A los soldados del templo

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A los soldados del Templo

Compuesto por los siguientes artículos: PRÓLOGO. I. Exhortación a los soldados del templo. II. De la milicia seglar. III. La nueva milicia. IV. Del modo de vida de los soldados del Templo. V. El Templo. VI. Belén. VII. Nazaret. VIII. El monte olivete y el valle de Josafat. IX. El Jordán. X. El Calvario. XI. El santo sepulcro. XII. Bethfagué. XIII. Betania.

Prólogo

A Hugo, soldado de los caballeros de Cristo y Maestre de su Milicia, Bernardo de Claraval, abad nominal: salud y luchar el buen

combate. Una y otra vez y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me habías pedido, carísimo Hugo, que escribiera para ti y para tus conmilitones algunas palabras de exhortación. Me decías que ya que no podía empuñar la lanza contra la tiranía enemiga, hiciera vibrar la pluma; asegurándome que sería para vosotros de una gran ayuda si, lo que no puedo por las armas, lo animara con mis escritos. Tardé algún tiempo en responder a tus deseos, no porque desdeñase tu petición, sino temiendo que me culpasen de precipitado y ligero, puesto que, pudiendo hacerlo otro mucho mejor, presumiría de inexperto y una cosa tan necesaria quizás resultara por causa mía menos fructífera. Pero frustrado en mi esperanza de que otro lo hiciera y para que no pareciera más falta de voluntad que de posibilidad, finalmente hice lo que pude: juzgue el lector si he satisfecho sus deseos. Aunque ciertamente no me preocupa mucho el que a alguno le agrade o le satisfaga, si sin embargo he conseguido según mi saber satisfacer tu deseo.

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I Exhortación a los soldados del Templo

Oyese decir que un nuevo género de milicia acaba de nacer en la tierra, y precisamente en aquella región donde antaño viniera a visitarnos en carne el sol que nace de lo alto; para que allí donde él mismo expulsó con el poder de su robusto brazo a los príncipes de las tinieblas, extermine ahora allí mismo a los satélites de aquellos hijos de infidelidad por medio de estos fuertes hijos suyos, llevando a cabo también ahora la redención de su pueblo y suscitando un poderoso Salvador en la casa de David su siervo. Sí, ha nacido un nuevo género de milicia, desconocido en siglos pasados, destinado a pelear sin tregua un doble combate, contra la carne y la sangre y contra los espíritus malignos, que pueblan los aires. Ciertamente, cuando veo combatir con las solas fuerzas corporales a un enemigo también corporal, no solo no lo tengo por maravilloso, sino que incluso lo juzgo extraordinario. Pero incluso cuando observo que las fuerzas del alma guerrean contra los vicios y los demonios, tampoco me parece asombroso, auque sea digno de alabanza, pues para ello está lleno el mundo de monjes. Mas cuando se ve que un hombre cuelga al cinto con ardor y coraje su espada de doble filo y se ciñe noblemente con su cinturón, ¿quién no juzgará esto de insólito y digno de admiración? Intrépido y bravo soldado aquél que mientras reviste su cuerpo con coraza de acero, resguarda su alma con la loriga de la fe. Así pertrechado con estas dobles armas no temerá ni a los demonios ni a los hombres. Es más, ni siquiera temerá a la muerte, el que la busca. ¿Pues qué temerá ni vivo ni muerto, aquel para el que vivir es Cristo y el morir ganancia? Está firme y gustoso por Cristo; pero incluso prefiere morir y estar con Cristo, pues esto es lo mejor. Marchad, pues, soldados, al combate con paso firme y cargad con ánimo valeroso contra los enemigos de Cristo, bien seguros de que ni la muerte ni la vida podrán separaros de la caridad de Dios, que está en Cristo Jesús. En el fragor del combate proclamad. «Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor». ¡Cuán gloriosos vuelven triunfantes de la batalla!. ¿Por cuán dichosos se tienen cuando mueren como mártires en medio del combate!. ¡Alégrate, fortísimo atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo si mueres y vas a unirte con Dios! La vida te es ciertamente provechosa y gloriosa la victoria; pero a todo ello se antepone con razón una muerte santa. Porque si son bienaventurados los que mueren en el Señor, ¿cuánto más lo serán los que sucumben por El? Verdad ciertísima es que ya os suceda en el lecho ya en la guerra, preciosa es sin duda la muerte de los santos a los ojos del Señor. Pero en el ardor de la refriega será tanto más preciosa cuanto más gloriosa. ¡Oh vida segura, cuando va acompañada de buena conciencia!. ¡Oh vida

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segura, repito, cuando la muerte es esperada sin temor; antes bien se la desea con amorosa ansia y se la recibe con piadosa devoción! ¡Oh verdaderamente santa y segura milicia, libre de aquel doble peligro que con frecuencia amenaza a los hombres, cuando no es sólo Cristo quien es la causa de pelear. Cuántas veces, los que militáis en los ejércitos seculares, habéis de temer que matando a vuestros enemigos en el cuerpo, os matéis a vosotros mismos en el alma; o que si por suerte eres muerto por el enemigo, lo seas tanto en el cuerpo como en el alma. Por que no es por el resultado material de la lucha, sino por los sentimientos del corazón por lo que juzgamos los cristianos tanto el peligro como la victoria. Pues si es recta la causa del que pelea, no podrá ser malo el resultado, como tampoco puede juzgarse bueno el fin, cuando la causa no es buena ni recta la intención. Si queriendo dar muerte a otro resultases tú muerto, morirías como homicida. Y si prevaleces y con la voluntad de superar o de vengarte matas tú al otro, entonces vivirás como homicida. Mas nada aprovecha ni al muerto ni al vivo, ni al vencedor ni al vencido ser homicida. ¡Infausta victoria, en la que triunfando, sucumbes al pecado! Y si la ira o la soberbia te dominan, en vano te gloriarás de haber triunfado. Se da el caso de quien mata a otro, mas no por celo de venganza, ni por el prurito de la victoria, sino en propia defensa. Pero ni siquiera tendré por buena esta victoria, porque entre los dos males sea más leve el de ser muerto en el cuerpo que en el alma. Pues no muere el alma porque es muerto el cuerpo; sino que el alma que peca, ella morirá.

