A Orlando, bajo una manta de ganchillo.

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A Orlando, bajo una manta de ganchillo.Y a Abdullah, bañado en lágrimas.

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Simón

Que el olor a anís lo impregnara todo llenando las calles de una densidad extraña era, como cadaaño, el mejor anuncio de la inevitable primavera. Sin embargo, Simón concluyó que aquellasensación de hormigas en la nariz no podía ser otra cosa que el olor que desprende el miedoajeno.

—Es por las hormonas. Con la tensión se te disparan y te hace oler diferente. Y es obvio queaquí hay mucha tensión —dijo en un tono que pretendió didáctico.

Mahmud, ya prudente tras varios días a su lado, se limitó a sonreír. Tanta altanería le cansaba,pero creyó más sensato permanecer en silencio.

Y es que todo el mundo sabe que el miedo no huele. No huele a nada. Tampoco hace ruido. Esinodoro, silencioso y dúctil, y así nos penetra, sin encontrar resistencia, hasta tocarnos el almadesprevenida y rebotar en cada hueso con un sonido de vidrios rotos. El miedo es lo que hay deverdad en el fondo de muchas razones. Es motivo y es respuesta, y el principio del «todo vale». Elmiedo es una película de aceite que lo apaga todo y nos deja en desabrigo, acompañados tan solopor un repique obstinado de latidos en la sien.

Era Simón el que tenía miedo y Mahmud lo sabía.Aquellas calles solo olían a anís.—Vamos al bazar, igual allí alguien sabe decirnos algo. Podríamos hacer correr la voz.A Simón le gustaba dirigir, decidir sin contar con nadie, sentirse al mando. Disfrutaba esa

parte de sinrazón que encontraba en la posesión de autoridad, aun cuando solo fuera paradesplegarla sobre las decisiones más nimias.

—Vamos. —Era temprano y Mahmud aún no tenía ganas de discutir.Se dirigieron al bazar esquivando el alboroto y el trajinar de cabras, mulas y gente que,

aprovechando que las cosas estaban más calmadas, habían comenzado a bajar de sus refugios enlas montañas.

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Razones

Hacía ya varias semanas que María había desaparecido, pero Simón se aferraba con obstinación aun rastro más imaginado que cierto, pues la sola idea de no encontrarla, y de paso fallarle aUlises, le llenaba el estómago de mariposas carnívoras.

María era la chica de Ulises y este, acostumbrado a manejar bien sus posesiones, le había pedidoa Simón que la trajera de vuelta. «Necesito que la convenzas. Seguro que si te lo propones, puedeshacerla regresar». Una afirmación, hecha un par de meses atrás, que quizá solo fue un comentariode bar cuando a la tarde ya le han caído cervezas de más, pero que Simón interpretó como unaclara llamada a la redención.

Ulises le confiaba algo y aquello le daba la oportunidad de desplegarse, de poder por finmostrar a todos en qué clase de tipo se había convertido. Alguien importante, con un buen puestodesde el que manejaba plata y decidía los destinos de tantos. Un comisionado de una agenciahumanitaria internacional, y no uno cualquiera, que por eso lo habían destinado allí, a Afganistán,a ese punto caliente, donde se cocían tantas cosas; donde las discusiones salían de los salonespara transcurrir en lugares donde era probable acabar con los pies embarrados; donde la muerteya no era solo un número que descabalaba los balances torciendo el gesto de algún estadista, sinoalgo más orgánico, más palpable y, desde luego, con más olor. Un lugar donde seguro que nadiemandaría a los niños gorditos y pusilánimes, poseedores de infancias inapropiadas en las que eradifícil sobrevivir al patio sin que alguien te arrancara de las manos el bocadillo de queso. Unlugar donde todo el mundo sabía que solo se mandaba a los tipos capaces, con la frialdad y eloficio necesarios. A los hombres de verdad.

Y tantas veces había tratado de explicarle esto a sus antiguos compañeros encontrando soloindiferencia que, cuando Ulises le contó que María se había marchado a Kabul, a la misma ciudaddonde él trabajaba, cuando le pidió ayuda para recuperarla, pensó que el destino le tendía uncable. Quizá con un poco de suerte podría encontrarla, convencerla y mandarla de vuelta a susbrazos. Qué ocasión. Eso sí que podría apuntárselo como un éxito y no todos aquellos asuntosinterminables y absurdos en los que sentía que dejaba escapar sus días, ocupándose de genteanónima, de problemas que no conseguía compartir y de los que no lograba sentirse parte, delogros y fracasos que ocurrían tan lejos de casa que a nadie le importaban. Y es que sin público,sin aplauso, le resultaba difícil encontrar satisfacción. Porque él lo que de verdad quería eratriunfar en el bar de su pueblo.

Como todo el mundo.

Pero ahora, fuera de la ciudad, recorriendo pueblos de montaña, persiguiendo un rastro que sediluía, veía que la oportunidad se le escapaba, y volvía a sentir el fracaso, de nuevo como cuandoera niño, fiscalizado por unos compañeros con los que apenas conservaba el contacto, ocupado

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como andaba cada uno en recorrer su propia vida, pero que por alguna razón sentía aún presentes,como la trama visible de un guion barato, para dar un veredicto a su necesidad de redención.

Y es que uno no consigue nunca desprenderse del todo de algunos posos de pasado. Y lostipos grandes del patio de la escuela son poso.

O al menos lo eran para Simón.Por eso, cuando perdió el rastro de María en la ciudad y pensó que esta se había marchado a

las montañas, Simón decidió ignorar sus temores y salir a buscarla sabiendo que tenía por delanteun camino tan oscuro como incierto. Por esa necesidad de sacudirse de una vez por todas lassombras del patio.

Y fue por eso por lo que cuando, al salir de la ciudad y toparse con los milicianos del control,se dispuso a aguantarles la mirada sudando de miedo pero procurando dar ese tono justo dedesafío, que no ofende pero que borra cualquier sombra de sumisión, y que es el necesario paraque los hombres del Norte, recios y con poco tiempo ni ganas para entender matices, te considerentambién un hombre y te dejen traspasar sus líneas y cruzar el desfiladero, incapaces de reconoceral tipo comedido y menguado que realmente eres, incapaces de olfatear tu temor al cruzar lafrontera y adentrarte, vacilante, en territorio comanche.

Aunque tal vez Simón quería seguir esforzándose en pensar que esa era la razón para no tenerque aceptar que, de un tiempo a esta parte, cada vez que pensaba en María sentía como si los piesse le hundieran en la arena.

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Bazar

El bazar, un mar de olores y ruidos. Caminar con los pies llenos de un fango pegajoso y distinto yla sensación de saberse diferente. Sintiendo las miradas de tantos en la nuca y en ese rastro quevamos dejando y nos va delatando, contando a gritos lo que somos. Y no poder evitar que todosnos vean así, vulnerables, pequeños, sin esa anhelada seguridad de tipos compactos, de los que yatienen resuelto el problema de su propia importancia y por eso apenas necesitan pensar en ella.

Un bazar de barro y orines en un pueblo que huele a anís, y en él, el extranjero, menudo, casimínimo, bañado en su susto y su pretendida soberbia. Y es que el bazar es la fortaleza de los otrosy tú allí no eres nadie, y te toca andar con los pies pesados, con ese fango pegado a las suelas detus botas, caras, impermeables, compra de última hora a un afanado dependiente de una tiendaespecializada en ropa de montaña, allá en tu ciudad, que te aseguró que no te entraría ni el agua niel frío, pero que no acertó a mencionar que no impedirían que se te pegara el barro en el alma yque el olor de orines te traspasase la piel.

Y ellos te miran divertidos, sabedores de tu miedo, que solo hace falta fijarse en tu forma deandar, con pasos cortos y titubeantes, para darse cuenta de que el pez está fuera del agua y solosabe ser pez; solo quiere ser pez; solo puede ser pez.

Simón, ajeno a las miradas, insistía recorriendo el bazar con su cantinela de preguntas derastreador barato. «Una chica morena, de ojos verdes, quizá con una cámara de fotos».

Mahmud se encontraba incómodo con el pez y le habría gustado explicarle una vez más queesas preguntas no tenían sentido, que en el bazar todas las chicas eran iguales, que nadie sabía aquién veía o dejaba de ver, que no eran más que velos azules. Que en un lugar así no había sitiopara las mujeres sin cubrir. Menos aún para una que anduviera de viaje con una cámara en ristre.

Además, de alguna manera, Mahmud intuía que María estaba jugando precisamente a eso, a nodejarse ver, así que aun suponiendo que anduviera por allí era poco probable que la encontraran.Pero esto no se lo dijo al pez, porque el pez escuchaba poco, pero pagaba bien y puntual y aquelera un dinero que se ganaba fácil, sin necesidad de romperse uno la espalda cargando sacos.Además, tampoco era su primer pez y Mahmud creía saber cómo manejarlo, así que repitió unpoco más, alrededor, aquella cantinela de la chica morena, de ojos verdes, hasta que el pez seconvenció por sí solo y decidió que era hora de plegar velas y buscar algún lugar donde pasar lanoche.

—Mañana nos acercamos más temprano a ver si así, con menos algarabía... —dijo Simónpoco dispuesto a ir cerrando puertas.

Mahmud asintió de nuevo, sin apenas mirarlo.Estaban cerrando las tiendas y empezaba a atardecer. Al dirigirse a la salida del bazar, el pez

metió el pie en un charco con más mierda que agua y se agitó incómodo. Para entonces, Mahmudya había alcanzado la entrada y lo esperaba.

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Ulises

El invierno lo desasosiega. Madrid es una ciudad buena para las primaveras y los otoños, pero elresto del año es mejor emigrar. Su padre solía decir algo así y Ulises no deja de darle la razón,sobre todo en días como este, en los que todo parece pesarle de más.

Camina calle abajo escogiendo con cuidado la acera de sol. Aunque amaneció nublado, haymomentos en que alguna mancha de luz se filtra por los claros y a Ulises le gusta jugar a atraparlascon el rostro. Cuando lo consigue, cierra los ojos y se detiene el tiempo justo para sentir el calortraspasándole la piel e imaginarse a sí mismo en otro lugar, en otro invierno, tal vez, pero, encualquier caso, lejos de aquí. Después continúa su camino conservando un buen rato esa sensaciónen la boca y cada vez más convencido de que su padre tenía razón. De Madrid, en invierno, hayque emigrar.

Hace ya meses que María se ha ido, pero aún hay demasiada nitidez en sus recuerdos. Demasiaday molesta. El momento en que todo saltó por los aires, el exceso de violencia, el portazo, losllantos, las cosas dichas sin querer y las cosas no dichas y que ahora le obsesionan. Lo inoportunoque fue casi todo. Repasa una y otra vez las últimas discusiones y les da distintos tonos, distintosfinales. Se aburre de pensar en ello, pero no puede sacárselo de la cabeza. No puede sacarse aMaría, que ahora, inesperadamente, lo perturba y lo angustia. Solo durante el sueño se deja ir,mientras imagina mundos de agua, océanos sin ruido donde descansa oyendo apenas su boquear;pero al despertar ella está ahí, impertérrita, distante, como una presencia sin fisuras a la queparece que ha dejado de importarle encontrar respuestas a la supuesta lista de agravios, a losporqués de las heridas.

Y es que eso es una obsesión. Algo que te aguarda fuera del sueño esperando a que abras losojos para asaltarte y llenarte el día con su presencia, apenas dejando espacio para nada más quedarle una y mil vueltas a las mismas escenas. Y Ulises está obsesionado. Para su sorpresa, puesnunca pensó que pudiera pasarle algo así. Nunca imaginó que las cosas se le pudieran ir tanto delas manos.

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Hechizo

Recuerda su primer encuentro, entonces creyó que fortuito. Fue en el Comercial, después desemanas de rondarse, de mantener el juego, la cuerda tensa sin que ninguno de los dos se decidieraa dar el paso, a romper el hechizo y llenarlo de cotidianeidad.

Ella venía de su clase de canto. O al menos eso le dijo. Él, de reojo, la vio acercarse y, conpretendida indiferencia, la invitó a un café tratando de sonar desganado para evitar que ella leadivinara la urgencia. María aceptó sentarse con la excusa de la lluvia, aunque también inventandouna falta de tiempo, un montón de cosas que hacer y unas prisas que tampoco eran ciertas. La dosisde farsa siempre presente al principio de las buenas historias y que había que medir con cuidadopara no echarlo todo a perder, más ahora que estaban a punto de romper los hilos que sostenían elhechizo antes de dejarse envolver por él.

Pero trajeron el café y María no se fue, y empezó a llover de nuevo. Y después tomaron otrossin que ninguno de los dos reparara ya en la lluvia. Y al final de la tarde ya se habían olvidado dela farsa. Y las volutas del humo de la taza en las mejillas de María la hacían parecer soluble, o almenos así la veía él, de pronto bañado de confusión. Y en los días que siguieron, no hubo más quecafés y más cafés, y volutas de humo encerrando sensaciones líquidas, y lluvia casi siempre adeshora, marcando un repiqueteo de fondo al comienzo de una tibieza que hubo de durarles variosinviernos.

Y así, Ulises amó a María. Y pensó que la querría toda la vida.

Pero un día María le vino pequeña. Le faltaban las burbujas, no le provocaba chispazos en elestómago y decidió terminar. Al principio se sintió liberado, recuperó el aire que le faltaba y eltiempo para sentirse solo. Pero luego el no verla, la falta de insistencia de ella, su desaparición yel imaginarla quién sabe dónde, en qué brazos, en qué tibiezas, le ponía enfermo. La añoraba, laquería cerca para poder decirle que ya no la quería, pero ella no estaba. Y quería entonces decirleque sí, que la quería, y que la quería cerca para poder decírselo. Pero ¿dónde estaría María?

La cuesta desemboca en una calle principal y de pronto Ulises se ve envuelto en una confusión detráfico estancado, bocinas urgentes e impaciencia. A la vuelta de la esquina está El Siete, un garitoclásico aunque un tanto mugriento, donde ha quedado en verse con Montero.

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Ocasión

Montero… Es curioso que siempre que recuerda su nombre le salga la letanía completa: Montero,Monzón, Muñoz, Mújica. El ruido de fondo de aquella aula en la que, a golpes y trompicones pordebajo de los pupitres, trataban de apagarse la impaciencia unos a otros. Montero, Monzón,Muñoz, Mújica. Presente. Solo dos apellidos los separaban. El nombre siempre le costabarecordarlo, pues apenas lo usaban con él, quizá por esa crueldad infantil que se ceba con losdébiles y siempre gusta de marcar distancias. Esa forma de crecer encaramándose unos sobreotros, donde siempre hay alguien que sale magullado. O quizá solo porque el nombre resonabamenos que el apellido. Qué más daba ya, tanto tiempo después. Ahora la cuestión era que desdeque le habían contado que Montero estaba destinado en Kabul, este se había convertido de formainesperada en un posible camino para llegar hasta María.

Le había costado convencerlo para tomar una cerveza, porque Montero siempre que se cruzabanse mostraba receloso, como si aún tuviera algún rencor de infancia sin colocar. Pero Ulises habíainsistido sabiendo que aquella era una coincidencia que no podía dejar escapar. Una nuevaoportunidad. Una fortuna presentada en forma de un fino hilo del que habría que tirar suavemente,de seguido y sin sacudidas. Y no como el último tirón que le pegó a María, tan a destiempo, ya enel aeropuerto, ya demasiado tarde, con los altavoces anunciando el vuelo de ella y el revuelo deaquellos tipos turbados apagando presurosos los cigarros antes de cruzar el control de pasaportes,como niños atrapados en falta. Y él, tan inoportuno, casi gritándole por encima de ellos: ahora«María, no te vayas», ahora «María, por favor», ahora «María, que yo te quiero», y ya casiofendiéndola con su falta de coherencia, de querer y no querer, de hoy sí, mañana no, pasado talvez; de no saber o no tratar de respetarla en su confusión y con aquel sentimiento de pérdida quela envolvía tan hondo. De no saber querer, a fin de cuentas. De no saber querer a nadie más que así mismo.

Así que tras varias cervezas y tras explicarle cómo, después de que él le amagara el rechazo,María se había marchado tan deprisa que no le dio ocasión a matizar sus condiciones, trasexplicarle cómo su incapacidad para retenerla se había vuelto con el tiempo, y de formainesperada, algo doloroso, tras hablarle también de su forma de echarla ahora de menos, Ulises lepidió algo a Simón por primera vez:

—Montero, por favor, tienes que encontrarla y convencerla de que vuelva.—¿Yo?—Venga, seguro que tú, con ese puestazo que tienes, habrás hecho muchas conexiones, no te

será difícil dar con ella. Por favor.Y entonces Simón sintió que el Ulises que él conocía se hacía de pronto pequeño, vulnerable,

asequible, mientras que María, esa chica deslumbrante que acompañando a Ulises lo hacíaparecer más, crecía y ocupaba el espacio que había entre los dos.

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Ibrahim

Las ratas recorren el callejón. Las ve acercarse, hurgar en la basura y retirarse a resguardo con lapresa entre los dientes y los flancos bien cubiertos, mirando de soslayo y con esa estrategia decomando nocturno a plena luz del día que tanto le divierte. Las observa durante un buen rato,entretenido, y aunque hace ya mucho tiempo que dejaron de sorprenderle de puro cotidianas, hoyal verlas piensa que tal vez sería bueno cambiar de sitio la fábrica de alfombras de la familia. Elbarrio, aunque seguro para las mujeres y los niños, no es buen lugar para los negocios y, ahora queparece que los tiempos de tener que andar escondiéndose están pasando, debería buscar unaubicación más céntrica. Además, a las ratas les gusta demasiado la lana. No la seda, eso es cierto,pero tampoco nadie compra ya alfombras de seda: son caras y muy trabajosas, cuesta limpiarlas ymantenerlas. Demasiado delicadas. Demandan tiempo y la gente cada vez tiene menos, y tampocogusta ya de lo viejo. Todo se ha vuelto inmediato, caduco. Prisas.

