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Carlos Carretto

lo que importa es amar meditaciones bíblicas

cuarta edición

ediciones paulinas

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Título original de la obra: CIÓ CHE CONTA E' AMARE

Editrice AVE, Roma, 1968 - 4! Edlzlone

Traducción: Alejo Orla León (España)

con las debidas licencias

© 1968 by Ediciones Paulinas, Caracas, 1970

Presentación

Extractamos de la edición original parte de los con­ceptos con que el autor presenta su libro.

Una de las suertes mayores que he tenido en mi vida ha sido el descubrimiento de la Biblia que hice hacia los veinte años.

A este descubrimiento atribuyo ese poco de sensibili­dad que me condujo primero a darme al apostolado en el mundo y, más tarde, a buscar el Absoluto en una Con­gregación contemplativa como la de los Pequeños Her­manos del Padre Foucauld.

La Biblia nunca me defraudó. Siempre encontré en ella lo que mi alma necesitaba etapa tras etapa. Me acom­pañó en el desarrollo de la je desde el período entusiasta y ardiente de la juventud, hasta la prueba del desierto cuando, en la aridez -más dolorosa, falta toda ayuda exte­rior y el alma se ve inclinada y sacudida, como una caña, por la tempestad del Espíritu.

Pero antes de ese día —si me queda tiempo y si es la voluntad de Dios mi Señor— quisiera volver a leerla con los que no la conocen o porque no la han comprado o porque, si la compraron, la abandonaron asustados ante las primeras dificultades. Quisiera volver a leerla con los sencillos, con los pobres, con los que no han estu­diado exégesis pero están armados de una sola cosa: de la voluntad de conocer el libro de Dios. ..

Ciertamente no hemos sido ayudados por el pasado.

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Procedemos de una época en que la Biblia era un libro sellado, casi -prohibido. Una época oscura en la que, ni siquiera en las familias cristianas, había amor a la Biblia y la gran mayoría de los católicos no conocían la Sagrada Escritura.

Por fortuna las cosas han cambiado y el soplo del Espí­ritu Santo que se ha dejado sentir sobre el Concilio está pegando fuertemente contra los muros de los viejos con­ventos y de las sacristías de un cristianismo reducido a la lucecilla de nuestra miopía, y está sacudiendo las masas de los seglares, ignorantes de Cristo porque ignoran la Sagrada Escritura.

No es mía esta frase terrible, pero la he sentido y vivido como su autor, S. Jerónimo: "Ignorantia Scripturarum ignorantia Christi", la ignorancia de la Sagrada Escritura es ignorancia de Cristo.

¡Y es cierto!

Y aún más cierto en nuestros días en los que un nú­mero considerable de cristianos se ve obligado a revisar su actitud respecto de la fe. Muchos, sorprendidos por los cambios rápidos de las cosas y hallándose sin prepa­ración, se sienten impulsados a preguntarse: "pero, ¿yo creo todavía? o también, ¿quién es el Dios de mi fe? La respuesta no siempre es inmediata, especialmente en quien está ocupado en demoler del propio pasado reli­gioso las superestructuras sentimentales o los altarcitos cubiertos de santos y vacíos de sacrificios.

Y aun cuando llega esa respuesta, no desaparecen de­

masiado fácilmente las perplejidades.

Hay una inquietud difusa, muy difusa, especialmente

en quien se sentía a cubierto de aventuras de increduli-

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dad y había tenido en el pasado la impresión clara de haber resuelto definitivamente el problema de Dios. "Pero, ¿yo creo todavía?" Y, "¿quién es el Dios de mi fe?"

Sí es bueno hacerse esta pregunta: "¿quién es el Dios de mi fe?"

¿Es un Dios sin misterios, forjado por mi sentimenta­lismo o mi necesidad de seguridad? ¿O es el Dios de Abraham que me lleva siempre por caminos que no son mis caminos?

¿Es un Dios milagrero, protector de mi salud y de mi bienestar? ¿O es el Dios de Jesús crucificado?

Y si mi Dios es el Dios de Abraham y el Dios de Jesús, ¿dónde he aprendido a buscarle, a conocerle, a amarle?

¿Me he contentado con substitutivos o le he buscado en los textos auténticos, en los textos inspirados? ¿En los que contienen sus "rasgos", sus "gustos", sus "palabras", su "pensamiento"? ¿Y no es la Biblia el libro auténtico de Dios?

Esta es la verdad que se va abriendo paso, la concien­cia que hoy conquista las almas bajo el soplo del Espíritu Santo.

No temo ser desmentido si afirmo que, con motivo de este soplo, tendremos una primavera grande y lozana y que, entre las características de esta primavera postconci­liar, es cierta la característica de una vuelta de los cris­tianos a la Biblia.

El movimiento bíblico es irreversible como irreversible es el movimiento litúrgico, como irreversible es el redes­cubrimiento del amor como alma y plenitud del mensaje cristiano al mundo. ..

¡Cómo desearía hacerme útil aunque sólo fuera a un joven, a una joven que se sintieran como perdidos en la

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búsqueda del Dios de Abraham, del Dios de Jesús! Qui­siera decir a ese joven y a esa joven que tenga con­fianza en el Libro que Dios escribió a los hombres en los milenios de su historia; quisiera impulsarlos a poner, al fin, la Biblia sobre su mesita y a decir con fe: "de ahora en adelante este libro será mi libro; lo tendré con­migo, no lo dejaré nunca más, y trataré de comprender lo que Dios mismo me diga".

Porque aquí está lo grande y lo insustituible de la Bi­blia: es Dios quien habla, es Dios quien se revela al alma cuando el alma, con humildad y disponibilidad, busca entre sus líneas la voluntad eterna del Señor.

Una última palabra sobre el plan que he seguido. No dejará de parecer extraño a muchos. . .

Los hombres de hoy creen en él valor de la existencia, en el testimonio de vida, aunque sólo sea porque a veces inconscientemente buscan en la experiencia existencia! de los demás el reflejo de la suya propia. El camino no es del todo equivocado y nos lo dice la Biblia misma.

¿No es, quizás, narración bíblica la historia del Pueblo de Dios en marcha hacia la tierra prometida? ¿Y no es, en el fondo, este viaje la imagen de todos los viajes de todos los hombres? Así, contando la historia propia, con­tamos la de los demás: nada nuevo bajo el sol.

Pero alguna vez ocurre que leyendo tal o cual historia nos viene el deseo de descubrir el hilo conductor, la fuerza animadora del todo, lo que está más allá del velo de nuestra existencia.

Este es el momento de buscarlo donde está, este es el momento de abandonar la guía de todo libro humano

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para confiamos totalmente al Libro de Dios. Esto es

todo.

Estas meditaciones bíblicas quieren ser lo que para el auto el motor. Terminadas estas meditaciones, bastará meter la marcha, levantar el pie del freno, y, teniendo por guía las indicaciones puestas como apéndice a este libro, partir solos para él gran viaje bíblico.

Y que el Espíritu del Señor nos haga sentir, a mí y a vosotros, la dulzura de su Presencia.

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Introducción

Las "Cartas del desierto" (1) las escribí sentado sobre las dunas áridas del Sahara. Me costaron diez años de su­frimientos y por esto las amo. Traté de ponerme desnudo, pobre y solo ante la majestad del Eterno, aceptando pe­netrar hasta el fondo la lógica del Evangelio que es ine­xorable. Me esforcé por situarme con la mente y con el corazón más allá del tiempo, en el último día, en que el Juez Supremo vendrá a separar la paja del trigo. Me sentí paja, y no podía engañarme, precisamente porque no sabía amar.

Ante el juicio del Amor me sentí cerrado en mi egoís­mo infinito y dueño de todo. Era como un leño verde, lleno de agua, que no acepta el fuego que le rodea y continúa humeando y gimiendo lastimosamente.

El hecho fue éste: Una tarde encontré en el desierto a un anciano que

temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto pero en realidad es así, tanto que la definición del Sahara es: "país frío donde hace mucho calor cuando hay sol".

Y el sol se había puesto y el anciano temblaba. Tenía conmigo dos mantas, las mías, las indispensa­

bles para pasar la noche. Dárselas quería decir que sería yo quien temblaría.

( 1 ) Cartas del desierto, por Carlos Carretto, Ediciones Paulinas

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Tuve miedo y me quedé con las dos mantas para mí. Durante la noche no temblé de frío, pero al día si­

guiente temblé por el juicio de Dios.

Efectivamente, soñé que había muerto en un acci­dente, aplastado bajo una roca, al pie de la cual me había quedado dormido.

Con el cuerpo inmovilizado bajo toneladas de granito, pero con el alma viva —¡y qué viva estaba!— fui juzgado.

La materia del juicio fueron las dos mantas y nada más. Fui juzgado inmaduro para el Reino. Y la cosa era evidente. Yo, que había negado una manta a mi her­mano por miedo al frío de la noche, había faltado al mandamiento de Dios: "Amarás al prójimo como a ti mismo". En realidad había amado a mi piel más que la suya.

N i era esto sólo. Yo, que habiendo aceptado imitar a Jesús haciéndome "pequeño hermano", había tenido la revelación del amor de Cristo que no se contentó con amar al prójimo "como a sí mismo" sino que fue infini­tamente más lejos y amó al prójimo hasta ''morir en cruz por él", había faltado a mi deber de discípulo de Jesús.

¿Cómo podía entrar en el Reino del Amor en esas con­diciones? Justamente fui juzgado inmaduro y se me pidió que me quedara allí todo el tiempo necesario para al­canzar esa madurez. Así había entrado en mi purgatorio.

Debía recorrer con la meditación y el sufrimiento dos largas etapas de la vida religiosa del hombre sobre la tierra —la del Antiguo Testamento y la del Nuevo.

La del Antiguo para convencerme del primer manda­miento: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" y la del Nuevo para hacer mío el mandamiento de Jesús: "Ama­rás a tu prójimo como yo le he amado", es decir, hasta el sacrificio. En pocas palabras, debía aprender a dar las

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dos mantas. La primera para demostrar que amaba al hombre como a mí mismo; la segunda, para probar que, a imitación de Jesús, era capaz de llevar sobre mis espal­das los dolores de los demás.

Desprovisto de las dos mantas, temblando de frío por calentar a mis hermanos, entraría en el Reino del Amor.

¡Antes no!

¿Estaba dispuesto a esto?

Debo confesar que no estaba dispuesto, que no estaba maduro. Había que empezar desde el principio, había que andar de nuevo el camino recorrido, tratando de com­prender mejor la lección de Jesús, procurando ver lo esencial y no lo particular de la Ley. El espíritu y no la letra.

