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En 2001, Legba, una togolesa de 30 años, aceptó un trabajo de niñera en Francia. “Llegué el 25 de marzo de 2001. Fueron a recogerme en el aeropuerto. Lo primero que me dijeron fue: Danos tus papeles.” En el modesto apartamento en Elancourt, cerca de París, Legba vivía como una prisionera. “Sólo podía salir para ir de compras. Controlaban el tiempo. Si yo demoraba mucho tiempo, me gritaban. No me permitían hablar con la gente en la calle. Me dijeron: Si haces eso, vas a la cárcel”. Todos los días, Legba sufría humillaciones de sus jefes. “Para comer, me daban arroz para perros. Cuando me encontraba con el hombre en el pasillo, me empujaba contra la pared, gritando: Hueles mal! Cuando yo salía con la mujer, ella me decía: camine detrás de mí, usted no tiene el mismo valor que yo.” Legba huyó. “Grité: quiero salir! El hombre exclamó: No! Él me siguió en las escaleras. Me tumbó desde el primer piso hasta la parte inferior. Cuando yo estaba abajo, me dio patadas. Luego me golpeó. Tenía tanto dolor que durante mucho tiempo no podía caminar. Pero se negaron a llevarme al hospital. Después de un año, Legba fue liberada por la intervención de un vecino. “Él tuvo que ir a la policía cuatro veces. Los policías no lo creían.” El tribunal condenó a la pareja a pagar 10.000 euros para Legba. Han pagado solamente 3000. www.domesticslavery.com Ondine Millot Esclavitud Doméstica Raphaël Dallaporta

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En 2001, Legba, una togolesa de 30 años, aceptó un trabajo de niñera en Francia. “Llegué el 25 de marzo de 2001. Fueron a recogerme en el aeropuerto. Lo primero que me dijeron fue: Danos tus papeles.” En el modesto apartamento en Elancourt, cerca de París, Legba vivía como una prisionera. “Sólo podía salir para ir de compras. Controlaban el tiempo. Si yo demoraba mucho tiempo, me gritaban. No me permitían hablar con la gente en la calle. Me dijeron: Si haces eso, vas a la cárcel”. Todos los días, Legba sufría humillaciones de sus jefes. “Para comer, me daban arroz para perros. Cuando me encontraba con el hombre en el pasillo, me empujaba contra la pared, gritando: Hueles mal! Cuando yo salía con la mujer, ella me decía: camine detrás de mí, usted no tiene el mismo valor que yo.” Legba huyó. “Grité: quiero salir! El hombre exclamó: No! Él me siguió en las escaleras. Me tumbó desde el primer piso hasta la parte inferior. Cuando yo estaba abajo, me dio patadas. Luego me golpeó. Tenía tanto dolor que durante mucho tiempo no podía caminar. Pero se negaron a llevarme al hospital. Después de un año, Legba fue liberada por la intervención de un vecino. “Él tuvo que ir a la policía cuatro veces. Los policías no lo creían.” El tribunal condenó a la pareja a pagar 10.000 euros para Legba. Han pagado solamente 3000.

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Ella lo dice casi en tono de disculpa. “Para mí, ir a Francia era una oportunidad inesperada, tuve que agarrarla. “Aunque, a los 17 años, tuviera que dejar Marruecos y su familia. Aunque, muy rápidamente, en el pequeño apartamento en los suburbios de París al cual llegó en septiembre de 1998, fuera víctima de amenazas, abusos e insultos diarios por parte de su nueva “jefa”. Aunque no recibiera nada del salario prometido. Aunque no haya sido inscrita en “una buena escuela francesa”, según lo acordado. Salma resiste, “orando”. Todos los días, espera que “las cosas mejoren.” Todos los días tiene que limpiar todo el apartamento: aspiradora, plumero en cada centímetro cuadrado de superficie expuesta, fregona en las paredes y en el suelo del baño, lavar la ropa a mano, planchar. Y luego: “vaciar los armarios de la cocina y limpiarlos’; “levantar todos los cojines de la sala de estar y airearlos”; “levantar y tirar los colchones y las bases”; “limpiar todas las ventanas del apartamento.” La “jefa” está obsesionada con la limpieza, ella nunca se da por satisfecha. Salma también prepara la comida y cuida de los niños de la casa, dos gemelos de 10 años de edad. La jefa a menudo tiene crisis nerviosas. En marzo de 2001, en un día de ira, ella expulsó a Salma de la casa. Recogidapor un hogar social, Salma se reconstruye lentamente. Ella decide presentar una queja. Hoy en día, la joven encontró un trabajo como cajera en París. Los procedimientos legales contra su jefa están en curso.