Ibrahim suspira, acaba el té de un sorbo y da por terminada la pausa. Con el brazo retira latela mugrienta que cubre la portezuela que da acceso al taller, pero antes de entrar se vuelve paraechar un último vistazo al callejón y asegurarse de que nadie se acerca. Un día tranquilo.Demasiado. Malo para el negocio.

Aprovecha la oscuridad del corredor que conduce al taller para rascarse la entrepierna, librede las miradas reprobatorias de sus tías y de sus primas, antes de entrar en la estancia ysumergirse en el parloteo femenino con el que tejen y en el que sabe que le resultará difícilmantener el hilo de sus pensamientos.

Entonces piensa en todos los que le suponen afortunado por trabajar rodeado de mujeres y, sinembargo, en lo poco que estas le dicen a él. Tanta hembra junta… Claro que son las mujeres de lafamilia y debe de ser que sangre de tu sangre no hierve bien. O al menos eso se repite para nopreguntarse más.

Se queda un rato mirándolas desde lo alto de la escalera, ese movimiento como revuelo depalomas que llena la estancia de trajines, y cree entender por qué su primo Mahmud no aguantómucho tiempo trabajando allí, en la fábrica. Recuerda cuánto le dolió su marcha, cómo le gustabatrabajar con él y aprovechar para tenerlo cerca, olerlo, tocarlo en ese abrazo confuso de hombreque no roza, y acordarse de los tiempos en que lucharon juntos en la montaña, hace ya casi unadécada, cuando los dos eran aún solo medio hombres, el mundo un lugar estrecho con poco másque pólvora, metralla y pan duro y los días una sucesión de certezas: se duerme, se come, selucha, se vuelve a empezar. Y sin pretenderlo, al evocarlos se lleva la mano a la cicatriz del brazoy su cabeza viaja a las montañas, al mundo de las banderas al viento y los guerreros de a pie, alcalor de la lucha y el frío en los pies.

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Nieve

Es invierno. La nieve cae con violencia y su cuadrilla ha quedado rezagada. Él y unos cuantosandan heridos, entorpecen, y el comandante ha decidido dejarlos atrás. Se refugian en una casaesperando a que el tiempo mejore. La mujer que los acoge les sirve el té y unos chapatis y sequeda observando temerosa desde una esquina del recinto mientras las sombras que el fuegoarranca a unos y otros bailan sobre el adobe a un ritmo que por algún motivo a él se le antojaburlón. Entonces su primo Mahmud, enorme y absoluto en su recuerdo, le ayuda a cambiarse elvendaje de una herida que le atraviesa el brazo. Una bala que no era para él y un trozo de telaraída que, a fin de poder reusar, hierven una y otra vez hasta casi deshacer. Y la sangre, su sangre,manchando la piel de su primo, que, con dedos ágiles y sabiendo lo que hace, lo mira y callamientras da otra vuelta a la venda como quien da otra vuelta de tuerca a su tristeza.

Ibrahim siente cómo el recuerdo le araña, pero no permite que el estremecimiento dure, pues haceya demasiado tiempo que dejó atrás todo aquello. Y es que él se marchó de allí, de las montañas,mucho antes que su primo, aunque no fue por miedo, como dijeron muchos. No. Se marchó por lafamilia, por ocuparse de sus obligaciones y de todas aquellas mujeres, tías viudas, hermanas,primas que ahora, de alguna manera, habían quedado a su cargo. Y así dejó atrás las escaramuzasy la lucha y el vivir deprisa y a borbotones, aunque de aquel tiempo le quedara ya para siempre elolor de almizcle del sudor de hombre metido en la piel.

Por eso, cuando hace unos meses Mahmud dejó los combates, bajó de las montañas y llegó ala ciudad sumido en aquella extraña melancolía, pensó que por fin le tocaba a él cuidarlo. Pero noha sido así. Su primo no se deja, se sacude la tibieza, le gusta mirar áspero y rozarse lo justo. Yapenas si duró unas semanas en la fábrica de alfombras para, al poco, marcharse a trabajar a losalmacenes de los extranjeros, los de las agencias humanitarias internacionales, y dejarse lo pocoque le quedaba de espalda en descargar camiones. Sacos y más sacos, enormes, voluptuosos —dicen que de comida, aunque solo traigan grano, de ese que se da a los pollos—, que debía apilaren torres infinitas hasta el techo de aquel almacén que olía a fatiga, a resignación, a derrota.Toneladas de esfuerzo para tratar de tapar la sensación de impostura que lo envolvía todo.

A Ibrahim le duele que Mahmud nunca se haya dejado cuidar, o quizás es que él no ha sabidohacerlo. Y ahora que se ha ido de viaje por el Norte con ese tipo pretencioso que siempre parecetan fuera de lugar y que tan poco le gusta, siente que tal vez debería haber sido más consistente ensu afán de retenerle.

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Mahmud

La fábrica de alfombras, con todo aquel revuelo de mujeres y el parloteo en el que con dedosreumáticos o atolondrados tejían y tejían tapices imposibles, no era lugar para él.

Sería por ese olor a lana vieja, humedecida y casi fermentada que lo impregnaba todo, o porla falta de luz de aquel cuartucho de paredes oscurecidas por culpa de una caldera de lata quedejaba escapar el humo por cada una de sus junturas.

O tal vez fuera la tristeza que respirar el sudor agrio de las mujeres viejas, que acababatransportándolo siempre a sus tiempos de niño guerrero. Aquel niño que jugaba a derribarcometas, y que antes de dar por perdido un combate dejaba que el sedal se le hincara en la pielhasta ensangrentarle la mano. Violencia y resistencia como la forma de aprender a estar en elmundo. Desde el principio y, a partir de ahí, lo demás.

Aquel niño al que una mañana de otoño un comandante arrancó sin pena alguna de los brazosde su madre para llevárselo al monte, alegando que andaba escaso de hombres en la tropa, aunquequizá solo fuera un afán de dejar claro quién controlaba el valle, en esa necesidad, tan habitualcomo miserable, de delimitar las parcelitas de poder.

Y así fue como Mahmud dio por terminada su infancia, su tiempo de dormir seguro y derespirar el aroma de casa, porque «Mujer, cuando acabe el invierno, si no antes, ya tendrá laaltura suficiente para empezar a guerrear», y porque «además, con la maña que tiene con lascometas, bien podría servirnos para ayudar a lanzar munición sobre el enemigo, y quién sabe, talvez, hasta podría derribar algún helicóptero».

Y su padre, un campesino que llegó del monte justo a tiempo para escuchar esa predicción dehazañas y que, envuelto en un orgullo extraño, atávico, esbozó algo así como una sonrisa. Un gestocasi imperceptible, pero que ya no se borró de su cara ni siquiera cuando la madre, con el hijorecién arrancado —lo que la hacía por unos instantes dos veces madre—, al verlo marchar caminoabajo comenzó a llorar para adentro, para no molestar.

Pero el niño no creció aquel invierno, retrasando el tiempo de convertirse en el héroe local quederriba helicópteros con su cometa, haciendo que su nombre saltara de boca en boca, de valle envalle. Que hubo que esperar todavía otro par de inviernos para que tuviera la altura adecuada. Yasí, cuando la nieve arreciaba de más y solo los hombres de verdad podían sortear los barrancossin que lo blanco los engullera por encima de la cintura, el comandante lo dejaba escondido, alcuidado de alguna mujer en casuchas de adobe donde todo olía a humo y a soledad. Y fue de esemodo como el niño que cazaba cometas pasó más de un invierno esperando impaciente a quebajara la nieve, y la tropa volviera a buscarlo y lo sacara de allí. Para que el viento le diera denuevo en la cara, lejos de aquel regazo no escogido, lejos de aquel olor agrio y aquel afectoprestado.

Y es que el niño, que no sabía que aún era un niño porque ya lo tenían confundido de tantohacerlo jugar a ser hombre, se inquietaba y entristecía cuando lo dejaban solo, atrás, a cubierto,bajo un techo protector pero que a él solo lo aprisionaba.

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Aunque tal vez las razones fueran otras y nada tuvieran que ver con los olores ni con sus recuerdosde niño guerrero, lo cierto es que Mahmud aguantó poco en la fábrica de alfombras de su primoIbrahim. Aquel no era lugar para él.

Cuando bajó de la montaña, quebrado de tantas cosas, empezó a trabajar allí, pero a las pocassemanas se marchó al centro de la ciudad, donde estaban los almacenes de comida de losextranjeros, pensando que, como hablaba su lengua, a lo mejor podría resultarles de utilidad.

No se equivocó. Con su media lengua y su corpulencia no tardó mucho en conseguir un empleoque no pagaban mal, no olía a sudor agrio y en donde, sobre todo, no tendría que aguantarle lasmiradas de pregunta y susto a ningún compañero malherido o roto.

Aquella fue la primera vez que se alegró de todos los libros que su comandante le había hecholeer. Todos aquellos manuales de balística y otras atrocidades que habían encontrado en un puestoabandonado por el enemigo y que, según el comandante, en algún momento podrían resultar útilespara el regimiento. Lecturas que le ayudaron a mejorar la lengua de los extranjeros lo suficientecomo para poder ganarse hoy el pan.

Esas noches de invierno que con la nieve alta y los pocos combates se hacen demasiado largas enel chamizo que hace las veces de cuartel. Y alguien, uno de ellos, que vuelve a poner a cocer elcaldo del día anterior, y ya van seis veces que se cuece un mismo hueso que ya poco tiene que dar,pero aun así; y alguien, otro, que con dedos torpes de hombre de monte intenta remendar unoscalzones mil veces remendados para que la nieve no le congele el alma, o las pelotas; y alguien,otro más, que limpia su Kaláshnikov con esmero, con el cuidado con el que se tocan por primeravez las cosas deseadas, y alguien, esta vez Mahmud, que lee y lee, ensimismado, bajo la mala luzde un candil, esforzándose en cada palabra, atento a las construcciones gramaticales pero ajeno alos contenidos. Ajeno a las barbaridades que se detallan en los manuales de instrucciones queexplican cómo hacer para poder matar mejor.

Y lo cierto es que habían sido muchas lecturas, que había que ver la cantidad de cosas que sehabían escrito sobre cuál era la mejor manera de reventarle a un tipo las tripas. La altura y laprofundidad más convenientes, según el caso, para que muera rápido; pero solo cuando interesa,que no es siempre, que a veces conviene que la cosa se prolongue por aquello de dar trabajo alresto de la tropa y de paso minarles el ánimo y el entusiasmo. Porque un tipo gritando o, peor aún,llorando bajito es mucho más dañino para la tropa que diez muertos bien muertos y con las pupilashuecas, mirando a ningún sitio y oliendo a frío y desaliento. Que los muertos provocan llantos enalgunos, pero en los más tan solo sacudidas de cabeza cargadas de resignación y cansancio.

Y ¿cómo dormirán los tipos que escriben estas cosas? Porque no debe de ser fácil pensar entodos estos detalles. ¿Cómo harán para dormir? ¿Serán capaces de no pensar en nada mientras vencaer la nieve?

Recuerdos ásperos que ahora, mientras acompaña al extranjero, tan inapropiado y tan pez fueradel agua, en este viaje que lo ha traído inesperadamente de vuelta al Norte, se le antojan muylejanos.

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María

María, cuando aún no había llegado el invierno, salía cada mañana a recorrer la ciudad.Despertaba con el primer gallo y se vestía despacio, siguiendo un metódico ritual de danzarinaque daba por concluido cuando se dejaba caer la seda del velo sobre el rostro a modo de telón,cerrando el espectáculo y escondiendo el gesto. Una sensación de arrullo la envolvía entonces yasí, sintiéndose protegida e invisible, salía a caminar por el laberinto de callejones de arena,jugando a perderse entre una multitud de hombres que parecían estar haciendo y deshaciendo elmundo sin que se vislumbrara ninguna fisura por la que poder participar.

Todo se le escurría y se le antojaba ajeno; sin embargo, no era exclusión lo que sentía, era másbien la sensación de estar tan solo acariciando la escena, a veces incluso la certeza de, en elfondo, no estar del todo ahí, ya que su paso apenas causaba movimiento.

Y así transitaba María, silenciosa, mirando sin ser vista, como una espectadora callada, sindejar siquiera que la impregnara ese olor especiado que envolvía la ciudad.

Disfrutaba de esa burbuja, paladeaba su levedad y se sorprendía de cómo había cambiado suforma de ver las cosas. De cómo, en tan poco tiempo, había cambiado ella.

Al principio no había sido así. Recién llegada a Kabul, estrenando su corresponsalía, todo aquellofue una sublevación. Todo la hería, le hacía daño esa indiferencia que ella y todas las mujeresparecían generar. Esa exclusión violenta de la vida en la forma que ella hasta entonces conocía.Esa anulación gratuita y sin consecuencias, esa condena al ostracismo a la que se sometía sinjuicio previo a la mitad del mundo, a la mitad de todo. Qué barbaridad. El cambio brutal de pasardel ser al no ser. Y es que, apenas unos meses atrás, su verbo afilado y un porte impecable, deespiga al viento, le bastaban para encandilar en un Madrid de tardes de café con leche y nochesfebriles. Entonces, esa seguridad que desprendía y que a nadie dejaba indiferente era una forma dedejar las cosas dichas. No le hacía falta ni hablar; le bastaba tan solo con estar presente, flotandoen un mundo balsámico y sin aristas en el que seducía a todos sin demasiado esfuerzo pero contoda la intención. Era un tiempo en el que su persona estaba fuera de toda cuestión. Su vida estabafuera de toda cuestión.

Ahora, en cambio, sumergida en este juego de invisibilidades, obsceno por su parte por lo quetenía de opcional, casi había dejado de estar para convertirse en un susurro. Y lo que la llenaba desorpresa es que parecía estar disfrutándolo.

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Añicos

Meses atrás, Madrid, diciembre, la tibieza y el olor a café.Aún no ha sucedido nada. Aún el mundo es redondo y perfecto y las cosas suceden cuando

deben, con la cadencia que se les presume. Aún Ulises quiere a María, o al menos así es comoella lo siente, o lo supone, tal vez porque nunca se ha parado a pensar que la máxima de que lascosas son o no son dependiendo del ángulo desde donde se miren también afecta a su propia vida.

De momento es diciembre y la redondez de su mundo está fuera de cuestión. El mundo deMaría aún tiene días que huelen a canela.

El sol de invierno derrite la escarcha de las ventanas y María, en la cocina, prepara tostadasfrancesas. Ulises ha salido temprano, pero debe de estar a punto de volver y ella se afana porquele ha sentido pasar la noche envuelto en insomnios, paseando, inquieto, y siente que quisieraarrullarlo y mimarlo, y por eso le prepara un desayuno de los que a él le gustan, grande y adeshora: zumo, queso, mermelada, tostadas francesas.

La dificultad de la llave para acertar en la cerradura, el sonido de la urgencia con que labusca, tiene un retumbar de presagio. Y entonces Ulises entra en casa rompiendo la mañana de luz.Trae una mueca en el rostro que araña, un gesto que parece estar haciendo un repaso de todo loque ya no cuadra. El anuncio del fin de la magia, o lo que fuera que hubiese.

Después viene un titubeo cobarde, como no suele faltar en estos casos, un intento fallido deexplicar lo inexplicable, y un dolor que penetra a María como un disparo de sal.

Las tostadas se consumen en el fuego hasta hacerse carbonilla.

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Orlando

Y ahí comenzó el tiempo en que María solo quería desaparecer. Esconderse de las miradas yvolverse mínima. Dejar de estar al alcance de las mismas preguntas formuladas una y mil veces,de esas palabras que tanto daño hacían. Desprenderse de esa ausencia tan densa. De esaincapacidad para asumir, para entender.

Desaparecer, como aquel Orlando del cuento, bajo un profundo letargo o, en su defecto —y deun modo más doméstico—, bajo la manta de ganchillo de la abuela Aurelia, siempre tan propiciapara los días de lluvia.

Y llegó el invierno y se apuntaló con más fuerza que nunca, para hundirla en un sillón del que nadade lo que hasta entonces le había llenado el corazón de burbujas conseguía levantarla. El desamor,tan clásico y devastador como el amor, aunque mucho más incapacitante. Ser o dejar de ser elcentro del universo. El amor y la muerte. Nada nuevo bajo el sol.

Pero la nevera vacía y la insistencia de la compañía del gas por cobrar las facturas bajoamenaza de hacerle sentir el invierno en toda su crudeza la empujaron a hacer una llamadapidiendo pan a la redacción del periódico donde trabajaba como reportera de forma esporádicadesde hacía ya un tiempo.

¿Una corresponsalía? Nunca había hecho ninguna, le iban más los trabajos de cercanía. Pero¿por qué no? Una oportunidad de sublevarse ante el desplante. De sacar pecho y erguirse denuevo.

Además, se aseguraba la distancia de todas esas miradas incapaces de entender lo que deverdad le mordía el corazón.

María preparó sus maletas con calma, minuciosa en el esfuerzo de olvidarse casi todo.

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Hamam

Bajó la calle como una de tantas, pero hubo algo que la hizo diferente. Quizá fue que se cimbreabade más, levemente pero de más, como una caña al viento. O tal vez fue el titubeo, porque lo ciertoes que aquella chica titubeaba con cada movimiento. La vieja Jana, observándola mientras seacercaba al hamam, entretenida en cada uno de sus traspiés, en cada charco mal cruzado y en cadapaso en falso, concluyó que aquello debió de ser lo que le llamaba tanto la atención. La chica eraun puro titubeo. Además venía sola, cosa que no era corriente, sobre todo en esa parte de laciudad.

