fundamental; o bien una circunstancia desagradable, una situación ridicula, una equivocación cometida; son ciertamente pruebas, pero que afectan a las virtudes cardinales, afectan a la fortaleza, a la justicia, a la prudencia, a la templanza; pruebas contra la castidad, tentaciones de varios tipos, que tocan a esta virtud, pero que no llegan a tocar la intimidad de nuestra actitud para con Dios.

La prueba que sacude nuestra fe

Por el contrario, hay pruebas que, como diría Pablo, son como flechas de fuego, esas flechas de fuego del enemigo que tienden a herir eso que es nuestra propia identidad de fe y que alcanzan a la intimidad de nuestro ser. Pueden estar motivadas por acontecimientos grandiosos, pero también por sucesos muy sencillos que, sin embargo, al ser simbólicos, típicos, nos asustan, nos sacuden, en cuanto que vemos en esos hechos toda una situación, todo un sistema, y esto nos aplasta. Yo definiría este tipo de pruebas como una percepción dolorosa y amenazadora del desnivel entre la promesa divina y la realidad; percepción que nos irrita, que no aceptamos con calma, por la que nos sentimos amena-zados, que nos hace vacilar. Entonces nos encontramos claramente en la línea de Abrahán.

¿Qué es lo que produce esta situación? Hace surgir preguntas tentadoras: “¿Pero cómo?; si esto es así, ¿por qué no interviene el Señor? ¿Es que Dios no es Padre? Entonces, ¿es que Jesucristo no vive realmente en su Iglesia? ¿Cómo es que van las cosas de este modo? ¿Dónde está toda esa preocupación de Dios por los

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hombres?” Y otras mil preguntas que tocan al corazón mismo de nuestra identidad religiosa. Estas pruebas pueden ser tanto físicas como morales: ciertas agonías interminables, ciertas muertes desgarradoras, que hacen percibir la ausencia de Dios. Dios no acude en ayuda, deja que la persona se degrade en el sufrimiento; ciertas degradaciones de personas que hemos amado, que hemos seguido, que vivieron con nosotros una vida de fe y que luego vemos cómo se hunde: ¿Pero por qué? ¿Por qué ocurre esto?; situaciones de injusticia que sufren las personas inocentes: ¿Por qué no interviene Dios?

Se trata del problema del mal, que es el común de-nominador de todas las objeciones sobre Dios; pero si vuestro Dios existe realmente, ¿por qué permite esto, y esto, y esto? Y la lista no termina nunca. Y no sólo en el terreno de las experiencias del mundo, de las realidades de este mundo, sino también en la Iglesia: lentitud, escándalos, hipocresía, obras apostólicas que parecían prometedoras y que se vienen abajo ante los recelos o los errores de los hombres de la Iglesia. ¿Pero cómo es posible que el evangelio no actúe, que el Señor no se mueva, que siga bloqueada esta situación? Tengo la impresión de que muchos abandonos del sacerdocio debidos a crisis de fe nacen de este desnivel entre lo que había esperado el joven sacerdote en el seminario (la palabra de Dios llena de eficacia, la Iglesia llena de la fuerza de Cristo) y la realidad de las cosas, hecha de tristeza, cansancio, frustración, estancamiento, mezquindad, avaricia: ¿Cómo es posible esta situación frente a todo lo que nos habían prometido? Y entonces empieza a fallar la misma fe en Dios, tal como se le había conocido.

Pueden ser también otras cosas más sencillas, personales: el desnivel entre mi esfuerzo apostólico, lo que hago por el servicio a las almas, y el resultado tan pobre que obtengo y que, si se prolonga demasiado tiempo, crea cierto malestar, incertidumbre, desánimo,

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frustraciones; ¿es que acaso estoy fuera de mi lugar?, ¿realmente me quiere Dios aquí?; entonces, ¿por qué no me ayuda?; si estoy en la obediencia, ¿por qué no me van bien las cosas?, ¿es que me ha engañado la obediencia?, ¿por qué ha permitido Dios este engaño? Lo mismo ocurre con la aparente inutilidad de la oración; sabemos hasta qué punto pueden ser terribles las pruebas de la oración para los que rezan de verdad; pueden ser pruebas de fe formidables, las más pavorosas que existen, según nos describen los que las han probado. Y, en general, todo lo que denota falta de sen -tido, falta de significado en lo que uno está haciendo. Entonces esta falta de sentido produce una depresión moral, psíquica, que hace dudar incluso del fundamento último que le da significado a todo, es decir, la promesa de Dios.

He aquí algunos ejemplos de estas pruebas, que cada uno podrá multiplicar según sus propias experiencias. Gracias a Dios, generalmente las pruebas, que nunca faltan, se refieren solamente sobre todo a las virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, que nos comprometen a ser fuertes, mortificados, prudentes, honestos, valientes; no tocan al fondo; pero puede haber casos en los que tocan más o menos al fondo.

3. Reflexiones finales

Sobre estas pruebas, a partir de la prueba de Abrahán, os voy a proponer algunas reflexiones muy sencillas como propuesta final.

Las pruebas de cada día

La primera reflexión es ésta: ¿Qué es lo que aparece en la historia de Abrahán si la tomamos como historia

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típica del creyente? Hemos de decir que Dios nos prueba, la prueba nos espera, y, como dice muy bien el Sirácida: “Hijo, si te decides a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba; endereza tu corazón y mantén- te firme y en tiempo de infortunio no te inquietes. Pégate a él, no te alejes, para que tengas buen éxito en tus postrimerías...” (Eclo 2,1-3). Es un capítulo muy hermoso: el temor de Dios en medio de la prueba.

Por consiguiente, la prueba existe, la prueba nos espera.¿Por qué nos espera?, ¿por qué misteriosa necesidad hemos

de sufrir la prueba? Evidentemente, porque, estando el mundo bajo el signo del malvado, es decir, estando el hombre en un estado histórico de degradación, el que se pone a obrar bien es fatal que se encuentre con obstáculos. Tenemos pruebas en la justicia, la fortaleza, la templanza; es difícil ser justos, castos, moderados, honrados, en un mundo que tiende a lo contrario; por tanto, la prueba es absolutamente inevitable en esta vida.

Pero podría decirse algo más: ¿por qué la prueba?; y sobre todo, ¿por qué la prueba límite o que tiende al límite? Voy a dar una respuesta que no sé si es del todo correcta: porque Dios es Dios, es decir, Aquel que se entrega en la fe, que se da a través de un camino de fe, y este camino de fe supone la superación de una idea original de Dios muchas veces equivocada, al menos en parte, y que entonces es preciso corregir y que, por consiguiente, supone crisis sucesivas de nuestra idea de Dios y de nuestra identidad delante de Dios. Y esta prueba es terrible; es la prueba fundamental. Así pues, hay un motivo de fondo: Dios es el Dios de la promesa, de la salvación, de la libre iniciativa, de la palabra; sin embargo, a nosotros instintivamente nos gusta un Dios de la seguridad, de fundamentos claros y evidentes, de quien lo sepamos todo, del que podamos preverlo y programarlo todo a nuestra medida. El choque entre estas dos cosas es la prueba: es decir, comprender que

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Dios es distinto de como lo había comprendido. Efecti-vamente, a menudo el razonamiento que está implícito en la prueba es el siguiente: “¿Cómo es que Dios no me ayuda? ¡O no he comprendido a Dios o Dios no existe!” He aquí entonces la prueba: hay que optar entre estas dos cosas.

La prueba existe; la prueba nos aguarda. Diré incluso que la prueba es prueba; o sea, que también se cae. Por eso la prueba es peligrosa, porque se puede caer en ella; y hay algunos que caen, incluso en la fe; y también nosotros podemos caer cada día en la fe, como dice san Pablo: aquél (Alejandro) y algunos más naufragaron en la fe. Se puede naufragar en la fe en cualquier situación, incluso siendo papa. Como dice muy bien san Ignacio, el demonio no respeta ningún estado o condición de las personas, no se salva nadie: la prueba es para todos. Más aún, yo diría que cuanto más comprometida está una persona en las cosas de Dios, más ten-tada se ve respecto a la imagen de Dios, ya que tiene mayor necesidad de purificar esa imagen. Caen hasta los cedros del Líbano; ¿qué será de nosotros, que no somos cedros del Líbano?

El carácter absurdo de ciertas pruebas excepcionales

Segunda reflexión: la prueba como tal, precisamente por ser prueba, tiene algo de incomprensible y de absurdo. Es el drama de la prueba. Mientras que la prueba contra las virtudes cardinales de ordinario se puede recibir racionalmente —por ejemplo, siento una fuerte atracción sexual; es una prueba, pero con la razón comprendo que eso no está bien, y, por consiguiente, lucho y me esfuerzo, es decir me muevo dentro de un marco racional de las cosas—, al contrario, la prueba de la que hablamos tiene ciertos aspectos de incomprensibilidad, de absurdo, lo mismo que para Abrahán, ya que se trata de una cosa que casi parece ir más allá del límite.

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Es difícil expresar esto, pero me parece por lo menos a mí que dice algo, sobre todo si lo leemos a la luz de lo que es la prueba suprema, o sea la muerte. La muerte es todo lo contrario de la promesa de vida de Dios. La muerte indica degradación, decadencia, todo lo contrario de lo que Dios nos ha prometido; es la prueba que mejor presenta su carácter absurdo, de cierta incomprensibilidad, y esto la convierte en un riesgo, en un peligro, ya que cuando la hemos comprendido, la prueba se acabó.

Cuando ¡a prueba no es más que prueba

De aquí la tercera reflexión: si ésta es la prueba, ¿cuál es el evangelio, el kerigma para la prueba, tal como podemos deducirlo de la historia de Abrahán y tal como lo leemos en el conjunto de la Escritura?

Alguien podría pensar, y nosotros mismos lo creemos a veces, que se trata de un kerigma consolatorio. También san Ignacio en la regla octava sobre el discernimiento de espíritus (321) dice: “El que está en desolación piense que será presto consolado”. Es como cuando le decimos a uno que se ve probado: “¡Animo! ¡Ya verás cómo esto pasa; también otros fueron probados!” Otros insisten más bien en el kerigma que podríamos llamar “heroico”: “¡Ha llegado la hora de tener ánimos y demostrar lo que eres!” San Ignacio apela a esta solución en la regla novena (322): Dios quiere “probarnos para cuánto somos y en cuánto nos alargamos en su servicio y alabanza, sin tanto estipendio de consolaciones y crecidas gracias”; quiere mostrarnos qué es lo que somos capaces de hacer, bien sea por nuestras propias fuerzas naturales, bien con la ayuda de su gracia, que siempre actúa, aunque no se note.

A pesar de ser válidos estos dos kerigmas, asumen, a mi juicio, su validez de otro kerigma mucho más profundo, que es precisamente el versículo 1 del capítulo

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22: “Quiso Dios probar a Abrahán”; es decir, la prueba es prueba. Una vez que uno ha comprendido esto, la prueba cambia por completo de significado; muchas veces lo oímos decir: Sí, me encuentro en este estado; pero si supiera que es una prueba, esto le daría un significado a lo que me sucede. El evangelio más fundamental es éste precisamente: la prueba es prueba de Dios, en cuyas manos estoy. Incluso en el colmo de la oscuridad de Dios —hasta decir, como creo que decía santa Teresa del Niño Jesús en los últimos meses de su vida: “He ocupado un puesto en la mesa de los incrédulos”, o sea que había llegado precisamente al límite de la prueba de fe—, incluso en medio de los mayores sufrimientos, ante la muerte inminente, mientras que por su propia naturaleza la prueba tiende a hacerme decir que Dios me ha abandonado, que no existe Dios, el evangelio, por el contrario, me dice: “Estás en la prueba, pero Dios te tiene en sus manos”. Y de este modo se tiende a referirlo todo a la dinámica de la promesa y del abandono en la palabra.

Es lo que nos sugiere san Ignacio en la regla séptima sobre el discernimiento (320): “El que está en desolación considere cómo el Señor le ha dejado en prueba en sus potencias naturales para que resista...; pues puede con el auxilio divino, el cual siempre le queda”. Hay que saber comprender que es Dios el que prueba, aunque muchas veces esto sea muy difícil de comprender. Lo comprendemos de los demás, pero no tan fácilmente de nosotros; para nosotros representa una calamidad que nos ha venido encima, una situación dramática de la que no se sale; y entonces nos fallan todas las energías para aclararla.

Podemos todavía preguntarnos: ¿adonde va, dónde termina el evangelio de la prueba de Abrahán? La respuesta nos la da la carta a los Romanos (8,32): “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que aun a su propio Hijo no perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con

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él todas las cosas?”, que hay que leer en un paralelismo inmediato con Gén 22,12: “Ya veo que temes a Dios, porque no me rehusaste tu hijo, tu unigénito”.

La tradición neotestamentaria ha leído en la historia de Abrahán el amor de Dios que, al darnos a su Hijo, nos asegura que ninguna prueba de ningún tipo podrá llegar nunca más allá de la prueba, es decir, separarnos como tal del amor de Dios. La prueba por parte de Dios se quedará en prueba y no se convertirá en escándalo. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación o la angustia, la persecución o el hambre, la desnudez, el peligro o la espada? Según está escrito que ‘por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, somos considerados como ovejas destinadas al ma-tadero’. Pero en todas estas cosas salimos triunfadores por medio de aquel que nos amó. Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras —todo lo que podría ser para mí una prueba en el cielo o en la tierra—, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). La prueba es prueba de un Dios que nos tiene bien agarrados de su mano.

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OCTAVA MEDITACIÓN

Las pruebas de Jesús

Entramos con esta meditación en el espíritu de la tercera semana, que tiene como fruto, según san Ignacio, la compasión con Cristo: vernos doloridos con Cristo dolorido, sufrir con Cristo sufriente; es decir, entrar en el misterio de su pasión. Se trata de una gracia contemplativa, al menos en sentido amplio, e íntimamente afectiva, en el sentido de que afecta a todo el interior de la persona más allá de sus facultades puramente racionales. Una gracia que no es posible explicar ni siquiera proponer, a no ser desde lejos; existe el peligro de quedarse sólo en palabras, sin conseguir pasar más allá del umbral del contacto real con el misterio.

Después de haber contemplado la historia de Abrahán, nueátro padre en la fe, contemplaremos algunas escenas de la vida de Cristo, jefe y consumador de nuestra fe —archegós kai teleiotés tes písteos—. Os propongo tres contemplaciones: Jesús en el desierto (Lucas 4), Jesús, en el huerto de Getsemaní (Lucas 22) y Jesús en la cruz (Lucas 23). Las propongo las tres juntas porque me parece que hay cierta vinculación contemplativa entre estas tres escenas. Evidentemente, esta vinculación contemplativa es de carácter lógico; depende luego de la gracia de la oración pasar a la contemplación afectiva propiamente dicha, que no puede ex-presarse en palabras.

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Tres momentos de tentación

¿Por qué he escogido estos textos? Los he escogido porque están relacionados en cierta medida con las tentaciones —peirasmós—, con la prueba. El primero de un modo explícito, ya que se dice que Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para pasar allí cuarenta días y que allí fue tentado por el diablo. También el episodio del huerto de los Olivos está puesto expresamente bajo el signo de la tentación, al menos tal como fue considerado por los discípulos de Jesús. En efecto, dice Le 22,40: “Cuando llegó al lugar, Jesús les dijo: Orad para no entrar en tentación”. Y luego, en el versículo 46: “Levantaos y orad para que no entréis en tentación”. Por consiguiente, la tentación está cerca, es inminente; estamos en el mismo contexto y, por tanto, podemos por analogía reflexionar sobre la situación de Jesús en el huerto de Getsemaní como situación de prueba, sumer-giéndonos nosotros mismos en ella, como si hubiésemos estado dentro.

La tercera escena, la de los insultos bajo la cruz, no se expresa explícitamente como tentación, pero me parece, a la luz de las otras dos, que tiene también este carácter, bien sea por la forma literaria con que se presenta, bien sobre todo por su contenido. Me refiero a Le 23,35ss: Jesús ha sido crucificado; “el pueblo estaba mirando; los mismos príncipes se burlaban, diciendo: Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el elegido. También los soldados le escarnecían acercándose a él y dándole vinagre, diciendo: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Había también una inscripción sobre él, en letras griegas, lati -nas y hebreas: Este es el rey de los judíos. Uno de los malhechores crucificados le insultaba diciendo: ¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.

Teniendo presentes estas tres escenas, hagámonos algunas preguntas. La primera es la siguiente: ¿Quiénes son los tentadores en cada una de las tres situaciones?

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La segunda: ¿Cuál es la estructura literaria, formal, y cuál es el objeto de la tentación en cada caso? La tercera pregunta: ¿Dónde está la victoria sobre la tentación en estos tres casos? Finalmente, un momento de reflexión para nosotros: ¿Qué es lo que está en juego para Jesús en el desierto, en el huerto de Getsemaní y en la cruz? ¿Y qué es lo que está en juego para nosotros en las situaciones análogas de nuestra vida?