II De la milicia seglar

¿Cuál será, pues, el fin o el fruto de la que no llamo milicia, sino malicia secular, si siendo vencedor peca mortalmente y cuando es muerto perece para siempre? Pues, lo diré usando las palabras del Apóstol, quien ara, lo hace con esperanza, y quien trilla lo hace esperando percibir el fruto. ¿Pues qué error tan estúpido o qué furor tan intolerable os lleva, saldados, a guerrear con tantos gastos y trabajos, y sin más premio que o la muerte o el crimen? Cubrís con paños de seda vuestros caballos, colgáis de vuestras lorigas no sé que adornos de telilla; pintáis las astas de las adargas, las fundas de los escudos y las sillas de montar; mandáis hacer de oro y plata, adornados con gemas, los frenos y las espuelas; y con tanta pompa camináis a la muerte con furor vergonzoso y desvergonzado estupor. ¿Son tales cosas insignias militares, o más bien adornos de mujeres? ¿Acaso la daga enemiga respetará el oro, se doblegará ante las gemas o dejará de penetrar en las telas de seda? En fin, la misma experiencia os ha enseñado con más frecuencia y certeza que tres son las cosas necesarias al que pelea: que el soldado valeroso y sagaz sea también cauteloso para guardarse a sí mismo, ágil para perseguir al enemigo y rápido para herir; mas vosotros, por el contrario, cuidáis vuestras cabelleras al estilo femenino,

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con largos y holgados camisones entorpecéis vuestros pasos, y enfundáis con amplias y complicadas manoplas vuestras tiernas y delicadas manos. Y sobre todo esto, lo que más atormenta la conciencia del soldado, esto es, la causa demasiado leve y frívola cual se presume en tan peligrosa milicia. Pues no otra cosa mueve las guerras entre vosotros y suscita las contiendas, sino o un irracional movimiento de ira, o un vano deseo de gloria o bien cualquier apetito de posesiones terrenas. Por causas tales no es lícito ni matar ni morir.

III

La Nueva Milicia Los soldados de Cristo, en cambio, con seguridad pelean las batallas de su Señor; sin temor ni de pecar al matar al enemigo, ni del peligro de su propia muerte, pues cuando quiera deban inferir o sufrir la muerte, ello nada tiene de crimen y merece mucha gloria. En lo primero se lucha por Cristo, en lo segundo Cristo es como premio; el cual con agrado recibe la muerte del enemigo como justa venganza y se ofrece al soldado como consuelo. El soldado de Cristo, pues, mata con seguridad de conciencia y con más seguridad muere. Para sí gana si sucumbe, para Cristo triunfa, si vence. Pues no sin causa lleva la espada; pues es ministro de Cristo para venganza de los malhechores y alabanza de los buenos. Así, cuando mata a un malhechor no es propiamente un homicida sino, por así decirlo, un malicida, pues ejecuta la venganza de Cristo en aquellos que obran mal y es considerado como defensor de los cristianos. Y cuando es él quien muere, no perece propiamente, sino que se salva. Así pues, la muerte que produce, es ganancia de Cristo, la que recibe, lo es suya. El cristiano puede gloriarse en la muerte del pagano, porque Cristo es glorificado; mas en la muerte del cristiano se muestra la liberalidad del Rey, puesto que rescata a su soldado. Así pues, en el primer caso se alegrará el justo, al contemplar la divina venganza. En el segundo, se dirá: ¿Acaso hay recompensa para el justo?. Y responderá: Ciertamente hay un Dios que los juzga en la tierra. Ciertamente que los infieles no deberían ser muertos si hubiera otro medio de impedir que ofendiesen y oprimiesen severamente a los fieles. Mas por ahora es mejor que sean exterminados, a dejar en sus manos la vara para esclavizar a los justos, no sea que los justos extiendan sus manos a la iniquidad. ¿Pues qué? Si no fuera lícito en absoluto al cristiano herir con la espada, ¿cómo es que el Bautista exhorta a los soldados a contentarse con su soldada, sin prohibirles continuar en la milicia? Mas si, como es verdad, a todos les es lícito, exclusivamente siguiendo su profesión según el orden divino, sin tener que cambiar a otro género de vida más perfecto,

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¿a quienes, pregunto, será permitido, más que a los que con sus manos y todas sus fuerzas han conseguido retener la ciudad de nuestra fortaleza, Sión, en defensa de todos nosotros; y por los que, expulsados los transgresores de la ley divina, la gente justa, guardiana de la verdad, pueda caminar segura?. Así pues, disipadas sean las gentes que quieren la guerra, sean separados los que nos turban y sean alejados de la ciudad de Dios todos los que obran la iniquidad, los que quisieron robar las inestimables riquezas espirituales del pueblo cristiano, puestas en Jerusalén, profanaron los lugares santos y pretendieron poseer en heredad el santuario de Dios. Desenváinese la doble espada de los fieles, la espiritual y la secular, sobre las cabezas de los enemigos, para destruir toda altivez que se levanta contra la ciencia de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan los paganos: ¿Dónde está su Dios? Y ellos expulsados, volverá El mismo a su heredad y a su casa, el que airado dijo en el Evangelio: «He aquí que vuestra casa quedará desierta»; y por un profeta se queja de este modo: «He abandonado mi casa, he dejado mi heredad». Entonces se cumplirá aquel otro dicho profético: «Rescató el Señor a su pueblo y lo ha liberado, y vendrán y saltarán de gozo en el monte Sión, y se gozarán de los bienes del Señor.» ¡Alégrate, pues, Jerusalén y reconoce el tiempo de la venida de tu Dios! Alégrate y goza juntamente, desierta Jerusalén, pues el Señor ha consolado a su pueblo, redimió a Jerusalén, ha levantado su santo brazo ante los ojos de todas las naciones. Virgen de Israel, habías caído y no había quien te levantara. Levántate ya y ponte en lo alto y mira el júbilo que procede de tu Dios para ti. Ya no serás llamada «la abandonada» ni tu tierra se verá por más tiempo desolada; porque el Señor se ha complacido en ti y tu tierra volverá a ser habitada. Levanta los ojos en torno tuyo y mira: todos estos se han congregado en torno a ti. Este es el auxilio que se te envía desde lo alto. Por medio de éstos ahora mismo se cumple la antigua promesa: Te pondré para gloria de los siglos, gozo de generación en generación; mamarás la leche de las naciones y te criarás a los pechos de los reyes; y también: Como la madre consuela a sus hijos, así os consolaré yo y en Jerusalén seréis consolados. ¿No ves con cuantos testimonios antiguos es aprobada la nueva milicia y cómo, lo que oímos, así lo vemos cumplido en la ciudad del Señor de la fuerza? Pero en cualquier caso la interpretación literal no ha de impedir el sentido espiritual, esto es, que esperemos se cumpla en la eternidad lo que acomodamos a este tiempo desde las palabras de los profetas; no sea que por lo que ahora vemos se obscurezca lo que creemos y por lo poco que tenemos ahora se disminuya la abundancia de lo que esperamos, o que la atestación de lo presente vacíe el contenido de lo futuro. Más bien, la gloria temporal de la ciudad terrena no ha de destruir los bienes celestiales, sino asegurarlos, siempre que no dudemos de que esta ciudad terrena es la figura de la celestial, que es nuestra madre.

