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A lo largo de los últimos veinteaños, Jorge Bucay ha buscado tantoen el pensamiento de los sabioscomo en la sabiduría popular de loscuentos mensajes para enseñar ydivulgar la manera de enfrentarse alos desafíos de la vida. Enseñar aanticipar el puedo al quiero, paraque el deseo no quedecondicionado por la fantasía de unalimitación de tiempos pasados. Sincomplicarnos, pero sin perder devista el objetivo, Jorge Bucaypropone en estas páginas que nosanimemos a dar algunos pasos enla dirección de ese crecimiento y

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nos invita a que ratifiquemos encada capítulo que aceptamos elreto, lo que irremediablementesignifica también enfrentarse aldesafío de volvernos nosotrosmismos.

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Jorge Bucay

20 pasos haciaadelante

ePub r1.0XcUiDi 18.10.16

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Título original: 20 pasos hacia adelanteJorge Bucay, 2007

Editor digital: XcUiDiePub base r1.2

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Introducción

Desde que empecé a escribir para otros,hace más de veinte años, y sobre tododesde que alguien decidió apoyar miosadía publicando lo que yo escribía, heintentado centrar cada una de mispalabras en aquellas ideas, sugerenciasy propuestas que he encontrado útiles alo largo de mi propio camino, y que poresa razón creí que podrían servir deayuda a otros que transitan por espaciosparecidos en su propia búsqueda.

A lo largo de estas dos décadas,intenté hacer en cada libro lo mismo quedurante toda mi vida como profesional

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de la salud: por un lado, encender unapequeña lucecita, quizás ingenua oinsignificante, con el propósito deayudar a otros a iluminar las zonas queencuentran oscuras en su camino, y, porotro, ofrecer el tipo de ayuda que yonecesité en muchos momentos difíciles.

He querido aportar el estímuloexterno, a veces imprescindible, pararenovar la convicción de que lo quesigue puede ser y será mejor; elpensamiento, la frase o la palabra capazde actuar como un detonador positivopara cada uno individualmente y, desdeallí, para todos en conjunto.

Te propuse tantas cosas, que muchasya las conocías:

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Repasar lo aprendido paracompartirlo con los demás.Pensar en ti para después pensar enlos demás.Anticipar el puedo al quiero, paraque el deseo no se vieracondicionado por la fantasía de unalimitación de tiempos pasados,donde posiblemente otro yoanterior no podía, no sabía o noquería saber.Terminar con el tiempo en el queaquellos que fuimos se quedabandependiendo del cuidado dealgunos y de la decisión de otros.

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Pero en estas dos décadas creohaberte hecho dos claras propuestas,para mí fundamentales:

Te propuse que te ocuparas desentirte cada vez más vivo.Te propuse que trabajaras paravolverte cada vez más sabio.

No creo que tenga la necesidad decontarte cuáles fueron las herramientasque usé para ayudarte en estos desafíos,lo sabes. He utilizado algunas ideaspropias y muchas aprendidas, centenaresde cuentos de todas las épocas y detodas las culturas. Pensamiento vivo yvigente de muchos maestros, enredado,

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expuesto y oculto en miles de relatos,anécdotas y leyendas urbanas que nosconfirman una y otra vez que no estamossolos en nuestro camino, ni en el dolor,ni en las creencias, ni en los temores, nien los buenos momentos.

Historias y conceptos que nosobligan a nuestra primera concienciagregaria: no somos los únicos quesentimos el deseo de construirnos vidascada vez más felices y mucho menos losúnicos que tenemos el derecho deintentarlo.

Todo se puede simplificar y todo sepuede complicar; y las dos cosas sepueden hacer con intención de ayudar aaclarar o como intento de confundir o

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esconder un fragmento de la verdad.He querido empezar con este cuento

como homenaje a la decisión deaquellos que trabajan a favor de que laayuda sea ayuda y no solamenteinformación inútil. Es una manera deagradecer a los que, como yo mismo,deciden siempre no complicar larealidad y un reconocimiento a todos losque, generosamente, comparten día a díalo poco o mucho que saben, con amor,profesionalidad y vocación de servir.

Hace muchos años, en plena carreraespacial, Estados Unidos y la UniónSoviética se esforzaban por ser losprimeros en llegar a la Luna. La

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vanidad, el reconocimiento mundial, elprestigio científico y el presupuesto dela NASA y su equivalente ruso estabanen juego.

La tecnología era, por supuesto, laclave.

Tecnología y desarrollo al serviciode cada problema, de cada detalle, decada situación que, con seguridad, se ibaa presentar o que imprevistamente podíallegar a presentarse; sobre todo de caraa los efectos de la ausencia de gravedady a los demás factores de la vida en elespacio.

La experiencia conllevaba dos grandespasos, comunes a toda exploración

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científica: primero, hacerlo posible y,segundo, registrarlo todo. Dado que lainformática no contaba todavía conmicrochips, era esencial que losastronautas realizaran registros exactosen vivo y por escrito de cada vivencia,situación, problema o descubrimiento.Esto condujo a un problema tan menoren apariencia que nadie había pensadoen él antes de lanzarse al proyecto: singravedad, la tinta de los bolígrafos nocorre.

Este pequeño punto pareció sercrucial en aquellos tiempos. El grupoque consiguiera solucionar estadificultad ganaría, al parecer, la carreraespacial. Nunca antes en la historia del

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mundo la caligrafía había sido tanimportante.

El gobierno de Estados Unidosinvirtió millones de dólares en financiara un grupo de científicos para pensarexclusivamente en este punto. Y, al cabode algunos meses de tarea incansable,los inventores presentaron un proyectoultrasecreto. Se trataba de un bolígrafoque contenía un mecanismo deminibombeo que desafiaba la fuerza dela gravedad.

Este pequeño invento permitió,después de destrabar el primer viaje a laLuna, que toda una generación dejóvenes pudiera escribir mensajesobscenos en los techos de sus aulas y en

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los baños de todo el mundo.Estados Unidos, en efecto, llegó

primero a la Luna, pero no fue porquelos rusos no hubieran podido resolver eltema de la tinta. En la Unión Soviéticahabían solucionado el problema apenasunas horas después de darse cuenta de ladificultad planteada por la ausencia degravedad… Los científicos rusossimplemente renunciaron a losbolígrafos y decidieron reemplazarlospor lápices.

Sin complicarnos, pero sin perder devista nuestro objetivo, en las próximaspáginas te propondré que nos animemosa dar algunos pasos en la dirección denuestro crecimiento y autorrealización.

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Ninguno de estos veinte pasos teresultará desconocido ni novedoso. Siaparecen aquí es, como siempre, paraordenar lo que tú ya sabes y, en todocaso, para invitarte a que ratifiques encada capítulo que aceptas el reto que,irremediablemente, significa enfrentarseal desafío de volverse uno mismo.

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PASO 1

Trabaja en conocerte

Mientras trazaba un mapa de losconceptos y escribía gran parte de loscontenidos de este libro, cumplícincuenta y siete años. Casi mesorprendió darme cuenta de lo muchoque esta vez me alegró la fecha. En otromomento de mi vida hubiera discutido,como quizá lo hagas tú ahora, el valordel ritual de cumplir años. Hasta nohace tanto, yo sostenía que estas

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«niñerías» son pertinentes y razonablessolamente en el mundo infantil denuestros hijos o nietos. Para ellos, solíadecir yo, el festejo de cumplir un añomás se justifica ampliamente si lopensamos como una mínimacompensación anticipada de lo que seavecina con el crecimiento: eldesembarco de más responsabilidades,más deberes y cada vez másobligaciones. Pero a nuestra edad,seguía argumentando, esto no parecemotivo de ningún festejo.

Nuestro propio lenguaje, a veces tanesclarecedor, parece hacernos saberdesde el principio que el día delcumpleaños no trae consigo demasiadas

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buenas noticias. Combina en su nombredos palabras que no en vano nos agobiapronunciar: «cumplir» y «años», comosi quisiera condenarnos a envejecer yobedecer, haciéndonos olvidar, quizá notan ingenuamente, lo que sí se debefestejar.

Porque el día del cumpleaños, esemismísimo día, se festeja nada más ynada menos que un aniversario más deldía de nuestro nacimiento. En la mayoríade los idiomas (inglés, francés, catalán,hebreo y chino, por nombrar sóloalgunos), la palabra que se usa paracumpleaños se puede traducirliteralmente como «día del nacimiento»o «día del aniversario».

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Decididamente, no pretendo empezarninguna rebeldía lingüística paracambiar el idioma, pero quieroconseguir que seamos conscientes deeste hecho más que condicionante, paraevitar que el peso etimológico de lapalabra «cumpleaños» nos arruine lafiesta.

De hecho, sostengo que:

Si nos hemos dado cuenta de quevivir es una cosa deseable y nossentimos contentos por ello…Si hemos descubierto que quedamucho por hacer y que loharemos…Si podemos sentir más que «muy de

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vez en cuando» alegría al despertarcada mañana…

Entonces, tal vez podamos recuperarde corazón el deseo de celebrar nuestroscumpleaños, y por qué no, de compartircon otros la alegría de estar vivos unaño más.

Y llegados aquí, no será difícilestablecer naturalmente esta sanacostumbre que recomiendo casi a cadapersona que me consulta:

Hacernos, ese día, el regalo que másnos gustaría que

nos hiciera nuestro amigo máscercano e incondicional.

Es muy sugestivo ver cómo muchos

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vivimos pensando y comprando regalosde cumpleaños para los que queremos ycasi nunca lo hacemos con nosotrosmismos.

Vuelvo a mi novedosa experiencia.

Quizá por mi mayor conciencia deuna vida más que afortunada.Tal vez por la certeza de sentirmetransitando el camino que yo mismoelegí para mí.Posiblemente por la alegría de quemis años me encuentren embarcadoen un nuevo proyecto, el de estelibro.Seguramente por estar asistiendo,

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orgulloso, a la madurez de mis doshijos.Probablemente, por la suma detodo lo dicho y más cosas, este añocelebré mi 57.º cumpleaños.

Fiel a lo que enseño, me regalé laúltima grabación de Rigoletto en lasArenas de Verona y también una más quediscreta reunión, a la que me di el gustode invitar a mis amigos más queridos, aalgunos colegas y a muchos compañerosde ruta a los que hacía mucho tiempoque no veía. Allí, brindando con ellos enla fiesta que me había montado paracompartir mi alegría, confirmé lo quesostengo desde hace muchos años:

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ningún vínculo constructivo con losdemás se puede establecer y fortalecersi no se apoya en una buena relación decada uno consigo mismo. Y esteconcepto no es más que la mejorexpresión de la necesaria cuota de sanoegoísmo.

Un camino cuyo último pasocoincidirá con la autorrealización, ycuyo primer paso no puede ser otro queel de conocerse, saberse, descubrirse…

Des-cubrirse, es decir, quitar lacobertura que me impide verme.Animarme a dejar de lado lasmáscaras.Mostrarme ante mí y ante los demás

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tal como soy.Asumir la responsabilidad de todolo que soy; que incluye todo lo quehago y todo lo que digo.

Conocernos es el primer paso sipretendemos dejar de pedirles a losotros que sean observadores de nuestravida.

Conocernos consiste en tomarnos eltiempo de mirarnos interiormente,conectar con lo que creemos, con lo quepensamos, con lo que sentimos y con loque somos, más allá de todo lo que aotros les gustaría.

Conocernos es empezar por elprincipio. Por la primera de aquellas

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tres preguntas existenciales queacompañan al hombre desde los tiemposmás lejanos y que aparecen en todas ycada una de las culturas ancestrales:

¿Quién soy?¿Adónde voy?¿Con quién?Tres preguntas que, como siempre

digo, deben ser contestadas en eseriguroso orden, aunque sólo sea paraimpedir que sea mi rumbo el quedetermine quién soy y acabevolviéndome esclavo de mi camino.Tres preguntas que, respondidas enorden, una y otra vez, alcanzarán paraevitar que mi compañera o compañerode ruta se crean con el derecho o la

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responsabilidad de decidir por mí elcamino que seguir.

Un cuento algo kafkiano nos ayudaráen este punto a reírnos de nosotrosmismos.

Un hombre viaja en metro.Está pensando en el trabajo que le

espera en la oficina.De repente alza la vista y le parece

que otro hombre en el asiento deenfrente lo mira fijamente.

En su abstracción, ni siquiera notaque lo que ve es solamente su imagenreflejada en un espejo.

—¿De qué conozco a este tipo? —sepregunta al notar que su rostro le es

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familiar.Vuelve a mirar y la imagen, como es

obvio, le devuelve la sonrisa.—Y él también me conoce —se dice

en silencio.Por más que intenta dejar de pensar

en esa imagen de la cara familiar, noconsigue alejarla de su mente.

El hombre llega a su destino y, antesde ponerse de pie para bajar del tren,saluda a su supuesto compañero de viajecon un gesto que, como no podía ser deotra manera, el otro devuelveinmediatamente.

En su trabajo, no puede dejar depreguntarse:

—¿De qué conozco yo a ese tipo?

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Cómo le gustaría tener una fotografíade ese hombre para poder mostrársela asus compañeros. Quizás alguno de ellospodría ayudarle a identificarlo…

Al finalizar su jornada decidecaminar hasta casa para darse el tiempode buscar en su memoria.

Una hora más tarde entra en suapartamento, todavía sin respuesta. Seducha, cena, mira la televisión; pero nopuede prestar atención.

—¿Dónde he visto a ese hombre? —se pregunta todavía al acostarse.

A la mañana siguiente se despiertacon una sonrisa…

—Ya sé —dice en voz alta,sentándose de golpe en la cama y

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golpeándose la frente con la palma de sumano—. ¿Cómo no me di cuenta antes?

Ha resuelto el problema que lo teníapreocupado.

—¡Lo conozco de la peluquería…!Si no empezamos por conocernos

será imposible saber quiénes somos,reconocernos en nuestros actos yhacernos responsables de cada uno deellos. Nunca sabremos con claridad cuáles el límite entre el adentro y el afuera.

Si es cierto que queremosconocernos, debemos aprender amirarnos con valentía, decidiendosimplemente ser, aun a riesgo deperdernos por un rato.

Sólo así podremos lograr que sea

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nada más que lo interior lo que nosdefina. Una tarea de por sí difícil, sobretodo si uno pretende afrontarla sinaislarse de los demás, sin renunciar asus grupos de pertenencia social,familiar o laboral. Y que quede claroque esto no significa ignorar a los demásni volverse sordo a sus opiniones, entreotras cosas porque sé que necesitamosde sus miradas para completar nuestrapercepción de nosotros mismos, paraver todos esos aspectos que se ocultanen puntos ciegos a nuestra mirada;significa no condenarnos a andar por elmundo preguntando a los demás quiénessomos o cómo deberíamos ser.

¿No deberíamos anticipar lo social a

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lo individual?Ahora, y aun a riesgo de ser acusado

(una vez más) de individualista, sigososteniendo que al objetivo delbienestar común le vendría muy bien quecada uno empezara por ocuparse de supropio desarrollo, aunque sólo sea paraayudar de la forma más apropiada, justay eficaz al prójimo.

Durante la semana el niño habíaperseguido literalmente al padre portoda la casa con su tablero de parchísdebajo del brazo. Quería que el hombrese sentara con él a cumplir su promesade jugar una partida para estrenar elnuevo tablero que le habían regalado

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para su cumpleaños.—Ahora no puedo, Huguito —le

había dicho el padre más de una vez—,tendremos que esperar al fin desemana…

Por eso el sábado, apenas selevantó, Hugo vio a su padre sentado enel escritorio, y corrió a su cuarto abuscar el tablero todavía sin estrenar.

—Hoy es fin de semana, ¿no, papi?—preguntó el pequeño.

—Sí, hijito —reconoció el padre—,pero ahora tengo que terminar un trabajoatrasado. Pídele a tu madre que jueguecontigo…

—No, no —protestó la pulga de seisañitos—. Tú me prometiste…

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—Es verdad. Pero en este momentotengo otras cosas más urgentes queatender…

—¿Y cuándo vas a terminar deatender esas cosas?

—Dentro de dos horas —dijo elpadre exagerando, con la intención dedesanimarlo.

—¡Buf!… —dijo el niño, y dándosela vuelta salió de la habitación.

La aguja grande había alcanzado a lapequeña justo cuando ésta llegaba alnúmero 12, y eso, según le dijo sumadre, significaba que habían pasadoexactamente dos horas.

—¿Jugamos ahora, papi?—No, hijo. Lo siento. Todavía no he

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terminado con mis cosas…—Pero tú me dijiste dentro de dos

horas… Eso es mentir.—No seas así, Huguito, tengo

trabajo pendiente.El niño ya empezaba a dejar escapar

un par de lágrimas, cuando su padre tuvouna idea. Cogió de su escritorio unarevista que mostraba en la tapa uncolorido mapa del mundo con divisiónpolítica.

—Mira, hijito, te voy a proponer unjuego —le dijo, mientras arrancaba lahoja y buscaba en el cajón de suescritorio un par de tijeras.

El hombre hizo varios cortes,transformando la hoja en un montón de

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papeles de forma irregular.—Esto es un rompecabezas… Un

puzle, como lo llamas tú. El juegoconsiste en montar el mapa del mundoponiendo cada país en su sitio —dijo elpadre—. Cuando termines de montar elmundo, jugaremos al parchís.

El padre sabía que, sin tener idea decómo era el planisferio, el niño tardaríamás de una hora en montarlo y que esolos llevaría hasta el almuerzo. Despuésde su siesta, quizá podría finalmentesentarse a jugar con su hijo, como lehabía prometido.

Otra vez resoplando, pero intuyendoque si no aceptaba esas condiciones nohabría parchís, el jovencito cogió los

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papeles que su padre le daba y se fue asu cuarto.

Pasaron cinco minutos, quizá seis,cuando Huguito entró en la habitacióncon el mapa del mundo perfectamentemontado.

Cada país en su sitio y toda la hojapegada con cinta adhesiva.

—Ya está, papi. ¿Ahora vamos ajugar al parchís?

El padre sonrió, confuso.—Pero ¿cómo lo has hecho? —

preguntó examinando el perfectoresultado—. Si tú nunca has visto unmapa del mundo, ¿cómo lo has montadotan rápido?

—No, papi… Yo nunca había visto

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un mapa del mundo como éste… Cuandolo recortaste yo vi que en el otro lado dela hoja había una foto de un hombre.Entonces, al llegar a mi cuarto, di lavuelta a los papelitos y coloqué laspartes del señor, una al lado de la otra.Fue fácil. Cuando terminé de acomodaral hombre, el mundo se acomodó solo.

Puede que sea una deformaciónprofesional, pero después de tantos añosestoy convencido de que solamentetrabajando con los individuos seráposible que se dé el cambio quequeremos para el mundo.

Será por una deformaciónprofesional, pero me pasa condemasiada frecuencia, tanto hablando

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con un paciente en mi consulta comocontestando a las preguntas de unreportaje; sin darme cuenta, mesorprendo hablando de todos cuando yosólo quería hablar de cada uno. Quizásea la demostración de que no haydiferencia entre todos y cada uno.

Será por una deformaciónprofesional, pero después de tantos añossigo creyendo que solamente sabiendoquiénes somos podremos empezar eltrabajo de ser mejores para nosotrosmismos y para la humanidad.

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PASO 2

Decide tu libertad

Si, según hemos dicho, el primer paso esconocerse, el segundo debería ser, sinduda, su necesario acompañante,concederse la libertad.

Y digo concederse y no conseguirser libre porque me refiero al procesointerno de la autonomía y no al conceptovulgar y mentiroso de creer que lalibertad consiste en «poder hacer lo quea cada uno se le antoje». Es muy

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importante establecer esta diferenciaporque, como tantas veces lo he dicho,aquella definición corresponde a laomnipotencia y no a la libertad. Aquéllaes sobrehumana y no existe; mientrasque ésta es posible, deseable y real. Aveces parecería que nos gusta o que nosconviene confundir estos dos conceptos;posiblemente para justificar antenosotros mismos nuestro «miedo a lalibertad» como maravillosamente loenuncia Erich Fromm en el libro quelleva ese mismo título.

La libertad, tal como la entiendo y lapropongo, consiste nada más (y nadamenos) que en la posibilidad o elderecho que tiene cada uno de elegir una

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(y a veces más de una) de lasalternativas que se presentan en undeterminado momento.

La libertad es la capacidad de elegirdentro de lo posible.

Esta libertad incluye y necesita, porsupuesto, la honestidad de no calificarcomo imposible lo que no lo es,solamente para negar que descartaratodas las otras opciones por misprincipios, por mis temores o por miconveniencia.

La consecuencia de dar este pasohacia nuestra libertad consiste tambiénen aceptar que algunas situacionesdonde no podemos elegir son, enrealidad, producto de una elección

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previa. Sin embargo, parece demasiadotentador para muchos decir que no sepodía hacer otra cosa para disminuir asísu responsabilidad en el resultado de suelección.

Declararse libres es dar el pasohacia nuestra definitiva autonomía,asumir el coste de mis decisiones,aunque hoy me dé cuenta de que meequivoqué, aceptar que era posiblehacer todo lo contrario y yo no lo hice,admitir que, de hecho, otros lo hicieronaunque siga pareciéndome de lo máslógico haber hecho lo que hice.

Casi ninguno de los que nosdedicamos a pensar y enseñar losmecanismos que relacionan nuestra vida

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cotidiana con el deseo de una mejorcalidad de vida dejamos de remarcaruna y otra vez que este desafío, el devivir más y mejor, requiere, entremuchas otras cosas, de una cuota nadadespreciable de valentía.

Hacen falta coraje y solidez paraenfrentarse a los precios que la sociedadquerrá cobrarnos casi siempre por laosadía de enfrentarnos a ella, por lafrescura de declararnos libres de decidirpor nosotros mismos, por el desplantede desconocer la inviolabilidad de susmandatos o por la insolencia de pedirexplicaciones a las actitudes de los máspoderosos.

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Hace algo más de medio siglo, una fríatarde, en Moscú, el entonces secretariogeneral del partido comunista, NikitaKruschev, denunciaba en el vigésimocongreso de su partido los horrorescometidos durante el gobierno deldespótico hombre fuerte de todas lasRusias, Jusip Stalin, muerto tres añosantes, después de haber ejecutado amiles de opositores y mandado matar atodos los viejos compañeros de laRevolución de Octubre, entre ellos almismísimo León Trotski.

Por primera vez, el premier rusoKruschev contó frente a un centenar desorprendidos representantes partidarios

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cómo, despiadadamente, Stalin habíaencarcelado y torturado a miles de losque osaron oponerse a su autoridad,había ordenado deportaciones en masapara otros tantos y había mandadorecluir a todos los demás de por vida enlas cárceles de la helada Siberia. Elsecretario general relató con detalles losplanes siniestros para oprimir a lospaíses satélites de la entonces llamadaUnión Soviética, aplastando en cadalugar a las fuerzas rebeldes con elpoderío de la fuerza militar del soviet.

Stalin (en realidad, IósivZissariónovich Dzugahsvihli) no habíaescatimado crueldad para hacer saber almundo, dentro y fuera de Rusia, que

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nada frenaría su intención de decidir losdestinos de la parte del planeta quequedó bajo su «control» después de losacuerdos de Yalta.

Los que allí estaban contarían mástarde que la situación era tan tensa que,mientras el secretario general leía suminucioso e impresionante informe,podía literalmente escucharse en la salala respiración de algunos camaradas.

De pronto, una voz se escuchósaliendo de entre las cabezasaglutinadas de los dirigentes. La vozpreguntaba casi increpando a Kruschev:

—¿Y dónde estabas tú, camarada,mientras pasaba todo esto?

Todos entendieron lo que la frase

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insinuaba sin decirlo. Nikita Kruschevhabía trabajado muy cerca del fallecidotirano, había sido depositario de suconfianza, había formado parte de ladirigencia de aquella cruel etapaestalinista de la Unión Soviética.

La pregunta ponía en evidencia que,con su silencio, el ahora denunciante dealguna manera había sido cómplice delas mismas infamias que denunciaba enese momento.

El secretario Kruschev hizo silencio.La pregunta a viva voz había conseguidocallarlos a todos.

—¿Quién dijo eso? —preguntóluego, con firmeza.

No hubo respuesta.

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—¿Dónde está el que hizo esapregunta? —volvió a preguntar,estirando el cuello como buscando unamano levantada entre la multitud.

Rusia no era ya la de Stalin, peroestaba muy lejos de ser un modelo dedemocracia o un estado que pudieragarantizar la integridad de los que seoponían al régimen. Los serviciossecretos del soviet, que luego seconvirtieron en la famosa KGB, seguíansiendo poderosos y temibles.

Nadie contestó la pregunta de NikitaKruschev.

Fue entonces cuando el secretariodel partido dio la respuesta genial a laincómoda pregunta:

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—Ya que no te atreves a decirmedónde estás, voy a contestarte a tupregunta de manera que no te quededuda de mi respuesta. ¿Dónde estaba yoen aquellos días?… Yo estabaexactamente en el mismo lugar y en lamisma posición en la que tú estás ahora.