1. ¿Quiénes son los tentadores en el desierto?¿Y en Getsemaní?

Primera pregunta: ¿Quiénes son los tentadores? Según Le 3,4 es el diablo, diabolus, que significa el separador o bien el calumniador. O sea, el que intenta continuamente dividir la unidad de la obra de Dios, separar al hombre de Dios calumniando a Dios respecto al hombre, separar al hombre de los demás calumniando a los demás:, los otros quieren cogerte, manipularte; no te fíes' de ellos, defiéndete; dividir, finalmente al hombre de sí mismo: no te fíes tampoco de ti, pesimismo.

Es la actividad disgregadora que se opone a la esperanza en el poder unificador de Dios. Dios unifica: al pueblo, a la comunidad pequeña, la vida interior; lo contrario es no esperar, no unirse, no estar juntos, no fiarse, ni siquiera de sí mismo en el sentido de desesperar: no hay salvación, no hay palabra de Dios, las cosas carecen de sentido, la vida no tiene razón de ser. Y esto con varias salidas: de desesperación real, de estoicismo elegante, de resignación amarga; la desesperación se convierte en engreimiento y orgullo de sí mismo, tiene su propia filosofía, se convierte en razón de ser de esa amargura, de esa falta de sentido de las cosas. Así pues, en la primera escena está actuando el separador.

¿Quién es el que actúa en la segunda escena? En el texto de Lucas se dice: “Levantaos y orad para que no

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entréis en tentación”; se supone que la tentación está allí, inminente, y que hay que reaccionar contra ella con energía. En Mt 26,38 se dice algo más: “Triste está mi alma hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo”. Aquí el tentador es la tristeza, la pesadez. Y luego, más tarde, en el versículo 41: “Velad y orad para que no entréis en tentación”. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”. Aquí se pone de relieve la pesadez de la carne. No es fácil interpretar esta frase de Jesús. Yo no vería en ella la oposición paulina entre la “carne” y el “espíritu”, sino la carne entendida como el hombre privado de la esperanza de la gracia, que abandonado a sí mismo cae en la culpa. Yo la entendería en el sentido joaneo del Verbo que se ha hecho carne, es decir, la fragilidad humana: el espíritu está dispuesto, pero el hombre siente su fragilidad. También Jesús sintió esta fragilidad, esta tristeza, aburrimiento, disgusto, tedio, que como tales no tienen nada de negativo; son la pesadez de lo corpóreo; es el hombre que tiene delante de sí unos cargos superiores a sus fuerzas, que le parecen demasiado pesados para sus espaldas. Es el tentador de la segunda escena.

iQuiénes son los tentadores al pie de la cruz?

¿Quiénes son los tentadores en la tercera escena? Nos lo dicen con claridad tanto Lucas como Juan. Según Lucas, son los jefes que lo insultaban mientras el pueblo estaba mirando; luego los soldados y, finalmente, uno de los malhechores crucificados con Jesús. Mt 27,39 dice: “Los que pasaban por allí le insultaban moviendo la cabeza”; luego añade: “Del mismo modo los pontífices, con los escribas y ancianos, se burlaban de él”. Hay una gran variedad de tentadores: la gente que pasa, los transeúntes, que representan a la opinión pública fácil, vulgar, la que se deja influir con más facilidad: ¿quién es ése, qué ha hecho, quién se imaginaba

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que era?; o bien el pueblo en su conjunto; Lucas evita hablar de toda esta gente, como si quisiera decir que respetaba y amaba en el fondo a Jesús. Están luego los jefes, o sea los responsables, los sumos sacerdotes, los escribas y ancianos, los hombres religiosos que habían sido designados para aclarar, para pulir, para presentar auténticamente la palabra de Dios; los depositarios de la sabiduría de Israel, del conocimiento que Israel se había imaginado tener del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Además, los soldados, las fuerzas del orden, los ejecutores, los que prosiguen y sostienen la visión del mundo que tienen los jefes. Y, finalmente, un ladrón, o sea uno de aquellos desesperados, de aquellos marginados, que han perdido todo conocimiento del sentido de su vida y hacen desembocar esta desesperación sobre una persona cuyas acciones no comprenden.

Es un cuadro muy amplio todo este- mundo de la tentación, en el que también entramos un poco nosotros, o sea los intelectuales, los hombres religiosos, los que poseemos el conocimiento justo de Dios; es decir, todo un parentesco de clase que no puede menos de desconcertarnos con algunos de los que insultaban a Jesús al pie de la cruz.

2. ¿Cuál es \n estructura formal de las tentaciones?

Segunda pregunta. Intentemos examinar de cerca la estructura formal y el objeto de la tentación.

En las tentaciones del desierto, la estructura de la primera tentación utiliza palabras un tanto genéricas, en una forma condicional: si eres esto, haz esto. Se parte de una cierta hipótesis, que es la imagen corriente de Dios, y se sacan las consecuencias de ello: si eres hijo de Dios...

Todos sabemos qué es lo que quiere decir ser hijo de Dios: posesor del poder, del juicio, del reino, con todos

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los privilegios anejos a esta cualidad; y entonces, haz esto, o sea realiza obras de poder. Es análoga la tentación en la cruz, también en forma condicional, con diversas hipótesis que representan la communis opinio, la “opinión” de la gente que pasa por delante de la cruz: los jefes, los sumos sacerdotes, los ancianos y también los mismos soldados y el pobre desgraciado crucificado al lado de Jesús: si eres un gran hombre, demuestra lo que eres.

La segunda tentación en el desierto, que ocupa un lugar central en Lucas, es más desconcertante, también en condicional, pero de una forma un tanto distinta en la hipótesis: “Te daré todo este imperio y la gloria de estos reinos, porque me han sido entregados y se los doy a quien quiero; si, pues, te postras ante mí, todo será tuyo”. Aquí la hipótesis parte de un dato fundamental: todo es mío; si te postras, todo será tuyo. Es la presunción de mucha gente; o sea, las llaves de la historia están en manos de la gente lista, de los que manejan el poder; por consiguiente, si es así, lo mejor es aliarse con ellos; es la tentación de aliarse con los que parecen tener en sus manos las cartas decisivas de la historia, incluso con muy buenas intenciones; si eres mi aliado haremos, harás grandes cosas, podrás alcanzar gran renombre, será escuchado tu mensaje. Está en juego la imagen de una cierta manera de actuar en el mundo cuando uno se alia con quien tiene el poder en cualquiera de sus formas.

(Cuál es el objeto de las tentaciones?

Esta es la estructura. Pero ¿cuál es el objeto de las tentaciones?

En el primer, caso se trata concretamente de un de-terminado concepto de la actividad divina, de las pre -rrogativas y del prestigio divino; si eres hijo de Dios, incluso en un sentido no estrictamente teologal, trinita

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rio; si eres el amigo, el predilecto de Dios, entonces el privilegio de Dios es éste y todos esperan que hagas según este privilegio. Si realmente quieres obtener algo, has de tener en cuenta las fuerzas que actúan en el mundo, tienes que saber mirar quiénes son los que pueden ayudarte y los que pueden impedir que te aplaste la conflictividad humana.

Objeto de esta primera tentación es también una cierta manera de ser Mesías, lo cual a su vez implica una cierta imagen del Dios que envía a ese Mesías: ¿cómo podrás representar a Dios, el grande, el poderoso, aquel que hace saltar como cabritillos a los montes y doblega a los cedros del Líbano, si no realizas algunas obras de poder? Está en juego la manera con que Jesús tiene que presentar a los hombres el concepto de Dios, sus prerrogativas, su prestigio.

¿Cuál es el objeto de la tentación en el huerto de Getsemaní? Evidentemente es una tentación muy distinta de la anterior; sin embargo, yo veo entre ellas cierta afinidad y algunas analogías. Examinemos la oración de Jesús, que está también en condicional. En Lucas: “Si quieres”; en Mateo: “Si es posible, pase de mí este cáliz”. ¿Qué es lo que quiere decir: si quieres, si es posible? Quiere decir: si entra dentro de tu plan de salvación, oh Dios, me gustaría en mi debilidad no beber esta amargura.

En el desierto se trataba del prestigio del Hijo de Dios; aquí se trata de la debilidad humana del mismo Hijo. Hay una vinculación directa entre la opción que hace en el desierto de no utilizar el prestigio del Hijo y la opción del huerto de los Olivos que lo lleva necesariamente a someterse a las consecuencias de la debilidad. Si en el desierto habría podido escoger la conversión de las piedras en panes, en el huerto de los Olivos, sintiéndose triste hasta la muerte, habría podido utilizar los medios para salir de aquella tristeza. Por el con-trario, al decir: estoy triste hasta la muerte, ya no pue do más, mi debilidad ha llegado hasta el límite, hasta el

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límite de mis fuerzas físicas y psíquicas, Jesús demues tra que quiere vivir esos momentos terribles, tan difíciles de comprender, algo así como la nube que envolvía el monte Moriah, en donde no era posible penetrar hasta el fondo.

Jesús hace en Getsemaní la opción de la debilidad, lo mismo que hizo en el desierto la opción de rechazar los privilegios; pero siente toda la amargura de esta opción. Dios no hizo el milagro de darle un mesianismo feliz; por eso Jesús escogió el camino del mesianismo humilde y tiene que cargar con sus consecuencias hasta el fondo, hasta decir: ¡ya no puedo más!

El objeto de la tentación en la cruz

Tercera tentación, la de la cruz (Le 23,35.37.39). ¿Cuál es su objeto? La forma literaria está, una vez más, en forma condicional. Los dirigentes judíos dicen: “Si eres el Mesías de Dios, si eres su elegido, sálvate a ti mismo”. Los soldados dicen: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Uno de los malhechores le dice: “¿No eres tú el Mesías?; sálvate a ti mismo y a nosotros contigo”.

El objeto es, una vez más, la imagen de Dios salvador, pero más teológicamente y de manera más refinada: si estás de verdad relacionado con Dios, si hablas tanto del Dios de la salvación, háznoslo ver, muéstranoslo, y te creeremos; si te presentas como rey mesiánico, el rey mesiánico es aquel que socorre a los pobres, a los desgraciados, a los prisioneros: háznoslo ver; si eres de verdad el Mesías esperado, muéstranos los bienes mecánicos, y te creeremos.

Me parece que es aquí donde Jesús llega verdaderamente a la cumbre de sus tentaciones, a la cumbre de ese conflicto de deberes que no subraya el texto del Génesis, pero que, en realidad, ven los modernos en el episodio de Abrahán. Si Abrahán mata a su hijo, peca

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gravemente contra el deber más alto; si no lo mata, peca contra Dios. Y aquí está metido en un callejón sin salida del que no sabe cómo escapar, al menos en nuestra mentalidad moderna. Mientras que la orden de las obligaciones éticas le dice con claridad que no toque a su hijo, el imperativo de la palabra de Dios parece decirle que lo sacrifique. Aquí es donde está el drama y la prueba de Abrahán, que se encuentra entre dos realidades contradictorias.

Este drama de Abrahán nos lo podemos imaginar a medida de nuestras experiencias personales; cada uno, al releerlo, nos sentimos afectados por él de diversas maneras. Para Cristo, el drama es mucho más claro, en cuanto que se desarrolla en la línea de los grandes términos teológicos de la salvación: Dios-Mesías, rey me- siánico, salvador, todos los términos que el mismo Jesús ha desencadenado en la mente de quienes lo escucharon y que ahora se expresan de forma dialécti ca en el dilema, ridículo en su lógica, pero dramático en su realidad: “Si bajas de la cruz, te creerán y reconocerán que el Dios de Israel ha mandado al salvador”.

Un Dios que no sabe salvar

Pero ¿cuál es ese Dios en que creerán entonces? Creerán en el Dios del poder, en el Dios que se aprovecha de sus privilegios, no en el Dios que no ahorra a su propio Hijo, en el Dios que se hace débil. Si no baja de la cruz, no creerán; y entonces, ¿para qué tanto sufrimiento, para qué la muerte en la cruz?

He aquí la cima tan terrible de la situación en la que se encuentra Jesús: el choque entre dos imágenes de Dios. La gente ordinaria, la opinión pública, los dirigentes, los escribas, los intelectuales, los ancianos, dicen: nosotros tenemos esta imagen de Dios; si tú la realizas, te creeremos. Pero Jesús, en nombre de la imagen de Dios que representa, no responde, no hace

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nada; porque, si hiciera algo, negaría su misión, negaría su imagen de Dios.

Jesús vive en su propia carne el escándalo de un Dios que no sabe salvar. Le dice el ladrón: si eres hijo de Dios, sálvate a ti mismo y sálvame a mí; si no puedes, si no quieres salvarte tú, sálvanos por lo menos a nosotros, haznos sentir tu poder. Los paganos, dice un salmo, suplican a un Dios que no puede salvar. Jesús vive en sí mismo el escándalo terrible de manifestar frente a la inteligencia de Israel la imagen de un Dios como la del Dios de los paganos, un Dios que no sabe salvar.

3. ¿Cómo se consigue la victoria?

Tercera pregunta: ¿Cómo se realiza la victoria sobre la tentación? Diré muy sencillamente: la victoria no se lleva a cabo a través de un razonamiento teológico o de una amplia explicación, sino sobre la base de los hechos, de la realidad, de las cosas vividas, a través de la obediencia.

Jesús dice: “Está escrito”; es decir, tenemos que obedecer a la palabra de Dios. No entra en disquisiciones sobre el concepto de Dios, sobre el concepto que podía tener Abrahán en Ur de los caldeos, o sobre el que se fue purificando gradualmente a través de la promesa. Sí, es verdad que Dios le mostró a Abrahán su poder, pero también le mostró que este poder no desdeña en lo más mínimo la debilidad de la espera y requiere de sus elegidos que se abandonen en sus manos, hasta el punto de que parece estar a punto de apagarse la antorcha misma de la promesa realizada en Isaac. Incluso en esa debilidad Dios se manifiesta de una forma misteriosa. Dios está dispuesto hasta cierto punto a despojarse de sus privilegios. Este es también el razonamiento que se hace en el Nuevo Testamento. Jesús responde a Satanás declarando su obediencia a Dios:

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está escrito que no sólo de pan vive el hombre; que hay que servir y adorar al Señor, nuestro Dios; que no hay que tentar al Señor, Dios nuestro. También en el huerto de Getsemaní la victoria se lleva a cabo a través de la obediencia: Dios mío, que se haga tu voluntad, que se cumpla tu plan de salvación, sea cual sea.

Jesús no quiere entrar en disquisiciones, ya que se trata de cosas que no se explican con palabras, sino que se explican cuando la obediencia ha sido propuesta y ha sido aceptada. Jesús tampoco se pone a razonar consigo mismo, sino que se sumerge en la obediencia. Más aún, en la cruz ni siquiera pronuncia una palabra. Probablemente habría podido bajar de la cruz y decir: ahora os voy a explicar la misteriosa debilidad de Dios, el verdadero concepto de Dios que os he estado revelando. Al obrar de ese modo, Jesús habría desmentido la debilidad de Dios; por eso no hace nada, sino permanecer donde estaba, aceptando las críticas, el insulto, la incredulidad; aceptando que lo rechacen y lo entiendan indebidamente. Lo único que hace es un acto de amor y de amistad, asegurándole al ladrón que confió en él su entrada en el paraíso. Según los otros evangelistas, Jesús no dice nada; por su parte, Lucas recoge sus últimas palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, ese espíritu con el que había llevado su obediencia hasta el fondo.

La lección para nosotros: los tres grados de obediencia

Al contemplar esta escena podríamos decir: Señor Jesús, que te hiciste obediente hasta la muerte, concédenos esa victoria en la que se manifiesta el verdadero rostro de Dios en mí, en los demás, para la Iglesia.

En lugar de obediencia podríamos quizá utilizar otro nombre. Para nosotros, la obediencia se deriva de la fe; para Jesús se deriva del abandono en Dios y del amor. Me parece que aquí estamos tocando muy de cerca los

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tres grados de humildad de san Ignacio, o los tres grados de obediencia, de sumisión, de amor, el más perfecto de los cuales llega a aceptar por amor a Dios la imagen de Dios que se revela en Jesucristo despojado de sus privilegios. La raíz última de todo esto nos la manifiesta Jesús en el evangelio de san Juan y Pablo en su carta a los Gálatas. Jn 15,15ss: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos... Yo os he llamado amigos”; Gál 2,20: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí”.