De aquello hacía ya varios meses, pero aun así lo recordaba bien y, al verla hoy venir, sesorprende del cambio, de la cotidianeidad que la envuelve. Ahora lleva un paso más seguro, aúnsola, aún diferente, pero ya como una figura familiar. La vieja la sigue con la mirada mientras seacerca por el callejón, escondida tras los cortinajes. Después se deja caer sobre el quicio de lapuerta para dar reposo a un cuerpo sarmentoso y gastado, al que cada vez le cuesta más aguantarlos ajetreos del día. Del interior del hamam sube un parloteo femenino, cantarín. Y Jana piensaque es aburrido estar aquí arriba, en la puerta, sin poder disfrutar de la charla de abajo, de lalibertad tibia del agua y los cuerpos desnudos, pero pronto terminará su turno y bajará a darse unbuen baño, a retozar con las demás.

María entra y se retira el velo. Jana le da el jabón y la toalla y se queda mirándola mientras sedesnuda. Aunque ya no titubee y su presencia sea casi una costumbre, todavía le gusta observarla,pues la chica blanca ahora tiene algo que a la vieja le produce una sensación de hechizo. Algoque, en todos estos años de cuidar el hamam, ya ha visto antes en otras mujeres, aunque nuncahasta ahora le haya resultado tan inaprensible, tan fascinante… Quizá sea la piel blanca lo que lahaga diferente, quién sabe, pero es como si —qué estupidez— se estuviera diluyendo, como si suscontornos se difuminasen, como si su piel fuera a deshacerse al mezclarse con el agua. Por uninstante tiene la sensación de que, de un momento a otro, la chica pudiera desaparecer. Peroentonces piensa que es posible que toda la vida en el hamam, con tanto calor y tanta humedad, nohaya hecho más que licuarle el cerebro.

María baja las escaleras, empuja la puerta entornada y se sumerge en un mundo de vapor. Lavieja la ve desaparecer tras la nube de vaho y vuelve a su posición de cancerbero en la puerta,sabiendo que pronto acabará su turno y podrá bajar a hundirse ella también en la tibieza y lasconfidencias. Tal vez, para entonces, la chica aún siga allí.

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Agua

Una cúpula de barro salpicada de vidrios multicolores que filtran el sol como una ensoñación. Lossonidos apagados por el vapor, las formas desdibujadas, difusas. Un montón de cuerpos desnudos,de carne tibia, llenan la estancia de piel uniforme y calidez que acoge sin distinciones. Nada másrepublicano que la desnudez.

María se tumba en la mesa de mármol que preside el hamam y se deja llevar. El agua tibia seescurre por sus costados y el parloteo de las mujeres poco a poco se convierte en una nanaconfusa, en ruido de fondo para sus pensamientos. Al cabo, alguien comienza a chapotear en lapila y el sonido la hace viajar quince años atrás: una piscina, cloro en los ojos, brazos que setensan y espuma. El agua que pasa por su cuerpo sin apenas detenerse y la voz del entrenadorcomo una letanía, recordándole en cada brazada lo que todavía queda pendiente y por hacer.

—Vamos, María, no quiero que se vuelva a repetir lo de este fin de semana. —Y es que estefin de semana hemos perdido, no hemos conseguido ser ni las más rápidas ni las más fuertes; y poreso ahora jadeo en el agua, oigo mis bramidos al sacar la cabeza para respirar y sigo, sin pausas,hasta que mi cuerpo ceda, aprenda, se discipline.

Entonces María vivía el agua como una pelea, como una fatiga diaria en la que desfallecer erael equivalente a dejar de ser. El agua era un espejo que le devolvía a una María pequeña, casimínima, luchando contra sí misma y llenándose de dudas que los demás no veían, absortos comoestaban en ver a la María campeona, ágil y fuerte. Un mimbre en el agua deslizándose y dejandotodo atrás. Y esas miradas de los otros perseguían a María cada vez que sentía cómo el cansanciole llenaba el pecho; y por eso María golpeaba el agua con otra brazada más de afán, para asípoder seguir siendo en su espejo de madrastra. Dime, espejito mágico, quién es la más...

De pronto un nuevo chapoteo devuelve a María al alboroto de mujeres que, aprovechando laintimidad del hamam, se prodigan generosas. Y así se descubre observándolas, desnudas ycarnosas, cálidas, con esa piel imposible de los cuerpos a los que nunca les ha dado el sol. Sinprisas, sin esa inquietud que causan las brechas entre lo que eres y lo que crees ser.

Cierra de nuevo los ojos y deja que el agua tibia la arrulle un poco más.

Al salir, escondida de nuevo bajo mil velos, ve cómo una cometa de cola de seda sobrevuela elcallejón. Apenas unos segundos en los que parece estar siguiéndola y luego desaparece. Noalcanza a ver quién la maneja. Un vuelo furtivo que no sorprende cuando, hasta hace nada,volarlas era un juego prohibido. Que vuelvan las cometas es buena señal. Mucho hablar de laapertura, pero los cambios de verdad no lo son hasta que se evidencian en las cosas pequeñas.Todo lo demás es solo grandilocuencia. A veces también testosterona mal gestionada.

Pero si ya hace tantos años que no se puede jugar a ciertas cosas, ¿cómo harán los críos pararetomar los juegos? Porque los críos aprenden unos de otros, pero si la cadena se interrumpe,¿quién se habrá encargado de conservar los secretos de algo tan liviano?

María se queda un rato pensando en esa cadena, pero le cuesta imaginar. Puede que volarcometas no sea solo cosa de críos.

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Encuentros

Daría algo por un día de lluvia. Un poco de agua que barriera ese polvo imposible que se le meteen los zapatos y por el cuello de la camisa haciendo que se desvanezca su sensación de limpio yde recién duchado. Un poco de agua que lo hiciera todo más respirable, más amable.

En Kabul no lloverá hasta el invierno.Simón baja la calle presuroso en dirección al edificio de UN. Le han contado que María pasa

por ahí todos los viernes y tiene pensado hacerse el encontradizo. Es importante que ella noadivine que Ulises tiene algo que ver con el encuentro y que levante la guardia. Después ya verádónde le lleva su capacidad de improvisación. Se siente ansioso como un niño a punto de abrir unjuguete nuevo.

El UN Club es un selecto bar —falso: el único, luego no puede ser selecto— donde se reúnenlos “blancos” sin que importe su condición: expatriados de organizaciones humanitarias,traficantes, funcionarios internacionales, misioneros, mercenarios y otros fugitivos de casi todo.El color los agrupa y todo vale cuando están lejos de casa y se hermanan para beber y charlar. Elclub es una guarida de cuatreros con alfombras lujosas y derecho de admisión, pero también elúnico lugar de la ciudad donde poder tomarse un whisky y charlar sin velos, cara a cara y sinreparos.

María no suele frecuentarlo. Sí lo hacía al principio, recién llegada a la ciudad, movidaprobablemente por aquel impulso gregario de buscar a los iguales y sentirse arropada por lamanada, pero pronto se cansó. Las mismas conversaciones, retahílas de lugares comunes, parecíanrepetirse una y otra vez, e incluso el whisky, con tanta alfombra e impostura, ya no le sabía igual.

Aun así sigue pasando cada viernes. Los viernes vienen los otros corresponsales y ellaprefiere seguir sintiendo el pulso de las cosas y no soltar del todo los cabos de la realidad.Además, puede que esta sea la mejor forma de controlar su propia evolución, su desprendimientode todo y de todos, su nuevo punto de vista.

Porque la nueva María necesita un espejo donde ver lo que ya no es, para no perderse del todoy terminar olvidándose de qué era eso que tanto le pesaba y que ahora pretende dejar atrás.

Simón discute un poco con el tipo de la puerta. Le cobran la entrada, el precio de lo selecto.—Menuda mierda, panda de clasistas, nadie en esta ciudad podría pagarse ni un zumo en este

garito de seda.Pasa disgustado —si hubieran cobrado a otros, probablemente no habría habido ni queja ni

comentario social— y saluda a algunas caras conocidas, lo que le recuerda lo pequeña que, apesar de todo, puede resultarle la ciudad. Rastrea el antro y la ve, al fondo del salón, sentada enun chester cerca de la chimenea, dejando que el fuego la dibuje en un cuadro imposible de luces ysombras, concentrada en el movimiento de remolino de los hielos de un whisky que gira en sumano con un vaivén ajeno. Es la María que él conoce, la que acompañaba a Ulises en sus tardesde cervezas, pero se le hace extraña su presencia aquí, en este lugar tan atildado. Nada que vercon los recuerdos de la última vez que la vio: garito madrileño en hora punta, el olor a fritanga, el

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camarero que grita, la cocina que escucha, un fondo de la barra en el que siempre hay sitio, y ella,prodigándose apenas mientras Ulises despilfarraba saludos y sonrisas, como una altiva reina decorazones, sobrevolando a la corte de diminutos que pululaban a su alrededor.

Simón se queda un buen rato mirándola desde la barra, esperando a que María levante la vistay le dé así pie a su juego de encuentros sorpresa, pero ella parece ausente, perdida en el interiordel vaso que gira y gira. Al poco, cansado de esperar, cambia de estrategia y decide hacerse unsitio cerca de ella junto al fuego, para desplegar todo su arsenal de encantos ensayados.

—¿María?—… —María lo mira unos segundos, pero no termina de ubicarlo.Simón decide echarle una mano escondiendo su decepción.—… Simón.María sigue sin caer.—Compañero de Ulises.—Ah, Simón… —Ligeramente sorprendida, pero no lo suficiente. No lo que correspondería

al tamaño de la casualidad—. ¿Y tú qué haces aquí?Simón, tratando de ocultar la decepción por el poco interés que el encuentro parece haber

despertado en ella, decide jugar sus cartas y procede a explicarle los motivos que lo han traído aKabul incluyendo todo un desglose de su brillante trayectoria, de su puesto de tipo importante yya, por qué no, también de la lista y descripción de los lugares feroces de los que se vanagloriapor haber sido destinado con anterioridad.

María lo escucha con desgana mientras hace girar los hielos. El personaje no es nuevo paraella, pero por cortesía le devuelve la mirada de vez en cuando esperando a que acabe con eldespliegue de aprendiz de pavo real. Supone y espera que entonces recogerá las plumas y semarchará, como suelen hacer los pavos, siempre más interesados en su propio plumaje que en elajeno.

Sin embargo este, al dar por concluido su despliegue, pasa a una inesperada fase de preguntascogiéndola descolocada y sin ganas.

—¿Y tú, María, cómo has llegado hasta aquí?—Vine a escribir.—¿No había un sitio más cerca?—…—¿Kabul…?—Para el periódico.—No sabía que hicieras corresponsalías.—Pues ya ves.El casi monólogo de Simón se prolonga un rato con una María parca, que limita sus respuestas

a una brevedad al filo de la descortesía, retornando entre cada pausa a los vapores del whisky.Pero al cabo, aburrida, decide entrar en la conversación, quizá porque intuye que es la únicaforma de quitarse a Simón de encima, o quizá porque, precisamente por lo poco que le importa eltipo, puede resultar el público perfecto para ponerle palabras a algunas explicaciones que aún sedebe.

—Mira, Simón, un día te levantas como si tal cosa y resulta que tu mundo se ha ido a lamierda… ¿Porque te han roto el corazón? Puede ser, pero no es solo eso. Nunca es solo eso. Lacuestión es que necesitas poner tierra de por medio y te largas. ¿Un destino infernal? Pues mejorque mejor. Así dejas claro que no te han vencido.

—…

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—Bueno, al menos esa es la explicación oficial.Trasiega de nuevo despacio el whisky, inquietando a Simón.—Pero vienes aquí y todo es difícil, porque eres una mujer y no cuentas. Nadie te considera.

Es que ni te ven. —Simón asiente, comprensivo, con el clásico exceso del que pretendecomprender lo que le es ajeno—. Y al principio te jode, claro que te jode. Hasta que un díadescubres que tapada has encontrado el salvoconducto para moverte a tus anchas por esta ciudad,para meterte a fisgonear hasta la cocina. Para hurgar en las entretelas.

—Y así consigues material para escribir. Ya me cuadra más.—Bueno, sí. Pero no solo.—No me irás a decir que te gusta ir todo el día envuelta en velos como una cebolla.—Pues sí, qué quieres que te diga, me gusta. Como una cebolla, tú lo has dicho. Con todas sus

capas. Para desprenderme de ellas poco a poco y cuando me da la gana.—No lo entiendo.—Me gusta porque no estoy, porque me convierte en un fantasma. Me relaja.—…—Me siento bien. Nadie espera nada de mí. Ni siquiera yo misma.—No sé... No me cuadra.—¿Por qué?—No sé. No sé si tú eres así.—Ah, ¿y cómo soy, Simón? Porque todo el mundo parece saber quién soy. Incluso tú, que

acabas de aparecer por esa puerta y que solo me conoces de unas cuantas tardes de borracherahace ya años. ¿Ves a qué me refiero?

—Bueno, y por lo que me ha contado Ulises.—¿Y Ulises qué coño sabe quién soy?—Hombre, Ulises…María lo interrumpe un tanto irritada.—Era mi chico, ¿y qué? Eso no es garantía de que me conociera lo más mínimo.—…—Ulises es un gilipollas. Y yo una especialista en elegir siempre gilipollas para que me

rompan el corazón. —Hace una pausa y cambia a un tono más categórico—. Pero Ulises ya no estáen esta historia. Olvidemos a Ulises.

A Simón le sorprendió el tono, aunque tenía que reconocer que le hacía gracia oír a Maríahablar así de él. A lo mejor no estaba de más cuestionarse que en realidad fuera un gilipollas.

Pero la conversación terminó ahí, justo cuando Simón empezaba a disfrutarla, porque Maríaya no tenía ganas de aclararle nada más, quizá porque no lo consideraba un público del todoadecuado y seguía resistiéndose a actuar ante cualquier audiencia, o tal vez porque de verdad notenía nada que demostrar.

Entonces, contra su costumbre, no sintió la necesidad de ser ella la que concluyera laconversación con una ironía o una frase lapidaria. Simplemente no quiso cortar el aire. Apuró elwhisky y se levantó.

Simón, al ver que se marchaba, se inquietó, arrepentido de que su falta de tacto pudiera dar altraste con sus planes de acercamiento.

—¿Nos veremos?María se volvió, dedicando a Simón una media sonrisa.—Supongo que sí. La ciudad para ti es pequeña, no tienes muchos sitios adonde ir.—Tú tampoco, ¿no?

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—Para mí la ciudad es infinita. Yo soy un fantasma, chaval.Y al decirlo dejó caer el velo sobre su rostro, dejando a Simón a solas con su desacierto.

En el camino de vuelta, María se quedó observando unas cometas que sobrevolaban los tejados.De pronto una, como si fuera un ser vivo, se detuvo encima de ella unos segundos para acontinuación descender en una cabriola imposible y pasarle rasante por encima. Se descubrió paraver mejor el espectáculo y la seda de la cola le rozó el rostro. Se le erizó la piel. Toda.

Después la misma maniobra un par de veces más y desapareció.María, sin alcanzar a ver quién estaba detrás de aquel vuelo furtivo, se sorprendió de la

necesidad de tacto que le reclamaba la piel.

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Juegos

A aquel primer encuentro le siguieron otros muchos, pues Simón comenzó a hacer malabares conla agenda para, disculpándose de sus asuntos, no tener que viajar fuera de la ciudad. Quería estarcerca de María para poder dedicarle tiempo a su plan de acercamiento, y para conseguirlomanejaba las excusas sin pudor. Y así, poco a poco, perseguirla se fue haciendo para él una rutinaque le llenaba el día.

La veía salir de su casa, la seguía hasta el bazar y allí se entretenía en jugar a perderla paraluego volver a intuirla entre la multitud, donde ella pretendía ser una más bajo sus ropas defantasma, de ese azul tan igual al de las demás mujeres. Un juego que tan solo consistía en esperar,pues tarde o temprano María se cansaba de mimetizarse y decidía volver a ser María, quitarse elmanto de Orlando que, como a este, la hacía desaparecer, y darse un baño de identidad.

Porque dejar de ser, así de golpe, no es fácil. Aprender a desaparecer es algo a lo que hay quededicarle un tiempo sin urgencia. Es una de esas cosas que practicar despacio, de a poco y sinprisa. Además, María no era precisamente de esas personas a las que les saliera algo así de formanatural, pues su aparente seguridad era motivo para que nada en ella pasara desapercibido. Aveces un gesto con las manos bastaba para reconocerla. A veces su forma de andar, su manera deabrirse camino entre los hombres, sin rozarlos pero traspasando esa distancia mínima que marcanlas buenas costumbres. Esa distancia que nunca traspasaría una mujer del lugar. Pequeñas cosasque le daban a su fantasma una identidad inconfundible, tras lo cual a Simón ya solo le restabahacerse el encontradizo.

—¿María?Las conversaciones que seguían eran breves, de cortesía, y María salía siempre de ellas con

desinterés e impaciencia, dejando a Simón con la palabra en la boca y cada vez más confuso.—¿Nos veremos?—Yo a ti seguro que sí.

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Crónicas

La casa de Ahmadi, su intérprete, es una puerta abierta a un mundo nuevo de matices, de olorescontenidos. Un universo diferente que la ha acogido sin reparos. Su mujer, Zohra, la anfitrionaperfecta. Para ella, que vivía envuelta en nostalgias de tiempos pasados sin duda más amables,tener a María cerca es una forma de paladear retazos de aquel modo de vivir que tanto añora y queahora se le antoja tan inalcanzable.

