4_Marina- de Carlos Ruiz Zafón

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    MARINA

    CARLOS RUIZ ZAFN

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    Para Mateu Androver,

    cuyo nombre, tarde o temprano,tena que acabar en un libro.

    Y para Antonio Verdazca,Cuya sabidura llenara unos cuantos

    Nac en Barcelona en 1964 y, durante varios aos, trabaj comocompositor y creativo en el mundo de la publicidad, del que me fugu para siempre el primero de enero de 1992. Un ao ms tarde gan elPremio "Edeb" de Literatura Juvenil con mi primera novela, "El prncipede la niebla", que lleva ms de 150.000 copias vendidas en cinco idio-mas hasta la fecha. Soy autor tambin de las novelas "El palacio de lamedianoche" y "Las luces de septiembre", ambas publicadas en Edeb.Desde 1994 resido en Los ngeles (California) en compaa de mi brujafavorita y docenas de dragones.

    Carlos Ruiz Zafn

    Marina me dijo una vez que slo recordamos lo que nunca sucedi.Pasara una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras.Pero ms vale que empiece por el principio, que en este caso es el fi-

    nal.En mayo de 1980 desaparec del mundo durante una semana. Por es-

    pacio de siete das y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos,compaeros, maestros y hasta la polica se lanzaron a la bsqueda deaquel fugitivo al que algunos ya crean muerto o perdido por calles demala reputacin en un rapto de amnesia.

    Una semana ms tarde, un polica de paisano crey reconocer a aquelmuchacho; la descripcin encajaba. El sospechoso vagaba por la esta-cin de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierroy niebla. El agente se me aproxim con aire de novela negra. Me pre-

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    gunt si mi nombre era Oscar Drai y si era yo el muchacho que habadesaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asent sindespegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bveda de la estacin so-bre el cristal de sus gafas.

    Nos sentamos en un banco del andn. El polica encendi un cigarrillocon parsimonia. Lo dej quemar sin llevrselo a los labios.Me dijo que haba un montn de gente esperando hacerme muchas

    preguntas para las que me convena tener buenas respuestas. Asent denuevo. Me mir a los ojos, estudindome. "A veces, contar la verdad noes una buena idea, Oscar", dijo. Me tendi unas monedas y me pidique llamase a mi tutor en el internado. As lo hice. El polica aguard aque hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y medese suerte. Le pregunt cmo saba que no iba a volver a desapare-

    cer. Me observ largamente. "Slo desaparece la gente que tiene algnsitio adonde ir", contest sin ms.Me acompa hasta la calle y all se despidi, sin preguntarme dnde

    haba estado. Le vi alejarse por el Paseo Coln. El humo de su cigarrillointacto le segua como un perro fiel.

    Aquel da el fantasma de Gaud esculpa en el cielo de Barcelona nu-bes imposibles sobre un azul que funda la mirada. Tom un taxi hastael internado, donde supuse que me esperara el pelotn de fusilamien-

    to.Durante cuatro semanas, maestros y psiclogos escolares me marti-llearon para que revelase mi secreto. Ment y ofrec a cada cual lo quequera or o lo que poda aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron enfingir que haban olvidado aquel episodio. Yo segu su ejemplo. Nunca leexpliqu a nadie la verdad de lo que haba sucedido. No saba entoncesque el ocano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdosque enterramos en l.

    Quince aos ms tarde, la memoria de aquel da ha vuelto a m. He

    visto a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estacin deFrancia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como unaherida fresca.

    Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el tico del alma.ste es el mo.

    Captulo 1

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    A finales de la dcada de los setenta, Barcelona era un espejismo de

    avenidas y callejones donde uno poda viajar treinta o cuarenta aoshacia el pasado con slo cruzar el umbral de una portera o un caf. El

    tiempo y la memoria, historia y ficcin, se fundan en aquella ciudadhechicera como acuarelas en la lluvia. Fue all, al eco de calles que yano existen, donde catedrales y edificios fugados de fbulas tramaron eldecorado de esta historia.

    Por entonces yo era un muchacho de quince aos que languidecaentre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas dela carretera de Vallvidrera. En aquellos das la barriada de Sarri con-servaba an el aspecto de pequeo pueblo varado a orillas de unametrpolis modernista. Mi colegio se alzaba en lo alto de una calle que

    trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada suger-a ms un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcillo-so era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.

    El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, es-tanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a l, edificiossombros albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasiosembrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imgenes de santossonrean al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sincontar los dos stanos y un altillo de clausura donde vivan los pocos

    sacerdotes que todava ejercan como profesores. Las habitaciones delos internos estaban situadas a lo largo de corredores cavernosos en elcuarto piso. Estas interminables galeras yacan en perpetua penumbra,siempre envueltas en un eco espectral.

    Yo pasaba mis das soando despierto en las aulas de aquel inmensocastillo, esperando el milagro que se produca todos los das a las cincoy veinte de la tarde. A esa hora mgica, el sol vesta de oro lquido losaltos ventanales. Sonaba el timbre que anunciaba el fin de las clases ylos internos gozbamos de casi tres horas libres antes de la cena en el

    gran comedor. La idea era que ese tiempo deba estar dedicado al estu-dio y a la reflexin espiritual. No recuerdo haberme entregado a ningu-na de estas nobles tareas un solo da de los que pas all.

    Aqul era mi momento favorito. Burlando el control de portera, part-a a explorar la ciudad. Me acostumbr a volver al internado, justo atiempo para la cena, caminando entre viejas calles y avenidas mientrasanocheca a mi alrededor. En aquellos largos paseos experimentabauna sensacin de libertad embriagadora. Mi imaginacin volaba por en-cima de los edificios y se elevaba al cielo. Durante unas horas, las callesde Barcelona, el internado y mi lgubre habitacin en el cuarto piso se

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    desvanecan. Durante unas horas, con slo un par de monedas en elbolsillo, era el individuo ms afortunado del universo.

    A menudo mi ruta me llevaba por lo que entonces se llamaba el de-sierto de Sarri, que no era ms que un amago de bosque perdido en

    tierra de nadie. La mayora de las antiguas mansiones seoriales que ensu da haban poblado el norte del Paseo de la Bonanova se mantenatodava en pie, aunque slo fuese en ruinas. Las calles que rodeaban elinternado trazaban una ciudad fantasma. Muros cubiertos de hiedra ve-daban el paso a jardines salvajes en los que se alzaban monumentalesresidencias. Palacios invadidos por la maleza y el abandono en los quela memoria pareca flotar, como niebla que se resiste a marchar. Mu-chos de estos caserones aguardaban el derribo y otros tantos habansido saqueados durante aos. Algunos, sin embargo, an estaban habi-

    tados.Sus ocupantes eran los miembros olvidados de estirpes arruinadas.Gentes cuyo nombre se escriba a cuatro columnas en "La Vanguardia"cuando los tranvas an despertaban el recelo de los inventos moder-nos. Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonarlas naves a la deriva. Teman que, si osaban poner los pies ms all desus mansiones ajadas, sus cuerpos se desvaneciesen en cenizas alviento. Prisioneros, languidecan a la luz de los candelabros. A veces,cuando cruzaba frente a aquellas verjas oxidadas con paso apresurado,

    me pareca sentir miradas recelosas desde los postigos despintados.Una tarde, a finales de septiembre de 1979, decid aventurarme por

    azar en una de aquellas avenidas sembradas de palacetes modernistasen la que no haba reparado hasta entonces. La calle describa una cur-va que terminaba en una verja igual que muchas otras. Ms all se ex-tendan los restos de un viejo jardn marcado por dcadas de abandono.Entre la vegetacin se apreciaba la silueta de una vivienda de dos pisos.Su sombra fachada se ergua tras una fuente con esculturas que el

    tiempo haba vestido de musgo.Empezaba a oscurecer y aquel rincn se me antoj un tanto sinies-tro. Rodeado por un silencio mortal, nicamente la brisa susurraba unaadvertencia sin palabras. Comprend que me haba metido en una delas zonas "muertas" del barrio. Decid que lo mejor era regresar sobremis pasos y volver al internado. Estaba debatindome entre la fascina-cin morbosa hacia aquel lugar olvidado y el sentido comn cuando ad-vert dos brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra, clavadosen m como dagas. Tragu saliva.

    El pelaje gris y aterciopelado de un gato se recortaba inmvil frentea la verja del casern. Un pequeo gorrin agonizaba entre sus fauces.

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    Un cascabel plateado penda del cuello del felino. Su mirada me estudidurante unos segundos. Poco despus se dio media vuelta y se deslizentre los barrotes de metal. Lo vi perderse en la inmensidad de aqueledn maldito portando al gorrin en su ltimo viaje.

    La visin de aquella pequea fiera altiva y desafiante me cautiv. A juzgar por su lustroso pelaje y su cascabel, intu que tena dueo. Talvez aquel edificio albergaba algo ms que los fantasmas de una Barce-lona desaparecida. Me acerqu y pos las manos sobre los barrotes dela entrada. El metal estaba fro. Las ltimas luces del crepsculo en-cendan el rastro que las gotas de sangre del gorrin haban dejado atravs de aquella selva. Perlas escarlatas trazando la ruta en el laberin-to. Tragu saliva otra vez. Mejor dicho, lo intent. Tena la boca seca. Elpulso, como si supiese algo que yo ignoraba, me lata en las sienes con

    fuerza. Fue entonces cuando sent ceder bajo mi peso la puerta y com-prend que estaba abierta.Cuando di el primer paso hacia el interior, la luna iluminaba el rostro

    plido de los ngeles de piedra de la fuente. Me observaban. Los pies seme haban clavado en el suelo. Esperaba que aquellos seres saltasen desus pedestales y se transformasen en demonios armados de garras lo-bunas y lenguas de serpiente. No sucedi nada de eso. Respir profun-damente, considerando la posibilidad de anular mi imaginacin o, mejoran, abandonar mi tmida exploracin de aquella propiedad. Una vez

    ms, alguien decidi por m. Un sonido celestial invadi las sombras del jardn igual que un perfume. Escuch los perfiles de aquel susurro cin-celar un aria acompaada al piano. Era la voz ms hermosa que jamshaba odo.

    La meloda me result familiar, pero no acert a reconocerla. Lamsica provena de la vivienda. Segu su rastro hipntico. Lminas deluz vaporosa se filtraban desde la puerta entreabierta de una galera decristal. Reconoc los ojos del gato, fijos en m desde el alfizar de un

    ventanal del primer piso. Me aproxim hasta la galera iluminada de laque manaba aquel sonido indescriptible. La voz de una mujer. El halotenue de cien velas parpadeaba en el interior. El brillo descubra latrompa dorada de un viejo gramfono en el que giraba un disco. Sinpensar en lo que estaba haciendo, me sorprend a m mismo adentrn-dome en la galera, cautivado por aquella sirena atrapada en el gram-fono. En la mesa sobre la que descansaba el artilugio distingu un obje-to brillante y esfrico. Era un reloj de bolsillo. Lo tom y lo examin a laluz de las velas. Las agujas estaban paradas y la esfera astillada. Mepareci de oro y tan viejo como la casa en la que me encontraba. Unpoco ms all haba un gran butacn, de espaldas a m, frente a una

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    chimenea sobre la cual pude apreciar un retrato al leo de un mujervestida de blanco. Sus grandes ojos grises, tristes y sin fondo, presidanla sala.