Es verdad, Abrahán destacó por su fe; la palabra “amor” no figura en su historia, pero toda su vida se presenta como la vida de un amigo de Dios. Dios lo considera amigo suyo y confía en él. El amor y la fe en el Nuevo Testamento aparecen estrechamente vinculados entre sí, especialmente en la carta a los Romanos (5,1), en donde se cierra el episodio de Abrahán (c. 4): “Justificados, pues, por la fe, tengamos nosotros paz con Dios..., porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado”.

El tema del amor de Dios que se ha derramado en nosotros recibe toda su claridad en el tema de la obe diencia, del abandono, de la entrega, en el tema de la fe, que es la victoria que vence a la tentación, que vence al mundo.

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NOVENA MEDITACIÓN

El consuelo de Abrahán y Cristo consolador

Esta meditación gira toda ella en torno al capítulo 23 del Génesis: la adquisición que logra Abrahán de la cueva de Macpela, la compra de su tumba.

Todavía no hemos hecho nunca una composición de lugar —videndo locum, dice san Ignacio—, es decir, un recurso a los sentidos, a la fantasía ayudada por la memoria, para ver el lugar, tal como podríamos hacer aquí, al menos los que hemos estado por aquellas tierras, considerando desde cerca o desde lejos el santuario de Hebrón, la cueva de los patriarcas, en donde la tradición musulmana guarda celosamente el sepulcro de Abrahán, Sara, Isaac, Jacob y Rebeca; y lo hace con una devoción tan ardiente, que llega a alcanzar puntos de fanatismo en la lucha entre árabes y judíos, qy£ tienen también allí una pequeña sinagoga. Este lugar tan evocador, tan fascinante y misterioso, que visto desde lejos se presenta como una caverna de piedra hundida en la montaña, podríamos relacionarlo en nuestra perspectiva con el sepulcro de Cristo en Jerusalén. Ver juntas estas dos realidades, vincularlas entre sí. La gracia que pediremos será la de comprender algo del consuelo de Abrahán, para comprender a fondo el poder de Cristo consolador.

Los puntos de la meditación serán los siguientes. Punto primero: una lectura y una reflexión sobre el capítulo 23 del Génesis. Punto segundo: tan sólo una

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breve reflexión sobre Lucas 24, es decir, el capítulo en donde Jesús consuela a los discípulos de Emaús y que en cierta manera puede servirnos como punto de referencia en la historia de la tumba de Abrahán.

1. La tumba de Abrahán

En el título hablo del “consuelo de Abrahán”. El libro del Génesis no nos describe por extenso la muerte de Abrahán, como habría sido oportuno en el caso de un patriarca y como lo hace la literatura apócrifa, sobre todo cuando narra la muerte de los doce patriarcas posteriores, con gran abundancia de detalles, de testamentos, de recomendaciones a los hijos, etc. El Génesis se muestra muy sobrio en la descripción de la muerte de Abrahán. En los versículos 7 al 10 del capítulo 25 se nos dice que “toda la vida de Abrahán fue de ciento setenta y cinco años. Después expiró Abrahán. Murió en buena vejez, anciano, lleno de días, y fue a reunirse con sus antepasados. Sus hijos, Isaac e Ismael, lo enterraron en la caverna de Macpela, en el campo de Efrón, hijo de Sor el jeteo (o hitita), enfrente de Mam- bré. Es el campo que compró a los hijos de Jet (los hititas). En él fueron enterrados Abrahán y Sara, su mujer”.

Como se ve, aquí más que la muerte lo que importa es la tumba, se llama la atención sobre esa tumba: la tumba comprada, adquirida a Efrón, la tumba junto a Mambré, etc. Parece como si el ciclo del relato sobre Abrahán quisiera dar un significado especial a esa tumba. La cosa resulta, además, evidente si nos fijamos en todo el capítulo 23, uno de los capítulos más sabrosos y más bellos de este ciclo, más rico en folklore popular, dedicado por completo a la adquisición de la tumba. Uno se pregunta: ¿cómo es que un relato tan esencial como el de Abrahán, que se centra por completo en problemas realmente fundamentales (la llamada, la

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promesa de Dios, la respuesta, la fe de Abrahán), desperdicia luego tantas palabras para describir cómo se celebran los contratos entre los orientales, sus astucias, sus diversas maniobras, sus manipulaciones?, ¿por qué todo esto? Esto es precisamente lo que intentaremos ver con brevedad, primero con la lectura del capítulo 23 —narrar fielmente la historia, como dice san Ignacio— y luego estudiando este pasaje en su estructuración, en sus diversas partes, para hacer, finalmente, algunas reflexiones.

¿Cuál es la importancia de este trozo? ¿A qué se debe tanta preocupación por describir la adquisición de la tumba? El relato comienza con una promesa: la muerte de Sara, el luto por Sara; pasa luego al contrato de compra de la tumba en cuatro tiempos, debidamente ritmados, muy bien divididos entre sí. Muerte de Sara: “Sara vivió ciento veintisiete años. Esos fueron los años de su vida”. El relato es del Sacerdotal, pero utiliza un documento más antiguo, como dice también la Biblia de Jerusalén. “Sara murió en Quiriat Arbe, que es Hebrón, en la tierra de Canaán —observad la alusión dolorosa: Canaán es un país extraño—. Vino Abrahán —que quizá estaba lejos pastoreando con sus rebaños— : a llorar a Sara y a hacer duelo por ella”. Esta es la premisa: Sara muere en tierra extranjera; para ella no se ha verificado la promesa. Luego comienza el trato, dividido, como decía, en cuatro partes. La primera parte es la petición; la segunda, la insisten -cia; la tercera, la fijación del precio; la cuarta, finalmente, la conclusión y el contrato.

La petición

Dice el texto: “Y cuando se levantó Abrahán de junto a su muerta —ésta es una de las pocas notas sentimentales del texto: Abrahán llora, luego llega la hora de separarse; es preciso cumplir ciertos deberes, y, por

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consiguiente, deja el llanto—, habló así a los hijos de Jet”. Hijos de Jet o hititas era el nombre genérico que se daba a la población local; no creo que tenga ninguna relación con los hititas históricos, cuyas huellas se han encontrado en las excavaciones de Turquía; se trata de un nombre que se hizo común debido a vicisitudes históricas precedentes.

El discurso de Abrahán dentro del marco de la promesa es, ciertamente, un discurso lleno de dolor: “Yo soy extranjero y peregrino entre vosotros —Abrahán está allí, en tierra extraña, a pesar de ser el depositario de la promesa sobre aquella tierra; sin embargo, tiene que decir: soy un forastero y estoy de paso entre vosotros—; dadme una sepultura en propiedad para levantar mi muerta y enterrarla”. Una petición llena de humildad: dadme la posibilidad de sepultar a un ser querido que se me ha muerto. Hemos de suponer que Abrahán vivía como nómada, pero en buenas relaciones con la población local; tenía permiso para pastorear allí con sus rebaños, permiso que había que solicitar en cada ocasión, y la población lo apreciaba; así pues, había buenas relaciones sociales.

Sin embargo, Abrahán era considerado como forastero, y para realizar aquel acto importante de propiedad, de sepultar a un mué'to en un terreno concreto, visible, que pudiera luego reconocer y venerar, era necesario el consentimiento de la población. La gente comprendía que con este acto comenzaba una propiedad, cierto paso en las condiciones jurídicas de Abrahán; por consiguiente, Abrahán tiene que hablar, como se deduce de lo siguiente, ante la asamblea reunida junto a la puerta de la ciudad.

“Y los hijos de Jet respondieron a Abrahán: ‘Escúchanos, señor; tú eres entre nosotros un príncipe de Dios —el estilo es elevado, como el que corresponde ante una persona a la que se concede honores muy altos; fijaos en la diferencia entre lo que significa para la gente “príncipe de Dios”, una forma de adular a un

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hombre que ha mostrado cómo Dios lo favorecía, y lo que significa ese título en el marco de la promesa: Abrahán depositario de la promesa de Dios—; sepulta a tu muerta en la mejor de nuestras tumbas. Ninguno te negará la suya para que puedas enterrar a tu muerta”. La respuesta es claramente negativa, a pesar de las efusiones de cortesía; es decir, todos nuestros sepulcros están a tu disposición para tus difuntos, pero no puedes tener un sepulcro propio; sí, te apreciamos mucho, pero sigue siendo un huésped entre nosotros, sigue siendo un forastero.

La insistencia

Viene entonces la insistencia. Este segundo momento está marcado, como los demás, por actos profundos de humildad de Abrahán: “Entonces se levantó Abrahán y se inclinó ante las gentes del país, los hijos de Jet —vemos a aquel gran anciano postrándose ante la asamblea, tocando la tierra con su frente ante las miradas de todos, y levantándose finalmente—, y les habló de esta manera: Si entra en vuestro ánimo que yo levante mi muerta y la sepulte, escuchadme: interceded por mí ante Efrón, el hijo de Seor, a fin de que me ceda por su justo precio y como posesión funeraria entre vosotros su caverna de Macpela, la que se encuentra al fondo de su campo” (vv. 7-9).

Abrahán no cede, sino que pasa incluso al ataque e indica con precisión lo que quiere, mientras que antes había hablado en general, a pesar de tener ya una intención muy concreta, que salió a la luz después de su acto de reverencia y de homenaje: quiero aquella cueva en la extremidad de aquel campo. Se trata de un designio muy claro que quiere llevar a cabo. Efrón se siente interpelado, sorprendido, porque no se esperaba aquello; quizá había oído algún rumor sobre aquel asunto, pero finge no saber absolutamente nada de ello. Dice el

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texto: “Efrón se encontraba presente entre los hijos de Jet, y respondió Efrón el hitita a Abrahán ante los hijos de Jet y ante todos los que entraban por la puerta de la ciudad —los contratos se llevaban a cabo en la puerta de la ciudad, como un acto público, frente a la asamblea popular—: No, señor mío; antes bien, escúchame: yo te doy el campo y la caverna que hay en él; delante de los hijos de mi pueblo te lo doy; sepulta a tu muerta” (vv. 10-11). ¿Qué es lo que entiende Abrahán? De las palabras de Efrón comprendió que aquel terreno le era muy apreciado, pero que accedía a vendérselo como un amigo; Abrahán se da cuenta de que es posible llegar a un trato, pero que le pedirá un precio muy alto que será menester establecer de antemano.

El trato del precio

Se llega de este modo a tratar del precio. Habría podido responder: en esas condiciones, no hay nada que hacer; sigamos amigos como antes; incluso te regalaré algunas ovejas. Pero Abrahán lo lleva muy adentro: quiere tener a toda costa la posesión de aquel campo y de aquella cueva; siente una especie de impulso interior por tener aquel trozo de tierra, y de nuevo se introduce en sus oyentes con un acto de humildad: “Entonces Abrahán se inclinó ante el pueblo del país, y habló a Efrón en presencia del pueblo, diciéndole: Escúchame, te ruego; yo te daré el precio del campo; tómalo de mi mano, sepultaré en él a mi muerta —Abrahán le pide que acepte el precio, se lo suplica; no que se lo regale, desea pagarle lo que debe—. Efrón respondió a Abrahán: Señor mío, escúchame; una tierra de cuatrocientos sidos de plata, ¿qué es para ti ni para mí? Sepulta allí a tu muerta” (vv. 12-15). Parece ser que se ha disparado; se trata de un precio enorme; pero dice que esos cuatrocientos sidos es dinero tirado, como si se lo regalase...

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¿Qué otra cosa podría haber hecho Abrahán? El precio parecía demasiado alto; seguramente suponía un gran sacrificio para Abrahán pagar aquella cantidad. Pero el texto dice: “Se convino Abrahán con Efrón”. Había deseado tanto llegar a adquirir aquel terreno, que no insiste, no da ningún paso más y cierra en seguida el trato. “Le pagó el precio que le había pedido en presencia de los hijos de Jet: cuatrocientos sidos de plata de moneda corriente entre los mercaderes” (v. 16).

La conclusión del contrato es considerada por los exegetas como un verdadero y propio acto catastral, en el que se describe la cosa comprada, cómo y dónde se encuentra y quién es el nuevo propietario: “De este modo el campo de Efrón, que estaba en Macpela, el campo y la caverna que había en él y todos los árboles que bordeaban su término, pasaron a ser propiedad de Abrahán, en presencia de todos los hijos de Jet y de todos los que entraban por la puerta de la ciudad” (vv. 17-18). Un contrato en plena regla, debidamente legalizado y con todas las indicaciones precisas de lugar. “Después de esto Abrahán enterró a Sara en la caverna del campo de Macpela, enfrente de Mambré, en la tierra de Canaán. Así el campo y la caverna que hay en él fueron adquiridos por Abrahán de los hijos de Jet, como concesión funeraria” (vv. 19-20). Aquí acaba el texto, que concluye subrayando cómo aquella pequeña posesión en la tierra de Canaán pertenece a Abrahán.

A Abrahán le basta con un puñado de tierra

Una vez que se ha expuesto este texto, hagamos algunas reflexiones sobre él. La primera que os propongo es la siguiente: a Abrahán le basta con muy poca cosa para consolarse. Abrahán tiene un hijo, y de este hijo espera un gran pueblo; de suyo, un hijo es muy

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poco, sobre todo en la concepción patriarcal; si hubiese tenido doce hijos, como Jacob...; pero sólo tiene uno, algo muy frágil, que puede morir en cualquier momento y por cualquier incidente; pero en este hijo ve y espera a todo un pueblo, en él tiene la prenda y el signo del favor de Dios hasta tal punto que, como sabemos por Gén 25,1, Abrahán se sintió consolado después de la sepultura de Sara: “Abrahán tomó después otra mujer, llamada Quetura, que le parió a Zimrán, Jocsán, Medán, Madián, Jesboc y Sue. Jocsán, a Saba y a Dadán. Hijos de Dadán fueron los Asurim, los Litu- sim y los Laumim. Los hijos de Madián fueron Efa, Efer, Janoc, Abida y Elda. Todos estos fueron los hijos de Quetura” (vv. 1-4). Así pues, ¡ya lo creo que Abrahán tuvo descendencia!

Pero dice el texto: “Mas Abrahán dio todos sus bienes a Isaac. A los hijos de sus concubinas les hizo donaciones y, todavía él en vida, los envió lejos de Isaac, su hijo, hacia levante, a la tierra oriental” (vv. 5-6). O sea, a Abrahán le basta con Isaac.

Habría podido poner juntos a todos sus hijos y establecer una alianza entre todos ellos, poniendo a Isaac al frente de aquella confederación. Pero no, Isaac tiene que quedarse solo; él es el hijo de la promesa; Dios proveerá en él. Isaac es aquel que fue motivo de risa —nos lo dice su mismo nombre: motivo de alegría—, una risa primero irónica de Sara, pero luego motivo de risa de alegría, el hijo de la consolación. Como a Abrahán le basta un solo hijo, como señal y prenda, fianza y anticipación del pueblo, también un pequeño trozo de tierra le basta como señal y prenda de la promesa, que es ya suya de alguna manera. Dios le ha dado ya una posesión, aunque sea muy pequeña.

Dicen los Hechos de los Apóstoles en el discurso de Esteban: “Salió entonces Abrahán de la tierra de los caldeos y habitó en Jarrán. Y allí, después de la muerte de su padre, Dios lo trasladó a esta tierra en que vosotros habitáis ahora; y no le dio propiedad en esta re

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gión, ni siquiera un pie de tierra; pero prometió dársela en posesión a él y a su descendencia después de él, aunque no tenía hijos” (He 7,4-6). Abrahán se paseó por toda la tierra de la promesa, pero no era suyo ningún centímetro en donde ponía el pie, nunca pisó un trozo de tierra que pudiera llamar suyo; finalmente, sin embargo, tenía un pequeño terreno, en donde su fe veía ya anticipada toda aquella tierra. Sara muere en el país de Canaán, pero no fue sepultada en tierra de Ca-naán, porque la tierra de su sepultura era ya tierra de Abrahán. Y Abrahán, su cuerpo, será sepultado en su propia tierra. Al menos en anticipación, como figura, Abrahán posee ya algo. Y ese algo es para él motivo de un inmenso consuelo. Es decir, para el que cree, para el que ha jugado su vida por la palabra de Dios, incluso una pequeña señal, un anticipo que a los ojos de los demás puede parecer muy poca cosa, es una alegría inmensa, ya que ese poco es la garantía del amor de Dios que lo promete todo.

La prenda: el Espíritu en nuestros corazones

Citaré aquí algunos textos del Nuevo Testamento en los que se continúa, se especifica, se ilumina, esta economía de Dios con Abrahán y con nosotros.

En 2 Cor 1,20-22 se dice que todas las promesas de Dios en Jesucristo se han convertido en un “sí”. Dios mantiene sus promesas y “nos fortalece..., nos ha sellado y nos ha infundido las arras del Espíritu en nuestros corazones”. ¿Qué son esas arras del Espíritu? Poca cosa en comparación con la plenitud que esperamos; pero lo son ya todo, son ya la posesión anticipada de la plenitud del don prometido.