A María, convivir con toda esta cohorte de mujeres bajo el mismo techo, dejarse querer entrelos fogones, en la parte de atrás de la vida, en las bambalinas, acceder a los susurros, la empapa.Y es que ser mujer ha dejado de ser un límite para convertirse en el pasaporte perfecto para entrara un mundo que hasta ahora se le escurría y poder así narrarlo más allá de las obviedades. Maríaha empezado a disfrutar de sus crónicas. Siente que tiene cosas que contar.

Como esta mañana. Apenas el sol despuntando y la casa ya llena de trajines. Zohra le hapedido que la acompañara al bazar. Estaba rara, tensa. Han comprado ropa de chico, y un gorro.Así ha sabido que Zohra, esa mujer que tiempo atrás bebía champán y coqueteaba con el francés,se iba a plegar a un requisito innecesario, doloroso. Un bacha posh para esquivar la presiónsocial de haber traído al mundo solo mujeres, solo hembras que no mantendrán la estirpe. Despuéshan llamado a la niña, Ayesha, y ha comenzado el ritual.

Al caer la noche, con la casa en silencio, María escribe en su portátil, iluminada apenas por laluz de la pantalla y un candil de aceite que renquea y que le arranca sombras que bailan en lapared. Escribe envuelta en una sensación extraña, un combinado de ligereza y legitimidad. Sienteque ha pasado de ser un mero espectador a formar parte de algo.

Cuando acaba, coge el portátil y el aparatoso teléfono satélite, y sale por la ventana a laazotea. Con la luna como compañera y el frío entorpeciéndole los dedos, busca cobertura duranteun buen rato orientando la antena hacia donde calcula que debe andar el satélite. Tan pronto comoaparecen suficientes líneas de cobertura, selecciona el mensaje: «Crónicas de la cebolla», y loenvía.

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Crónicas de la cebolla

Tener un bacha posh

He pasado la mañana ayudando a la madre de Ayesha a vestirla de chico. A convertirla en niño a ojosde los demás. Ayesha tiene seis hermanas, ella es la menor. Su madre paga cada día el precio socialde no haber tenido un varón. El callejón sin salida de una estirpe cuando solo la mitad del mundocuenta. Está cansada. Ella no participa de esos atavismos, pero es una mujer pragmática y hadecidido convertir a una de sus hijas en bacha posh.

Ayesha ha llorado cuando le hemos cortado el pelo. Su madre le ha susurrado cosas queparecían calmarla. Después la niña se ha ido al mercado a hacer un recado, sola, por primera vez,con sus ropas de chico. Con su madre, envueltas en velos y manteniendo la distancia, la hemosseguido por todo el bazar. Parecía un cachorro estrenando el mundo, primero con pasos cortos ytemerosos, luego dando saltitos, extraña en su nueva ropa, en su nueva condición. Ha regresadocontenta. El mundo se le ha ensanchado. No sé qué les habrá contado a sus hermanas a la vuelta,pero al hacerlo extendía los brazos, como si volara.

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Teatro

El bazar la agota, esa algarabía, esa intensidad, pero hoy ha sido un día divertido. Simón haestado toda la mañana siguiéndola entre la multitud, apostado entre los tenderetes, pretendiendointeresarse por cosas que un tipo como él nunca compraría y ensayando un trasnochado personajede «tipo blanco mimetizado con el medio» que ha arrancado esbozos de sonrisas a más de uno.María lo ha dejado a su aire hasta que ha intuido su intención de hacerse de nuevo el encontradizoy entonces —no sin antes jugar un rato con él, como la niña que en el fondo es— ha cambiado elpaso, la postura, y él la ha perdido, confundida entre tanto velo, tanta mujer sin diferencia, tantoanonimato.

No es la primera vez que se lo hace, pobre títere Simón. Pero lo cierto es que el tipo no dejade seguirla, aunque a ella ahora ya casi no le importe pues, de alguna manera, se ha convertido enel único espectador de los pases matutinos de su función «María en fuga». Y así cada día juegacon él, a perderlo, a confundirlo. Y él piensa que la ve, y ella se deja ver y, de pronto, ajusta elpaso al de las demás y desaparece, mimetizándose, volviéndose parte del entorno. Una más entretantas iguales, otro fantasma de los que trajinan por el bazar.

Es divertido ver la cara de Simón entonces. Es divertido saberse con esta capacidad, comomagia entre los dedos, de volverse invisible y dejar de estar. Y poder curiosear donde de otraforma nunca podrías ni acercarte, porque tú no eres de aquí y, visto de esta manera, de ningúnsitio, niña María.

Pero es que además, María, siempre es divertido tener público, incluso ahora que juegas adesaparecer. Y no un público cualquiera, que ha de ser un público entendido, que aprecie tusmatices y tus caídas de ojos, que si no para qué tanto esfuerzo. Y en el fondo qué bien llegado eseste chico, Simón, que encima parece estar en contacto con Ulises, al que dedicas, en silencio,parte de tu función.

Y así, de pronto, María, has convertido tu no estar, tu falta de presencia, tu afán de fuga, tu noquerer ser ya nada, en otro espectáculo. Y todo porque tienes un espectador con el que juegas, unavez más, a la sirena seductora.

Puta vanidad a la que solo le valen los pavoneos en el bar del pueblo. El premio en casa.

Y cómo han cambiado las cosas de unos meses a esta parte, cuando provocar indiferencia leocasionaba aquella sensación de afrenta, aquella quemazón incómoda. Y es que ella no vino aquí adesaparecer, vino a demostrar independencia, fuerza, no a ser dejada de lado y sin voz. Sinembargo, se ruboriza al recordar cómo le fue envolviendo esa paz de no tener que estar, de notener que ser. Esa falta de roce y la ausencia de explicaciones. Porque aquí no has de tener nimedida ni filtro, no has de calcular las consecuencias de tus palabras. Aquí no estás, nadie te ve nite cuenta. Aquí el mundo gira mientras tú observas entre bastidores.

Qué miedo, qué placer, qué trampa, qué descanso.

Y qué pequeño se fue haciendo Ulises, para quien ya no tenía que actuar. Cada vez más

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insignificante, disuelto en la algarabía de palomos del mercado, en las voces y sombras de esenuevo mundo, de hombres de rostros de cuero; disuelto cada vez más en las emocionesinesperadas que la invadían, manejando su ánimo como si de una muñeca de trapo confusa setratara.

Y cómo cesó de dolerle Ulises desde que dejó de ser su espejo, siempre en busca de su críticay su aprobación. Qué poco pesaba cuando ya no buscaba su media sonrisa, cuando ya no se mirabaen él. Y así Ulises se fue desvaneciendo y saliendo poco a poco de la herida que se removía,como un arañar de vidrios rotos, cada vez que lo recordaba, parpadeando lágrimas bajo su velode tul.

Al regresar a casa vuelve a ver una cometa que parece seguirla. Se detiene, cierra los ojos yofrece el rostro esperando una caricia. Esta vez la cometa no parece entrar en el juego y, despuésde dar un par de vueltas por encima, desaparece. De nuevo es incapaz de atisbar quién la maneja.

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Pan

En la redacción andan agitados. Hace ya semanas que no llegan crónicas ni noticias de María y lespreocupa que pueda haber ocurrido algo. Quién sabe. Y aprovechando la inquietud y la falta derevuelo por otras cuestiones, se ha reavivado el debate sobre la conveniencia de haber mandado auna mujer sola a Kabul, precisamente en un momento así. Y es que la región nunca fue fácil paralas mujeres, pero ahora, si cabe, es aún más peligrosa. Con el repliegue de los talibanes y laocupación, las cosas se están reorganizando, el poder se mueve, cambia de manos y eso siempregenera espacios de incertidumbre, de grises. No importa qué bandera pese más o el color de lasnuevas manos. Los momentos de cambio, de desgobierno, son siempre peligrosos, porque cuandono está claro quién manda, mandan todos y ninguno. Y en este momento, en Kabul, quizás hayaquien piense que está al mando, obviando que todos los demás no se hayan dado aún porenterados. Es posible que haya sido demasiado osado enviar a una mujer en estas condiciones.

Un debate que el comité editorial en pleno había cerrado con vehemencia la primera vez quese cuestionó, con una retahíla de previsibles reivindicaciones de género que eludían hablar de losdatos reales que se tenían de la región. Como si bastara con una buena declaración de intenciones,a ser posible alzando la voz, para que el mundo se reordenara a nuestro gusto. Para que alguienescribiera los capítulos pendientes.

Y luego están los que, más que preocupados por el paradero de María, andan echando en faltasus crónicas, «de la cebolla» las había llamado, parece que por aquello de las muchas capas quelas tapaban a ambas. Gente que seguía sus peripecias y esperaba la siguiente entrega como si deun serial antiguo se tratara. Una curiosidad que resultaba anacrónica en estos tiempos deinmediatez y comida rápida. Más sorprendente aún cuando era aquella una parte del mundo que nosolía despertar mayor interés, salvo, por supuesto, cuando acontecía alguna gran atrocidad quepermitiera puntuar en ese ranking de noticias que se miden por el número de muertos. Y no era elcaso. Los muertos allí eran pocos, sin pausa, pero pocos cada vez. Sin nada que diera forma a unbuen titular.

Un giro sorprendente desde la narraciones opacas y funcionariales de los primeros envíos habíaconvertido las crónicas en algo especial. Puede que fuera el dibujo de otro mundo con unas gafasdiferentes, no las obvias que tanto gustan de regodearse en las barbaridades atávicas para marcarlas distancias con nuestra pretendida normalidad. O quizá la mirada desde dentro que solo puedetener alguien con acceso a las entretelas, con permiso para entrar en esa otra mitad del mundo quese queda siempre fuera de los ojos públicos y en la que se cuecen tantas cosas.

En cualquier caso, tenían algo que despertaba en los lectores un deseo de querer saber más,una curiosidad doméstica. Real. Un paisaje nuevo de lugares comunes con el que poder empatizar.Un afán de querer oler el pan recién hecho.

Ahora con la falta de crónicas todo ha quedado en un tiempo partido a la espera de algo quetal vez no llegue.

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Pudor

María llega a casa, se quita los velos con un gesto teatral, como quien se desprende de una pielmal puesta, y los deja caer sobre su mochila deshecha, dejando que se mezclen con el desorden dela ropa.

Después se tiende sobre el jergón y observa las paredes desconchadas. El lugar resultaamable pese a la escasez, y además aquí está a salvo de llamadas inoportunas. Hace tiempo queno envía nada al periódico y cada vez le resulta más difícil escribir sus crónicas, pero son pocoslos que saben cómo localizarla y de momento no tiene intención de dar señales de vida. No tieneganas de dar explicaciones —o de no darlas, que a fin de cuentas cansa igual—.

Sabe por sus antiguos compañeros de casa que los de la redacción la están buscando desdehace semanas, desde que dejó de mandar material, pero lo cierto es que se siente incapaz deescribir más crónicas.

Y es que escribir, ahora que su disfraz de gato de Cheshire con el que puede aparecer ydesaparecer a placer se ha convertido en su traje de diario, ahora que puede contar las cosasdesde dentro, ha empezado a provocarle incomodidad. Siente que es algo obsceno, que no estábien del todo el mirar el mundo así, sin permiso. Que cuando las guardias bajan y se abren laspuertas del castillo hay que saber agradecer, saber respetar la intimidad a la que se accede comoun privilegio. Y puede que además sienta que en el fondo ahora esa intimidad también es la suya,que contar lo que hace es contar su propia historia. Y una cosa es que los demás hablen de ti, queeso es algo que siempre le ha gustado, y otra muy distinta que sea tu voz y tus palabras las quecuenten, que para eso sí es necesaria una falta de pudor de la que no se siente capaz.

Además, repasando sus notas se da cuenta de que sus textos se han vuelto un tanto crípticos.Desde lo prosaico que fue contar que, al llegar el invierno, en la letrina alguien habían dejado unmartillo para poder romper a golpes la estalactita que se formaba con el uso y lograr así protegerel culo de arañazos —una historia que sin duda le hizo ganar adeptos entre aquellos que siempreaplauden los guiños escatológicos— hasta hoy, sus crónicas han ido pasando por todo tipo decuestiones domésticas y familiares y algo, más bien poco, sobre la guerra o el cese de esta, pese aque aquello fuera la razón de su corresponsalía. Sus crónicas se han ido deslavazando. Sí,deslavazando es probablemente la palabra que mejor define lo que ha ocurrido, porque ahora loque anda escribiendo incluso a ella le resulta a veces difícil de entender: «El olor a leña agarramis pies a la tierra». Con ideas cada vez más difusas: «Disfrutar del olor a madrugada, antes delos olores, sabiendo lo mal que mezcla la pólvora con el olor a pan». Y cada vez más difíciles deseguir: «Con este aire donde los susurros pesan más que las violencias no dichas».

No puede enviar esas cosas. Más allá del pudor que le pueda producir el lanzarse a contarsensaciones, sus compañeros van a pensar que delira.

De pronto repara en una nota que alguien en su ausencia ha deslizado por debajo de la puerta. Esde uno de los chicos con los que vivía antes, tres chavales madrileños que trabajaban en una ONGlocal, conocidos del primo de un amigo —esos extraños parentescos que, cuando estás fuera de

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casa, cuentan tanto y te pueden salvar la vida— que le habían hecho un hueco en su casa cuandorecién llegó a la ciudad. Por ser amiga del primo y de Madrid, por supuesto, y por sus tetas tanbien puestas, por supuesto también. Estas cosas funcionan así, aquí y en todas partes. Pero locierto es que no eran malos tipos y tal vez la única excusa que María era capaz de argumentarsepara haber salido de aquella casa fue que tenían esa fea costumbre de la tribu nacional de tratar dereproducir, allá donde fueran, un ambiente clónico al de la madre patria, sin aceptar que esta habíaquedado no solo a miles de kilómetros de distancia, sino probablemente a años luz en el tiempo,en aquella galaxia en la que el mundo era un lugar predecible y a veces amable. Un Madrid, difícilde encajar en este lugar de polvo, que no hacía más que provocar un juego de imposturas que nopermitía a María completar su mutación.

Porque María mutaba, de eso estaba segura, aunque aún no supiera bien en qué dirección.Toma la nota y lee:

Hola, preciosa, nunca te encuentro. Te han vuelto a llamar los del diario y también tu madre(que es como la de todos y siempre llama cuando uno no está). El tal Simón ha pasado tresveces preguntando por ti, aunque no le hemos dicho cómo encontrarte para que no temosquearas. El jueves hay una fiesta en casa de los franceses. Pásate y charlamos. Un besoy no dejes de comer.

Luis

Sonríe maliciosa al recordar la expresión de Luis cuando le dijo que se iba a vivir a casa deAhmadi. Podía imaginar dónde clasificaba una información así una mente masculina como la suya.Pero lo cierto es que su intérprete, el señor Ahmadi, hombre de honor donde los hubiera, no podíacomprender cómo una mujer aceptaba vivir con cuatro hombres sin estar casada con ninguno, ypor eso desde que la conoció no había dejado de ofrecerle un sitio decente bajo el mismo techo enel que él convivía con su mujer, sus cuatro hijas y otras tres mujeres más, todas ellas enviudadaspor la guerra y con las que guardaba parentescos diversos.

María se reía cuando veía a Ahmadi menear la cabeza con preocupación cada vez que laacompañaba a casa, pero cuando le empezó a faltar el aire donde los madrileños, decidió aceptarel ofrecimiento y se trasladó.

Desde entonces, a pesar de que nunca antes hubiera compartido casa con tanta gente, y de queel concepto de intimidad que tenían allí fuera tan distinto al suyo, sentía que el espacio lepertenecía.

Termina de arreglar sus papeles y da con una crónica que quizás aún sirva. Abre la ventana ysale al tejado, orienta el teléfono satélite y la envía. Será la última. Cierra el portátil y guarda elteléfono en el fondo del arcón.

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Crónicas de la cebolla

Fotografías

Samira debe de tener mi edad, aunque es difícil saberlo porque aquí la piel tiene una memoria extraña.La guerra la dejó viuda el año pasado y de un tiempo a esta parte vivimos bajo el mismo techo. Nohablamos la misma lengua y nos faltan las palabras, pero aun así nos esforzamos por contarnoscuando compartimos el tiempo del té y el de los fogones. Hoy, cuando ha anochecido y toda la casadormía, hemos salido al patio y en la oscuridad la he ayudado a excavar la tierra debajo del manzano.La tierra estaba suelta, como recién removida. No debía de ser la primera vez que aprovechaba lanoche para bajar al patio. Hemos sacado una caja de lata desvencijada y ella la ha abrazado como sifuera un tesoro. Dentro estaban las fotos de su familia. Gente contenta, mujeres sin velos, todosreunidos y guapos. Mirando al fotógrafo satisfechos. Imágenes de otro tiempo. Antes de que seprohibieran las fotografías. Antes de que se prohibiera casi todo. Samira acariciaba sus recuerdosmientras me enseñaba las fotos. Me contaba de cada una de ellas. Yo intuía historias de familia, deamores, de encuentros, celebraciones. Las palabras no son siempre necesarias. Samira disfrutabacompartiendo. Después ha empezado a salir la luna y hemos vuelto a poner la caja en tierra, debajodel manzano. Los recuerdos se han quedado ahí esperando tiempos mejores. Cuando la luna hailuminado el patio, ya no había nada que esconder.