Pero andar de nuevo el camino no es cosa pequeña cuando el hombre es viejo y está cansado y el camino es largo, áspero y fatigoso.

El hombre prefiere entonces permanecer sentado y, mejor aún, morir en seguida y no tener que emprender de nuevo la marcha por la mañana. "Basta, Señor, toma mi alma; pues no soy mejor que mis padres (l Re. 19,4), exclamó Elias, echándose, exhausto de fuerzas, al pie de un enebro.

La comprobación de que somos débiles como los de­más, de que no somos "mejores que los demás" es tan decepcionante para nuestro orgullo, que nos hace pre­ferir la muerte a continuar cansándonos.

Pero esta comprobación es también el descubrimiento de nuestra verdadera pobreza y esto —en definitiva— es una cosa buena y valiosa.

Sentirse pobres, incapaces, vacíos, ¿no es quizás un "volver a partir de bases nuevas"?

De hecho, Elias emprendió de nuevo la marcha con

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la energía que ya no le venía de las fuerzas humanas sino del famoso pan que Dios le había procurado al pie del enebro, y "con la fuerza de aquel wianjar caminó cua­renta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb" (1 Re. 19,8). ¡Cómo desearía llegar también yo al monte de Dios! Ahora no tengo otra aspiración, otro sueño, otra meta. El monte de Dios, el Horeb de la con­templación, de la alegría interior, de la paz sin confines, del Amor sin límites.

Cuando estaba en el Noviciado en el Sahara, de vez en cuando, el Maestro de novicios nos invitaba a un pe­ríodo de "verdadero desierto". Con un poco de pan en la mochila, algún dátil y la Biblia se partía hacia una de las muchas grutas excavadas por el tiempo en los con­trafuertes de la montaña. Había que vivir solos con Dios lo más posible, aceptando la pena de la soledad, la náu­sea de soportarse a uno mismo, el cansancio de la ora­ción seca y frecuentemente dolorosa.

U n solo libro: la Biblia, porque es el único libro digno de estar abierto cuando Dios está presente en la fe des­nuda, y el alma combate con Él, como lo hizo Israel en la famosa noche del "paso" (Gen. 32, 23-33).

Quiero partir de nuevo con el pan y la Biblia en la mochila.

Buscaré la soledad durante cuarenta días y andaré el camino solo.

Me trasladé más allá del tiempo, sin tratar de escapar a esa tremenda impresión que sentí cuando fui juzgado sobre el asunto de las dos mantas negadas al pobre: ¡él juicio del amor!

Es un camino que antes o después tendré que reco­rrer. Es mejor hacerlo cuanto antes, porque "lo que im­porta es amar".

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PRIMERA PARTE

Quien, como Elias, quiere atravesar el de­sierto en busca de la revelación de Dios no puede caminar al azar. Tiene que seguir una pista bien trazada y empeñarse con todas las fuerzas de la naturaleza y de la gracia.

La fe, la esperanza y la caridad son la pista más derecha y segura.

En estas primeras siete meditaciones ha­blamos de ellas.

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Sumergido en la luz

"En la ruta de mi vida me encontré en medio de una selva oscura extraviado del camino recto"...

Esto dice Dante de sí. Yo no tardé mucho en encontrarme en la selva oscura

del pecado. Me encontré muy pronto en ella y todo lo que el poeta dice que le ocurrió a los 35 años, me ocurrió a mí antes de los 18.

En cambio, a mitad del camino de mí vida volví a encontrarme sumergido en ia luz de Dios, luz plena que invadió todos los rincones de mi existencia y pene­tró dentro de ella.

Me siento sumergido en Dios como gota en el océano, como una estrella en la oscuridad de la noche, como una alondra al sol estival, como un pez en el agua del mar.

Más aún: me siento en Dios como un niño en el seno de su madre y los límites de mi libertad condicionada tocan continuamente su Ser que me envuelve amorosa­mente; y mi necesidad de expansión y mi sed de realiza­ción son alimentadas, minuto tras minuto, de su Presencia vital.

No puedo hacer nada sin Él, no veo nada sino a través de Él.

No existe criatura, cosa, pensamiento, concepto alguno que no me hable de Él o que no sea un mensaje suyo. "Mis ojos le ven arriba, arriba, hasta en el último confín

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del cosmos o abajo, abajo, hasta en el profundo de mi nada".

Todo el universo no es más que una Hostia que lo contiene, que me habla de Él y en el que Le adoro como inmanente y al mismo tiempo trascendente, como raíz de mi ser, como principio, como providencia, como fin, como: "El que es".

Dios es el mar en que nado, la atmósfera en la que respiro, la realidad en la que me encuentro.

Ya no puedo encontrar cosa alguna, por infinitamente pequeña que sea, que no me hable de Él, que no sea un poco su imagen, su huella, su voz, su sonrisa, su reproche, una palabra suya.

"Los cielos narran la gloria de Dios, la obra de sus manos pregona el firmamento; un día al otro comunica el fregón, y la noche transmite la noticia a la noche.

No es un fregón, no son palabras, cuyo sonido no se puede escuchar. Por toda la tierra corre su voz y hasta el confín del mundo sus palabras"

(Sal. 19, 26) .

Y me vienen ganas de cantar:

"¡Bendice al Señor, alma mía! Señor, Dios mío, ¡qué grande eresl Vestido estás de majestad y de esplendor, arropado de luz como de un manto. Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, alzas sobre las aguas tus moradas.

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Haces tu carro de las nubes, sobre las alas del viento te deslizas. "Tomas por mensajeros a los vientos, a las llamas del fuego por ministros"

(Sal. 104, 1-5).

"A su veto, él sol no se levanta y cierra con sellos a las estrellas. Él solo extiende los cielos y camina sobre las alturas del mar. Él ha creado la Osa y Orion, las Pléyades y la constelación del Sur. Hace cosas grandes e insondables, maravillas que contarse no pueden, Si pasa junto a mí, no lo veo, y se desliza imperceptible. Si atrapa una presa, ¿quién se lo impedirá? ¿quién le dirá?: "¿Qué es lo que haces?"

(Job. 9, 7-14).

¡Qué vibraciones me comunica el conversar con el Eterno! Me parece que el mundo debe extremecerse al sonido de su voz. Y yo contemplo su grandeza o pienso dentro de mí:

"¿Quién ha medido las aguas con el cuenco de sus manos, y ha determinado con el palmo la me­dida del cielo? ¿Quién ha medido la tierra con el tercio, en la balanza ha pesado los montes y en los platillos las colinas? ¿Quién ha orientado el es­píritu del Señor y qué consejero le ha instruido? ¿De quién se aconsejó para juzgar, para conocer la

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senda de la justicia, para aprender la ciencia e ins­truirse en los caminos de la sabiduría?" (Is. 40, 12-14).

En comparación del Eterno todo desaparece y las cosas más grandes se convierten en nada:

'He aquí que las naciones son como una gota en un cubo, como un grano de arena en la balanza; las islas pesan como tenue polvo. . . Nada son todos los pueblos ante Él, los considera como el vacío y la nada" (Is. 40, 15-17).

Es para quedarse atónito, tan evidente es la pequenez del hombre; sin embargo me gozo de sentirme nada, pues el amor ha colmado la distancia.

"Yo soy el Señor, no hay ningún otro, no existe dios fuera de mí. Yo te he ceñido antes que me co­nocieses, para que se sepa desde el levante hasta él poniente que nadie hay juera de mí. Yo, el Señor, y ningún otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas; doy la dicha y produzco la desgracia; soy yo, él Se­ñor, quien hace todo esto" (Is. 45, 5-8).

Qué inconsistente me parece la duda en estos momen­tos de luz. Pero ¿cómo es posible dudar de Dios?

"¡Ay de aquel que litiga con su creador, siendo sólo un tiesto de barro! ¿Dice acaso la arcilla a su alfarero, ¿qué haces?" ¿Le dice su obra: "No tienes manos"? ¡Ay de quien dice a un padre: "¿Qué es lo que engendras?", y a una mujer: "¿De dónde das a luz?" (Is. 45,9-10).

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¡Y tanta grandeza está muy cerca de nosotros! Más aún, está dentro, está fuera, está alrededor de nosotros, por­que en Él "somos, respiramos, vivimos .

"Porque el desplegar gran poder está siempre en tu mano; y, ¿quién puede resistir a tu brazo po­deroso?

Pues el mundo entero es ante ti como un granito de arena en la balanza y como gota de rocío maña­nero que cae sobre la tierra.

Tienes misericordia de todos porque todo lo pue­des, y pasas por alto los pecados de los hombres para atraerlos a misericordia.

Porque amas todo cuanto existe y nada de cuanto

hiciste abominas. Pues si algo aborrecieras no lo

habrías creado.

Y ¿cómo subsistiría nada si Tú no quisieras?, o

¿cómo podría conservarse si no hubiese sido por Ti

llamado?

Pero, Tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor, amador de todo cuanto existe",

(Sab. 11, 21-26).

¡Cuánta luz!

¡Y qué fácil es dar testimonio de la luz! Es la función sacerdotal del hombre en cuanto hombre. De pie sobre la tierra siento que las criaturas se dirigen a mí para que sea yo "voz" de su adoración muda de Dios.

Los vientos, el fuego, el rocío y las escarchas, los hielos y las nieves, los montes y los collados, las fuentes y los mares me piden tumultuosamente que no falte a mi vo­cación de ser su intérprete ante la presencia del Eterno.

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Y oro de esta manera:

"Bendecid al Señor, obras todas del Señor, loadle y ensalzadle por los siglos. Bendecid cielos, al Señor, loadle y ensalzadle por los siglos. Bendecid sol y luna al Señor, loadle y ensalzadle por los siglos. Bendecid lluvia y rocío al Señor, loadle y ensal­zadle por los siglos" (Dan. 3, 57-64).

A medida que voy adelante me parece que las criaturas me dan las gracias por haberlas ayudado a expresarse y sonríen contentas de mi realeza.

Siento que adorando realizo una acción fundamental, eterna, fin en sí misma, connatural a mi ser.

Me proporciona felicidad. N o me queda, pues, más que la promesa para el ma­

ñana.

"Ahora hablaré de las obras del Señor y prego­naré lo que he visto. Por la palabra del Señor fueron hechas las cosas y la creación entera obedece a su voluntad.

El sol que da su luz todo lo contempla y la obra toda del Señor está llena de su gloria. ..

Él sondea las profundidades del abismo y del corazón y descubre todas sus reconditeces; porque el Altísimo posee toda ciencia y las señales de los tiempos.

Él anuncia lo pasado y lo venidero y desvela las cosas ocultas.