Este mismo pensamiento con palabras distintas es el que se expresa en Rom 5,5: “La esperanza no nos deja confundirnos, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu

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Santo que nos ha sido dado”. Y también en Rom 8,11: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu, que habita en vosotros”. Y, finalmente en la carta a los Colosenses 1,27: vosotros habitáis ya con Cristo en Dios, “Cristo es entre vosotros la esperanza de la gloria”; así pues, lo tenéis ya todo, aunque aparentemente tengáis poco. La gente dice: ¿Pero qué es un cristiano? ¿De qué se alegra? ¿Qué es lo que tiene de distinto? Aparentemente, poco; pero, en realidad, tiene ya la prenda y la garantía de la promesa en su plenitud, lo tiene todo, porque tiene el don de Cristo anticipado y la presencia del Espíritu.

¿Qué es lo que nos dice entonces esta primera reflexión? Nos dice que tenemos que dejarnos consolar también nosotros por los signos, por las anticipaciones, por las prendas de la promesa. Es verdad, tenemos que seguir atentos a la plenitud de la promesa, pero tenemos también que mirar la alegría del presente, todas esas indicaciones que en el presente nos dan ya la certeza de que el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones.

Estar sepultados en Cristo

Me gustaría añadir una segunda reflexión: la señal dada a Abrahán no es solamente el campo de Macpela, sino sobre todo el sepulcro. Se insiste en la caverna, en la tumba. En el ciclo de Abrahán, la tumba como tal no tiene un significado teológico profundo ni tampoco un desarrollo especial. Más aún, los comentaristas dicen acertadamente que entre los hebreos el sepulcro no tenía un significado religioso especial: no existía un culto a los muertos; se impedía y se criticaba enérgicamente ese culto a los muertos.

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Pero me parece que el ser sepultado, el tener una tumba, en un trocito de tierra prometida nos hace mirar hacia nuestro estar sepultados en Cristo. Cristo es el lugar, la tierra prometida en la que hemos sido sepultados con el bautismo, como nos recuerda Rom 6,4: “Fuimos sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte —Cristo es nuestra tierra prometida, hemos sido injertados en él— para que, como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida”. Y es a partir de esta indicación, que ciertamente apenas resulta embrional, como propongo, después de haber meditado junto al sepulcro de Abrahán, que pasemos a meditar junto al sepulcro de Cristo, el lugar en donde se anuncia la plenitud del consuelo, en aquel que representa la plenitud del consuelo.

2. Cristo, nuestro consolador

Segundo punto de la meditación: Cristo consolador. Podríamos desarrollar este punto comparando a Cristo consolador con el pequeño consuelo de Abrahán, que, sin embargo, fue muy grande para él. ¿Dónde y cómo es Cristo el consolador? Como leemos en Le 24, Jesús es consolador ante todo en los signos: el sepulcro vacío, sobre todo la piedra removida, el kerigma del ángel: no está aquí, ha resucitado, vive; se trata de otros tantos signos consoladores que Cristo envía por delante. Pero Jesús no se contenta con signos, no se contenta con promesas; las promesas no bastan para romper el bloque de la incredulidad, de la desconfianza, del miedo. Entonces Jesús, a diferencia de Abrahán, que se contenta con signos, se hace consolador en unos encuentros amistosos, de los que nos hablan todos los relatos de la resurrección y que san Ignacio nos propone en las meditaciones de la cuarta semana.

¿Cómo consuela Jesús en estos encuentros amisto

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sos? Veámoslo en el encuentro con los discípulos de Emaús, revelándose poco a poco, partiendo de su tris teza, de su escepticismo, del derrotismo al que han llegado hasta el punto de que incluso la más grande de las noticias no les dice nada. Sí, algunas mujeres dicen que lo han visto, lo han visto los apóstoles; pero todo aquello había quedado sumergido en un escepticismo que lo roía todo. Jesús parte de esta situación y gradualmente los va consolando con su presencia hasta que, finalmente, se les manifiesta en la fracción del pan. De esta manera es él mismo, Jesús, el kerigma, la promesa hecha a Abrahán que se ha realizado, la buena noticia personificada y, como dice san Pablo, el “sí de Dios, en el que se verifican todas las promesas” (2 Cor 1,20).

Al ver a Cristo consolador, cómo se va acercando gradualmente a los discípulos de Emaús, haciéndoles cambiar de humor y calentándoles el corazón, podemos hacer una comparación negativa con Abrahán. Abrahán no sabe consolar; de Abrahán, decíamos, no se conserva ninguna palabra profética o de consolación, a no ser aquella ligerísima alusión a Isaac en Gén 22,8: “Dios proveerá, hijo mío”. Abrahán es un solitario; obedece a los mandatos de Dios, pero no es un hombre capaz de ayudar a los demás, de crear comunidad; lo espera todo de Dios, pero no es un consolador.

Pero Jesús es todo lo contrario; no es un solitario; es por su propia naturaleza un consolador, uno a quien le gusta estar con los demás, que va en busca de la gente, que corre detrás de los discípulos de Emaús, que se une a ellos en el camino, que crea en ellos un nuevo entusiasmo, que hace que también ellos corran a dar la noticia, a buscar a los otros; Jesús es aquel que hace comunidad. Abrahán, por su parte, se contenta con ser fiel a la palabra, con tenerla en el corazón, con intentar convencer en lo posible a su ambiente familiar, por ejemplo, a Sara, pero sin conseguir demasiado: Sara se reía de las promesas de Dios. Jesús es aquel que difunde a su alrededor el consuelo, la comunión, la confian

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za, el que logra recrear rápidamente de una masa de desconfiados un grupo de hombres llenos de gozo, llenos de paz, que se alegran de su presencia, que reciben sus palabras y que con su espíritu llevarán por todas partes su nombre y serán a su vez consoladores.

Y aquí podríamos volver a meditar en la exclamación de san Pablo en 1 Cor 13,13: grande es la fe, grande es la esperanza, ¡pero lo más grande es la caridad! Ciertamente fue grande, inmensa, la fe de Abrahán; pero mayor es la caridad de Cristo, que logra formar una comunidad a partir de unos cuantos hombres sin confianza, dándoles su impulso, su entusiasmo, su sentido de la plenitud de Dios.

3. El “principio y fundamento” de la historia de Abrahán

He pensado también en un tercer punto, en una especie de last word, de palabra final sobre toda la historia de Abrahán. Me he preguntado cuál es el principio y fundamento de la historia de Abrahán. En la búsqueda de este principio y fundamento me había parecido que era posible encontrarlo en un primer tiempo en Gén 12,1: “Díjole Dios a Abrahán”, la palabra de Dios, que marca un nuevo comienzo, algo así como una nueva creación en la vida de Abrahán. Pero me pareció que esta palabra de Dios tenía que tener una premisa, urí último principio y fundamento, y creo que es posible encontrarlo a la luz de la última contemplación de san Ignacio, la “contemplación para alcanzar amor”, especialmente en el cuarto punto, donde dice: “Mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba, así como la mi medida potencia de la suma e infinita potencia” (237). Esta suma e infinita potencia de que habla san Ignacio al comienzo de los Ejercicios: Homo creatus est (23).Entonces podemos expresar más claramente, usando

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las palabras de la Escritura, el principio y fundamento de la historia de Abrahán con el texto de Gén 14,22 —un versículo un tanto aislado de los demás, que da la impresión de ser un mensaje precedente de la misma historia—, en donde Abrahán, hablando con el rey de Sodoma, rechaza el botín y le dice: “Alzo la mano a Yavé, que creó el cielo y la tierra”. Dios creador del cielo y de la tierra, Dios creador del hombre; es decir, Gén 1 me parece que reproduce aquel principio y fundamento que el ciclo sacerdotal y el ciclo yavista pusieron por delante de la historia de Abrahán. Creo que esto nos invita a buscar de una forma que podríamos llamar retrospectiva, en la absoluta plenitud de Dios, del Dios de la gloria y creador de todas las cosas, el principio y el fundamento de toda esta historia y de toda la historia de la salvación.

Esto mismo es lo que me indica también Hechos 7,2, que hace comenzar la historia de Abrahán con una frase que no figura al comienzo de la narración en Gén 12: “Hermanos y padres, escuchad. El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abrahán”. Así pues, la historia de Abrahán se abre con el Dios del poder, cuya gloria se manifestó ante todo en la creación de las cosas. Y es lo que señala también Rom 4,17, donde se establece una comparación entre el poder de la resu -rrección, en el que creyó Abrahán, y el poder creador de Dios: “Abrahán, nuestro padre, creyó en el Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas no existentes como si existieran”. Ese Dios que llama a la existencia a las cosas que todavía no existen, que da la vida a los muertos, es el principio y fundamento del camino de fe de Abrahán.

¿Qué es lo que quiero decir al ver retrospectivamente a Dios creador como el comienzo de todo en la historia de Abrahán? Quiero decir que Dios, precisamente por ser creador y sobre todo creador del hombre, de la persona del hombre, es decir, en cuanto que no es extraño a nosotros, en cuanto que es fundamento últi

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mo e inmediato de mi existencia personal, es aquel cuya voluntad buena y amorosa me hace ser lo que soy, es decir, una persona llamada por él con su nombre; y este Dios, precisamente en virtud de esta intimidad primordial, me puede llamar hijo dándome la promesa que se realizó en su propio Hijo, o —si queremos usar las palabras de san Ignacio— “poniéndome con el Hijo”. La contemplación de esta promesa de Dios en Jesucristo nos permite comprender cómo la historia de Abrahán es la historia de la obra de Dios en Dios, de Dios que me pone con el Hijo, que es la raíz de lo que yo soy. Y en esta raíz última de lo que yo soy recibo una nueva palabra creadora del amor de Dios, que me sumerge en su misma vida divina.

Para que Dios sea todo en todos

De esta permanencia primordial tenemos también un punto de referencia en 1 Cor 15,28, donde se describe misteriosamente el final de todo con la frase o Theós ta panta en pasin: “Dios todo en todos”. ¿Qué es lo que significa esto? Que “cuando todo le esté sometido a Dios, entonces también el Hijo se someterá a quien todo lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas”. He aquí el final de todo, con el que todo se resume misteriosamente en el Padre. Es una perspectiva en la que me parece posible entender esa extraña conclusión de san Ignacio, que nos invita en el cuarto punto de la contemplado ad amorem a considerarlo todo en Dios, todo como procedente de Dios.

Me he preguntado, pero no tengo la respuesta, cómo es que san Ignacio, que partió de un concepto tan claro de creación: el hombre es creado, de la trascendencia divina y de la obediencia del hombre, llega en este cuarto punto a una descripción, casi de tipo emanativo, de las cosas como procedentes de Dios: la justicia, la bondad, la piedad, la misericordia se derivan del sumo

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e infinito poder del mismo modo que los rayos bajan del sol y las aguas manan de la fuente. Sabemos muy bien que esta perspectiva es peligrosísima teológicamente, pues podría llevar a una concepción de tipo panteísta. Pero me parece que san Ignacio, en su sencillez, después de haber partido de la trascendencia absoluta de Dios y de haber captado que en esa trascendencia se revela el amor de Dios y nuestro “estar puestos” con Cristo, lo ve todo bajo una luz divina y realmente sin peligro alguno, reconociendo todas las cosas como rayos que reflejan ese infinito poder; y sobre todo reconoce nuestra existencia personal como gracia, como promesa realizada por Cristo en nosotros, no como algo que nos sitúa a distancia o en una simple obediencia, sino como comunión indescriptible con el Dios de la promesa.

Me parece que este tercer punto puede dar paso a una cierta contemplatio ad amorem que tenga en cuenta lo que la experiencia de Abrahán y la experiencia de Cristo nos han hecho comprender de nuestro conocimiento de Dios.

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SEGUNDA PARTE

INSTRUCCIONES

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PRIMERA INSTRUCCIÓN

El dinamismo de la palabra de Dios

Esta instrucción sobre el “dinamismo de la palabra de Dios” se inspira, aunque sólo sea analógicamente, en los Ejercicios de san Ignacio, en la segunda meditación de la primera semana, la de los pecados que el santo llama processus peccatorum (56). Es decir, se trata de una mirada retrospectiva sobre la propia vida a partir de Abrahán, pero no una retrospectiva de carácter específicamente moral, la del tercero y el primero de los tres frutos de la anotación vigésima, ni tampoco de carácter específicamente ascético, de elegir lo mejor; sino que se trata de una retrospectiva que se refiere a la experiencia religiosa, al modo de vivir la realidad de Dios en su esencia; por tanto, de una experiencia religiosa con todo lo que ésta puede tener de peripecias, de luces, de tinieblas, de sombras, de presencias y de ausencias.

En este sentido creo que se puede aplicar bastante bien a esta experiencia el esquema de la meditación ignaciana (55-61), especialmente la exclamado admirativa (60), evidentemente referida a la figura de Abrahán. Si Abrahán, una vez llegado al final de su vida, hubiera tenido que manifestar qué es lo que había entendido después de tantas experiencias religiosas, su exclamado admirativa, a mi juicio, habría sido la de san Agustín: Quam sero te cognovi! ¡Qué tarde te conocí! Es decir, cuando yo creía conocerte, ¡qué poco te conocía! Me parece que esta exclamación es un poco el fruto de

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todas las meditaciones. ¡Qué poco conozco a Dios en realidad! Cuanto más creía conocerlo, tanto más me doy cuenta ahora de que no lo conocía. En cierto sentido Dios se va haciendo cada vez más misterioso, más inaferrable.

La dinámica de la palabra de Dios

Una segunda nota ignaciana a la que me gusta aludir puede resumirse brevemente de este modo; se trata de la dinámica de la palabra de Dios en los Ejercicios partiendo de dos textos bíblicos: el texto Le 8 sobre “la semilla de la palabra” y el pasaje famoso de Is 55,10s sobre la palabra de Dios que cumple su recorrido: “Como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven allá sin empapar la tierra, sin fecundarla y hacerla germinar para que dé sementera al sembrador y pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión”. Es decir, la parábola de Dios recorre esta parábola dinámica: va, desciende, actúa y retorna a su origen.

Partiendo de estos dos textos, me propongo exponer sumariamente algunos puntos típicos de la dinámica de la palabra en los Ejercicios.

No es suficiente que la palabra de Dios sea escuchada, meditada, contemplada en las meditaciones o con-templaciones, sino que tiene que germinar en el coloquio de oración. El coloquio de oración tiene que prolongarse luego en el coloquio de resonancia, que es el contacto con el director, o bien una reflexión de grupo. El coloquio de oración y de resonancia pasa a ser en un determinado momento el ofrecimiento después de la meditación del reino. Este ofrecimiento se convierte en invitación a la opción, en decisión, en verificación en la vida y en reinmersión de la palabra en el proceso de la realidad.

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¿Cuál es la importancia extrema de este proceso dinámico de la palabra, qüe también nos propone san Ignacio en el libro de los Ejercicios y que puede analo- garse con Isaías 55 y con Lucas 8? La palabra de Dios, que es una pequeña semilla y, por tanto, una cosa muy frágil, se ahoga y se muere si no se la desarrolla. Es inútil lanzarla y relanzarla continuamente, si se queda siempre en el primer momento de la meditación contemplativa, si no pasa a ser oración, oración comunicada, participada, llevada a las opciones, a las decisiones, etcétera.

En esta dinámica es donde es posible reconocer a Dios como “Dios”, es «decir, como santo; la palabra de Dios puede ser conocida como “palabra de Dios” solamente cuando se deja que cumpla en nosotros su curso. De lo contrario queda ahogada y el conocimiento de Dios se convierte entonces en conocimiento objetivante, genérico, en todas esas formas de religiosidad aberrantes de que hablaremos también brevemente con una indicación bíblica.

Una triple ley

Y añado una nota más: estos siete puntos que he citado de la dinámica de la palabra (sería posible señalar algunos otros: la confesión, la penitencia, etc.) —meditación-contemplación, coloquio de oración, coloquio de resonancia, ofrecimiento, opción, decisión, verificación— tienen que darse más o menos todos; para estos siete puntos vale una triple ley, que podemos llamar ley del equilibrio, ley del ritmo y ley de la medida.

— Ley del equilibrio quiere decir que estas siete cosas tienen que equilibrarse. Puede ser que haya un desarrollo anormal de la experiencia religiosa si todo se convierte en opción y decisión, sin contemplación, si se escucha la palabra, pero sin resonancia; o si todo es re-

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sonancia sin opción y sin decisión verificada. És decir, estos elementos tienen un equilibrio que hay que conservar. Y cuando no se conserva este equilibrio, se resiente por ello la experiencia de Dios y sufre la experiencia religiosa.