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Era en agosto de 1998 sobre la Avenida de los Champs-Elysée en París. De camino a casa, Diane se detiene para hacer la compra en el Monoprix. “La vi al fondo de la tienda, apoyada en la pared. Una mujer joven y muy delgada, con un delantal, recuerda Diana. Dos niños de unos diez años la estrujaban y la empujaban gritándole. Y ella, ella lloraba.” Diane se acercó a la joven. “Le pregunté si estaba bien. Los niños se la llevaron lejos de mí, ya en la fila para pagar, ellos continuaron maltratándola. Alrededor, la gente miraba para otro lado.” Diane decide seguir a la joven con los niños quienes luego entraron a un gran hotel a pocos pasos de allí. Diane contactó a CCEM. Miembros del comité llegaron al lugar acompañados por la policía. La joven delgada del Monoprix se llamaba Amina. Ella provenía de un pequeño pueblo en Sri Lanka. Un año antes, ella había aceptado una oferta de un “reclutador”. Con la esperanza de ganar dinero para alimentar a sus tres hijos, ella lo siguió hasta el Líbano. Allá, empezó a “trabajar” en una familia de diplomáticos. “La acompañé al hospital, dice Diane, estaba cubierta de moretones. Nos dijo que su empleadora le pegaba, que los niños le golpeaban. Durante todo un año ella vivió en medio de golpes, trabajaba de las seis de la mañana hasta la medianoche, sin descanso, sin salario.” Tres semanas después del episodio del Monoprix, Amina regresó a su país. Tras la presión de su embajada, los diplomáticos aceptaron pagarle una indemnización y luego ellos también se fueron.

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La historia de Hina fue ampliamente cubierta por los medios de comunicación: periódicos, televisión y radio hicieron muchos reportajes. El profesor Bernard Debré, especialista en urología mundialmente reconocido que atendió en el hospital Cochin a la niña gravemente herida, estaba dispuesto a hablar con la prensa denunciando “un acto de barbarie”. “Nunca he visto algo así en 20 años de medicina”, dijo. Un miembro de su equipo médico describió el abuso sufrido por Hina: “Fue un corte punteado, empezando en el área entre la uretra y el clítoris, con una profundidad de tres a seis centímetros entre la mucosa y la piel, hecho como para eliminar la vagina, y probablemente con un arma blanca. “Hina se confesó una vez a un miembro del CCME:” Mi patrón y un médico, amigo de mi patrón, me drogaron y cortaron la parte inferior de mi cuerpo para que yo no me quede embarazada. Ella nunca quiso volver a hablar de su mutilación. “Alguien me hizo daño”, se limitó a repetir a la policía. Hina huyó de la casa de su “empleador”, un alto diplomático de la Embajada de la India en París, a principios de septiembre de 1999. Ella explicó que estuvo aprisionada durante 8 meses, trabajando 7 días a la semana, desde las 6 de la mañana hasta la medianoche, sin salario, golpeada, humillada, amenazada de muerte con regularidad. Ella tenía 17 años de edad. Los medios de comunicación indios también han discutido el caso, bombardeados de comunicados por las autoridades de su país. La Embajada de la India en París negó cualquier maltrato. Ella acusó a la policía francesa y al CCEM de ser los responsables de las lesiones de la niña. La historia de Hina se convirtió en un caso de Estado. La historia de Hina tuvo mucha repercusión. Durante unos días. Luego, no más. Su empleador nunca más será inquietado. Protegido por la inmunidad diplomática, se negó a responder las preguntas de la justicia francesa.