Todos hemos vivido situaciones enlas que nos ha sido muy difícilmantenernos en el centro del escenariopara denunciar un atropello o unainjusticia… Y con mayor o menor éxitonos hemos planteado si debíamos o noanimarnos a tamaña rebeldía.

Reflexionando acerca de estahistoria tan real como reciente, uno sequeda pensando que podemos y

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debemos animarnos a hacer, a preguntar,a protestar y a cuestionar, aun enminoría, frente a los caprichos dealgunos o las injusticias de muchos;quizá con la única restricción de cuidarde que esa libertad sea ejercida dentrodel estado de derecho, que noinvolucremos en nuestra queja a quienno quiere estar involucrado y quenuestra forma de protesta o de rebeldíano esté diseñada para destruir a los quepiensan diferente, sino para sumarlos atodos en la construcción de un mundomejor.

Como en todas las cosas, losproblemas empiezan en las pequeñascosas.

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En nuestra vida cotidiana tú y yohemos pasado, y seguiremos pasando,por esos momentos en los cuales, sindemasiada conciencia, decidimosrenunciar a algunas libertades.

¿Qué me cuesta —pensamos a veces— renunciar a mi elección?

Después de todo —nos decimos—es un tema tan poco importante…

¿Para qué hacer de esto una cuestiónde debate? —terminamos argumentando—. Además de ser ciertamente un temamenor… seguramente sea transitorio.

E incluso respiramos hondo antes dedar por cerrado el asunto y nosconformamos con la renuncia a nuestrorumbo, convencidos de que la lucha por

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la libertad es la batalla de las grandescosas y no la de las minucias.

Sin embargo, muchas veces estasideas son el disfraz con el queescondemos la falta de energía queponemos al defender nuestras libertades.

Es importante ser capaz dedesapegarse de algunas actitudes,pretensiones y caprichos, pero habrá quetemer a las «pequeñas» renunciascuando no son elegidas con nuestrocorazón, con conciencia y conresponsabilidad.

Es necesario recordar que lalibertad es tan importante como para norenunciar a ella ni siquiera un momento.El desafío puede sonar casi heroico,

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pero estoy absolutamente convencido deque todos somos capaces de mostrar esacuota de sana osadía.

Este paso que te propongo es tantrascendente que para algunospensadores lo que define el paso de serun individuo a ser una Persona Adulta(así, con mayúsculas) es justamentenuestra libertad, la capacidad de optarentre dos o más posibilidades y laresponsabilidad que se debe asumirdespués de tomar cada decisión. Yaunque a veces no podremos elegir loque pasa, podremos elegir cómo actuarfrente a ello.

Decía Octavio Paz que la libertad essimplemente la diferencia entre dos

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monosílabos: SÍ y NO.Es el derecho que me otorgo de

elegir una u otra respuesta lo que mehace libre o esclavo (y no el alto precioque, con frecuencia, debo pagar por mielección).

Dar este paso será una manera dedecidirnos a afrontar nuestra vida conabsoluto protagonismo, conresponsabilidad sobre todo lo que nosocurre, entendiendo los hechos denuestra vida como una consecuenciadeseada o indeseable de algunas denuestras decisiones.

Soy responsable de las decisionesque tomo; por tanto, soy libre dequedarme o salir, de decir o callar, de

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insistir o abandonar, de correr losriesgos que yo decida y de salir almundo a buscar lo que necesito.

Una antigua y conocida leyenda cuentaque todas las vivencias y las emocioneshumanas solían encontrarse en unfrondoso bosque mágico para jugar.Allí, el odio, la esperanza, la envidia, elamor y el miedo correteaban riendo sinparar perseguidos por el rencor, lalocura, la traición, la alegría y lacuriosidad.

Dicen que un día, jugando alescondite, la locura buscaba al amor,que se había escondido entre unamontaña de hojas; la traición le acercó

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un tridente de afiladas puntas y la instó apinchar el follaje para descubrirlo. Asílo hizo la locura sin sopesar el daño queresultaría de su acción. Cuenta laleyenda que, desde entonces, el amor sequedó ciego y que la locura, llena deculpa, decidió guiar sus pasos.

Mi genial amiga, escritora ycuentacuentos Vivi García dice que,después de tanto andar juntos, el amor yla locura, terminaron haciendo pareja ydisfrutaron inmensamente. Pocas cosasson eternas, y llegó un momento en elque el amor, cansado de tanto delirio,descontrol e incertidumbre, dejó a sulazarillo y decidió casarse con la razón.

El amor no se equivocó en su

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decisión, porque guiado por la razón lospeligros desaparecieron y lasinseguridades se desvanecieron conellos.

Nada es perfecto, porque pasado untiempo el amor empezó a darse cuentade que en medio de tanta seguridadestaba muy tranquilo pero se aburríacomo una ostra.

Dice Vivi que, después de muchopensarlo y consultarlo con su amiga lafantasía, el amor tomó una decisión, omejor dicho dos: seguiría casado con larazón, pero se daría la libertad de vez encuando de encontrarse con su vieja yamante compañera, para dejarse llevarpor ella y perderse en la locura, por un

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rato, antes de volver, renovado, a losseguros brazos de la razón.

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PASO 3

Ábrete al amor

El tercer paso consiste en descubrir elamor.

No existe la realización personal sino somos capaces de sentirnos amados yde sentir que amamos a alguien, intensa,comprometida y desinteresadamente.

La palabra «amor» es posiblementeuna de las más utilizadas en los últimosdoscientos años. A su sombra se hanjustificado las atrocidades más

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espantosas y se han explicado lasactitudes más solidarias. Los santos, losdictadores, los bondadosos, losasesinos, los sacerdotes y loshechiceros, los eruditos y losanalfabetos, los amantes y losdesenamorados; todos hablan de amor;aunque muchos no sepan de qué estánhablando.

Es cierto que definir sentimientos esun gran desafío y un reto imposible desalvar del todo; sin embargo, podemosaproximarnos, compartiendo algunasideas acerca de ellos.

Para empezar, vale la pena aclararque el amor verdadero y trascendentedel que hablamos no es el amor

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«inconmensurable» de las novelasrománticas, supuestamente eterno y, pordecreto, excluyente.

Tampoco es necesariamente el amorde las tragedias griegas, dramático eirresistible.

No es un sentimiento sublime,reservado para unos pocos, ni tampocoalgo que se siente exclusivamente en unmomento de la vida frente a una únicapersona.

El amor al que debemos abrirnos esel amor de nuestro día a día, elsentimiento posible y cotidiano al quenos referimos cuando sentimos que«queremos mucho a alguien».

Si partimos del concepto del querer

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como el más puro interés por elbienestar de otra persona, será fácilentender que lo que estoy proponiendocomo tercer paso es animarnos a sentircon honestidad verdadero interés por loque le suceda a otros, ya sea tu hijo, tumadre, tu pareja, tu vecino o un alguienanónimo y desconocido.

Estoy convencido de que, para llegara la meta, es imprescindible que seamoscapaces de cosechar por lo menos unarelación con alguien que no sólo seaimportante para nosotros, sino queademás consiga hacernos saber quesomos importantes para ella.

Alguien que celebre sinceramentecada uno de nuestros logros.

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Alguien que quiera acompañarnostanto en los momentos fáciles como enlos difíciles.

Alguien que sea capaz de respetarnuestros tiempos y nuestras elecciones.

Alguien que disfrute de nuestracompañía sin pretender ponernos en lalista de sus posesiones.

Alguien por quien nos sigamossintiendo queridos aun en losdesencuentros, aun después de esosmomentos de discusión o de enfado.

Una persona, en fin, cuyo bienestarsiga importándonos, aun en losmomentos en los que, furiosa por algunarazón o cegada por su enfado, nosasegure que ya no nos quiere; aun

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cuando, lastimada y dolorida, se empeñeen prometer que jamás nos perdonará.

Todos los filósofos, pensadores,religiosos y terapeutas de la historiadeben de haber creado su propiadefinición acerca del amor. De entre lasque llegaron a mí, elijo la de mi colegaJoseph Zinker, que propone en su libroEl proceso creativo…:

El amor es el regocijo por la meraexistencia

de la persona amada.Quizás a ti no te satisfaga.Quizá prefieras apoyarte en tu

propia definición.

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Por si acaso, te dejo también miparticular manera de poner en palabrasel significado y el alcance del mejor delos amores.

Para mí, el amor es la decisiónsincera de crear para la persona amadaun espacio de libertad tan amplio, tanamplio, tan amplio, como para que ellapueda elegir hacer con su vida, con sussentimientos y con su cuerpo lo quedesee, aun cuando su decisión no meguste, aun cuando su elección no meincluya.

Quiero compartir con todos miversión de un cuento que siempre fuemuy significativo para mí, una historiaescrita hace medio siglo por uno de los

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grandes de la literatura, que se hizoconocer como O’Henry.

Esta historia transcurre en la Francia de1900, en los comienzos de un durísimoinvierno.

Marie era una niña de once años quevivía en una antigua casa parisina.Desde que el frío se había hecho sentir,ella empezó a quejarse de un intensodolor en la espalda que se volvíaintolerable al toser. Cuando el médicofue a verla, le dio a su madre eldiagnóstico que más temía: tuberculosis.

En esa época, todavía sinantibióticos, la infección era casi unagarantía de muerte. Lo único que los

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médicos podían hacer era recetaralgunos paliativos para el dolor,cuidados generales, reposo… y fe.

—Estos pacientes, como casi todos—les dijo el profesional—, tienen másposibilidades de curarse si luchancontra la enfermedad; si Marie dejara depelear por su vida, moriría en algunassemanas. —Y luego agregó, sabiendoque era más un deseo que un pronóstico—: Estoy seguro de que si lamantenemos calentita, bien alimentada ycon muchos deseos de vivir, cuando elinvierno pase, ella estará fuera depeligro y la tuberculosis será sólo unmal recuerdo.

Cuando el doctor se fue, la madre de

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la niña miró el calendario. Faltabantodavía dos largos meses para quellegara la primavera…

Sabiendo que ninguno de suscompañeros de clase iría a verla, por elcomprensible aunque injustificado temoral contagio, la madre se acercó hasta laescuela de Marie para rogarle a lamaestra que fuera a casa a darle algunasclases, no tanto por el aprendizaje comopor emplear algo de su tiempo deencierro y aburrimiento. La maestra ledijo que no podía hacerlo. Lo sentía,pero había cuatro niños en el curso en lamisma situación, ella no podía ocuparsede ellos, debía cuidar de los que todavía

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asistían a clase.Al día siguiente, mientras colgaba

guirnaldas caseras por la casa tratandode contagiar la alegría que no sentía porlas fiestas, la madre vio la pálida carade su hija y la tristeza reflejada en suexpresión. Fue entonces cuando tuvo laidea. Con la ayuda de la casera, seocupó esa mañana de mover todos losmuebles de la casa para poder llevar lacama de Marie junto a la ventana de lasala que daba al pequeño patio centralcompartido. Desde allí, pensó la madre,por lo menos verá ese pequeño patiointerior, el ciprés en el centro del jardín,las enredaderas en las paredes, lasventanas de lo otros dos edificios.

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Seguramente, se dijo, se distraeráaunque sea viendo a la gente pasar deida y de vuelta de sus ocupaciones o desus compras de fin de año.

Entrado enero, el invierno se volvió másy más frío, y con ello la niña se agravó.Más de una noche un ataque de tosterminó con un vómito de sangre y laconsiguiente desesperación de la pobrejovencita y de su madre.

Una mañana, al volver de la compra,la madre encontró a Marie con la miradaperdida de cara al ventanal. Nada teníaque ver ya esa niña con la Marie queella recordaba de apenas unas semanasatrás. La madre se acercó a preguntarle

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cómo se sentía esa mañana y la niña ledijo que tenía mucho miedo de morirse.La madre la abrazó con fuerzasosteniendo la cabeza de su hija contrasu pecho, tratando de que no se dieracuenta de que lloraba. La niña señalóhacia el patio y le dijo:

—Mira, mami, ¿ves esa enredaderaen la pared del edificio de enfrente?Hace semanas estaba llena de hojas,algunas más verdes, otras más amarillas.Mírala ahora qué pocas hojas le quedan.Acabo de pensar que cuando la últimade las hojas de la enredadera caiga, mivida también llegará a su fin.

—No tienes que pensar en eso —ledijo su madre, acomodando las

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almohadas y secándose las lágrimas deespaldas a la niña—. En primavera, detodas las enredaderas surgen nuevashojas y la vida verde vuelve a nacer.

«Pero son otras hojas»…, pensó lajovencita sin decirlo.

La enfermedad seguía su curso conaltibajos, pero cada vez que el médicoiba a visitarla veía cómo el ánimo de lapaciente decaía en la misma magnitudque su estado general.

Hasta que una mañana la madredescubrió a Marie muy interesada,mirando hacia arriba por la ventana. Sinquerer interrumpir, la madre se acercócon cuidado tratando de ver qué era loque llamaba la atención de su hija. Se

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trataba de un joven pintor que, junto a suventana en el tercer piso del edificio deenfrente, pintaba con colores vivosimágenes de París: Notre-Dame,Montmartre, el Moulin Rouge…

Por primera vez en muchos días, lamadre vio a Marie entusiasmada yalegre. La madre compartía esa alegría;algo por fin había captado su interés,quizás ella pudiera convencer al pintorpara que la ayudara.

Esa misma tarde, la madre cruzóhacia el edificio y llamó a la puerta delartista. Cuando el joven y estrafalarioartista abrió, le contó que era la madrede una niña que vivía en la planta baja,en el edificio de enfrente, le dijo que

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padecía una grave enfermedad, y lo queel médico había diagnosticado.

—Lo siento mucho, señora —contestó el pintor—, pero no entiendopara qué ha venido a contarme todo esto.

—Vine a pedirle que se acerque adarle algunas clases de dibujo, o depintura a Marie. A ella siempre leinteresó el arte, ¿sabe usted? Si ustedpudiera bajar a casa de vez en cuando acharlar con Marie… yo, por supuesto, lepagaré lo que pida… —Y con un tonode ruego terminó diciendo—: Su vida,¿sabe?, quizá dependa de que ustedacepte mi encargo.

No por el dinero sino por la penaque le daba la imagen de la niña que ya

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había visto desde la ventana, el jovenartista empezó a bajar un día sí y otrotambién a casa de Marie, llevandoconsigo algunas telas, carbones ycolores para hablar de pintura y paraanimar a la joven a que utilizase sutiempo en cama para dibujar y pintar.

Durante las siguientes semanascreció entre ellos una extraña amistad.

Una tarde, cuando el pintor bajó averla, Marie lloraba en su cama.

—¿Qué sucede, mon cher? —lepreguntó.

Marie le contó de su relación con laenredadera y luego le dijo:

—Ayer, después de que te fuiste,hubo mucho viento y muchas hojas

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cayeron. Cuando la tormenta pasó contélas hojas que quedaban. De las milesque había entre sus ramas sólo quedanveintiocho. Y yo sé lo que eso significa:si se cayeran todas hoy, no habría unmañana para mí.

El pintor intentó convencer a Mariede que esa asociación era una tontería:

—La vida seguirá de todas maneras—le dijo—, no debes pensar así. Tienesque practicar las escalas de colores ydibujar las manzanas que te pedí; si no,nunca llegarás a exponer. De hecho,gracias a haber practicado mucho en mivida me ha llegado una invitación paraexponer mis pinturas en América.

—¿Te irás? —preguntó Marie, sin

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querer escuchar la respuesta.—Volveré en mayo como muy tarde

—le dijo el pintor—. Entonces, si haspracticado iremos a dibujar en lacampiña, recorreremos los museos y teenseñaré a pintar con óleo.

—No sé si estaré cuando regreses,pintor —contestó Marie—. Depende dela enredadera.

El artista, encariñado con lajovencita, la abrazó y prefirió no hablarde esa fantasía. Sólo la besó en la frentey le dejó indicaciones de qué hacer paraestar ocupada hasta que él regresase.

Cuando se fue, Marie sintió como siel mundo se le derrumbara y en un negropresagio vio cómo, mientras el pintor

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cruzaba hacia su casa, el vientoarrancaba de la enredadera tres hojas degolpe y las dejaba caer violentamente enel patio.

Desde ese día, cada mañana la niñacontrolaba desde su ventana la cantidadde hojas que quedan en la enredadera…y cada mañana registraba un agudo doloren el pecho cuando comprobaba que,durante la noche, alguna de susacompañantes había caído para siempre.

—¿Qué pasa, hija? —le preguntó sumadre, después de una agitada y febrilnoche.

—Mira, mamá —dijo Marie,señalando por la ventana—. Sóloquedan tres hojitas: una abajo junto al

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cuadro, otra en medio de la pared y unamás solita, arriba de todo, al lado de laventana del pintor. Tengo miedo, mamá.

—No te asustes —contestó la madre,con una convicción que no tenía—. Esashojitas van a aguantar; son las másfuertes, ¿entiendes? Sólo faltan dossemanas para que llegue la primavera.

La mirada divertida de Marie setransformó en la oscura expresión de unobsesivo control sobre las pobres treshojitas. Y una noche de febrero, enmedio de una feroz tormenta de viento ylluvia, la hoja del medio se soltó de suamarra y voló lejos. Marie no dijo nadapero redobló sus rezos para pedirle albuen Dios que protegiera sus hojitas.

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—Mamá —gritó una mañana—.Mamá, ven.

—¿Qué pasa, hija?—Queda sólo una, mami, sólo una.

La de abajo del todo se cayó anoche. Mevoy a morir mami, me voy a morir. Porfavor, abrázame, tengo miedo, mamita.Mucho miedo.

—Hay que tener fe, hijita —dijo lamadre tragando saliva y reprimiendo elllanto de su propio miedo—. Además,faltan pocos días para la primavera ytodavía queda una hoja. Es la hojacampeona, ¿sabes?

—Sí, pero hace un rato la vitemblar… Tápame, mamá, tengo frío.

La madre la arropó con sus mantas y

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fue a buscar unos paños húmedos. Laniña tenía mucha fiebre.

Cada momento que Marie estabadespierta miraba por la ventana a laúnica hoja que todavía resistía. En lapunta de la enredadera, la pequeña hojamarrón verdosa se aferraba solitaria asu base, y la niña, al verla, cruzabainstintivamente los dedos pidiéndole queresistiera para que ella también pudierasalvarse. Y la hoja resistía.

Nieve, lluvia y viento.Pasaron los días y la hoja aguantó…Hasta que una mañana, mientras

Marie miraba su esperanza, vio que unrayo de sol iluminaba la hoja, ydescubrió que a su lado y más abajo en

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la enredadera pequeños botones verdeshabían empezado a aparecer.

—Mami, mami, la hoja ha resistido,llegó la primavera, mami. ¿No esmaravilloso?

La madre corrió junto a su hija y laabrazó con lágrimas en sus ojos. Ella nopensaba en la enredadera sino en su hija,que también se había salvado.

—Sí, hija, es maravilloso.Pasaron los días y la niña comenzó a

recuperar sus fuerzas muy despacio.En la primera salida a la calle que el

médico autorizó, Marie corrió aledificio de enfrente para preguntar porsu amigo el pintor.

La casera se sorprendió al verla,

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quizá porque no era habitual que alguiensobreviviera a la tuberculosis.

—Me alegro de que estés bien —ledijo mientras la besaba con sinceraalegría—. Tu amigo todavía no havuelto, pero me ha asegurado que enunas semanas lo tendremos por aquí.Mandó esto para ti.

Y remetiendo la mano en su escote,le alargó una carta para ella:

PARA ENTREGAR A MI AMIGAMARIE.

Hola, Marie:Tal como ves, todo ha pasado.Para cuando leas esto faltarán días

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para retomar nuestras clases de pintura.Yo he comprado nuevos colores y

pinceles; así que quiero regalarte losque fueron míos.

Dile a la casera que te abra miapartamento y llévate mis cosas.

Practica mucho, recuerda lasmanzanas… y las escalas de colores.

La niña saltaba de alegría. Despuésde pedir la llave a la casera, subió a lapequeña buhardilla a por sus pinturas.

Una vez allí se acercó a recoger elatril que estaba, como siempre, junto ala ventana. Mirando hacia fuera vio,desde arriba, su propia cama en eledificio de enfrente.

Sin pensarlo, Marie abrió la ventana

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e instintivamente buscó a su amiga lahoja heroica, la que aguantó todo, la másfuerte de todas las hojas…

Y la vio. Allí estaba en la pared, aun lado, muy cerca del marco de maderade la ventana.

Allí estaba. Pero no era una hojaverdadera, era una hoja que habíapintado en el ladrillo su amigo elpintor…

¿Seremos capaces de amar así?¿Seremos capaces de pintar hojas en

nuestras ventanas para inspirar, alentar yacompañar a los que amamos, aunquenosotros estemos lejos?

¿Seremos capaces de dar el granpaso hacia el amor verdadero?

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PASO 4

Deja fluir la risa

Después de haber dado los primeros trespasos, tan difíciles como trascendentes,sabiendo ahora quiénes somos,sintiéndonos libres y aprendiendo acomprometernos con el amor,deberemos dar este cuarto paso.

Poner la imprescindible cuota debuen humor en nuestra vida… Atención,no es suficiente con «cualquier» buenhumor; hablo de un humor particular y

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específico, de un grandioso buen humor.Empezar a dar este paso es aprender

a levantarnos contentos cada mañana apesar de enfrentarnos, en cada letra delos periódicos y en cada palabra de lasnoticias, con los mensajes que loscerebros privilegiados parecenderramar por hábito sobre nuestraspobres cabezas; como si disfrutaran delmiedo que nos crean sus temiblesvisiones del presente y el anticipo de laspróximas, y a su parecer inevitables,catástrofes económicas, sociales yecológicas.

Me refiero a no olvidarse de sonreíraun cuando estos imaginarios del duromañana parezcan estar cada vez más

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cerca. Sonreír a pesar de nuestraspropias limitaciones, que ahoraconocemos y reconocemos, y también, apesar de las a veces absurdasrestricciones que nos imponencostumbres, reglamentaciones y censurasque nos limitan, aunque no recordemoshaberlas aceptado.

Hablo de sonreír para actuar conmás tino y no para renegar de losproblemas o escapar de ellos.

Como bien señala Pescetti, el humores quien muchas veces nos advierte deque el orden es demasiado estricto, quedeterminada regla no tiene sentido o quenos hemos dejado oprimir pordemasiadas preocupaciones. Nos

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previene de nuestras torpezas ydistracciones, de la estupidez propia oajena y a veces de la manía de tomarnoslas cosas demasiado en serio. Sin lugara dudas, es bueno, por ejemplo, tenerdinero, y es placentero gozar de algunasde las cosas que ese dinero puedecomprar, pero también es buenodetenerse una que otra vez a reflexionar,para estar seguro de no haber perdidoaquellas cosas que todo el dinero delmundo no puede comprar y que,frecuentemente, están allí, al alcance denuestra mano.

Hablo de tener aunque sea un minutocada día para sonreír frente al espejo,por encima del fastidioso recuerdo de

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nuestro agobiante pasado, sin estarpendientes de los fracasos del presente ysin temblar por nuestras profecíascatastróficas. De no dejar de reírnos, acarcajadas si es posible, de los hechosde nuestro «padecer cotidiano», que teaseguro que nos parecerán triviales silos miramos en perspectiva.

La risa es, y los médicos losabemos, una de las tres formas en lasque el cuerpo es capaz de producirendorfinas. Estas sustancias que producecada organismo y que, hasta dondesabemos hoy, son específicas para elcuerpo que las elabora, poseen unincreíble efecto sanador:reconstituyente, analgésico y

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antiinflamatorio.Día tras día, la ciencia descubre

cómo los bajos niveles de endorfinasperjudican el funcionamiento armónicodel sistema inmunitario. Así, el aumentode endorfinas que conllevan la risa y lacarcajada podrían ser capaces, segúnmuchos estudios, de protegernos (o porlo menos ayudarnos) en algunos cientosde enfermedades, desde la úlcera hastalas reacciones alérgicas, y mejorar laevolución de otras tantas, desde elresfriado hasta el cáncer.

Quizá porque nuestro cuerpo conoceestos datos, aunque nuestra cabeza losignore, asociamos naturalmente el buenhumor con la evolución, con el

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nacimiento de lo nuevo y con la vida. Elchiste, la anécdota y el humor siemprenos recuerdan la necesidad deenfrentarnos con lo que no se esperaba yrepresentan en nuestra mente un desafíoa lo lógico, lo regulado y lo repetido. Enellos aparece el disparador de unaexitosa vuelta al hogar, condecoradoscon una sonrisa para compartir.