    Sbitamente el hechizo se hizo trizas. Una silueta se alz de la butacay se gir hacia m. Una larga cabellera blanca y unos ojos encendidoscomo brasas brillaron en la oscuridad. Slo acert a ver dos inmensasmanos blancas extendindose hacia m. Presa del pnico, ech a correrhacia la puerta, tropec en mi camino con el gramfono y lo derrib.Escuch la aguja lacerar el disco. La voz celestial se rompi con un ge-mido infernal. Me lanc hacia el jardn, sintiendo aquellas manos rozn-dome la camisa, y lo cruc con alas en los pies y el miedo ardiendo encada poro de mi cuerpo. No me detuve ni un instante. Corr y corr sin

    mirar atrs hasta que una punzada de dolor me taladr el costado ycomprend que apenas poda respirar. Para entonces estaba cubierto desudor fro y las luces del internado brillaban treinta metros ms all.

    Me deslic por una puerta junto a las cocinas que nunca estaba vigi-lada y me arrastr hasta mi habitacin. Los dems internos ya debande estar en el comedor desde haca rato. Me sequ el sudor de la frentey poco a poco mi corazn recuper su ritmo habitual. Empezaba a tran-quilizarme cuando alguien golpe en la puerta de la habitacin con losnudillos.

    -Oscar, hora de bajar a cenar -enton la voz de uno de los tutores,un jesuita racionalista llamado Segu, que detestaba tener que hacer depolica.

    -Ahora mismo, padre -contest. Un segundo.Me apresur a colocarme la chaqueta de rigor y apagu la luz de la

    habitacin. A travs de la ventana el espectro de la luna se alzaba so-bre Barcelona. Slo entonces me di cuenta de que todava sostena elreloj de oro en la mano.

    Captulo 2

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    En los das que siguieron, el condenado reloj y yo nos hicimos com-paeros inseparables. Lo llevaba a todas partes conmigo, incluso dorm-a con l bajo la almohada, temeroso de que alguien lo encontrase y mepreguntase de dnde lo haba sacado. No hubiera sabido qu respon-

    der. "Eso es porque no lo has encontrado; lo has robado", me susurra-ba una voz acusadora. "El trmino tcnico es "robo y allanamiento demorada", aada aquella voz que, por alguna extraa razn, guardabaun sospechoso parecido con la del actor que doblaba a Perry Mason.

    Aguardaba pacientemente todas las noches hasta que mis compae-ros se dorman para examinar mi tesoro particular.

    Con la llegada del silencio, estudiaba el reloj a la luz de una linterna.Ni toda la culpabilidad del mundo hubiese conseguido mermar la fasci-nacin que me produca el botn de mi primera aventura en el "crimen

    desorganizado". El reloj era pesado y pareca forjado en oro macizo. Laquebrada esfera de cristal sugera un golpe o una cada. Supuse queaquel impacto era el que haba acabado con la vida de su mecanismo yhaba congelado las agujas en las seis y veintitrs, condenadas eterna-mente.

    En la parte posterior se lea una inscripcin:

    Para Germn, en quien habla la luz.

    Se me ocurri que aquel reloj deba de valer un dineral y los remor-dimientos no tardaron en visitarme. Aquellas palabras grabadas mehacan sentir igual que un ladrn de recuerdos.

    Un jueves teido de lluvia decid compartir mi secreto. Mi mejor ami-go en el internado era un chaval de ojos penetrantes y temperamentonervioso que insista en responder a las siglas JF, pese a que tenanpoco o nada que ver con su nombre real. JF tena alma de poeta li-bertario y un ingenio tan afilado que a menudo acababa por cortarse

    la lengua con l. Era de constitucin dbil y bastaba con mencionar lapalabra "microbio" en un radio de un kilmetro a la redonda para quel creyese que haba pillado una infeccin.

    Una vez busqu en un diccionario el trmino "hipocondraco" y lesaqu una copia.

    -No s si lo sabas, pero tu biografa viene en el Diccionario de la RealAcademia le anunci.

    Ech un vistazo a la fotocopia y me lanz una mirada de alcayata.-Prueba a buscar en la "i" de idiota y vers que no soy el nico fa-

    moso replic JF.

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    Aquel da, a la hora del patio del medioda, JF y yo nos deslizamos enel tenebroso saln de actos. Nuestros pasos en el pasillo central desper-taban el eco de cien sombras caminando de puntillas. Dos haces de luzacerada caan sobre el escenario polvoriento. Nos sentamos en aquel

    claro de luz, frente a las filas de asientos vacos que se fundan en lapenumbra. El susurro de la lluvia araaba las cristaleras del primer pi-so.

    Bueno, -espet JF, a qu viene tanto misterio?Sin mediar palabra saqu el reloj y se lo tend. JF enarc las cejas y

    evalu el objeto. Lo valor con detenimiento durante unos instantes an-tes de devolvrmelo con una mirada intrigada.

    -Qu te parece? -inquir.-Me parece un reloj -replic JF. Quin es el tal Germn?

    -No tengo ni la ms mnima idea.Proced a relatarle con detalle mi aventura de das atrs en aquel ca-

    sern desvencijado. JF escuch atentamente el recuento de los hechoscon la paciencia y atencin cuasi cientfica que le caracterizaban. Altrmino de mi narracin, pareci sopesar el asunto antes de expresarsus primeras impresiones.

    -O sea, que lo has robado -concluy.-sa no es la cuestin -objet.

    -Habra que ver cul es la opinin del tal Germn-adujo JF.-El tal Germn probablemente lleve muerto aos suger sin muchoconvencimiento.

    JF se frot la barbilla.-Me pregunto qu dir el Cdigo Penal acerca del hurto premeditado

    de objetos personales y relojes con dedicatoria... apunt mi amigo.-No hubo premeditacin ni nio muerto -protest. Todo ocurri de

    golpe, sin darme tiempo a pensar. Cuando me di cuenta de que tena elreloj, ya era tarde. En mi lugar t hubieras hecho lo mismo.

    -En tu lugar yo habra sufrido un paro cardaco -precis JF, que erams hombre de palabras que de accin. Suponiendo que hubiese esta-do tan loco como para meterme en ese casern siguiendo a un gato lu-ciferino. A saber qu clase de grmenes pueden pillarse de un bicho as.

    Permanecimos en silencio por unos segundos, escuchando el eco dis-tante de la lluvia.

    -Bueno -concluy JF, lo hecho, hecho est. No pensars volver all,verdad?

    Sonre.-Solo no.Los ojos de mi amigo se abrieron como platos.

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    -Ah, no! Ni pensarlo.

    Aquella misma tarde, al terminar las clases, JF y yo nos escabullimospor la puerta de las cocinas y enfilamos aquella misteriosa calle que

    conduca al palacete. El adoquinado estaba surcado de charcos y hoja-rasca. Un cielo amenazador cubra la ciudad. JF, que no las tena todasconsigo, estaba ms plido que de costumbre. La visin de aquel rincnatrapado en el pasado le estaba reduciendo el estmago al tamao deuna canica. El silencio era ensordecedor.

    -Yo creo que lo mejor es que demos media vuelta y nos larguemosde aqu murmur, retrocediendo unos pasos.

    -No seas gallina.-La gente no aprecia las gallinas en lo que valen. Sin ellas no habra

    ni huevos ni...Sbitamente, el tintineo de un cascabel se esparci en el viento. JFenmudeci. Los ojos amarillos del gato nos observaban. De repente, elanimal sise como una serpiente y nos sac las garras. Los pelos dellomo se le erizaron y sus fauces nos mostraron los mismos colmillosque das atrs haban arrancado la vida a un gorrin. Un relmpago le-

    jano encendi una caldera de luz en la bveda del cielo. JF y yo inter-cambiamos una mirada.

    Quince minutos ms tarde estbamos sentados en un banco junto al

    estanque del claustro del internado. El reloj segua en el bolsillo de michaqueta. Ms pesado que nunca.

    Permaneci all el resto de la semana hasta la madrugada del sbado.Poco antes del alba, me despert con la vaga sensacin de haber soa-do con la voz atrapada en el gramfono. Ms all de mi ventana, Barce-lona se encenda en un lienzo de sombras escarlata, un bosque de an-tenas y azoteas. Salt de la cama y busqu el maldito reloj que mehaba embrujado la existencia durante los ltimos das. Nos miramos el

    uno al otro. Por fin me arm de la determinacin que slo encontramoscuando hemos de afrontar tareas absurdas y me decid a poner trminoa aquella situacin. Iba a devolverlo.

    Me vest en silencio y atraves de puntillas el oscuro corredor delcuarto piso. Nadie advertira mi ausencia hasta las diez o las once de lamaana. Para entonces esperaba estar ya de vuelta.

    Afuera las calles yacan bajo aquel turbio manto prpura que envuel-ve los amaneceres en Barcelona. Descend hasta la calle Margenat. Sa-rri despertaba a mi alrededor. Nubes bajas peinaban la barriada captu-rando las primeras luces en un halo dorado. Las fachadas de las casas

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    se dibujaban entre los resquicios de neblina y las hojas secas que vola-ban sin rumbo.

    No tard en encontrar la calle. Me detuve un instante para absorberaquel silencio, aquella extraa paz que reinaba en aquel rincn perdido

    de la ciudad. Empezaba a sentir que el mundo se haba detenido con elreloj que llevaba en el bolsillo, cuando escuch un sonido a mi espal-da. Me volv y presenci una visin robada de un sueo.

    Captulo 3

    Una bicicleta emerga lentamente de la bruma. Una muchacha, ata-viada con un vestido blanco, enfilaba aquella cuesta pedaleando hacia

    m. El trasluz del alba permita adivinar la silueta de su cuerpo a travsdel algodn. Una larga cabellera de color heno ondeaba velando su ros-tro. Permanec all inmvil, contemplndola acercarse a m, como unimbcil a medio ataque de parlisis. La bicicleta se detuvo a un par demetros. Mis ojos, o mi imaginacin, intuyeron el contorno de unas pier-nas esbeltas al tomar tierra. Mi mirada ascendi por aquel vestido es-capado de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en los ojos, de un gristan profundo que uno podra caerse dentro. Estaban clavados en m conuna mirada sarcstica. Sonre y ofrec mi mejor cara de idiota.

    -T debes de ser el del reloj -dijo la muchacha en un tono acorde ala fuerza de su mirada.Calcul que deba de tener mi edad, quizs un ao ms. Adivinar la

    edad de una mujer era, para m, un arte o una ciencia, nunca un pasa-tiempo. Su piel era tan plida como el vestido.

    -Vives aqu? balbuce, sealando la verja.Apenas pestae. Aquellos dos ojos me taladraban con una furia tal

    que habra de tardar un par de horas en darme cuenta de que, por loque a m respectaba, aqulla era la criatura ms deslumbrante que

    haba visto en mi vida o esperaba ver. Punto y aparte.-Y quin eres t para preguntar?-Supongo que soy el del reloj -improvis. Me llamo Oscar. Oscar Drai.

    He venido a devolverlo. Sin darle tiempo a replicar, lo saqu del bolsilloy se lo ofrec.

    La muchacha sostuvo mi mirada durante unos segundos antes decogerlo. Al hacerlo, advert que su mano era tan blanca como la de unmueco de nieve y luca un aro dorado en el anular.

    -Ya estaba roto cuando lo cog -expliqu.-Lleva roto quince aos -murmur sin mirarme.