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IV Del modo de vida de los Soldados del Templo

Mas digamos ya algunas cosas sobre las costumbres y el modo de vida de los caballeros de Cristo, para imitación o confusión de los que militan, pero no tanto para Dios sino para el diablo. Hablemos de cómo se comportan en casa o en la guerra, para que claramente se vea cómo se diferencian entre sí la milicia de Dios y la del siglo. En primer lugar, tanto en una como en otra se da máxima importancia a la disciplina y en modo alguno se desprecia la obediencia, pues como atestigua la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá; y el rebelarse es como el pecado de superstición y como crimen de idolatría el no querer someterse. Se va y se viene según lo que manda el Capitán, se viste lo que él provea, no toman alimento ni visten uniforme de otra manera. Y tanto en el comer como en el vestir se evita todo lo superfluo, atendiendo solamente a lo necesario. Se hace vida en comunidad, en sobria y gozosa compañía, sin esposas y sin hijos. Y para que nada falte a la perfección evangélica viven sin cosa propia en una misma casa, cuidadosos de conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. Diríase que tienen un solo corazón y una sola alma; así cada cual procura no seguir la propia voluntad, sino la del que manda. Jamás están ociosos ni andan vagando por todas partes; sino que constantemente, cuando no están de camino —lo que raramente ocurre— a fin de no comer el pan de valde, ocúpanse en limpiar las armas o los hábitos, o en remendar lo viejo o en ordenar lo desordenado y en fin lo que en definitiva indique ya la voluntad del Maestre, ya la necesidad. Entre ellos no hay acepción de personas; se venera al mejor, no al más noble. Se tratan mutuamente con honor; lleva cada uno las cargas de los demás, para cumplir así la ley de Cristo. Jamás se oye allí una palabra insolente, una acción inútil, una risa inmoderada, murmuración o susurro por tenue que sea, y que no sea corregido inmediatamente. Detestan el ejedrez y la suerte de los dados; aborrecen la caza y no se deleitan con el juego de cetrería, como hoy se acostumbra. Abominan de los payasos, de los magos y de los juglares y consideran las cantinelas picarescas y los espectáculos de juegos como falsedades y locas vanidades. Se cortan el pelo, conscientes de que, según el Apóstol, es ignominia para varón el dejar crecer la cabellera. Nunca se adornan, raramente se bañan, y más bien andan con la barba hirsuta, cubiertos de polvo, ennegrecidos por las corazas y quemados por el sol. Ante un combate inminente se arman, interiormente con la fe, exteriormente con hierro, no con oro; para que armados y no adornados, infundan miedo a los enemigos, sin provocar su codicia. Prefieren los caballos fuertes y veloces, no los hermosos y ricamente enjaezados; pensando más en vencer que en presumir, más en la

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victoria que en la gloria, procurando causar más miedo que admiración. Al comenzar la lucha, no se lanzan desordenados e impetuosos y como llevados de precipitación, sino con prudencia y cautela, desplegándose con orden en ala, según lo que se decía de los padres antiguos: Los verdaderos israelitas van pacíficamente a la guerra. Mas cuando llegan al combate, dejada de lado su anterior benignidad, es como si dijeran: ¿No he odiado, Señor, a los que te odian y me recomía por tus enemigos? Así cargan sobre sus adversarios, como si fueran un rebaño de corderos, nunca atemorizados ni por su escaso número, ni por la crueldad de la pelea, ni por la multitud de sus enemigos. Pues desde siempre aprendieron a confiar, no en sus propias fuerzas, sino en la fuerza del Señor de los ejércitos, que da la victoria y que, según se dice en el libros de los Macabeos, puede acabar con muchos por mano de unos pocos; pues no hay diferencia para el Dios del cielo en liberar por medio de muchos o de pocos, pues la victoria del combate no depende de la multitud del ejército, sino que la fortaleza proviene de Dios. Todo lo cual lo han experimentado frecuentemente estos caballeros de Cristo, pues más de una vez ha ocurrido que uno persiga a mil y dos a diez mil. Así pues, estos soldados de Cristo se muestran de modo singular tan mansos como corderos y tan fieros como leones; de manera que casi tengo dudas sobre cómo he de llamarlos, si monjes o soldados; a no ser que encontrase un nombre que abarque a ambos, pues no les falta ni la mansedumbre del monje ni la fortaleza del soldado. ¿Qué decir, pues, de todo esto, sino que ha sido cosa del Señor y algo admirable ante nuestros ojos? A estos eligió Dios para sí y los reunió desde los confines de la tierra como ministros entre los más fuertes de Israel, a fin de que custodien fielmente y con constante vigilancia el lecho del verdadero Salomón; todos ellos como centinelas armados de espada y habilísimos en las artes de la guerra.

V El Templo

Hay un templo en Jerusalén, que aunque incomparable en su estructura con aquél antiguo y famosísimo de Salomón, mas no inferior en gloria. Pues, en efecto, toda la magnificencia de aquél se basaba en oro y plata corruptibles, en el perfecto tallado de sus sillares y en la variedad de sus maderas; en cambio la gracia y la belleza de éste consisten en la piedad y en la religiosidad y vida ordenada de sus moradores. Aquél era admirable por sus varios colores; éste, venerado por las diversas virtudes y actos santos: pues a la casa de Dios le conviene la santidad, ya que no se deleita tanto en el pulimento de sus mármoles cuanto en las buenas costumbres, prefiriendo las mentes puras a las paredes doradas.

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La fachada de este templo se halla igualmente adornada, pero con armas, no con piedras preciosas, y en lugar de las antiguas coronas de oro, ahora las paredes tienen colgados refulgentes escudos; en lugar de candelabros, incensarios y candiles, ahora la casa se halla cubierta por todas partes de frenos, monturas y lanzas. Todo lo cual demuestra claramente que el mismo celo divino por la casa de Dios hierve en los cruzados, que aquel que inflamaba en otro tiempo al mismísimo Jefe de los cruzados, el que armó su mano santísima, no con hierro, sino con látigos hechos de cuerdas, y entrando en el templo expulsó a los vendedores, echó por el suelo los dineros de los cambistas y volcó las mesas de los vendedores de palomas, teniendo por muy indigno el que la casa de oración se convirtiera en público mercado. Así pues, movido el ejército devoto por el ejemplo de su Rey, teniendo como mucho más indigno e intolerable que los santos lugares fueran mancillados por los infieles, más que por los mismos mercaderes, se determinaron a morar con armas y caballos en la santa casa y expulsada de ella y de todos los lugares sacros la inmunda y tiránica furia de la infidelidad, ellos se ocupan día y noche en tareas tan honestas como útiles. Pues honran a porfía el templo de Dios con numerosos y sinceros obsequios, inmolando con continua devoción, no ciertamente carnes de animales según el antiguo rito, sino hostias pacíficas, como la dilección fraterna, la devota obediencia y la pobreza voluntaria. Todas estas cosas suceden en Jerusalén y el orbe entero se despierta. Escuchan las islas y atienden pueblos lejanos, y bullen desde oriente y occidente, como un torrente de gloria, que inunda y como río impetuoso alegra la ciudad de Dios. Lo que se contempla con más gozo y se realiza con más utilidad, es ver cómo, aunque sean muy pocos los que allá confluyen entre tanta multitud de hombres, se trata de criminales e impíos, raptores y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros, cuya marcha produce un doble bien, y así produce también una doble causa de alegría, pues no sólo se alegran los suyos con la marcha de ellos, sino también aquellos que esperan su llegada y a quines se apresuran a socorrer. Aprovechan pues, por ambas partes, no sólo defendiendo a éstos, sino también no oprimiendo a aquéllos. Así pues, se alegra Egipto con su marcha, aunque también por su protección se alegre el monte de Sión y salten de gozo las hijas de Judá. Esta tierra se gloria con razón por librarse de sus manos, aquélla por ser liberada por sus manos. Aquella con gusto despide a sus cruelísimos destructores, mientras ésta recibe con gozo a sus fidelísimos defensores, y por lo que ésta es dulcemente consolada, aquella es saludablemente desolada.