Durante mi infancia aprendí de mipadre a disfrutar del placer de lalectura. Cuando entré en mi primeraadolescencia, me fascinaban lashistorias de caballeros hidalgos. Meencantaba imaginar a mi héroe deentonces, el Príncipe Valiente, mientrasliberaba a la bella princesa matando

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dragones y villanos antes de volvertriunfante a su castillo. Después demuchos maestros aprendí que, enrealidad, éramos nosotros mismos losque, simbólicamente, debíamosliberarnos, rescatados por nuestrasactitudes más nobles y heroicas.Aprendí de otros que sabían más, que larisa es una heroína que se enfrenta aldesafío de rescatarnos de las prisionesde la cordura y de la coherencia, paravolver al hogar de lo espontáneo, elcastillo de la ingenuidad y la frescura dela infancia. Una especie de salto alvacío que nos aterriza en elincomprensible y muchas vecesincorrecto universo de lo que nos hace

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gracia.Como en las novelas de mi infancia,

también a veces algunos villanos sedisfrazan de valerosos caballeros yalgunos ogros toman la forma depríncipes no para salvar sino paradestruir. Hay también «una risa» que nosirve, que no sana, que enferma más delo que cura. No es una expresión delbuen humor sino de la burla, deldesprecio o del que humilla a lodiferente.

Siempre me subleva la risa idiota; laque tienen los idiotas cuando se ríen delsufrimiento ajeno, por ser ajeno. Tandiferente de la otra, la de aquellos queson capaces de reírse de la estupidez de

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otros solamente porque les causa graciaver en ella su propia estupidez.

Tener la capacidad de reírse de unomismo es casi condición necesaria paragozar de algunas de las extrañas yabsurdas cosas que nos suceden. Es laseñal de la madurez que siente el que nonecesita ser correcto ni exitoso paraestar seguro de sí mismo.

Me contaron esta historia.

Dicen que sucedió en la época de lospeores enfrentamientos raciales de lahistoria de Norteamérica. La época delos salvajes ataques del Ku Klux Klan,el fundamentalista grupo blancoultraderechista, que perseguía, agredía y

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mataba a los ciudadanos de raza negra, ytambién de la lucha de los BlackPanthers, el grupo de resistencia de lagente de color.

La anécdota comienza cuando unhumilde campesino negro conduce sucarreta, tirada por un par de viejosbueyes, hacia su minúscula granja enalgún lugar del sur de Estados Unidos.

Un kilómetro antes de llegar aldesvío que lo llevará hasta su casita, elcarro es alcanzado en la angostacarretera lateral por una ostentosalimusina, donde un poderoso petroleroviaja custodiado por dos motos, decamino a su rancho.

Molesto porque el carro le impide

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pasar, el magnate ordena a su chofer quehaga sonar su bocina para que elcampesino se aparte y deje pasar a suautomóvil.

Quizá por una coincidencia, quizápor el susto de los animales ante laestridencia del claxon, los bueyes,forzados por el campesino a apartarse,dejan caer en el pavimento sendas tortasde excrementos, que terminan bajo lasruedas de la limusina.

El poderoso ranchero manda detenerel vehículo y se baja del automóvil paraconfirmar lo que sospecha, la hediondaboñiga de los animales pegada a losnegros neumáticos. El magnate odia alos negros, de hecho, todos saben que,

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aunque nunca lo admite públicamente, esuno de los hombres ricos que mantieneneconómicamente al grupo radical delKKK.

Con los ojos inyectados por la furia,manda a sus policías privados quetraigan al campesino ante su presencia.

—Negro de mierda —le dice cuandolo tiene frente a él—. ¿Cómo te atreves aensuciar con el estiércol de tus bueyeslas carreteras de los Estados Unidos deAmérica? Eso es lo único que hacéiscon vuestra presencia, ensuciar, arruinar,destruir y dañar todo lo que tocáis convuestras pestilentes manos.

El campesino se da cuenta de quedebe ser cuidadoso. Muchos de su raza

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fueron apaleados hasta morir porintentar defenderse en enfrentamientoscomo éste y, por lo tanto, baja la cabezae intenta resolver el problema.

—Lo siento mucho, señor… Lo quepasa es que los animales se asustaroncon la bocina…

—¡Lo único que faltaba!… ¡Queahora pretendas echarle la culpa a michofer!

—No, señor, no es eso… La culpaes de los animales… Le prometo que loscastigaré en cuanto llegue a mi granjita.

—Eso…, a los animales hay quecastigarlos, para que aprendan. Y comotú no eres más que una bestia igual quetus bueyes, tú también deberás ser

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castigado por esto.El pobre negro intenta frenar la

paliza que los guardias ya empiezan adarle con los negros palos que estánsacando de su cinto.

—No haga que me golpeen, señor…Yo limpiaré las heces de la carretera yla dejaré como estaba, se lo prometo…

—Promesas… No sirven laspromesas de los de tu raza… Pero esuna buena idea. Ése será el castigo quete corresponde. Tú ensucias, tú limpias.

—Sí, señor…, muchas gracias.Traeré un poco de paja de mi carreta yme ocuparé de dejarlo todo encondiciones, le doy mi palabra.

—Yo me ocuparé de que sea así, yo

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también te doy mi palabra. —El hombresonríe con malicia pensando en lo quese le acaba de ocurrir—. Dado que tusanimales cagan lo que comen de misuelo, tú te comerás del suelo lo queellos cagan, es lo justo, ¿verdad?

Al pobre hombre le cuesta creer loque está oyendo, pero sabe de sobra queno tiene opción; obedece o es molido agolpes antes de decir una palabra más.Así que, hincándose de rodillas, sedispone a cumplir la orden.

En ese momento, dos coches sedetienen detrás de la limusina y de unode ellos baja el mismísimo reverendoMartin Luther King Jr. Como eracostumbre en sus últimos años, el

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reverendo King viajaba por todaAmérica haciendo campaña contra elracismo, esgrimiendo contra la violencialos argumentos pacifistas del amor y latolerancia mutua.

También los recién llegados viajancon una guardia privada, pero no es unacomitiva armada con pistolas o rifles,sino una serie de reporteros que tomannotas de cada evento y sacan fotos decada presentación del reverendo King.

—¿Qué sucede? —pregunta King alhombre blanco, que lo ve venirimpávido.

El sureño sabe perfectamente quiénes el reverendo King, su fama y suinfluencia, pero no está dispuesto a

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dejarse intimidar por el pastor negro nia mostrar debilidad delante de sushombres, así que, redoblando suapuesta, lo encara con prepotencia.

—Sucede que este «negro» —dicerecalcando el calificativo para hacersaber el desprecio que siente por él—ha dejado que sus animales ensucien consu estiércol las pulcras carreteras deeste país. Por lo tanto, dado que enAmérica el que rompe, paga y el queensucia, limpia, se está ocupando dedejar las cosas tal como las encontró.

Con mucha calma, el reverendo Kinglo mira y, con voz muy suave, intentamostrar su oposición.

—No me parece que haya sido él

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quien ha ensuciado la carretera, en todocaso fueron sus bueyes, y no creo queesté bien que usted y sus policías tenganque humillarlo o amenazarlo parapedirle que «limpie lo que ensució».

—Te conozco, y sé muy bien quépretendes —dice el hombre blanco—,pero a mí no me vas a impresionar contu tono pastoral. Él y sus animales son lomismo, bestias que conviven con loshumanos. Los bueyes, él y tú, sois todosanimales y seréis tratados como tales.Todos sois iguales.

—Me alegro que lo diga —acota elreverendo King, con una paz asombrosa—. Hace muchos años que predicotratando de hacer entender esto que

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usted tan bien resume. Los animales, él yyo somos iguales… Y le digo algo más,también usted es igual a nosotros, sobretodo a los ojos de Dios, aunque algunoshombres todavía no lo sepan. De todasmaneras, le doy las gracias porrecordármelo… Todos somos iguales…y, por lo tanto… si él come, yo tambiéncomo.

Y después de decir esto, se acerca alcampesino y, arrodillándose frente a él,hunde también su cabeza en elestiércol…

Los fotógrafos empiezan a registraren sus cámaras la imagen de lo quesucede, ante la desesperación delmagnate y de su séquito. No hace falta

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ser muy inteligente para saber que esasfotografías de Martin Luther King derodillas, comiendo estiércol, custodiadopor su guardia policial privada, podríandestruir para siempre su imagen públicay, con ella, terminar de forma definitivacon cualquier pretensión política quetuviera.

El hombre llama a su escolta y le dainstrucciones claras. Deben velar todoslos rollos y retirarse inmediatamente.

Así lo hacen. Arrebatan conviolencia sus cámaras a los fotógrafos,quienes casi no se resisten. Luego,mientras todos ayudan a los dos hombresde color a ponerse de pie, losuniformados huyen a toda velocidad

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detrás de la limusina que ya se pierde enel horizonte.

—¿Estás bien? —pregunta elreverendo King—. ¿Quieres que teescoltemos a tu casa, hermano?

—No. No. Estoy bien… —dice elcampesino—. Gracias, reverendo.

—Da las gracias a Dios, hermano, aDios.

Los hombres se estrecharon las manos y,un segundo después, cada uno estabaotra vez en camino. Uno, a susconferencias en Dallas, otro, a supequeña granja a un kilómetro dedistancia.

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Cuando el campesino llegó a su casa,todavía tenía una gran sonrisa dibujadaen su rostro.

—Hola —le dice a su esposa apenasla ve, y corre a darle un abrazo muchomás efusivo de lo común.

—Bueno… bueno —le dice la mujer—, parece que hoy debe de haber sidomuy especial… ¿A qué se debe esa carade alegría y esa efusividad? Creo quenunca te había visto tan contento…

—Es que… si te cuento con quiéndesayuné hoy… no me vas a creer…

Ése es el buen humor que tepropongo conquistar. Uno que dibuje unasonrisa en tu cara, sin excusas y de

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forma permanente, para que sea la señalde tu complicidad con el secreto últimode las buenas cosas, con Dios y con lanaturaleza.

Un buen humor que te ponga porencima de tus pequeñas frustracionescotidianas y más allá de lo efímero detus intereses momentáneos.

Te invito seriamente a dar estecuarto paso, que no tiene nada de serio.Te invito a que sonrías hasta que notesque tu sobriedad y sensatez handesaparecido de tu vida. Que sonríashasta que provoques la sonrisa en losque te vean sonreír.

Sonríe a los tristes, a los tímidos y,sobre todo, a los aburridos; a los

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amigos, a los ancianos, a los jóvenes, atu familia y a tus adversarios.

Sonríe cada vez que puedas ytambién cuando más te cueste, yentonces aprenderás que si tú no lopermites, nada es capaz de arruinar tualegría, ni siquiera la tristeza de tenerque llorar de vez en cuando por algodoloroso.

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PASO 5

Aumenta tu capacidad deescuchar

El siguiente paso de nuestro caminohacia la superación personal, quepodríamos enunciar simplemente como«aprender a escuchar», no deberíaparecernos tan difícil.

Después de todo, como bien dice elTalmud:

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Tenemos dos oídos y una sola bocapara recordar que debemos escucharel doble y hablar la mitad.

Sin embargo, para muchos denosotros, no es sencillo. Sobre todo paralos que habitamos en grandes ciudades,como Buenos Aires, Madrid, MéxicoD.F. o Barcelona. Hemos nacido ycrecido rodeados de supuestos expertosen casi todo y no consiguendeslumbrarnos los relatos de vecinosheroicos protagonistas de hazañasimpensables sólo conocidas por ellosmismos. Estamos demasiadoacostumbrados a encontrar en cadaesquina un enamorado de su propio

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discurso.Ésta es la razón por la que, para la

mayoría de las personas que he tratado,el quinto paso debería comenzar en unmovimiento mucho más primitivo, másobvio, más sencillo y, sin embargo,demasiadas veces, muy poco practicadoy casi nunca enseñado. Es necesario«empezar» a escuchar.

Escuchar es ESCUCHAR.Y no solamente hacer una pausa en

lo que digo y permitir que, mientras cojoaire, el otro se dé el lujo de deciralgunas palabras.

Escuchar es ESCUCHAR.Y no es una atenta y selectiva

búsqueda más o menos concentrada en

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el parlamento de otros, de las palabrasque me sirvan para enlazar «con arte»mi propio argumento. Como si unaconversación fuera un encuentro con uncompañero que aportará ideas parapermitirme explayar mi pensamiento.

Escuchar es ESCUCHAR.Y se diferencia de intercambiar

turnos de oratoria con otro que tampocoescucha.

Estoy hablando de la activa ycomprometida escucha que analiza ycomprende lo que haya de acuerdo y dedesacuerdo en lo que me dice otrapersona, sabiendo que me lo dice en esemomento y que me lo dice a mí. Por lomenos, también a mí.

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Dice Hugh Prather en su libroPalabras a mí mismo:

Nadie está equivocado,cuando mucho a alguienle falta un pedazo de información.

Y agregaría yo:

Como es obvio,sin contar con esa parte de la

información,y negándome a aceptar mi carencia,toda mi equivocación me parecerá

acertaday la defenderé con la certeza del que

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sabe que tiene razón.

Como el mismo Prather recomienda,sería bueno que, salvo que yo estédemasiado interesado en mostrarmesuperior, me centrase en escuchar lo queel otro dice, para recibir así el pedacitode información que debería presumirque me falta.

Si esto es así (y cualquiera que lopiense desde este punto de vista nopuede dejar de aceptar que lo es), ¿porqué nos cuesta tanto abrirnos a lacomunicación sincera y abierta?, ¿porqué nos resistimos tanto antes de abrirnuestros oídos y nuestro corazón a loque muchos (y a veces todos) nos dicen?

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No parece difícil encontrar lainfluencia de alguna de nuestras miseriaspersonales en esos momentos en que nosnegamos a escuchar.

Nos encerramos en nuestrascreencias y, para sostenerlas, nosconvencemos de que son certezasabsolutas y axiomas fundamentales.

O…sobrestimamos lo que sabemos y

menospreciamos lo que ignoramos.

O…nos refugiamos en lo que hemos

aprendido mal en nuestra niñez yterminamos sintiendo que nosavergüenza aceptar frente a otros y

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frente a nosotros mismos que estamosequivocados.

O…nos resistimos a enterarnos de

algunas verdades que no nos convieneno a aceptar las realidades que nosduelen.

O…nos importa más demostrar nuestra

superioridad que aprender lo que nosabemos.

O…somos capaces de sumar todo eso,

en cada encuentro…

Me acuerdo ahora de aquella

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antiquísima historia de la araña quequería guardar el conocimiento y lasabiduría de la humanidad en un frasco.

Cada cosa inteligente que leía odescubría la susurraba en el envase devidrio y rápidamente lo tapaba para queningún conocimiento se escapase.

Cuando la araña creyó que el frascoestaba lleno, decidió guardarlo en unacueva, que ella misma había construido,en lo alto de un árbol gigantesco.Preservar el saber para la eternidad, asalvo de cualquier amenaza o distorsión.

Así, se ató el frasco a la cintura ytrató de trepar, como tantas veces lohabía hecho, hasta la punta del árbol.

Pero esta vez le era imposible. El

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tamaño del frasco impedía a la araña laescalada.

Una hormiga que pasaba por allí, y ala que la araña despreciaba un poco porconsiderarla un tanto ignorante, le dijo:

—Si quieres subir, será mejor que teates el frasco sobre la espalda y nosobre el vientre.

La araña se dio cuenta de que, aundespués de haber cultivado la sabiduríadurante casi toda su existencia, lefaltaba lo más simple: el conocimientoque le podía aportar la experiencia de lovivido.

El arácnido, que era un poco neciopero no tanto, se dio cuenta de que, paraobtener el saber de las cosas simples,

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debía empezar a escuchar lo que otros,que quizás habían leído menos perohabían vivido más, sabían, podían yquizá quisieran enseñarle.

En el final del cuento, la arañarompía el frasco diciendo que era mejorque la sabiduría quedara libre, alalcance de todos, especialmente detodos aquellos que estuvieran dispuestosa aprender.

Todos los terapeutas sabemos queuna de las mejores maneras deenfrentarnos a nuestros aspectos másnegativos es darnos cuenta de que somoscómplices de mantenerlos, y para ello esimprescindible aprender a escuchar loque otros son capaces de ver en mis

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actitudes y lo que son capaces dedecirme de mí. Muchas veces es laúnica manera de darme cuenta deaquellos aspectos de mi persona queestán escondidos en lugares ciegos a mipropia mirada.

Suelo desconfiar de todos los que sequejan demasiado o se pasan la vidadespotricando y buscando laresponsabilidad de todo en los demás.

Y sé que desconfío, especialmenteporque otros me han enseñado a ver,primero en mí mismo y después en losdemás, que ésta es la forma en la queuno consigue eternizar sus carencias.Cumpliendo una regla no escrita detodas nuestras neurosis, toleramos mejor

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la frustración que los cambios hacia lonuevo y desconocido. Mientras uno sequeja, no hace, no puede hacer, porquela queja consume gran parte de laenergía necesaria para ponerse enacción e iniciar esos cambios, desdedentro hacia afuera.

Si es cierto que el futuro está porconstruirse, no es menos cierto que loharemos mejor si somos capaces deencontrar, en el presente, alguna de lasbuenas cosas que aún nos rodean,hechos afortunadamente auspiciantes,cobijadores y optimistas que sólopodremos ver aprendiendo a escuchar.Sólo dando este paso podremosacostarnos cada noche un pelín más

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serenos y despertarnos cada mañana unpoco más sabios.

Esta historia, que alguna vez mecontó una paciente y que luego he idoencontrándome en tantas versionesdiferentes alrededor del mundo, diceasí…

Hace ya un tiempo, en la época de lagran recesión económica de EstadosUnidos, un hombre decidió que, para lasfiestas de Navidad de ese año, no habríadinero para grandes regalos.

Así que gastó lo que para él era unaenorme cantidad de dinero en comprarun rollo entero de papel metalizado condibujos navideños. Quizás un elegante

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envoltorio pudiera sustituir a un costosocontenido.

El fin de semana del 15 dediciembre decidió dedicar todo elsábado a envolver los paquetes de las«chucherías» que había comprado comoregalos.

Cuando abrió la alacena de debajode la escalera y descubrió que el tubo decartón en el que venía el papel estabavacío, explotó de furia.

—¿Quién ha usado el papelmetalizado que estaba en la alacena? —empezó a gritar.

»¿Quién ha sido? ¡Ese papel escarísimo! ¿Para qué lo habéis usado…?

Y así siguió, hasta que su pequeña

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hija de cuatro años se acercó, con lacabeza gacha para decirle:

—Fui yo, papi, yo lo he usado.—¿Tú lo has usado? ¿Sin permiso?—Sí, papi —dijo la niña, a punto de

llorar.—Ese papel era carísimo, señorita.

Y no era para jugar, era para envolverlos regalos de Navidad…

—Es que… —quiso explicar lapequeña.

—Es que eres una maleducada. Tupadre trabaja como un burro cada díapara que en casa no falte nada, y cuandocompro algo para que haya un regalopara cada uno, tú…

—Pero, papi…

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—¡Tú te callas y me escuchas!¡Tendrías que haber preguntado sipodías usar ese papel!

—No podía preguntar, papá…,porque… era una sorpresa.

—¿Cuál era la sorpresa? ¿Que ya nohabría papel para envolver regalos?

—No, papá… es que lo usé paraenvolver un regalo sorpresa.

—Ah, ¿sí? Un regalo… Todo elpapel para un solo regalo… ¿Y paraquién era ese regalo sorpresa si sepuede saber? —preguntó el padre casigritando.

La niña había empezado alagrimear…

—Era… para ti, papá.

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El hombre enmudeció. Se sintió unmonstruo reprendiendo a su hija quehabía envuelto un regalo para él, ydespués de un rato, entre culpable yavergonzado por su furiosa reacción, seanimó a decir:

—Oh…, perdón si te he gritado hija,pero es que ese papel era demasiadocaro para usarlo todo en un solo regalo.

—Sí, papi… pero la caja era muygrande y quedó tan bonita…

El hombre sintió que se enternecía ytrató de aliviar la situación.

—Está bien, vamos a ver esa caja,quizá podamos aprovechar un poco depapel para envolver los regalos detodos.

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Poco después, la niña bajaba de sucuarto con la enorme caja de su viejacasita de muñecas «enrollada» por elahora inútil papel dorado.

—Feliz Navidad, papi —dijo lanena alargando el paquete a su padre.

Invadido por la ternura de la niña, elpadre trató inútilmente de salvar elpapel de envoltura, mientras sereprochaba no haber podido escucharla.

Sin embargo, volvió a explotarcuando abrió la caja y descubrió que nohabía nada en ella.

—¿No sabes que cuando uno hace unregalo y envuelve una caja, aunque lohaga usando TODO un rollo de papelplateado, DEBE poner algo dentro?

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¿¡¡Nunca te enseñó tu madre que no seregala una caja VACÍA!!?

La pequeñita bajó otra vez la cabezay con lágrimas en los ojos dijo:

—Es que la caja no está vacía,papi… Yo soplé setenta besos dentro dela caja… Así, cuando te vas de viaje,como no puedes llevarme contigo, tellevas los besitos que yo te regalé paraNavidad…

El padre se sintió morir.Alzó en sus brazos a su hija y le

suplicó que lo perdonara por nopreguntar, por no comprender, por nosaber escuchar.

Se dice que el hombre guardó esacaja y su envoltorio debajo de su cama.

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Que allí la tuvo durante años, y que cadavez que se sentía triste, desanimado oagobiado por las dificultades de la vida,cogía de la caja uno de los besos que suhija le había regalado y recordaba elamor con el que su niña los había puestoallí…

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PASO 6

Aprende a aprender conhumildad

Escuchar, como dijimos, deberíaservirnos sobre todo para aprender laparte del todo que todavía ignoramos.Debería servirnos, según razonamosjuntos en el capítulo anterior, pararegular el darnos cuenta de que notenemos (nadie tiene) el monopolio de laverdad y centrarnos en la necesidad decompletarnos con la verdad de otros.

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Esto conlleva, claro, una importantecuota de humildad, porque aprendersiempre es un acto humilde.

Anclados en nuestra soberbia, nadapuede sernos explicado.

El que no se anima a bajar delpedestal de creer que lo sabe todo nadapuede aprender de los demás, de esosque desprecia sin escuchar porquesupone o, peor aún, decide que nadapueden enseñarle.

Ninguna condena puede ser peor quela de estar limitado a saber solamente loque uno ya sabe. Y esa cárcel es la delos soberbios. La vida es, por supuesto,la exploración de cosas nuevas y susentido es, para todos, el de crecer.

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Una de las distorsiones que supimoscrear, incorporar y transmitir es la decreer que el crecimiento y el desarrollopasan por la cantidad de posesiones ypor el tamaño de la caja fuerte donde seguarde el dinero.

Y yo puedo entender el origen deesta confusión.

Comenzó con la sociedadpostindustrial.

Era el momento de la desmedidaexpansión empresarial y de uncrecimiento económico que parecía notener límites.

Si pensamos en una empresa y se nosocurre evaluar su progreso, muyposiblemente pensemos con absoluta

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propiedad en la facturación anual, en eltamaño de la planta, en la cantidad devehículos de su flota y en su posicióncomparativa respecto de las demásempresas. Y está muy bien.

Es cierto también que en algunosmomentos, didácticamente, uno puederazonar de la misma forma para mostrar,de forma metafórica, algún aspecto de laconducta humana eficaz. Así loproponen, de hecho, cientos de librosque últimamente mezclan con inmensacreatividad los conceptos de lapsicología con los del managementempresarial, para señalar el camino deléxito.

Yo lo comprendo, pero trabajo,

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escribo y hablo desde hace añostratando de que nadie que me escucheolvide que, a pesar de todo lo anterior,los hombres y las mujeres son muchomás que empresas, y no se los puedevalorar como si lo fueran.

El siguiente paso del camino, elsexto, es entonces aprender a aprender.

Saber lo que sabemos y tambiéntodo lo que no sabemos, paraenriquecernos con el saber de otros.

Escuchar con humildad.Una vez más, el lenguaje nos puede

llevar a confusión si no aclaramos quehablamos de la humildad y no de lahumillación. No me refiero a latendencia a someterse a todo y a todos,

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sino a la capacidad de aceptar lo muchoque a uno le queda por aprender y lagratitud que debe sentir por aquelloscapaces de enseñarle la parte delcamino que nunca recorrió.

Cuenta un viejo cuento tradicional…

Había una vez un hombre que buscaba laverdad.

Muchas veces había escuchado deboca de hombres con fama de ser muysabios que la verdad era una luz radianteque iluminaba hasta el más oscuro de losrincones de la ignorancia.

El hombre buscó y buscó la luz de laverdad y, al no encontrarla, empezó adecir que la verdad no existía.

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Una noche muy clara, cuando bajó asu aljibe a por agua, vio en lo profundoel brillo de un círculo enorme reflejadoen el fondo del pozo.

«Es la verdad —pensó—. ¡¡Existe!!… Y la tengo yo en el jardín de micasa».