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    Cuando finalmente alz la mirada, fue para examinarme de arribaabajo, como quien evala un mueble viejo o un trasto. Algo en sus ojosme dijo que no daba mucho crdito a mi categora de ladrn; proba-blemente me estaba catalogando en la seccin de cretino o bobo vul-

    gar. La cara de iluminado que yo luca no ayudaba mucho. La mucha-cha enarc una ceja al tiempo que sonri enigmticamente y me tendiel reloj de vuelta.

    -T te lo llevaste, t se lo devolvers a su dueo.-Pero...-El reloj no es mo -me aclar la muchacha. Es de Germn.La mencin de aquel nombre conjur la visin de la enorme silueta

    de cabellera blanca que me haba sorprendido en la galera del caserndas atrs.

    -Germn?-Mi padre.-Y t eres? -pregunt.-Su hija -Quera decir, cmo te llamas?

    -S perfectamente lo que queras decir replic la muchacha.Sin ms, se aup de nuevo en su bicicleta y cruz la verja de entra-

    da. Antes de perderse en el jardn, se gir brevemente. Aquellos ojos seestaban riendo de m a carcajadas. Suspir y la segu.

    Un viejo conocido me dio la bienvenida. El gato me miraba con sudesdn habitual. Dese ser un "dobermann".Cruc el jardn escoltado por el felino. Sorte aquella jungla hasta

    llegar a la fuente de los querubines. La bicicleta estaba apoyada all ysu duea descargaba una bolsa de la cesta que tena frente al manillar.Ola a pan fresco. La chica sac una botella de leche de la bolsa y searrodill para llenar un tazn que haba en el suelo. El animal sali dis-parado a por su desayuno. Se dira que aqul era un ritual diario.

    Cre que tu gato nicamente coma pajarillos indefensos dije.

    Slo los caza. No se los come. Es una cuestin territorial expliccomo lo hubiese hecho ante un nio. A l lo que le gusta es la leche.Verdad, Kafka, que te gusta la leche?

    El kafkiano felino le lami los dedos en seal de asentimiento. La mu-chacha sonri clidamente mientras acariciaba su lomo. Al hacerlo, losmsculos de su costado se dibujaron en los pliegues del vestido. Justoentonces alz la vista y me sorprendi observndola y relamindomelos labios.

    -Y t? Has desayunado? -pregunt.Negu con la cabeza.

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    -Entonces tendrs hambre. Todos los tontos tienen hambre -dijo.Ven, pasa y come algo. Te vendr bien tener el estmago lleno si le vasa explicar a Germn por qu robaste su reloj.

    La cocina era una gran sala situada en la parte de atrs de la casa. Miinesperado desayuno consisti en cruasanes que la joven haba tradode la pastelera Foix, en la Plaza Sarri. Me sirvi un tazn inmenso decaf con leche y se sent frente a m mientras yo devoraba aquel festncon avidez. Me contemplaba como si hubiese recogido a un mendigohambriento, con una mezcla de curiosidad, pena y recelo. Ella no probbocado.

    -Ya te haba visto alguna vez por ah -coment sin quitarme los ojosde encima. A ti y a ese chaval pequen que tiene cara de susto. Mu-

    chas tardes cruzis por la calle de detrs cuando os sueltan del interna-do. A veces vas t solo, canturreando despistado. Apuesto a que os lopasis bomba dentro de esa mazmorra...

    Estaba a punto de responder algo ingenioso cuando una sombra in-mensa se esparci sobre la mesa como una nube de tinta. Mi anfitrionaalz la vista y sonri. Yo me qued inmvil, con la boca llena decruasn y el pulso como unas castauelas.

    -Tenemos visita anunci, divertida. Papa, ste es Oscar Drai, ladrn

    de relojes aficiona do. Oscar, ste es Germn, mi padre.Tragu de golpe y me volv lentamente. Una silueta que se me an-toj altsima se ergua frente a m. Vesta un traje de alpaca, con chale-co y corbatn. Una cabellera blanca pulcramente peinada hacia atrs lecaa sobre los hombros. Un bigote cano tocaba su rostro cincelado porngulos cortantes en torno a dos ojos oscuros y tristes.

    Pero lo que realmente le defina eran sus manos. Manos blancas dengel, de dedos finos e interminables. Germn.

    -No soy un ladrn, seor... -articul nerviosamente. Todo tiene una

    explicacin. Si me atrev a aventurarme en su casa, fue porque cre queestaba deshabitada. Una vez dentro no s qu me pas, escuch aque-lla msica, bueno no, bueno s, el caso es que entr y vi el reloj. Nopensaba cogerlo, se lo juro, pero me asust y, cuando me di cuenta deque tena el reloj, ya estaba lejos. O sea, no s si me explico...

    La muchacha sonrea maliciosamente. Los ojos de Germn se posa-ron en los mos, oscuros e impenetrables. Hurgu en el bolsillo y letend el reloj, esperando que en cualquier momento aquel hombre pro-rrumpiese en gritos y me amenazase con llamar a la polica, a la guar-dia civil y al tribunal tutelar de menores.

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    -Le creo dijo amablemente, aceptando el reloj y tomando asiento enla mesa junto a nosotros.

    Su voz era suave, casi inaudible. Su hija procedi a servirle un platocon dos cruasanes y una taza de caf con leche igual que la ma. Mien-

    tras lo haca, le bes en la frente y Germn la abraz. Los contempl altrasluz de aquella claridad que se inmiscua desde los ventanales. Elrostro de Germn, que haba imaginado de ogro, se volvi delicado, ca-si enfermizo. Era alto y extraordinariamente delgado. Me sonri ama-blemente mientras llevaba la taza a sus labios y, por un instante, notque entre padre e hija circulaba una corriente de afecto que iba msall de palabras y gestos. Un vnculo de silencio y miradas los una enlas sombras de aquella casa, al final de una calle olvidada, donde cui-daban el uno del otro, lejos del mundo.

    Germn termin su desayuno y me agradeci cordialmente que mehubiese molestado en devolverle su reloj. Tanta amabilidad me hizosentir doblemente culpable.

    -Bueno, Oscar -dijo con voz cansina, ha sido un placer conocerle. Es-pero verle de nuevo por aqu cuando guste visitarnos otra vez.

    No comprenda por qu se empeaba en tratarme de usted. Habaalgo en l que hablaba de otra poca, otros tiempos en los que aquellacabellera gris haba brillado y aquel casern haba sido un palacio a

    medio camino entre Sarri y el cielo. Me estrech la mano y se despidipara penetrar en aquel laberinto insondable. Le vi alejarse cojeando le-vemente por el corredor. Su hija lo observaba ocultando un velo de tris-teza en la mirada.

    -Germn no est muy bien de salud -murmur. Se cansa con facili-dad.

    Pero en seguida borr aquel aire melanclico.-Te apetece alguna cosa ms?

    -Se me hace tarde -dije, combatiendo la tentacin de aceptar cual-

    quier excusa para alargar mi estancia en su compaa. Creo que lo me- jor ser que me vaya.Ella acept mi decisin y me acompa al jardn. La luz de la maa-

    na haba esparcido las brumas.

    El inicio del otoo tea de cobre los rboles. Caminamos hacia la ver- ja; Kafka ronroneaba al sol. Al llegar a la puerta, la muchacha se queden el interior de la propiedad y me cedi el paso. Nos miramos en silen-cio. Me ofreci su mano y la estrech. Pude sentir su pulso bajo la pielaterciopelada.-Gracias por todo -dije. Y perdn por...

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    -No tiene importancia.Me encog de hombros.-Bueno...Ech a andar calle abajo, sintiendo que la magia de aquella casa se

    desprenda de m a cada paso que daba. De repente, su voz son a miespalda.-Oscar!

    Me volv. Ella segua all, tras la verja. Kafka yaca a sus pies.-Por qu entraste en nuestra casa la otra noche?

    Mir a mi alrededor como si esperase encontrar la respuesta escritaen el pavimento.

    -No lo s admit finalmente. El misterio, supongo...La muchacha sonri enigmticamente.

    -Te gustan los misterios?Asent. Creo que si me hubiese preguntado si me gustaba el arsnico,mi respuesta hubiera sido la misma.

    -Tienes algo que hacer maana?Negu igualmente mudo. Si tena algo, pensara en una excusa.Como ladrn no vala un cntimo, pero como mentiroso debo confesar

    que siempre fui un artista.-Entonces te espero aqu, a las nueve -dijo ella, perdindose en las

    sombras del jardn.

    -Espera!Mi grito la detuvo.-No me has dicho cmo te llamas...-Marina... Hasta maana.La salud con la mano, pero ya se haba desvanecido. Aguard en

    vano a que Marina volviese a asomarse. El sol rozaba la cpula del cieloy calcul que deban de rondar las doce del medioda. Cuando com-prend que Marina no iba a volver, regres al internado.

    Los viejos portales del barrio parecan sonrerme, cmplices. Poda

    escuchar el eco de mis pasos, pero hubiera jurado que andaba un pal-mo por encima del suelo.

    Captulo 4

    Creo que nunca haba sido tan puntual en toda mi vida. La ciudadtodava andaba en pijama cuando cruc la Plaza Sarri. A mi paso,

    una bandada de palomas alz el vuelo al toque de campanas de misade nueve. Un sol de calendario encenda las huellas de una llovizna noc-

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    turna. Kafka se haba adelantado a recibirme al principio de la calle queconduca al casern. Un grupo de gorriones se mantena a distanciaprudencial en lo alto de un muro. El gato los observaba con una estu-diada indiferencia profesional.

    -Buenos das, Kafka. Hemos cometido algn asesinato esta maana?El gato me respondi con un simple ronroneo y, como si se tratase deun flemtico mayordomo, procedi a guiarme a travs del jardn hastala fuente. Distingu la silueta de Marina sentada al borde, enfundada enun vestido de color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Sos-tena en las manos un libro encuadernado en piel en el que escriba conuna estilogrfica. Su rostro delataba una gran concentracin y no advir-ti mi presencia. Su mente pareca estar en otro mundo, lo cual mepermiti observarla embobado durante unos instantes. Decid que Leo-

    nardo da Vinci deba de haber diseado aquellas clavculas; no cabaotra explicacin. Kafka, celoso, rompi la magia con un maullido. La es-tilogrfica se detuvo en seco y los ojos de Marina se alzaron hacia losmos. En seguida cerr el libro.

    -Listo?

    Marina me gui a travs de las calles de Sarri con rumbo desconoci-do y sin ms indicio de sus intenciones que una misteriosa sonrisa.

    -Adnde vamos? pregunt tras varios minutos.

    -Paciencia. Ya lo vers.Yo la segu dcilmente, aunque albergaba la sospecha de ser objetode alguna broma que por el momento no acertaba a comprender. Des-cendimos hasta el Paseo de la Bonanova y, desde all, giramos en direc-cin a San Gervasio. Cruzamos frente al agujero negro del bar Vctor.Un grupo de "pijos", parapetados tras gafas de sol, sostena unas cer-vezas y calentaba el silln de sus Vespas con indolencia. Al vernos pa-sar, varios tuvieron a bien bajarse las Ray Ban a media asta parahacerle una radiografa a Marina. "Tragad plomo", pens.

    Una vez llegamos a la calle Dr. Roux, Marina gir a la derecha. Des-cendimos un par de manzanas hasta un pequeo sendero sin asfaltarque se desviaba a la altura del nmero 112. La enigmtica sonrisa se-gua sellando los labios de Marina.