Ni un pensamiento se le escapa, ni hay una pa­labra oculta para Él.

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Él ha dispuesto con orden las maravillas de su sabiduría, porque Él es desde eternidad a eternidad. Nada ha sido a ellas añadido ni quitado y Él no necesita consejeros.

Cuan deseables son sus obras y aun en una chis-pita se ve esto. . . ¿Quién podrá saciarse de con­templar sus bellezas? (Eclo. 42, 15-25).

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La fe

Parece extraño pero es así; la demasiada luz produce tinieblas y si miro fijamente al sol tengo la impresión de que todo se pone oscuro.

Nada es más cierto que la existencia de Dios y nada es más oscuro. Nada es más claro, razonable, palpable que la creación del cosmos por parte de Dios y nada es más misterioso. Nada es más evidente que la eternidad del alma y no hay tinieblas más dolorosas que el momento de la muerte.

En la relación con el "transcendente" entramos en el dominio de la fe y la fe es oscura, desnuda, y con frecuen­cia, dolorosa.

Guste o no guste es así y cada vez es más evidente que debe ser así.

"Creemos por fe que Dios ha creado el mundo", y todo razonamiento, aun el más sutil, no cambia esta realidad.

La criatura sobre la tierra, precisamente porque es criatura, está sumergida en la oscuridad, en el "misterio", que no es falta de luz sino reflejo de una luz que la tras­ciende y la supera. Además, esta luz es de tal "novedad" que la obliga a una educación y revelación progresiva que le ocupará toda su existencia.

Dios no podría añadir nada a lo que ha hecho y hace para explicar mejor las cosas, para facilitar nuestra rela­ción con Él, para convencernos mejor de su existencia y de su providencia.

De hecho, ¿qué más podría añadir a la inmensidad del cosmos para mostrarnos mejor su Infinitud? ¿Qué podría

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hacer más espléndido el esplendor de la belleza difun­dida en las cosas? ¿Y qué podría mejorar la ya asombrosa perfección de nuestro sistema nervioso y de las leyes que rigen el universo?

¡Nada! Todas las bellezas, todas las grandezas, todas las per­

fecciones en que estamos sumergidos no nos eximen del acto de fe, no pueden sustituirle.

Sumergidos en la luz debemos exclamar: "creo en la luz", conmovidos por la perfección de lo creado debemos exclamar: "creo en la Perfección".

N o basta.

El salto entre el creer en un Dios Inmanente en su creación, en un Dios "casi visible con los ojos" y el Dios trascendente a su creación es tal, que nos obliga a la aceptación "por fe" de su "incognoscibilidad", que es ti­nieblas para nuestros ojos humanos.

Dios como trascendencia fue, es y será siempre un misterio para el hombre —aun en el paraíso—, es decir, aun cuando lo veamos "cara a cara" como dice la Sagrada Escritura.

Y sin embargo, este Dios ha querido y quiere "reve­larse" al hombre, darse a conocer: y se nos ha dado la vida terrena para esto, se nos ha dado el purgatorio para esto, se nos ha dado el paraíso para esto. Dios se revela al hombre en el tiempo y en la eternidad y nunca ter­minará esta su amorosa donación de sí mismo a nosotros en el conocimiento que podemos tener de Él y al mismo tiempo en el amor con que lo poseeremos. Pero siempre quedará algo de su misterio y nosotros no nos hartaremos nunca de contemplarlo y de alimentarnos de sus revela­ciones progresivas, de sumergirnos en el mar de su in­cognoscibilidad y gozar de su posesión.

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El camino de este conocimiento, la hora de esta revela­ción empieza en esta tierra.

Primero, en los símbolos y en las voces de la Creación. Después entre las líneas y los velos de la Sagrada Escri­tura. Luego en nuestra experiencia existencial y en la del mundo entero en su unidad y finalmente en la con­templación y en la unión transformante de la vida mís­tica.

Tocio bajo el dominio de la fe.

La fe vista en esta perspectiva, es la certeza y la sal­vaguardia de esta revelación progresiva de Dios; es la venda sobre los ojos enfermos e inmaduros del hombre para que no les hiera la demasiada luz; es la educadora paciente del alma niña que debe aprender a caminar por sí sola; es el instrumento empleado por "Quien lo sabe todo" para respetar el desarrollo progresivo y lógico de "quien no sabe nada". Además y de modo definitivo está el testimonio que Él nos da por Cristo de las "cosas de allá arriba", testimonio que no puede ser substituido por ninguna otra cosa.

¿Ha pensado alguien que es posible comunicarse con la trascendencia de Dios sirviéndose de sistemas huma­nos? ¿Qué es posible una voz o una Presencia que venga a esclarecernos el Misterio sin pasar por la Fe? Sí, y lo dice el mismo Jesús refiriéndonos la parábola del Rico Epulón.

Este hombre "vestido de púrpura y finísimo lino, que banqueteaba a diario espléndidamente", por haber negado a Lázaro "las migajas que caían de su mesa", cuando mu­rió fue "sepultado en el infierno" (Le. 16, 19).

Entre los tormentos, recuerda que hay en su casa otros cinco hermanos y, preocupado de su salvación, dice a Abraham: "Te ruego padre (Abraham) que envíes (a

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Lázaro) a mi casa paterna, pues tengo cinco hermanos, para que les diga la verdad y no vengan también ellos a este lugar de tormentos".

Pero Abraham responde: 'Ya tienen a Moisés y a los Profetas; ¡que los escuchen!"

Mas él dijo: "No, padre Abraham; que si alguno de entre los muertos va a ellos, harán penitencia".

Y contestó Abraham: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".

¡Cuántas veces, especialmente, de pequeños, hemos pensado las mismas cosas que el Rico Epulón! "¡Si vinie­ra un muerto!" —No, es inútil, dice Jesús, no creeríais ni a un muerto resucitado".

Imaginémonos realmente que viene este muerto fa­moso a hablarnos del más allá. Que llega una noche mientras estamos solos en nuestra habitación. Imaginé­monos que nos habla, que nos dice todo, etc., e t c . . .

Pues bien, antes aún del amanecer, superado el choc de sorpresa empezaríamos a pensar dentro de nosotros mismos: ''Esta noche no he hecho bien la digestión. He tenido un sueño, un sueño pesado. . ."

Y después de haber tomado un buen café empezaría­mos a vivir de nuevo como hubiéramos vivido antes. . . ni más ni menos.

N o existe medio humano para sustituir la fe, para eximirnos del acto de fe, para encontrar una escapatoria a este tremendo trabajo de "vivir de fe".

N i siquiera el milagro.

De hecho muchos vieron la multiplicación de los panes junto al lago y aplacaron con ellos su hambre, pero pocos de ellos creyeron en Jesús, y a la primera dificultad en el discurso sobre la Eucaristía lo abandonaron (Jo. 6, 66) .

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Muchos vieron la resurrección de Lázaro, pocos creye­ron en Cristo, causa de aquella resurrección; más aún, algunos decidieron nada menos que matarlo porque aquel milagro estorbaba sus planes (Jo. 12, 10).

No, ni siquiera el milagro nos exime de vivir de fe, de caminar en la fe. Sólo nos puede ayudar, como testi­monio.

Pero, ¿es que nos faltan estas ayudas, estos testimonios? ¿No son tan numerosos que ocupan todo el espacio que nos rodea? ¿Existe tal vez una sola criatura que no nos hable de Él?

¿Que no sea como una fotografía suya, como un sím­bolo suyo, como una voz suya? ¿No estamos sumergidos en lo sublime, en lo inmenso, en lo hermoso, en lo per­fecto, en el sueño más extraordinario? ¿No somos parte de una multiplicidad infinita reducida continua y clara­mente a la unidad más asombrosa? ¿No es toda la trans­parencia de lo creado su transparencia? ¿No es la inmen­sidad del Cosmos imagen de su inmensidad? ¿No es Él y sólo Él la respuesta a todas nuestras preguntas?

¡Sí lo es! Pero queda el problema: la relación con Él, el coloquio

con Él. El descubrimiento de Él tiene lugar en la fe y sólo en la fe.

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La llamada de la fe

El modelo de toda llamada a la fe, el ejemplar más impresionante de todo relato humano sobre la fe, las pá­ginas más profundas de esta lucha épica del hombre que habla con Dios están en el Génesis, desde el capítulo doce hasta el capítulo veinticuatro.

Es la historia de Abraham.

"Vivía en la tierra de Jarán en Mesopotamia un hombre llamado Abraham. Era hijo de Teraj y se había casado con Sara que, desgraciadamente, era estéril y no tenía hijos.

Dijo el Señor a Abraham: "Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, el cual será una bendición.

Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas to­das las naciones de la tierra". (Gen. 12, 1-3).

Este es el misterio de la "llamada" por parte de Dios; esto es lo que se llama "vocación".

Tiene lugar en la oscuridad de la fe y todos los razo­namientos humanos son impotentes para descifrarla.

¿Qué hizo Abraham para captar este mensaje divino? ¿Qué hizo Juan XXIII para oír a los catorce años la voz que le decía: "serás sacerdote"? ¿Qué hemos hecho noso­tros, cada uno de nosotros, para encontrar nuestro "ca-

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mino"? Es la fe y es ésta una "dimensión nueva" que obra en nosotros, dimensión que no parte o nace de la razón y que, sin ponerse en oposición con ella, la supera infinitamente porque tiene el poder de llegar a Dios.

El alma en la fe se pone en comunicación con el Eterno, con Dios, ve a Dios, escucha a Dios, habla con Dios.

Abraham es el padre de los hombres de fe. de los hom­bres que tienen esta nueva dimensión de su espíritu, que aceptan sus riesgos, sus consecuencias. Es el fundador de la estirpe ele los creyentes, está en el origen del "pueblo de Dios", es decir, de hombres misteriosos que "perforan lo real" y que van más allá de las cosas, que oyen las voces que vienen "de dentro", que se proyectan más allá del tiempo, en lo eterno, que buscan a Él, al Absoluto, el Único, que se consideran desterrados sobre esta tierra, perpetuametne nómadas, que no se contentan con lo que ven con los ojos, sino que buscan al Invisible, que apren­den a encontrarle en todas partes y que Le obedecen como a un Rey, como a un Amante.

Y que responden a su llamada.

Esta llamada es continua: ¡Dios llama siempre!

Pero hay momentos característicos de esta llamada di­

vina, momentos que nosotros anotamos en nuestra me­

moria o en nuestro cuaderno de apuntes y que no olvi­

damos jamás.

Abraham no olvidó ya nunca aquella llamada: "Sai de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre y vete al país que yo te indicaré". De hecho salió de su país y siguió la voz.