Henchido de orgullo y vanidad, salióa gritar por el pueblo que la verdadbrillaba en el fondo de su pozo de agua.

Muchos se burlaron de él y elhombre los trató con desprecio.

«Éstos son como yo era —pensó—,no creen en la verdad porque nunca lahan encontrado».

Otros simplemente no le creyeron.—¡Escépticos! —les gritó.

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Unos pocos le escucharon conatención. No sólo creyeron en su palabrasino que le aseguraron que también ellostenían a la verdad en su aljibe.

De alguna manera, estos últimos loirritaron aún más que los quedesconfiaban de él.

Pero se calmó pensando que nodebía enfadarse. Después de todo, eranpobres ingenuos que vivían engañadoscreyendo que eran los poseedores de laverdad aunque, por supuesto, no latenían, ciertamente.

«Cómo podrían tener a la verdad —se decía— si yo mismo la tengo en mipozo».

Sin embargo, después de ir a casa de

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algunos, los más amigos, comprobó quela luz de sus pozos no sólo era real sinoque además era por lo menos tanradiante como la del suyo.

—Ahora lo comprendo. Hay muchasverdades —concluyó—. Cada uno tienela propia y todas irradian su propioresplandor.

Un día, al visitar el pozo para dejar quela verdad iluminara su rostro, miró en elfondo y no encontró el brillante círculoluminoso.

Él no lo entendió pero lo quesucedía era simplemente que el vientosoplaba muy fuerte esa noche, y el aguaagitada dentro del pozo no llegaba a

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reflejar la luz de la Luna que, a pesar detodo, brillaba radiante en el cielo.

Pensó que la verdad lo habíaabandonado y se sintió triste ydesesperanzado.

En un retorno a lo divino, alzó losojos llorosos al cielo… y la vio.

Entonces comprendió.La luz de su aljibe no venía desde

dentro. La suya y la de otros eran elreflejo de la Luna en el firmamento,brillando dentro de cada pozo.

Así evoluciona nuestra relación conla verdad.

Todos empezamos desconfiando deque exista alguna verdad.

Antes o después, descubrimos un

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pedacito de ella y nos enamoramos denuestro descubrimiento. Nos creemossuperiores y dotados, portadores de unaverdad única e incuestionable.

Con el tiempo nos vemos obligadosa aceptar que hay otros que tambiéntienen su verdad; y después de intentardescalificarlos sin éxito, los incluimosen la lista de elegidos, que por supuestointegramos, la nómina de aquellos queencontramos la verdad.

Finalmente nos damos cuenta de quela verdad no es algo que alguien puedaposeer. Aceptamos nuestras limitacionesy nos conformamos con acceder aunquesea al tibio reflejo de su luz, y esto nisiquiera permanentemente.

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Dar este paso, imprescindible ennuestro camino, es encontrarnos por finen el lugar de la humildad del que sabelo que no sabe y está decidido aaprender.

Es aceptar que nadie es dueño de laverdad.

En todo caso, cada uno puedeacceder, y sólo por momentos, apequeños retazos de ella, reflejos de unaverdad mayor que nos ilumina a todos.

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PASO 7

Sé cordial siempre

Si podemos sumar solamente el trabajoque nos lleva conocernos, con el pasodado hacia el descubrimiento de nuestrahumildad y la decisión de reírnos denuestros defectos, no podremos evitarenfrentarnos con el siguiente paso.

Para darlo deberemos conseguir queesa sonrisa interna, de la quehablábamos, se muestre al exterior y secomparta generosamente. Deberemos

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lograr que esa actitud de «contagiaralegría» se vuelva indiscriminada yadopte la forma de un buen trato alprójimo, incondicional eindiscriminado.

Es casi fácil ser amable conaquellos que nos tratan con calidez yrespeto, pero quizá no sea tan sencillocontestar amablemente al que no esamable con nosotros. Decidirse a usardos minutos de nuestro tiempo paracruzar la calle y saludar afectuoso alvecino que ni nos vio, agobiado por laurgencia de sus problemas. ¡Aprender aser capaces de sonreír pacíficamenteaun ante aquellos que están en «esosdías insufribles»!

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Sería un gran paso hacia adelante.¿No crees?

Algún distraído puede pensar que esun tema menor, que es una simplepropuesta diplomática, una actitudcínica o la expresión de un ciertoservilismo idiota. Yo no lo creo así.Como terapeuta, puedo asegurar que esteséptimo paso es imprescindible si nosdamos cuenta de lo difícil que seríaintentar recorrer el camino de larealización personal en absolutasoledad, sin compañeros de ruta, sin lamirada de otros, sin el afecto dealgunos.

Como ya he dicho, nadie llegademasiado lejos sin afecto.

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Nadie ve el horizonte si no consiguerelacionarse amorosamente con los quelo rodean.

Nadie, absolutamente nadie, triunfasin ser amado.

Todos recordamos en Buenos Airesa aquella divertida empleada públicaque el humorista Antonio Gasalla creabacada semana para su programa detelevisión. Una desencajada gritona quenos hacía reír a carcajadas cuando nosobligaba a evocar las situaciones en lasque el maltrato de las oficinas deatención al público nos tenía comovíctimas.

Era fácil sentirse identificado conlos pobres ciudadanos que quedaban en

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manos de su sádica manifestación depoder burocrático; pero pocos éramoscapaces de reconocernos en el espejoque el propio personaje representaba,reflejando a los que, con mucho másdisimulo, a veces hacemos víctimas aotros de nuestro cargo, nuestro poder onuestra condición.

Estoy seguro de que esresponsabilidad de todos empezar adejar de lado el maltrato cotidiano a quenos sometemos mutuamente.

Ha llegado la hora de crecer en elrespeto a los demás, y esto implica nohacer pagar a otros el precio de mifrustración o mi monotonía.

Sostengo que debemos generalizar el

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buen trato y desactivar así la cadena demalos tratos que los terapeutas solemosllamar desplazamiento.

Maltrato a mi esposa porque mi jefeme ha maltratado, fastidiado porque ungato desconocido lo arañó esta tarde enun callejón. Ella, enfadada e impotente,se enfada con el muchacho que trae lacesta con la compra. Él se desquita conel puntapié que le da al gato que cruza elcallejón y éste, arañando a la próximapersona que se le acerque…

Decían los griegos que enfadarse esfácil, pero hacerlo con la personaadecuada, en el momento adecuado ycon la intensidad adecuada espatrimonio de los sabios… Quizás hoy

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día también habría que ser sabio paraesquivar sin que nos afecten o sinencendernos, los cubazos de malosaugurios que nos echan los que vivenenfadados con su propia existencia,buscando cómplices de su propiaamargura.

Había una vez en un pueblo unpeluquero que era famoso por su malhumor. Su actitud agria y su pesimismoeran antológicos, pero como era la únicapeluquería, todos eran sus clientes.

Un día, uno de ellos le contabailusionado que se iba de viaje a Europa.

—¿Europa? —preguntó el hombredando un corte profundo en el pelo del

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cliente—. ¿Para qué va a ir a Europa?Allí todo es viejo y está lleno de polvo.Y la gente… Los franceses sonantipáticos, los alemanes son fríos, losbelgas no se enteran de nada, lossuizos… ¡ufff!, mejor ni hablar de lossuizos…

—Bueno, en realidad, lo cierto esque me voy principalmente a Italia…

—¿Italia?… ¿Cómo se le ocurre?…En Italia todo es complicado, nadie lepresta atención, todo es una reliquia y nopuedes tocar nada, mirar nada, caminarpor ningún lado…

—Es que me hace mucha ilusión ir aRoma, al Vaticano, a ver al Papa antesde que…

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—¿Ver al Papa? —contraatacó elpeluquero—. ¿Usted sabe lo que es laplaza de San Pedro? Cientos de miles depersonas apiñadas mirando pequeñasventanitas en un edificio vetusto. Derepente se abre una ventana y alguien ledice que ese puntito blanco que nisiquiera se ve es el Papa… Por favor…,viajar hasta allí para esa estupidez…¡Qué tontería!

El cliente decidió no hablar más y, alacabar el corte de pelo, se despidió y sefue.

Tres meses después, el clienteestaba otra vez en el sillón del barbero.Éste le preguntó sarcástico:

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—¿Y qué tal Europa?—La verdad es que tengo que

admitir que en muchas cosas usted teníarazón —dijo el hombre bajando lacabeza—. Al llegar a Inglaterra mehabían perdido las maletas, losfranceses se empeñaban en no entendermi castellano, ni mi inglés, y, paracompletarlo, en Bélgica se les pasó mireserva y me encontré en Bruselas denoche y sin hotel…

Hubo casi un rictus de satisfacciónen la cara del peluquero.

—Y otro tanto en Italia —dijo al finpara cosechar su siembra.

—Sí, otro tanto, salvo lo delVaticano…

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—El Vaticano…, millones depersonas.

—Sí, claro —admitió el cliente—.A esa altura yo no esperaba otra cosaque lo que usted me había anticipado…

—¿Y…? —preguntó el barberodejando las tijeras.

—Pasó algo increíble… Mientrasestábamos en la plaza, el Santo Padresalió a la ventana…

—Sí…, el puntito blanco en unaventana…

—Sí…, pero de repente ocurrió loque nunca… El Papa hizo una señal asus cardenales y todos nos sorprendimosal ver que Su Santidad aparecía a pie enla plaza. Había decidido bajar de sus

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aposentos y ese día caminar entre lagente. Usted no se imagina la emoción…Quizá pudiera verlo de cerca.

—La verdad que eso es tener suerte,¿eh? —dijo el peluquero casicontrariado.

—La verdad es que sí. Mucho máscuando me di cuenta de que caminabacon decisión hacia el grupo de gentedonde estaba yo…

—Me imagino… Un apretujón deaquéllos… Habrá salido todomachacado.

—Para nada, porque para misorpresa el Papa se detuvo exactamentefrente a mí. Como si me hubiera bajadoa buscar… ¿Se da cuenta? Como si me

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hubiera visto desde allí arriba.—¿Qué me dice?… El Papa en

persona… —dijo el peluquero con unamueca que mostraba claramente sufastidio.

—Sí…, en persona —siguió elcliente.

—¿Y? —preguntó el otro.—El Papa me acarició la cabeza y

me dijo algo que nunca olvidaré…—¿Qué le dijo el Papa?El cliente estaba esperando este

momento. Con una sonrisa de oreja aoreja contestó:

—Me dijo: «Figlio mio, ¿quién es elanimal que te corta el pelo?».

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PASO 8

Ordena lo interno y loexterno

Paradójicamente, para hablar de esteoctavo paso debo cambiar el orden demi pensamiento.

Para hablar del orden voy a empezarpor el cuento.

Hace algunos años, después de daruna charla en la maravillosa ciudad deRosario, un hombre de unos setenta añosse acercó y se ofreció a contarme un

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cuento. Yo lo escuché con atención yaprendí este relato que hoy quierocompartir contigo.

Una vez, un profesor de filosofíaapareció en su clase con una gran vasijade cristal y un cubo lleno de piedrasredondas del tamaño de una naranja.

—¿Cuántas piedras podrían entraren la vasija? —preguntó.

Y mientras lo decía, demostrandoque la pregunta no era sólo retórica,empezó a colocarlas de una en una,ordenándolas en el fondo y luego porcapas hasta arriba.

Cuando la última piedra fuecolocada sobrepasando el borde de lavasija, los que habían arriesgado el

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número de catorce murmuraronsatisfechos. El maestro dijo:

—Catorce… ¿Estamos seguros deque no cabe ninguna piedra más?

Todos los alumnos asintieron con lacabeza o contestaron afirmativamente.

—Error… —dijo el docente, ysacando otro cubo de debajo delescritorio empezó a echar piedras decanto rodado dentro de la vasija.

Las piedrecillas se escabulleronentre las otras ocupando los espaciosentre ellas. Los alumnos aplaudieron lagenialidad de su docente.

Y cuando hubo terminado de llenarel recipiente, dejó el cubo y volvió apreguntar:

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—¿Está claro que ahora SÍ estálleno?

—Ahora sí —contestaron losalumnos, satisfechos…

Pero el maestro sacó de abajo delescritorio otro cubo más.

Éste venía lleno de una fina arenablanca.

Con la ayuda de una gran cuchara, elprofesor fue echando arena en la vasija,ocupando con ella los espacios quehabían quedado entre las piedras.

—Ahora sí podemos decir que estálleno de piedras —aseguró el profesor—. Pero ¿cuál es la enseñanza?

Un murmullo invadió la sala.Se hablaba de la necesidad de

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orden, de colocar las cosas, de astucia eingenios, de no confiar en lasapariencias y de tantas otras cosas muysimbólicas.

—Todo eso es verdad —intervino elcreativo docente—. Pero hay unaprendizaje más trascendente.

El docente hizo una pausa muy teatral yluego concluyó:

—Es importante hacer primero loprimero y después de ello ocuparse delo demás, cada cosa a su tiempo. No setrata de darse prisa y poner todo encualquier lugar, ansiosa ydescuidadamente. Si yo no me hubieraocupado de poner primero lo primero y

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hubiera empezado por la arena, laspiedras más grandes no hubieran tenidoespacio.

Este octavo paso es el que nos hacesaber que, para llegar a destino y parano perder el rumbo, hace falta priorizarlo importante sobre lo accesorio, esnecesario ser pacientes en nuestrasdemandas y privilegiar las grandescosas sobre las menudencias.

Nos recuerda que la libertad y lacapacidad de dejarse fluir no estánreñidas con poner en orden algunascosas y que, si pretendemos terminarocupándonos de todo, puede serimprescindible empezar por poner en sulugar lo primero antes de ocuparnos de

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lo último.Es cierto que siempre hay cosas que

deben resolverse antes que otras si unopretende encontrar la manera deresolverlas todas, pero no es menoscierto que, para saber cuáles son cuáles,he de haber aprendido a lo largo delcamino a calificar mis necesidades en elentorno de mi realidad personal y a dara las cosas la importancia que lescorresponde; ni más ni menos.

Sólo así podremos darnos cuenta deque, en general, conviene empezar porlo grande, por lo más importante, por lofundamental y sólo en casos muyespecíficos por aquello para lo cualdespués puede ser tarde.

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A la hora de hablar de prioridades yprivilegios no puedo olvidar dosmatices fundamentales. El primero, queningún orden es definitivo e inalterabley que mi lista siempre depende de estemomento de mi vida; y el segundo, tantoo más importante, que mi propio ordenno tiene por qué coincidir con el ordende otros.

Cuántas veces en nuestradesesperación exigimos a nuestrapareja, a nuestros padres, a nuestrovecino, a nuestro gobernante quesolucione nuestro asunto «ahoramismo», que se ocupe primero denuestro tema, porque es para nosotrosprioritario, urgente, imprescindible e

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impostergable.Cuántas veces nos quejamos, sin

tener en cuenta que quizá nuestra«piedra», para nosotros la másimportante, es un grano de arena enmedio de lo que está pendiente para losdemás.

Como ya he dicho, aprendí muchascosas de esta historia de las piedras y lavasija en estos años. Las dos últimashace muy poco tiempo.

Aprendí a no olvidar que, para laconveniencia de todos, quizá le toquehoy a mis deseos esperar un momentomás adecuado; y lo más importante,aprendí que hay cosas que, aunqueparecen ser menos importantes, no lo

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son y es necesario dejarles siempre unespacio.

Deja que te cuente…Tomando al pie de la letra el

ejemplo del cuento, me ocupé algunasveces de mostrarlo activamente conpiedras, vasija y arena frente a gruposde personas, para enseñar «en vivo»algunas de las cosas aprendidas, sobretodo la importancia del orden y delsentido común.

Hace unos meses, convocado enSalamanca para dar una charla a ungrupo de jóvenes universitariosestudiantes de marketing y publicidad,monté el «numerito» de las piedras parahablar de las prioridades.

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Me hice llevar la vasija de vidrio,las piedras de dos tamaños y la finaarena en el cubo.

Desde el principio, me sentí muyentusiasmado con las caras de losalumnos. Era fácil ir adivinando en susexpresiones el proceso interno de supropio descubrimiento, similar al mío laprimera vez que aquel hombre me locontó.

Cuando terminé de explicar lo másimportante para aprender de laexperiencia, uno de los alumnos se pusode pie y pidió permiso para decir quéhabía aprendido él.

Sorprendido, acepté.—¿Puedo pasar a mostrarlo? —

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preguntó.—Claro —contesté, sin saber lo que

pasaría…Entonces, caminando hacia el frente,

sacó de su mochila una lata de cerveza yvació el contenido dentro de la vasija.

El líquido, por supuesto, fueabsorbido con velocidad por la arena,dejando sólo el rastro de espuma en elborde del recipiente.

—Lo que a mí me demuestra es que,tal como yo pensaba, aunque uno estélleno de cosas que ordenar…, siemprehay lugar para compartir una cervecitacon los amigos…

Junto con los demás, aplaudí sucomentario.

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El joven alumno tenía razón.

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PASO 9

Transfórmate en un buenvendedor

Los resultados deseados o la conquistade un determinado éxito profesional oartístico no dicen demasiado deldesarrollo de las personas y tampocogarantizan su felicidad ni la satisfaccióndel camino recorrido. Sin embargo,nadie puede dudar de que los logrospersonales y el reconocimiento de lasociedad a la que pertenecemos nos

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ayudan a seguir adelante.Este paso, el noveno, está

indudablemente poco transitado«oficialmente». Salvo en algunascarreras relacionadas con el marketingy con la publicidad, las universidades ylas escuelas de oficios se ocupan poco onada de la necesidad de aprender aofrecer atractivamente lo que cada unosabe hacer.

Y esto sucede porque en un mundoen el que la información y la oferta de loque los otros hacen llega cada vez máslejos y más rápido, es más y másnecesario, por no decir imprescindible,aprender a vender.

Desde que Daniel Goleman empezó

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a hablar de inteligencia emocional, lamayoría de los ejecutivos y directoresde empresas, la totalidad de losprofesionales de trato directo con susclientes y casi todos los dueños depequeños comercios empezaron aimplantar pequeños o grandes cambiosen su estrategia comercial. Era lógicoque así fuera porque, después de todo,cada uno de ellos (y cada uno denosotros también) tiene un producto paravender, aunque ese producto sea unomismo.

Vender en este caso no significa«venderse», sino, una vez más, hacerllegar al otro la mejor información de loque soy y de lo bueno que hago.

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Es muy diferente ofrecer lo que mepiden, buscando en la estantería por sicasualmente lo tengo en existencias, queofrecer activa y atractivamente lo queposeo para dar.

Los profesionales de ventas dicenque ser un buen vendedor no consiste enconseguir el récord de ventas defrigoríficos en el verano de Monterrey,sino en lograrlo durante el invierno enAlaska.

Hablando del noveno paso…Cuentan que una empresa había

publicado una vez un atractivo avisosolicitando un empleado para susucursal en el sur.

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El aviso debió de serparticularmente tentador porque, desdemuy temprano, empezaron a llegar loscandidatos.

El perfil buscado no era demasiadofácil: «Joven despierto con buenasreferencias, dispuesto a viajar y consólida formación en ventas y publicidad,etc.».

Sin embargo, más de quinientosjóvenes esperaban en la puerta a las diezde la mañana. El desorden podría habersido antológico si no fuera porque elguardia de la empresa decidió, con buencriterio, entregar números a los que ibanllegando durante la madrugada.

El entrevistador y seleccionador era

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el hombre que había ocupado el cargohasta ese momento y que iba a serpromovido a la dirección ejecutiva.Nadie mejor que él podría decidir cuálera su mejor sustituto.

Uno por uno, fue llamando a loscandidatos, convencido de que, encuanto encontrara a la persona indicada,despacharía al resto y contrataría alelegido.

Después de ver al quinto de la lista, unmensajero interno de la empresa pidiópermiso para entrar en el despacho y leentregó un papel.

El hombre miró la nota y leyó:«No elijas a nadie antes de

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entrevistar al joven número 94.Estoy seguro de que tiene todo lo

que se necesita parael puesto».

La nota la firmaba «J.».El hombre se molestó un poco.

Nunca le habían gustado losfavoritismos y menos las decisiones adedo. Por otra parte, ¿cómo se atrevíanadie a decirle a él quién tenía lashabilidades para el cargo? Había por lomenos cuatro personas en la empresacon la inicial J, que podían habermandado esa nota… Ya hablaría conellos.

Como ninguno de los noventa y tres

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primeros le gustó, un poco fruto de lanota y la certeza del autor de la nota,finalmente llegó el turno del jovennoventa y cuatro.

Al principio un poco reticente, elseleccionador fue encontrando en elmuchacho las condiciones indicadaspara el cargo. El joven era ademásencantador y sus antecedentes,excepcionales. Sin decirle a él unapalabra, llamó al mensajero y le dijodelante del entrevistado:

—Por favor, dígales a los queesperan que el cargo ha sido ocupado yagradézcales haberse presentado.

El joven sonrió y tendió la mano alentrevistador dándole las gracias

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sinceramente. Éste lo miró ahora y conla nota en alto le dijo:

—La persona de la empresa que lorecomienda tenía razón, valió la penaesperar a entrevistarle.

—Yo no conozco a nadie en laempresa —dijo el nuevo empleado—.Esa nota la escribí yo…

Hizo una pausa para evaluar la caradel hombre que tenía enfrente y terminó:

—Estaba tan seguro de que esepuesto era ideal para mí que no quiseperderme yo, ni hacerle perder a laempresa, la oportunidad de que usted meconociera.

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PASO 10

Elige buenas compañías

Esperamos haber dado los primerosnueve pasos; sin embargo, queremos queel décimo paso sea una sabia elecciónde nuestros compañeros de ruta.

Ahora que hemos sobrevivido a esedoloroso ataque a nuestra vanidad quefue aceptar que sólo poseemos, comomucho, el reflejo de una pequeñaporción de la verdad, nos pareceránatural y lógico aceptar y respetar las

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ideas ajenas; las de todos, incluso, oquizás especialmente, las de aquellosque piensen exactamente lo contrarioque nosotros.

Esto no debe significar que nos déigual quién camine a nuestro lado.Respetamos las diferencias y elegimos anuestra compañía.

Si tuviéramos que decir ahoramismo y sin pensarlo demasiado algunosnombres de personas con quienes nosgustaría caminar hacia el futuro, pocospodríamos decir más de uno o dosnombres.

Sin embargo, si nos pidieran la listade aquéllos con quienes no nos gustaríarecorrer el camino, la mayoría podría

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dejar salir, sin dudarlo, una lista de diezpersonas o más que, justa oinjustamente, evocan en nosotros esacerteza interna: con ellos NO.

Yo sé, por ejemplo, que no megustaría que me acompañara ninguno delos monstruosos sádicos queexperimentaban con humanos en laAlemania nazi, ni con los asesinos de laRusia estalinista.

No quisiera caminar con losresponsables de los excesos cometidosdurante la guerra sucia en Argentina, nicon los que planearon o encubrieron lasmasacres de aquel espantoso 11 deseptiembre o del más reciente 11 demarzo en Atocha.

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Sé que no quiero ir en la mismadirección de quienes deciden las guerrasni de quienes hacen negociomostrándolas por televisión. Reniegopor igual de caminar en compañía de losautores de los salvajes atentadospalestinos y de la no menos salvajerepresalia israelí.

Definitivamente, no quiero sercompañero de aquellos pobres hombresque vimos festejando en Irak la capturade un vehículo civil y la quema de loscuerpos aún vivos de sus ocupantes; conla misma convicción con la que sé queno quiero caminar al lado de losresponsables directos e indirectos de losvejámenes a los presos en cárceles de

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Irak. Es sencillo estar de acuerdo conesta lista y seguramente también lo seríaagregar dos o tres grupos de personas ala lista de descartables postulantes aacompañarnos; pero, con convicción,también se podrá hacer una lista de losotros, aquéllos con quienes vale la penair.

Tal vez el primer punto paraconstruirla sea no pretender elegirloscon la cabeza, sino con el corazón,aunque no faltará el que piense que es eldiscurso de un anacrónico guerrero naífsosteniendo la fuerza irremediable delamor y la esencia bondadosa de laspersonas. Tampoco estarán ausentes losque me acusen, como tantas veces, de

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ser un ridículo optimista.En fin, en todo caso eso soy y debo

convivir con ello.Hace poco más de un año, en

momentos difíciles de mi vida, confirméla importancia que tiene la cercanapresencia de los que queremos y nosquieren. Amigos, familia, lectores,vecinos, colegas, maestros…,compañeros de ruta, como me gustallamarlos. Los compañeros indicadospara la ruta que finalmente uno hasabido conseguir, ha podido elegir o leha tocado vivir.

En un mundo donde la carrera portener más y gastar más aún impide amucha gente registrar a quienes tienen al

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lado, los fines de semana se han idotransformando, para el habitante civilurbano de clase media, en otradesenfrenada persecución, esta vez,detrás del placer instantáneo.