— Y no sólo sufre con ello el equilibrio, sino también el ritmo, porque los diversos momentos tienen que alternarse; hay que saber cuándo llega el momento de pasar de la contemplación al coloquio, del coloquio a la resonancia, de la resonancia a la opción.

— Todo esto, además de un ritmo sucesivo, tiene que tener medida. Medida quiere decir que se puede exagerar en la resonancia, como ocurre en esos grupos en donde sólo se habla, se habla siempre de la palabra de Dios, que al final se queda en nada porque continuamente está fuera y no se interioriza. O bien puede haber una falta de medida si se centra todo en la verificación, en la verificación de lo que se hace, de lo que se ha hecho; todo se centra en la insuficiencia.

O bien hay falta de medida si todo se centra intelec-tualmente en la contemplación de la palabra, en la subdivisión del texto, en el análisis de su contexto, de su estructura, y esto al final acaba ahogando la palabra; la palabra, por así decirlo, se mata a sí misma y muere.

De aquí vienen los desequilibrios, las arritmias, las faltas de medida que atenúan y bloquean el proceso de la palabra y cierran al conocimiento de Dios, por lo que al final se llega a un teísmo práctico: se admite a Dios porque hay que admitirlo, pero no tiene ya una resonancia concreta en la existencia, precisamente por- • que ese proceso de la palabra, esa circulación de la palabra no ha tenido lugar y se ha bloqueado.

Podríamos citar otro texto importante del Nuevo Testamento sobre la dinámica de la palabra en los Ejercicios. Es el texto de Col 3,16s: “La palabra de Dios viva ricamente entre vosotros —es decir, ponga su casa en vosotros y se os haga familiar—, enseñán-

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Idoos y amonestándoos mutuamente por medio de toda sabiduría, con salmos, himnos, cánticos divinos, cantando y complaciendo en vuestros corazones a Dios. Y todo cuando de palabra u obra realicéis, hacedlo en nombre del Señor Jesús, dando gracias por su intercesión a Dios Padre”. También aquí tenemos un magnífico itinerario de la palabra: la palabra viene, la palabra habita, la palabra resuena, es cantada, repetida, dominada por unos y por otros, expresada en cánticos y en obras, y todo redunda en gloria de Dios Padre. He aquí la experiencia de Dios a través del itinerario del dinamismo de la palabra.

Me gustaría hacer una tercera observación partiendo de los Ejercicios, o sea una ampliación de la meditación de hoy a dos textos bíblicos que he encontrado en las lecturas del sábado de la vigésimo segunda semana y que me han impresionado mucho.

Víctimas de alienación religiosa

El primer texto es de Col 1,21, que os sugiero como una ulterior profundización en el tema: ¿De dónde partió Abrahán, de dónde venimos, de dónde viene el hombre al que se le propone la gracia del conocimiento evangélico de Dios? Dice Pablo: “Vosotros fuisteis un día extraños y enemigos en vuestra mente a causa de las malas obras”. Me ha impresionado mucho este texto, sobre todo en la versión griega, por causa de las palabras: ¿Qué es lo que erais vosotros? ¿Qué es lo que era Abrahán antes de conocer a Dios? ¿Qué es el hombre antes de tener el verdadero conocimiento evangélico de Dios? El griego dice que es un apellotriomenos, un alienado, que vive una profunda alienación religiosa. Cree conocer bien a Dios, pero no lo conoce; está dividido en su conocimiento de Dios entre las verdades que comprende y las cosas que le perturban, por lo que acaba no comprendiendo ya nada.

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Este apellotriomenos suele traducirse por “extraño” o “extranjero”, pero en realidad quiere decir “víctima de alienación religiosa”. Representa precisamente el punto de partida de Abrahán en su búsqueda de Dios.

Muy acertadamente, la Biblia de Jerusalén dice en este punto que “extranjeros” —en la Vulgata se habla de abalienati— debe referirse a Dios, no a Israel, y cita a este propósito un pasaje paralelo de Ef 4,18, que es también muy importante, porque se refiere poco más o menos al punto de partida, al unde, al “de dónde”: “No andéis ya como andan los gentiles, conforme a la vanidad de sus pensamientos, que tienen su razón oscurecida, apartados de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos a causa del endurecimiento de su corazón”. Son palabras muy fuertes. En griego la palabra que corresponde a nuestro “oscurecida”, eskotomenoi, llenos de skotos, de puntos negros, en el conocimiento de Dios, llenos de alienaciones, de ignorancia de Dios, de desviaciones; es el conocimiento pagano que se describe como conocimiento tenebroso, alienado, oscurecido, desviado. Palabras muy graves, si se piensa que los paganos eran religiosísimos, personas que mencionaban a Dios todo el día, que vivían en continua acción de sacrificios, de agradecimiento, de súplicas, de plegarias. Esta descripción de la tendencia desviada de nuestro esfuerzo en la búsqueda de Dios, tal como nos la pre-senta con tanta fuerza san Pablo, me parece muy importante.

Una amenaza también para los cristianos

Pero nosotros podríamos decir: Sí, esto se refiere a los paganos, pero no a los cristianos. De hecho, yo creo que se refiere a todo hombre que intenta conocer a Dios partiendo de una situación de alienación, de pecado, de tinieblas, como es la del mundo histórico respecto a Dios.

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Esta es la situación de la que partimos a menudo, aunque ahora hayan cambiado las cosas, como dice también Pablo en Col 1,22: “Ahora, en fin, os reconcilió completamente..., siempre que al menos perseveréis sólidamente asegurados en la fe y estables e inconmovibles en la esperanza del evangelio que oísteis”. ¿Qué es lo que quiere decir este texto? Quiere decir que, si no está siempre delante de nosotros el evangelio en toda su claridad, volvemos al estado en que antes estába -mos. Es una amenaza continua este estado de alienación religiosa, de entenebrecimiento, de oscuridad, de puntos negros en el conocimiento de Dios; cada vez que nos alejamos de la claridad focal, de ese foco tan bien calibrado de la luz evangélica, volvemos a caer en una religión legalista, farisaica, que se aferra a las formas y que intenta fotocopiar la autenticidad religiosa apoyándose en situaciones y en tradiciones exteriores. Esa es muchas veces nuestra historia concreta.

Me parece que es posible deducir de estos textos que toda religiosidad, incluso la religiosidad cristiana, dejada a sus propias fuerzas se ve como sometida a cierto peso, a cierta entropía, hacia el culto de la ley o el culto de las formas, y, por tanto —hasta cierto punto—, es capaz de ofuscar el conocimiento del verdadero Dios, a pesar de quedarse con su nombre, su culto, sus ceremonias. Es la realidad sobre la que, a mi juicio, es interesante pensar dentro del clima de la primera semana, reflexionando no sólo sobre la moralidad o inmoralidad de ese estado, 'sino sobre la realidad del mismo. No es culpable, pero es el estado real de dificultad que expe -rimentamos concretamente en el conocimiento de Dios. Es el difícil camino de Abrahán.

Busquemos la religiosidad de Jesús

A estos dos textos de Ef 4,18 y de Col 1,21-23 podemos añadir el texto del evangelio de Lucas 6,1-5; en él

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reprocha Jesús la ausencia de libertad religiosa de los fariseos por el hecho de que criticaban a los discípulos que desgranaban unas espigas en día del sábado. Tenemos aquí claramente enfrentados los dos conocimientos: el conocimiento de Dios que tiene Jesús, que es un conocimiento liberador, y el conocimiento farisaico, que cae en el legalismo y que, en nombre de Dios, se opone al conocimiento que tiene Jesús de Dios. Tenemos claramente el punto de partida y el punto de llegada: la religiosidad astral de Abrahán, la religiosidad que intenta apoyarse en las formas, y la religiosidad de Jesús.

Mañana por la mañana meditaremos un poco más sobre este tema, desplazándonos del nivel religioso al nivel moral, procurando ver de qué manera cierto conocimiento no claro de Dios se refleja también en la ambigüedad del comportamiento. Intentaremos verlo mejor en el ejemplo de Abrahán.

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SEGUNDA INSTRUCCIÓN

Reforma de la vida, oración prolongada, espíritu penitencial y

vida comunitaria

Antes de afrontar el tema diré algunas palabras sobre la reformatio vitae, en relación con la meditación de las dos banderas.

Para vencerse a sí mismo y ordenar su vida

Me he preguntado si es posible establecer el lugar donde colocar la meditación de las dos banderas, teniendo en cuenta la finalidad de los Ejercicios tal como la he propuesto, dentro del contexto de la reflexión hecha sobre Abrahán. Recuerdo que intenté analizar, a partir del título, el objetivo de los Ejercicios, o sea: ut vincat se ipsum homo —la victoria sobre sí mismo—, ordinet vitam suam —la ordenación de su vida—, quin se determinet... —“sin determinarse por afección alguna que desordenada sea”— (21).

Hemos visto tres fases en este objetivo de los Ejercicios y en estas tres fases una diversidad de niveles; es decir, si se consigue desenmascarar y neutralizar los afectos desordenados, es posible hacer una opción correcta en la ordenación de la vida, de donde se deduce la victoria de la fe; por otra parte, la victoria de la fe —que no es la última etapa cronológica, sino realmente el punto de partida— nos permite desenmascarar los

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afectos desordenados, captar la verdadera ordenación de la vida, de donde saca una nueva luz la victoria de la fe.

Si tiene algún valor este intento de estructurar el tí tulo de los Ejercicios, me parece que a la pregunta de dónde hay que colocar la meditación de las dos banderas habría que responder: se ha de colocar en cada uno de los momentos cruciales de los Ejercicios, cuando se trata ya de sacar el fruto de algunas meditaciones, como, por ejemplo, las meditaciones sobre la vida de Jesús con vistas a una próxima elección. En otras palabras, esta meditación responde, a mi juicio, a la pre -gunta: ¿Cuáles son los impedimentos más engañosos, los impedimentos de orden categorial en el ámbito de la vida cotidiana, las “redes y cadenas” que más me acechan? La respuesta que da es la siguiente: las insidias más engañosas —precisamente porque no son insidias abiertas, como en la primera semana, es decir, faltar a los mandamientos, actuar mal de manera palpable— son: la posesión, el orgullo, el poder, el tener más, el ser más, el poder más. En estas asechanzas tropiezan todas las formas y estados de vida, las diversas condiciones de personas, sin excluir ninguna.

Para ir contra las afecciones desordenadas

La segunda pregunta, implícita en la misma meditación, es la siguiente: ¿Cuáles son, por el contrario, las fuerzas liberadoras más explosivas, que permiten neutralizar los efectos de las afecciones desordenadas para llegar a la opción correcta? La respuesta que da esa misma meditación es que las fuerzas explosivas positivas son las fuerzas contrarias: renunciar a tener más, a ser más, a poder más, según el ejemplo de Cristo, que fue el primero en despojarse siendo rico. Por eso esta meditación se coloca en cada uno de los momentos en los que, en la claridad del desenmascaramiento de los

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afectos desordenados, se trata de hacer una opción adecuada, libre de constricciones y de toda función obsesiva.

Por el contrario, la meditación que hemos hecho sobre Gén 22 —a mi juicio, análoga, aunque puede ser que no se vea una analogía— se coloca en un nivel que trasciende la experiencia categorial de las afecciones desordenadas concretas para llegar hasta la raíz de la victoria de la fe. Y entonces la pregunta es ésta: ¿Cuál es el impedimento trascendental, fundamental, básico, que impide la victoria cristiana? En otras palabras, si tuviéramos que imaginarnos en la primera parte de la meditación de las banderas qué es lo que Sanatás le susurra al oído a Abrahán mientras va subiendo lenta mente hacia el monte Moriah, las palabras de Satanás serían: “No te fíes, Abrahán, coge bien lo que tienes; tienes en las manos algo que representa la garantía de la promesa de Dios; con esa promesa tienes atado a Dios; ¡no te fíes!” ¿Y qué es lo que a nosotros nos puede sugerir Satanás? En este punto, dada la dificultad que tantas veces puede presentar la oración —me refiero a la oración prolongada, típica de los Ejercicios—, me gustaría exponer con brevedad dos pensamientos sobre esta forma de oración.

Para seguir en la oración prolongada

El primer pensamiento es muy sencillo: la oración prolongada es difícil. Nos lo dice san Ignacio, por ejemplo, en la anotación trece: “Asimismo es de advertir que, como en el tiempo de la consolación es fácil y leve estar en la contemplación la hora entera, así en el tiempo de la desolación es muy difícil cumplirla; por tanto, la persona que se ejercita, por hacer contra la desolación y vencer las tentaciones, debe siempre estar alguna cosa más de la hora cumplida, porque no

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sólo se avece a resistir al adversario, más aún, a derro carle” (13).

Este modo de expresarse de san Ignacio, típico de su forma de afrontar los problemas, nos hace ver cómo de suyo resulta difícil durar en la oración sin una ayuda particular, que fundamentalmente puede ser una ayuda externa o la ayuda interna de la consolación. Y resulta difícil por motivos que conocemos muy bien: la aridez, el sentimiento del desierto, del vacío, de la materia que no me impresiona, que no me dice nada; por consiguiente, me pongo a vagar de acá para allá, buscando algo que me remueva, pero sin encontrarlo; resulta difícil por la desolación, que es ausencia del sentido de Dios, un Dios lejano, una pared entre mi espíritu y Dios; la oración no me dice nada, no la siento, no me entran ganas de hacerla, me inclino más bien a lo contrario; y, por consiguiente, la tercera dificultad, que es efecto de la segunda, pero que es mejor nombrarla por separado: la repugnancia, el rechazo de la oración.

Me parece que estas tres dificultades se manifiestan siempre que nos ponemos en la oración prolongada, pero no cuando no hacemos esa oración prolongada; de aquí la tentación continua de no hacerla, precisamente para eludir esas dificultades; mientras que la experiencia enseña que solamente en estas dificultades es como logramos comprender qué es lo que significa dirigirse a Dios en un coloquio que nos compromete de verdad, hasta el fondo de nosotros mismos.

Esta es la victoria de la fe en la oración, que hemos de pedir a Dios con la misma oración, ya que es sumamente difícil, por no decir imposible, conseguirla nosotros solos, en cuanto que supone la fe, que es únicamente don de Dios. Este es el primer pensamiento: la oración prolongada es difícil, tenemos que contar con estas dificultades y saber incluso que se presentarán.

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“Entrar” en la oración:a) La “confessio laudis”

El segundo pensamiento lo expondré así: hay que “entrar”- en la oración prolongada. San Ignacio usa en varias ocasiones esta frase: “entrar en la oración”. Me parece que esto significa que, a diferencia de la oración breve, que puede ser espontánea, fácil, inmediata, la oración prolongada exige la mayor parte de las veces encontrar la puerta justa que nos permita “entrar” en ella. Puede quizá suceder que estamos girando a su alrededor largo tiempo, fatigosamente, aunque este esfuerzo sea meritorio, pero sin entrar en ella. Por tanto, es importante que todos encontremos esa entrada. Como ya sabemos, los autores ascéticos dan muchas indicaciones sobre la manera de encontrarla. Me gustaría recordar aquí solamente dos, que me parecen importantes, entre las muchas que sugieren los libros de ascética.

La primera es ésta: que nos pongamos desde el principio delante de Dios en lo que es nuestra verdadera postura, recitando quizá un salmo, un trozo del evangelio, un himno de san Pablo o de los profetas; es un comienzo que yo llamaría la confessio laudis. Esta confessio laudis no es más que una aplicación a este momento inicial del coloquio penitencial, o sea el primer punto del examen de conciencia general: gradas agere Deo pro beneficiis. Al tratar de establecer de veras lo que somos, qué es lo que somos ante la Iglesia, ante Dios, me parece importante ante todo dar gracias a Dios por lo que ha hecho de bien en nosotros; yo diría que no hay que ser demasiado genéricos: la creación, el don de la vida, los dones específicos que en estos días, en esta semana, en este mes, han constituido para mí una especie de signo de la bondad de Dios, su don vivido; las cosas que me han salido bien, por las que puedo darle gracias; las cosas que me doy cuenta ahora que debo agradecer a Dios.

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Es ya una descripción panorámica de lo que somos delante de Dios; estamos llenos de gratitud por muchas cosas; por tanto, fiémonos hasta el fondo, soltemos amarras.

Ahora unas palabras sobre otro punto de los Ejercicios: los avisos ad emendandam et reformandam pro- priam vitam et statum, “para enmendar y reformar la propia vida y estado” (189), que san Ignacio pone después de la elección propiamente dicha, que sería de suyo la elección de estado. Dice: “Acerca de los que están constituidos en prelatura o en matrimonio —y no tienen ya que elegir estado—, quier abunden mucho de los bienes temporales, quier no, donde no tienen lugar o muy pronta voluntad para hacer elección de las cosas que caen debajo de elección mutable, aprovecha mucho, en lugar de hacer elección, dar forma y modo de enmendar y reformar la propia vida y estado de cada uno de ellos”.