"Abraham tenía setenta y cinco años cuando sa­lió de Jarán. Tomó consigo a Sara, su mujer, y a

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Lot, su sobrino, con todas las cosas que poseía y los siervos adquiridos en Jarán. Y así se pusieron en camino hacia la tierra de Cañón (Gen. 12, 4s).

Para el hombre la vocación en la tierra es un momento de luz, es un resplandor repentino en la noche, un claro en la niebla, una estrella entre las nubes, el faro sobre el mar agitado por la tempestad.

Después de su aparición sabemos por dónde ir. Hay algunos que se preocupan de conocer el modo cómo el Señor habló a Abraham o a San Francisco. Preocupación vana: nunca se sabrá absolutamente nada. Dios se apa­rece a cada uno según el modo más apropiado para hacer comprender lo que quiere y no le faltan medios. A María se le apareció en el ángel, a José le habló en sueños, a Moisés en la llama inextinguible, a Elias como brisa dulcísima que soplaba sobre sus espaldas.

Lo que importa es quién es el que habla y que el alma escuche y comprenda.

Por lo demás, si no hablara Él, ¿qué voz podría llegar a nuestra espantosa soledad? Si no llamara Él, ¿quién nos sacaría de nuestra nada? Nuestra fe se apoya en la certeza de que Dios nos busca, de que Dios es el primero en romper nuestro aislamiento para llevarnos a donde Él quiere, para crear nuestra felicidad, realizar nuestro fin, apagar nuestra sed.

La vocación de Abraham tiene tres momentos: la peti­ción de una separación —una promesa eterna— una prue­ba severa.

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Ya hemos considerado la separación a la que fue some­tido el Patriarca: "Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu fadre y vete al país que yo te indicaré".

Ante todo, Dios pide a Abraham un acto de confianza en Él: "Sal. . ."

Es cierto para Abraham, es cierto para cada uno de nosotros.

Es preciso "dejar algo" para seguir a Dios; hay que separarse de alguien para realizar nuestra vocación, sobre todo "hay que caminar. . ." y esto es contrario a la pe­reza, a la costumbre, al inmobilismo.

Marchar es siempre incierto cuando no conocemos el camino y es siempre doloroso cuando se nos separa de alguien: en el fondo es la respuesta a un Dios que nos dice: "confiad en Mí y sólo en Mí".

Pero después de la separación viene la promesa:

"Yo estableceré mi Alianza contigo y te multipli­caré en modo extraordinariamente grande". Pos­tróse Abraham rostro en tierra y Dios continuó di­ciendo: "He aquí mi alianza contigo: Tú llegarás a ser padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás Abram, sino que tu nombre será Abra­ham, porque yo te constituyo padre de una mu­chedumbre de pueblos. Te multiplicaré en modo extraordinariamente grande; de ti haré yo pueblos y reyes saldrán de ti. Yo establezco mi Alianza con­tigo y con tu descendencia después de ti de gene­ración en generación. Una Alianza perpetua, para ser yo tu Dios y el de tu descendencia, que te se­guirá después de ti. Yo te daré a ti y a tu descen­dencia después de ti la tierra de Cañón en pose­sión perpetua y yo seré vuestro Dios" (Gen. 17,2-8).

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Esta promesa a mí no me hubiera dicho nada —no era la mía—. Nunca he tenido grandes deseos de llegar a ser padre de pueblos. Pero para Abraham, que tan ardientemente deseaba un hijo, aquella promesa llegaba a lo más hondo de su ser, era la respuesta a su demanda radical.

¡Qué cierto es que Dios crea en nosotros el querer y el ser, la sed y el agua para apagarla!

"Visitó el Señor a Sara como había dicho y cum­plió en ella cuanto había anunciado. Sara, pues, concibió y dio un hijo a Abraham, ya en su vejez, en el tiempo predicho por Dios. Y Abraham llamó al hijo que le nació de Sara, Isaac" (Gen. 21, 1-3).

E Isaac hijo de la promesa crece entre las tiendas y los rebaños del viejo patriarca. Hermoso como un corde-rito, blanco como la leche, es el objeto de las complacen­cias de su padre, el término de su poder de amar. Pen­sando en él, Abraham se conmueve, contemplándolo, sus entrañas saltan de alegría. Y cuando llegue la prueba, la prueba terrible de la fe de Abraham, Dios no podrá es­coger sino aquel rollo de carne. N o había un precio más alto.

Y de hecho se lo pide a Abraham como un tesoro que supera el valor de todo otro tesoro.

"Y aconteció que, después de esto, quiso Dios probar a Abraham, y lo llamó: "¡Abraham! ¡Abra­ham!" Este respondió: "Heme aquí". Y Dios le dijo: "Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah y allí lo ofrecerás en holocausto en un monte que yo te indicaré" (Gen. 22, 1-2).

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Para quien tiene fe todo es claro, para quien ama a Dios todo es lógico, para quien está acostumbrado a escuchar "la voz", no hay más que obedecer: esto para Abraham, esto para cada uno de nosotros.

Hay un momento de nuestra vocación que conoce la prueba suprema, prueba que contiene el riesgo mortal y que compromete a todo el hombre hasta la raíz de su ser.

Nunca el hombre es tan hombre como en ese momento, nunca está en las manos de Dios como en esa prueba. Perder esa ocasión de amar es perder la casi totalidad de] valor de la vida. Todo el cielo está pendiente de esa res­puesta que dará el hombre al Eterno.

"Se levantó Abraham de madrugada, enalbardó su asno, tomó consigo dos siervos y a su hijo Isaac; partió la leña para el holocausto y se encaminó ha­cia el lugar que Dios le había dicho. Al tercer día, alzando los ojos, alcanzó a ver de lejos Abraham. el lugar y dijo a sus siervos: "Quedaos aquí con el asno, mientras el muchacho y yo subimos arriba. Haremos adoración y después regresaremos a vos­otros".

"Tomó, pues, Abraham la leña del holocausto y la puso sobre el hombro de su hijo Isaac. Después tomó en su mano el fuego y el cuchillo y se fue­ron los dos juntos. Entonces, dirigiéndose Isaac a su padre, le dijo: "¡Padre mío!" El respondió: "¡He­me aquí, hijo mío!" "Llevamos, dijo Isaac, el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holo­causto?"

"Abraham respondió: "Dios se vroveerá de cor­dero para el holocausto, hijo mío"; y continuaron

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juntos el camino. Llegados al lugar que Dios le había indicado, levantó Abraham un altar; preparó la leña y seguidamente ató a su hijo Isaac ponién­dolo sobre el altar encima de la leña. Extendió luego la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. Entonces el Ángel del Señor le llamó desde el cielo y le dijo: "¡Abraham! ¡Abraham!" Este respondió: "Heme aquí". Y el Ángel le dijo: "No extiendas tu mano sobre él muchacho, ni le hagas mal alguno. Ya veo que temes a Dios porque no me rehusaste tu hijo, tu unigénito" (Gen. 22, 3T2) .

Pienso que no hay una página religiosa más bella. De hecho sigue siendo para todos los siglos la imagen

y el símbolo del drama del Calvario, es decir, de ese otro monte que vio realmente subir a su cima, llevando el leño de su sacrificio, a quien el amor del Padre había dado para la salvación de todos los hombres: a Jesús.

Y además, sigue siendo modelo de todas nuestras prue­bas y de todas nuestras victorias en la fe. Pronto o tarde llegará también para nosotros la hora suprema en la que Dios nos pedirá la respuesta a su amor y nos colocará desnudos sobre el monte del sacrificio. Será el momento más importante de nuestra existencia, momento que re­sumirá todos los otros momentos vividos buscando nues­tra vocación y en la tensión de nuestra fe.

Después vendrá el gozo, la paz verdadera y duradera, la estabilidad de nuestras relaciones con Dios, la plenitud de nuestra experiencia hecha sobre esta tierra, la res­puesta auténtica a su demanda de amor.

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La esperanza

Si en la fe hemos descubierto nuestra vocación, en la esperanza nos ponemos en camino para realizarla.

"Y (Elias) caminó cuarenta días y cuarenta no­ches hasta el monte de Dios" (1 Re. 19, 8 ) .

Durante cuarenta años Israel caminó por el de­sierto desde Egipto, de donde lo sacó Dios con mano poderosa para conducirlo a la Tierra Prometida a sus padres (Éxodo).

"Cuarenta" en el lenguaje bíblico, más que significar un período o una fecha precisa, indica un largo espacio de tiempo, mucho tiempo. Sí, es necesario andar mucho para realizar la vocación. Se necesitan etapas sobre eta­pas antes de llegar a la meta y serán necesarias decisio­nes, ánimo, constancia. Dirá la Sagrada Escritura a este propósito: "Con la paciencia poseeréis vuestras almas".

Entendámonos: se puede caminar aun sin vocación, por tanto sin esperanza, pero es una cosa enteramente distinta, y cuando esto sucede, quiere decir que para nosotros todavía no ha empezado "nuestra historia sa­grada". "Todo fluye", pensaba Heráclito y la imagen de la historia es el río.

Pero una cosa es ser arrastrados por la corriente y otra nadar, o mejor, navegar sobre el río. Tomar conciencia de que estamos sobre el río, descubrir el porqué de nues­tro viaje. Gozar de vernos arrastrados o remar para resistir a la corriente es algo muy distinto.

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Nacer, vivir, trabajar, amar, morir puede ser conside­rado como una fatalidad sin sentido y puede convertirse en aceptación libre y gozosa, en canto, en contemplación extática.

Lo que hace pasar de una visión a la otra es la voca­ción, la llamada. Por esto es importante la fe y sin la fe no hay respuesta al porqué de la vida.

La esperanza, por su parte, mantiene en el tiempo la intuición que se tuvo en la fe; la esperanza es la fideli­dad a la vocación, la fuerza que la hace vivir día tras día: la mirada alargada hasta la meta lejana, hasta el último día.

La esperanza escudriña el horizonte, fija en el corazón las características del país que hay que alcanzar. Es como la memoria de la fe.

Mientras la fe en su ceguera contempla la incognosci-bilidad de Dios y escudriña su voluntad para cumplirla, la esperanza introduce en el tiempo v, para hacerlo, em­puja la mirada hasta el fondo, más allá del desierto, más allá de los montes de Moab, más allá del Monte Ncbo, desde cuya cima Moisés entrevé la Tierra Prometida (Éxodo). Y es cierto que si la fe es cosa rara y difícil, la esperanza no es menos preciosa ni menos comprome­tedora.

Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto las cosas no eran fáciles y Moisés conoció el drama y la tremenda fatiga de arrastrar hacia una tierra quemada y descono­cida a una multitud de seiscientos mil hombres sin con­tar los niños (Éxodo 12, 37); multitud que se desanimaba a cada dificultad, que soportaba mal la novedad de Moi­sés y su manía de libertad y que hubiera preferido per­manecer tranquila en Egipto junto a las ollas donde cocía la carne, mientras el buen olor a cebolla solicitaba

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la nariz de aquellos hombres que todavía tenían alma de esclavos.

No, no fue fácil. De hecho más allá de la prueba llegaron sólo dos: Josué

y Caleb; ni siquiera llegó el jefe que fue sepultado fuera de la Tierra suspirada. ¡No es mucho para seiscientos mil hombres!

El Éxodo es la historia de un pueblo que Dios se había escogido y es un poco el modelo de la historia de todos los hombres y por tanto de la nuestra. Sus etapas son nuestras etapas, sus pruebas son nuestras pruebas, su esperanza nuestra esperanza.

La verdadera barrera contra la que chocó la esperanza de aquel pueblo caminante fue el Mar Rojo.

N o es fácil mantener la confianza en un Dios invisi­ble y lejano, cuando a la espalda se tiene, visibles y cer­canos, a los enemigos y, delante, para impedir el paso, el mar.

Que el mar podía abrirse era la última idea que se le podía ocurrir a un pueblo en fuga, pero que aquel mar volviera a cerrarse precisamente en el momento exacto de entrar en él el ejército egipcio, ni pensarlo.

"Entonces el Ángel de Dios que iba delante de las huestes de Israel, se puso en -movimiento y se colocó detrás de ellos. Se puso, igualmente, en mo­vimiento la columna de nube que también fue a situarse detrás de ellos, interponiéndose entre el campo de los egipcios y el campo de Israel. Había sombra y oscuridad; así pasó la noche, sin que aque-

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líos se acercaran a los israelitas. Moisés extendió después su mano sobre el mar y el Señor, por medio de un recio viento solano, empujó al mar, deján­dolo seco y dividiendo las aguas. Los hijos de Israel penetraron en medio del mar en seco mientras las aguas formaban como una muralla a ambos lados. Los egipcios se lanzaron tras ellos; toda la caballe­ría de Faraón, sus carros y caballeros, entraron tras ellos en medio del mar. A la vigilia matutina miró el Señor desde la columna de fuego y de nube a las huestes egipcias y las desbarató. Frenó las rue­das de los carros, haciéndolos avanzar pesadamente. Entonces los egipcios se dijeron: "Huyamos ante Israel, porque el Señor combate por ellos contra los egipcios".

"Y el Señor dijo a Moisés: "Extiende tu mano sobre el mar para que las aguas se vuelquen sobre los egipcios, sobre sus carros y caballeros". Moisés extendió su mano sobre el mar y al amanecer volvió el mar a su estado normal, mientras los egipcios en su huida topaban con él. Así precipitó el Señor a los egipcios en medio del mar. Las aguas, al jun­tarse, cubrieron carros y caballeros y a todo el ejér­cito del Faraón que había entrado en seguimiento de los hijos de Israel. No escapó ni uno solo. Pero los hijos de Israel pasaron a pie enjuto por medio del mar, formando para ellos las aguas como una muralla a ambos lados. Así salvó el Señor aquel día a Israel de mano de los egipcios" (Ex. 14, 19-30).

N o se necesitan muchos episodios de estos para mos­trar a quien tiene fe, lo que Dios puede hacer y hace

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por su pueblo. Basta uno sólo y a él podrá volver el alma en la meditación siempre que tenga necesidad de ello.

Lo difícil para nosotros no es creer en un hecho tan llamativo y lejano. Pero, sin tener valor para recha­zarlo como absurdo e imposible, podemos encasillar un hecho semejante en ese conjunto de cosas y de recuer­dos que forman una religiosidad que no dice nada vivo ni presente a la vida de cada día.

Lo difícil es esperar, hora tras hora, que hechos seme­jantes, aunque con las debidas proporciones, nos suce­dan "precisamente a nosotros" en un momento determi­nado de nuestra vida, en una de las muchas dificultades insuperables de nuestra existencia.

Por ejemplo. . . Aquí cada uno de nosotros puede referir su ejemplo:

ciertamente no le faltará. Pronto o tarde Dios nos conduce ante nuestro Mar

Rojo. Antes ha dejado solazarnos como hijos de Patriar­cas bajo las serenas tiendas de la juventud. . . La vida espiritual era fácil, todo nos parecía posible, bastaba mandar y la voluntad obedecía.

Pero un día. . . éste como David vio a Betsabce sobre la terraza ,aquél como Salomón conoció la tentación de la opulencia, el otro, como Sansón, descubrió a Dalila, uno, como Saúl, se hizo celoso, otro, como Judas, se ena­moró de la bolsa.

Lntonces descubrimos nuestra verdadera identidad; en­tonces se hace palpable nuestra impotencia radical, nues­tra infinita falta de lógica y confusión. Estamos ante nuestro Mar Rojo.

Reducidos a guiñapos por las tentaciones, sin paz, divi­didos en nuestro interior como si dentro hubiera dos hombres y no uno solo, dos voluntades y no una sola, sufrimos todos los reveses que tenía necesidad de sufrir

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nuestra arrogancia y nuestra presunción inconmensura­ble. Y el Mar Rojo no se abre. Y los golpes se suceden atacando poco a poco el tejido mismo de nuestra huma­nidad, marchitando una a una nuestras nobles virtudes en las que creíamos y de las que nos gustaba hablar hasta en nuestra oración ante el altar.

"Señor, te doy las gracias porque no soy como los otros hombres. Yo ayuno, pago los diezmos. . ."

Ahora que sabemos que somos como los otros hom­bres, como todos los demás hombres. . .

Es una de las experiencias más duras y humillantes, para el hombre que se creía religioso, descubrir hasta qué punto estaba llena de viento su. . . religiosidad.

Dice muy bien Jeremías, el profeta que penetró hasta el fondo en el corazón enfermo de su pueblo, que era un pueblo religioso:

"Señor, nos hemos hecho inmundos y somos co­mo muertos.

Como hojas caídas hemos sido llevados por el viento de nuestras iniquidades, nos has abando­nado a nuestras maldades".

Sí, así es, y si no interviniera Dios continuamente en la historia del hombre, el viento de las iniquidades arrastraría como hojas a la humanidad entera y la destrozaría en pocas generaciones.

Pero El vino precisamente para no dejarla destro­zarse, y si el Mar Rojo fue un hecho y símbolo, y ¡qué símbolo!, en la historia de la salvación, cada uno de nosotros puede encontrar junto a él, no ya un símbolo o un hecho lejano, sino una realidad viviente: a Cristo.

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I1',I os el "paso", El es el "milagro", El es la "fuerza", I J es el "sacramento", El es la "vida", El es la "victoria". Al hombre jadeante sobre la orilla de su impotencia y con las cadenas de su esclavitud, Cristo se le presenta con el grito de la esperanza: "Yo he vencido al mundo"— "Yo soy la vida". "El que tenga sed que venga a Mí y beba". "El que cree en Mí, aunque estuviera muerto, vivirá".

Y si el hombre se deja tocar por El, si el hombre tiene esperanza en El, el milagro se realiza y el Mar se abre.

Lo imposible se hace posible. David cantará su mise­rere, Sansón pagará con lágrimas su pecado, Salomón escribirá su Cantar de los Cantares.

Sólo Judas ya no podrá hacer nada porque —misterio de la abyección humana— ya no se dejó tocar por Cristo.

Murió sin esperanza después de haberse ahorcado.

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El camino en la esperanza

Cristo es nuestra esperanza en la plenitud de este tér­mino. Cuando, a instancias ardientes de la fe, nos toca con el sacramento, lo imposible se realiza, la impureza desaparece, la violencia se convierte en mansedumbre, la locura en bienaventuranza, la muerte en vida.

Con jesús empieza a correr de nuevo la caridad por las venas exangües del hombre egoísta y encerrado en su horrible caverna helada.

Desde el día en que nuestra vida se cruza con la suya, todo está hecho. El se pone junto a nosotros en todos los "pasos" que debemos hacer, y se convierte El mismo es nuestro "paso", la Pascua que continúa. Pero esto es fá­cil de decir, difícil de realizar, porque depende mucho de nuestra fe. Y sin fe. . .

I lay almas que permanecen en las marismas del Mar Rojo durante toda la vida, rehusando creer en el paso, Encerrados en su impotencia no pueden creer en el poder de Dios. Bastaría alargar la mano para agarrarse a los juncos de la orilla, pero se quedan como paralizados por la incredulidad y no alargan la mano.

Es la fe la que hace que se dispare el milagro del paso y la misma omnipotencia de Dios está bloqueada por la incredulidad del hombre.

¡Qué drama continuo! Por algo dirá Jesús: "¡si tuvierais fe como un granito

de mostaza", y llenará su Evangelio de esta queja dolo-rosa: "¡Hombres de poca fe!" (Mt . 8,26).

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Sí, ¡es difícil tener fe y es difícil caminar en la espe­ranza! Por algo el Éxodo durará cuarenta años y verá a este pueblo de Dios sumergido en su impotencia para realizar su acto de amor al Altísimo, verá a este pueblo de Dios andar errante despavorido por el desierto, víc­tima de sus contradicciones y de sus temores.

"Pero, ¿es que mi mano se ha acortado y se ha hecho incapaz de ayudarte?, repetirá continuamente el Señor.

Y no se lo dirá sólo a los que se encuentran inmoviliza­dos ante el primer paso de la fe, ante el paso del pecado a la gracia. Se lo dirá también a quien ha pasado el Mar Rojo, a quien ha tenido su "paso" clamoroso, a quien ha gustado la alegría de la liberación, a quien, volviéndose hacia atrás, ha visto a "caballo y caballero precipitarse en el mar" (Ex. 15,1) como una masa de plomo.

El recuerdo de aquel paso parece como desvanecido. Ante la necesidad de hacer otro acto de fe, otro acto de esperanza, vuelve el miedo, falta la esperanza.

Se queda el hombre a dos pasos de Cristo y no se deja tocar por El.

Y si la fe no brota, ni nuestra esperanza nos sostiene, tampoco Jesús puede realizar nuestro paso.

Cuarenta años durará esta historia y es la historia de nuestras contradicciones.

Pero, ¿por qué tanta resistencia a creer? ¿Por qué este miedo a confiar en El?

"Arrójate en el vacío y cree en Mí que lo lleno todo".

Me parece que los motivos son sobre todo dos:

1) Hemos perdido la infancia espiritual.