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Lluvia

Llueve a destiempo, fuera de temporada y sin previo aviso, y se está mojando como un idiota. Hasalido de casa con prisa, el café urgente aún quemándole la lengua, la corbata a medio anudar, lospapeles metidos a tropiezos en la cartera de piel y el pelo de recién duchado chorreándole lacamisa. Por la prisa, no se ha molestado en echar un vistazo al cielo que para entonces yaamenazaba tormenta y por eso se está mojando, como un idiota, que es a fin de cuentas el estadoen el que se siente sumergido de un tiempo a esta parte, taladrado día y noche por una misma ideaque le come la energía y que no le deja lugar a más. Como un idiota.

Baja la calle con urgencia, ya llega tarde al trabajo y en el estudio empiezan a contabilizar sudejadez. Su trabajo, sin brillo, casi pura rutina, lo podría hacer cualquiera y él lo sabe, sabe quese ha convertido en un tipo prescindible y por eso debe andar con cuidado. La lluvia se le escurrepor los costados, empapándolo todo y la cartera de piel, pero Ulises no le presta atención, sumidocomo está en sus pensamientos.

Ayer recibió una llamada del periódico donde trabaja María. No sabían nada de ella desdehacía semanas, desde que dejó de mandar las crónicas, y algún imbécil pensó que igual él sí latenía localizada. Se enfada al pensar en cómo, con la sola mención de su nombre, sintió de nuevoque el estómago se le llenaba de piedras frías. Se siente incapaz de admitir que algo externo hayaroto su armonía de tal forma y trata una y otra vez de analizar ese dolor sordo que lo acompaña,esa sensación de pérdida. Y lo peor es que cree que ya no añora a María, ya no espera que vuelvay, sin embargo, todavía el evocarla le despierta los fantasmas.

Y piensa que quizá lo que le duele sean todas aquellas cosas que en el fondo nunca tuvo conella. Le duele más la María que soñó que la María que fue. Las cosas que le quedaron pendientes,perdidas ya para siempre en la canasta de los improbables.

Y piensa que le habría gustado tener unos dedos de piedra capaces de atravesarle la piel yarrancarle el corazón, para ver si este de verdad olía a hierbas, como en sus sueños.

En cualquier caso, sabe que algo se ha roto en su burbuja y siente que le costará tiemporecuperar la magia de las cosas mínimas.

Llega al estudio y entra en el ruido de miles de teléfonos y conversaciones cruzadas. El aireimpregna todos los rincones de un olor intenso a café barato, y las urgencias de otros pasan aocupar el primer plano, dejando las suyas y su pensamiento en suspenso. María sale de su cabeza,llena ahora de un ruido hacendoso y nutricio.

El día pasa sin más, con sus premuras y pequeñas traiciones, cotidiano y gris. Ulises regresa acasa ya casi anocheciendo. La lluvia ha dado paso a un cielo limpio y diferente, pero él estádemasiado cansado como para fijarse. Tampoco parece dispuesto a seguir con sus cavilaciones.Un vaso de leche y se va a dormir, ajeno a María por un rato.

Pero aquella noche sueña que pare un reloj de arena que habrá de contarle el paso de las horasy los días.

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Inconsciencia

Es curioso cómo pocas veces somos conscientes de estar viviendo algo por última vez. Y de esemodo, casi nunca podemos imaginar que ese beso que estamos dando va a ser el último, aunque espor eso por lo que aún es verdadero, porque si llevara esa impronta de último, ya no sería unbeso, sino una despedida, o un trámite de desamor, o una disculpa; y aquel que fue el último en laignorancia de serlo es el que de verdad contó.

Como la última vez que salimos a la calle a jugar como niños, despreocupados del tiempo yde tantas cosas. Es difícil de recordar, pero de pronto todo se fue volviendo complicado ymedido; de pronto ya no tenía gracia salir al patio; de pronto ya había otras cosas que hacer, otrasprioridades, otros amigos; de pronto ya no éramos niños y ya nunca más lo seríamos. Como laúltima vez que jugamos a las canicas, o cambiamos cromos con el vecino, o nos mezclamos unoscon otros desnudos, arropados de verano y sin sensación de desnudez.

¿En qué momento ocurrió todo esto? ¿Cómo se nos pudo pasar? Es difícil encontrar respuesta,pero que hubo una última tarde de rodillas desolladas y tiempo infinito, eso es bien cierto. Y queno fuimos conscientes de ella, también lo es.

Y así tantas otras cosas, de la misma manera que Simón no fue consciente aquella tarde deestar viendo a María probablemente por última vez. Se despidió de ella dejando planteada supróxima jugada y pensando que su ataque iba por buen camino. Ella parecía ceder, le iba dandomás conversación, se la veía más blanda, más entrada en razón, y él se relamía pensando en sutriunfo, en su redención. Y la dejó allí, en medio del bazar, envuelta en su manto azul, rodeada depolvo y multitud. Y ni siquiera se molestó en echarle un último vistazo para tenerla más nítida a lahora de recordarla. Inconsciente como estaba de su propia inconsciencia. Como suele suceder enestos casos.

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Viaje

Simón oyó que los milicianos habían sitiado varios pueblos del Norte. Un rumor que llegó delmercado envuelto en olor a pescado y desplume de palomas y que le hizo pensar que quizá fuerala explicación a la desaparición de María.

Creyó entonces recordar una vaga conversación con ella hacía un par de semanas: el bazar, yade atardecida, con la luz entrando de lado por entre los tenderetes; las plumas de una gallinamalvendida a última hora entorpeciéndole el aliento; y ella, difusa, hablando de planes para unviaje, de lo importante que era que alguien contara también lo que estaba ocurriendo fuera de laciudad, en las montañas, ahí arriba, de lo interesante que es siempre mirar fuera de los focos, delvértigo que da cruzar controles y fronteras. Y, cómo no, siempre del placer de la incertidumbre. Yapenas ya nada de Ulises, como ya era casi nunca de Ulises, aunque tal vez fuera él el que siempreacababa sacándolo en las conversaciones, mientras de fondo un olor a fritanga, a despojogerminando, lo impregnaba todo y también a ella, bañada de pronto en fragilidad, llenándolo a élde desasosiego.

El rumor decía que el asedio con el que trataban de hacerse con el control del valle ya durabavarias semanas, pero que al estar las carreteras cortadas la noticia había tardado en llegar a laciudad. Y contaba también de la dificultad de cruzar el desfiladero, y de la dureza de los puestosque habían montado los milicianos para controlar el acceso, donde decían que días atrás habíanmatado a un periodista, o tal vez a un funcionario de Naciones Unidas o a un trabajadorhumanitario. No estaba claro. Alguien sin barba o con la barba rubia, quién sabe; en cualquiercaso, alguien de fuera. Alguien que no supo elegir bien el gesto. Los rumores funcionan así, sonprecisos solo en lo que interesa.

Y aunque muchos dejaban pasar el rumor de largo para no tener así una nueva razón con la queazuzar insomnios, Simón se esmeró en atrapar todos los detalles que pudo, porque tal vez lospueblos sitiados del Norte fueran una nueva puerta que abrir para conseguir darle explicación alpoco éxito que estaba teniendo con María; a su fracaso, una vez más. Y así, para su sorpresa, lamañana del rumor llegó se le llenó de burbujas.

Y es que tal vez María no había desaparecido de forma voluntaria y en un desaire imposiblehacia él. Tal vez había salido de viaje y había quedado sitiada, quizá hasta rehén de los hombresmás oscuros o, en cualquier caso, envuelta en olores ásperos que ella no habría elegido. María noestaba seducida por otras voces. Estaba atrapada y él iría a salvarla. Como un guerrero de antaño.

Pidió unos días libres —en la oficina no podían saber de sus intenciones, pues los protocolos deseguridad nunca le aprobarían algo así— y comenzó a planear el viaje. Meticuloso, escribió unalista de necesidades, empezando por el intérprete. Solo no podía subir al Norte, no pasaría delprimer control. Se acordó entonces de que hacía unos días había pasado por la oficina un hombrea ofrecer sus servicios. Recordó también cómo nada más verlo tuvo una sensación de intimidad

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que no supo explicar. Quizá solo era la necesidad de disipar su soledad encontrando referencias,caras conocidas. O puede que el tipo hubiera trabajado para él en los almacenes de comida,aunque ¿qué podría llevar a un intérprete a andar cargando sacos? En cualquier caso, como elhombre era grande como una montaña, si conseguía que lo acompañara en su viaje no solo leayudaría con el idioma sino también con su miedo, que, mal que le pesara, tenía que admitir queempezaba ya a hacer su aparición en forma de esa, tan conocida por él, sensación de flojeradebajo de las rodillas, en esa precisa flexura que divide a los hombres en dos, al mundo tambiénen dos, dejándolo a él siempre y por alguna extraña razón en el sitio equivocado, lejos del lugarde los hombres rotundos, lejos siempre de lo que tanto le gustaría ser.

Pero esta vez estaba decidido. Iba a subir al Norte sin atender a su flojera de piernas. Solotenía que convencer al hombre-montaña de que lo acompañase. Entonces atravesaría el territoriocomanche y con él su miedo y regresaría victorioso con la chica entre sus brazos paradevolvérsela a un sorprendido Ulises, para que todos supieran en qué clase de tipo se habíaconvertido.

O quizá para que nadie sospechara que en el fondo solo era un tipo que aún no habíaconseguido salir del patio de la escuela. Un tipo al que le temblaban las rodillas solo de pensar entodo aquello.

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Cautela

—Pues a mí no me gusta. Sabes que es peligroso.Ibrahim mostraba su disgusto. No quería ver a su primo envuelto de nuevo en caminos de

pólvora, y menos aún con un extranjero. Estos solo traían problemas. Además, creía conocer alindividuo que había mandado buscar a Mahmud. Era uno de los jefes del almacén; un arroganteque manejaba mal su presunción, a destiempo y en exceso. Un peligro como compañero de viaje.

Mahmud, indiferente a los reparos de su primo, preparaba sus cosas, apartando con manotazosdesmedidos las moscas que se posaban en su bolsa.

—Calla ya, que pareces una plañidera.La luz de la tarde se deslizaba por entre las rendijas del portón que los aislaba de la calle

bulliciosa, desdibujando los contornos de las cosas y llenando la estancia de un aire denso.Ibrahim, tratando de atrapar las moscas entretenidas en los restos del almuerzo que quedaban

sobre la tarima, insistía sin darse por vencido.—Y tampoco sabes cómo andan las cosas por el Norte. Parece que está todo muy revuelto y tú

allí ya no eres nadie. —Hizo un silencio y, ante la ausencia de respuesta, continuó—. Igual hastahay quien todavía te anda buscando.

Se arrepintió de esto último, pues tampoco pretendía removerle a su primo fantasmas delpasado que ya tenía bien enterrados. Mahmud, sin embargo, no pareció molestarse y, tras amagarcon la cabeza un gesto de despreocupación, continuó con sus preparativos.

Pero era verdad que lo buscaban y su primo Ibrahim tenía razón, podía ser peligroso, que hubomuchos que no supieron entender sus motivos, su abandono, el dejar atrás la montaña y venirse ala ciudad.

El héroe local que diseñaba artilugios para sus cometas con los que soltar munición enposiciones enemigas. El nombre que saltaba de boca en boca. Su marcha dejó a la tropa sin«fuerzas aéreas» y algunos lo entendieron mal. Unos como cobardía, otros como una traición.

Pero de eso ya hace tiempo. Suficiente como para que a él ya no le pese. O al menos esoquiere creer.

Termina de preparar la bolsa y sale a la calle a liar un cigarro, lejos de los reproches de suprimo.

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La pena

Y es que los hubo que lo pretendieron acobardado cuando lo cierto es que Mahmud dejó lasmontañas porque le invadió la pena, y eso es una cosa que los hombres no saben manejar bien.Una pena densa, pegada al fondo de la garganta, silenciosa, presente.

Después de pasar toda la guerra —esta y las otras, que ya no sabía bien cuántas, de tantas quefueron— en la montaña al lado de sus compañeros, peleando juntos, en el peligroso juego deburlar gigantes, tan llenos de vida… Y de pronto la pena, sibilina como el miedo pero másviscosa todavía. La pena lo derrotó, pudo más que él y dio en tierra con sus noventa y cinco kilosde fortaleza, de hombre-montaña, de guerrero de otro tiempo.

Por esa pena fue por lo que salió de allí y se vino a la ciudad, que es más ligera aunque mástramposa. La ciudad, donde para sobrevivir hay que bailar en una permanente feria llena dementiras, una novedad que aún le resulta un juego. Además, trabajar con los extranjeros escómodo, son quebradizos, poco consistentes y es fácil cambiar sus puntos de vista. Se asustan,ceden y suelen creer que son ellos los que toman las decisiones, haciéndolo todo muy sencillo.

Ahora vive aquí tranquilo, le pagan bien y ya no duerme en un sobresalto aunque, enocasiones, echa de menos los tiempos en la montaña, el vivir tan presente y a esos compañerosque eran la mejor de las certezas. La fuerza del codo con codo y el saberse parte de algo. Lospaisajes infinitos y esos horizontes imposibles, rotos por las banderas al viento que, ondeando encada colina, recordaban a los guerreros muertos. Cementerios de banderas multicolores bailandoa un viento que era frío sonoro. Y es que de vez en cuando añora la lucha y el valle impredecible,la cólera y la calma, y aquella sensación de furia, de amontonar rabia para luego dejarla salir aborbotones, que daba sentido a sus días.

Perdido en añoranzas, miles de recuerdos le vienen a la cabeza, pero hay uno que lo hace conmás fuerza.

Una tarde de angustia, un regimiento de cincuenta hombres perdidos entre dos valles y la nievede un diciembre que no ceja. Los rumores de que alguien había colocado nuevas minas en elcamino de siempre hicieron que la tropa que patrullaba la montaña tomara un camino diferente ypoco conocido. Calcularon mal las distancias, les cayó la noche encima y se perdieron. YMahmud recuerda cómo los buscaron, con el tiempo en contra y sabiendo lo difícil que essobrevivir a la montaña en invierno, para encontrarlos finalmente al amainar la ventisca, mediocongelados y exhaustos, a todos menos a tres que quedaron muertos en el camino y que entre todosdecidieron dejar apilados en una cuneta para volver a buscarlos cuando el tiempo mejorase, puesno andaba ninguno con las fuerzas tan sobradas como para cargar con compañeros muertos.

Recuerda que, aunque no los conocía casi y ni siquiera sabía bien sus nombres, fue entoncescuando notó cómo la pena le subía por las piernas y se le enganchaba en el estómago, que esdonde se alojan siempre las peores sensaciones y de donde es más difícil hacerlas marchar.

Y es curioso, después de ver tanta muerte y tanto espanto, que sea esta muerte, quizá por

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silenciosa y anónima, la que te derrote y te tumbe, y te haga dejar el monte y venirte a la ciudadmentirosa a jugar a pretender, para poder ganarte el pan con estos extranjeros cándidos, llenos deimpostura, que creen saber el porqué de tantas cosas pero que no saben que no está bien que loshombres mueran de frío, tirados en una cuneta y solos.

Que solo los perros mueren así.

Aunque quizá también decidieses venir a la ciudad porque no se puede vivir siempre amontonandorabia.

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Vulnerabilidad

Planearon salir bien temprano de la ciudad para evitar cruzar el barullo del mercado y del centro,el desperezarse de los tenderetes, la urgencia de los repartidores y los comerciantes cargados debultos discurriendo con prisa por unas calles que se moverían a ritmo de caos, lejos aún de lamodorra del mediodía.

Pero pese a las advertencias de Mahmud, Simón se había retrasado en la hora acordada. Nohabía podido evitar hacer una última llamada a Ulises para contarle del viaje, de los peligros y,de alguna manera, de su nuevo arrojo de guerrero, todavía reluciente pero ya necesitado depúblico. Porque ¿qué sentido podía tener el jugarse el cuello si nadie iba a saberlo? ¿O es queacaso tiene algún encanto el convertirse en un héroe anónimo?

La conversación parecía haberlo dejado más que satisfecho y, cuando se encontró con Mahmud,que estaba molesto por el retraso, era pura altanería y jactancia. Este, al verlo tan ufano y crecido,se revolvió incómodo. El hombre-pez traía el olor de las complicaciones.

Viajaron durante horas por una monotonía de llanuras que adormecían la vista, un pedregalinfinito que llegaba hasta las faldas de las montañas y más.

Simón no callaba, parecía saberlo todo y Mahmud se empezó a cansar de su arrogancia. A lolejos vieron a una mujer en un burro que avanzaba sosteniéndose con dificultad. La acompañabaun hombre, aunque este caminaba unos metros por detrás y no parecía prestarle mucha atención.

Mahmud meneó la cabeza. Simón le interrogó con la mirada.—Mal debe de andar para que la deje ir en el burro.Simón lo miró sorprendido.—Los burros son bienes preciados —le aclaró.Simón pensó en ese momento que lo que se esperaba de un tipo como él es que se ofendiera en

nombre de toda una cultura que vive en la ilusión de tener las cosas claras, y que soltara unacondescendiente y didáctica reivindicación de género, pero le entró una pereza tan infinita comoel horizonte que tenía delante.

Además, había hablado demasiado durante el trayecto e intuía un cansancio en Mahmud que nole convenía.

Al cabo de un rato, ya entrando en el mediodía, se toparon con los primeros milicianos. Dos tiposcon pinta de hacer pocos prisioneros, pertrechados con unos costrosos Kaláshnikovs que,haciendo honor a su leyenda de armas resistentes, tenían una culata en la que debía de habermuescas ya de varias guerras, difíciles de adivinar bajo la capa de mugre.

Mahmud intercambió unas palabras con ellos y estos les indicaron que bajaran del coche.Simón sintió cómo le empapaba el sudor mientras les conducían al puesto donde parecía estar lapersona al mando.