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En el primer juicio, el abogado de la pareja señaló que, aunque ni declarada y ni remunerada, Henriette disfrutó de “afecto y amor” en la casa de sus empleadores. Señaló también que ella vivía en un ambiente “familiar y cálido”. Durante cuatro años, de 1994 a 1998, Henriette trabajó doce horas al día, siete días a la semana. Dormía en el suelo sobre una estera en la habitación de los niños, levantándose por la noche para darle el biberón al bebé. Su comida: una caja de cereales por mes, y “autorización” para raspar las sobras en los platos de la familia, después de la comida. En el segundo juicio, quienes han “recogido” esta joven Togolense de 15 años, llegada a París sin papeles, defendieron su reputación de “humanistas”. El marido dirige una gran editorial que históricamente tiene una línea editorial ética, “de inspiración cristiana”. Si no le pagaban a Henriette, si ella no tenía el derecho de salir, era para evitar que fuera víctima de asaltos. En su grande apartamento, la pareja recibía invitados a menudo. Henriette, que hacía el servicio, que no se sentaba en la mesa, era presentada como una “prima”. Fueron necesarios cuatro años para que una vecina notara su delgadez, y advirtiese a la policía. A continuación, fueron necesarios cinco años de proceso para que la pareja fuera condenada. Una simple multa civil de 15.245 euros. En 2005, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos criticó la actitud de Francia en este tema, recordando que los Estados tienen “la obligación de suprimir” cualquier acto destinado a mantener a una persona en situación de servidumbre.

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Durante cuatro años, Violette durmió en el suelo de la cocina de uno de los apartamentos del distrito XIII de París, sin colchón, con sólo una sábana. Le fueron establecidos horarios muy precisos. Por la mañana, levantarse a las 4 de la mañana para preparar el desayuno de su “jefa”, Sahondra, y de su hijo. Luego, irse al centro de París, donde trabajaba por 6 horas en la empresa de limpieza del cuñado de Sahondra. A las 10 de la mañana, regresaba a casa de Sahondra: limpiaba la casa y preparaba la comida y la cena. A las 4 de la tarde, tenía que estar en Massy-Palaiseau, en el apartamento de Mamy, el hermano de Sahondra, para una nueva sesión de trabajos domésticos. De vuelta al distrito XIII sobre las 10 de la noche, su día aún no había terminado: lavaba platos y planchaba hasta la medianoche, en casa de Sahondra o de su hermana, inquilina de un apartamento vecino. Durante cuatro años, mal alimentada, Violette sobrevivió a este ritmo: de 18 a 20 horas de trabajo diario. Ella había dejado Madagascar a los 22 años, con la esperanza de ganar algo de dinero para alimentar a su hija. No recibió ningún tipo de salario por los cuatro puestos de trabajo que tenía simultáneamente. Ayudada por el CCEM, Violette presentó una queja. Su registro, juzgado en 1999 por el Tribunal de Gran Instancia de París, es el primer caso de esclavitud moderna en Francia tratado por un tribunal penal. Sus “empleadores” fueron condenados a pagar 22.900 euros en concepto de daños, además de multa y de prisión en suspenso.

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La jefa le había dado una lista de palabras: “Sí, gracias, hola y adiós”. Eran las únicas palabras que Aina, 18 años, tenía derecho a decir. La jornada comenzaba a las 6 de la mañana: preparar el desayuno para los dos hijos de la familia y luego planchar, pasar la aspiradora, lavar la ropa, los platos, hacer jardinería, cocinar... hasta la medianoche. Aina comía en un plato “aparte” los restos de la comida de la familia. Ella dormía en el suelo del baño. Aina había dejado Antananarivo, capital de Madagascar, por una promesa: “Un trabajo, dinero para enviar a mi familia, la oportunidad de continuar mis estudios”. Prisionera durante dos años, atacada, amenazada, ella no recibió ningún tipo de salario. Una vecina finalmente notó en el jardín esta “chica flaca que no hablaba”. Ella le dio una crema para tratar sus manos deformadas por las grietas. Llamó al CCEM. Actualmente, Aina es auxiliar de enfermería en París. Sus “empleadores” fueron condenados a seis meses de prisión en suspenso y 4500 euros de multa.