Para creer, para ser ricos de esperanza hay que ser pequeños, pequeños como niños en brazos del padre. En cambio nos hemos hecho "grandes" y "astutos", y hemos

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aprendido a juzgar a Dios con el metro de nuestra impo­tencia radical.

Dirá Jesús: "si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis" (mt. 18,3)- Y esta es una verdadera amenaza.

Por esto la infancia espiritual es el secreto más com­pleto para lograr dar el salto. Quien es capaz de hacerse pequeño será capaz de crecer y esperar y su vida será sen­cilla, rectilínea, llena.

Ante Dios debemos hacernos pequeños, pequeños lo más posible.

Pequeños como David que cree absolutamente que no puede ser vencido por Goliat, pequeños como José que no discute nunca las órdenes del Ángel, pequeños como María que acepta con sencillez los desposorios entre ella y Dios, la increíble concepción en su seno de Jesús.

¡Bienaventurada tú que has creído!" (Le. 1, 45) , y en estas palabras se resumirá toda la grandeza de María.

Y también la nuestra, si supiéramos creer y esperar. No hay prueba, no hay otro examen.

Mirar un poco de pan sobre el altar y decir "ahí está Cristo" es fe pura. Ver y catalogar todos los pecados enor­mes del Pueblo de Dios y de sus jefes y continuar de­jándose conducir por el misterio de la Iglesia y de su infalibilidad es un duro escollo; sentir que nuestro cuer­po se va pudriendo y pensar en su resurrección es un tre­mendo examen final de nuestra vida.

Y lo supera quien es pequeño y no trata los misterios de Dios como si fueran monedas de su bolsillo.

2) Otra dificultad en el camino de la esperanza: nuestra impotencia para hacer el acto de fe que hará realidad el paso se debe a que miramos atrás.

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Se vuelve con el pensamiento a Egipto. . . se piensa en el pasado.

"Como a virgen joven te he atraído al desierto fara hablar a tu corazón", dirá Oseas.

En cambio tú: "fiándote de tu helleza y valiéndote de tu fama, te diste a fornicar y te ofreciste a todo transeún­te. . . Preferiste los egipcios a Mí" (Ez. 16, 15).

Aquí está la dificultad para ir adelante. Queremos. . . hacer nuestra experiencia. . . no nos fiamos demasiado de Dios.

Además sus gustos no son nuestros gustos; preferimos "la cerne" al "maná", aunque sobre los senderos de la concupiscencia mueran de indigestión cien mil de los más fuertes ( N u m . 11).

Nuestro gusto es sensual, vendemos nuestra progeni­tura por un plato de lentejas, pedimos a Dios como Sa­lomón que nos dé la sabiduría y nos revolcamos en la lu­juria, trabajamos para llegar a ser jefes y guías de pueblos y después entregamos nuestra alma para adquirir una viña (1 Re. 21 , ' 1-29).

Es siempre la misma historia que al final sólo tendrá el mérito de demostrarnos que no somos mejores que los demás y que también nosotros hemos querido beber el agua que envenenó a nuestros padres y volver a escuchar la música que traicionó a nuestros progenitores. Pero los designios ele Dios sobre nosotros eran muy distintos; era muy distinta la aventura a la que estábamos invitados: "Me he desposado contigo en un matrimonio de amor. Fe he hecho mía".

Son palabras de Dios y dicen la alteza de su llamada, la plenitud de su amor a nosotros.

¡Oh, si esta "virgen joven", de que habla Oseas para representar nuestra alma, pusiera su mano en la mano de

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Dios, y ligera como una gacela y libre como una alondra, se dejara conducir como una amante por su amado!

Atravesaría el desierto en un soplo; su soledad se con­vertiría en espacio ideal para este amor infinito, celda de unión vital y gozosa, lugar de delicias de la inenarra­ble aventura de amor, nuestro amor con el Absoluto, con el Eterno, con el Verdadero, con el Bien, ¡los desposorios de nuestra alma con Dios!

¿Y en cambio? La traición, el adulterio, el andar continuamente entre

el sí y el no, el hacerse continuamente ídolos, el pactar con el mal, llevan a la pobre alma a los límites de su resistencia. A veces parece precisamente que ha lle­gado el fin y nos abandonamos a nosotros mismos sobre las orillas saladas del cenegal de la desesperación.

Se diría que la esperanza se ha apagado y que no puede existir más que el infierno para acoger nuestros delirios de locos.

Pero he aquí que del abismo mismo de la miseria hu­mana surge una fuerza que se creía agotada, terminada.

Con frecuencia, ¿no parece debida al mero instinto de supervivencia más que a un acto consciente personal?

¡Es un hilo de esperanza! Y se reanuda la marcha hacia la Tierra Prometida.

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El amor

Y henos aquí en el umbral del gran misterio, en la fuente de la vida, en el porqué de todos los porqués: el Amor.

¿De qué serviría la fe por sí sola? ¿De qué una vida vivida en la esperanza? ¿Quién me justificaría el éxodo con su pena, sus manchas, el cansancio, la sed o el agua salada, las picaduras de las serpientes y el continuo ple­gar la tienda para ir en busca de nuevos horizontes?

El amor y sólo el amor. Me he movido por amor; camino porque busco el

amor; me agarro a la fe y a la esperanza por amor. Dirá san Pablo: La fe y la esperanza desaparecerán

pero el amor será eterno (1 Cor. 13, 13). El amor con la luz y con la vida es el fin mismo del

hombre y en esto se identifica con Dios. Por algo Dios se definió "amor" ( Juan) y después de esta definición suya podemos decir serenamente "nuestro fin es el amor', así como decimos "nuestro fin es Dios".

De hecho si nos miramos bien dentro de nosotros mismos advertimos que el amor es un misterio que nadie sabrá definir nunca, precisamente como ocurre con ci misterio de Dios.

Sentimos el amor, lo probamos, lo buscamos, lo posee­mos, pero no sabemos exactamente qué es. Comprender qué es el amor en sí supera el entendimiento humano. Pero, ¡por eso mueve el mundo! El amor es como el gozne sobre el que gira el mundo.

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Por amor brilla la primavera, por amor nacen las flo­res, por amor se mueven los animales, por amor camina la humanidad. . .

Si no existiera el amor, la tierra se convertiría en un desierto sin vida, los pájaros no se juntarían, los vege­tales no se reproducirían, el hombre permanecería en su soledad. ¡No se puede pensar el universo sin el amor!

Pero nosotros los hombres que participamos al mismo tiempo de la vida de todo el universo creado y, por lo mis­mo de los múltiples grados del amor de los minerales, de los vegetales y de los animales, hemos sido llamados a participar también de la vida del universo increado, de la vida divina.

Mientras vivimos aquí abajo nuestra primavera te­rrena y sonreímos a las estaciones del tiempo realizando nuestro ser, presos en las espirales del amor creado que nos impulsa unas veces hacia el alimento, otras hacia lo bello, otras hacia un corazón humano, otras hacia el bien: por liberalidad divina en nosotros toma posesión y se desarrolla un impulso hacia el amor increado, hacía Dios. En el lenguaje teológico este impulso se llama "caridad", y es el grado sobrenatural del amor que, em­pezando aquí abajo en la tierra, se perfeccionará en la eternidad, en la unión total con Dios. En este microcos­mos que es el hombre, desde su nacimiento hasta el ocaso, se van desarrollando de modo progresivo todos los gra­dos del amor creado. Pero no le sacian definitivamente. El hombre siente por experiencia que no bastan. Hay en él un vacío que no puede ser llenado por sólo el amor terreno. En él ha establecido Dios mismo una tensión, una disponibilidad para un amor que no es de natura­leza creada y que tiene las mismas características que el Infinito, que el Eterno, que el Transcendente.

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El hombre, hecho así, vive en la tierra pero busca el cielo; escoge una esposa y se encuentra solo, da vida a los hijos y permanece solitario en medio de ellos. Hay en él algo que nunca queda satisfecho, que le hace in­tranquilo, buscador perpetuo. Es como un polo que busca el otro polo, un abismo que busca otro abismo.

Dirá san Agustín que "el corazón está inquieto..." Sí, hasta que no descanse en Dios. Este Amor increado, este Amante lejano y que sin embargo está muy cerca, esta realidad desconocida y sin embargo conocida, es el termino de la aspiración, de la búsqueda, de los suspiros del hombre. Es Dios.

El hombre busca a Dios y Dios es para el hombre el amor digno de el. Dios es la satisfacción, la plenitud, la realización, el término, la paz, el gozo, la felicidad.

Todo amor, creado o increado, se realiza en la unión, en un desposorio, y en el momento en que se realiza produce una especie de hartura, de gozo, de paz, de po­sesión. El hambriento busca el alimento, se une con él y realiza su vida física; un corazón busca otro corazón y realiza en él la amistad, un cuerpo busca otro cuerpo y fecunda en él la vida, la inteligencia busca la verdad, se une con ella y siente alegría, el hombre busca a Dios, se une a El y realiza la vida eterna.

La vida de amor de dos esposos es la imagen más com­pleta de lo que sucede abajo y arriba, desde las reac­ciones químicas al rodar de los astros, desde la vida de las flores al nido de los pájaros, desde la oración del mís­tico a la Trinidad Increada.

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Por eso la historia de la Salvación, la epopeya del Pueblo de Dios desde la esclavitud de Egipto a la liber­tad de la Tierra Prometida, es contada por la Biblia bajo la imagen de los desposorios entre Israel y el Dios de Abraham: las bodas místicas del pueblo escogido con Yavé.

Todo el profetismo está impregnado de esta compara­

ción:

"Te he buscado virgen joven".

"Te he desposado con un desposorio de amor". "Te he hecho mía" (Oseas).

Y el Cantar de los Cantares, que sin duda ninguna es el libro más amado del Pueblo de Dios, es el relato admi­rable del amor entre Dios y su pueblo y, en último aná­lisis —ya que el pueblo es una entidad abstracta— entre Dios y el alma humana.

Dios es el esposo del alma y le dice:

"¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres!

Tus ojos, de paloma, a través de un velo.

Tu melena, cual rebaño de cabras

ondulante por las pendientes de Galad" (Cant. 4,1).

y añade:

"Me robaste el corazón, hermana mía, esposa, me robaste el corazón con una mirada de tus ojos, con una perla del collar. ¡Qué delicioso es tu amor, hermana mía, esposa, qué delicioso tu amor, más que el vino! ¡Y el olor de tus perfumes más que todos los aro­

mas!" (Cant. 4 , 9 ) .