    -Es aqu? pregunt, intrigado.Aquel sendero no pareca conducir a ninguna parte. Marina se limit

    a adentrarse en l. Me condujo hasta un camino que ascenda hacia unprtico flanqueado por cipreses. Ms all, un jardn encantado pobladopor lpidas, cruces y mausoleos enmohecidos palideca bajo sombrasazuladas. El viejo cementerio de Sarri.

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    El cementerio de Sarri es uno de los rincones ms escondidos deBarcelona. Si uno lo busca en los planos, no aparece. Si uno preguntacmo llegar a l a vecinos o taxistas, lo ms seguro es que no lo sepan,aunque todos hayan odo hablar de l. Y si uno, por ventura, se atreve

    a buscarlo por su cuenta, lo ms probable es que se pierda. Los pocosque estn en posesin del secreto de su ubicacin sospechan que, enrealidad, este viejo cementerio no es ms que una isla del pasado queaparece y desaparece a su capricho.

    se fue el escenario al que Marina me llev aquel domingo de sep-tiembre para desvelarme un misterio que me tena casi tan intrigadocomo su duea. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en undiscreto rincn elevado en el ala norte del recinto. Desde all tenamosuna buena visin del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a

    contemplar tumbas y flores marchitas. Marina no deca ni po y, trans-curridos unos minutos, yo empec a impacientarme. El nico misterioque vea en todo aquello era qu diablos hacamos all.-Esto est un tanto muerto -suger, consciente de la irona.

    -La paciencia es la madre de la ciencia -ofreci Marina.-Y la madrina de la demencia -repliqu. Aqu no hay nada de nada.Marina me dirigi una mirada que no supe descifrar.-Te equivocas. Aqu estn los recuerdos de cientos de personas, sus

    vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia, los sueos que nun-

    ca llegaron a realizar, las decepciones, los engaos y los amores no co-rrespondidos que envenenaron sus vidas... Todo eso est aqu, atrapa-do para siempre.

    La observ intrigado y un tanto cohibido, aunque no saba muy biende lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era importante paraella.

    -No se puede entender nada de la vida hasta que uno no entiende lamuerte -aadi Marina.

    De nuevo me qued sin comprender muy bien sus palabras.

    -La verdad es que yo no pienso mucho en eso -dije. En la muerte,quiero decir. En serio no, al menos...Marina sacudi la cabeza, como un mdico que reconoce los snto-

    mas de una enfermedad fatal.-O sea, que eres uno de los pardillos desprevenidos... -apunt, con

    cierto aire de intriga.-Los desprevenidos? Ahora s que estaba perdido. Al cien por cien.Marina dej ir la mirada y su rostro adquiri un tono de gravedad

    que la haca parecer mayor. Estaba hipnotizado por ella.-Supongo que no has odo la leyenda empez Marina.-Leyenda?

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    -Me lo imaginaba -sentenci. El caso es que, segn dicen, la muer-te tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes ylos cabezas huecas que no piensan en ella.

    Llegado a este punto, clav sus pupilas en las mas.

    -Cuando uno de esos desafortunados se topa con un emisario de lamuerte -continu Marina, ste le gua a una trampa sin que lo sepa.Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro para ocultarque no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan gusanos.Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la vctimacomprende el horror que le aguarda...

    Sus palabras flotaron con eco mientras mi estmago se encoga.Slo entonces Marina dej escapar aquella sonrisa maliciosa. Sonrisa

    de gato.

    -Me ests tomando el pelo -dije por fin. Evidentemente.Transcurrieron cinco o diez minutos en silencio, quiz ms. Una eter-

    nidad. Una brisa leve rozaba los cipreses. Dos palomas blancas revolo-teaban entre las tumbas. Una hormiga trepaba por la pernera de mipantaln. Poco ms suceda. Pronto sent que una pierna se me empe-zaba a dormir y tem que mi cerebro siguiese el mismo camino. Estabaa punto de protestar cuando Marina alz la mano, hacindome callarantes de que hubiese despegado los labios. Me seal haca el prtico

    del cementerio.Alguien acababa de entrar. La figura pareca la de una dama envuel-ta en una capa de terciopelo negro. Una capucha cubra su rostro. Lasmanos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo co-lor que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permita ver suspies. Desde all, se dira que aquella figura sin rostro se deslizaba sinrozar el suelo. Por alguna razn, sent un escalofro.

    -Quin...? -susurr.-Sssh -me cort Marina.

    Ocultos tras las columnas de la balconada, espiamos a aquella damade negro. Avanzaba entre las tumbas como una aparicin. Portaba unarosa roja entre los dedos enguantados. La flor pareca una herida frescaesculpida a cuchillo. La mujer se aproxim a una lpida que quedaba

    justo bajo nuestro punto de observacin y se detuvo, dndonos la es-palda. Por primera vez advert que aquella tumba, a diferencia de todaslas dems, no tena nombre. Slo poda distinguirse una inscripcingrabada en el mrmol: un smbolo que pareca representar un insecto,una mariposa negra con las alas desplegadas.

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    La dama de negro permaneci por espacio de casi cinco minutos ensilencio al pie de la tumba. Finalmente se inclin, deposit la rosa rojasobre la lpida y se march lentamente, del mismo modo en que habavenido. Como una aparicin.

    Marina me dirigi una mirada nerviosa y se acerc a susurrarme algoal odo. Sent sus labios rozarme la oreja y un ciempis con patitas defuego empez a bailar la samba en mi nuca.

    -La descubr por casualidad hace tres meses, cuando acompa aGermn a traerle flores a su ta Reme... Viene aqu el ltimo domingode cada mes a las diez de la maana y deja una rosa roja idntica so-bre esa tumba explic Marina. Siempre lleva la misma capa, los guan-tes y la capucha. Siempre viene sola. Nunca se le ve la cara. Nuncahabla con nadie.

    -Quin est enterrado en esa tumba?El extrao smbolo tallado sobre el mrmol despertaba mi curiosi-dad.

    -No lo s. En el registro del cementerio no figura ningn nombre...-Y quin es esa mujer?

    Marina iba a responder cuando vislumbr la silueta de la dama des-apareciendo por el prtico del cementerio. Me asi de la mano y se alzapresurada.

    -Rpido. Vamos a perderla.

    -Es que vamos a seguirla? -pregunt.-T queras accin, no? -me dijo, a medio camino entre la pena y lairritacin, como si fuera bobo.

    Para cuando alcanzamos la calle Dr. Roux, la mujer de negro se ale- jaba hacia la Bonanova. Volva a llover, aunque el sol se resista a ocul-tarse. Seguimos a la dama a travs de aquella cortina de lgrimas deoro. Cruzamos el Paseo de la Bonanova y ascendimos hacia la falda delas montaas, poblada por palacetes y mansiones que haban conocido

    mejores pocas. La dama se adentr en la retcula de calles desiertas.Un manto de hojas secas las cubra, brillantes como las escamas aban-donadas por una gran serpiente. Luego se detuvo al llegar a un cruce,una estatua viva.

    -Nos ha visto... -susurr, refugindome con Marina tras un gruesotronco surcado de inscripciones.

    Por un instante tem que fuese a volverse y a descubrirnos. Pero no.Al poco rato, torci a la izquierda y desapareci. Marina y yo nos mira-mos. Reanudamos nuestra persecucin. El rastro nos llev a una calle-

    juela sin salida, cortada por el tramo descubierto de los ferrocarriles deSarri, que ascendan hacia Vallvidrera y Sant Cugat. Nos detuvimos

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    all. No haba rastro de la dama de negro, aunque la habamos vistotorcer justo en aquel punto. Por encima de los rboles y los tejados delas casas se distinguan los torreones del internado en la distancia.

    -Se habr metido en su casa -apunt. Debe de vivir por aqu...

    -No. Estas casas estn deshabitadas. Nadie vive aqu.Marina me seal las fachadas ocultas tras verjas y muros. Un parde viejos almacenes abandonados y un casern devorado por las llamasdcadas atrs era cuanto quedaba en pie. La dama se haba esfumadoante nuestras narices.

    Nos adentramos en el callejn. Un charco reflejaba una lmina decielo a nuestros pies. Las gotas de lluvia desvanecan nuestra imagen.Al final del callejn, un portn de madera se balanceaba movido por el

    viento.Marina me mir en silencio. Nos aproximamos hasta all con sigilo yme asom a echar un vistazo. El portn, cortado sobre un muro de la-drillo rojo, daba a un patio. Lo que en otro tiempo fue un jardn ahoraestaba completamente posedo por las malas hierbas. Tras la espesura,se adivinaba la fachada de un extrao edificio cubierto de hiedra. Tardun par de segundos en comprender que se trataba de un invernaderode cristal armado sobre un esqueleto de acero. Las plantas siseaban,igual que un enjambre al acecho.

    -T primero -me invit Marina.Me arm de valor y penetr en la maleza. Marina, sin previo aviso,me tom la mano y sigui tras de m.

    Sent mis pasos hundirse en el manto de escombros. La imagen deuna maraa de oscuras serpientes con ojos escarlatas me pas por lacabeza. Sorteamos aquella jungla de ramas hostiles que araaban lapiel hasta llegar a un claro frente al invernadero. Una vez all, Marinasolt mi mano para contemplar la siniestra edificacin. La hiedra tenda

    una telaraa sobre toda la estructura. El invernadero pareca un palaciosepultado en las profundidades de un pantano.-Me temo que nos ha dado esquinazo -apunt. Aqu nadie ha puesto

    los pies en aos.Marina me dio la razn a regaadientes. Ech un ltimo vistazo al in-

    vernadero con aire de decepcin. "Las derrotas en silencio saben me- jor", pens.

    -Anda, vmonos -le suger, ofrecindole mi mano con la esperanzade que la tomase de nuevo para atravesar los matojos.

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    Marina la ignor y, frunciendo el ceo, se alej para rodear el inver-nadero. Suspir y la segu con desgano. Aquella muchacha era ms to-zuda que una mula.

    -Marina -empec, aqu no...

    La encontr en la parte trasera del invernadero, frente a lo que pa-reca la entrada. Me mir y alz la man hacia el vidrio. Limpi la sucie-dad que cubra una inscripcin sobre el cristal. Reconoc la misma mari-posa negra que marcaba la tumba annima del cementerio. Marinaapoy la mano sobre ella. La puerta cedi lentamente. Pude sentir elaliento ftido y dulzn que exhalaba del interior. Era el hedor de lospantanos y los pozos envenenados. Desoyendo el poco sentido comnque an me quedaba en la cabeza, me adentr en las tinieblas.

    Captulo 5

    Un aroma fantasmal a perfume y a madera vieja flotaba en las som-bras. El piso, de tierra fresca, rezumaba humedad. Espirales de vapordanzaban hacia la cpula de cristal. La condensacin resultante sangra-ba gotas invisibles en la oscuridad. Un extrao sonido palpitaba msall de mi campo de visin. Un murmullo metlico, como el de una per-siana agitndose.

    Marina segua avanzando lentamente. La temperatura era clida,hmeda. Not que la ropa se me pegaba a la piel y una pelcula de su-dor me afloraba en la frente. Me gir hacia Marina y comprob, a medialuz, que a ella le estaba sucediendo otro tanto. Aquel murmullo sobre-natural continuaba agitndose en la sombra. Pareca provenir de todaspartes.