Las tropas del comandante Fayaz controlaban la región desde hacía meses. Mahmud los

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conocía bien: gente de poco fiar, mercenarios de casi todo, dispuestos siempre a vender a dios y asu madre por un puñado de billetes, extranjeros a ser posible. Hubo un tiempo en que la tropa deMahmud había luchado junto a ellos, aunando fuerzas frente a un enemigo común, pero esta genteera de otra madera, no se podía contar con ellos. Sería por la falta de monte, por tanta llanura,tanto horizonte, quién sabe. En cualquier caso, nunca le gustaron.

Al entrar, Mahmud reconoció a algunos de los tipos y se saludaron sin entusiasmo. Simón,algo más rezagado, trató de tenderles una mano demasiado sudorosa, pero estos la rechazaron conindiferencia. Mahmud le hizo un gesto con la mirada indicándole que se sentara y él, confundido,obedeció inmediatamente, sintiéndose pequeño como un renacuajo, de nuevo el niño gordito ypatizambo que tanto había deseado no volver a ser.

Los tipos parecían tener instrucciones de no dejar pasar a nadie y Mahmud se entretenía enargumentos y explicaciones, señalando de vez en cuando a un Simón cabizbajo, sentado en unrincón del chamizo y convertido de pronto en una pieza menuda del juego.

Simón pensó que mejor le dejaba hacer al hombre-montaña, ya recuperaría el control de lasituación más tarde. Esos tipos le producían punzadas en el estómago y un sudor pegajoso y adestiempo.

Pasaron varias horas discutiendo. Entretanto llegó también al control el hombre, con la mujer y elpreciado burro. El hombre se sumó a las discusiones. La techumbre olía a cabra, a moscasaburridas, a derrota. Y él allí sentado, levantando la vista del suelo con cuidado para no tropezarcon los ojos de ninguno de aquellos tipos y contando las moscas que se posaban sobre su botacara e impermeable que, al bajarse del coche aturullado y pretendiendo calma, había metido hastael tobillo en una mierda de burro.

Al cabo, sin que Simón entendiera bien cómo, todo quedó resuelto. Podían continuar viaje,pero la mujer se iría con ellos. Estaba enferma y tenían que llevarla al médico. El hombre y elburro quedaban esperando. Mahmud le hizo un gesto con la cabeza para que se levantara ysalieron de allí presurosos, evitando dar tiempo a posibles contraórdenes.

Durante el resto del camino, con la mujer acurrucada y respirando difícil en el asiento deatrás, Simón no dijo mucho más. Mahmud disfrutó de su silencio.

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Desconcierto

Lo cierto es que Montero lo tiene desconcertado. Ulises piensa que su antiguo compañero estáponiendo demasiado interés en el asunto de María y no alcanza a entender bien los porqués.Especialmente ahora, cuando le ha dicho que está más tranquilo, que las cosas empiezan a estar enotro sitio.

¿Y esa llamada a las cuatro de la mañana? Porque el tipo no parece darse cuenta del cambiode hora, de la distancia, y siempre telefonea en mitad de la noche, sacándolo del sueño con unsobresalto de emboscada y dejándole luego alterado, rumiando historias deshilachadas, y a vecesincluso haciéndole acordarse, es curioso, del mismo Montero, de ese niño regordete y de rodillasnunca desolladas que fue años atrás, tan pusilánime pero tan pieza clave en el juego de crecerrodeado de diferencias; el mismo que anda ahora llamando a las cuatro de la mañana con unaplomo apenas creíble, como si uno no pudiera desprenderse nunca del niño poca cosa que fue.

Pero esta última llamada le ha desconcertado más de la cuenta, hablándole a esas horas deposibles peligros, de desfiladeros y territorios prohibidos, de guerreros, de tribus... No sé, pareceque el pobre anda perdiendo el norte. O quizá solo haya sido que se le fue la mano con las copas.

Y eso que ya le ha dicho varias veces que se olvide del asunto de María, que no se preocupe yque deje de buscarla, que ha perdido la urgencia de volverla a ver. Pero Montero no le escucha ysigue con el mismo afán. Puede que porque sea incapaz de creer que el repentino desinterés deUlises sea real y piense que solo lo dice por decir, por quitarle presión al ver que no consigueningún avance. Aunque entonces tal vez la culpa sea suya, por no haber sabido explicarle aMontero que ya no la quiere ver porque su ausencia ha dejado de pesarle como un plomo en elpecho para pasar a pesarle su recuerdo, casi con la misma fuerza pero de una forma más difícil demanejar. Y es por eso por lo que quiere que Montero la deje ir, que no la traiga de vuelta, que laaleje, la pierda. Pero Montero sigue sin escuchar, insistiendo en que tiene el asunto casi resuelto; yél, «que no, Montero, que de verdad te lo agradezco, pero que es igual, que ya no quiero verlamás». Y Montero sin entender o sin querer entender, obsesionado con su personaje de héroeocasional, obsesionado con María, obsesionado con el patio de la escuela y dispuesto a que nadiele robe el papel, a que nadie le eche de su función. Y telefoneando a las cuatro de la mañana ydespertando a Claudia, su nueva chica, que se pone de muy mal humor y le sumerge en una duchade reproches mientras él intenta explicarle que es Montero el que está obsesionado con la historia,que él no quiere ver más a María, que no es verdad que la eche de menos ni que la siga queriendo,«que no, de verdad que no». Y ella exigiendo más, más afecto, más mentiras, hasta que al final éltiene que jurarle que la quiere, que solo la quiere a ella y que la querrá siempre y todas esas cosasque se juran tan fácilmente cuando todo está oscuro y se tiene un cuerpo caliente cerca.

Y al final Claudia, que duerme a su lado desde hace tan poco tiempo —aunque ella se empeñeen decir que parece que es desde siempre—, se calla y se acurruca junto a él, en la oscuridad dela noche, en el silencio que dejan tras de sí las discusiones, y quiere creer que es cierto, que sequerrán siempre.

Siempre o al menos hasta que acabe el invierno.

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Míster Marta

La mujer no levantaba la mirada. Acurrucada y mecida por el vaivén del Toyota, iba dandorespuestas parcas a las preguntas de Mahmud. Los milicianos les habían dado instrucciones dellevarla a Míster Marta y, pese a que Mahmud creía conocer el camino, trataba de confirmar conella cada una de las curvas.

Llegaron al pueblo y Simón sintió que penetraban en una fortaleza medieval, una guarida deguerreros de otro tiempo, y razón más que suficiente para justificar su temor.

Mahmud preguntó un poco y le indicaron una vereda en cuesta que terminaba en una casa queparecía de importancia.

Apena cruzaron el portalón, una mujer blanca, de ojos verdes, de una belleza antigua, salió arecibirlos. Cubierta con una extraña mezcla de ropas, burlaba las normas no escritas del género.Pantalones de pana asomaban por debajo de la shawarcamise. El velo cubriendo el pelo, pero elrostro al aire.

Se movía con la contundencia de un hombre y la armonía de una mujer. Se presentó comoMíster Marta, los invitó a entrar en la casa y les ofreció té y un cuarto alfombrado para descansar.Después desapareció con la mujer dentro de una de las estancias.

Al cabo, regresó y les dio un parte médico que ellos no habían pedido: la mujer estaba mejor,pero se quedaría unos días.

Explicó que la casa era grande y que una parte la usaba para dejar pacientes ingresados, aveces por necesidad, pero sobre todo porque muchos de ellos venían de lejos y no tenían dóndepasar la noche.

Del mismo modo les brindó a ellos dos un techo para dormir, pues al haberse desviado ya nollegarían a ningún pueblo antes del anochecer. Aceptaron de buen grado.

Más tarde, compartiendo el té y desmenuzando meticulosamente los chapatis, pasó a contarle aSimón cómo había llegado al valle, hacía años, como parte del equipo de una organizaciónhumanitaria que pretendía volver a poner en funcionamiento el único hospital de la zona,destrozado por un misil, nunca quedó claro si intencionado o perdido.

—A pesar de que era el único médico en todo el valle, era como si no existiera. Me costóhacerme el hueco. El respeto… Todo tan poco a poco… —Simón la escuchaba encandilado.Había algo magnético en su forma de hablar, en su forma de acompañarse con las manos, en suforma de jugar con los velos que le caían sobre los hombros como si estos formaran parte delrelato. Ponía la misma intención tanto en las palabras como en los silencios—. Y cómo son lascosas de la vida... Al final, sin pretenderlo, encontré mi pasaporte al mundo en una piernagangrenada.

Hizo una pausa larga que Simón, entre hipnotizado y aturdido, llenó de todas las suposicionesque semejante combinación de elementos brindaba. Por supuesto, ninguna acertada. Míster Martaacabó el chapati con cuidado y continuó:

—Una tarde llegó un grupo de soldados que, por evitar las minas, habían intentado cruzar las

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montañas por un camino distinto al habitual. Era una ruta más difícil y una nevada inesperada,brutal, los dejó atrapados en uno de los picos. Con la montaña aquí no se anda con bromas. Doshombres murieron. El resto llegó en muy mal estado, con brazos y piernas medio congelados.Tenía que hacer algunas amputaciones para evitar gangrenas. Con la gangrena aquí tampoco seanda con bromas. Pero para hacerlo necesitaba el permiso del comandante. Difícil. Sobre todocuando el comandante es alguien que te ignora, para el que apenas existes, que apenas te dirige lamirada, mucho menos la palabra.

Se sonrió como si ahora todo aquello le pareciera lejano e imposible.—Le mandaba avisos pero nada, no contestaba. Lo único que podía hacer era esperar, porque

amputar a un soldado sin su permiso era meterme en un jardín peligroso, no solo para mí sino paratodos mis compañeros. Pero pasaba el tiempo sin respuesta. Hasta que la urgencia me llevó aescribirle una nota que, en un momento de lucidez, o de inconsciencia, quién sabe, en el fondoviene a ser lo mismo, firmé como «Míster Marta».

—Y de pronto… —hizo una pausa y con las manos comenzó a dibujar un círculo en el aire—se rompió el hechizo. Y entré de golpe en el mundo real. Como si se generara un lugar comúndonde poder hablar sin que ninguno de nosotros sintiera que pisaba terreno prohibido. Una arenaneutral. Y como por arte de magia el comandante bajó de su fortaleza y vino a hablar conmigo.Creo que había creado el tercer género, un espacio donde poder comunicarnos a salvo de losatavismos que dividían el mundo en dos.

Hizo una pausa para servirse más té.—Al cabo de unos días, con sus hombres ya recuperándose, el comandante bajó de nuevo al

hospital y, delante de toda su gente, me estrechó la mano con un frío «Thank you, Míster Marta».Me supo a miel.

De nuevo hizo una pausa y terminó de dibujar el círculo, cerrando el relato.—A partir de ahí todo fue más sencillo. Mis compañeros de trabajo me comenzaron a tratar

como «uno» más, dejé de tener que pelear el puesto y pude dedicarme solo a mis pacientes.Mujeres…, cientos de mujeres que venían de todo el valle. Se había corrido la voz de que elmédico era una mujer y los maridos por primera vez permitían que las exploraran. Y venían,curiosas, para escuchar mis predicciones sobre sus futuros partos como si fuera cosa de magia.

Sonrió al recordarlo.—Si yo no hubiera sido una mujer, los maridos nunca las habrían dejado venir. Las mujeres

aquí solo van al médico cuando están graves. Como esa que habéis traído. Y a veces ni eso.Míster Marta supuso que no era la primera vez que Simón escuchaba cosas sobre el trato a las

mujeres y que, por tanto, no debería haber lugar para la sorpresa, pero aun así, por su expresión,sintió que este le pedía que hiciera algún comentario posicionándose, que tomara postura. Otroclásico de la gente que piensa que el mundo se gestiona desde las certezas. No era su caso. Ellaapenas las tenía.

—Aquí las cosas son así. Todo está demasiado arraigado, son formas de ver la vida pegadas ala tierra… —Hizo una pausa—. Y no es que pretenda entenderlo, creo que todavía no soy tancínica. Pero tampoco me permito juzgarlo desde mis claves de mundo dócil y ordenado.

Apuró el té.—En el fondo creo que solo se trata de aceptarlo y, desde ahí, buscar el resquicio por donde

poder entrar. Para poder hacer tu trabajo. Poder echar una mano.Simón la miraba ensimismado. Él vivía en el combate permanente, con la guardia levantada, la

reivindicación siempre lista y una facilidad extrema para sentirse ofendido. Escuchar aquellaforma de ver las cosas, esa ligereza, lo descolocaba.

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Ella seguía hablando:—Conseguir que el embarazo vaya bien, que el crío salga sano, que la madre no quede

destrozada y que la vida les resulte un poco más fácil a los dos. De eso se trata. Y en el fondo, ¿noes eso lo que siempre hacemos los médicos? ¿Gestionar para la gente un ratito más y, a serposible, un poco mejor?

Simón no supo qué contestar, pero asintió, más que nada por no interrumpir.—Pasaron un par de años, el proyecto acabó, mis compañeros se marcharon… Pero yo me

quedé.Permaneció en silencio un buen rato, como tratando de recordar los porqués.—Supongo que son decisiones que tomas cuando ves que eres la mejor opción sobre el

tablero. Cuando miras atrás y ves que no hay nadie más. Yo era el único médico del valle.Esa forma de entender la responsabilidad sacó a Simón del hechizo de ligereza en el que

llevaba envuelto todo el relato. Marta se dio cuenta y matizó cambiando también de tono. Tambiénella tenía cierta alergia al exceso de intensidad.

—Bueno, quizás igual algún día me canse, o me venza esta permanente extrañeza que meacompaña; pero de momento me siento útil. Además —añadió con una media sonrisa—, soy elúnico representante de mi especie. Soy el «tercer género», así que creo que tengo unaresponsabilidad evolutiva.

Después de varios tés y tras hablar de mil cosas y llegar a una cierta cordialidad, Simón comenzóa sentirse a gusto y le contó a Marta los motivos de su viaje, pero apenas pudo concluir, pues losgestos de desaprobación de esta según iba narrando lo interrumpieron.

—Si quieres mi opinión, en este valle no creo que la encuentres. Es más, no creo ni siquieraque haya salido de la ciudad. Una mujer sola aquí lo tiene muy difícil.

Simón la miró de arriba abajo, como dejando constancia de que ella también era una mujer. Aella no le hizo falta contestarle. Le bastó un gesto para recordarle que no era una mujer, sinoMíster Marta.

Revuelto ante el comentario, insistió en que estaba casi seguro de que María no se hallaba enla ciudad después de cómo, antes de emprender el viaje, la había buscado durante días en el bazary en cada uno de los lugares posibles. Y entonces Marta, con un gesto que no permitía descifrar sirealmente era una burla o una cautela, dijo:

—Pues si eso es así, igual se está convirtiendo en un fantasma azul.Simón recibió el comentario con una mueca. No era la primera vez que escuchaba hablar de

los fantasmas azules y supuso que era broma, pero de todos modos preguntó.—¿Fantasmas azules?—Es una historia que cuentan cuando desaparece una mujer. Dicen que se convierte en un

fantasma azul. Cuando faltan explicaciones, siempre hay quien acaba recurriendo a la leyenda.Mujeres que, de tanto no estar, de tanto tener que pasar por la vida de puntillas, acaban

desapareciendo, desvaneciéndose. Como si, de tanto no poder ser más que sombras, se terminarandeshaciendo.

Decían que de ellas no se encontraba más que un burka vacío. Casi siempre abandonados enlugares hermosos, como si quisieran y pudieran escoger con cuidado el escenario de suevaporación.

Ya había oído esa explicación en la ciudad cada vez que desaparecía una mujer, y lo cierto esque eran muchas las que lo hacían. Y a Simón en el fondo le parecía que no era una mala forma deexplicarse cosas que de otro modo resultarían dolorosas. Cuentos de niños para esconder

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crueldades. Todo un clásico.Aun así, decidió seguirle el juego a Míster Marta:—Bueno, no parecía estar diluyéndose la última vez que la vi. Según tu opinión médica,

¿cuáles serían los primeros síntomas para detectar esa mutación?Entonces, desde un rincón de la estancia, Mahmud, que parecía no haber prestado demasiada

atención a la charla, contestó en voz baja y casi para sí mismo:—Brillan.Y el «brillan» sonó como una confesión. Simón y Marta se quedaron mirándolo en un silencio

sorprendido y Mahmud sintió que era necesaria una explicación.—Yo he visto alguna.Y era cierto que Mahmud creía tener en su recuerdo mujeres así. Mujeres luminosas, que

brillaban pero hacia dentro, como si escondieran un tesoro y habitaran en él. Como si, después declaudicar, de bajar los brazos y doblegarse al designio de tener que esconder su hermosura, susganas, la vida en rebelión y a borbotones, se llenaran de luz en su interior, como una últimaconcesión a su historia de rendición.

Recuerda bien el brillo de las mujeres, pero no consigue nombrar la emoción que le provocany que lo desconcierta. Como si fuese incapaz de sumergirse de verdad en ella. Como si siempre sequedara en la superficie de las cosas, al margen. Quizá demasiado preso de unos atavismos que leobligan a acallar cualquier atisbo de sensibilidad, cualquier cosa que no sea la dureza que de él seespera. Los mismos atavismos que le impiden entender su desconcierto.

Como si lo hermoso se escurriera siempre entre sus dedos recios de hombre-montaña. Comocuando el sol le arrancaba juegos de luces a las cometas que volaba de niño y él, emocionado sinsaberlo, las dejaba ir para verlas perderse.

Una vida entera soportando a desgana el permanente enfrentamiento entre lo tosco y lo leve. Elpeso de las corazas, que es el mismo si te ves obligado tanto a mantenerlas en pie como arefugiarte tras ellas. Distintas prisiones. Un mismo cansancio.