Estas formas y modos se describen muy brevemente con algunos ejemplos particulares. En sustancia se nos pide “no querer ni buscar otra cosa alguna sino en todo y por todo mayor alabanza y gloria de Dios nuestro Señor”. Es decir, una opción prejudicial, que excluya las situaciones de malestar y de embarazo, que son a su vez fuente de pecado. No es necesario distinguir exactamente dónde hay culpa y dónde no la hay; es importante y suficiente que una situación pese en mi ánimo, que yo la viva como una especie de cerrazón delante de Dios, que no me deje en libertad; esa antipatía, esa situación que no me atrevo a afrontar, ese deber un tanto pesado que voy soslayando; no será un pecado formal, pero me disgusta, me crea cierto sentimiento de malestar, no me siento libre delante de Dios y, por tanto, expreso delante de Dios mi situación tal como es. Tras esto viene la segunda indicación: la confessio fidei.

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b) La “confessio fidei”

¿Qué es la confessio fidei? Es la preparación inmediata para recibir la palabra y la ayuda de Dios. Esto es: yo creo, Señor, que es tu poder el que me salva. Yo creo, Señor, que el poder de Jesucristo muerto y resucitado está sobre mí para salvarme de estas situaciones negativas y pesadas de las que no acabo de ver cómo podré salir. Se dan situaciones de pecado de las que sabemos muy bien cómo librarnos; pero hay, además, situaciones de pesadez, de dificultad, que pueden transformarse en resistencias contra Dios y de las que no sabemos en aquel momento cómo escapar. Por ejemplo, hay antipatías que nos apartan de los demás y que no sabemos cómo superar, y entonces las pongo delante de Dios: tú, Señor, me librarás de ellas; tu poder me librará; yo no consigo quitármelas de encima.

Esta es la confessio fidei del que hace la revisión de su propia vida frágil frente al poder salvífico de Dios e invoca en el sacramento de la penitencia la gracia de la Iglesia sobre su propia fragilidad por el perdón de los pecados formales, por la purificación de todas esas cosas que rozan los límites del pecado, aun sin ser verdaderamente culpables, por la liberación de todos esos pesos que nos impiden correr hacia Dios.

De este modo está claro que el sacramento de la penitencia se convierte en un “coloquio penitencial”, se hace un poco más largo; en vez de durar un par de minutos, puede durar diez minutos, veinte minutos, media hora, una hora entera. Sin embargo, creo que es mucho más restaurador para el espíritu, especialmente si nos presta su ayuda un hermano que quizá nos conoce bien, que puede hacernos alguna pregunta, que nos puede dar alguna indicación. De este modo, poniéndonos delante de Dios con plena libertad, todos nuestros temores, nuestros miedos, nuestro malestar, nuestros sufrimientos, nuestras repugnancias reciben una expre

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sión y quedan iluminados bajo la luz de la misericordia de Dios.

Espíritu penitencial y vida comunitaria

Y, finalmente, el último punto: la relación que hay entre la penitencia o el espíritu penitencial y la vida comunitaria. Me gustaría recordaros aquí un capítulo del padre Rodríguez en su famoso Tratado de perfección y virtudes cristianas, a propósito de la acusación de las propias culpas en comunidad. No recuerdo el título exacto, pero prácticamente se trataba de un comentario de la regla décima del compendio, en donde se dice que cada uno tiene que sentirse contento de “ser corre -gido por los demás y de ayudar a la corrección de los otros”, y que, por tanto, tiene que alegrarnos el que nuestras culpas sean manifestadas y sean objeto de penitencia y reprensión comunitaria. Me impresionó ese capítulo, porque, al leerlo, notaba que, efectivamente, muchas de las situaciones que impiden, que ponen trabas, que bloquean la vida comunitaria, podrían resolverse si existiera esta disponibilidad para reconocer las propias debilidades, las propias flaquezas, y para reconocer igualmente las de los demás y poder así ofrecer nuestro perdón y recibir el de los otros.

La verdadera comunidad es aquella en la que se realiza el perdón de los pecados: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. No es la comunidad en la que todos son perfectos, no es aquella en la que los otros hacen lo que está bien y lo que es justo y donde nosotros se lo podemos exigir, sino aquella en la que yo perdono al otro las cosas que no hace bien, entre otras cosas porque el otro me tiene que perdonar también a mí. Hay una relación, que yo considero importante, entre una vida comunitaria en la que fácilmente se perdonan unos a otros, en donde esta praxis penitencial es más espontá

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nea, más serena, más libre, y una cierta transparencia de vida comunitaria. Se trata de algo fundamental, sin lo cual es imposible que exista una comunidad cristiana. La comunidad cristiana es una comunidad de personas que cada día se perdonan mutuamente, porque saben que son frágiles y saben que pueden contar con la comprensión de los otros sobre su fragilidad. No es una comunidad necesariamente de gente perfecta, sino una comunidad de personas que aprenden cada día, ante el perdón recibido de Dios, que han de perdonar de corazón a los otros.

Este me parece que es un elemento muy importante para la vida comunitaria, incluso porque —a pesar de que nos esforcemos con toda seriedad— siempre hay en nosotros defectos invencibles, formas inconscientes de comportamientos ligeramente desviados, de los que nunca nos curaremos, porque son instintivos y salen a la luz antes de que nos demos cuenta. Los demás sí que se dan cuenta en seguida, pero nosotros demasiado tarde, y nos cuesta mucho trabajo admitirlo. Por eso solamente una comunidad en donde el perdón ocupa el primer lugar puede hacer que todos sus miembros —todos nosotros— encuentren un poco de respiro, se sientan acogidos incluso en lo que tienen de menos po-sitivo, y que acojan con buen gusto a los demás. Me parece que existen relaciones importantes entre el espíritu penitencial y la promoción dé una verdadera comunidad cristiana. Que no es un idilio, que no es un lugar ideal, sino un lugar de gente realista, que se perdona mutuamente las propias deficiencias, las propias debilidades, y que, por consiguiente, ayuda mutuamente a todos sus miembros a crecer juntos en la fe y en la esperanza.

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TERCERA INSTRUCCIÓN

Qohelet, gozo del evangelio y el rosario

¿Quién es el Qohelet? ¿Qué es lo que representa? Representa, evidentemente, al menos para nosotros, el tipo de aquella sabiduría desencarnada, no me atrevo a llamarla escéptica, pero sí con cierta tendencia al escepticismo elegante, que es capaz de sobrevolar por encima de las vicisitudes humanas con cierta sonrisa, sabiendo que no hay muchas cosas buenas que esperar. Por citar un ejemplo, podemos tomar casi al azar algunos trozos típicos del mismo: “Lo que es torcido no puede enderezarse, y lo que falta no puede contarse” (Ecl 1,15). Es verdad que con esta sentencia no puede llegarse muy lejos; por otra parte, también es verdad que si falta algo es inútil hacer proyecto sobre ello; que si hay algo que está torcido no lo podremos tan fácilmente enderezar.

Recuerdo otra sentencia al pensar en dos golpes de Estado que han tenido lugar recientemente en un país africano, uno detrás de otro; el último, el de un suboficial, que había sido encarcelado y que, al salir de la cárcel, dio un nuevo golpe y se hizo dueño de la situación. Y entonces abro el Qohelet y leo en él: “Más vale un muchacho pobre y sabio que un rey necio y viejo, que no sabe ya escuchar consejos. El muchacho puede salir de la prisión para subir al trono, aun cuando en su reino haya nacido pobre” (Ecl 4,13-14). Describe luego la situación: “Veo todos los vivientes que caminan bajo el sol irse con el muchacho, el sucesor que ocupa el

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puesto de aquél. Era una muchedumbre inmensa la que él presidía. Pero —continúa el mismo Qohelet— los que vendrán después no estarán contentos con él” (vv. 15-16). Es ésta una manera de juzgar las cosas humanas; parece como si hubiera ocurrido quién sabe qué portento, pero sabemos adonde irá a parar todo aquello.

Amargura, pero en una perspectiva de esperanza

Así otras sentencias, algunas más amargas y más duras todavía: “Todos tienen una misma suerte, el justo y el impío, el bueno y el malo, el puro y el impuro, el que ofrece sacrificios y el que no ofrece sacrificios; lo mismo el bueno que el pecador; el que jura como el que teme hacer un juramento” (Ecl 9,2). Las cosas más o menos son todas lo mismo. “El hombre no conoce ni el amor ni el odio, y ambas cosas son a sus ojos vanidad” (Ecl 9,1).

Pero de vez en cuando nos encontramos en el libro con frases como ésta que todos conocemos: “Todo es vanidad, excepto amar a Dios y servirle” (Imitación de Cristo I, 1), con lo cual se endereza un poco la barca y se hace ver que bajo todo este pesimismo hay una sabiduría religiosa que ayuda al lector a salir a flote.

Por ejemplo, después de la descripción tan sarcástica y amarga de la ancianidad en el capítulo 12, realmente dramática en su amargura, después de la última sentencia: “Componer muchos libros es una cosa sin fin, y mucho estudio fatiga el cuerpo” (12,12), la conclusión de todo el discurso con el que también se cierra el libro nos dice: “Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque eso es el todo del hombre” (12,13). Aquí, evidentemente, se salva todo en una perspectiva que, en definitiva, supone una confianza plena en la providencia.

Pero en todo el conjunto del libro es posible recons

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truir y hacer surgir cierto equilibrio, incluso en los pasajes de amargura, que son los más bellos, los más sabrosos, los más floridos, los que más se recuerdan y dejan mayor impresión. A mí este libro me gusta mucho; es uno de los libros que más me atraen; se lee con mucho gusto, se vuelve a leer, se saborea incluso como dicción, como música y poesía.

Pero externamente el libro tiene un significado más amplio, ya que, escrito al terminar el Antiguo Testamento, representa la pobreza del espíritu humano, incluso del mejor de esos espíritus, frente al poder misericordioso de Dios que cambia todas las cosas. Es como la más alta preparación negativa para el mensaje evangélico. El hombre puede hacer muy poco, tendrá siempre muy poco que esperar de sí mismo; pero ahí está el evangelio que crea, que lo hace todo nuevo, que lo transfigura todo. En este contexto bíblico, el Qohelet es como el cansancio del sabio, que deja todos los libros escritos, en gran parte libros sagrados —y no sé si aquí habrá también una especie de crítica a esa multiplicidad de rollos— y dice: son útiles, pero... hasta que empiece a resonar la palabra de Dios: Juan Bautista, Jesús, que anuncia el reino ya próximo de Dios. Aquí es donde tenemos el verdadero “anticlímax” del libro, que parece en cierto sentido el que está más cerca de la manifestación de la revelación del poder de Dios y de la novedad de vida en el Señor.

Jesús es más radicalmente pesimista

¿Qué es lo que podemos decir de este libro a la luz del Nuevo Testamento? Poniéndonos en el contexto del kerigma, de la palabra de Jesús, yo diría que este libro es demasiado poco pesimista, que representa un pesimismo todavía demasiado sutil, demasiado elegante, demasiado refinado; un pesimismo del hombre que no tiene miedo de sí mismo, que puede reírse de sí

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mismo y de los demás porque en el fondo está seguro de tener cierto equilibrio; al contrario, el pesimismo de Jesús es mucho más amargo: “¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros, hasta cuándo os soportaré?”

Por eso mismo, si tomamos las expresiones de Jesús —por no hablar de las del Bautista: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la ira que va a venir?”—, por ejemplo, las palabras tan amargas de Jn 6,26: “No me buscáis porque visteis milagros, sino porque comisteis de los panes hasta hartaros”, vemos que el pesimismo de Jesús es mucho más radical, más profundo, más riguroso que el del Qohelet; éste, en definitiva, se sostiene en su pesimismo, mientras que Jesús pierde todo su equilibrio, ya que precisamente está llamado a sufrir en su cuerpo todas las consecuencias de este pesimismo sobre el hombre, es decir, a experimentar del hombre no solamente —como el Qohelet— la necedad, el infantilismo, el conformismo, la incapacidad para producir proyectos grandiosos, sino incluso la malicia, la mezquindad, la crueldad. El pesimismo de Jesús en su grito desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), supera mil veces el pesimismo del Qohelet. Es una condenación casi drástica del hombre, de la situación humana abandonada de Dios, que no se habría atrevido a hacer nunca el Qohelet.

¿Y por qué no se habría atrevido a ello el Qohelet? ¿Cómo es que el Qohelet se mantiene en esa crítica suya tan elegante y tan sutil de sí mismo y de los demás que no acaba de alterarlo? Porque, evidentemente, la esperanza del Qohelet era una esperanza pequeña, y por tanto también su crítica era una crítica pequeña: a una pequeña esperanza corresponde una pequeña crítica. La gran crítica es la que da miedo y la que desequilibra, porque no tiene una esperanza que le correspon-da y se cierra entonces totalmente a la esperanza. A todos nosotros nos gusta reír, hacer un poco de humo

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rismo sobre nosotros mismos, hasta donde sabemos que podemos mantenernos dentro de cierto equilibrio. Pero en contra del humorismo crítico, en contra de la contestación, que corre el riesgo de comprometer este equilibrio, que nos asusta, que nos da miedo, entonces la censura salta inmediatamente, con toda rapidez.

Los límites tolerables del pesimismo ;

El “qoheletismo”, ese pesimismo culto y elegante, no puede existir frente a una gran censura que ponga realmente en cuestión a la persona, la situación, el estado. Jesús, por el contrario, puede lanzarse hasta el extremo del desequilibrio aceptando verse invadido por la amargura y el pesimismo, en cuanto que lleva consigo una esperanza infinita, la esperanza de Dios en él; entonces puede bajar hasta el abismo, puede beber hasta las heces el cáliz del pesimismo humano, llegar hasta el fondo, precisamente porque en él está la plenitud de la esperanza de Dios.

Creo que podríamos aplicarnos todo esto a nosotros, bien como personas o bien como grupo. Como personas podemos llegar a una verdadera autocrítica y aceptar igualmente las críticas ajenas menos benévolas, las más ásperas, en la medida en que podemos equilibrarlas con una compensación de esperanza, de fe, de poder de Dios. De lo contrario, es lógico que nos defendamos, ya que está en juego nuestro equilibrio interior. Nadie soporta cierto grado de crítica sobre sí si esto desconcierta su equilibrio; intentará cargar las tintas sobre otro. Como grupo sucede lo mismo. Es posible —hablo de posibilidad abstracta— que un grupo pueda ejercer sobre sí una crítica, nutrir cierto velado pesimismo, pero no hasta el punto de censurar preguntas de fondo, problemas de fondo.

Yo lo experimento dentro de mí mismo cuando, por ejemplo, me encuentro frente a un tipo de críticas que

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se hacen contra mí o contra nuestro grupo —críticas, decimos, en la línea del Qohelet, es decir, un poco de pesimismo, sin demasiada confianza de que puedan cambiar las cosas— en las que se juega un poco con el humorismo, entre lo serio y lo ridículo; entonces es posible mantener cierto recato. Pero cuando se supera esa medida y me veo convertido en objeto de críticas violentas, inmediatamente salta en mi interior un grito: ¡Basta! O bien acuden en seguida a mi espíritu argumentos contrarios: no, no es eso, usted está mal informado. Es decir, me pongo a cerrar la boca del que me está hablando.

Pero creo que a medida que vamos creciendo en la esperanza, vamos siendo más capaces de escuchar un cierto tipo de crítica o de ponernos a nosotros mismos en cuestión, no para cambiar de la cabeza a los pies, ya que esto es imposible y no se hace, sino porque una medida más grande de esperanza nos permite juzgarnos con un realismo superior a ese pesimismo que viene del hombre, de las situaciones, de las cosas. El gozo evangélico no es un problema de alegría, de serenidad; es la capacidad de pasar por todos los grados de la muerte con Cristo, por todos los grados del sufrimiento humano con la esperanza que Cristo, habiendo bajado hasta el último de esos grados, lleva consigo en su propia persona, aunque en algunos momentos nos dé la impresión de que no la lleva, y allí es donde tocamos lo que es el misterio de su pasión.

Resumiendo: a una pequeña esperanza corresponde una capacidad de aceptar pequeñas críticas; a una gran esperanza corresponde la capacidad de aceptar grandes críticas, de saber valorarlas con libertad, con gozo, de no defenderse inmediatamente, de no reaccionar con contraataques rapidísimos, que demuestran precisamente cómo esas críticas —no necesariamente verdaderas, porque pueden ser falsas— me han tocado en lo más vivo de mis seguridades de sobrevivir, que no van acompañadas de una esperanza suficiente para equili

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brarlas. Es una reflexión que os ofrezco para ayudaros a profundizar en lo que estamos meditando: los efectos del kerigma, el gozo del evangelio.