    -Qu es eso? susurr Marina, con un punzada de temor en la voz.Me encog de hombros. Seguimos internndonos en el invernadero.

    Nos detuvimos en un punto donde convergan unas agujas de luz que

    se filtraban desde la techumbre. Marina iba a decir algo cuando escu-chamos de nuevo aquel siniestro traqueteo. Cercano. A menos de dosmetros. Directamente sobre nuestras cabezas. Intercambiamos una mi-rada muda y, lentamente, alzamos la vista hacia la zona anclada en lasombra en el techo del invernadero. Sent la mano de Marina cerrarsesobre la ma con fuerza. Temblaba. Temblbamos.

    Estbamos rodeados. Varias siluetas angulosas pendan del vaco.Distingu una docena, quiz ms. Piernas, brazos, manos y ojos brillan-do en las tinieblas. Una jaura de cuerpos inertes se balanceaba sobrenosotros como tteres infernales. Al rozar unos con otros producan

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    aquel susurro metlico. Dimos un paso atrs y, antes de que pudise-mos darnos cuenta de lo que estaba sucediendo, el tobillo de Marinaqued atrapado en una palanca unida a un sistema de poleas. La palan-ca cedi. En una dcima de segundo aquel ejrcito de figuras congela-

    das se precipit al vaco. Me lanc para cubrir a Marina y ambos camosde bruces. Escuch el eco de una sacudida violenta y el rugido de lavieja estructura de cristal vibrando. Tem que las lminas de vidrio sequebrasen y una lluvia de cuchillos transparentes nos ensartase en elsuelo. En aquel momento sent un contacto fro sobre la nuca. Dedos.

    Abr los ojos. Un rostro me sonrea. Ojos brillantes y amarillos brilla-ban, sin vida. Ojos de cristal en un rostro cincelado sobre madera laca-da. Y en aquel instante escuch a Marina ahogar un grito a mi lado.

    -Son muecos -dije, casi sin aliento.

    Nos incorporamos para comprobar la verdadera naturaleza de aque-llos seres. Tteres. Figuras de madera, metal y cermica. Estaban sus-pendidas por mil cables de una tramoya. La palanca que haba acciona-do Marina sin querer haba liberado el mecanismo de poleas que lassostena. Las figuras se haban detenido a tres palmos del suelo. Semovan en un macabro ballet de ahorcados.

    -Qu demonios...? -exclam Marina.Observ aquel grupo de muecos. Reconoc una figura ataviada de

    mago, un polica, una bailarina, una gran dama vestida de granate, unforzudo de feria... Todos estaban construidos a escala real y vestan lu- josas galas de baile de disfraces que el tiempo haba convertido enharapos. Pero haba algo en ellos que los una, que les confera una ex-traa cualidad que delataba su origen comn.

    -Estn inacabadas -descubr.Marina comprendi en el acto a qu me refera. Cada uno de aquellos

    seres careca de algo. El polica no tena brazos. La bailarina no tenaojos, tan slo dos cuencas vacas. El mago no tena boca, ni manos...

    Contemplamos las figuras balancendose en la luz espectral. Marina seaproxim a la bailarina y la observ cuidadosa mente. Me indic unapequea marca sobre la frente, justo bajo el nacimiento de su pelo demueca. La mariposa negra, de nuevo. Marina alarg la mano hastaaquella marca. Sus dedos rozaron el cabello y Marina retir la manobruscamente. Observ su gesto de repugnancia.

    -El pelo... es de verdad -dijo.Imposible.Procedimos a examinar cada una de las siniestras marionetas y en-

    contramos la misma marca en todas ellas. Accion otra vez la palanca yel sistema de poleas alz de nuevo los cuerpos. Vindolos ascender as,

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    inertes, pens que eran almas mecnicas que acudan a unirse con sucreador.

    -Ah parece que hay algo -dijo Marina a mi espalda.

    Me volv y la vi sealando hacia un rincn del invernadero, donde sedistingua un viejo escritorio. Una fina capa de polvo cubra su superfi-cie. Una araa correteaba dejando un rastro de diminutas huellas. Mearrodill y sopl la pelcula de polvo. Una nube gris se elev en el aire.Sobre el escritorio yaca un tomo encuadernado en piel, abierto por lamitad. Con una caligrafa pulcra, poda leerse al pie de una vieja foto-grafa de color sepia pegada al papel: "Arles, 1903. La imagen mostra-ba a dos nias siamesas unidas por el torso. Luciendo vestidos de gala,las dos hermanas ofrecan para la cmara la sonrisa ms triste del

    mundo.Marina volvi las pginas. El cuaderno era un lbum de antiguas fo-tografas, normal y corriente. Pero las imgenes que contena no tenannada de normal y nada de corriente. La imagen de las nias siamesashaba sido un presagio. Los dedos de Marina giraron hoja tras hoja paracontemplar, con una mezcla de fascinacin y repulsin, aquellas foto-grafas. Ech un vistazo y sent un extrao hormigueo en la espina dor-sal.

    -Fenmenos de la naturaleza... -murmur Marina. Seres con malfor-

    maciones, que antes se desterraban a los circos...El poder turbador de aquellas imgenes me golpe con un latigazo.El reverso oscuro de la naturaleza mostraba su rostro monstruoso. Al-mas inocentes atrapadas en el interior de cuerpos horriblemente deformados.

    Durante minutos pasamos las pginas de aquel lbum en silencio.Una a una, las fotografas nos mostraban, siento decirlo, criaturas depesadilla. Las abominaciones fsicas, sin embargo, no conseguan velarlas miradas de desolacin, de horror y soledad que ardan en aquellos

    rostros.Dios mo... susurr Marina.Las fotografas estaban fechadas, citando el ao y la procedencia de

    la fotografa: Buenos Aires, 1893. Bombay, 1911. Turn, 1930. Praga,1933... Me resultaba difcil adivinar quin, y por qu, habra recopiladosemejante coleccin. Un catlogo del infierno. Finalmente Marina apartla mirada del libro y se alej hacia las sombras. Trat de hacer lo mis-mo, pero me senta incapaz de desprenderme del dolor y el horror querespiraban aquellas imgenes. Podra vivir mil aos y seguira recor-dando la mirada de cada una de aquellas criaturas. Cerr el libro y me

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    volv hacia Marina. La escuch suspirar en la penumbra y me sent in-significante, sin saber qu hacer o qu decir. Algo en aquellas fotograf-as la haba turbado profundamente.

    -Ests bien...? -pregunt.

    Marina asinti en silencio, con los ojos casi cerrados. Sbitamente,algo reson en el recinto. Explor el manto de sombras que nos rodea-ba. Escuch de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Malfico. Notentonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante. Llegabadesde la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certe-za de que no estbamos solos. Haba alguien ms all. Observndonos.Marina contemplaba petrificada la muralla de negrura. La tom de lamano y la gui hacia la salida.

    Captulo 6

    La llovizna haba vestido las calles de plata cuando salimos de all. Erala una de la tarde. Hicimos el camino de regreso sin cruzar palabra. Encasa de Marina, Germn nos esperaba para comer.

    -A Germn no le menciones nada de todo esto, por favor -me pidiMarina.

    -No te preocupes.

    Comprend que tampoco hubiera sabido explicar lo que haba sucedi-do. A medida que nos alejbamos del lugar, el recuerdo de aquellasimgenes y de aquel siniestro invernadero se fue desvaneciendo. Al lle-gar a la Plaza Sarri, advert que Marina estaba plida y respiraba condificultad.

    -Te encuentras bien? -pregunt.Marina me dijo que s con poca conviccin.

    Nos sentamos en un banco de la plaza. Ella respir profundamente

    varias veces, con los ojos cerrados. Una bandada de palomas corretea-ba a nuestros pies. Por un instante tem que Marina fuera a desmayar-se. Entonces abri los ojos y me sonri.

    -No te asustes. Es slo un pequeo mareo. Debe de haber sido eseolor.

    Seguramente. Probablemente era un animal muerto. Una rata o...Marina apoy mi hiptesis. Al poco rato el color le volvi a las meji-

    llas.-Lo que me hace falta es comer algo. Anda, vamos. Germn estar

    harto de esperarnos.

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    Nos incorporamos y nos encaminamos hacia su casa. Kafka aguarda-ba en la verja. A m me mir con desdn y corri a frotar su lomo sobrelos tobillos de Marina. Andaba yo sopesando las ventajas de ser un ga-to, cuando reconoc el sonido de aquella voz celestial en el gramfono

    de Germn. La msica se filtraba por el jardn como una marea alta.-Qu es esa msica?-Leo Delibes -respondi Marina.

    -Ni idea.-Delibes. Un compositor francs aclar Marina, adivinando mi desco-

    nocimiento. Qu os ensean en el colegio?Me encog de hombros.-Es un fragmento de una de sus peras. "Lakm".-Y esa voz?

    -Mi madre.La mir atnito.-Tu madre es cantante de pera?Marina me devolvi una mirada impenetrable.-Era respondi. Muri.

    Germn nos esperaba en el saln principal, una gran habitacin ova-lada. Una lmpara de lgrimas de cristal penda del techo. El padre deMarina iba casi de etiqueta. Vesta traje y chaleco, y su cabellera pla-

    teada apareca pulcramente peinada hacia atrs. Me pareci estar vien-do a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada conmanteles de hilo y cubiertos de plata.

    -Es un placer tenerle entre nosotros, Oscar dijo Germn. No todoslos domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compaa.

    La vajilla era de porcelana, genuino artculo de anticuario. El menpareca consistir en una sopa de aroma delicioso y pan. Nada ms.Mientras Germn me serva a m primero, comprend que todo aqueldespliegue se deba a mi presencia. A pesar de la cubertera de plata, la

    vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no haba dine-ro para un segundo plato. Por no haber, no haba ni luz. La casa estabaperpetuamente iluminada con velas. Germn debi de leerme el pen-samiento.

    -Habr advertido que no tenemos electricidad, Oscar. Lo cierto es queno creemos demasiado en los adelantos de la ciencia moderna. Al fin yal cabo, qu clase de ciencia es sa, capaz de poner un hombre en laluna pero incapaz de poner un pedazo de pan en la mesa de cada serhumano?

    -A lo mejor el problema no est en la ciencia, sino en quienes deci-den cmo emplearla -suger.

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    Germn consider mi idea y asinti con solemnidad, no s si por cor-tesa o por convencimiento.

    -Intuyo que es usted un tanto filsofo, Oscar. Ha ledo a Schopen-hauer?

    Advert los ojos de Marina sobre m, sugirindome que le siguiese lacorriente a su padre.-Slo por encima -improvis.

    Saboreamos la sopa sin hablar. Germn me sonrea amablemente devez en cuando y observaba con cario a su hija. Algo me deca que Ma-rina no tena muchos amigos y que Germn vea con buenos ojos mipresencia all, a pesar de no ser capaz de distinguir entre Schopenhauery una marca de artculos ortopdicos.

    -Y dgame usted, Oscar, qu se cuenta en el mundo estos das?Formul esta pregunta de tal modo que sospech que, si le anunciabael final de la Segunda Guerra Mundial, iba a causar un revuelo.

    -No mucho, la verdad dije, bajo la atenta vigilancia de Marina. Vie-nen elecciones...

    Esto despert el inters de Germn, que detuvo la danza de su cu-chara y sopes el tema.