Todo parece indicar que hay quelevantarse temprano para disfrutar deldía; hay que correr al club para poderjugar al tenis; hay que salir disparadopor la carretera para llegar primero yconseguir el mejor lugar; hay que comeren dos minutos para ver el partido; hayque dar rápido la vuelta al parque enbicicleta (porque hace tanto que no lausamos…); hay que terminar en un ratitola partida de naipes, porque todosqueremos que no nos coja un atasco, y

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hay que llegar a tiempo para ver lapelícula que todo el mundo dice que nonos podemos perder.

Y demasiadas veces, por noperdernos nada, nos perdemos nosotros,nos perdemos a los otros, nos perdemosel verdadero placer de compartir lascosas con nuestros amigos.

Compartir, por ejemplo, esteantiquísimo cuento:

Un hombre es atrapado por unaterrible tormenta de viento y lluviamientras atraviesa el desierto. Ciego derumbo y luchando contra la arena que lelastima la cara, avanza con grandificultad tirando de las riendas de sucaballo y controlando de vez en cuando

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a su perro. De pronto, el cielo ruge y unrayo cae sobre los tres matándolosinstantáneamente.

La muerte ha sido tan rápida y taninesperada que ninguno de ellos se dacuenta, y siguen avanzando, ahora porotros desiertos, sin notar la diferencia.

En el cielo la tormenta se disipa yrápidamente un sol abrasador empieza acalentar la arena, haciendo sentir a loscaminantes la urgencia de reposo y agua.

Pasan las horas; nunca anochece. Elsol parece eterno y la sed se vuelvedesesperante.

De pronto el hombre ve, delante, unoasis de agua, palmeras, sombra, y lostres corren hacia allí.

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Al llegar descubren que el lugar estácercado y que un guardia cuida laentrada debajo del portal que dice:

«Paraíso»El viajero pide permiso para pasar a

beber y descansar y el guardia contesta:—Tú puedes pasar, desconocido,

pero tu caballo y tu perro deben quedarfuera.

—Pero ellos también tienen sed yademás vienen conmigo —dice elhombre.

—Te entiendo —contesta el guardia—, pero éste es el paraíso de loshombres, y aquí no pueden entraranimales. Lo siento.

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El hombre mira el agua… y lasombra. Está agotado y sin embargo…

—Así no —dice.Toma las riendas de su caballo, silba

a su perro y sigue andando.Unas horas, unos días o unas

semanas más tarde, el grupo encuentraun nuevo oasis. Al igual que el otro, estárodeado de una cerca, al igual que aquélestá custodiado por un guardia. Hay uncartel:

«Paraíso»—Por favor —dice el hombre—,

necesitamos agua y descanso.—Claro, adelante —dice el guardia.—Es que yo no entraré sin mi

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caballo y sin mi perro —advierte elhombre.

—Claro. A quién se le ocurre. Todoslos que llegan son bienvenidos —contesta el guardia.

El hombre se lo agradece y los trescorren a hundir su cara en el agua fresca.

—Pasamos por otro «Paraíso» antesde llegar aquí —dice el viajero, despuésde un rato—, pero no me dejaron entrarcon ellos…

—Ah, sí… —dice el guardia—. Eselugar es el Infierno.

—Pero qué barbaridad —se queja elhombre—, ustedes deberían hacer algopara sacarlos del camino al Paraíso.

—No —le aclara el hombre vestido

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de blanco—, en realidad nos hacen ungran servicio. Ellos evitan que lleguenhasta aquí los que son capaces deabandonar a sus amigos…

Como dije:Nadie llega muy lejos sin el amor de

otros.Nadie llega a ningún sitio

olvidándose de los que ama.

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Diez pasos más haciaadelante

Hemos dado ya los primeros diez pasosque inician el camino hacia larealización personal.

Hemos trabajado en saber quiénessomos, en volvernos personasautónomas y en aprender a amarcomprometidamente.

Hemos empezado a reírnos denuestros defectos.

Nos ocupamos de escucharactivamente a los demás, e intentamosaprender de ellos con humildad.

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Casi siempre somos cordiales yconsiderados.

Organizamos nuestro tiempo yrespetamos el tiempo ajeno.

Rescatamos la importancia devender nuestras capacidades.

Y hemos conseguido rodearnos delas personas adecuadas.

Haber recorrido la mitad deltrayecto es una buena razón y unmagnífico momento para aprender quehay instantes en los que es necesariodetener la marcha, aunque sea unmomento, y aprovechar esa parada paramirar hacia atrás el camino recorrido yquizá, por qué no, para celebrar lohecho.

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La sabiduría popular nos enseña quealejarse permanentemente de una tarea ode un problema es escapar; es expresiónde un temor que puede evitarse o unsímbolo de irresponsabilidad. Sinembargo, alejarse durante un momentopara después volver puede ser la mejorforma de descansar para encarar mejorlo que sigue, de prepararse para elsiguiente desafío y también laoportunidad de premiarse por losobstáculos dejados atrás.

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PASO 11

Actualiza sin prejuicios loque sabes

Escribí hace unos años…

Todo lo que sabes.Todo lo que eres.Todo lo que haces.Todo lo que tienes.Todo lo que crees.Todo te ha servido para llegar hasta

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aquí…¿Cómo seguir?¿Cómo ir más allá?Es tiempo de usartodo lo que todavía no sabes,todo lo que aún no eres,todo lo que por ahora no haces,todo lo que afortunadamente no

tienes,todo aquello en lo que no crees.

Un peligro que nos acechafrecuentemente es que, deseosos deaprender cosas nuevas, nos olvidamosde atender la necesidad de estar al díaen lo que alguna vez supimos odominamos. En un mundo que

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evoluciona con tanta rapidez como elque vivimos, este descuido podríadejarnos en poco tiempo en la mismasituación de quien nada supo y nadasabe.

Al principio de nuestra eraheredamos de la civilizacióngrecorromana cierto grado deconocimientos científicos. La historia dela ciencia señala que la evolución delsaber del hombre duplicó esosconocimientos en los siguientes milaños. Supuestamente, el ritmo de estaduplicación comenzó a acelerarse desdeel año 1400, y en un total de setecientosaños se volvió a duplicar la suma delsaber heredado de la cultura universal.

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La ciencia no se detuvo ni intimidó y lasiguiente duplicación le llevó al hombresolamente ciento cincuenta años.Bastaron cincuenta años para el saltosiguiente, empujado por la tecnologíadesarrollada alrededor de las dosguerras mundiales. (En 1903, el PremioNobel de Química fue concedido aldoctor Arhenius por su trabajo sobre ladisociación electrolítica; cuatro décadasdespués, el mismo premio fue otorgadoal doctor Debye, que demostró que lateoría de Arhenius era incorrecta).

Igualmente sucedió entre los años1950 y 1978, en sólo veintiocho años, yvolvió a pasar en poco más de dosdécadas.

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El siglo XXI asiste a plazos deduplicación cada vez más cortos. Hoy,casi todos los científicos determinan esepunto en alrededor de un lustro, ypredicen para dentro de veinte años unamás que posible duplicación global delsaber humano cada seis meses.

—Muchas cosas que hoy son verdadno lo serán mañana —señalaba con todarazón Gabriel García Márquez y luegoalertaba—: Quizá, con el tiempo, hastala lógica formal quede degradada a unmétodo escolar para que los niñosentiendan cómo era la antigua y abolidacostumbre de equivocarse.

Nuestros dos próximos pasos serelacionan con este «problema» que nos

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plantea el mundo tan cambiante. Elprimero, del que nos ocuparemos ahoracomo primer paso de la segunda etapa,consiste en actualizar lo que sabemos, esdecir, revisar, descartar, descubrir,completar y mejorar lo que siempretuvimos como cierto. El segundo, delque nos ocuparemos en el próximocapítulo, nos habla de crear nuevosdiseños y actitudes para mejorar losviejos productos, nuevas soluciones aviejos problemas y nuevas respuestas asituaciones imprevistas; lo llamaremoscreatividad.

Aprendí como psiquiatra una normade vida que he utilizado y enseñadodesde hace muchos años. Un viejo

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maestro de la salud mental definía lalocura de una manera muy particular yprovocativa.

Estar loco no es, como la gentepiensa, un impulso que lo lleva a uno ahacer cosas extrañas. La verdaderalocura, nos decía siempre, es hacer todoel tiempo lo mismo y pretender que elresultado sea diferente.

Cuenta la leyenda urbana que a unautobús local de un pequeño pueblosubió un día una joven.

Pagó su billete y se sentó en el únicoasiento que quedaba libre, al lado de unseñor, elegantemente vestido, que lesonrió acomodándose para hacerle más

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sitio.Apenas el vehículo se puso en

marcha, la joven sacó de su bolso unsobre y volvió a mirar su contenido, unpapel de carta con un logotipo azul enuna esquina y unas pocas letras escritasa máquina.

Luego suspiró ruidosamente y unasonrisa enorme se dibujó en su hermosorostro.

—Buenas noticias… —dijo elseñor, sintiéndose un partícipeinvoluntario.

—Oh…, disculpe —dijo la joven,dándose cuenta de lo que había hecho.

—No hay problema, al contrario…¿Buenas noticias?

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—Buenísimas… ¡Estoy embarazada!—Cuánto me alegro… Felicidades

—dijo el hombre tocándole la manopaternalmente.

—Sí, yo también me alegrémuchísimo… Hace tiempo que queríaeste embarazo. Ya llevo cuatro añoscasada… y cuando no era por una cosaera por otra, nunca conseguíamos queesta prueba diera positiva.

—Es increíble cómo se dan lascoincidencias —dijo el hombre,sacando de su bolsillo un sobre decorreos—. Yo también acabo de recibiruna buena noticia. Hace ya dos años quecompré un caballo de carreras y, comousted dice, cuando no era por una cosa

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era por otra, nunca había conseguidoganar un gran premio… Y mire, haceapenas unos minutos, me llegó estetelegrama avisándome de que, porprimera vez, ganamos una carrera delcircuito oficial.

—A veces el azar hace cosasmaravillosas. ¿No cree? —preguntó lajoven.

—Sí…, aunque en este caso tuve queayudar al azar… Voy a contarle unsecreto —dijo el hombre bajando la vozy arrimando su mano a la boca comoquien quiere esconder sus palabras—.Yo estaba tan deseoso de ganar unacarrera… que sin decírselo a nadiedecidí cambiar de jinete.

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—Le voy a contar otro secreto… —dijo ella repitiendo el gesto de él—. Yotambién.

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PASO 12

Sé creativo

Como ya he dicho, en un mundo donde elacceso a Internet es cada vez más fácil ylas comunicaciones son cada vez másrápidas, cualquiera puede, en segundos,enterarse de las infinitas posibilidadesque hay en todo el planeta de conseguirlo que nosotros podemos ofrecer.Productos similares a los quefabricamos, artículos iguales a los quetenemos o servicios del mismo tipo de

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los que prestamos…, y mucho másbaratos.

Deberemos pensar, pues, en hacer delo nuestro algo distinto, algo novedoso,algo único, de alguna manera. Y ése esel campo de la creatividad, aunque no esni con mucho el único de sus terrenos.

Nuestra formación racionalistaprivilegia la meta al camino,sobrevalora la utilidad de la compañíasobre el placer de estar acompañado ydesprecia el peso de la vivencia propia,jerarquizando lo aprendido por otros yexplicado por los expertos sabihondosde siempre.

Sin embargo, hay al menos dosformas de plantearse la acción futura.

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Apoyándose en la seriedad de laexperiencia y lo conocido del adulto oreclinándose en lo vivencial yexperiencial del niño interno.

En el primer camino, la memoria yla racionalidad nos informan sobrecómo actuar para que la experienciapropia y ajena nos permitan la cuota deprecisión que nos haga suficientementeidóneos como para no cometer errores.El resultado, supuestamente ideal, es elde acertar la mayor parte de las veces yconquistar desde allí el objetivobuscado, que llegará junto con elaplauso y el reconocimiento queconocemos como éxito o triunfo y quetanto se parece al amor. Ésta sería la

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secuencia:

Intelecto.Experiencia y precisión.Conducta idónea.Menos errores.Más aciertos.Aplauso.Reconocimiento.

Si nos animáramos a prescindir unpoco de la voz de la experiencia,terminaríamos despertando nuestro ladomás creativo, descubriríamos que loshechos siempre tienen algún aspectonuevo y diferente y, empujados por la

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curiosidad, acabaríamos buscandorespuestas innovadoras y propuestasoriginales. Está claro que esto nogarantizará los aciertos, pero aseguraráun camino poco rutinario y, por lo tanto,una buena cuota de diversión y unexcelente caudal de crecimiento. Lasecuencia sería esta otra:

Sensibilidad.Curiosidad de exploración.Conducta creativa.Más errores.Más aprendizaje.Diversión.Crecimiento.

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Si el argumento del desarrollo comopersona no fuera suficiente incentivo,quisiera establecer que, por fuerza,necesitaremos también de nuestracreatividad cada vez que la experienciasólo consiga acercarnos a solucionesque ya no sirven para nuestrosproblemas.

Este paso, el duodécimo, sumado ala ya vista decisión de actualizar lo quesabemos, será siempre la mejor manerade encontrar nuevas respuestas a laspreguntas de antaño y también, por quéno, la forma de encontrar en algunaantigua solución la posibilidad deayudar a resolver un problema nuevo.

Son éstos, pues, los dos pasos más

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importantes para seguir avanzando,aunque solemos olvidarlos a la hora debuscar resultados. Dos herramientas quedescuidamos; a veces restándoles valorcon absoluta conciencia y otras sindarnos cuenta de su verdadero peso.

En uno de sus libros sobreinteligencia emocional, Daniel Golemanrelata un episodio sucedido en unasupuesta empresa, que bien podríaterminar así…

Todo sucedió, digamos, en unaimportante empresa de importaciones.Allí trabajaba desde hace muchos añosCristina, una mujer muy formada yeficiente. A ella le encantaba su trabajo,

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le gustaba cada tarea del área ydisfrutaba con el estudio de cadaoperación a su cargo, tanto como de losresultados que obtenía, cada vez conmás facilidad.

La mujer estaba más que conformecon su lugar de trabajo y no le asustabasu responsabilidad, antes bien, laconsideraba adecuada al sueldo quecobraba, que le permitía mantenerse y«darse algunos caprichos» de vez encuando.

Todo era ideal… salvo… surelación con su jefe, el gerente decomercio exterior. Con él, en realidad,todo iba mal.

Desde que ese señor había entrado

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en la oficina no había día en el queCristina no se sintiera abrumada por supresión, ignorada a la hora de unadecisión en su sector o manifiestamentemaltratada delante de sus compañeros.

Ella lo había intentado todo. Habíaseguido los consejos de su familia, quele sugería no enfrentarse y «seguirle lacorriente», pero había sido peor.También había intentado hacer caso a laspalabras de sus compañeros, que,solidarizándose con ella, sugerían que sise enfrentaba conseguiría que elautoritario jefe pusiera pies enpolvorosa, pero sólo consiguióentorpecer más la relación. Finalmentefracasó al intentar hablar con él para

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pedir algún tipo de explicación. Sumalestar era tal que Cristina empezó apensar que debería renunciar a su cargo.

La tarde en la que este cuentocomienza es aquella en la que Cristina,finalmente, llegó a una importanteempresa de colocación de personalespecializado y pidió con resignaciónlos formularios para solicitar trabajo.

Con la cabeza gacha y arrastrandolos pies, caminó hasta su casaasimilando su dolor e impotencia.

Al llegar se preparó un puréinstantáneo y después de removerlo enel plato, sin deseos de probarlo, dejóque se enfriara y se hizo un té que llevóen silencio hasta su mesita de noche.

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Durante un rato, Cristina miró latelevisión, sin ver, y luego se quedódormida, llorando la injusticia de ladecisión que se había visto obligada atomar.

Después de despertarse una decenade veces, Cristina interrumpió su sueñode madrugada, eufórica.

Animada a pesar del poco descansode la noche, se duchó rápidamente y sesentó junto a la ventana para llenar lasolicitud de empleo.

Consciente y decididamente exagerósus virtudes y disimuló sus defectos;destacó sutilmente las palabrasexcelencia, productividad y tesón y seextendió en sus antecedentes.

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Al finalizar revisó la solicitud ysonrió satisfecha. Colocó la hoja en unsobre y partió hacia la agencia.

En sólo una semana (más rápido delo que había podido imaginar en susdeseos más optimistas) llegó unapropuesta de trabajo verdaderamenteimposible de rechazar.

Ha pasado el tiempo. Hoy, Cristinaocupa muy feliz el puesto que ocupabasu jefe y en la misma empresa desiempre. Se dice que él también estámuy contento en el nuevo trabajo que leconsiguió Cristina, en la más importanteempresa de la competencia.

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PASO 13

Aprovecha el tiempo

Hace mucho tiempo, cuando todavíatrabajaba en aquel minúsculoconsultorio compartido del barrio deOnce, aprendí de mi paciente Ricardoque los hechos significativos llegan anosotros de múltiples maneras, hasta quenos decidimos a aprenderlos y ponerlosen práctica.

Charlábamos esa tarde de vivirintensamente el presente. Le decía que

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me parecía horrible lo que él hacía.Cada día pensando en lo que habíapasado ayer y antes de ayer y el díaanterior al anterior. Cada nochereprochándose los errores cometidos ymintiéndose al pensar que, si volvieraatrás en el tiempo, haría todo locontrario de lo que había hecho (idea deabsoluta falsedad ideológica, porque sicada uno volviera al momento del errorsin llevarse el conocimiento de hoy,sabiendo solamente lo que sabíamosentonces, volveríamos a hacer lo mismo,porque con esos datos nos seguíapareciendo la mejor opción…). Cadatarde planificando minuciosamente eldía siguiente y el posterior y el que

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seguiría a aquél para garantizarse (sinninguna garantía) que lo que él deseabao había previsto finalmente se hacíarealidad.

Yo le decía que el presente es elúnico momento en el que se puede actuary que era su responsabilidad descubrirloe interactuar con el mundo en el quevivía. Que yo entendía y alentaba la ideade aprovechar la experiencia y queavalaba el tener proyectos, pero que esono debía distraerlo de vivir anclado ahoy. De hecho, le insistí, seríamaravilloso disfrutar siempre de lasorpresa que significa estrenar cada díaun nuevo e imprevisible presente. Unpresente eterno y renovable.

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Le conté entonces el famoso ydivulgado enigma del banco que hoycomparto también contigo:

Imagínate que existe un banco que cadamañana acredita en tu cuenta la nadadespreciable suma de 86 400 euros. Niuno más ni uno menos. Ochenta y seismil cuatrocientos euros diarios para ti,sin pedir explicaciones ni rendircuentas. Ochenta y seis mil cuatrocientoseuros, tuyos y sin impuestos.

Imagínate que la única restricción dela cuenta que te ha sido asignada es quepor una incapacidad del sistema o unadecisión del donante, la cuenta nomantiene los saldos de un día para otro.

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Cada noche al dar las doce, como elcarruaje de Cenicienta vuelve aconvertirse en una calabaza, la cuentaelimina automáticamente cualquiercantidad que haya quedado como saldo.Y lo peor: también se desvanece cadaeuro retirado que no hayas gastadodurante el día.

Si algo de saldo se ha perdido, tequeda el consuelo de que al díasiguiente tendrás frescos y nuevos 86 400 euros para gastar; aunque nopuedes confiarte demasiado ya quenadie sabe decirte cuánto durará esteregalo.

¿Qué actitud vas a tomar?…Seguramente retirar hasta el último

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euro y disfrutarlo con quien decidas,claro.

—Cada uno de nosotros —le dije aRicardo— tiene esa cuenta y tiene eseregalo.

Cada mañana el banco del tiempoacredita a tu disposición 86 400segundos, ni uno más ni uno menos, ycada noche, el banco borra el saldo y lomanda a pérdida.

El banco no permite chequesposdatados ni admite sobregiros.

Si no usas tus depósitos del día, lapérdida es tuya.

—Es tu responsabilidad —le dije aRicardo— invertir cada segundo de tutiempo para conseguir lo mejor para ti y

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para los que amas.Ricardo, que se definía como un

hombre muy creyente y un cristianopracticante, me dijo al final de esasesión, con la cara que ponen lospacientes cuando se dan cuenta de algo:

—Yo nunca había entendido elpadrenuestro hasta hoy.

No entendía de qué me estabahablando. ¿Qué tendría que ver lasagrada oración con mis alocadas ideasacerca de la salud mental?

Entonces Ricardo me explicó:—Cada mañana, cuando rezo, le

pido a Dios en el padrenuestro «…danos hoy nuestro pan de cada día…». Yahora entiendo algo que nunca había

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notado: le pido a Dios que me dé «hoy»el de hoy. No quiero hoy el de ayer, quequizás esté rancio y duro. No quiero hoyel de mañana, que seguramente no estéhorneado… Quiero hoy el de hoy…¡Qué bueno!

Le agradecí mucho a Ricardo suenseñanza de ese día, se lo sigoagradeciendo hoy. Creyente o no,cristiano, judío, musulmán o ateo, elpróximo paso nos involucra a todos.Consiste en animarnos a vivir el día dehoy sin reproches ni postergaciones.Animarnos a vivir cada segundo queaparece, como un regalo en nuestracuenta, cada día, en el banco del tiempo.

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PASO 14

Evita las adicciones y losapegos

Siempre que uno recorre un largocamino, aunque la recompensa seasabrosa y deseable, pasa por momentosdifíciles. Coyunturas en las que todoparece ir cuesta arriba. Como muchos,en algunos de esos momentos tengo lasensación física de que mi cuerpo ya noresiste, sobre todo si lo que sigue sepresenta como el comienzo de una altura

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difícil de escalar. Son tiempos en losque necesariamente pasa por nuestramente la tentación de quedarse en ellugar al que hemos llegado y olvidarnosdel objetivo.

Las circunstancias son diferentes deaquellas en las que debíamospermitirnos descansar y festejar. Sontiempos en los que percibimos que eldescanso no es suficiente y que lasfuerzas flaquean. Tiempos en los quesería bueno volver a detenerse, peroesta vez para revisar el equipaje.

En lo personal, en esos momentosque considero fundamentales, siempredescubro en mi mochila una decena decosas que no tengo que seguir llevando y

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que están allí porque alguna vez fueronútiles, porque alguien me pidió que lasllevara, porque creí que eranimprescindibles, porque el corazón nome deja abandonarlas en el camino,cosas que cargo por lo mucho que me hacostado tenerlas, o simplemente por siacaso.

Si pienso un poco, me doy cuenta deque todo ese peso terminará impidiendomi marcha. Es el lastre de lo que nosirve, la carga de lo que no esimprescindible, la tara de lo que nocompensa llevar si comparo el esfuerzoque supone con el beneficio que ofrece.

Así funciona la tonta actitud decargar con lo pasado, con lo viejo, con

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lo rancio… y cuesta arriba.Cuando hablo de dar el paso de

deshacerse de lo innecesario, no merefiero a arrojar al cubo de la basura labrújula que me regaló mi abuelo y queme sigue siendo tan poco útil comoentonces, aunque la adoro. Hablo de esasegunda brújula que me compré a unprecio que no valía, enamorado de susbronces y de sus letras en plata; esahermosísima brújula que nunca se supohacia dónde apuntaba y que tambiénllevo en mi mochila, si soy sincero, máspor lo que pagué por ella que por lo queme sirve.

Muchos maestros de Oriente nos

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enseñan que somos seres espirituales yque todos nuestros deseos terrenales noson más que la sombra que nuestroscuerpos materiales proyectan sobre latierra.

Acompañando esa metáfora, mepregunté un día si en ese planteamientono está la explicación de mucho, si notodo, lo que nos pasa.

Imagínate que yo decida, siendo fiela las pautas que la educación de nuestrasociedad de consumo me ha sabidoinculcar, correr tras las posesiones queambiciono o que se corresponden con miubicación social, según la norma de mientorno y mi época.

Si yo representara esa actitud a la

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luz de la metáfora planteada, sería elequivalente de tomar la decisión decorrer tras mi sombra.

Ahora bien, si cualquiera tomara tanestúpida decisión, ¿qué pasaría?

Primero, nunca alcanzaría lo quepersigue.

Segundo, cada vez estaría más lejos.Tercero, lo perseguido sería cada

vez más grande.Cada vez más grande, cada vez más

lejos y con garantía de fracaso… ¿Nohay peor verdad?

Pero ¿qué pasaría si ahora mismome diera cuenta y, girando sobre mispasos, decidiera caminar hacia la luz, enlugar de correr tras la sombra?

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Pasarían simbólicamente tres cosas.Poco a poco, la sombra sería más y

más pequeña.Cada vez estaría más cerca.Y, finalmente, cuando me acercase

mucho a la luz, la sombra desapareceríapor completo.

Éste es el camino de este paso, dejarde correr tras la sombra de nuestrodeseo de poseer, de acumular, de tener.Caminar en dirección a la luz y dejarque las cosas que deseo me sigan hastaalcanzarme.