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Cristo enseñó así a vengarse de sus enemigos, de modo que no sólo de ellos, sino también por ellos se llegue a triunfar con tanta más gloria, cuanto con mayor potencia. Con gozo, pues, y adecuadamente, de forma que a los que tuvo mucho tiempo como enemigos, comience a verlos como defensores, haciendo del enemigo un soldado el que de un Saulo perseguidor hizo un Pablo predicador. Por lo que incluso la curia celestial, según el testimonio del Salvador, salta de gozo más por un pecador que hace penitencia, que por muchos justos que no necesitan penitencia, pues la conversión del malo y pecador aprovecha sin duda a tantos, a cuantos dañara su anterior mal ejemplo. ¡Salve, pues, ciudad santa, a la que el Altísimo santificó como su tabernáculo, por el que tantas generaciones en ti y por ti se habían de salvar! Salve, ciudad del gran Rey, en la que nunca faltaron nuevos y beneficiosos milagros para el mundo! Salve, señora de las naciones, príncipe de las regiones, posesión de los Patriarcas, de los Profetas y de los Apóstoles, madre iniciadora de la fe, gloria del pueblo cristiano, a la que Dios permitió desde el principio ser combatida, a fin de que fuera igualmente para los fuertes testigo de virtud y ocasión de salvación. Salve, tierra de promisión, la que en otro tiempo manabas leche y miel para solo tus habitantes, ahora ofreces a todo el orbe remedios de vida y alimentos de salvación. Tierra buena y óptima, que recibiendo en tu seno fecundo el grano celeste del arca del corazón paterno, has producido tantas cosechas de la semilla de los mártires y sin embargo del resto de los fieles como fértil gleba produces fruto multiplicado por treinta y hasta por sesenta por ciento. Así pues, saciados gozosamente de la abundante variedad de tus dulzuras y opulentamente engordados, por todas partes pregonan la memoria de tu abundancia los que te contemplaron, y hasta el extremo del mundo cuentan la magnificencia de tu gloria a los que no te vieron, y narran las maravillas que en ti se realizan. Cosas gloriosas se dijeron de ti, ciudad de Dios. Y nosotros digamos también algunas cosas de las delicias en que abundas, para alabanza y gloria de tu nombre.

VI Belén

Para alimento de las almas piadosas tienes, ante todo, a Belén, que significa «casa del pan», en donde aquél que del cielo descendió se presentó primero, por el parto de la Virgen como pan vivo. Allí se mostró el pesebre a los jumentos piadosos, y en el pesebre el heno del prado virginal, por cuyo medio pueda el buey conocer a su dueño y el asno el pesebre de su señor. Porque toda carne es heno y toda su gloria como flor de heno. Y pues el hombre, al no entender el honor en el que fue

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creado, se comparó a los jumentos insensatos y se hizo a ellos semejante, el Verbo hecho pan de los ángeles se convierte en alimento de jumentos, para que el hombre, carne de heno, tenga qué rumiar; y así, el olvidado de comer el pan de la palabra, hasta que por Dios fuera devuelto a la prístina dignidad y de animal convertido otra vez en hombre, pueda exclamar con Pablo: Aunque hayamos conocido a Cristo según la carne, pero ahora ya no le conocemos así. Lo cual no pienso que alguien pueda decir con verdad, sino el que antes hubiera merecido oír de la boca de la misma. Verdad aquello de: Las palabras que yo os digo son espíritu y vida; mas la carne para nada vale. Por lo demás, quien encontró la vida en las palabras de Cristo, ya no busca la carne, sino que es del número de los bienaventurados, que no vieron pero creyeron. Pues no es necesario el vaso de leche sino para los párvulos, ni el alimento de heno, sino para los jumentos. Pues quien no ofende por la palabra ese es varón perfecto, idóneo sin duda para alimentarse con comida sólida y, aunque con el sudor de su frente, coma el pan de la palabra, lo come sin ofensa de nadie. Mas bien, con firmeza y sin escándalo habla la sabiduría de Dios sólo entre los perfectos, compartiendo lo espiritual con los espirituales, siendo con todo cauto al predicar a Cristo crucificado a los infantes, esto es, a los animales, según su capacidad de comprensión. Por que uno y el mismo es el alimento celestial que es rumiado por el ganado y comido por el hombre, el mismo que da fuerzas al varón y nutrimento al párvulo.

VII Nazaret

Aquí se visita también a Nazaret, que significa «flor». En la cual, el que había nacido en Belén, como uniendo el fruto con la flor, se nutrió Dios hecho infante, para que el aroma de la flor precediera al sabor del fruto, como si desde las narices de los Profetas un licor santo se transfundiera a las bocas de los Apóstoles y como si satisfechos los judíos con el tenue aroma, eso mismo alimentara con sabor firme a los cristianos. Con todo, ya Natanael había presentido esta flor cuyo suave olor está por encima de todos los perfumes. Por eso decía: ¿Puede salir algo bueno de Nazaret? Mas no contento solamente con la fragancia siguió a Felipe que le dijo: Ven y verás. Más aun, deleitado por la suavidad de tan admirable fragancia y hecho más ávido del sabor, por la percepción del buen olor, por esto mismo guiado quiso llegar al fruto sin demora, pues deseaba experimentar más plenamente lo que levemente presentía y gozar de presente el aroma que ausente percibía. Recordemos también el olfato de Isaac, pues quizás también presentía algo de esto que estamos tratando. De él dice la Escritura: En cuanto sintió la fragancia de sus vestidos —los de Jacob, sin duda— dijo: «He aquí el olor de mi hijo, como el olor de los campos plenos, que Dios ha

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bendecido». Sintió la fragancia de la vestimenta, pero no percibió la presencia de quién era el vestido, y deleitado exteriormente por el solo olor del vestido como de una flor, no llegó a degustar la dulzura interior del fruto, permaneciendo defraudado en el conocimiento tanto de su hijo elegido como del sacramento implicado. ¿Hacia dónde mira esto? La letra es, en efecto, el vestido del espíritu y la carne de la Palabra. Mas ni entonces el judío contempló al Verbo en la carne, ni bajo el velo de la letra el sentido espiritual; palpando por fuera la piel del cabrito, que es símbolo del primero y antiguo pecador, no llegó hasta la verdad desnuda. Pues apareció, no ciertamente en carne de pecado, sino bajo la semejanza de la carne de pecado, el que vino, no a cometer sino a borrar el pecado, y ello por la razón que él mismo expresó claramente, para que vean los que no ven y los que creen ver no vean. Engañado, pues, por tal semejanza el Profeta, y ciego hoy día también, bendice al que desconoce, mientras que al que lee en los libros, ignora en los milagros y al que toca con las propias manos, atando, flagelando, abofeteando, no le reconoce resurgiendo. Pues si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al señor de la gloria. Recorramos en breve discurso los demás lugares sagrados, si no todos, al menos algunos, y así lo que no podamos admirar dignamente de modo particular, podamos al menos recordarlo a través de lo más importante.