    -Y usted qu es, Oscar? De derechas o de izquierdas?-Oscar es crata, pap -cort Marina.

    El pedazo de pan se me atragant. No saba lo que significaba aque-lla palabra, pero sonaba a anarquista en bicicleta. Germn me observdetenidamente, intrigado.

    -El idealismo de la juventud... murmur. Lo comprendo, lo com-prendo. A su edad, yo tambin le a Bakunin. Es como el sarampin;hasta que no se pasa...

    Lanc una mirada asesina a Marina, que se relama los labios comoun gato. Me gui el ojo y desvi la vista. Germn me observ con cu-riosidad benevolente. Le devolv su amabilidad con una inclinacin de

    cabeza y me llev la cuchara a los labios. Al menos as no tendra quehablar y no metera la pata.

    Comimos en silencio. No tard en advertir que, al otro lado de la me-sa, Germn se estaba quedando dormido. Cuando finalmente la cuchararesbal entre sus dedos, Marina se levant y, sin mediar palabra, leafloj el corbatn de seda plateada. Germn suspir. Una de sus manostemblaba ligeramente. Marina tom a su padre del brazo y le ayud aincorporarse. Germn asinti, abatido, y me sonri dbilmente, casiavergonzado.Me pareci que haba envejecido quince aos en un soplo.

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    -Me disculpar usted, Oscar... -dijo con un hilo de voz. Las cosas dela edad...

    Me incorpor a mi vez, ofreciendo ayuda a Marina con una mirada.Ella la rechaz y me pidi que permaneciese en la sala. Su padre se

    apoy en ella y as los vi abandonar el saln.-Ha sido un placer, Oscar... -murmur la voz cansina de Germn,perdindose en el corredor de sombras. Vuelva a visitarnos, vuelva avisitarnos...

    Escuch los pasos desvanecerse en el interior de la vivienda y esperel regreso de Marina a la luz de las velas por espacio de casi mediahora. La atmsfera de la casa fue calando en m. Cuando tuve la certe-za de que Marina no iba a volver, empec a preocuparme.

    Dud en ir a buscarla, pero no me pareci correcto husmear en lashabitaciones sin invitacin. Pens en dejar una nota, pero no tena nadacon qu hacerlo. Estaba anocheciendo, as que lo mejor era marchar-me. Ya me acercara al da siguiente, despus de clase, para ver si todoandaba bien. Me sorprendi comprobar que apenas haca media horaque no vea a Marina y mi mente ya estaba buscando excusas para re-gresar. Me dirig hasta la puerta trasera de la cocina y recorr el jardnhasta la verja. El cielo se apagaba sobre la ciudad con nubes en trnsi-to.

    Mientras paseaba hacia el internado, lentamente, los acontecimientosde la jornada desfilaron por mi mente. Al ascender las escaleras de mihabitacin en el cuarto piso estaba convencido de que aqul haba sidoel da ms extrao de mi vida. Pero si se pudiese comprar un billete pa-ra repetirlo, lo habra hecho sin pensarlo dos veces.

    Captulo 7

    Por la noche so que estaba atrapado en el interior de un inmensocaleidoscopio. Un ser diablico, de quien slo poda ver su gran ojo atravs de la lente, lo haca girar. El mundo se deshaca en laberintos deilusiones pticas que flotaban a mi alrededor. Insectos. Mariposas ne-gras. Despert de golpe con la sensacin de tener caf hirviendo co-rrindome por las venas. El estado febril no me abandon en todo elda.

    Las clases del lunes desfilaron como trenes que no paraban en mi es-tacin. JF se percat en seguida.

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    -Normalmente ests en las nubes -sentenci, pero hoy te ests sa-liendo de la atmsfera. Ests enfermo?

    Con gesto ausente le tranquilic. Consult el reloj sobre la pizarra delaula. Las tres y media. En poco menos de dos horas se acababan las

    clases. Una eternidad. Afuera, la lluvia araaba los cristales.Al toque del timbre me escabull a toda velocidad, dando plantn a JF

    en nuestro habitual paseo por el mundo real. Atraves los eternos co-rredores hasta llegar a la salida. Los jardines y las fuentes de la entradapalidecan bajo un manto de tormenta. No llevaba paraguas, ni siquierauna capucha. El cielo era una lpida de plomo. Los faroles ardan comocerillas.

    Ech a correr. Sorte charcos, rode los desages desbordados y al-

    canc la salida. Por la calle descendan regueros de lluvia, como unavena desangrndose. Calado hasta los huesos corr por calles angostasy silenciosas. Las alcantarillas rugan a mi paso. La ciudad pareca hun-dirse en un ocano negro.

    Me llev diez minutos llegar a la verja del casern de Marina yGermn. Para entonces ya tena la ropa y los zapatos empapados sinremedio. El crepsculo era un teln de mrmol grisceo en el horizonte.Cre escuchar un chasquido a mis espaldas, en la boca del callejn. Me

    volv sobresaltado. Por un instante sent que alguien me haba seguido.Pero no haba nadie all, tan slo la lluvia ametrallando charcos en elcamino.

    Me col a travs de la verja. La claridad de los relmpagos gui mispasos hasta la vivienda. Los querubines de la fuente me dieron la bien-venida. Tiritando de fro, llegu a la puerta trasera de la cocina. Estabaabierta. Entr. La casa estaba completamente a oscuras. Record laspalabras de Germn acerca de la ausencia de electricidad. No se meocurri pensar hasta entonces que nadie me haba invitado. Por segun-

    da vez, me colaba en aquella casa sin ningn pretexto. Pens en irme,pero la tormenta aullaba afuera. Suspir. Me dolan las manos de fro yapenas senta la punta de los dedos. Tos como un perro y sent el co-razn latindome en las sienes. Tena la ropa pegada al cuerpo, helada."Mi reino por una toalla", pens.

    -Marina? -llam.El eco de mi voz se perdi en el casern. Tuve conciencia del manto

    de sombras que se extenda a mi alrededor. Slo el aliento de losrelmpagos filtrndose por los ventanales permita fugaces impresionesde claridad, como el flash de una cmara.-Marina? insist. Soy Oscar...

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    Tmidamente me adentr en la casa. Mis zapatos empapados produc-an un sonido viscoso al andar. Me detuve al llegar al saln donde hab-amos comido el da anterior. La mesa estaba vaca, y las sillas, desier-tas.

    -Marina? Germn?No obtuve contestacin. Distingu en la penumbra una palmatoria yuna caja de fsforos sobre una consola. Mis dedos arrugados e insensi-bles necesitaron cinco intentos para prender la llama.

    Alc la luz parpadeante. Una claridad fantasmal inund la sala. Medeslic hasta el corredor por donde haba visto desaparecer a Marina ya su padre el da anterior.

    El pasillo conduca a otro gran saln, igualmente coronado por unalmpara de cristal. Sus cuentas brillaban en la penumbra como tiovivos

    de diamantes. La casa estaba poblada por sombras oblicuas que la tor-menta proyectaba desde el exterior a travs de los cristales. Viejosmuebles y butacones yacan bajo sbanas blancas. Una escalinata demrmol ascenda al primer piso. Me aproxim a ella, sintindome un in-truso. Dos ojos amarillos brillaban en lo alto de la escalera. Escuch unmaullido.

    Kafka. Suspir aliviado. Un segundo despus el gato se retir a lassombras. Me detuve y mir alrededor. Mis pasos haban dejado un ras-tro de huellas sobre el polvo.

    -Hay alguien? -llam de nuevo, sin obtener respuesta.Imagin aquel gran saln dcadas atrs, vestido de gala. Una orques-ta y docenas de parejas danzantes. Ahora pareca el saln de un buquehundido. Las paredes estaban cubiertas de lienzos al leo. Todos elloseran retratos de una mujer. La reconoc. Era la misma que apareca enel cuadro que haba visto la primera noche que me col en aquella casa.La perfeccin y la magia del trazo y la luminosidad de aquellas pinturaseran casi sobrenaturales. Me pregunt quin sera el artista. Incluso am me result evidente que todos eran obra de una misma mano. La

    dama pareca vigilarme desde todas partes.No era difcil advertir el tremendo parecido de aquella mujer con Ma-

    rina. Los mismos labios sobre una tez plida, casi transparente. El mis-mo talle, esbelto y frgil como el de una figura de porcelana. Los mis-mos ojos de ceniza, tristes y sin fondo. Sent algo rozarme un tobillo.Kafka ronroneaba a mis pies. Me agach y acarici su pelaje plateado.

    -Dnde est tu ama, eh?Como respuesta maull melanclico. No haba nadie all. Escuch el

    sonido de la lluvia golpeando el techo. Miles de araas de agua correte-ando en el desvn. Supuse que Marina y Germn haban salido por

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    algn motivo imposible de adivinar. En cualquier caso, no era de mi in-cumbencia. Acarici a Kafka y decid que deba marcharme antes deque volviesen.

    -Uno de los dos est de ms aqu -le susurr a Kafka. Yo.

    Sbitamente, los pelos del lomo del gato se erizaron como pas.Sent sus msculos tensarse como cables de acero bajo mi mano. Kafkaemiti un maullido de pnico.

    Me estaba preguntando qu poda haber aterrorizado al animal deaquel modo cuando lo not. Aquel olor. El hedor a podredumbre animaldel invernadero. Sent nuseas. Alc la vista. Una cortina de lluvia vela-ba el ventanal del saln. Al otro lado distingu la silueta incierta de losngeles en la fuente. Supe instintivamente que algo andaba mal. Habauna figura ms entre las estatuas. Me incorpor y avanc lentamente

    hacia el ventanal. Una de las siluetas se volvi sobre s misma. Me de-tuve, petrificado. No poda distinguir sus rasgos, apenas una forma os-cura envuelta en un manto. Tuve la certeza de que aquel extrao meestaba observando. Y saba que yo lo estaba observando a l. Perma-nec inmvil durante un instante infinito. Segundos ms tarde, la figurase retir a las sombras.

    Cuando la luz de un relmpago estall sobre el jardn, el extrao yano estaba all. Tard en darme cuenta de que el hedor haba desapare-cido con l.

    No se me ocurri ms que sentarme a esperar el regreso de Germny Marina. La idea de salir al exterior no era muy tentadora. La tormentaera lo de menos. Me dej caer en un inmenso butacn.

    Poco a poco, el eco de la lluvia y la claridad tenue que flotaba en elgran saln me fueron adormeciendo. En algn momento escuch el so-nido de la cerradura principal al abrirse y pasos en la casa. Despert demi trance y el corazn me dio un vuelco. Voces que se aproximaban porel pasillo. Una vela. Kafka corri hacia la luz justo cuando Germn y su

    hija entraban en la sala. Marina me clav una mirada helada.-Qu ests haciendo aqu, Oscar?Balbuce algo sin sentido. Germn me sonri amablemente y me

    examin con curiosidad.-Por Dios, Oscar. Est usted empapado! Marina, trae unas toallas

    limpias para Oscar... Venga usted, Oscar, vamos a encender un fuego,que hace una noche de perros...