Este paso se refiere a deshacerse detodo tipo de adicciones, cosas,personas, conductas, actitudes,ideologías. Se refiere a desapegarse de

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todo lo que, de alguna manera, no estuyo.

Lo único que verdaderamente tepertenece es aquello que no podríasperder en un naufragio, dicen los sufís.

Y en la lista de aquellas cosas queseguramente se podrían perder,empecemos por agregar nuestro egovanidoso y narcisista.

Esto que te cuento sucediórealmente.

En una escuela de niños especiales, quetenían en común padecer síndrome deDown, se organizó en primavera unajornada de olimpiadas.

Todos los alumnos participaban al

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menos en alguna competición, y muchosde ellos en más de dos.

El fin de la tarde era en la pistacentral de la escuela, donde se correríala carrera de cien metros lisos delantede padres e invitados.

En la carrera participaban diezcorredores que tenían entre ocho y doceaños. El profesor de educación físicalos había reunido unos minutos antes y,con buen criterio educativo, les habíadicho:

—Jóvenes, a pesar de ser unacarrera, lo importante es que cada unode vosotros dé lo mejor de sí. No cuentaquién gane la carrera, lo queverdaderamente importa es que todos

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lleguéis a la meta. ¿Lo habéisentendido?

—Sí, señor —contestaron los niñosy las niñas a coro.

Con gran entusiasmo, y ante elgriterío de familiares, compañeros ymaestros, los corredores se alinearon enla línea de salida. Y tras el clásico«¿Preparados? ¿Listos?», el profesor degimnasia disparó una bala de fogueo alcielo. Los diez empezaron a correr y,desde los primeros metros, dos de ellosse separaron del resto, liderando labúsqueda de la meta.

De repente, la niña que corría enpenúltimo lugar tropezó y cayó.

El raspón en las rodillas fue menor

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que el susto, pero la niña lloraba porambas cosas. El jovencito del últimolugar se detuvo a ayudarla, se arrodillóa su lado y le besó las rodillaslastimadas. El público que se habíapuesto de pie se tranquilizó al ver quenada grave había pasado. Sin embargo,los otros niños, todos ellos, se giraronhacia atrás y al ver a sus compañeros,retrocedieron. Al llegar consolaron a lajovencita, que cambió su llanto en unarisa cuando, entre todos, tomaron ladecisión. El maestro les había dicho quelo importante no era quién llegaraprimero, así que entre todos alzaron enel aire a la compañera que se habíacaído y la cargaron rompiendo la cinta

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de llegada todos a la vez.El periódico local ponía en su nota

del día siguiente, con toda precisión:

«La emoción más intensa delas olimpiadas especiales deayer fue la carrera de los cienmetros lisos. Si usted no estuvo,pregunte a los asistentes “¿Quiénganó?”. No importa quién sea elinterrogado, me animo a asegurarque obtendrá siempre la mismarespuesta: “En esa carrera,ganamos todos”».

Puede que nos sonrojemos al darnos

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cuenta de todo lo que tenemos queaprender para atrevernos a dejar pasarlo que no nos sirve y para ser capacesde renunciar a lo que nos pesa llevar enla espalda; pero hay al menos algunasnoticias alentadoras. Por lo visto,tenemos de quién aprender.

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PASO 15

Corre solamente riesgosevaluados

Si hemos podido dar el paso hacia eldesapego propuesto unos párrafos atrás,o empezamos a darlo, sabremosentonces que muchos de los riesgos quetanto tememos y que a vecescondicionan peligrosamente nuestraconducta son nimios. Los verdaderosriesgos, en todo caso, nunca pasan porlas pérdidas que se relacionan con los

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aspectos económicos o materiales denuestra vida.

Adam Smith, el más famoso de todoslos economistas y uno de los filósofosmás leídos de la modernidad, decía quedetrás de todas las búsquedas delhombre había un fin económico; que eldinero y el poder eran el último interésde la conducta de todas las personas.Pero agregaba que esas dos búsquedaseran sólo la garantía de recibir lo másimportante y deseado: el reconocimientodel prójimo. Sentirse valioso —decíaSmith— y admirado por los demás.

Por si no queda claro, uno de lospadres de la economía, uno de loscreadores de los modelos sociopolíticos

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de la filosofía de mercado nos dice que,de todas maneras, el objetivo de lacarrera por las cosas materiales siguesiendo la mirada calificadora del otro (yagrego yo: su aceptación, su compañía,su amor).

Así como en el capítulo anterior teproponía que aprendiéramos aprivilegiar la sincronía del trabajoconjunto antes que la lucha despiadadapor llegar primero, renunciandovoluntariamente al vanidoso esfuerzoque significa querer ganar cada carrera,aquí me propongo alertarte sobre lanecia actitud de arriesgar a veces lascosas más importantes cuidando lasmenos valiosas, olvidando que éstas

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sólo sirven para tratar de obtener oconservar aquéllas.

Trabajamos desmedidamente paraque a nuestras familias no les falte naday les hacemos prescindir de lo que másnecesitan, un padre o una madre o supareja. Confundimos el medio con el fin,el disfrutar con el poseer, el temor conel respeto, la fama con la gloria, lapopularidad con la trascendencia y lasumisión con el amor.

Un viejo poema que circula por ahínos dice que cada cosa, cada actitud,cada acción es un riesgo que uno corre.Reír es un riesgo, llorar es un riesgo,hacer cosas nuevas es un riesgo, hacercosas diferentes es un riesgo, amar es un

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riesgo, conocer gente es un riesgo,comer las cosas que más le gustan a unoes un riesgo y viajar en avión también loes (por no hablar de los riesgos másautóctonos y actuales que corremosdiariamente por vivir en nuestrasciudades o aquéllos referidos a laviolencia creciente de nuestro planeta).Pero el poema también nos dice que elmayor de todos los peligros es querervivir una vida sin correr ningún riesgo.

Cuentan que había una vez un hombreque trabajaba en un pequeño pueblo delinterior de un lejano país. Habíaconseguido ese trabajo, un puesto muycodiciado, a pesar de que él vivía en

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una aldea vecina, al otro lado del monte.Cada día, el hombre se despertaba en supequeña casa en la que vivía solo,preparaba sus cosas y salía al senderopara caminar durante tres horas antes dellegar a su trabajo. No había otra manerade viajar que no fuera andando a travésdel monte. El ritual se repetía alanochecer en dirección contraria, hastaque el trabajador llegaba a su casarendido y apenas tenía tiempo paracocinarse alguna cosa y dormir hasta lamadrugada del día siguiente.

Así durante cuarenta años…Una mañana, al llegar al pueblo, casi

sin haberlo pensado, se acerca a su jefepara decirle que va a dejar el trabajo.

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Le dice que ya no está en edad de hacersemejante caminata, dos veces al día,que lo ha hecho durante cuarenta años yque ya no quiere hacerlo más.

El otro hombre, mucho más jovenque él, le pregunta con genuina sorpresapor qué en esos cuarenta años no se hamudado de pueblo.

El trabajador baja la cabeza ycontesta:

—Lo pensé. Pero como no sabía siel trabajo iba a durar… no quise correrriesgos…

El siguiente paso de nuestro caminoes, pues, animarnos a correr algunosriesgos. Y, sobre todo, es evaluar losriesgos que corremos. No es sensato que

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pienses que te estoy proponiendo que teatrevas a saltar del décimo piso a lacalle, ni te estoy empujando a jugarte eldinero a las patas de un caballo, ni teestoy sugiriendo que tengas relacionessexuales sin cuidado, ni que explorescómo se siente uno al consumirdrogas…

Dije y digo que hay mucho poraprender y muchos de quienes aprender.

Digo hoy que ciertamente siemprepodemos aprender algo de cualquiera.

Digo hoy que no debemos pretenderaprender todo de alguien.

Digo hoy, aunque suene antipático,que hay algunas cosas que es mejor noaprender.

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Te estoy proponiendo que corrasriesgos evaluados y que descartesaquellas actitudes y conductas cuyaconsecuencia posible no alcance ajustificar el riesgo que has corrido ocuyo máximo beneficio no compense eldaño al cual te expones.

Hace un par de meses, mientrascenábamos en el Siete Puertas deBarcelona con mis amigos Miguel yOriol, hablábamos de proyectoseditoriales. Miguel nos contaba de unriesgo empresarial bastante grande quevaloraba afrontar. Fue entonces cuandonuestro amigo catalán dijo esta frase quecomparto contigo para cerrar este

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capítulo:

Es arriesgado lanzarse a la piscinasin saber si hay agua…y a veces hay que hacerlo.Pero es siempre una tontería absurda

tirarsesin saber siquiera si hay piscina…

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PASO 16

Aprende a negociar loimprescindible

Así como algunos vocablos caen endesuso y quedan en boca de algunos quelos seguimos usando denunciando asínuestra edad o nuestro origen, existenpalabras que se convierten en popularesy se utilizan para definirlo todo,explicarlo todo y solucionarlo todo. Aeste grupo pertenece la palabra«negociación». Haciendo gala de una

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injusta y exagerada popularidad el verbo«negociar» se confunde, se implica y sesobrevalora, desplazando a susantecesores, a veces más pertinentes.

Demasiadas veces se llama negociara dialogar, a someterse, a resignar, aexigir, a ceder, a debatir, a delegar o adividir responsabilidades, a imponercondiciones, a promediarinsatisfacciones, o a la simple búsquedade un acuerdo.

Aprender a negociar es útil, porsupuesto, sobre todo en el área de losnegocios. Es allí donde la mutuaconveniencia puede significar la pérdidade algunos beneficios a cambio de unaactitud reflejada del otro, que también

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está allí para crear SU negocio. Sinembargo, querer extender esterazonamiento a todos los casos meparece un peligroso error, cuando no unasutil inducción a una manera poco éticade razonar los vínculos.

En las relaciones no comerciales haypoco que negociar. No creo en esasparejas que parten de la idea desacrificar lo que más les gusta porcomplacer al otro, a cambio de que ésteadmita privarse de lo que más le gusta.No creo que la medida de las relacionesinterhumanas sea lo que soy capaz deceder, si no lo que somos capaces decompartir.

No termina de gustarme el enunciado

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casi mercantilista pero universalmenteaceptado de «hoy por ti y mañana pormí». Primero, porque me gustaría másque pudiera ser hoy por ti, mañanatambién y pasado otra vez por ti (¿porqué no?). Segundo, porque lo que te doyno puede ser negociado (en la base de laverdadera ayuda está la gratuidad de loque doy). Y tercero, porque incluso sialguno de los dos decide ceder generosay desinteresadamente algo de lo quetiene, voto para que su educación lehaya enseñado a diferenciarlo de susinversiones comerciales, y que sepa quesu recompensa ya se está dando. Nadiedebe compensarme por aquello que doycon el corazón, mi recompensa es poder

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darte y nada hay para negociar, ni en elcielo ni en la tierra.

Esto que escribo toma un airedramático cuando, en el consultorio delos terapeutas, o en los dormitorios delas casas o en los grupos de amigosreunidos alrededor de una mesa, lasparejas hablan de negociar maneras deser y de actuar. Estrategias para cederartificialmente a cambio de un gestoequivalente del otro. Dejar de ser el quesoy como argumento para forzar aalguien a que renuncie a ser el que es.¡Es horroroso!

El paso que propongo consiste enaprender a «negociar» solamente en losnegocios, en los litigios, en los

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conflictos. En la política, si no podemosencontrar un acuerdo, y en la guerra sólopara acercar el camino hacia la paz.

En los demás casos, y especialmenteen nuestras relaciones amorosas ysignificativas, sería mejor cambiar deverbo para evitar confusiones. En laamistad, en la familia y en la pareja megustan mucho más los acuerdos que lasnegociaciones, y prefiero siempre lasrenuncias a los sacrificios. Me gustaayudar a mis pacientes a que se dencuenta de lo que tienen ganas de hacerpara resolver su desencuentro, pero noadmito las frases miserablementeespeculativas que se enuncian desde el«yo haré esto si tú haces esto otro…».

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A pesar de todo, prefiero lanegociación antes que la imposición delcriterio de uno sobre otros. Prefiero lanegociación a la violencia, a la mentirao al engaño. La prefiero antes que lamanipulación o la fuerza bruta.

Y cuando negociar sea el único o elmejor camino habrá que tener en cuenta,de todas formas, algunas cosas. Habráque saber si podemos confiar enaquéllos con los que negociamos, habráque ofrecer lo que podemos conceder yno pedir lo que sabemos que no puedendarnos. Es necesario ser conscientes deque sólo es posible o razonable cederhasta donde nuestra realidad interna oexterna nos lo permite, y que el otro está

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en la misma situación.

Por salvar al hijo del zar, que seahogaba en el río, tres campesinosfueron recibidos en palacio, donde elmonarca les invitó a elegir surecompensa. El primero pidió la manode la princesa, el segundo solicitó poderabsoluto sobre su condado y el tercero,después de un silencio, pidió solamenteuna bolsa de monedas. Los otros dos loacusaron de estúpido y de no saberaprovechar una oportunidad única. Eltercer hombre les dijo:

—Si es intención del zar darnosalgo, cosa que dudo, yo quiero estarseguro de pedir aquello que puede ser

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que me conceda…Tienes razón si estás pensando que

hay algunas situaciones en las que «laposibilidad» de un acuerdo «no esposible». ¿Qué hacer entonces?

La respuesta es tan obvia comoimportante: habrá que aprender anegociar el desacuerdo, aun cuando estosignifique, como decía más arriba, unalisa y llana renuncia a algunas de mispretensiones, sin resentimientos niesperando la revancha. La simple perodifícil aceptación de la realidad talcomo viene… aunque sólo sea parausarla como punto de partida de la luchapor una realidad diferente.

Presta atención a esta historia.

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Cuentan que, hace muchísimos años, enun pequeño pueblo de Inglaterra,sucedió algo que cambió para siemprela vida del joven Mortimer y la de susdos amigos.

Una mañana, cuando iba de camino ala escuela, el jovencito divisó a un ladodel bosque un enorme nogal cargado denueces. Sorprendido, porque nunca lohabía visto, se acercó sigilosamentehasta el alambrado y evaluó de unvistazo las posibilidades de robaralguno de esos frutos sin ser atrapado.Rápidamente se dio cuenta de que no eraun trabajo para hacer en solitario;necesitaría ayuda si esa noche quería

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comer nueces con su pudín. Al llegar ala escuela, contó a sus futuros cómpliceslo que había visto, y decidieron dar elgolpe esa misma tarde, cuando salierande clase. Así fue. Mientras Mortimervigilaba el sendero para evitar seratrapados, uno de sus amigos hacía depilón para que el más ágil y pequeño delos tres trepara por el tronco e hicieracaer las nueces.

Apenas Mortimer vio que seacercaba un carro, dio la alarma y losotros recogieron las nueces caídas ysalieron corriendo para encontrarse conMortimer en el bosque.

Allí, jadeando y riendo, losladronzuelos vaciaron los bolsillos y

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miraron con satisfacción el pequeñomontoncito de nueces conseguidas.

—Hay que repartirlas —dijo uno.—Sí —dijo otro.—¿Cuántas son? —preguntó el

tercero.Y contaron… 1… 2… 3…Eran 17.Los tres se miraron mientras

multiplicaban buscando alternativas enla tabla del 3…

3 × 4 = 12… 3 × 5 = 15… 3 × 6…¡18!

Finalmente, Mortimer tomó lapalabra.

—Ya que yo soy el que dio lainformación, creo evidente el reparto

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que hay que hacer: cinco para cada unoy las restantes dos para mí.

—En todo caso —dijo el que habíatrepado—, una para ti y otra para mí,porque si yo no hubiera subido…

—Un momento —interrumpió eltercero—, que si yo no te hubierasostenido nunca habrías podido coger niuna sola nuez. Así que…

Como no pudieron llegar a unacuerdo, decidieron preguntarle al viejosabio que vivía en el claro del bosque.Él los ayudaría. Lo encontraron en sucabaña y le explicaron el problema delreparto. El viejo escuchó y preguntó:

—¿Y queréis que reparta las nuecespor vosotros?

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—Sí —dijeron los tres.—¿Y cómo queréis que lo haga? —

preguntó el anciano—. ¿Un repartonatural o como a mí me parezca…?

—No. Como a ti te parezca no.Queremos un reparto natural, lo másnatural que puedas… —dijeron los trescasi a coro.

El viejo contó las nueces y luego lasfue repartiendo. Le dio al que habíahecho de sostén 11 nueces. Al que habíatrepado le dio 4 y a Mortimer, sólo 2.

—¿Qué es esto? —preguntarontodos, descontentos por igual—. Tedijimos naturalmente, no como túquisieras…

—Si lo hubiese hecho como yo

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quería, hubiese sido más equitativo.Hubiera puesto en manos de cada unocinco nueces, hubiera abierto lasrestantes dos, hubiera agregado avuestra posesión media nuez más paracada uno y me hubiera comido la últimamitad en pago por mi participación, parano favorecer a ninguno de los tres. Perovosotros me pedisteis que fuera unreparto natural. Pues bien, la naturalezaes así, a unos les da mucho; a otros, algomenos, y a algunos no les concede casinada.

La realidad de la vida no siempre esequitativa, y es más, la mayoría de lasveces es bastante injusta. Pero esteconcepto no debería desmoralizarnos, ni

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mucho menos ser utilizado comoargumento para otras injusticias más«humanas». Por el contrario, deberíareafirmarnos en el compromiso vital decada persona con su entorno. El hombre,gregario por naturaleza, debe actuar,legislar y gobernar teniendo presente lanegociación interna entre su pretensión yla realidad, entre sus intereses y los deotros. Esto es casi una obviedad, pero latarea más importante es otra y muchomás difícil: consiste en la ciclópea tareade intentar acomodar las distorsionesque plantea el desigual reparto derecursos y posibilidades que el azardistribuye entre las personas. Consisteen luchar por igual por nuestra felicidad

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y por la de todos.

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PASO 17

Iguala sin competir

Con una regularidad inesperada, sientoque me despierto muchas mañanasnavegando con dolor en los mares delodio del mundo. Sin terminar dedespertarme del todo, últimamente meinquieta comprobar que, viendo laspáginas de las noticias, necesito leer elepígrafe de las fotografías para saber sipertenecen a nuestro país, a un pueblovecino o a hermanos de países más

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lejanos.Y lo peor es que, desde hace algunos

años, frecuentemente compruebo conespanto que esas imágenes son de aquí.De aquí mismo. La barbarie, el daño, lacrueldad o la simple injusticia de unamuerte absurda han ocurrido a cinco, adiez o a cuarenta minutos de nuestracasa. La víctima es muchas vecesalguien como tú o como yo, alguno delos que, con o sin conciencia, nosencontramos cautivos de un mundo cadavez más violento.

Es triste darse cuenta de que unos yotros, víctimas y victimarios, agresoresy represores, opositores y oficialistas,tienen algo de razón en su discurso; y no

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nos sirve de consuelo reconocer quehemos llevado en nuestra voz algunas delas ideas que hoy se enarbolan parajustificar lo injustificable.

Pero es más triste todavía ver que,de alguna manera, estamos todosamenazados por alguno de los fantasmasque asolan las sociedades a punto dedestruirse: la resignación, el miedo y eldeseo de venganza.

En este recorrido que nos hemospropuesto en dirección al desarrollo decada persona, el próximo paso seránecesariamente el de ayudar a que se déel cambio que la sociedad necesita, yesto empieza por fuerza hermanándonoscon aquéllos a quienes la vida castiga

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hoy más duramente. Hablo, como diríaLima Quintana, de ayudar a los quequedaron rezagados. Y no se trata deencontrar la manera de que nadie tengapaz y entonces obtengamos el consuelodel mal de muchos, sino que estamos encamino y que nuestra lucha es paraigualar hacia arriba y no hacia abajo.

En la consulta, un terapeuta confirmacon regular asiduidad que ese intento untanto miserable de igualar en ladesgracia a los que disfrutan de unmejor pasar está muy lejos de estarreservado a la lucha de clases o a losque se sienten víctimas de grandesinjusticias.

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Ella, una atractiva mujer cercana a loscuarenta, se cuestionaba en su terapia ladecisión de divorciarse que habíatomado casi intempestivamente un añoantes. Sin embargo, lo que decía noparecía la expresión del dolor de quienha perdido o ha visto rota su pareja. Aella le irritaba hasta la exasperación elhecho de que su «ex», como ella lollamaba, a los seis meses ya «habíaencontrado otra» y, según sus propiaspalabras, «se lo estaba pasandodemasiado bien». Con este últimojustificante ella se ocupaba, cada día,premeditada y alevosamente, demolestarlo un poco, con sus

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reclamaciones, reproches o exigencias,absolutamente impertinentes.

—No puede ser que esté disfrutandode la vida «de lo más campante»… —me decía—, es injusto. Que sufra unpoco, como sufro yo.

Podríamos interpretar esta conductacomo un intento de llamar la atención desu antiguo marido tanto como podríamosinterpretar la conducta extrema dealgunos grupos de violentos en la mismalínea, pero eso no evitaría, creo, lacreciente sensación de intimidación yagresividad en la que vivimos loshabitantes de nuestro amenazadoplaneta.

No es necesario poner más acento en

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detallar los efectos devastadores queesta inquietud, transformada en estréscrónico, tiene sobre nuestra existencia,psíquica, física y espiritualmente. Losefectos del estrés son muy conocidos enlos tiempos que corren, tanto en nuestrorendimiento laboral como en nuestravida afectiva, y los profesionales de lasalud conocemos demasiado bien losmecanismos de deterioro de la calidadde vida y la amenaza a nuestropronóstico real de años de vida.

Sabemos y hemos confirmado que laprimera respuesta de nuestra sociedad,la de aumentar la respuesta represivapara volverla una amenaza frente a losactos de los violentos, no ha dado

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resultados satisfactorios, y aseguro queno los dará a largo plazo. La ayuda quela corrección de las leyes puede aportares indispensable, pero no suficiente. Laactitud de ignorar a los antisociales, enla supuesta esperanza de que, al verseexcluidos, modifiquen su actitud, pareceingenua y peligrosa para nuestraintegridad. Nos encontramos, pues, en loque parece ser un callejón sin salida.

A veces, cuando la seriedad delpensamiento academicista no alcanza, elhumor viene en nuestra ayuda. Decía elgenial humorista Landrú en un epígrafede la famosa y tristemente desaparecidarevista argentina Tía Vicenta:

«Cuando esté en un callejón sin

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salida, no sea tonto, salga por dondeentró».

Si la idea planteada de la génesisdel problema, a partir de un desvío de latransmisión cultural, tiene algo deverdad, parece obvio que el camino dela solución deberá empezar centrándoseen la educación que damos a nuestroshijos.

Y como casi todas las cosas, eneducación, cuanto antes, mejor.

No me refiero sólo a la educaciónformal de la escuela primaria, merefiero a todos los niveles educativos.Hablo de la responsabilidad de lospadres, de los docentes y profesores detodos los niveles de la educación, de los

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empresarios, de los artistas y de losdirigentes. Hablo de trabajar juntos paraatacar los condicionamientos de laspautas de éxito comparativo quecondicionan nuestra conducta desde elmercado laboral, social, familiar yespiritual. Hablo de la escuela, delperiodismo, de la familia, de la pareja,de la televisión y del arte. Hablo determinar de una vez y para siempre conla idea de la «sana competencia»,acomodaticia y falsa justificación deesta distorsión de nuestra sociedad. Dehecho, me gustaría dejar por escrito miposición, por cierto, comprensiblementediscutible. Para mí no existe la «sana»competencia; he aprendido que no es

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imprescindible y que, difícilmente, seobtenga algo saludable de tal sanidad.

En todo caso, y si debemos aceptarque existe en nosotros una tendenciainnata a la comparación con otros,dejemos esos aspectos limitados aldeporte. Solamente en ese campo lacompetencia puede transformarse en unjuego liberador de comparación dehabilidades y recursos. Sólo a través deldeporte se podría sublimar este aspectonefasto. Una digresión momentánea quenos permita volver a nuestro mundocotidiano sin necesidad de demostrarque soy capaz de conducir más rápidoque nadie por la avenida costaneradespués del estúpido triunfo que para

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algunos es haber bebido más queninguno.

Los ancianos del Consejo de una antiguaaldea llegaron hasta la choza de un viejomaestro. Iban a consultar al sabio sobreun problema del pueblo.

Desde hacía muchos años, y pese atodos los esfuerzos del Consejo, loshabitantes habían empezado a hacersedaño. Se robaban unos a otros, selastimaban entre sí, se odiaban yeducaban a sus hijos para que el odiocontinuara.

—Siempre hubo algunos que seapartaban del camino —dijeron losconsejeros—, pero hace unos diez años

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comenzó a agravarse, y desde entoncesha empeorado mes a mes.

—¿Qué pasó hace diez años? —preguntó el maestro.

—Nada significativo —respondieron los del Consejo—. Por lomenos nada malo. Hace diez añosterminamos de construir entre todos elpuente sobre el río. Pero eso sólo trajobienestar y progreso al pueblo.