«Brillan», dijo Mahmud, y sus palabras quedaron en el aire, llenando la estancia deexpectación. Se estaba haciendo tarde y se retiraron a dormir.

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Urgencia

Por la mañana les despertaron unas voces que sacaron a todos de la cama. Varios hombresentraron en el patio. Traían a un hombre en unas parihuelas. Le había estallado una mina. MísterMarta lo examinó y torció el gesto. Lo hizo entrar en la casa y desapareció unos minutos. Al cabovolvió a salir.

—Está bastante mal. Necesito ayuda. Hay que ir a buscar a Khalili —dijo dirigiéndose aSimón, que también se había levantado con el alboroto y merodeaba por el patio, más curioso quepreocupado.

El doctor Khalili vivía en una aldea a varias horas de camino. Se ocupaba de atender a lagente del otro valle. Él y Marta se echaban una mano cuando las cosas se ponían feas.

El doctor Khalili no era doctor, pero la vida y la guerra le habían enseñado mucho. Aprendióa curar heridas mientras estaba en el monte, escondido con la tropa, con apenas unos paños, aguacaliente, cuchillos esterilizados al fuego y el poco material que de vez en cuando conseguíansustraerle al enemigo. Le acompañaba esa determinación inquebrantable de los que han tenido laresistencia como única escuela, como única opción frente a una historia plagada de continuasinvasiones, conquistas, atropellos.

Él era quien había enseñado a Míster Marta lo mucho o poco que sabía de cómo tratar heridasde mina. Esos destrozos que hacen difícil saber por dónde empezar, qué conservar, qué cortar.Hasta dónde debe llegar la ambición del cirujano.

—Venir a pie desde su aldea es un largo camino, pero con un coche estaría aquí en un par dehoras —dijo Marta mirando a Simón.

Este, en su patrón habitual, intentó escabullirse.—Es que nosotros íbamos a seguir valle arriba.Pero Marta no le dio opción. Pidió a uno de los hombres que habían traído al herido que los

acompañara y Simón y Mahmud salieron en el Toyota en busca del doctor.Antes de partir, Marta insistió a un Simón, aún perplejo por cómo se le estaban complicando

las cosas:—Y que no te quepa duda: esa chica no ha salido de la ciudad.Simón se esforzó en no prestar atención, poco dispuesto todavía a tirar la toalla.

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Candidez

El camino de montaña, más abrupto que los que habían transitado hasta entonces, bandeaba elcoche con una violencia que obligaba a Simón a sujetarse, impidiéndole vagar por suspensamientos. Al llegar a un desfiladero se toparon con un tanque desvencijado que les cerraba elpaso y tuvieron que bordearlo. Restos de una guerra que quizás aún dolía.

Simón interrogó a Mahmud con la mirada.—Los rusos —contestó este escueto, refiriéndose a una guerra que había terminado hacía ya

casi una década.—¿Todavía?—Y la mina que le ha reventado la pierna a ese hombre, ¿de quién cree que era?—¿De los rusos? ¿Todavía?Mahmud sonrió ante la ingenuidad de su jefe.

Porque para las minas, el «todavía» es un tiempo sin contornos. Porque las minas «siempre» estánallí. A pesar del tiempo, a pesar de la lluvia. A pesar de que alguien le ponga punto y final a laguerra, aunque luego se empiece otra casi sin solución de continuidad. Agazapadas. Reventando alque se cruza en su azar. Arbitrarias en su forma de cerrar asuntos, porque de este modo la batallaque se pierde no es esta, sino otra. Otra que ya acabó para todos menos para el que ve cómo supierna salta por los aires. Un reguero de cuentas pendientes, de combates enlazados donde al finalrevientas por un puñado de deudas sin cobrar.

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Dormir

Y es que el mundo está plagado de minas antipersona, de esas que no tienen un afán muy grande,que no pretenden llevarse a un tipo por delante, sino solo volarle la pierna, un brazo, un trocito,aunque a veces también te revienten las tripas por más que esa no fuera su primera intención.

Y tantas veces envueltas en formas atractivas, pequeñitas, de colores, como si se tratase dejuguetes en un mundo donde estos escasean, o de raciones de comida en una tierra donde comer adiario es una permanente quimera. Jugando con el deseo, con el hambre, con la ilusión.

¿Y qué cabeza habrá diseñado algo así? ¿Cómo será ese tipo que consideró brillante la ideade ligar el deseo infantil con una secuencia tan macabra? Chocolatina-crío reventado. ¿Cómopasará las tardes de domingo? ¿Tendrá una chimenea en la que azuzar el fuego mientras sus hijosjuegan en la alfombra? ¿Tendrá un perro que le lama y al que acariciar las orejas? ¿Se lequemarán las tostadas por ensimismarse viendo caer la lluvia? ¿Será un tipo normal en los ratitosen los que no diseña barbaridades? ¿Y cómo hará para seguir con su vida después de cadaentrega?... ¿Cómo lo hará?

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Doctor Khalili

Llegaron a la aldea. Un tanque y varias casas en ruinas a modo de bienvenida. Solo tres de ellasse mantenían en pie. La del doctor Khalili era la primera. Una mujer bien cubierta, mostrando elrostro apenas, como mandan las costumbres, informó que el doctor estaba en el campo con elganado. Mandaron a buscarlo y los hicieron pasar a una estancia pequeña, de adobe, con la paredencalada y los suelos cubiertos por restos de alfombras. La mujer les preguntó varias veces siquerían té y Mahmud, cada vez, se apresuró a declinar la oferta. Simón habría aceptado el té debuena gana, y cuando la mujer se hubo marchado, protestó.

Mahmud le cortó.—Si te ofrecen té, es que no tienen. De otro modo lo habrían traído directamente. Es la

cortesía afgana, son capaces de quedarse sin comer antes que no cumplir con ella.Simón se sintió incómodo.

Detrás de la casa unos críos jugaban con sus cometas a derribarse unos a otros. Se estaba librandouna batalla. Tensaban los hilos para cortar el hilo del contrario, con las manos crispadas y casiensangrentadas y, a pesar de ello, las risas. El que ganaba corría en busca de la cometa derribada,en esa lógica de vencedores y vencidos tan presente hasta en los juegos más pueriles. Mahmud viocómo el vencedor regresaba con la cometa en ristre y se le iluminó la cara. Como si fuera unojeador, se levantó y se acercó a escrutar, dejándose transportar por un instante al tiempo en elque él también disfrutaba con el juego como el crío que un día fue. Campeón de su pueblo y delvalle. Y no como todo lo que vino después, cuando, por su pericia con las cometas, lo arrancaronde los brazos de su madre y tuvo que cambiar el juego por el combate real, derribandohelicópteros rusos enredándoles los rotores de las hélices con esas mismas cometas con las quehoy jugaban los críos. Campeón de nuevo, pero esta vez en una lucha desarrapada y provista de lomínimo. El recuerdo de otro tiempo que de pronto se le antoja no tan lejano.

Al cabo de un rato llegó el doctor. Grande, tosco, de manos amplias e inesperadas. Venía suciodel campo y los animales y parecía un campesino más. Simón trató de descubrir en él algo queapuntara a lo que su escaso imaginario definía como médico, pero, salvo una mirada máspenetrante de lo habitual, no fue capaz de encontrar nada que le permitiera intuir que aquel hombreno fuera un campesino. Le explicaron de forma breve la situación y la petición de Míster Marta.No hizo falta más. Las llamadas de auxilio no necesitan de mucho adorno. Te necesitan y túacudes, eso es todo. Khalili se levantó, fue a lavarse un poco, recogió sus cosas y emprendieron elcamino de vuelta.

Durante el trayecto apenas habló, concentrado en el paisaje, pero Simón no era capaz dequitarle la vista de encima. Y es que aquel hombre tenía algo que lo desconcertaba. Parecíaconectado con la tierra, un hombre-raíz, como si de algún modo se pudiera percibir su vínculo con

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el principio de los tiempos, la cadena de eslabones que, enlazándose unos con otros, lo habíantraído hasta aquí.

Porque somos eslabones de historias milenarias, cadenas de pequeños triunfos personales que,con mayor o menor acierto, han conseguido dar su vuelta a la pista y pasar el testigo de la vida.Algunas veces de forma holgada y satisfecha, otras apuradamente, con el último soplo, empapadosde precariedad y en la falta absoluta de certezas. Pero aun así conseguir pasarlo y, al hacerlo,condenar al receptor a tener que tratar de repetir la hazaña, casi siempre en manos de un destinocaprichoso que suele decidir las zapatillas con las que nos va a tocar correr, a veces con cámarade aire, otras con suela de esparto, otras ni eso. Eslabones con derecho a intentar dar nuestravuelta a la pista. Eso somos. Las zapatillas no las decidimos nosotros. La cantidad de dignidadque estemos dispuestos a derrochar, sí.

Como aquel hombre que se hacía llamar médico a pesar de su aspecto de campesino y demonte, a pesar de su rudeza y sus manos imposibles. Aquel hombre dejaba traslucir su conexióncon la tierra como una bandera, y eso sumergía a Simón en una sensación de mediocridad einconsistencia, incapaz de descubrir su papel en una cadena de la que se sabía parte, consciente deque su vuelta a la pista estaba siendo una letanía de pequeñas obsesiones mal resueltas, incapaz desentirse parte de algo más grande que sus propias miserias.

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Camaradas

Cuando llegaron a casa de Míster Marta, ella los estaba esperando. Khalili la vio, se le iluminó lacara y su rostro, hasta entonces serio e impenetrable, se convirtió en un jardín. Bajó del coche y sesaludaron sin tocarse, inclinando la cabeza, con la mano en el pecho, cargados de respeto, con unaforma de llevarse la mano al corazón que fue más cálida que el mejor de los abrazos. Simón, parael que la camaradería era un concepto muy ajeno, sintió que circulaba entre ellos una corriente quetampoco era capaz de definir.

Míster Marta condujo a Khalili al interior de la casa y ya no salieron hasta que empezó aoscurecer.

Entonces, cansados y satisfechos, informaron a todos de que quizá salvarían la pierna delhombre herido. Habían hecho un buen trabajo.

El rostro del doctor Khalili era el de un niño cargado de orgullo.Se quedaron todos bebiendo té y charlando hasta bien entrada la noche.Simón les observaba con envidia. Los dos deslavazados de cansancio, conversando desde esa

satisfacción gaseosa y serena que parecía haberles producido salvar la pierna de un desconocido.El placer del trabajo no como un trámite de futuro, como él lo entendía, sino como una forma deestar presente. Aquí, ahora. Qué lujo.

Intentaba recordar en qué momento de su vida se había sentido así, y se enquistaba en ladificultad enumerando sus menesteres. Se preguntó cómo podía sentir envidia de aquella parejaimprobable, aquella mujer fuera de lugar y aquel campesino de manos grandes que decía sermédico. Sin embargo, habría dado algo por compartir esa corriente que parecía traspasarlos.

Aquella noche, dormido sobre un jergón de lana compactada que le entumecía el cuerpo,Simón soñó con una lluvia de flores de madera.

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Claudicar

Por la mañana, Simón y Mahmud se despidieron de Míster Marta y emprendieron de nuevo la rutapues, desoyendo los consejos de todo el mundo, Simón había insistido en terminar de recorrer elvalle.

El camino, con su juego de luces y ocres, atravesando una montaña brutal, era como un ahogoque dejaba poco espacio a otros pensamientos. Sin embargo, no fue suficiente para que Simón sedesprendiera de la flojera de piernas que le acompañaba, incapaz de ignorar unos temores que nole habían abandonado en todo el viaje.

Cuando llegaron al último pueblo, se aproximaron con precaución. Tenía algo desobrecogedor. Un castillo de arena recortado contra la montaña inmensa y de nuevo la sensaciónde estar profanando una fortaleza de otra época, de estar entrando en un tiempo pasado. Simón,receloso, se encogió un poco más en su asiento, pero dentro de las murallas de barro, lo cotidianodel olor a fritanga y palomar enloquecido fue una vez más una burla a su miedo.

Recorrieron el bazar preguntando a unos y otros con una retahíla que ya aburría, y confirmaronlo que esperaban: nadie les supo dar noticia de María.

¿Una mujer sola, con una cámara? Movimientos de cabeza. La imposibilidad. La sorpresa.

Atardecía cuando Mahmud, cansado, se sentó en un puesto del bazar a tomar un té y unos dulces.Al poco, Simón se sentó cabizbajo a su lado. Bebieron el té a sorbos cortos y sonoros, comocorrespondía. La tarde se fue deslizando. Casi no hubo palabras. Tampoco había mucho que decir.

—No creo que la encontremos —claudicó Simón.—No —Mahmud apuró el té y se levantó.Pasaron varias mujeres dejando un rastro de olor, todas iguales, indistinguibles en sus

variaciones mínimas de un mismo azul. Y Simón se quedó mirando el baile de sombras que lasluces de la tarde arrancaban a sus velos.

Y pensó que ya no quería hacer nada más. Que no sabía hacer nada más.Se levantó también.—Vámonos.

Emprendieron un camino de vuelta que a Simón se le antojó un espacio sin contornos en el queMaría creció hasta hacerse mucho más grande que Ulises.

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Fragilidad

Empezaba a oscurecer cuando llegaron a la entrada del desfiladero. Mahmud rompió el silencio.—Habrá que buscar un sitio donde pasar la noche. Igual los milicianos nos dan techo.—¿Por qué no seguimos un poco más? No debe de quedar mucho hasta el siguiente pueblo.Y es que la idea de tener que dormir con aquellos piratas le producía a Simón un escalofrío

que no quería reconocer.Mahmud le contestó con contundencia.—¿Cruzar de noche? Imposible. No pasaríamos del primer recodo. Además, hoy no hay luna.—¿Y no es mejor así?—Bueno, a mí, cuando me maten, no quiero que sea a oscuras. Me gustaría verle la cara al

tipo que me reviente las tripas.El argumento dejó a Simón sin respuesta. Cedió. Además, ¿de qué se preocupaba? A fin de

cuentas, bien mirado, aquellos milicianos no parecían más que un puñado de tipos mugrientos queolían a resignación y derrota. Y probablemente demasiado cansados para crearles problemas.Dormirían con ellos. No se hable más.

Pero al caer la noche, sentado en el cobertizo, rodeado de todos aquellos hombres de rostros decuero, en manos del hombre-montaña que de pronto se había vuelto tan imprescindible, asustadopero negándose el miedo y la fragilidad, pensó que quizá las cosas estaban yendo por un caminomuy distinto al previsto.

Apagaron todos los candiles, excepto uno que quedó en la puerta.Mahmud le susurró:—Si tiene que salir durante la noche, cójalo.—Gracias, tengo linterna.—Si sale con la linterna, el guardián del puesto de enfrente le pegará un tiro.En la cara de sorpresa de Simón apenas si cabía la pregunta. Mahmud continuó.—Nadie vendría a atacar el puesto con un candil en la mano, pero las linternas son otro tema.

La gente de por aquí no tiene cosas así, solo candiles. Las linternas son cosas de comando.Y añadió, condescendiente:—Si tiene que salir, coja el candil.Simón no contestó, se acurrucó en sus mantas y se quedó callado. Y pensó que ojalá no tuviera

que salir a mear aquella noche. Y ojalá que nunca en su vida tuviera que mear pensando que ojaláno le pegaran un tiro porque un tipo con poco sueño, con las pupilas dilatadas de insomnio ycansado de estar cansado, pensara que eres un comando y no un desgraciado con la tripadescompuesta, y te pegara un tiro de los de por si acaso, de esos que se disparan sin pensardemasiado a esas horas de oscuridad y desvelo. Y pensó también que el frío que sentía en la nucano tenía nada que ver con la corriente que entraba por debajo de la puerta. Y que él no estabapreparado para vivir así, con esa sensación de precariedad, de poder morir en cualquier momento.Como si el morir o no morir ya no fuera una cuestión de importancia.

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Y pensó que quizá había sido todo un error y que él no quería ser el héroe de nadie, y menosaún de Ulises, que además parecía haber perdido el interés por María. Que cómo se podía ser tanvoluble, tan poco consistente en los afectos. Y pensó que ojalá aun así pudieran encontrarla,porque quizás él sí que la quería. Y entonces pensó que ojalá no se olvidara de coger el candil alsalir por la noche, para que nadie le agujereara la ilusión. Y también pensó que, efectivamente,con esto de subir a las montañas, las cosas se le habían ido un poco de las manos.

Al día siguiente volverían a la ciudad, y Simón se durmió tratando de convencerse de loimprobable que era que María hubiera pasado por ahí.

Aquella noche soñó con ella y con océanos de sal.

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Congoja

Fue solo la casualidad. Aunque quizá también los hados burlones tuvieron algo que ver,acostumbrados como estaban a jugar con él y su suerte como juegan los gatos con los ratones,manteniéndolos a medio morir solo por pasar el rato y huir así de su aburrimiento milenario deespecie domesticada. Vaya usted a saber. En cualquier caso, atreverse a hacer afirmaciones sobrelas intenciones de los hados es tal vez ir demasiado lejos, pero lo que sí es cierto es que laprimera vez que Mahmud la vio, hacía ya un par de meses de aquello; hubo mucho de casualidad.

Era una tarde densa, de aire velado y caliente y calles con apenas movimiento. Había salidotemprano del trabajo en el almacén de comida y, de vuelta a casa y sin mucho más que hacer, sehabía entretenido a charlar con su tía Jana en la puerta del hamam . Se quedó un buen rato,compartiendo chismes y otras miserias domésticas, mientras le echaba una mano a su tía con lasmadejas de lana que esta andaba descardando. En los baños no había tampoco demasiadomovimiento, un par de clientes apenas en toda la tarde. La modorra lo impregnaba todo, también elritmo de su conversación. Pero cuando ya parecía que la tarde iba a caer sin mucho mássobresalto, apareció, callejón abajo, con su porte de espiga.