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Y el alma responde:

"¡Béseme con los besos de su bocal.. . Más dulces que el vino son tus amores suave es el olor de tus perfumes, Por eso te aman las doncellas. Arrástrame tras de ti, ¡Corramos1." (Cant . 1, 24) ,

¡Si el mundo supiera estas cosas! ¡Si supiera que la búsqueda de Dios es la aventura de amor más profunda: ¡Si supiera que el santo no es un renunciatario sino al­guien que ba comprendido dónde está el verdadero amor y no descansa hasta que lo ha encontrado!

Sí, el santo es el que ha comprendido y desde esta tierra vence los obstáculos y corre hacia la plenitud, tra­tando de quemar las etapas.

Pero después de él llegarán también los otros, llegarán todos —al menos así lo espero—, porque no hay otro ca­mino, no hay otro término.

La mayor parte de los hombres tiene necesidad de ha­cer vma experiencia más larga, tiene dificultad para convencerse de que Dios tiene razón, quiere tocar con la mano, quiere quemarse, mancharse, envenenarse, en­tristecerse.

Muchos empiezan a comprender algo al final de su peregrinación sobre la tierra; muchísimos, después de la muerte, en el Purgatorio, en el Reino del Silencio, de la meditación auténtica, en la reminiscencia de lo que ha sido su vida, en el período de la benéfica, saludable y aceptada expiación, purificación de sus errores o be­llaquerías, en el fuego lento y penetrante de la caridad que librará al alma de todo apego desordenado, del egoís­mo, del orgullo, de la mentira, de los ídolos.

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Pero no hay otro c a m i n o . . . A no ser que. . . No, ni siquiera quiero pensarlo, al menos por hoy; dejadme con­templar el Amor, dejadme tener confianza en que todos terminarán por creer en el Amor.

Todo camino debe terminar en Dios, en su contempla­ción, en su posesión allá arriba en su Casa. En la casa del Padre sobre la colina donde ha esperado desde siem­pre, y no en vano, a su hijo pródigo.

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El camino del amor

Si no hubiera habido pecado, las cosas hubieran sido muy sencillas, al menos así nos parece a nosotros morta­les limitados y víctimas de ese pecado.

El hombre en su carrera, desde la aurora hasta el ocaso de su vida terrena, no se hubiera dejado engañar por falsos espejismos y habría ido derecho y seguro hacia el amor eterno de Dios.

Las estaciones de la vida, la posesión de las criaturas, la visión parcial de las cosas en el tiempo, no habrían impedido lo más mínimo en él la estación eterna de Dios, la posesión del Absoluto y la contemplación pacificadora del Transcendente.

Pero. . .

Pero está el hecho de que ha habido una ruptura y de que las cosas han ido de manera muy distinta.

N o quiero hacer aquí una meditación sobre el porqué y el cómo del pecado. N o soy teólogo ni tampoco los teólogos me han convencido plenamente: hay siempre algo que va más allá de nuestro esfuerzo para compren­der. . . Acepto sencillamente el hecho. Ha habido una ruptura y ninguno de nosotros puede dudar de ello, na­die puede esconder esta realidad amarga.

¿Quién de nosotros no siente "dentro" que las cosas no marchan? ¿Que hay algo equivocado, de indoma­ble, de turbio, de malo, de enfermo? ¿Quién no siente

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que del abismo de nuestro ser mana continuamente un veneno pestilencial, despunta una raíz retorcida y seca que resiste a los golpes de hacha de nuestra voluntad, y que se propaga en nuestro pobre campo después de una noche de inactividad o de alguna hora de descuido,

El mal es una realidad, una tremenda realidad y, más que las consideraciones teológicas, por lo demás exactísi­mas, aunque parciales por nuestra limitación, nos con­vence de ello la experiencia existencial de la vida.

Viviendo y envejeciendo advertimos la verdad de este "•pecado", de esta "ruptura original" y sentimos cada vez más toda su gravedad y presión inexorable.

N o hay cáncer, por maligno que sea, no hay septice­mia, no hay lepra por espantosa que pueda ser que agote con su triste imagen la gravedad, la espantosa realidad del mal.

Y los que lo ven no son tanto los pecadores más em­pedernidos y sumergidos en él como en un estanque, cuanto los santos después de haber luchado como atletas contra él. Palidecía su rostro al considerar la posibilidad de obscenidad, de rebelión, de blasfemia, de violencia, de perversidad, de perversión encerradas en él. Pero no basta, porque también ellos eran limitados.

El rostro de Jesús —el Santo auténtico y único—, des­pués de haber palidecido como un muerto en el huerto de los olivos, se cubrió de gotas de sangre que "corrían hasta el suelo" (Le. 22, 44) .

Jesús entró en agonía al ver, a la luz del tribunal de la perfección divina, ante el amor eterno del Padre, el mal, el pecado pegado a El como una costra gruesa y horrenda.

Realmente, ¡debe ser una cosa terrible el pecado, la rebelión del hombre contra Dios, el poder decir "no" a!

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amor! No podemos comprenderlo en su realidad y ampli­tud y por eso no podemos comprender plenamente la realidad del infierno y nos asombramos de él: nos faltan los términos de la relación por nuestra limitación.

Pero Jesús podía comprenderlo y por esto sufrió lo sufrible y no dudó ante la tragedia de echar en el platillo de la balanza todo el peso y el valor de su sacrificio. Tal vez nosotros lo hayamos comprendido un poco en sus consecuencias en la dura experiencia de la vida, en nues­tras traiciones, en la visión del mundo "sumergido en la maldad", como dice san Pablo.

¡Desde la bomba de Hiroshima hasta el hambre del tercer mundo, desde las poblaciones desarraigadas por el odio y arrojadas a los campos de exterminio hasta las tor­pezas raciales y sociales de todos los tiempos, desde el fariseísmo de los ricos hasta la prostitución de los pobres, desde la ruina de la familia hasta el hastío de la opulen­cia, desde la desaparición de la sonrisa en los niños hasta la desesperación de los viejos!

Y no me digáis que la guerra es fatal o que la tierra no puede producir pan para todos o que hay razas des­tinadas a dominar y otras a servir o que el mundo está hecho así y que el hombre no puede escapar a la ley de la jungla.

No, el mal es el mal, el pecado es el pecado y la ima­gen bíblica del fruto prohibido, que se quiere arrancar a toda costa de la ley del amor de Dios y de la obediencia a su voluntad en el Paraíso Terrenal, es el compendio de una realidad que no puede ser puesta en duda por nadie porque la sentimos vivir en la profundidad de nuestro ser.

Sí, existe en mí la posibilidad de hacer con mis her­manos lo que hizo Hitler con los hebreos. Existe en mí la posibilidad de lanzar no una sino mil bombas ató-

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micas. Existe en mí la posibilidad de toda clase de pe­cados y existe la experiencia que lo ha hecho cierto.

No existe en el mundo un pecado que yo no haya cometido o que yo no sea capaz de cometer y por esto todos somos solidarios en Adán y el árbol trágico del Edén es el árbol real al pie del cual cada uno de nosotros descansa en las horas del mediodía, mientras alrededor anda rondando, no inactivo ni distraído, el maligno. ¡Qué verdadera es la Biblia!

No queda más que aceptar las cosas como son y re­montar la pendiente.

Poco a poco, paso a paso, hay que volver a andar el camino. Arrojados del Paraíso por haber desobedecido al amor, debemos volver a él, sirviéndonos del amor.

Es el guía más seguro —y esta vez— tras Jesús. De he­cho, como un acto de desobediencia perdió a la natura­leza humana, la salvación verdadera vendrá de un acto de obediencia de Cristo. N o fueron tanto los dolores de Jesús los que redimieron a la humanidad, cuanto su actitud interior de amor y de obediencia al Padre, o sea, la obediencia a la Luz, al Amor, al Ser.

Hay que volver a subir la pendiente aunque no sea cosa fácil y, aun sabiendo que, a cada revuelta, habrá una fiera que intentará echarnos de nuevo atrás.

La mano en la mano de Jesús, los ojos en sus ojos como Dante con Beatriz, hay que ponerse en marcha hacia la Tierra Prometida mezclados, identificados con el Pueblo de Dios.

Decíamos que es el amor el que debe guiarnos, pero todo el amor.

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N o cometamos el error de dividir el amor, en amor humano y amor divino, apuntando directamente —como para ir más de prisa— sólo al amor de Dios, descuidando el amor humano.

Jesús mismo nos ha advertido: "El segundo manda­miento es semejante al -primero", es decir, "no podéis se­parar el amor a Dios del amor al prójimo". Demasiadas veces se cae en la ilusión de poder separar los dos amores y resulta el tipo del hombre religioso "desencarnado" que busca a Dios y que es duro con los hermanos, que se refugia en la oración y deja morir de hambre al vecino de su casa.

¡Es una ilusión!

N o se puede dividir el amor. Si es amor verdadero, sirve a Dios y sirve al prójimo al mismo tiempo, mejor aún: ve a Dios en el hermano que tiene que amar y ve al hermano en el corazón mismo de Dios.

Esta síntesis no es fácil, sobre todo no es cómoda, pero hay que hacerla especialmente hoy cuando en los hom­bres se ha hecho la más viva conciencia de la unidad del Todo y se rechaza con fuerza y disgusto un cristianismo que separa la adoración a Dios de la presencia auténtica en la humanidad que sufre.

Dios está en el hombre que hay que salvar y el hombre está en el pensamiento de Dios: el mandamiento del amor abraza ambos polos de las dos realidades.

"¿Cómo podéis decir que amáis a Dios si no amáis al prójimo?, dirá san Juan.

Y en otro lugar: "Si alguno tiene bienes de este mun­do y ve a su hermano en la necesidad y le cierra su propio corazón, /cómo puede estar en él el amor de Dios? (1 Jo. 3, 17).

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Amar a Dios y amar al prójimo, mejor aún: amar a Dios en el prójimo y al prójimo en Dios —y así caminar hacia la realización total de nuestra personalidad en Cristo Jesús.

í Iay una historia que me gusta mucho porque explica bien cómo andan estas cosas sobre el amor y es la historia de san Cristóbal. Este gigante pagano, convertido por un ermitaño y hecho discípulo suyo, tiene dificultad para orar, para "sentir a Dios" en la oración. No consigue re­sistir horas y horas recitando salmos y se inquieta y pre­gunta a su maestro: ¿cuándo me harás ver el rostro de Dios?" El ermitaño comprende que someter a su dis­cípulo inmaduro a las durezas y a la sequedad de la ora­ción es demasiado pronto para él y le facilita la tarea con un programa más "humano".

"Ponte aquí junto a este río peligroso y con tu fuerza de gigante traslada a la otra orilla a los peregrinos que pasan". Parecía querer decir a su aprendiz: "El rostro de Dios es todavía oscuro para ti en la fe desnuda —le encontrarás más fácilmente en el rostro de los hombres a quienes servirás".