—No hay nada de malo en elbienestar —dijo el sabio—, pero sí lohay en comparar mi bienestar con el delvecino. No hay nada de malo en elprogreso, pero sí en querer ser el quemás ha progresado. No hay nada demalo en las cosas buenas para todos,

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pero sí en competir por ellas. Lasolución es un cambio de sílaba…

—¿Cambio de sílaba? —preguntaron los del Consejo.

—Debéis enseñar a cada uno de loshabitantes del pueblo que si a la palabracompetir le cambian la sílaba central PEpor la más que significativa sílaba PAR,se crea una nueva palabra: com-PAR-tir… Cuando todos hayan aprendido elsignificado de compartir, la competenciano tendrá sentido y, sin ella, el odio y eldeseo de dañar a otros quedarásepultado para siempre.

Tú ya sabes que, equivocado o no,yo reniego de los méritos que se leatribuyen a la competencia salvaje por

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ser el mejor, y que incluso en el áreadeportiva me fastidian las consecuenciasde las pasiones fanáticas que algunasveces consiguen trasladar la noticia deun partido de fútbol, de las páginasdeportivas, a las crónicas policiales. Sinembargo, puedo reconocer que esimposible convivir en nuestra sociedaddesconociendo que cierto grado decompetitividad es inherente al entornoprofesional, social y familiar.

La lingüística nos ayuda a salvar talincongruencia cuando nos permitediferenciar el significado de lacompetencia en el sentido de larivalidad y de la batalla entre varios porser los mejores, y la competencia en el

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sentido de volverse competente en loque cada uno hace.

En este último sentido podemoshablar de sana competencia. El deseoque, en última instancia, nos llevará, sinecesitamos poner un punto dereferencia, a ocuparnos, en el mejor delos casos, de mejorar el promedio.

Y, de hecho, en un sentidopragmático, la mayor parte de las vecesel éxito en los resultados no nos pide serlos mejores, sino actuar másadecuadamente, más eficazmente o mássabiamente que la mayoría.

Para recorrer este camino decrecimiento (sin rivalidades, sinenfrentamientos, sin la idea del

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gana/pierde) no es necesario vivircontrolando lo que otros hacen o puedenhacer. Para esto siempre, repito, siempreson necesarios el trabajo, la disciplina yel esmero que se mide por el tiempo quedediquemos a mejorar nuestro potencial;la medida en que nos ocupamos decrecer, explorar, intuir, practicar y, apartir de ello, aprender a aprender,como dicen los maestros de Oriente.

Déjame que te cuente una graciosahistoria que nos obliga a reflexionarsobre nuestro tercer paso de estasegunda etapa.

Dicen que una vez, en algún lugar deÁfrica, un explorador fue capturado por

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un grupo de soldados mercenarios que,después de desarmarlo, decidieronllevarlo ante el comandante para queéste decidiera su suerte. El extranjerohabía intentado resistirse, pero el jefedel grupo le había advertido que losacompañara sin forcejeos o le mataríanallí mismo.

Rodeado de diez hombres armados,fue forzado a caminar hacia elcampamento a través de un extenso llanoque empezaba donde desaparecía laselva. Uno de los hombres caminabaunos veinte metros delante del restoseñalando el camino.

De pronto, el guía gira sobre suspasos y corre hacia la selva.

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—¡Huyamos! —les grita—. ¡Unleopardo nos ha olido y viene haciaaquí!

La mayoría de los soldados, queconocen la velocidad y agilidad delleopardo, tiran lo que llevan en la manoy empiezan a correr. El explorador, yasin el control ni amenaza de suscaptores, se sienta en el suelo, saca desu mochila un par de zapatillas yempieza a sacarse las botas paracambiarse de calzado. El jefe de lossoldados lo mira mientras empieza aescapar y le grita:

—¡Qué idiota eres! Pierdes unossegundos de oro. El leopardo corre adoscientos kilómetros por hora. ¿Qué

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importancia tiene si corres conzapatillas o con botas?

El explorador acabó de calzarse laszapatillas y empezó a correr mientras legritaba al mercenario:

—Yo no necesito correr más rápidoque el leopardo. Para salvarme de susdientes, lo único que necesito es corrermás rápido que algunos de vosotros… ypara eso necesito ponerme laszapatillas.

El paso que propongo consiste enser capaces de aumentar nuestraidoneidad y volvernos más y máscompetentes pero menos competitivos.No hemos de confundir el saludablehecho de intentar ser la mejor persona

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que podemos ser con la gozosa vanidadde acariciarse el ego por haberlosderrotado a todos.

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PASO 18

No temas al fracaso

Aprender a negociar es, como dijimos,aprender a renunciar a un pedacito de loque deseamos. Para muchos de nosotrosesto es equivalente a un fracaso y, paracasi todos, esta palabra equivale a unagran catástrofe personal. Tanto, quesolemos enfadarnos, maltratarnos yagredirnos cada vez que algo no salecomo queríamos, como si no tuviéramosen cuenta que la frustración es el

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comienzo del aprendizaje.El desarrollo personal, que como

venimos diciendo es el logro másimportante de nuestra vida, representa ala vez meta y desafío, y es condiciónpara la propia realización, así comoestación forzosa para descubrir nuestracapacidad de ayudar a otros.

Pero a este crecimiento interno, talcomo lo concibo, no se puede accedermás que a través de la experienciacotidiana de vivir y de equivocarse.Aprender es la cosecha de recrear lovivido, mucho más que un meroejercicio intelectual.

De hecho, desde lo pedagógico, sólose puede aprender desde el error. Si

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haces algo bien desde la primera vez,puede ser que halagues tu vanidad, perono aprendes nada. Ya lo sabías. Si estáen juego tu vanidosa lucha por el éxito,tus alegrías provendrán solamente dellogro de lo perfecto. Si lo másimportante está en el aprendizaje, y conél el crecimiento, entonces equivocarseserá una parte esencial y deseable delproceso.

Aunque nos equivoquemos, esconstructivo haber hecho lo hecho. Almenos alguna cosa habremos aprendidode ese fallo. Tal vez aprendimos que ésano era la manera; tal vez que ése no erael momento; tal vez que ésa no era lapersona o quizá, ¿quién sabe?…, que

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hacer eso no era tan sencillo.

Mis primeros años en la profesiónfueron duros y llenos de todo tipo denecesidades, como para la mayoría demis compañeros de promoción. Los máscautos supieron esperar su momento, losmás inteligentes encontraron másrápidamente su rumbo, los másafortunados se cruzaron con unaoportunidad que los llevó a sudesarrollo definitivo. La mayoríabuscamos durante años la probabilidadde insertarnos holgadamente en nuestrofuturo. Yo, que hacía cuarenta y ochohoras de guardia psiquiátrica en unaclínica privada y asistía al servicio de

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psicopatología del hospital Pirovano,sacaba tiempo para algunas actividadesadicionales. En paralelo a mi profesiónde médico, fui mozo de almacén, taxista,vendedor de libros, agente de seguros yprotagonista de alguna que otra pequeñaaventura económica (como fabricarbolsos deportivos o comprar coches deocasión para revenderlos).

Un día conocí en la clínica a unhombre que venía a entregar un materialdesechable que se necesitaba en laenfermería. Mientras tomábamos un caféa la espera de la secretariaadministrativa que le daría su cheque,me habló de un proyecto en el queestaba embarcado. Estaba estableciendo

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contactos con una empresa alemana parala importación de unas cánulas deperfusión, que eran una gran novedad.Dado que no había abastecimiento en elpaís, el negocio podía ser muy prósperocon poca inversión si uno tenía, como él,todos los contactos. De hecho, estaba ala espera de una nota del exteriornombrándolo representante paraArgentina y Latinoamérica.

Mientras hablaba, yo me preguntabaqué posibilidades habría de que mepermitiera participar, aunque fueraminoritariamente, de la importación. Mepareció una buena idea invitarlo a micasa a cenar y hablar un poco delnegocio con tranquilidad.

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Ese viernes nos reunimos sobre lasocho para comer unos tallarines que miesposa había cocinado. En los postres,mientras el invitado me daba losdetalles, Perla me llamó a la cocina paraque la ayudara a llevar el café y unostrozos de pastel.

—No hagas negocios con ese tipo —me dijo al pasar.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué hapasado?

—Nada —me dijo—, pero no megusta.

—¿Qué le has visto? —indagué—. Amí me parece un tipo fantástico.

—No le he visto nada… pero nosé…, no me gusta —insistió, arrugando

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el ceño como quien huele a podrido.—No, mi amor —me quejé—. Dame

una razón.—No sé —insistió… Y después de

una pausa me dijo—: No me gusta sucorbata.

Yo le dije que era ridículo descartaruna oportunidad de ganar dinero sóloporque a ella no le gustaba la corbata dequien podía ser nuestro socio.

No vale la pena ahondar en detalles.Finalmente, Perla aceptó lo ilógico desu sospecha y nos metimos en el negociocon una gran parte de nuestros pocosahorros.

Ya te imaginas el final. Laimportación, si era cierta, nunca llegó y

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el señor desapareció del mapallevándose todo lo que algunoshabíamos aportado, dejando tras de sí unmontón de papeles inútiles que quedaroncomo recuerdo de una pequeña y costosaestupidez.

No quiero hablar aquí de mi pocotino, ni de mi poca habilidad para losnegocios que acepto y reconozco desdeentonces, sino de la importancia de unfactor que solemos despreciar: laintuición. A todos nos pasa que, a puntode hacer algo, sentimos que se nosenciende una luz roja o tenemos uninquietante temblor inexplicable. Heaprendido que la intuición funcionacomo la suma de lo que percibimos sin

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poder expresar en palabras. Vemos sinsaber cómo ni por qué algo que nuestrarazón no comprende.

En lo personal, yo aprendí con losaños que esta capacidad, la intuitiva, nopuede ni debe reemplazar a nuestrointelecto ni a nuestra experiencia, peropuede sernos de gran ayuda. El pequeñoepisodio relatado me ha servido demucho. Nunca cierro un trato con nadiesin invitarlo a comer a mi casa. Alformalizar la invitación, siempre aclaroque es imprescindible venir concorbata…

Nuestro temor a equivocarnos es elresultado de nuestra educación. Desde laniñez nos han dicho que debemos

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intentar no cometer errores. Y ésta esuna de las enseñanzas más importantesen todas las sociedades del mundo, lamás condicionante de las pautas denuestra cultura y el más dañino de todoslos mandatos.

Hoy es casi tarde, pero si hubierasvenido a verme cuando tenías cincoaños, hubiera sido fácil transformarte enun superdotado. Hubiera bastado conestablecer un sistema de premios, dondese te recompensara por cada error quefueras capaz de inventar y cometer.

Como es evidente que sólo seaprende de los errores, te volverías enpoco tiempo un niño genial. Es ciertoque yo no me hubiera atrevido, pero de

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todas maneras, no perdimos nada porquetus padres tampoco te hubieranpermitido seguir en ese sistemaeducativo.

Nuestra cultura se distancia muchode este camino, aunque sostenga quepersigue ese fin. Sobrecargamos a losniños con más y más exigencias deacertar y, por eso, lógicamente loscondicionamos para creer que necesitansiempre a alguien, más poderoso o másautorizado, que les diga qué es loadecuado y lo inadecuado de suscreencias. Queremos padres que nosenseñen qué está bien, para protegernosde todo mal; queremos leyes duras quedecidan qué debemos hacer y quiénes

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deberíamos ser, y que castiguen concrueldad a los que no estén de acuerdo;queremos gobernantes celadores que noscarguen de mandatos, razones yamenazas, para que la sociedad nocometa más errores y no tengamos mássorpresas ni sobresaltos. De algunamanera, actuamos como si noquisiéramos crecer; como si nos gustaraseguir siendo niños, deseando que algúnotro se ocupe de todo; alguien que,desde arriba, en el sentido político,geográfico o divino, nos obligue a todosa hacer «lo correcto» y nos proteja de lasoledad, del abandono, del dolor y deldesprecio de los que no nos permitenequivocarnos. De muchas formas,

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estamos entrenados para evitar el error,y sólo haciéndolo y esperando lo mismode los demás nos sentimos seguros.

Te propongo una vez más que nosriamos juntos de ti y de mí, de todas lasveces que actuamos como elprotagonista de esta historia.

Un hombre invita a una amiga a ver unapelícula de aventuras. En la puerta delcine le cuenta que él ya la ha visto y quele gustó tanto que ha decidido volver.

A media película, él le dice:—Qué te apuestas a que cuando

llegue al piso, no entra.—Pero si ya has visto la película…

—Lo increpa la joven.

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—Sí. Qué te apuestas a que no entraen el piso…

La chica no contesta, pero en lapelícula el protagonista entra en su pisoy es golpeado salvajemente por los quelo estaban esperando.

El hombre mira a la mujer, que locontempla sobresaltada y le explica:

—Es que pensé que después de lapaliza que le dieron ayer hoy no iba aentrar…

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PASO 19

Vuelve a empezar

Si en el capítulo anterior intentamosrescatar el valor de equivocarse, comoparte del proceso de aprender del error,en éste intentaremos jerarquizar laperseverancia y el coraje de aquellosque se animan a volver a empezar.Después de todo, de eso se trata elmecanismo profundo de llegar al lugardeseado, por materialista, mundano,importante o celestial que sea ese lugar.

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En el camino de nuestra vida, una ycien veces llegamos a puntos muertos,lugares sin retorno, situaciones a lascuales nos ha conducido un error tanimportante que ni siquiera tienecorrección. En esos momentos caberecordar este paso. La decisión devolver a empezar.

Hace miles de años, Heráclito lodijo en una sola frase que representa lainapelable verdad de lo obvio: «Nadiese baña dos veces en el mismo río».

Comenzar «de nuevo» y no otra vez,rescatando de nuestro recorrido anteriorel registro de lo aprendido alequivocarnos, para intentar encontrar losnuevos errores de este nuevo trayecto.

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Este paso se llama «Vuelve aempezar», pero no en el sentido de hacerlo mismo otra vez, sino en el sentido delretorno, del retroceso, de caminar haciaatrás hasta el lugar donde erré el rumboo al lugar desde el cual no hay camino.

Volver a un lugar en el que ya estuve,sabiendo que la situación ya no será lamisma y el espacio será diferente.

Volver con la conciencia de que,aunque todo haya cambiado, yo seré elmismo y, paradójicamente, con lacerteza de que en realidad ni siquiera yoseré exactamente el que era…

Hace diez años tuve el privilegio deasistir al congreso de «Comunicación y

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cambio» que se convocó en Roma. Erala segunda vez que yo pisaba Europa ymi fantasía era, después de finalizado elcongreso, aprovechar para conocerTaormina.

Nada que pueda ser dicho enpalabras puede describir esa bellísimaciudad de Sicilia.

Los paisajes, la gente, la ciudadelaamurallada en lo alto, con calles tanestrechas que no permiten la entrada deautomóviles, la vista del Mediterráneoy, por supuesto, el Etna; el volcán que,humeando constantemente, recuerda queestá dormido, pero vivo.

Después de caminar un día por laciudad, uno comprende algunas palabras

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del genial Luigi Pirandello y de lanovela Te acordarás de Taormina deSilvina Bullrich.

Recordaré por muchos motivos esteviaje, pero sobre todo por una pequeñaconversación que mantuve conGiovanni.

Este siciliano era un atlético hombrede unos treinta y ocho años que atendíaun pequeño bar en Nicolosi, el puebloque está enclavado en la ladera este delvolcán. El Etna tiene dos laderas, unaempinada y otra llana: la primera pordonde el volcán derrama lava cuandoentra en erupción y la otra más seguradonde la lava nunca llega. Nicolosi, elpueblo de Giovanni, no está en la ladera

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segura, está levantado a ocho kilómetrosbajo el cráter, en la ladera peligrosa delEtna.

El pueblo tiene calles de lava y fuereconstruido siete veces, una después decada erupción del Etna, siempre en elmismo lugar.

—¿Por qué reconstruyen este puebloaquí, una y otra vez?

—pregunté adivinando la respuesta.—Mire… mire —me dijo Giovanni,

apuntando su huesudo dedo alMediterráneo—, mire el mar y la playa,y mire la montaña, y la ciudad… Éste esel más bello lugar del mundo… Miabuelo siempre lo decía.

—Pero el volcán… —le dije— está

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activo… Puede volver a entrar enerupción en cualquier momento.

—Mire, signore, el Etna no escaprichoso ni traicionero, el volcánsiempre nos avisa; jamás estalla de undía para otro. —Y como si fuera obvio,siguió—: Cuando está por «lanzar», nosvamos.

—Pero ¿y las cosas?: los muebles,el televisor, la nevera, la ropa… —protesté—, no pueden llevárselo todo…

Giovanni me miró, respiróprofundamente apelando a la pacienciaque los sabios tienen con los ilustradosy me dijo:

—¡Qué importancia tienen esascosas, signore!… Si nosotros seguimos

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con vida… todo lo demás se puedevolver a hacer.

A finales de 2005, las fotografías detodos los diarios mostraban lasespantosas imágenes de la lavabarriendo una vez más Nicolosi.

No había víctimas, el pueblo habíasido evacuado antes de que la erupcióndestruyera cada pared, cada árbol, cadabalcón y cada flor.

Nunca más hablé con Giovanni, perocerrando los ojos puedo adivinar que,pasado el peligro, Giovanni trepó laladera con sus vecinos y, en pocassemanas, volvieron a reconstruir elpueblo, para empezar su historia, poroctava vez.

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Este paso debe servir para recordarque, por difícil que parezca, por duraque haya sido la experiencia, porcostoso que haya resultado el error, essiempre posible volver a empezar.

Me contaron esta historia… Dicenque sucedió así.

La profesora entró en clase; esa tarde,con una sonrisa muy particular. Con susidas y venidas, tenía con sus alumnosadolescentes una relación que entretodos habían logrado que fueseagradable. Los primeros meses habíansido duros y varios factores podríanhaber hecho que no tuviera arreglo.Trabajar con adolescentes nunca era

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fácil. Menos aún con esos jóvenes queya tenían antecedentes de haberconseguido que las dos profesoras deinstrucción cívica anteriores a ellapidieran una baja transitoria. Menos auncuando la suya era la última hora declase del lunes, momento en el que todoslos alumnos deseaban una sola cosa:¡irse a casa!

Por eso, cuando les dijo que ése eraun día muy especial para ella, no mentía.

—Hoy no vamos a hablar de leyes,ni de instituciones políticas. Hoy vamosa empezar un experimento, si meayudáis.

Los jóvenes habían aprendido aquerer y respetar a esa joven docente

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principiante, que se hizo cargo del cursoadmitiendo desde su primer día queestaba muerta de miedo.

—He traído estas cintas azules…Son simples trozos de cinta de raso,pero nosotros vamos a decidir que cadauna lleva un mensaje oculto, algo que yotengo para decirle hoy a cada uno.

Y dándole la espalda a la clase,escribió con tiza en la pizarra:

El mensaje es…Eres importante para mí.Luego los miró a todos y siguió:—Voy a pediros que salgáis a la

pizarra y me dejéis que os ponga unacinta en el pecho a cada uno… Porquecada uno de vosotros ha sido, durante

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todo este año, y sigue siendo ahora,importante para mí.

Entre sorprendidos y divertidos, losjóvenes se miraron y el primero de lafila de la izquierda se puso en pie ypasó. La profesora le colocó una cintasujetándola con un imperdible, ydespués de darle un beso en la mejilla,hizo un gesto para que pasara otro de susalumnos.

Así toda la clase quedó galardonadacon las cintas azules.

Todos se sentían emocionados yagradecidos.

—Gracias a todos por este año detrabajo… —Siguió la profesora—. Peroahora vamos a practicar el experimento.

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Voy a dar a cada uno tres cintas azulespara que os las llevéis. Quiero pedirosque, cuando lleguéis a casa, os sentéisun momento a pensar quién, entrevuestras relaciones, es una personaimportante para vosotros. Puede ser unamigo, una pareja, un familiar ocualquier persona, con la condición deque no sea de esta escuela. Cuandodecidáis quién es esa persona, quieroque os sentéis durante unos minutosfrente a ella y le coloquéis una de lastres cintas en el pecho, como yo hehecho con vosotros. Animaos a decirlecon sinceridad y sin tapujos por qué esimportante su presencia en vuestra vida.Después contadle el experimento y

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entregadle las otras dos cintas para quecontinúe con la experiencia…

Casi todos los alumnos salieron declase muy emocionados. Casi todospensaban en la continuidad de la tarea.Casi todos sintiendo que una de laspersonas a las cuales le hubieran dadosu cinta era la profesora misma, si ellano hubiera excluido de la elección a lagente de la escuela.

Hacía tres años que Juan Manuelvivía en la ciudad y todas las personasque habían sido importantes en su vidase habían quedado en su pueblo natal.De hecho, sus únicos amigos eran suscompañeros de la escuela. Aparte deellos, casi no tenía trato con nadie. Sus

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vecinos de habitación, como el resto delos que vivían en la pequeña pensión delas afueras, eran inmigrantes y apenashablaban el idioma.

Al joven no le dolía tanto laconciencia de su soledad como laimpresión de que, por su culpa, podíafracasar el experimento que la profesorales había propuesto.

Por la noche, mientras las luces dela calle le lastimaban los ojosmetiéndose por las rendijas de lasventanas, Juan Manuel pensaba. Pocashoras después sonaría el despertador yél se levantaría para prepararse y salirjusto a tiempo para coger el tren, elmismo que cada mañana lo llevaba hasta

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la estación central.Y entonces se dio cuenta. Cada

mañana, en la estación, el estudiante seencontraba en el andén con un jovenejecutivo que viajaba a la misma hora ybajaba una estación antes que él. Nuncahabían tenido una conversación, perohabían aprendido a reconocerse y en losúltimos meses la sonrisa mutua se habíatransformado en un «Hola, qué tal» o enun gesto cómplice que compartían, todoslos días, semana tras semana, a la mismahora.

Juan Manuel se dio cuenta de queese joven del que ni siquiera sabía elnombre era la primera persona conquien hablaba cada mañana. Se dio

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cuenta de qué diferentes serían susmañanas si no se lo cruzara nunca más.Se dio cuenta de que, sólo por ese«Hola» o «Buenos días», ese encuentroera importante para él.

Por la mañana, muy temprano, fue ala estación a esperar a su compañero deviaje para entregarle su cinta azul ycederle la responsabilidad de continuarel experimento con las otras dos.

Esa mañana, a causa de la largacharla con el muchacho de la estación,el joven ejecutivo llegó tarde al trabajo.Y cuando su jefe, el señor García, loregañó, quizá con demasiada dureza, sedio cuenta de que ese hombretemperamental, duro, obsesivo y gritón

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era importante para él. Había aprendidotanto del señor García… y nunca se lohabía hecho saber. La cinta azul era unabuena excusa.

El señor García no era lo que sedice un hombre sensible; sin embargo,después de una breve resistencia nopudo evitar agradecerle a su empleadoque lo eligiera para darle su cinta.

—Ahora ha de terminar este trabajo,jefe —le dijo finalmente mientras ledaba una cinta igual a la que habíadejado en su pecho—. Tiene que elegir auna persona que sea importante parausted y darle esta cinta…

El joven ejecutivo se despidió hastael día siguiente y el empresario no tuvo

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duda de a quién le pertenecía esa cinta.¿Cuánto hacía que no le decía a su hijoSantiago cuánto lo quería, lo importanteque era para él?

A diferencia de la mayoría de lasnoches, esta vez salió de la oficina a lassiete y media, y condujo por la autopistaembotellada hacia su casa.

Una hora después, al llegar, suesposa no podía creer tenerlo en la casatan temprano.

—¿Te encuentras bien, querido? —preguntó preocupada.

—Sí —dijo el hombre—. ¿Dóndeestá Santiago?

—En su cuarto, como siempre…¿Pasa algo?

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Sin contestar, subió las escalerashasta el piso superior y golpeó la puertade la habitación de su hijo.

—¿Quién es? —preguntó elmuchacho desde dentro.

—Soy yo…, papá. ¿Puedes abrirme?—¿Qué he hecho ahora? —dijo

Santiago mientras abría la puerta y sevolvía a sentar frente a la ventana, sinquedarse a esperar la respuesta.

—Nada, hijo… No has hecho nada.Nada malo.

Entonces le contó lo del encuentrocon su empleado, le explicó laexperiencia de la profesora de laescuela, y luego le puso la cinta en elpecho mientras le decía:

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—Quiero que sepas que eres muyimportante para mí.

Santiago se quedó paralizado,mirando al empresario a los ojos. Nisiquiera pudo contestar al abrazo que supadre le dio con inusual efusividad.

Y entonces se puso a llorar y empezóa decir:

—Perdóname, papá… Perdóname.—No me pidas perdón, hijo. Soy yo

el que debería pedirte que medisculpases mi ausencia de todos estosaños.

—Es que yo no lo sabía, papá.Perdóname.