VIII El monte Olivete y el valle de Josafat

Se sube al monte Olivete, y se desciende al valle de Josafat, para que así medites en las riquezas de la misericordia divina, a la vez que no disimules el horror del juicio; pues si bien es largo en perdonar por su mucha misericordia, también sus juicios son como abismos, por los que es reconocido como muy terrible para los hijos de los hombres. El mismo David, que apunta hacia el monte Olivete cuando dice: Salvarás, Señor, a hombres y a jumentos, en la medida en que multiplicaste tu misericordia, también hace mención del valle del juicio en el mismo psalmo, diciendo: No me alcance el pie del orgullo, ni me mueva por la mano del pecador, cuyo precipicio confiesa aborrecer, cuando en otro psalmo dice orando: Clava mis carnes con tu temor, pues he tenido temor de tus juicios. El soberbio declina hacia este valle y es torturado, el humilde desciende y en modo alguno está en peligro. El soberbio excusa su pecado, el humilde se acusa, sabiendo que Dios no juzga dos veces sobre lo

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mismo, y que si nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos castigados. Así pues, el soberbio, no teniendo en cuenta cuán terrible es caer en las manos del Dios vivo, prorrumpe fácilmente en palabras de malicia para excusar sus pecados. Pues gran maldad es no compadecerte a ti mismo y hasta rehusar después del pecado el único remedio de la confesión; ocultar en tu seno el fuego devorador en lugar de rechazarlo y no prestar oídos al consejo del Sabio que dice: Compadécete de tu alma, tratando de agradar a Dios. Por tanto, el que es injusto consigo mismo, ¿para quién será bueno? Ahora se cumple el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado fuera, esto es, fuera de tu corazón, si a ti mismo humildemente te juzgas. Pues habrá un juicio en el cielo, cuando descienda del cielo a la tierra para separar a su pueblo, en el que has de temer ser arrojado tú con el diablo y sus ángeles, si te encontraran como no juzgado. Pues el hombre espiritual, que juzga de todo, no será juzgado por nadie. Por eso el juicio comienza por la casa de Dios, para que a los que el juez reconoce como suyos, los encuentre ya juzgados, y ya nada tenga que juzgar en ellos, esto es, cuando hayan de ser juzgados los que no se encuentran en los trabajos de los hombres y los que con los hombres no serán flagelados.

IX El Jordán

Con cuán alegre seno recibe el Jordán a los cristianos, que se gloría de haber sido consagrado por el bautismo de Cristo. Mentía ciertamente aquel sirio leproso, que prefería no sé qué aguas de Damasco a las de Israel, cuando nuestro Jordán ha presentado tantas pruebas de piadoso servicio a Dios, tanto con Elías, como con Eliseo, e incluso anteriormente con Josué y todo el pueblo, que suspendió su curso, dejando un tránsito seco. En fin, ¿qué río puede haber más eminente que éste, al que la misma Trinidad consagró con su presencia visible? Pues el Padre es oído, visto el Espíritu Santo y bautizado el Hijo. Con razón pues todo el pueblo fiel experimenta en su alma por virtud de Cristo aquella misma fuerza que el sirio Naamán, por consejo del profeta, sintió en su cuerpo.

X El Calvario

De la ciudad se sale al lugar del Calvario, en donde el verdadero Eliseo, escarnecido por mozalbetes insensatos, manifestó su eterna sonrisa a los suyos, de los que se dice: Heme aquí con mis siervos, los que Dios me

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dio. Siervos buenos a los que el salmista, contrariamente a aquellos maliciosos, ensalza diciendo: Alabad siervos al Señor, alabad el nombre del Señor, pues la alabanza se consuma en la boca de los santos infantes y de los niños de pecho; justamente cuando decae en la boca de los envidiosos, de aquellos de los que se afirma: Hijos crié y enaltecí, pero ellos me despreciaron. Sube, pues, la cruz nuestro Eliseo, expuesto ante el mundo por el mundo, y, con faz visible y frente descubierta, operando la purificación de los pecados, ni se avergonzó de una muerte tan recia e ignominiosa ni excusó la pena, para que liberándonos del oprobio sempiterno, nos restituyera a la gloria. Y ¿de qué habría de avergonzarse el que nos lavó de los pecados, no como el agua que diluye y retiene las inmundicias, sino como el rayo de sol que seca y mantiene su pureza? El es ciertamente la Sabiduría de Dios que a todo alcanza por su limpieza.

XI El santo Sepulcro

Entre todos los más excitantes y santos lugares, el santo Sepulcro tiene una especie de primacía y se siente un no sé qué plus de devoción, donde Jesús descansó ya muerto, que donde pasó la vida, y parece que mueve más a la piedad el recuerdo de su muerte que la memoria de su peregrinación. Pienso que ésta aparece más austera, pero aquélla se presenta más dulce y que a la humana debilidad le resulta más agradable el descanso de la dormición que el trabajo de la peregrinación, la seguridad de la muerte más que la rectitud de la vida. La vida de Cristo es para mí regla de conducta, mientras que la muerte es redención de la muerte. Aquella enseña a vivir, ésta destruye el morir. La vida se presenta como laboriosa, la muerte más bien preciosa; aunque ambas sean necesarias. Pues qué podría ser provechoso de Cristo, ¿la muerte para el que vive inicuamente o la vida para el que muere condenablemente? ¿Acaso la muerte de Cristo libra de la muerte eterna a los que hasta el final viven pecadoramente?; ¿o acaso la santidad de vida liberó a los antiguos padres antes de la venida de Cristo? Por ello está escrito: ¿Qué hombre podrá vivir sin ver jamás la muerte, o quién librará su alma de la garra del infierno? Así pues, dado que ambas cosas nos eran necesarias, el vivir piadosamente y el morir con la seguridad de la salvación, Cristo viviendo nos enseñó a vivir y muriendo nos dio seguridad para morir, pues sucumbió para resucitar y así dejó a los que mueren la esperanza de la resurrección. Y aun añadió un tercer beneficio pues nos perdonó los pecado, sin lo cual todo lo demás carecería de valor. Y por lo que mira a la verdadera y suprema felicidad, ¿qué rectitud o cuánta