Me gustaría, además, añadir una breve instrucción, que quizá os sorprenda, sobre otro tema más sencillo, más modesto, más familiar, pero que creo que tiene cierta importancia.

El rosario

Una ayuda que podemos utilizar para la contemplación amorosa de los misterios de la vida del Señor, en un clima de oración meditativa y cordial, es el rosario. Todos sabemos que nos encontramos en un momento de decadencia de esta oración, aunque no se trata quizá de algo tan grave como en el caso de la penitencia. Es una práctica que puede ser sustituida por otras muchas. Sin embargo, puede ser interesante reflexionar en el hecho de que esta práctica haya tenido tanta influencia durante siglos en Occidente.

Parto de una primera constatación: el rosario no es una oración fácil, y creo que el engaño sobre él ha consistido en decir que se trata de un modo fácil de orar, para los momentos de cansancio, de una oración que no exige demasiado compromiso. A mí me ha ocurrido que, por haberla considerado precisamente como oración de los tiempos de cansancio, cuando no sabe uno cómo rezar, se convirtió en una especie de caja de resonancia de todas las distracciones de la jornada; durante el rosario de la tarde surgían instintivamente y rondaban por mi mente todas las cosas hechas o por hacer; por eso llegó el momento en que me dije: si realmente es así, dejaré el rosario, tomaré en las manos la agenda y veré en ella con más tranquilidad lo que he hecho y la tarea que me espera para mañana. Me parecía que era lo más lógico. Hasta que lo pensé un poco mejor y vi que el rosario exige una mayor presencia.

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Como la oración “de Jesús”

Es verdad que se trata de una oración para las almas sencillas, que les va bien a todos, y en este sentido es una oración fácil. Pero no es una oración que pueda hacerse en medio de distracciones, aunque alguno consiga quizá hacerla bien. A mí, sin embargo, no me iba y entonces hice una segunda constatación: ¿qué es el rosario? Yo diría que es la versión occidental de la oración que los orientales llaman “de Jesús”. Es decir, hemos intentado codificar esta oración oriental que definiría de manera muy simple como una interiorización del misterio de Cristo a través de la repetición amorosa de una fórmula sencilla. La fórmula simple oriental es ésta: “Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí pecador”. Es posible repetirla en sus cuatro términos, siguiendo un ritmo cuaternario, o también con variaciones de otras maneras, diciéndola cierto número de veces, hasta que pasa de la mente al corazón. Ciertamente se trata de una oración que tiene una gran historia, que ha ejercido un influjo muy grande en la espiritualidad oriental, como sabemos por el libro El peregrino ruso. Hay toda una literatura sobre esta oración.

La oración occidental es un poco compleja, y en esto radica quizá su dificultad. El avemaria tiene diez partes y no cuatro; por tanto, es una oración algo más larga y requiere una mente un poco más sintética. Quizá por eso no tenga las ventajas de la oración “de Jesús” de los orientales, aunque tenga su estructura por el hecho de ser una fórmula repetitiva, centrada en el nombre de Jesús dentro del marco de un episodio evangélico y con una invocación por nosotros, pecadores, referida tanto al momento presente como al momento escatoló- gico. El momento presente es considerado también como momento escatológico; siempre estamos- en la hora de la muerte, frente a esa plenitud del juicio de Dios que está por encima de nosotros y que es antici

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pado en esta oración. Se trata realmente de una fórmula muy rica, quizá demasiado rica, y quizá por ello no tenga esa influencia, esa capacidad interiorizante, que tiene la otra oración oriental más sencilla.

El rosario “en forma reducida”

Podrían decirse otras muchas cosas. Yo os haría una pequeña sugerencia, que a mí me ayuda y que podría ayudar también a otros. Me dije: si la oración oriental “de Jesús” no tiene más que tres o cuatro miembros dispuestos rítmicamente, ¿por qué no podría usar, en el rezo del rosario, una fórmula reducida de tres o cuatro miembros, repitiéndola en una situación de calma, de tranquilidad, de recogimiento, dando paso a un tipo de meditación que interiorice un misterio de la vida de Jesús a través de la repetición de esa fórmula breve? Me parece que puede ser útil elegir algunas de las frases del avemaria; decir, por ejemplo, diez veces solamente: “Llena de gracia, ruega por nosotros”; decir luego otras diez veces: “Bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús”, repitiéndolas muy lentamente; y entre tanto se va desarrollando el misterio y se lleva a cabo su interiorización. Lo mismo podríamos hacer con el padrenuestro, que me parece fácil reducir a una sola fórmula: “Padre, venga a nosotros tu reino”; o bien: “Pérdonanos nuestras deudas”; o también: “No nos dejes caer en la tentación”.

He aquí una interiorización que, centrándonos en el misterio, puede ayudarnos a la reflexión. Puede ser que haciéndolo así nos entre también el gusto de ampliar la fórmula. Pero lo esencial es servirse bajo la moción del Espíritu de estas ayudas externas, que la tradición ha utilizado durante tantos siglos y que han orientado a muchísimas personas hacia una profunda oración con-templativa. Es una oración que, entre otras cosas, tiene un misterioso poder de curar interiormente el espíritu,

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de robustecerlo, lo mismo que hace también la oración oriental “de Jesús”. He aquí una breve indicación sobre una oración que puede ayudarnos a penetrar, en unión con María, en los misterios de la vida del Señor.

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CUARTA INSTRUCCIÓN

Discernimiento de espíritus

Nos encontramos en el momento de los Ejercicios en que se empiezan a recoger un poco los diversos movimientos interiores —deseos, propuestas, propósitos, programas— para orientarlos todos juntos con vistas a lo que llama san Ignacio “la reforma de la vida”; puede ser que se trate de una reforma muy sencilla, pero tiene que brotar de una cierta vinculación y resonancia con todo lo que sucede dentro de nosotros, a medida que vamos meditando y rezando. San Ignacio supone que las meditaciones ordinarias continúan, pero que en un determinado momento se introduce, además, el pensamiento de ciertas opciones especiales, o bien de una toma de conciencia más clara de las cosas que surgen en nosotros: orientaciones que promover, decisiones que tomar, cosas que cambiar.

El discernimiento de espíritus

En todo esto se actúan y se practican dos cosas: un discernimiento de espíritus y un proceso de decisión. Me gustaría hablar un poco de la primera de estas dos cosas como comentario y como estímulo a la lectura de las Reglas sobre el discernimiento de espíritus (313-336).

Intentando dar un panorama más amplio a esta ins trucción, debería titularla así: “Discernimiento de espíritus; Reglas para sentir en la Iglesia; Proceso de deci-

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sión”. Son tres cosas que, a mi juicio, habría que considerar juntamente. Respecto al segundo tema subrayo que se trata de reglas para sentir en la Iglesia, no con la Iglesia, como muchas veces se dice. No son reglas para sentir con la Iglesia o con la Jerarquía, sino reglas para sentir en verdad, para tener una sensación justa y profunda, el sentido exacto de las cosas en la Iglesia.

De este discernimiento sólo tocaré algún punto que yo mismo llevo más en el alma y que quizá brota en mí polémicamente, ya que se habla mucho de él, subrayando en cada ocasión alguno de sus aspectos. Quizá sea un poco minimalista en lo que voy a decir.

¿Qué es el discernimiento? El discernimiento no es la decisión. A menudo se dice: he hecho un discernimiento, para decir: he decidido. Es una equivocación; el discernimiento es algo muy distinto, que de suyo no entra en la decisión: se puede hacer un discernimiento sin tomar ninguna decisión. Son dos cosas que hay que separar por completo y que sólo en un segundo momento puede verse cómo se interfieren entre sí. Cuando se dice: “He hecho un discernimiento”, intentando decir: “He decidido, porque me ha parecido así”, se hace una caricatura del discernimiento.

La definición que os voy a dar es un poco larga y complicada, pero quizá exprese adecuadamente lo que quiero decir: “El discernimiento es un juicio prudencial sobre nuestra afectividad religiosa, en cuanto instrumento y lugar de meditación corpórea de la gracia invisible”. Es una definición un tanto polémica, que quizá no dice todo lo que tendría que decir, y por eso la explicaré a continuación.

Valoración a nivel de, la afectividad religiosa

El discernimiento es un juicio, una valoración, un conocimiento valorativo; por consiguiente, no es una

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opción, no es una decisión. En efecto, san Ignacio dice: “Regulae ad sentiendum et ad cognoscendum aliquo modo” (313), reglas para conocer y para sensibilizarse de alguna manera (obsérvese la delicadeza de san Ignacio) y para que sensibilizados de esa forma podamos hacer ciertas valoraciones.

El discernimiento es precisamente un cierto conocimiento valorativo, hecho con vistas a la acción, aunque la acción sea inmediata; es decir, como indica san Ignacio, se trata de la acción de “conocer las varias mociones que en el ánima se causan: las buenas para recibir y las malas para lanzar”. Por consiguiente, se queda en el nivel que he llamado de la “afectividad religiosa”, sobre la que el discernimiento intenta dar de algún modo un “juicio prudencial”, es decir, un juicio basado en una cierta reflexión y experiencia no infalibles. Es una cierta manera de intentar comprender esta afectividad con un deseo sincero, pero con cierta aproximación. He hablado de “juicio prudencial” sobre nuestra “afectividad religiosa”. El terreno donde actúa el discernimiento quizá se determine aquí de una manera un tanto restringida; pero tomamos la palabra “afectividad religiosa” en sentido muy amplio, o sea eso que san- Ignacio llama los movimientos, las mociones que se causan en el alma en nuestras relaciones con Dios.

En relación con las resonancias afectivas de la fe

El objeto del discernimiento es lo que ha puesto en movimiento la afectividad, es decir, nuestra reacción corpórea a los procesos cognoscitivos y volitivos religiosos, que se refieren de alguna manera a las relaciones con Dios. Al decir “afectividad religiosa” indico que el discernimiento no toca a lo íntimo de la fe, que sigue siendo un secreto de Dios. No se hace un discernimiento sobre la fe, sobre la esperanza o sobre la’caridad, sino únicamente sobre las resonancias afectivas,

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corpóreas, integradas en la persona viva y concreta, que parten del misterio invisible, intocable, accesible sólo a las miradas de Dios, que habla en la intimidad del hombre de la fe, de la esperanza y de la caridad. No toca de suyo directamente a la interioridad de la fe, sino a su expresión en los movimientos afectivos, que pueden ser muy ricos: deseos, afectos, impulsos, sentimientos, emociones, todo lo que pertenece al campo de la interioridad cognoscitiva, afectiva, integrada en la persona viva.

Todos estos movimientos, vinculados siempre en ciertos aspectos a la corporeidad, pueden tener, evidentemente, un signo positivo, y entonces son portadores de alegría, de paz, de consuelo, de entusiasmo, de aliento, de anhelo de obrar, de darse a todos, de comprometerse, de llegar hasta el martirio, etc.; o tener, por el contrario, un signo negativo: repulsa, disgusto, rabia, resentimiento, sentimiento de distancia de todo lo que de alguna manera recuerda o representa el mundo divino, etc.; es decir, toda la gama de resonancias afectivas, entendiendo esta palabra en sentido amplio, tanto cognoscitivo como volitivo, tanto de signo positivo como de signo negativo.

Para ver si proceden de la gracia

En este intento de definición que he hecho del dis-cernimiento, para estimular una respuesta dentro de una diversidad de perspectiva, digo que se trata de un “juicio prudencial” sobre estas resonancias afectivas, a fin de ver cuáles son las que hay que cultivar o promover y cuáles las que hay que apartar o rechazar, a fin de saber regularse en medio de este mundo tan tumultuoso y variado, que es precisamente la gran caldera de nuestra afectividad religiosa. Naturalmente, como es lógico, el punto de referencia y de llegada de este juicio prudencial de nuestra afectividad religiosa es la “gracia

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invisible”, el don de la fe, la presencia del Espíritu que actúa y que mueve, recibido a través de toda esta ebullición o falta de ebullición, en sentido positivo o negativo, en la vida corpórea del hombre concreto.

Pero aquí surge un problema muy delicado que podría hacer de este discernimiento de espíritus un instrumento peligroso o difícil de manejar: todos esos movimientos interiores de nuestro espíritu que he descrito —impulsos, sentimientos, emociones, o bien miedos, disgustos, repulsas, etc.— no solamente están sometidos al factor íntimo de la fe que necesita tomar cuerpo, sino, además, a otros muchos y diversos factores que proceden más bien de fuera, aunque en gran parte tengan asiento en nuestro interior, y que llamamos los humores, la salud, la digestión, el tiempo, las circunstan-cias que nos perturban, todo lo que de alguna manera representa una vicisitud que intenta insertarse en nuestro psiquismo y determinarlo de algún modo. Y es entonces cuando se presenta la dificultad de discernir de verdad cuál es el movimiento interior que la fe nos permite reconducir a la acción de Dios que nos transforma y cuál es meramente una expresión de nuestra vitalidad: hay aire puro, se respira bien, y entonces estamos contentos, empezamos a rezar con gusto, todo es hermoso, porque se palpa esa vitalidad exterior.

Es verdad que en una visión providencial de las cosas todo esto se puede llamar también don de Dios y puede, por consiguiente, entrar en sentido amplio dentro del discernimiento; pero se resiente demasiado de los factores humorales o exteriores y no es el mundo de la afectividad religiosa que, como tal, surge más bien de la intimidad de la persona. Y esto vale de manera especial para los humores negativos. Podemos estar de muy mal humor, pero estar bajo la influencia profunda de la gracia, si ese humor tan malo se debe a circunstancias externas, como cuando tenemos dolor de cabezao nos encontramos en situaciones difíciles que hacen que la base psíquica no esté en disposición de recibir

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bien las influencias de la gracia; sin embargo, la persona vive muy profundamente esta realidad.

De este intento de definición se deduce una primera conclusión. En el discernimiento se necesita —como da a entender san Ignacio en el inciso “de algún modo”— mucha sobriedad. Cuando uno dice: Dios quiere esto de mí, o el Señor me hace comprender que..., digo en mi interior: “¿Cómo lo sabe? Menos mal que él lo comprende así; a mí no me resulta tan fácil entender estas cosas”. Pero cuando esas frases están vinculadas a ciertos deseos, a ciertas ansias, a ciertos entusiasmos, mi primera reacción es de desconfianza; es decir, no podemos llegar tan pronto a esas frases; está muy bien que lleguemos, y seguramente llegaremos a ellas, pero no pueden ser, desde luego, una primera conclusión de-masiado rápida.

Dos principios para “discernir” con acierto

El discernimiento de espíritus no es cosa fácil, no es una cosa mecánica, no es una cosa que se pueda aplicar como una regla matemática. ¿Sobre qué principios se basa entonces el discernimiento? A mi juicio, se basa en dos principios fundamentales, que tienen una raíz teológica, bíblica, muy profunda.

La primera es ésta: Dios quiere llevarlo todo a la salvación, en vistas a la cual Dios actúa en el mundo, en la historia y, por consiguiente, también a mí. Pero ¿qué es la salvación? La salvación es el shalom, como dice la Escritura, la plenitud de los tiempos, la plenitud de la positividad, del gozo, de la paz, de la serenidad, de la alegría; por consiguiente, está claro que la acción de Dios va tendencialmente en esta línea; y por eso el gozo, la paz, la alegría, el entusiasmo, la serenidad son, en definitiva, criterios de la acción divina. Pero cuando decimos “en definitiva” queremos decir que puede haber circunstancias de paso difíciles, angustiosas. ¿A

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través de qué discernimiento tuvo que pasar Abrahán para conocer que no tenía que llevar a cabo el holocausto de su hijo? Un discernimiento no de gozo, ni de paz, ni de tranquilidad, sino más bien de tremenda ansiedad, de choque violentísimo. Por consiguiente, la regla vale, pero vale en su finalidad escatológica abierta al reino de Dios; y de este modo se la puede aplicar en las demás circunstancias, pero con la debida prudencia y la necesaria atención.

A este primer principio teológico: Dios quiere llevarlo todo a la salvación, al shalom, a la plenitud del gozo, de la paz, de los bienes mesiánicos, para poder apreciarlo hasta el fondo, yo le añadiría un segundo principio: Dios actúa en la intimidad de mí mismo, intimior intimo meo, y actúa de manera invisible, imperceptible, pero realísima; porque lo mismo que recrea mi persona con su acción constante, también me recrea como hijo con una acción constante similar, perenne, que es la raíz de todo lo que en mí se lleva a cabo en el terreno de la fe, de la esperanza y de la caridad.