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El apartamento es enorme, situado en una de las avenidas más bellas del distrito XVI de París, y sus propietarios son riquísimos. El hombre, CEO de varias compañías de petróleo y gas de Arabia Saudita, pasa su tiempo en viajes de negocios. La mujer no trabaja. Vive entre Arabia Saudita, Inglaterra, España y Francia, donde la pareja tiene varias propiedades. Y reina en absoluto sobre un ejército de empleados domésticos. “Tengo tantas personas que trabajan para mí en Arabia Saudita y en otros países de Europa que a veces me puedo olvidar sus nombres,” declaró ella a la policía. En octubre de 2002, hace dos años que Angha, de 42 años, forma parte del “personal”. Y cinco meses que ella vive secuestrada en el apartamento del distrito XVI. Reclutada en Goa, India, y titular de un diploma de empleada de casa, aplicó a un trabajo junto a la familia a través de una agencia de empleo y, luego los siguió en sus viajes. Desde que está en París, no le pagan nada por las tareas domésticas que realiza todos los días, de las 7:30 de la mañana a las 2 de la madrugada. Su pasaporte fue confiscado. Otro empleado es responsable por su vigilancia y por aprisionarla todas las noches. Su “jefa” la golpea todos los días. “Me golpeaba con diversos objetos, como zapatos, me tiraba del pelo, me empujaba por las escaleras y me rompió la nariz”, recuerda Angha. En octubre de 2002, Angha no tenía otra opción. Aprovechándose de un momento en que estaba sola, huye por la ventana del tercer piso colgándose con unas sábanas. La policía le recoge y constata que su cuerpo está cubierto de heridas y verdugones. Ayudada por el CCEM, Angha logra regresar a la India, como deseaba, y encontrar a su madre y a sus hermanas.

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Antes del juicio, un médico se encargó de examinar a Bernadette. El certificado médico señala: “cicatrices redondas del diámetro de un cigarrillo en las manos y en los antebrazos (cerca de una decena). En los pies, cicatrices puntiformes (cerca de veinte). En los antebrazos, cicatrices fijas y lineales (8 en el brazo izquierdo), y cicatrices más amplias (8 mm) y más largas (de 6 cm una y 4 cm la otra) además de una cicatriz de 3 cm por 8 milímetros, de cuchillo. En la espalda: múltiples cicatrices, seis lineales, once redondas y una más importante, de cinco centímetros de largo por 1,5 cm de ancho. En su rostro, tres cicatrices muy finas cerca de los ojos: dos a la derecha y una a la izquierda”. En la audiencia, Bernadette relató: “Todo empezó con bofetadas, puñetazos, y luego ella me golpeaba con una escoba. Me aplastaba los pies con sus tacones altos, o apagaba sus cigarrillos en mis brazos. Dos veces, puso la plancha sobre mis antebrazos. Una vez, puso mis manos sobre sobre los fogones de la estufa encendidos. Ella las sostuvo hasta que se hincharon y liberaron un líquido. Una vez, ella tomó mi antebrazo y le dio once puñaladas. Tres veces, ella me obligó a desnudarme, abrió mi vagina e introdujo una pasta de chile.” Encerrada en un apartamento de un conjunto de edificios de Gennevilliers, la tortura de Bernadette duró 10 meses. Cuando se fugó, su torturadora reclutó otra “empleada doméstica” de Togo y la sometió al mismo tratamiento. El 4 de abril de 2006, el tribunal de apelación de Hauts-de-Seine condenó la Sra. M. a 6 años de prisión, por violación y abuso sexual con tortura.

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Durante la investigación, una vecina admitió que oía periódicamente los gritos de Yasmina. Ella le dió ropa “en secreto” sin ir más allá. Ni ella ni ningún otro vecino alertaron a la policía o a un asistente social. Durante 6 años, de 1988 a 1994, en un edificio de Champigny-sur-Marne, Yasmina fue golpeada y torturada a diario por su tío y su tía. “Mi tía me golpeaba con la escoba, con un colador, me flagelaba con cables eléctricos. Su marido también me pegaba. Él me daba bofetadas, me flagelaba con su cinturón o con cables eléctricos.” Yasmina nació y creció en Mali, criada por su bisabuela. A los 12 años, su bisabuela le dijo que tenía que ir a Francia a cuidar de los hijos de su tía. Desde su llegada a Val-de-Marne, la adolescente hacía las tareas del hogar, 16 horas al día, sin ningún día libre. En 1992, agotada por los malos tratos, Yasmina huyó. “Mis tíos me encontraron. Me desnudaron, me ataron las manos a la espalda y me golpearon con un cable eléctrico doblado en dos, unido a una escoba. Los dos me pegaban al mismo tiempo. Yo sangraba mucho, gritaba, pero continuaban golpeándome. Mi tía puso pimienta en mis heridas y en mi vagina.” En 1994, Yasmina huyó por segunda vez y encontró refugio en un hogar. Tuvieron que pasar cuatro años para que la chica se atreviera a enfrentarse a sus torturadores y a demandar. Pasaron cuatro años más para que la justicia tomara una decisión. En 2002, el juez del Tribunal Superior de Créteil decretó sobreseimiento. “La relación entre Yasmina y sus tíos no estaba libre de violencia”, admitió el juez. Pero él consideró que se trataba de “actos de violencia que corresponden a contravenciones”, “ampliamente prescritos” a la fecha de la denuncia.