    Me sent frente a la chimenea, sosteniendo una taza de caldo calienteque Marina me haba preparado. Relat torpemente el motivo de mipresencia sin mencionar lo de la silueta en la ventana y aquel siniestrohedor. Germn acept mis explicaciones de buen grado y no se mostr

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    en absoluto ofendido por mi intrusin, al contrario. Marina era otra his-toria. Su mirada me quemaba. Tem que mi estupidez al colarme en sucasa como si fuera un hbito hubiese acabado para siempre con nuestraamistad. No abri la boca durante la media hora en que estuvimos sen-

    tados frente al fuego.Cuando Germn se excus y me dese buenas noches, sospech que

    mi ex amiga me iba a echar a patadas y a decirme que no volviese jams. "Ah viene", pens. El beso de la muerte. Marina sonri finamen-te, sarcstica.

    -Pareces un pato mareado -dijo.Gracias -repliqu, esperando algo peor.-Vas a contarme qu demonios hacas aqu?

    Sus ojos brillaban al fuego. Sorb el resto del caldo y baj la mirada.-La verdad es que no lo s... dije. Supongo que..., qu s yo... Sinduda mi aspecto lamentable ayud, porque Marina se acerc y me pal-me la mano.

    -Mrame -orden.As lo hice. Me observaba con una mezcla de compasin y simpata.No estoy enfadada contigo, me oyes? -dijo. Es que me ha sor-

    prendido verte aqu, as, sin avisar. Todos los lunes acompao aGermn al mdico, al hospital de San Pablo, por eso estbamos fuera.

    No es un buen da para visitas.Estaba avergonzado.-No volver a suceder promet.Me dispona a explicarle a Marina la extraa aparicin que haba cre-

    do presenciar cuando ella se ri sutilmente y se inclin para besarme enla mejilla. El roce de sus labios bast para que se me secase la ropa alinstante. Las palabras se me perdieron rumbo a la lengua. Marina ad-virti mi balbuceo mudo.

    -Qu? pregunt.

    La contempl en silencio y negu con la cabeza.-Nada.Enarc la ceja, como si no me creyese, pero no insisti.-Un poco ms de caldo? -pregunt, incorporndose.-Gracias.Marina tom mi tazn y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me qued

    junto al hogar, fascinado por los retratos de la dama en las paredes.Cuando Marina regres, sigui mi mirada.

    -La mujer que aparece en todos esos retratos... -empec.-Es mi madre dijo Marina.Sent que invada un terreno resbaladizo.

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    Blau puso a nombre de Germn el palacete de Sarri, que llevaba aossemiabandonado.

    "Aunque nos avergences a todos, no he trabajado yo como un es-clavo para que un hijo mo se quede en la calle", -le dijo.

    La mansin haba sido en su da una de las ms celebradas por lasgentes de copete y carruaje, pero nadie se ocupaba ya de ella. Estabamaldita. De hecho, se deca que los encuentros secretos entre Diana yel libertino Salvat haban tenido por escenario dicho lugar.

    De ese modo, por ironas del destino, la casa pas a manos deGermn.

    Poco despus, con el apoyo clandestino de su madre, Germn se con-virti en aprendiz del mismsimo Quim Salvat. El primer da, Salvat lo

    mir fijamente a los ojos y pronunci estas palabras:-Uno, yo no soy tu padre y no conozco a tu madre ms que de vista.Dos, la vida del artista es una vida de riesgo, incertidumbre y, casisiempre, de pobreza. No se escoge; ella lo escoge a uno. Si tienes du-das respecto a cualquiera de estos dos puntos, ms vale que salgas poresa puerta ahora mismo.

    Germn se qued.

    Los aos de aprendizaje con Quim Salvat fueron para Germn un sal-

    to a otro mundo. Por primera vez descubri que alguien crea en l, ensu talento y en sus posibilidades de llegar a ser algo ms que una pli-da copia de su padre. Se sinti otra persona. En seis meses aprendi ymejor ms que en los aos anteriores de su vida.

    Salvat era un hombre extravagante y generoso, amante de las exqui-siteces del mundo. Slo pintaba de noche y, aunque no era bien pareci-do (el nico parecido que tena era con un oso), se le poda considerarun autntico rompecorazones, dotado de un extrao poder de seduc-cin que manejaba casi mejor que el pincel. Modelos que quitaban la

    respiracin y seoras de la alta sociedad desfilaban por el estudio dese-ando posar para l y, segn sospechaba Germn, algo ms. Salvat sab-a de vinos, de poetas, de ciudades legendarias y de tcnicas de acro-bacia amorosa importadas de Bombay. Haba vivido intensamente suscuarenta y siete aos. Siempre deca que los seres humanos dejabanpasar la existencia como si fueran a vivir para siempre y que sa era superdicin. Se rea de la vida y de la muerte, de lo divino y lo humano.Cocinaba mejor que los grandes "chefs" de la gua Michelin y coma portodos ellos.

    Durante el tiempo que pas a su lado, Salvat se convirti en su ma-estro y su mejor amigo. Germn siempre supo que lo que haba llega-

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    do a ser en su vida, como hombre y como pintor, se lo deba a QuimSalvat.

    Salvat era uno de los pocos privilegiados que conoca el secreto de la

    luz. Deca que la luz era una bailarina caprichosa y sabedora de sus en-cantos. En sus manos, la luz se transformaba en lneas maravillosasque iluminaban el lienzo y abran puertas en el alma. Al menos, eso ex-plicaba el texto promocional de sus catlogos de exposicin.

    -Pintar es escribir con luz -afirmaba Salvat. Primero debes aprendersu alfabeto; luego, su gramtica. Slo entonces podrs tener el estilo yla magia.

    Fue Quim Salvat quien ampli su visin del mundo llevndole consigoen sus viajes. As recorrieron Pars, Viena, Berln, Roma...

    Germn no tard en comprender que Salvat era tan buen vendedorde su arte como pintor, quiz mejor. Aqulla era la clave de su xito.-De cada mil personas que adquieren un cuadro o una obra de arte,

    slo una de ellas tiene una remota idea de lo que compra -le explicabaSalvat, sonriente. Los dems no compran la obra, compran al artista, loque han odo y, casi siempre, lo que se imaginan acerca de l. Este ne-gocio no es diferente a vender remedios de curandero o filtros de amor,Germn. La diferencia estriba en el precio.

    El gran corazn de Quim Salvat se par el diecisiete de julio de 1938.Algunos afirmaron que por culpa de los excesos. Germn siempre creyque fueron los horrores de la guerra los que mataron la fe y las ganasde vivir de su mentor.

    -Podra pintar mil aos -murmur Salvat en su lecho de muerte- y nocambiara un pice la barbarie, la ignorancia y la bestialidad de loshombres. La belleza es un soplo contra el viento de la realidad,Germn. Mi arte no tiene sentido. No sirve para nada...

    La interminable lista de sus amantes, sus acreedores, amigos y cole-

    gas, las docenas de gentes a las que haba ayudado sin pedir nada acambio le lloraron en su entierro. Saban que aquel da una luz se apa-gaba en el mundo y que, en adelante, todos estaran ms solos, msvacos.

    Salvat le dej una modestsima suma de dinero y su estudio. Le en-carg que repartiese el resto (que no era mucho, porque Salvat gastabams de lo que ganaba y antes de ganarlo) entre sus amadas y amigos.El notario que se haca cargo del testamento entreg a Germn unacarta que Salvat le haba confiado al presentir que su final estabaprximo. Deba abrirla a su muerte.

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    Con lgrimas en los ojos y el alma hecha trizas, el joven vag sinrumbo toda una noche por la ciudad. El alba le sorprendi en el rom-peolas del puerto y fue all, a las primeras luces del da, donde ley lasltimas palabras que Quim Salvat le haba reservado.

    Querido Germn:No te dije esto en vida, porque cre que deba esperar el momento

    oportuno. Pero temo no poder estar aqu cuando llegue. Esto es lo quetengo que decirte. Nunca he conocido a ningn pintor con mayor talen-to que t, Germn. T no lo sabes todava ni lo puedes entender, peroest en ti y mi nico mrito ha sido reconocerlo. He aprendido ms de tide lo que t has aprendido de m, sin t saberlo. Me gustara quehubieras tenido el maestro que mereces, alguien que hubiese guiado tu

    talento mejor que este pobre aprendiz. La luz habla en ti, Germn. Losdems slo escuchamos. No lo olvides jams. De ahora en adelante, tumaestro pasar a ser tu alumno y tu mejor amigo, siempre.

    Salvat

    Una semana ms tarde, huyendo de recuerdos intolerables, Germnparti para Pars. Le haban ofrecido un puesto como profesor en unaescuela de pintura. No volvera a poner los pies en Barcelona en diezaos. En Pars, Germn se labr una reputacin como retratista de cier-

    to prestigio y descubri una pasin que no le abandonara jams: lapera. Sus cuadros empezaban a venderse bien y un marchante que leconoca de sus tiempos con Salvat decidi representarle. Adems de susueldo como profesor, sus obras se vendan lo suficiente para permitirleuna vida sencilla pero digna. Haciendo algunos ajustes, y con ayuda delrector de su escuela, que era primo de medio Pars, consigui reservar-se una butaca en el Teatro de la Opera para toda la temporada. Nadaostentoso: anfiteatro en sexta fila y un tanto tirado a la izquierda. Unveinte por ciento del escenario no era visible, pero la msica llegaba

    gloriosa, ignorando el precio de butacas y palcos.All la vio por primera vez. Pareca una criatura salida de uno de loscuadros de Salvat, pero ni su belleza poda hacerle justicia a su voz. Sellamaba Kirsten Auermann, tena diecinueve aos y, segn el programa,era una de las jvenes promesas de la lrica mundial. Aquella mismanoche se la presentaron en la recepcin que la compaa organizabatras la funcin. Germn se col alegando que era el crtico musical de"Le Monde". Al estrechar su mano, Germn se qued mudo.

    -Para ser un crtico, habla usted muy poco y con bastante acento -brome Kirsten. Germn decidi en aquel momento que se iba a casarcon aquella mujer aunque fuese la ltima cosa que hiciera en su vida.

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    Quiso conjurar todas las artes de seduccin que haba visto emplear aSalvat durante aos. Pero Salvat slo haba uno y haban roto el molde.As empez un largo juego del ratn y el gato que se prolongara duran-te seis aos y que acab en una pequea capilla de Normanda, una

    tarde de verano de 1946.El da de su boda el espectro de la guerra todava se olfateaba en elaire como el hedor de la carroa escondida. Kirsten y Germn regresa-ron a Barcelona al cabo de poco tiempo y se instalaron en Sarri. La re-sidencia se haba convertido en un fantasmal museo en su ausencia. Laluminosidad de Kirsten y tres semanas de limpieza hicieron el resto.

    La casa vivi una poca de esplendor como jams la haba conocido.Germn pintaba sin cesar, posedo por una energa que ni l mismo se

    explicaba. Sus obras empezaron a cotizarse en las altas esferas y pron-to poseer "un Blau" pas a ser requisito "sine qua non" de la buena so-ciedad. De pronto, su padre se enorgulleca en pblico del xito deGermn. "Siempre cre en su talento y en que iba a triunfar", "lo llevaen la sangre, como todos los Blau" y "no hay padre ms orgulloso queyo" pasaron a ser sus frases favoritas y, a fuerza de tanto repetirlas,lleg a crerselas. Marchantes y salas de exposiciones que aos atrsno se molestaban en darle los buenos das se desvivan por congraciar-se con l. Y en medio de todo este vendaval de vanidades e hipocresas,

    Germn nunca olvid lo que Salvat le haba enseado.La carrera lrica de Kirsten tambin iba viento en popa. En la pocaen que empezaron a comercializarse los discos de setenta y ocho revo-luciones, ella fue una de las primeras voces en inmortalizar el reperto-rio. Fueron aos de felicidad y de luz en la villa de Sarri, aos en losque todo pareca posible y donde no se podan adivinar sombras en lalnea del horizonte. Nadie dio importancia a los mareos y a los desvane-cimientos de Kirsten hasta que fue demasiado tarde. El xito, los viajes,la tensin de los estrenos lo explicaban todo.