Y lo cierto es que no la habría visto si no hubiera sido porque su tía le susurró un sugerente«Mira» que le hizo reparar en su andar extraño, como de gacela, turbio. Poca cosa sin embargopara retener su atención de montañés. Mantuvo la mirada unos segundos, pero pronto la bajó,distraído como estaba con la lana. La madeja que tenía entre los dedos se resistía enredándose ensus manos callosas y torpes y esto le disgustaba. Pero su tía insistió, ahora ya autoritaria: «Mira,te he dicho».

Volvió a mirar con cierto fastidio y fue entonces cuando ella, ya en la puerta del hamam peroaún visible, se retiró el burka, antes de tiempo, antes de entrar, antes de estar fuera de los ojosposibles, solo con presentir ya el agua y la humedad, delatándose como extranjera, como quien notiene la disciplina de haber nacido tapada y por eso no sabe medir bien los tiempos. Y fueentonces cuando él sintió una congoja en las tripas que aún no tenía registrada en la memoria y quele cortó el aliento, cuando, desconcertado, tuvo la sensación de ver debajo de aquellos velos a unamujer transparente, una piel que resultaba escasa para atrapar un cuerpo expandido y sin suficientedefinición. Un borrador de deseo, una mujer apenas intuida.

Un ser translúcido, pensó. Un ser en dilución.

Y poco importa si aquello fue lo que vio o tan solo lo que creyó ver, resultado quizá de lacombinación de una piel blanca bajo una luz intensa de verano implacable y el delirio de unhombre que ha anhelado de más y, sin saberlo, un pecho cálido donde esconder su rendición. Pocoimporta.

Su tía Jana, que lo había presenciado todo, sonrió maliciosa y le alcanzó otra madeja de lana,esta vez a medio descardar.

Mahmud, recobrando la compostura, ensayó un gesto de desaire y continuó con la charla

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doméstica que les ocupaba, intentando esconder su perplejidad.Pero el esfuerzo fue en vano, pues ya daba igual. Algo había ocurrido, algo que puede que

entonces no fuera nada más que una fisura en su tosquedad, pero que luego tomó la dimensiónsuficiente como para que por allí se colara el desconcierto.

Y así, desde ese día, procuró volver cada tarde, cautivo de la congoja, para acechar desde lasombra y ya lejos de la mirada de su tía, con la esperanza de verla de nuevo, aunque solo fueraunos segundos, para imaginarla después en el hamam desnuda, con el agua corriendo por suscostados tibios, una y mil veces, diluyéndola todavía más, si es que aquello era posible, yllenando así su cabeza de pensamientos confusos, de horizontes líquidos, de océanos imposibles.Imaginando su reflejo en el agua, más difuso aún que su propio ser, mientras se preguntaba elporqué de tantas cosas.

Y es que siempre es lo inaprensible lo que le duele. Lo imposible lo que se le escurre, lo queanhela ya sabiendo que nunca lo podrá tener. Igual que ahora está prendado de un reflejo y no dela verdadera María que pasea y cuenta.

Igual que quisiera no tener metidos en la memoria los ojos del hombre que muere de frío en lamontaña infinita, lejos de todo e incluso de la improbable sensación de anhelo.

Pero ¿por qué? ¿Por qué siempre anhelamos lo que se nos escurre? ¿Cómo se conjura lanostalgia de lo que nunca fue? De lo que nunca será.

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Obsesión

Supone que después de buscarla valle arriba y valle abajo con el hombre-pez, después de recorrerel bazar una y mil veces, algunas acompañando al pez, otras él solo, los baños son el últimorincón donde va a encontrarla, pero aun así decide pasar de nuevo a probar suerte. De cualquiermodo, una tarde baldía más o menos no va a cambiar demasiado las cosas y, además, asíaprovecha para charlar con su tía Jana, que suele conseguir arrancarle una sonrisa con esa formasuya de ver la vida, tan pragmática. Siempre explicándose el mundo y recolocándolo a suconveniencia. De paso, verá cómo anda su primo, a veces tan vulnerable.

Ibrahim baja del piso de arriba. En la fábrica de alfombras hace un calor insoportable. El vapordel hamam de la planta inferior se filtra por los tabiques de adobe y convierte la estancia en unacafetera a medio gas donde se hace difícil respirar, aunque las mujeres no parezcan acusarlo ysigan tejiendo incansables. Una vez más la resistencia de las mujeres como eterno telón de fondode una forma particular de estar en el mundo. Eso y la conveniencia de trabajar con la familiaconvierten a Ibrahim, a ojos de muchos, en un tipo afortunado, sin problemas sindicales nirevoluciones.

Viene aburrido y con ganas de charla.—¿Qué, sigue sin aparecer la periodista?Mahmud asiente, pero prefiere no hablar. Su primo no sabe nada de su obsesión y mejor así;

es un buen tipo, pero seguro que no entendería nada y acabaría interpretando todo con laentrepierna.

Ibrahim insiste con su interrogatorio.—¿Y tu jefe?Mahmud decide contestarle a algo, a ver si así lo deja estar. Tampoco quisiera herirlo con su

desdén:—Bueno, no es mi jefe, solo lo acompañé a las montañas, pero no sé si sigue buscándola. Ya

no lo veo tanto como antes por el bazar. Creo que no está acostumbrado a que le pongan las cosasdifíciles. Yo diría que ha desistido.

Y al cabo, añade, intentando quitarle importancia:—Ahora solo la ando buscando yo.Ibrahim chasquea la lengua como respuesta y se queda callado un rato. Busca con cuidado el

consejo que su primo parece necesitar.—Déjalo, Mahmud, no es asunto tuyo. Esa chica se ha esfumado. Se habrá largado con algún

extranjero. Ella no es de aquí, se quita el burka y ya está: cruza todas las fronteras sin mayorproblema. Habrá vuelto a su casa, con sus padres o con su novio o con lo que sea que tienen estaschicas, yo qué sé… Se habrá aburrido de jugar con tu jefe. Esta gente siempre lleva encima subillete de vuelta. Olvídate del asunto.

Ibrahim siente que sus comentarios, seguidos de un silencio que malinterpreta comoaprobatorio, aciertan en el problema. Y qué placer le producen estos momentos que traduce como

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pequeñas victorias, pese a que son sucedáneos de lo que de verdad le gustaría, que es que suprimo se dejara querer.

Pero lo cierto es que Mahmud no contesta, porque ¿para qué? Aunque le gustaría poder decirlea Ibrahim que su jefe no tiene nada que ver con su insistencia; que él busca a María desde muchoantes de ofrecerle sus servicios a Simón; que si se los ofreció fue precisamente porque, cuandoella desapareció, pensó que acompañándolo tendría una excusa perfecta para buscarla él también.Porque si algo tenía claro era que el tipo iba a buscarla, seguro, con insistencia, hasta debajo delas piedras. Porque él, que desde aquel día de agosto en que la vio por primera vez la habíaseguido cada tarde al salir del hamam, agazapado entre los tenderetes, movido por una inquietuddesconocida hasta entonces, él había visto cómo Simón la miraba mientras ella jugaba a perderloen el bazar. Una mirada que era un océano y la justificación a cualquier cosa. Una mirada que sinduda Mahmud podría haber hecho suya si ella hubiera querido jugar a perderlo a él también.

Por eso sabía que Simón iba a buscarla. Hasta debajo de las piedras.Y le gustaría decirle a su primo que, en el fondo, cuando fue al Norte lo hizo con la casi

certeza de que no la iban a encontrar, pero que aun así necesitaba dejar ese cabo bien atado paratratar de ir cerrando puertas a su sensación de zozobra. Y es que él la busca porque necesita ver subrillo, porque desde que la vio aquella tarde de agosto tiene una congoja enganchada en las tripasque no le deja dormir. Y él quiere volver a dormir sin tener que ver su reflejo cada vez que cierralos ojos. Él quiere dormir quedándose a solas, con la cabeza vacía de ruido. Y le gustaría decirletantas cosas a su primo, pero no lo hace porque ¿para qué?

En su lugar, saca un trozo de seda roja del bolsillo y se lo ofrece a Ibrahim.—Toma, dale esto a tus sobrinos. Los he visto con una cometa. Con cola vuelan mejor.—¿Es que andas de nuevo con cometas?—No. Ya no.Ibrahim guarda la seda, le ofrece un té, y pasan a hablar de esos asuntos mínimos que dibujan

la vida como una sucesión de menesteres.

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Gratitud

Cuando fueron a matarlo, no peleó. Se dejó morir sin más, cansado como estaba de taladrarse elinsomnio con ecos de batallas; cansado de pasar tantas primaveras, todas las primaveras, fuera decasa; cansado de ese horizonte sin océanos; cansado de llevar ya casi medio siglo cansado, y delolor dulzón de la sangre, propia y ajena, a todas horas, y de tantas otras muchas cosas.

Y se dejó morir, y colgar boca abajo con una cuerda de estopa, ya muerto y con las pupilashuecas de los peces al sol, para escarnio del pueblo, sin pensar en el niño escondido en la paja, suhijo Ibrahim que, viéndolo todo, se cubre de espanto, acecha y llora.

Pero ahora, tanto tiempo después, Ibrahim se ha convencido de no recordar nada, no haberlo visto,no haber estado ahí, escondido en el granero; con el burro petrificado esperando paciente la eternalluvia de palos; con las manos frías agarradas al burro, clavándole con fuerza de adulto sus dedosmenudos de niño, su horror de huérfano recién estrenado que prefiere no ver, pero que no puededejar de mirar las pupilas de pez al sol del hombre que cuelga boca abajo y que hace un rato erasu padre.

Y lo peor es que nadie fue a matarlo a él, a su padre, que solo fue un muerto anónimo, deguerra arrastrada, esta como tantas; que no son buscados ni necesarios, que cuentan solo comonúmero, no como cada quién, y que tanto habría dado que fuera uno u otro el que colgara bocaabajo en el granero; que el escarnio habría sido, o dejado de ser, el mismo; es decir, a estasalturas, probablemente ninguno. Que tanto da si muere este o aquel, «aunque quizá mejor aquel,que parece que dispara mejor, y este tiene pinta de cansado y de no dar mucha más batalla, peropor si acaso lo liquidamos y punto, no sea que se espabile el viejo y todavía nos líe alguna». Quetodo es cuestión de cruzarte en la oportunidad del que dispara, en su azar, en su puntería.

Y el tipo que lo mató no sabía su nombre, ni nada de él, ni de su cansancio. Y cuando lo viocaer muerto entre el alboroto de cabras y ramas quebradas, hundiendo la espalda en el suelo deexcrementos tibios del pajar, no supo de todas las cosas que de pronto dejó encerradas parasiempre en el cajón de los posibles, ni supo tampoco quién era aquel chaval que, clavando confuerza sus dedos de frío en el lomo del burro que esperaba, lo miraba como quien mira un hueco.Ni apenas le importó, que él también tenía urgente el cansancio y también andaba preguntándosequé coño hacía allí peleando y disparando a la gente como si fueran palomas, sin tener claro deltodo si era buena o mala la suerte que hasta entonces le había acompañado, protegiéndole de eseplomo que habría de agujerearle el pecho algún día a él también.

E Ibrahim cree no recordar tampoco a su primo Mahmud, grande como un sueño, llegando conlos guerreros que venían de la montaña y bajando a su padre de aquella cuerda de estopa, ycerrándole los ojos de pez al sol para que el niño asustado pueda mirar así a otro sitio libre delhechizo de espanto; para que el pez deje también de mirarlo a él; para que el pez, con los ojos yacerrados, vuelva a ser su padre y puedan entonces soñar con enterrarlo con los guerreros, con susbanderas de colores al viento, marcando y rompiendo el perfil de la colina.

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Como tampoco cree recordar el olor de su primo entonces y ya para siempre metido en sumemoria. Ni cree saber que ese era el olor que encendía su disgusto ahora, tantos años después,adultos los dos, cuando lo sabía por ahí, jugándose el pellejo de nuevo, esa vez con ese extranjerogrisáceo, por los territorios del Norte, siempre tan ingratos.

Pero Ibrahim cree no recordar, no haber estado allí, no tener los ojos de pez clavados en algúnrincón de su tristeza, aunque ahuyenta al burro del mercader que se detiene en el callejón con unenojo que sorprende y limpia los excrementos con furia antes de volver a entrar, ya más tranquilo,en su fábrica de alfombras, donde el tumulto de mujeres lo aguarda como un arrullo.

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Dilución

La tía Jana en una esquina se hurga la uña con un cuchillo. Trata de remover una astilla que llevadías clavada y empieza a infectarse. Mahmud ha vuelto a pasar a verla. Charla con éldistraídamente y de vez en cuando echa un vistazo por entre los cortinajes para ver si alguien seacerca. La tarde vuelve a ser de aire espeso y calor que mata, y ella no piensa echarla a perdercon la más mínima actividad.

Su sobrino la tiene preocupada. Son ya demasiados los días que anda rondando el haman, alacecho, montando guardia a la espera de que la chica aparezca. Empieza a ser un poco obsesivo yno le parece que eso sea bueno. Aun así, trata de animarlo. Con todo lo grande que es y siguetratándolo como un niño.

—No te preocupes, que vendrá. Hay que tener paciencia.Pero le dice que es cuestión de paciencia por no herirlo, porque piensa que aún es un niño, o

al menos así es como ella lo ve a pesar de la lucha, a pesar de la montaña. Y no cree que puedacontarle lo que pasó hace unas semanas: que la vio, que estuvo aquí y que fue más translúcida quenunca, y que la siguió escaleras abajo, hechizada por su luz, hasta el agua, para alcanzar a mirartras la cortina justo a tiempo para ver cómo la niña que ya no titubeaba se terminaba de diluir,desdibujada, bajo un chorro de agua tibia. Justo a tiempo para ver cómo los restos de su cuerpogiraban ya casi transparentes, casi invisibles, hasta desaparecer poco a poco por el sumidero delos baños en un remolino de vértigo, llevándosela a ella y a sus angustias a algún lugar.

Como tampoco le dice que después, cuando ya no quedaba más que agua, recogió sus ropas defantasma deshabitado para guardarlas en el arcón de madera donde desde hacía ya tantos añosguardaba los burkas que nadie reclamaba.

Y no le dice nada porque ¿para qué? Prefiere confiar en que se le pasará el capricho y seolvidará de ella. Porque sin duda estará mejor así, pensando que se ha largado, que ha vuelto acasa en un movimiento previsible de chica occidental en vez de imaginándola girando y endilución, desapareciendo, que a fin de cuentas es algo que no a todo el mundo le resulta fácildigerir.

Y es que Jana lo sabe bien porque no es la primera vez que ve algo así, ni la primera vez queprefiere no contarlo, que en todos estos años de vivir en los vapores, las ha visto romperse,diluirse y cosas más raras aún; que aquí las mujeres muestran el alma, libres de ropa, y eso es unasensación que no siempre es de ida y vuelta; que todo el mundo sabe que cuando el tiempo empujaen su afán de poner las cosas en su sitio, hay patrias que se pierden y ya nunca se recuperan. Yaunque no siempre es comprensible lo que sucede debajo de un velo, no por ello es menos verdad.Y es que nadie sabe con certeza lo que le ocurre al alma de las mujeres cuando se les moja conagua tibia.

Como María tampoco supo nombrar lo que le sucedía cuando empezó a notar la levedad que, detanto no querer ser, de tanto disfrutar su invisibilidad, de tanto flotar en la sensación de estar depaso, le taladró cada uno de los huesos hasta dejarlos con una textura de esponja, ligeros y

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voladores.Y como tampoco supo reconocer su propia angustia, saliendo la primera por el sumidero —y

qué curioso que las angustias siempre se marchen por sitios así— aquella tarde en que el mundose hizo líquido y comenzó a girar con frenesí de remolino; aquella tarde en que María dejó depreocuparse de casi todo y, sobre todo, de su propia importancia; aquella tarde en que Maríadesapareció.

Pero todo esto Jana no se lo dice a su sobrino, que observa el callejón esperando verla aparecercon su halo de fantasma, aun sabiendo que estos no gustan de pasear en verano y con el sol demediodía, siempre tan implacable.

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Epílogo

Amanecía sobre su desvelo y el desperezarse de la ciudad.Y de pronto, tuvo la certeza de que no la vería más, y sintió un miedo espeso. Mucho más que

el que le enfrió la nuca cuando se vio cruzando las fronteras del Norte, con aquellos milicianoscongelándole las buenas maneras y la compostura. Mucho más que el que sintió al saberse ya parasiempre un tipo mediocre.

Y fue la certeza de su ausencia la que, acechando su despertar, le empapó de un temor contextura de manteca que, llenándole los pulmones, lo dejó quieto, pétreo, en un rincón de lamañana.

Pero no era miedo a no verla más, ni siquiera miedo a no volver a querer a nadie de esamanera.

Era el miedo a levantarse cada mañana y tener que seguir viendo su rostro, como hasta ahora,impertérrito y distante, sabiendo que eso ya no podría cambiar.

El teléfono sonaba. Pensó que tal vez sería Ulises, pero no lo cogió. Simón se acurrucó bajo lamanta de ganchillo, escondido como una musaraña, y dejó que al otro lado del cristal el cielo dela ciudad se fuera cubriendo, como siempre, de su cúpula de deseos inconclusos.

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Edidión digital: 2021

© Paula Farias, 2021© AdN Alianza de Novelas (Alianza Editorial, S. A.)

Madrid, 2021Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15

28027 Madrid

ISBN ebook: 978-84-1362-203-3

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