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longevidad podría aprovechar a aquel que solo estuviera ligado por el pecado original? Precediendo el pecado, se sigue necesariamente la muerte, que si el hombre lo hubiera evitado ciertamente no hubiera gustado la muerte eternamente. Pecando, pues, el hombre perdió la vida y encontró la muerte, como Dios se lo había anunciado, y porque era de justicia que muriese el hombre si pecaba. ¿Pues qué podría ser más justo que aplicarle la pena del talión? Porque Dios es vida del alma, y el alma lo es para el cuerpo. Por tanto, pecando voluntariamente, perdió voluntariamente la vida; no sea que involuntariamente pierda también el ser vivificado. Por sí mismo rechazó la vida no queriendo vivir; justo es que tampoco pueda darla a quien o cuando quisiera. No quiso ser regido por Dios; es justo que tampoco pueda regir su proprio cuerpo. Si no obedece al que es superior, ¿por qué va a mandar en lo inferior? Halló el Creador rebelde a su criatura; que el alma encuentre también rebelde a lo que estaba llamado a obedecerla. Se hizo el hombre trasgresor de la ley divina; así pues que encuentre él también otra ley en sus miembros, que pugna contra la ley de la razón y se hace cautiva de la ley del pecado. El pecado, como está escrito, nos separa de Dios; así la muerte nos separa de nosotros mismos. Sólo pecando pudo el alma alejarse de Dios, y sólo muriendo se separa el cuerpo del alma. ¿Qué más gravoso pudo el hombre sufrir en su castigo si del que es naturalmente súbdito recibe lo mismo que él había dado a su señor? Nada, en efecto, más congruente que la muerte cause muerte, la espiritual cause la corporal, la culpable produzca la penal y la voluntaria opere la obligatoria. Habiendo, pues, sido condenado el hombre a esta doble muerte, según su doble condición, una espiritual y voluntaria, otra corporal y obligatoria, Dios hecho hombre a ambas socorre tan benigna como poderosamente pues con su única muerte destruyó ambas muertes nuestras. Y con razón, pues dado que de las dos muertes nuestras, la una sea merecida por la culpa, la otra sea como débito de la pena, Él tomando la pena y olvidando la culpa, al morir voluntariamente en su cuerpo nos mereció tanto la vida como la justificación. De lo contrario, si no hubiera padecido corporalmente, no hubiera pagado el débito; y si no hubiera muerto voluntariamente, su muerte no hubiera obtenido el mérito. Pero ahora, si, como se ha dicho, el precio del pecado es la muerte y la muerte es la deuda del pecado, perdonando Cristo el pecado y muriendo por los pecadores ya no resta ni precio por pagar ni deuda por saldar. Mas, ¿por dónde sabemos que Cristo pudiera perdonar los pecados? Sin duda alguna, porque es Dios y puede cuanto quiere. ¿Y cómo sabemos que es Dios? Lo demuestran los milagros: hizo cosas que ningún otro pudiera hacer, sin contar con los oráculos de los Profetas y con el testimonio de la voz del Padre, bajada del cielo en su glorificación. Pues

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si Dios está con nosotros, ¿quién será poderoso contra nosotros? ¿Si es Dios quien justifica, quién podrá condenar? Pues es Él y no otro a quien cada día nos confesamos diciendo: Contra ti sólo pequé; por tanto ¿quién mejor, incluso qué otro puede perdonar lo que contra él se ha pecado? ¿No podrá eso el mismo que todo lo puede? Finalmente, si yo puedo perdonar al que me ofende, ¿acaso no podrá Dios perdonar las ofensas hechas contra Él? Por tanto, si el omnipotente y sólo él puede perdonar los pecados, puesto que sólo contra él se peca, bienaventurado aquel a quien él no imputó pecado. Así pues conocemos que Cristo pudo borrar los pecados por el poder de su divinidad. ¿Y quién podrá dudar de su voluntad? ¿Piensas, acaso, que quien se vistió de nuestra carne y padeció nuestra muerte nos negará la justificación? Quien voluntariamente se encarnó, padeció y fue crucificado ¿regateará nuestra justificación? Lo que pudo por ser Dios, no nos lo negará por ser hombre. Pero, ¿en qué confiamos para pensar que venció a la muerte? Justamente en esto, que la sufrió sin merecerla. Pues ¿con qué razón se exigiría de nuevo de nosotros lo que Él ya pagó? Quien anuló el precio del pecado dándonos su justicia, ese mismo disolvió la deuda de la muerte devolviéndonos la vida. Así como, vencida la muerte, se nos devuelve la vida, así suprimido el pecado se nos devuelve la justicia. La muerte es justamente vencida por la muerte de Cristo y su justicia nos es por ello concedida. Ahora bien, ¿cómo pudo morir si era Dios? Porque también era hombre. ¿Y cómo es que la muerte de un hombre tiene valor para otro? Porque era justo. Así pues, siendo hombre, pudo morir; y siendo justo no murió en balde. La muerte de un pecador no es suficiente para pagar la deuda de otro pecador, pues cada uno paga por sí mismo. Mas quien no tiene que morir por si mismo, ¿acaso no podrá hacerlo por otro? Cuanto más indignamente muere quien morir no mereció, tanto más justamente merece el vivir para aquel por quien murió. Pero acaso digas: «¿Qué clase de justicia es esa en la que el inocente muere por el impío?». No es justicia, sino misericordia. Si fuere justicia, ya no moriría gratuitamente, sino deudoramente. Y si deudoramente, él ciertamente moriría, pero aquel por quien muriese no viviría. Mas si no es por justicia, tampoco es contra la justicia; de lo contrario no podría ser a la vez justo y misericordioso. Pero aunque el justo pueda satisfacer justamente por el pecado ¿cómo puede hacerlo uno solo por muchos?. Pues parece suficiente para la justicia que por uno que muere se restituya a otro la justificación.