—¿De qué me hablas, hijo? ¿Quésucede?

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El joven abrió el pequeño cajón desu mesita de noche y sacó de allí unfrasco de pastillas. Hablabaentrecortado, sin poder parar de llorar.

—Son barbitúricos, papá… Pensabatomarlos y terminar con mi vida estanoche, porque creía que no le importabaa nadie.

El señor García sacó de su bolsilloun pañuelo, secó con él las lágrimas desu hijo y luego lo puso sobre la nariz delmuchacho.

—Sopla —dijo el señor García.Y ambos rieron juntos como hacía

tiempo. De alguna manera, nada sería lomismo entre ellos. Todo empezaba otravez, pero esta vez posiblemente para

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llegar a un lugar mejor.

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PASO 20

No dudes del resultado final

Déjame imaginar que has leído cada unode estos pasos y que has querido aceptaresta propuesta que te he hecho desdeaquí de caminar hacia una mayorrealización personal. Permítemeentonces que piense que te has ocupadode conocerte cada día un poco más, quehas conquistado el espacio de suautonomía y que, después de entregarteal mejor amor del que seas capaz, has

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conseguido reírte de tus defectos. Comote permites escuchar activamente,aprendes con humildad, empiezas a sermás cordial y organizas tu tiemporespetando el ajeno; ahora que sabescómo ofrecer de una forma más atractivalo que eres y lo que haces, puedes elegircon más acierto a aquellos de quienes terodeas.

Déjame que suponga que con estelibro has podido ratificar o rectificaralgunas cosas que sabías y que hasactualizado, has puesto tu creatividad alservicio de tu mejor posesión, que erestú mismo, y te has dado cuenta de que elmejor sentido de lo equitativo es intentarigualar hacia arriba, aprovechando cada

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día de tu vida. Por eso trabajas paraterminar con tus adiccionescondicionantes y tu apego a las cosas y alas personas, corres riesgos evaluados ynegocias sólo cuando es necesario, sinceder en lo que no quieres y sacándolepartido al fracaso.

Finalmente no temes volver aempezar, como dice Alejandro Lerner ensu canción, o como lo sugiere HamletLima Quintana en su poema «Sin fin»:

[…] Que cada uno cumpla con supropio destino,

elija su rumbo, reconozca sus pozos,riegue sus plantas,

y si cae en la cuenta de que ha

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errado el camino,que desande lo andado y reconstruya

la casa.

Ahora, después de haber andado ydesandado, después de haber asistido aalgunas catástrofes y derrumbesproducto de algunos errores en elcamino, después de decidirnos por lareconstrucción de la casa, nos quedasolamente un paso para dar juntos, elúltimo, el fundamental, quizás el másdecisivo de esta propuesta.

Podríamos llamarlo de muchasmaneras; yo prefiero enunciarlo comoaprender a confiar en el resultado final.

Es indudable que aprender a confiar

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en nuestras habilidades, dones yposibilidades es un recurso de granayuda en el logro de cualquier tipo deobjetivos.

No hablemos ya de no creernos elmenosprecio de otros, como hemosdicho al principio del libro, sinotambién, y sobre todo, de intentarrodearnos de mensajes de confianza delexterior, fortalecidos y motivados por lapropia y renovada apuesta por nosotrosmismos.

Quizá sea cierto que no todospueden conseguir algún logro específicoque se nos ocurra, pero a la vez es ciertoque cualquiera puede lograr todo lo quepretende, si abandona la urgencia, si

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persevera actuando congruentemente conel propio deseo, siempre y cuando eldeseo sea auténticamente propio y nouna necesidad de otros «plantada» ennuestro corazón.

Se suele decir que nuestrasfrustraciones suelen ser achacables anuestra impaciencia más que a la faltade posibilidades concretas, y quizá seacierto.

Cuando se le pregunta al Dalai Lamaqué va a pasar con la parte de territoriotibetano que está bajo dominioextranjero, el gran maestro contesta:«Ellos saben que están haciendo algoque no es correcto. Tarde o temprano se

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darán cuenta de que esa tierra no espropia y la devolverán a su pueblo.Sabemos que eso puede tardar mil años,pero no tenemos prisa. Nos tranquilizasaber que ha de suceder…».

Sin embargo, somos occidentales yno podemos esperar siglos para que lascosas sucedan. Necesitamos intervenir,empujar, torcer, acomodar. Hemos desentir que somos nosotros los ejecutoresde la voluntad del cosmos, o por lomenos creer que, en parte, lo hemossido. Y no me parece mal. Cada cosaque sucede en el mundo, para bien opara mal, contiene un porcentaje deaportación por nuestra parte. Unaparticipación en ocasiones fundamental

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y en otras nimia, pero siempre presente.Cómo ignorar nuestra influencia en lossucesos que rodean a todas aquellascosas que deseamos y pretendemos, conlas cuales interactuamos siempre deforma directa o indirecta. Aceptar quecada hecho nos involucra es aprender asumar en lo personal, lo familiar y losocial, el sueño con la actitud, el deseocon el proyecto, la necesidad con laacción, el merecimiento con el trabajo,la paciencia con la decisión de noperder nunca el rumbo, la perseveranciacon la creatividad.

¿Te acuerdas de la historia delpostulante número 94 que te conté en elcapítulo 9? Aquí va un poco más de lo

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mismo…

El legendario Bob Hope contaba que,desde niño, su sueño siempre fue elcine. Ser un humorista reconocido yaplaudido en clubes de tercera categoríaera importante, pero él soñaba cadasemana con la «pantalla de plata».

Un día, alguien que confiaba muchoen él le consiguió un papelito en unapelícula de la Warner Bros. Eran apenasdos frases en una aparición de 52segundos de los cuales la mitad estabade espaldas, pero para Bob era elcumplimiento de su más ambiciosafantasía. Hacerlo le encantó. ¿Cómoconseguir que lo volvieran a llamar?

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Hope esperó durante semanas elmilagro de un nuevo contrato, pero nollegó. El cine era espectacular perotenía que hacer algo para ganarse lavida; no podía quedarse esperando quesu oportunidad llamara a su puerta; asíque aceptó un trabajo como humorista degira en centenares de bares a lo largo yancho de Estados Unidos.

Tenía que conseguir que alguno delos directores de casting se fijara en susvirtudes, pero ¿cómo? De pronto tuvouna idea. En cada ciudad en la quetrabajara se acercaría al correo local ymandaría dos o tres cartas a la Warner.En todas diría más o menos: «He vistola película “tal” y me ha encantado.

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¿Quién es ese joven que aparece al finaldel filme? Tiene pasta de buen actor.Mis amigos y yo quisiéramos verlopronto en alguna nueva película». Yluego firmaría con un nombrecualquiera. Semana tras semana, el actorrepitió la rutina en cada presentación.

Dice Hope que ese plan significabagastarse en sellos gran parte de lo queganaba en sus actuaciones; pero él sedecía que no era gasto, era inversión.

Su esfuerzo y su idea tuvieron surecompensa. A los tres meses, cuandollevaba ya más de cuarenta ciudades ymás de cien cartas, la Warner lo mandóllamar para ofrecerle un papel en susiguiente película.

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El día de la firma del contrato, Hopedeslizó un comentario para evaluar elefecto de su estrategia: «¿Qué les hizopensar en mí?». Uno de los hermanosWarner le contestó: «Cualquiera queviaje tanto y gaste tanto dinero eninventar nombres y mandar cartasmerece una oportunidad».

Han pasado veinte años desde quemis apuntes escritos para mí mismo ypara mis pacientes se transformaron porprimera vez en Cartas para Claudia, ycon ello en mi primer libro. Desdeentonces ha sido editado veintiochoveces y ha circulado en el mundo dehabla hispana de norte a sur.

A veces me preguntan: «¿Cuál de

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todos sus libros es el que más legusta?».

Y yo contesto (y es verdad) quetodos me gustan, pero que hay dos queprefiero siempre, como creo que lesucederá a casi todos los autores: elprimero y el último. Y es que aquellaemoción de recibir en mi casa junto a mifamilia aquella primera edición deCartas para Claudia no se puede olvidar.Setecientos cincuenta ejemplares dehojas escritas en una vieja Olivetti,fotocopiadas en la imprenta de laesquina y pegadas espantosa ydescuidadamente antes de ser pegadasdentro de aquella cubierta de cartulinarosa rabioso con desteñidas letras

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negras.No había decidido yo editarlo tan

precariamente…Antes había intentado ofrecer mi

libro a las tres editoriales queimprimían y vendían en Buenos Aireslos libros relacionados con lapsicología y con la conducta.

En cada una había dejado una copiadel texto completo, escrito y pegado congrapas de metal.

La reacción de cada una fuediferente. La primera ni siquiera quisorecibirlo, la segunda lo recibió y aceptóque yo hablara con el editor en jefe, queme miró y me dijo en actitud muyporteña:

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—Mirá, pibe —en aquel entonces yotenía treinta y dos años—, hay dos cosasque en Argentina no se venden: libros depsicología y libros de poesía. Si querésvender un libro alguna vez, escribí sobreotra cosa.

Muchos años después me enteré deque él, pobre, escribía poesía…

El tercero, el más especial, se riómucho y mientras me devolvía el textome preguntó si «sinceramente yopensaba que esto le podía interesar aalguien».

—No lo sé —le contesté, y leexpliqué que me había decidido aintentarlo empujado justamente por mispacientes, que creían que no sólo les

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había servido a ellos, sino que lo habíancompartido y que…

El hombre se rió un poco más y mehabló muy divertido sobre loscentenares de proyectos de libros que lellegaban. Cada día venían una docena omás de aspirantes a ser publicados,siempre traían en sus manos el originalde un libro que creían poco menos queimprescindible para la humanidad,porque sus familiares y amigos, que lohabían leído, los habían convencido desu genialidad y los habían conminado aque…

Sentí que era inútil explicarle que nome sentía incluido en ese grupo, dehecho, yo también dudaba de que a

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alguien más le pudiera interesar lo quealguna vez había escrito para mispacientes.

Aprendí mucho en esas entrevistas.Aprendí que no todo el mundo tienetiempo y deseo de saber lo que uno hacey cómo lo hace; aprendí que las propiasfrustraciones deterioran la capacidad deanálisis de las cosas de los demás;aprendí que los prejuicios de lospoderosos pueden impedir el despertarde otros, y aprendí, finalmente, a calmarmis ansiedades y darle a las cosas eltiempo que necesitan…

Muchas cosas han pasado en mi vidapersonal y profesional desde entonces.Mucha trascendencia, mucho

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reconocimiento, mucha realización en lolaboral, muchos cambios en mi forma dever y de intervenir terapéuticamente,demasiados cambios y todos muyhalagadores. Cambios que a su vez hanido interactuando con eficiencia a lolargo del tiempo, con mis propiasconvicciones y con la confianza queotros muchos depositaron en mí, paraayudarme a ser, en suma, lo que hoy soy.

Te dejo este último cuento…

Hace algunos años, mientras paseabapor una de las playas de ensueño de lasislas Baleares, me detuve a charlar conun viejo pescador que estiraba sus redesa lo largo de la costa. Fue él quien me

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contó esta historia, diciendo que habíasucedido allí mismo en una de esasislas.

Hubo un tiempo en que los barcosque recorrían el Mediterráneo, ida yvuelta desde Cádiz hasta Estambul, sedetenían en los puertos de las islas. Allí,mientras los cargueros descargaban susmercaderías y se aprovisionaban detodo lo necesario para seguir su viaje,los marineros repetían el mismo ritual.

Recibían su paga y corrían a lataberna para gastarse hasta el últimocentavo en vino y mujeres. Y cuando eldinero se acababa, dos o tres díasdespués, los marineros volvían al barco,saturados de alcohol y borrachos de

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sexo o al revés, para dormir hasta que elcarguero volviera a hacerse a la mar.

El pescador me contó que un día,dos marineros cruzaban el viejo puentede madera construido sobre el río,camino a la taberna. Su barco habíaentrado en el puerto muy temprano esamañana y la mayoría de sus compañerosse habían adelantado, colgándose,literalmente, de los camiones detransporte para ser llevados al pueblo.

De pronto, el más joven de los dosamigos se quedó mirando por encima dela barandilla, hacia la costa del río.

—¿Qué haces? Vamos…—Ven aquí —dijo el otro—. Mira…

¿No es hermosa?

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El otro miró hacia abajo y vio a unacampesina que lavaba la ropa a orillasdel río. Pensó que no se refería a ella,jamás usaría la palabra hermosa paradescribirla, sobre todo porque, dada suedad, su costumbre y su intención,cualquier mujer que aparentara tenermás de veinticinco años era una vieja.

—¿De quién hablas?—De esa mujer… La que lava la

ropa. ¿No la ves?—Sí la veo. Pero no entiendo qué le

ves de hermosa. Mira, en la taberna nosesperan decenas de mujeres mucho másjóvenes, mucho más guapas, y, con todaseguridad, con mucho más deseo decomplacernos que ella. Vamos, date

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prisa…—No —dijo el más joven—, tengo

que hablar con ella… Sigue tú, te veréen la taberna…

Dicho eso, empezó a caminar haciaabajo, por el sendero que llevaba al río.

—No tardes demasiado… —le gritóel otro saludándolo desde lejos, y siguiósu camino hacia el pueblo, sonriendo,mientras movía su cabeza de un lado aotro negando con el gesto lo que habíapasado.

El marinero se acercó hasta la orillay, en silencio, se sentó en el césped,unos pocos metros por detrás de lajoven, sin atreverse a hablarle.

La muchacha siguió durante más de

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media hora con su trabajo y luego sepuso de pie, seguramente para volver asu casa cargando la cesta de la ropa yalimpia.

—¿Me permites que te ayude? —dijo el joven, insinuando el gesto dellevarle la cesta.

—¿Por qué? —preguntó ella.—Porque quiero —contestó él.—¿Por qué? —repitió ella.—Porque quiero caminar un rato a tu

lado —dijo él con sinceridad.—Tú no eres de aquí. Vivimos en un

pueblo muy pequeño y aquí no se suponeque una mujer soltera pueda caminaracompañada por un extraño.

—Entonces… déjame llevar la cesta

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para conocerte y que me conozcas.Por toda respuesta, la muchacha

sonrió y empezó a caminar hacia elpueblo.

—¿Cómo te llamas? —se atrevió apreguntar él, después de diez minutos demarcha.

—Nácar —dijo ella, sin pensar sidebía contestar.

—Nácar… —repitió él, y luegoagregó—: Eres tan hermosa como tunombre.

Tres horas después, el muchachitoentraba en la taberna y buscaba a suamigo entre el mar de gente y la nube dehumo espeso que llenaba el tugurio.

Cuando sus ojos se acostumbraron a

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la oscuridad, vio que su amigogesticulaba ampulosamente desde unrincón pidiéndole que se acercara. Doshermosas mujeres casi colgaban de sucuello, riendo con él un poco comoconsecuencia de sus exagerados y torpesmovimientos y otro poco comoconsecuencia del alcohol que a esasalturas debía de estar alcanzando yaelevadas concentraciones en la sangrede los tres.

—Si tardabas un poco más, tequedabas sin probar el vino —le dijocuando lo tuvo cerca. Y luego, mirandoa una de las mujeres que loacompañaban, agregó—: Sírvele unpoco de vino a mi amigo, por favor…

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—Escúchame… —dijo el joven—,necesito tu ayuda.

—Claro, hombre. Yo pago.—No me entiendes. Me quiero

casar.—Ah. Yo también. ¿Tú prefieres la

morena o la pelirroja?El más joven sacudió a su amigo

suavemente para llamar su atención yconseguir que su mente venciera al vinoy pudiera prestarle atención.

—Pretendo casarme con Nácar, lamuchacha que vimos hoy desde elpuente. Y necesito tu ayuda.

—Estuviste demasiado tiemponavegando —dijo su amigo, entendiendoque el jovencito hablaba en serio—. Es

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muy común entre los novatos como tú.Después de pasar más de tres semanas abordo, pisan tierra y se enamoran de laprimera mujer que ven. Yo lo entiendo ylo he vivido, pero decidir casarse poreso es una locura…

—Puede ser, pero la vida es, en sí,una locura. El amor es una locura y lafelicidad también lo es. Yo no quieroque me juzgues, amigo mío, quiero queme ayudes…

La tarde caía cuando los dosmarineros, con su uniforme deceremonias, llamaban a la puerta de lacasa donde vivía Nácar. El ritual de laisla decía que el pretendiente debíaconcurrir a casa de la novia con su

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padrino de bodas para pedirle al padrela mano de su hija. Éste pediría unadote, como era la costumbre y, si habíaacuerdo, se establecería en ese momentola fecha de la boda.

—¿Estás seguro de lo que haces? —preguntó el improvisado padrino.

—Más que de ninguna otra cosa —dijo el pretendiente. Finalmente eldueño de la casa apareció.

El que apadrinaba se adelantó y ledijo, parsimonioso:

—Mi amigo me ha encomendado quele acompañe para pedirle a su hija enmatrimonio.

—Ah… Su amigo es muy afortunadode pretender casarse con una de mis

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hijas. Supongo que venís a por Anna.Ella es realmente una joya única.

—Nosotros…—A pesar de que apenas tiene

dieciocho años es ya toda una mujer —siguió diciendo el hombre sin escuchar asu interlocutor—. Siempre supimos quesería la primera en dejarnos. No sólo esbellísima, sino también hacendosa,sensual y muy saludable. Nunca estuvoenferma… Como comprenderás, noscostará mucho dejarla ir con su amigo,pero veo que sois gente buena… Te ladaré por el valor de veinte vacas.

—Es que…—No, no. Ni una menos. Ella lo

vale.

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—Yo lo entiendo —dijo el amigodel novio—, pero no es Anna la noviapretendida.

—Oh… Qué agradable sorpresa —dijo el hombre—. Yo creía que ya noquedaban jóvenes que valoraran lainteligencia. Rubí es la más inteligentede las tres. Si bien se puede decir queno tiene el cuerpo perfecto de suhermana menor, lo compensa con unamente brillante. Una sagaz compañera yuna amiga fiel. No dudo que será unaexcelente madre. Por ser vosotros, os lapuedo dar por trece vacas. Y no lodudéis, es muy buen precio.

—Se lo agradezco mucho, señor,pero mi amigo pretende pedir en

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matrimonio a su hija Nácar.Aunque trató de disimularlo, un

rictus de sorpresa y de incredibilidadpasó por el rostro del jefe de familia.

—Nácar… —balbuceó—. Claro…Nácar.

—Sí. Nácar.—Me parece… me parece… —El

hombre trataba de encontrar una palabraque no conseguía hallar.

»¡Maravilloso! —dijo al fin—. Sóloun hombre inteligente y bondadosopuede ver la belleza oculta en una mujer.Ciertamente tiene mucho que aprenderpero también tiene una gran disposicióna aprenderlo. Es una buena oportunidadpara conseguir una buena esposa a buen

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precio. Considerando que es la mayor tela daré por el valor de siete vacas…Bueno, quizá seis… pero nada menos.

—Señor —dijo en ese momento elpretendiente—, permítame que leconfirme en persona mi decisión decasarme con su hija Nácar. Sólo quieroponer una condición con respecto alprecio.

—No abuses de tu futuro suegro,querido joven. El pequeño tema de sucojera es un asunto sin importancia…No se puede conseguir nada por eseprecio en esta isla.

—Justamente por eso —dijo eljoven— quisiera tomarla como esposa;pero quiero pagar por ella el

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equivalente a veinte vacas, como pidespor la mejor de tus hijas, y no sólo seis.

—¿Qué dices? ¿Estás loco? —dijosu amigo tratando de frenar su estupidez—. Dijo que te la daría por seis.Además cojea. ¿Por qué quieres pagarpor ella más de lo que vale?

—Porque no creo que ella valgamenos que su bella y joven hermana.

—Trato hecho. Veinte vacas —seapresuró a decir el padre. Y añadió,quizá temiendo un arrepentimiento—:¡Pero que la boda sea lo antes posible!

Así, los amigos se separaron. Unode ellos volvió al barco y el otro sequedó en la isla.

Pasaron cinco años antes de que el

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destino volviera a llevar al marinero almismo puerto, pero apenas llegó nopudo pensar en otra cosa que en su jovenamigo. ¿Qué habría sido de él? ¿Sehabría casado? ¿Cuánto habría duradosu matrimonio? ¿Estaría aún en la isla?

Preguntando por aquí y por allá, poraquel joven marinero que alguna vez sehabía casado con la hija del isleño, ledijeron que ahora vivía en una casa muyhumilde que se había construido con suspropias manos, muy cerca de la cima dela montaña. Subiendo por el camino deloeste llegaría, después de media hora demarcha, a casa de su amigo.

Su estado físico le habría permitidollegar antes, pero lo detuvo una extraña

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procesión con la que se cruzó alempezar a subir la cuesta. Decenas dehombres y mujeres bajaban al pueblo.Llevaban en hombros a una bellísimamujer a la que permanentemente tirabanpétalos de flores, cantaban y adulaban.Ella, mientras tanto, parecía irradiar luz;de hecho, sólo pasar a su lado lo hizosentir mejor. Sonriendo a todos, lahermosa mujer saludaba alargando lamano una y otra vez a los que seacercaban a tocarla.

Tuvo que resistir la tentación de irtras ellos y sumarse al extraño ritual;pero finalmente llegó a la casa que lehabían indicado. Todo parecía tancuidado y ordenado, que el marinero

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pensó por primera vez que quizá debieraempezar a pensar en sentar cabeza.

Golpeó la puerta y su viejocamarada abrió en seguida.

—Querido amigo… —le dijo alverlo—. ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!¿Cuándo echaron el ancla?

—Esta mañana… He venido apenashe desembarcado para saber de ti.¿Cómo estás?

—Ya me ves… Estoy muy bien, muyfeliz.

—Cuánto me alegro… ¿Y tu…esposa? —Casi tenía miedo depreguntar.

—Ah, qué pena me da que no estéaquí. Hoy es su cumpleaños y la gente

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del pueblo la vino a buscar paraagasajarla; la quieren tanto… La tratancomo si fuera una santa. Debes dehaberte cruzado con ellos al subir…

—Ah… sí, claro. ¿Cómo iba saberque era ella? Ni siquiera sabía que tehabías vuelto a casar.

—¿Yo, volverme a casar? ¿Quédices? Sigo casado con Nácar, la jovencuya mano pediste para mí.

—Pero ¿no dices que es la quellevaban en andas hacia el pueblo? Ésano podía ser ella…

—¿Cómo que no podía?—Perdona, amigo mío, yo la conocí.

Nácar era una mujer que aparentabahace cinco años mucha más edad que la

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joven de la procesión. Además, ésta erabellísima y tu esposa… Perdona que telo diga pero no era…

—No, no era… como es. Pero se havuelto así como la viste.

—Pero… ¿cómo puede ser?—Pues no lo sé… Quizá se deba a

la dote…—¿Cómo dices?… No te entiendo.—Yo pagué por ella una dote de

veinte vacas, el precio que se pagabapor las más hermosas, tiernas ymaravillosas mujeres; la traté siemprecomo a una mujer de veinte vacas y laayudé a que supiese que eso era. Tal vezeso la empujó a convertirse en lafantástica y bella mujer que hoy es…

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Pese a las dificultades, conconciencia absoluta de lascomplicaciones, conociendo los riesgosy a pesar del dolor de lo que no resultócomo pensábamos, este último paso nosinvita a no dudar de que, al final, elresultado será aquel que hemos previstoy deseado.

En lo personal estoy convencido deque en cualquier camino, el último pasonunca lo es por casualidad y siemprenos carga con la odiosa sensación deque todo lo anterior podría no servir sifallamos en este último momento.

Este vigésimo paso es para mí lapuerta que nos permite, en muchossentidos, dejar atrás lo pasado. Es el

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pasaporte seguro hacia lo que viene.En las circunstancias más difíciles y

en los momentos en los que nos invadela sensación de haber perdido el rumbo,la certeza del resultado final esjustamente lo que podrá hacernosrecuperar la fuerza para hacer y paraarriesgar; la motivación para avanzar,para desear, para insistir, para valorar elcamino recorrido y para seguir luchandopor lo que creemos.

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JORGE BUCAY, escritor y terapeutaargentino, es conocido por sus libros deautoayuda y superación con los que seha convertido en uno de los autores másvendidos de España y América Latina.

Licenciado en Medicina en BuenosAires, Bucay es un colaborador habitual

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de diarios, revistas y mediostelevisivos. Definido en sus propiaspalabras como un ayudador profesional,combina la preparación de sus libroscon cursos, seminarios y su labor comoterapeuta.

De entre su obra habría que destacarobras como Cartas para Claudia,Déjame que te cuente o El candidato,además de las llamadas «Hojas de ruta»,como El camino de las lágrimas o Elcamino de la felicidad. Traducido a másde quince idiomas, con el éxito de susúltimos libros ha conseguido situarse alnivel de autores como Paulo Coelho.