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En la pequeña calle con fachadas de color pastel, se veía una niña “triste, pálida y flaca.” Una vecina escuchó a su “jefa” gritándola, otra vecina la vio fregando el suelo de la entrada a las once de la noche... Pero solo después de 21 meses, un albañil responsable de una obra en la cocina de la familia A. dio la alerta. Desde el inicio de su trabajo en la casa, fue tocado por la aflicción de la chica que le presentaron como la “empleada doméstica interna”. Cuidando de dos niños pequeños (un niño de 15 meses y una niña de 3 años de edad), Elena pasa sus días fregando, encerando, cocinando, planchando... Él nunca la vio descansar, ni siquiera sentarse un rato. La familia A. la insulta y la bombardea con órdenes incesantes. Elena cuenta su historia al albañil. Ella tiene 22 años y es rumana. Criada en un medio acomodado, Elena estudiaba gestión en su país. En enero de 2002, ella vino a pasar unos días de vacaciones en París con amigos, quienes le presentan la familia A., de origen marroquí. Elena se compromete a cuidar los niños de la familia para ganar “un poco de dinero”.” Pero apenas llegó a la casa de la familia A., en Cergy (Val d’Oise), le confiscaron su pasaporte. La familia le obliga a trabajar 16 horas diarias en tareas penosas, bajo amenazas y sin pago. Privada de cualquier medio de comunicación, Elena tiene mucho miedo de su jefe, que tiene según ella “muchos amigos policías que a vienen a casa a menudo”. De hecho, la investigación establecerá más tarde que el Sr. A., un ex convicto de fraude, era un informante de la policía. Rescatada por el CCEM, Elena presentó una denuncia contra la familia A. Acusados de “abuso de la vulnerabilidad a fin de obtener servicios no remunerados”, deberán ser juzgados dentro de poco tiempo.

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Era un sistema que funcionaba. El padre, el Sr. L., magistrado francés en Dakar, reclutaba para su hija, quien es una ginecóloga que vive en París, “empleadas domésticas” de Senegal. A través de sus contactos en el Consulado, él obtenía para estas jóvenes mujeres visas de turismo de unos meses, y las renovaba. Esto le permitía a su hija no declarar sus empleadas domésticas y a menudo no pagarlas. En 1984, el magistrado “reclutó” a Diouma de esta manera. Después de algún tiempo, Diouma comenzó a reclamar su salario y su pasaporte confiscado. El Sr. L., aprovechándose de su estatus y del analfabetismo de la joven mujer, le explicó que ella estaba contractualmente comprometida con su familia a hacer una serie de servicios, y que ella podría tener “graves problemas” si protestaba. En la casa de la hija del Sr. L. y su marido, Diouma dormía en una habitación que servía como almacén y se alimentaba únicamente de arroz. Ella trabajaba todos los días, desde las 6 de la mañana hasta la medianoche, cuidando de las tareas del hogar y de los dos hijos pequeños de la pareja. Al cabo de unos meses, por razones relacionadas con la obtención de las visas, la familia trajo una segunda “empleada”, Salimata. Las dos jóvenes se alternaban en el domicilio parisino. Alternadamente, eran repatriadas a Senegal, para renovar sus visas de turismo. Salimata sufrió las mismas condiciones de explotación que Diouma. “No tenía derecho al descanso. Un día, mi jefe me encontró sentada en la cocina. Me gritó mucho, diciendo que yo no tenía derecho a sentarme.” Diouma huyó en 1995, Salimata en 1996. Ambas consiguieron en los tribunales de trabajo el pago de daños y perjuicios. Sus “empleadores” no tuvieron ninguna condena penal, porque la demanda, presentada algunos con algunos años de retraso, fue considerada muy tardía.

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