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A esto responda el Apóstol, que dice: Si por el delito de uno solo fueron todos los hombres condenados, por la justicia de uno serán todos justificados. Pues así como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo muchos serán justificados. Pero quizás ¿pudo uno solo restituir la justicia a muchos, mas no restituir la vida? Por un hombre, dice, vino la muerte, y por un hombre vino la vida. Pues así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados. ¿Qué pasa? ¿Pecó uno y todos son tenidos por reos, en cambio la inocencia de uno sólo se reputará a un solo inocente? ¿El pecado de uno sólo ha causado la muerte de todos, y la justicia de uno restituirá la vida a uno sólo? ¿Es que la justicia de Dios es más fuerte para condenar que para salvar? ¿O es que pudo más Adán en el mal que Cristo en el bien? ¿Se me puede imputar el pecado de Adán y en cambio no me alcanzará la justicia de Cristo? ¿Pudo perderme la desobediencia de aquél y no me aprovechará la obediencia de éste? Pero dirás: «Con razón hemos contraído todos el pecado de Adán, pues en él todos hemos pecado, ya que cuando pecó estábamos de alguna manera en él y de su carne hemos sido engendrados». Respondo que de Dios nacemos más hermanados según el espíritu, que de Adán según la carne; pues según ese mismo espíritu mucho antes estábamos en Cristo, que según la generación carnal en Adán, si es que podemos confiar en ser del número de aquellos de los que dice el Apóstol: En él nos eligió antes de la constitución del mundo; esto es, el Padre nos eligió en el Hijo. Que también sean nacidos de Dios, lo atestigua el evangelista Juan, donde dice: los que no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne ni de voluntad del varón, sino de Dios; y el mismo dice en una carta: Todo el que ha nacido de Dios, no cae en pecado, pues la descendencia celeste le conserva. Pero dirás: «La concupiscencia carnal atestigua la descendencia de la carne; y el pecado, que sentimos en nuestra carne, demuestra que descendemos según la carne de la carne de un pecador». Sin embargo, aquella generación espiritual se siente ciertamente, no en la carne, sino en el corazón; pero solamente por aquellos que con Pablo pueden afirmar: Tenemos el sentido de Cristo, en el cual hasta tal punto sienten haber progresado, que con toda confianza pueden decir: El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y aquello otro: Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para que conozcamos las cosas que Dios nos ha revelado. Pues, por el Espíritu, que procede de Dios, el amor ha sido infundido en nuestros corazones, como por la carne, que procede de Adán, la concupiscencia permanece en nuestros

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miembros. Y así como ésta, que procede del progenitor del cuerpo, jamás se aparta de la carne en esta vida mortal, así aquélla, que procede del Padre de los espíritus, jamás se aparta de la voluntad de los hijos, al menos de los perfectos. Así pues, si hemos nacido de Dios y hemos sido elegidos en Cristo, ¿qué justicia sería aquella si tuviera más poder de dañar la generación humana que la divina y celestial, si la procedencia carnal superara la elección de Dios, y la concupiscencia de la carne, heredada temporalmente, se impusiera a su designio eterno? Al contrario, si por un solo hombre vino la muerte, ¿por qué por uno sólo, y tal hombre, no puede provenir la vida? Y si todos morimos en Adán, ¿por qué no podemos ser todos y más poderosamente vivificados en Cristo? Finalmente, el don de Dios no es como el delito humano; pues el juicio condenatorio proviene de uno, mientras que la gracia, después de muchos delitos, produce la justificación. Así pues, Cristo pudo perdonarnos los pecados por ser Dios, y pudo morir, por ser hombre; y muriendo saldó la deuda de la muerte por ser justo, y uno sólo fue necesario para dar a todos la justicia y la vida, puesto que el pecado y la muerte de uno solo a todos se transmitió. Pero esto fue también necesariamente previsto, que Cristo-hombre, aplazada la hora de la muerte, viviera un tiempo entre los hombres, a fin de estimularles a las cosas invisibles mediante su verdadera predicación, para afirmar la fe con sus obras maravillosas e instruirlos en la virtud. Por ello, Dios-hombre viviendo a los ojos de los hombres sobria, justa y piadosamente, enseñando la verdad, obrando milagros y padeciendo indebidamente, ¿en qué pudo fallarnos para la salvación? Añádase a esto la gracia del perdón de los pecados, esto es, que perdone los pecados gratuitamente, y con ello el negocio de nuestra salvación quedó consumado. No es de temer que o bien falte a Dios poder para perdonar los pecados o voluntad al que por nosotros tantas cosas padeció, si ciertamente somos diligentes, como conviene, en imitar sus ejemplos y admirar sus milagros, si no nos mostramos incrédulos a sus enseñanzas ni desagradecidos a su pasión. Así pues, todo lo de Cristo tiene valor para nosotros, todo nos es saludable y todo nos fue necesario, pues no aprovechó menos la debilidad que la majestad; ya que si por el poder de su deidad apartó la servidumbre del pecado, por la debilidad de la carne muriendo destruyó los derechos de la muerte. Por ello dice hermosamente el Apóstol: Lo que parece débil en Dios, es más fuerte que los hombres. Y también aquello: por la insensatez de Dios, por medio de la cual quiso salvar al mundo, a fin de confundir la sabiduría de los sabios; pues, en efecto, teniendo la naturaleza de Dios, y siendo igual a Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la figura de siervo, puesto que, siendo rico, por

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nosotros se hizo pobre, de grande se hizo pequeño, de excelso, humilde; débil de poderoso, pasando hambre, sintiendo sed, hallándose cansado en el camino, y todo lo demás que voluntariamente padeció, toda esta necedad suya, ¿no fue acaso para nosotros camino de prudencia, imagen de la justicia y ejemplo de santidad? Por ello dice también el Apóstol: Lo que parece necio en Dios es más sabio que los hombres. Así pues, la muerte libró de la muerte, la vida del error y del pecado la gracia. Y sin duda la muerte llevó a la victoria por su justicia, pues el justo, devolviendo lo que no quitó, con todo derecho recuperó lo que perdiera. La vida, pues, cumplió su deber por la sabiduría, siendo para nosotros documento de vida y espejo de virtud. Ahora bien, la gracia borró los pecados, como se ha dicho, por la potestad con que obra todo cuanto quiere. Así pues, la muerte de Cristo es muerte de mi muerte, pues él murió para que yo viviera. Pues ¿cómo no vivirá aquel por quien la Vida misma muere? O ¿quién temerá equivocarse en el camino de las virtudes y en el conocimiento de las cosas, si guía la Sabiduría? O, ¿quién seguirá teniéndose por reo, si lo absuelve la Justicia? Que El sea la Vida, lo dice el Evangelio: Yo soy la vida. Lo demás lo atestigua el Apóstol diciendo: Él cual nos fue dado por el Padre hecho justicia y sabiduría de Dios. Si pues, la ley del espíritu de vida nos libró en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte, ¿cómo es que todavía morimos y no somos revestidos inmediatamente de la inmortalidad? Sin duda, para que la palabra de Dios se cumpla. Dado que Dios ama tanto la misericordia como la verdad, es necesario que el hombre muera, puesto que Dios lo había preanunciado, pero habiendo de resurgir de la muerte, para que Dios no se olvide de su misericordia. Así pues, la muerte, aunque no nos domine perpetuamente, permanece por un tiempo en nosotros, para que se cumpla la palabra de Dios; como el pecado, que aunque no reine en nuestro cuerpo mortal, todavía no está del todo ausente de nosotros. Por eso Pablo se gloría de hallarse sólo en parte liberado de la ley del pecado y de la muerte, y se lamenta de hallarse todavía en parte bajo el dominio de ambas leyes, como cuando exclama contra el pecado: Encuentro otra ley en mis miembros, etc.; o cuando gime apesadumbrado por la ley de la muerte, mas esperando la redención de su cuerpo. Pienso, pues, que estas consideraciones u otras similares, en las que cada cual puede abundar, son sugeridas al sentido cristiano con ocasión del sepulcro del Señor. Por lo que deduzco que al que lo ve directamente se le infunde una especial devoción y que no se aprovecha poco contemplando, aunque sea con los ojos corporales, el lugar del descanso del Señor. Aunque vacío ya del cuerpo de Jesús, pero muy lleno para la gozosa contemplación de nuestros misterios. Nuestros digo, sí nuestros, si tan ardientemente abrazamos como sin dudar