Esta acción de Dios está en la base de todo lo que podemos decir de nosotros mismos en la vida cristiana. A partir de esta acción del Padre, que me da su Hijo, y del Hijo que me da su Espíritu, y del Espíritu Santo que forma en mí al hijo y me pone en manos del Padre; a partir de esta acción, que va formando mi personalidad cristiana más íntima y de la que se deriva todo lo demás que yo soy y lo que puedo pensar o decir o hacer; a partir de esta acción invisible, intocable, inve- rificable, objeto solamente de la fe y don recibido en la fe, se deriva un dinamismo interior, el dinamismo misterioso de la fe que irradia en la persona entera. En un momento determinado es posible captar estas irradiaciones; y aquí es donde me parece que es donde actúa el discernimiento de espíritus: al captar las irradiaciones de la fe, no ya la fe en sí misma, sino las irradiaciones de esa fe.

A estos elementos es preciso reducir todas las reglas

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ignacianas del discernimiento de espíritus sobre la con-solación y la desolación; es decir, se trata de aplicaciones varias, de consejos prácticos muy importantes, de indicaciones psicológicas más concretas de estos dos principios fundamentales.

Pero estos elementos no bastan. Hay un tercer elemento sin el cual los dos primeros no están aún debidamente calibrados y pueden conducir precisamente a esos discernimientos “salvajes” de los que se imagina uno que pueden salir qué sé yo cuántas cosas, pero que al final no sale nada realmente importante. El tercer elemento es el siguiente: Dios no solamente actúa inti- mior intimo meo en la creación de mí mismo como sujeto de fe, de esperanza y de caridad, sino que construye todo un mundo nuevo en Jesucristo. Y yo acojo en la fe como don, como promesa, el compromiso de Dios de la nueva alianza de construir este mundo nuevo. Y esta construcción de un mundo nuevo en Jesucristo debe ser tenida también en cuenta en el momento de discernir.

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QUINTA INSTRUCCIÓN

Ejercicios y vida diaria

Quisiera haceros aquí una reflexión que podría parecer como un pensamiento del Qohelet, más bien pesimista; sin embargo, se trata de algo que llevo muy dentro de mí y que me parece útil proponerlo. O sea, ¿cuál es el verdadero vínculo, la relación debida que guardan los Ejercicios con la vida de cada día?

¿Cuál es entonces la principal diferencia entre los Ejercicios —y por tanto la comunión de vida que rige en los Ejercicios: la Eucaristía, el estar juntos, cierto intercambio personal, etc.— y una vida comunitaria que intenta reproducir de alguna manera este clima de los Ejercicios?

Me parece que a veces nos equivocamos al pensar que este clima puede convertirse en un modelo y ser transportado también a la vida diaria. Nos asombra ver cómo algunas personas que tan bien han rezado juntas se encuentren luego divididas, con diversidad de pensamientos, chocando en la vida cotidiana. Pero esta división es más que normal y me gustaría explicar por qué. El motivo es que en los Ejercicios juegan mucho los valores trascendentales, las opciones de fondo a nivel de las virtudes teologales; las meditaciones se hacen todas ellas a breve plazo, se va inmediatamente a las realidades finales, aquellas en las que es más fácil la concordia y más rápido el sentimiento común; una cierta atmósfera de oración prolongada, de silencio, de calma, lleva a hacer que vaya surgiendo gradualmente

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la unidad de comunión sobre estos grandes valores finales.

Valores últimos, valores mediatos

Al contrario, en la vida de cada día juegan eminentemente las opciones mediatas, las mediaciones a largo plazo, por lo que el fin trascendente, la victoria de la fe, viene a través de ellas y al final de una larga serie de mediaciones particulares, concretas, sujetas a ciertas normas específicas que no subyacen a las leyes de la dinámica religiosa, sino a las leyes de la dinámica ordinaria de las cosas cotidianas. En la vida diaria prevalece el terreno de las virtudes cardinales —la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza—, con todas las actitudes vinculadas a ellas: comunicación, diálogo, corte-sía, buena administración, puntualidad, orden, lógica, eficiencia, etc.

Pues bien, está claro que mientras en el campo de las virtudes teologales, cuando uno se dirige no hacia las discusiones teológicas, sino a la oración, a los valores de fondo, a los valores del misterio, es más fácil la co munión; al contrario, en el campo categorial, cuando se especifican los problemas, son mucho más frecuentes los conflictos, los malentendidos, incluso entre hombres de buena voluntad que quizá rezan juntos y están de acuerdo en las opciones trascendentales. Esto es evidente; es normal que así sea y es algo que hemos de esperar. Esto no quiere decir que no se hayan hecho bien los Ejercicios ni que fuera falso el acuerdo en las cosas trascendentales; quiere decir más bien que son distintos los dos campos.

No podemos extrapolar cierta fusión de ánimos a nivel de la fe, esperanza y caridad, para ignorar los problemas que nos dividen debido a la manera distinta como pueden hacerse las cosas y resolverse las diferentes cuestiones de una forma razonable y debido a la

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medida y los criterios con que hay que hacer esas cosas y resolver esas cuestiones. Eso que llamamos malentendidos, divergencias comunitarias, diversidad de perspectivas, con las tensiones que todo ello puede producir, son por así decirlo el pan cotidiano de la vida en común y hay que aceptarlo; no hemos de pensar que la comunidad ha de hacerse eliminando esas tensiones, porque entonces no se haría jamás. Es el perdón repetidamente esperado y ofrecido de todos los errores, de todos los malentendidos, de todas las incoherencias; es el diálogo humilde y abierto sobre las diferencias en el modo de actuar lo que hace la comunidad; las mismas crisis comunitarias tienen que contribuir a crear esta comunidad. No debemos confundir los dos órdenes; el hecho de que estemos de acuerdo en el orden superior, que es ciertamente muy hermoso, no elimina los conflictos, no impide que de alguna manera nos pisemos los pies. Es imposible vivir juntos sin que a veces sucedan esas cosas. Hay que aceptarlas; es uno de los aspectos de la vida en común.

Una comparación que ilumina

Me impresionó una cosa que me dijo el padre Godin sobre las comunidades pentecostales de hoy. Cuando le pedí que me diera algunas conclusiones de tipo sociológico sobre esas comunidades —que yo aprecio mucho, porque también estoy en parte dentro de ellas y no quiero con ello criticarlas—, él me hizo ver que en ellas se notan dos cosas: por una parte, una aparente unanimidad en el “aleluya” gritado continuamente, y por otra, cierta fuerte conflictividad. Quizá no haya en otra parte conflictos tan fuertes como en las comunidades pentecostales, que, por otra parte, son especialistas del abrazo, de la alegría, del “aleluya” cantado, etc. Todo esto, según el padre Godin, crece algunas veces precisamente para que la conflictividad quede en cierto

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modo velada; pero ésta existe en concreto y en un de -terminado momento tiene que salir fuera, y sería extraño que no sucediera esto. Alguno se escandalizará: ¿Pero cómo? Esas comunidades que hablan tanto de amor, de hermandad, ¡resulta que están divididas sobre puntos de prestigio, de dirección de este o aquel grupo, de quiénes tienen derecho, etc.!

Son cosas que pasan. Y solamente la confusión de los dos órdenes es lo que motiva el escándalo. Y hemos de decir que precisamente por esto el decreto 11 insiste tanto en los dos órdenes, es decir, el orden de las verdades trascendentes y el orden de la praxis, para que se influyan y se beneficien mutuamente. Está claro que el orden de los Ejercicios, como hemos visto, con la concentración en la promesa y en la fe, da inspiración, gozo y paz incluso en el orden de la vida diaria y tiende, por consiguiente, a reconducir los conflictos al campo de la razón, del diálogo, de la sensatez, de la humildad, de la aceptación, de la concreción, cosas que quizá no sería posible adquirir de otra manera. Por su parte, el orden pragmático de las cosas cotidianas le quita al orden de los Ejercicios el peligro de quedarse en simples palabras, en palabras proclamadas, pero no realmente encarnadas, en luz que no calienta, en moneda que no circula. Por tanto, es necesario el shock de la vida diaria, con sus limitaciones, con sus aparentes mezquindades, con su vulgaridad, para que la palabra contemplada sea realmente vivida en la carne; no hay otra forma de vivirla más que en cotidianidad. Por eso concluiría de este modo:

1. No hemos de hacernos ninguna ilusión, ya que la vida diaria es difícil y lo será siempre; es una máquina inexorable que va machacando muchas ideas bonitas, muchos buenos propósitos.

2. Sin embargo, sería una equivocación no tener esperanza, ya que la fe vence al mundo y la semilla de la palabra da fruto precisamente cuando ha sido ma

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chacada y triturada. Precisamente esta trituración que la semilla de la palabra recibe en la vida de cada día, con las pequeñas experiencias de las dificultades, de las in-comprensiones, de las cosas que no van, de los problemas sin resolver, de las frustraciones, y que nos dejan un poco angustiados, precisamente todo esto me parece que es lo que encarna la semilla de la palabra en la realidad de cada día y nos permite sentir la fuerza, el poder de esta palabra. Así pues, pidamos unos por otros para que podamos vivir de veras en la vida diaria la fuerza de la palabra de Dios.

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INDICE

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PRIMERA PARTE

MEDITACIONES

Págs.

1. Introducción ............................................................. 7El título de los Ejercicios espirituales................... 8Tres niveles de la experiencia de los Ejercicios . .10La vigésima anotación............................................. 11“Abrahán, nuestro padre en la fe”.......................... 12Pero, sobre todo, escuchar la palabra deDios........................................................................... 13

2. ¿Quién era Abrahán? .............................................. 171. Abrahán , nuestro padre en la fe ....................... 18

Abrahán, un prototipo para nosotros... 18 Abrahán, padre de todos los que buscana Dios................................................................ 19Abrahán, padre que nos enseña el camino ... 19Padre también en la peregrinación de la fe... 20

2. Las fuentes: iqué sabemos de Abrahán?. 22 ¿Qué nos dice de Abrahán el AntiguoTestamento?..................................................... 23¿Qué nos dice de él el Nuevo Testamento? . 24Las fuentes judías e islámicas........................ 25

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Págs.

¿Qué dicen de él las fuentes cristianasy personales?..................................................... 26

3. “(De dónde?” (De qué conocimiento deDios partió Abrahán?....................................... 26El libro de la Sabiduría.................................... 27Ver a Dios en los astros................................... 28¿Cuándo conoció a Dios? Tres hipótesis. 29¿Cómo conoció a Dios?................................... 30Nuestras primeras experiencias religiosas..... 31Las tres posibilidades....................................... 31El “cómo” es indicativo para nosotros 34Valores y límites de una conversión.... 36La palabra de Dios............................................ 37

3. Los miedos de Abrahán............................................. 41La fragilidad de Abrahán.......................................... 42Nuestra esclavitud bajo la ambigüedad................... 431. El miedo de Abrahán por lo que le rodea.... 44

¿Qué es lo que teme Abrahán?........................ 45Una estratagema ambigua................................ 47El poderoso instinto de defensa...................... 48Yavé tiene misericordia del pobreAbrahán......................................................... 49La reacción del hombre, la reacción deDios................................................................ 50

2. El miedo de Abrahán en casa ............................ 51Nuestras ataduras: las raíces de ciertosdesórdenes......................................................... 53Otros dos ejemplos de esta duplicidad... 54

4. Los evangelios para Abrahán................................... 57

¿Qué son estos “evangelios”?.................................. 58

1. Los textos de la salvación .................................. 59Las promesas hechas a Abrahán...................... 60Tierra y descendencia....................................... 62

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Págs.

Abrahán creyó al Señor................................... 63El sacrificio de alianza.................................... 64¿Qué nos enseñan estos textos?...................... 66

2. Tres preguntas a Abrahán ................................ 673. Los “evangelios” del Antiguo Testamento

y el Evangelio del Nuevo.................................. 69Tres textos que nos ofrecen Lucas yMateo............................................................... 70Anuncios que leemos en Pablo y en el Apocalipsis.......................................................................71

4. El Reino del Antiguo Testamento y elReino del Nuevo Testamento.......................... 72Relaciones entre estos anuncios y el“reino” ignaciano........................................... 74

5. El comportamiento social de Abrahán:Abrahán y la justicia social..................................... 77Gemidos de la oración, gemidos de la creación ...771. Abrahán reparte la tierra con Lot .................. 79

Un ofrecimiento generoso............................. 80La generosidad de Abrahán...................... 82La riqueza de Abrahán: el kerigma... 83Abrahán y los cuatro reyes..................... 84Se salva Lot... y sus bienes..................... 85Tres reflexiones.............................................. 87Abrahán-se muestra realmente magnánimo 88

2. Los efectos del kerigma sobre nosotros,los cristianos................................................... 90¿Cuál es para nosotros “el tesoro”? .. 91Donde hay libertad puede germinar elamor................................................................. 94Cuando la palabra penetra profundamente . 95

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Págs.

6. Estados de oración de Abrahán: oración, lucha, teología.......................................... 97

Abrahán, hombre de pocas palabras................ 97Oración de Jesús, oración de Abrahán .... 981. La oración de escucha ................................

1002. La oración de lamentación ......................... 100

Está provocada por el desnivel entre lapromesa y los hechos................................... 102Oración que podría parecer una blasfemia..... 104

3. La oración de intercesión ................................... 105El episodio de Lot y los suyos enSodoma.......................................................... 106El argumento “jurídico” de Abrahán.... 107Y luego, el trato............................................... 108El significado de este episodio paranosotros......................................................... 109Una pecaminosidad colectiva........................................................................................................110Un Dios que quiere salvar perdonandoa todos........................................................... 112Abrahán se anima cada vez más...................... 113Un tipo de oración que también seencuentra en el Nuevo Testamento.... 114

7. La prueba de Abrahán y nuestraspruebas............................................................... 117

1. La prueba de Abrahán: análisis del texto. 119Los cuatro elementos del texto........................ 120

2. Las interpretaciones del texto ............................ 123Interpretaciones sarcásticas.............................. 125¿Qué dice la Escritura?..................................... 126El hombre frente al caso límite........................ 128Nuestras pruebas............................................... 130La prueba que sacude nuestra fe...................... 131

3. Reflexiones finales ............................................... 133

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Págs.

Las pruebas de cada día................................... 133El carácter absurdo de ciertas pruebasexcepcionales.................................................. 135Cuando la prueba no es más queprueba.............................................................. 136

8. Las pruebas de Jesús................................................. 139Tres momentos de tentación............................... 1401. ¿Quiénes son ¡os tentadores en el desierto?

iY en Getsemaní?............................................. 141¿Quiénes son los tentadores al pie de la cruz?............................................................................142

2. iCuál es la estructura formal de las tentaciones? ......................................................... 143¿Cuál es el objeto de las tentaciones?............ 144El objeto de la tentación en la cruz. 146Un Dios que no sabe salvar............................. 147

3. (Cómo se consigue la victoria? ....................... 148La lección para nosotros: los tres gradosde obediencia.................................................. 149

9. El consuelo de Abrahány Cristo consolador....................................................................... 1511. La tumba de Abrahán ....................................... 152

La petición......................................................... 153La insistencia.................................................... 155El trato del precio............................................. 156A Abrahán le basta con un puñado detierra................................................................. 157La prenda: el Espíritu en nuestros corazones 159Estar sepultados en Cristo............................... 160

2. Cristo, nuestro consolador .............................. 1613. El “principio y fundamento” de la his

toria de Abrahán............................................. 163Para que Dios sea todo en todos..................... 165

217

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Págs.

SEGUNDA PARTE

INSTRUCCIONES

1. El dinamismo de la palabra de Dios.. 169

La dinámica de la palabra de Dios.......................... 170Una triple ley............................................................. 171Víctimas de alienación religiosa............................. 173Una amenaza también para los cristianos.. 174Busquemos la religiosidad de Jesús........................ 175

2. Reforma de la vida, oración prolongada,espíritu penitencial y vida comunitaria.......... 177Para vencer a sí mismo y ordenar su vida. 177Para ir contra las afecciones desordenadas............ 178Para seguir en la oración prolongada...................... 179“Entrar” en la oración:a) La “confessio laudis”....................................... 181b) La “confessio fidei”......................................... 183Espíritu penitencial y vida comunitaria.................. 184

3. Qohelet, gozo del evangelio y el rosario. 187

Amargura, pero en una perspectiva de esperanza..188Jesús es más radicalmente pesimista...................... 189Los límites tolerables del pesimismo...................... 191El rosario................................................................... 193Como la oración “de Jesús”..................................... 194El rosario “en forma reducida”................................ 195

4. Discernimiento de espíritus.................................... 197

El discernimiento de espíritus................................. 197Valoración a nivel de la afectividad religiosa. 198En relación con las resonancias afectivasde la fe................................................................... 199

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Page 217: Abraham Nuestro Padre en La Fe

Págs.

Para ver si proceden de la gracia............................. 200Dos principios para “discernir” con acierto. 202

5. Ejercicios y vida diaria ........................................... 205

Valores últimos, valores mediatos.......................... 206Una comparación que ilumina................................. 207

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