    El da en que Kirsten fue reconocida por el doctor Cabrils, dos noticiascambiaron su mundo para siempre. La primera: Kirsten estaba embara-zada. La segunda: una enfermedad irreversible de la sangre le estabarobando la vida lentamente. Le quedaba un ao. Dos, a lo sumo. Elmismo da, al salir del consultorio del mdico, Kirsten encarg un relojde oro con una inscripcin dedicada a Germn en la General RelojeraSuiza de la Va Augusta.

    Para Germn, en quien habla la luz.K.A.

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    Aquel reloj contara las horas que les quedaban juntos.Kirsten abandon los escenarios y su carrera. La gala de despedida se

    celebr en el Liceo de Barcelona, con "Lakm", de Delibes, su composi-

    tor predilecto. Nadie volvera a escuchar una voz como aqulla.Durante los meses de embarazo, Germn pint una serie de retratosde su esposa que superaban cualquier obra anterior. Nunca quiso ven-derlos.

    Un veintisis de septiembre de 1964, una nia de cabello claro y ojoscolor ceniza, idnticos a los de su madre, naci en la casa de Sarri. Sellamara Marina y llevara siempre en su rostro la imagen y la luminosi-dad de su madre.

    Kirsten Auermann muri seis meses ms tarde, en la misma habita-cin en que haba dado a luz a su hija y donde haba pasado las horasms felices de su vida con Germn. Su esposo le sostena la mano,plida y temblorosa, entre las suyas. Estaba fra ya cuando el alba se lallev como un suspiro.

    Un mes despus de su muerte, Germn volvi a entrar en su estudio,que se encontraba en el desvn de la vivienda familiar. La pequea Ma-rina jugaba a sus pies. Germn tom el pincel y trat de deslizar untrazo sobre el lienzo. Los ojos se le llenaron de lgrimas y el pincel se le

    cay de las manos. Germn Blau nunca volvi a pintar. La luz en su in-terior se haba callado para siempre.

    Captulo 9

    Durante el resto del otoo mis visitas a casa de Germn y Marina setransformaron en un ritual diario. Pasaba los das soando despierto enclase, esperando el momento de escapar rumbo a aquel callejn secre-

    to. All me esperaban mis nuevos amigos, a excepcin de los lunes, enque Marina acompaaba a Germn al hospital para su tratamiento.Tombamos caf y charlbamos en las salas en penumbra.

    Germn se avino a ensearme los rudimentos del ajedrez. Pese a laslecciones, Marina me llevaba a jaque mate en unos cinco o seis minu-tos, pero yo no perda la esperanza.

    Poco a poco, casi sin darme cuenta, el mundo de Germn y Marinapas a ser el mo. Su casa, los recuerdos que parecan flotar en el ai-re... pasaron a ser los mos. Descubr as que Marina no acuda al cole-gio para no dejar solo a su padre y poder cuidar de l. Me explic queGermn le haba enseado a leer, a escribir y a pensar.

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    -De nada sirve toda la geografa, trigonometra y aritmtica delmundo si no aprendes a pensar por ti mismo -se justificaba Marina. Yen ningn colegio te ensean eso. No est en el programa.

    Germn haba abierto su mente al mundo del arte, de la historia, de

    la ciencia. La biblioteca alejandrina de la casa se haba convertido en suuniverso. Cada uno de sus libros era una puerta a nuevos mundos y anuevas ideas.

    Una tarde a finales de octubre nos sentamos en el alfizar de unaventana del segundo piso a contemplar las luces lejanas del Tibidabo.Marina me confes que su sueo era llegar a ser escritora. Tena unbal repleto de historias y cuentos que llevaba escribiendo desde losnueve aos. Cuando le ped que me mostrase alguno, me mir como si

    estuviese bebido y me dijo que ni hablar."Esto es como el ajedrez", -pens. Tiempo al tiempo.

    A menudo me detena a observar a Germn y Marina cuando ellos noreparaban en m. Jugueteando, leyendo o enfrentados en silencio anteel tablero de ajedrez. El lazo invisible que los una, aquel mundo aparteque se haban construido lejos de todo y de todos, constitua un hechizomaravilloso.

    Un espejismo que a veces tema quebrar con mi presencia. Haba das

    en que, caminando de vuelta al internado, me senta la persona msfeliz del mundo slo por poder compartirlo.Sin reparar en un porqu, hice de aquella amistad un secreto. No le

    haba explicado nada acerca de ellos a nadie, ni siquiera a mi compae-ro JF. En apenas unas semanas, Germn y Marina se haban convertidoen mi vida secreta y, en honor a la verdad, en la nica vida que desea-ba vivir.

    Recuerdo una ocasin en que Germn se retir a descansar tempra-no, disculpndose como siempre con sus exquisitos modales de caballe-

    ro decimonnico. Yo me qued a solas con Marina en la sala de los re-tratos. Me sonri enigmticamente y me dijo que estaba escribiendosobre m. La idea me dej aterrado.

    -Sobre m? Qu quieres decir con escribir sobre m?-Quiero decir acerca de ti, no encima de ti, usndote como escritorio.Hasta ah ya llego. Marina disfrutaba con mi sbito nerviosismo.-Entonces? -pregunt. O es que tienes tan bajo concepto de ti

    mismo que no crees que valga la pena escribir sobre ti?No tena respuesta para aquella pregunta. Opt por cambiar de estra-

    tegia y tomar la ofensiva. Eso me lo haba enseado Germn en sus

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    lecciones de ajedrez. Estrategia bsica: cuando te pillen con los calzo-nes bajados, echa a gritar y ataca.

    Bueno, si es as, no tendrs ms remedio que dejarme leerloapunt.

    Marina enarc una ceja, indecisa.-Estoy en mi derecho de saber lo que se escribe sobre m -aad.- lo mejor no te gusta.-A lo mejor. O a lo mejor s.-Lo pensar.-Estar esperando.

    El fro lleg a Barcelona al estilo habitual: como un meteorito. Enapenas un da los termmetros empezaron a mirarse el ombligo. Ejrci-

    tos de abrigos salieron de la reserva sustituyendo a las ligeras gabardi-nas otoales. Cielos de acero y vendavales que mordan las orejas seapoderaron de las calles.

    Germn y Marina me sorprendieron al regalarme una gorra de lanaque deba de haber costado una fortuna.

    -Es para proteger las ideas, amigo Oscar explic Germn. No se levaya a enfriar el cerebro.

    A mediados de noviembre Marina me anunci que Germn y ella deb-

    an ir a Madrid por espacio de una semana. Un mdico de La Paz, todauna eminencia, haba aceptado someter a Germn a un tratamiento quetodava estaba en fase experimental y que slo se haba utilizado unpar de veces en toda Europa.

    -Dicen que ese mdico hace milagros, no s... -dijo Marina.La idea de pasar una semana sin ellos me cay encima como una lo-

    sa. Mis esfuerzos por ocultarlo fueron en vano. Marina lea en mi inter-ior como si fuera transparente. Me palme la mano.

    -Es slo una semana, eh? Luego volveremos a vernos.

    Asent, sin encontrar palabras de consuelo.-Habl ayer con Germn acerca de la posibilidad de que cuidases deKafka y de la casa durante estos das... -aventur Marina.

    -Por supuesto. Lo que haga falta.Su rostro se ilumin.-Ojal ese doctor sea tan bueno como dicen -dije.Marina me mir durante un largo instante. Tras su sonrisa, aquellos

    ojos de ceniza desprendan una luz de tristeza que me desarm.-Ojal.

  • 7/26/2019 4_Marina- de Carlos Ruiz Zafn

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    El tren para Madrid parta de la estacin de Francia a las nueve de lamaana. Yo me haba escabullido al amanecer. Con los ahorros queguardaba reserv un taxi para ir a recoger a Germn y Marina y llevar-los a la estacin. Aquella maana de domingo estaba sumida en brumas

    azules que se desvanecan bajo el mbar de un alba tmida.Hicimos buena parte del trayecto callados. El taxmetro del viejo Seat1500 repiqueteaba como un metrnomo.

    -No debera usted haberse molestado, amigo Oscar -deca Germn.-No es molestia -repliqu. Que hace un fro que pela y no es cuestin

    de que se nos enfre el nimo, eh?Al llegar a la estacin, Germn se acomod en un caf mientras Mari-

    na y yo bamos a comprar los billetes reservados en la taquilla.A la hora de partir Germn me abraz con tal intensidad que estuve a

    punto de echarme a llorar. Con ayuda de un mozo subi al vagn y medej a solas para que me despidiese de Marina. El eco de mil voces ysilbatos se perda en la enorme bveda de la estacin.

    Nos miramos en silencio, casi de refiln.-Bueno... -dije.-No te olvides de calentar la leche porque...-Kafka odia la leche fra, especialmente despus de un crimen, ya lo

    s. El gato seorito.

    El jefe de estacin se dispona a dar la salida con su bandern rojo.Marina suspir.-Germn est orgulloso de ti -dijo.-No tiene por qu.-Te vamos a echar de menos.-Eso es lo que t te crees. Anda, vete ya.Sbitamente, Marina se inclin y dej que sus labios rozasen los

    mos. Antes de que pudiese pestaear subi al tren. Me qued all,viendo cmo el tren se alejaba hacia la boca de niebla. Cuando el ru-

    mor de la mquina se perdi, ech a andar hacia la salida. Mientras lohaca pens que nunca haba llegado a contarle a Marina la extraa vi-sin que haba presenciado aquella noche de tormenta en su casa. Conel tiempo, yo mismo haba preferido olvidarlo y haba acabado por con-vencerme de que lo haba imaginado todo.

    Estaba ya en el gran vestbulo de la estacin cuando un mozo se meacerc algo atropelladamente.

    -Esto... Ten, esto me lo han dado para ti.Me tendi un sobre de color ocre.

    -Creo que se equivoca -dije.-No, no. Esa seora me ha dicho que te lo diese insisti el mozo.

  • 7/26/2019 4_Marina- de Carlos Ruiz Zafn

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    -Qu seora?El mozo se volvi a sealar el prtico que daba al Paseo Coln.

    Hilos de bruma barran los peldaos de entrada. No haba nadie all.

    El mozo se encogi de hombros y se alej.Perplejo, me acerqu hasta el prtico y sal a la calle justo a tiempode identificarla. La dama de negro que habamos visto en el cementeriode Sarri suba a un anacrnico carruaje de caballos. Se volvi para mi-rarme durante un instante. Su rostro quedaba oculto bajo un velo oscu-ro, una telaraa de acero. Un segundo despus la portezuela del ca-rruaje se cerr y el cochero, envuelto en un abrigo gris que le cubracompletamente, azot los caballos.

    El carruaje se alej a toda velocidad entre el trfico del Paseo Coln,

    en direccin a las Ramblas, hasta perderse.Estaba desconcertado, sin darme cuenta de que sostena el sobre que

    el mozo me haba entregado