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admitimos lo que dijo el Apóstol: Estamos sepultados con Cristo por el bautismo, de modo que así como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del padre, así nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si fuimos injertados en él en la semejanza de su muerte, también lo seremos en la resurrección. Cuán agradable es para los peregrinos, después de las fatigas de tan largo viaje, pasados tantos peligros por tierra y por mar, llegar finalmente a descansar en el mismo lugar donde el Señor descansó. Pienso que por el gozo no sienten ya el trabajo ni los cuantiosos gastos; sino que habiendo conseguido el premio de su trabajo y habiendo llegado a la meta de los vencedores, según la sentencia de la Escritura, se alegran sobremanera cuando encuentran el sepulcro. Y no ha sido por casualidad ni de repente o como efecto de una ciega devoción popular, por lo que el nombre del sepulcro ha adquirido una tan gran celebridad, puesto que ya en tiempos muy antiguos el profeta Isaías había dicho: En aquel día surgirá el vástago de Jesé, que será levantado como estandarte para los pueblos; las gentes lo buscarán y su sepulcro será glorioso. Ahora ciertamente vemos cumplido lo que leemos en los profetas, nuevo al que lo mira, pero antiguo al que lo lee, para que de la novedad surja el gozo y de la antigüedad no falte el testimonio de la autoridad. Y baste lo dicho acerca del santo sepulcro.

XII Bethfagué

¿Y qué diré de Bethfagué, vínculo de sacerdotes, del que casi me había olvidado, en donde se significan juntamente el sacramento de la confesión y el misterio del ministerio sacerdotal? Bethfagué significa, en efecto, «casa de la boca». Porque escrito está: Mi palabra está cerca de ti, de tu boca y de tu corazón. Para que recuerdes que la palabra de Dios ha de estar no en una sólo, sino en ambas partes. Porque ciertamente, la palabra opera la saludable contrición en el corazón del pecador, mientras que en la boca disipa la vergonzosa confusión, a fin de no impedir la necesaria confesión. Pues dice la Escritura: Hay un pudor que conduce al pecado y hay un pudor que conduce a la gloria. Bueno es el pudor por el que te avergüenzas de pecar o de haber pecado, aunque ningún juez humano lo vea; de modo que tanto más aprecies la presencia divina que el testigo humano, cuanto conoces que Dios es mucho más puro que el hombre y tanto más es ofendido por el que peca, cuanto más alejado se halla de todo pecado. Este último pudor es, sin duda, el que aleja el oprobio y prepara la gloria, en tanto que en modo alguno admite el pecado, o si lo ha cometido, lo castiga con la penitencia y lo expulsa con la confesión; entendiendo que nuestra gloria consiste principalmente en el testimonio de nuestra conciencia.

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Pues si alguien siente confusión para confesar eso mismo por lo que se arrepiente, tal pudor está ya conduciendo al pecado; y se pierde la gloria de la buena conciencia cuando un indebido pudor, cerrando los labios, no deja salir el mal que el arrepentimiento intenta expulsar del corazón; cuando más bien, a ejemplo de David, debiera decir: No cerré mis labios, Señor y tú lo sabes. Y el mismo David añade, refiriéndose al mismo irracional temor: Por haber callado, mis huesos se consumieron. Por ello desea poner una puerta en sus labios, a fin de que pueda abrirla para la confesión y tenerla cerrada para la excusación. Y finalmente esto mismo pide a Dios orando, conociendo que la confesión y la magnificencia son obra suya. Confesar nuestra malicia y no callar la magnificencia de la bondad divina es ciertamente un gran bien de la doble confesión, pero es un don de Dios. Dice, pues: No dejes a mi corazón extraviarse en palabras maliciosas, para inventar excusas por los pecados. Por ello es preciso que los sacerdotes ministros de la palabra vigilen ambos aspectos, esto es, que procuren inducir el temor y la contrición en el corazón de los pecadores con tal equilibrio, que, por una parte, no les aterroricen con la confesión, de modo que abran los corazones sin cerrar las bocas, pero, por otra, que no absuelvan, ni siquiera al arrepentido, si no lo ven confesado; pues así como con el corazón se cree para la justificación, mas con la boca se hace la confesión para la salvación. Así pues, el que tiene la palabra en la boca pero no en el corazón o es engañoso o vano; y el que la tiene en el corazón pero no en la boca, o es tímido o soberbio.

XIII Betania

Aunque lleve mucha prisa por terminar, no debo pasar totalmente en silencio la «casa de la obediencia», o sea, Betania, el castillo de Maria y de Marta, en donde Lázaro fue resucitado; en donde se alaba la figura de ambos géneros de vida, se exalta la clemencia divina para con los pecadores y se recomiendo la virtud de la obediencia juntamente con los frutos de la penitencia. Baste decir en este momento que ni el trabajo de las buenas acciones ni el ocio de la santa contemplación, ni las lágrimas de los penitentes pudieron fuera de Betania ser gratas a aquél que tuvo en tanto a la obediencia, que prefirió perder la vida a desobedecer, hecho obediente al Padre hasta la muerte. Pues tales son en efecto las riquezas que el discurso profético promete por inspiración divina, diciendo: Consolará el Señor a Sión y restaurará todas sus ruinas, y transformará su desierto en lugar delicioso y su soledad como en un paraíso; gozo y alegría se hallará en ella, acción de gracias y voces de alabanza. Estas delicias, este tesoro celestial, esta herencia de los pueblos fieles, han sido entregadas a vuestra fidelidad, carísimos, han sido confiadas

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a vuestra prudencia y fortaleza. Entonces podréis guardar fielmente y con seguridad el celeste depósito, si no presumís vanamente de vuestra sagacidad y fortaleza, sino sólo de la ayuda de Dios, sabiendo que el varón no triunfa por su fuerza; sino diciendo con el Profeta: El Señor es mi fundamento, mi refugio y mi libertador; y aquello otro: Junto a ti guardaré mi fortaleza, por que me has acogido; Dios mío, tu misericordia me precede; o también: No a nosotros, Señor, sino a tu nombre da la gloria; para que en todo sea bendecido, el que dirige vuestras manos en el combate y vuestros dedos en la pelea.