Y el pagano empezó a servir a los hombres. Armado de un tronco de palma como bastón, día tras día atravesó el río trasladando a los peregrinos. . . hasta que llegó el día que pasó a Jesús que se había ocultado bajo las apariencias del cuerpo de un niño. Entonces fue cuando el pagano se hizo Cristóbal (Cristóforo) y descubrió el rostro de Dios.

Así nos ocurre a nosotros en la realidad de la vida.

Trabajando y amando el trabajo, construyendo nuestra familia, metiéndonos en la sociedad y actuando para ha­cerla más feliz y más justa, amando las cosas, todas las

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cosas como mensajes de Dios, vamos subiendo poco a poco los diversos escalones del amor para llegar cada vez más cerca de Dios.

Y cuando se rompa la envoltura humana y terrena de nuestra vida y de la de los demás, cuando logremos per­forar la esfera que nos rodea para ver desde la otra parte del mundo, comprenderemos que nuestros esfuerzos, para ser fieles al amor, la paciencia ejercitada para sufrirnos y sufrir a los demás, fueron los instrumentos que nos hicie­ron subir muy alto, hacia el puro y eterno amor a Dios.

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SEGUNDA PARTE

Como se ha dicho en la primera parte, no debemos separar el amor a Dios del amor al prójimo. Hay que vivir estos dos amores juntos y fundidos en uno solo.

Y hay dos palestras, ambas creadas por Dios para nosotros, donde, con el entrena­miento progresivo, llegaremos a la madurez de esta fusión: la familia y el trabajo.

En estas siete meditaciones hablaremos de este tema.

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No es bueno

que el hombre esté solo

N i Dios está "solo" porque es Trinidad. Si fuera un Dios en una sola Persona sería un solitario. Dios no es un Dios solitario: es Amor y el Amor no es soledad.

Dios es Tres y Uno y esto es muy hermoso y no se comprendería nada de Dios si no fuera así. La perfec­ción no es ser Una Persona en una Naturaleza, la per­fección es ser tres Personas en la unidad de una sola Naturaleza y Dios es esta perfección.

El misterio de la Santísima Trinidad es el más her­moso que nosotros contemplamos y con el misterio de la Encarnación del Verbo tenemos bastante para soste­nernos en este largo viaje hacia el Amor.

Permanezco horas enteras contemplando estos dos misterios y nunca me harto. Con frecuencia lloro de amor y se apodera de mí una emoción indecible.

Pienso en el Rostro del Padre, me extasío ante el Rostro de Jesús, contemplo el Rostro del Espíritu Santo: creo que son una sola cosa, pero esta es una revelación que sólo El sabe dar y da a quien se la pide amorosamen­te: "Señor, revélate a mí". Las tres Personas divinas, en­vueltas por el Misterio de la Incognoscibilidad, se me revelan en la oración y no tengo deseo más apasionado que el de conocerlas mejor.

Y esta es la vida eterna que poseemos ya en esta tierra si hacemos la voluntad del Padre "Y la vida éter-

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no es que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y al que Tú enviaste, Jesucristo", dijo Jesús (Jo. 17,3).

Un Dios en una sola Persona es inconcebible, no sería Dios porque sería muy triste y Dios es alegría, suma alegría.

Dios es explosivo desde dentro con la explosividad del amor: es incontenible. Quien ama comprende lo que quiero decir y me da la razón. Toda la creación está bajo el signo de esta explosividad, de este crecer, de este dilatarse. Dicen que el mismo universo se dilata y que nacen continuamente nuevas estrellas.

N o sé qué podría añadir Dios para explicarnos mejor esta naturaleza suya explosiva, amante, creadora.

Todo me habla de este amarse, darse, multiplicarse.

Desde las estrellas a las flores, desde las reacciones químicas a los animales, desde el cosmos al hombre, el "creced y multiplicaos" está impreso en todas partes, es el ritmo del universo, es el canto de las Galaxias y de los jóvenes esposos que van al altar.

Dijo Dios del hombre en el Génesis: "No es hueno que esté solo", y le procuró una compañera, la mujer. Es muy hermoso el relato de esta creación de la mujer: "Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un sueño le­tárgico y mientras dormía tomó tina de svis costillas, re­poniendo carne en su lugar, seguidamente de la costilla tomada al hombre formó el Señor Dios a la mujer y se la presentó al Hombre" (Gen. 2, 21-22).

Como siempre en la Biblia toda la verdad está escon­dida bajo los símbolos y los signos de la palabra. Este sueño de Adán es como un éxtasis en el que el hombre ve, ama y quiere a la criatura que busca y que Dios

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mismo le ofrece, la criatura que hace para él, apropiada para él y que le completará, que le alegrará, que le ayu­dará a realizarse.

Y abriendo los ojos ante esta criatura, Adán excla­mará: "Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gen. 2,23).

El texto bíblico sobre la creación de la mujer parece un cuento de niños y lo es, porque en el fondo, el hom­bre es y sigue siendo "el niño de Dios" y es Dios el que hace el relato; pero es tan sabroso de verdad que a través de los signos de las palabras aparece todo el misterio de la unión profunda c indisoluble entre el hombre y la mujer.

Dios hizo brotar a ambos del mismo tronco de tal manera que metafísicamente el hombre ya no podrá de­cir a la mujer: "vete, no te conozco, ya no eres mía".

No, siempre tendrá que decir: "Tú eres hueso de mis huesos, carne de mi carne" y permanecer unido a ella; mientras vivamos no podemos separarnos de nuestra pro­pia carne.

El hombre, pues, debe estar unido a su mujer: Dios lo ha querido así y también nosotros debemos quererlo.

La frase de Dios es fuerte: "No es bueno que el hom­bre esté solo". Si lo dice El no podemos dudar de ello: "No es bueno".

Para "hacer bien" sus cosas en la vida el hombre debe casarse. No puede decir con ligereza "no, yo no me caso, permaneceré solo". Si así lo hiciera estaría en pecado, porque el pecado es precisamente eso, una desobediencia a Dios, a la voluntad de Dios.

A no ser por motivos superiores (lo veremos más ade­lante) o por un impedimento evidente (incapacidad, en­fermedad, miseria) el hombre en la tierra debe obedecer

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a la invitación de Dios y debe prestai oídos a sus pala­bras muy claras: "No es bueno... no es bueno. . . no es bueno".

¿Por qué insisto sobre esto?

Porque hay necesidad de ello y hay hombres que se creen autorizados para renunciar al matrimonio sin mo­tivos plausibles, más aún, a veces, con torsiones menta­les, como si el matrimonio no fuera una de las cosas más importantes de la vida.

N o hablemos de los que lo excluyen sólo porque no es cómodo, ni de otros que no lo contraen sólo por no dividir el patrimonio familiar o cosas semejantes.

No, para hacer bien las cosas, el hombre debe casarse. La mujer realiza al hombre y el hombre a la mujer.

El amor los completa, los hace mejores, los introduce más fácilmente en la corriente divina de la caridad, los obliga a abrirse, los transforma.

Además los hace fecundos. Decíamos que la fecundi­dad es la marca puesta por Dios en todas sus obras y no debe faltar tampoco en el hombre.

El matrimonio hace al hombre padre y a la mujer madre y el milagro es tan sublime que deberíamos hablar de él de rodillas.

Cuando un padre hunde sus hojos en los ojos inocen­tes de su hijo, si presta atención puede ver el misterio de lo infinito, de lo insondable, de lo inasequible. Sen­tirá que si aquel cuerpecito le pertenece porque nació de su sangre, le viene de un mundo lejano, muy lejano, del infinito, de Dios. Es Dios quien le ha creado en el mismo momento en que él, el hombre, deseó un hijo y que en la unidad del amor lo vio como salir del caos del no ser.

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Por un momento el hombre participó de la alegría creadora de Dios y tocó el Infinito. De hecho, cuando se vive el amor a fondo, se siente que se toca a Dios y es el único instante en que, sobre esta pobre tierra, se puede decir con exaltación "para siempre".

Frecuentemente se habla de los hijos como de cargas embarazosas, de "incidentes" en el matrimonio, de "inde­seables".

Es natural que, encerrados en el propio egoísmo, ya no podemos comprender el amor en su plenitud sino que de él solamente descubramos el placer y se organiza y calcula todo para eliminar los hijos.

La limitación de los nacimientos puede ser una virtud, un noble sacrificio, una necesidad real, pero cuando es practicada por el egoísmo del rico y del sano —y sus más fuertes sostenedores son los ricos y los sanos— es una perversión.

El hombre que ya no desea más hijos es el hombre que se ha salido de la trayectoria de la explosividad de Dios y es como una rama seca que espera el fuego para desaparecer en su inutilidad.

Comprendo que dos jóvenes esposos puedan verse obligados.a limitar los nacimientos en su hogar por razón de la salud de la esposa, de la miseria o de las múltiples e infinitas dificultades de la vida de hoy, pero no com­prendo que puedan hacerlo riendo, felices de haber en­contrado el truco para engañar a la vida.

No, debe producir dolor, tristeza, no poder descubrir el rostro nuevo de un niño que debía nacer y al que no se verá jamás.

El hombre normal, sano, honesto, que todavía tiene en su carne el perfume de Dios, debe desear los hijos, muchos hijos. Y mucho más la mujer.

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El fariseísmo del que estamos contagiados en todas las épocas nos empuja —casi inconscientemente— a dar valor al acto sexual más que a la intención. Y la única preocupación de cierta moral es "arreglárselas" para no caer bajo la ley.

De esta manera pueden darse parejas de esposos que, a fuerza de "haber hecho todo perfectamente", con el calendario en la mano, han conseguido no tener hijos aun sin ofender a la moral y el resultado es una vida infecunda.

Pero si su vida es infecunda, ¿quién les podrá salvar del juicio?

¿Analizará Dios, quizás, los actos y olvidará la vida? ¿No les llamará más bien "hipócritas" como llamó Jesús a los fariseos o peor aún, "Sepulcros blanqueados"?. . .

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Vivir juntos

Pero el matrimonio no está solo en función de los hijos —aunque esto sería ya algo divino—, está además en función de un complemento de los esposos. N o po­demos reducir la unión matrimonial a "los que vendrán", tenemos que verla también como medio querido por Dios para realizar, calmar, alegrar, ayudar, sostener, me­jorar al hombre y a la mujer.

Esta realización tiene lugar en el amor, se realiza en el amor.

Aquí podremos aplicar realmente el famoso "ama y haz lo que quieras" con la seguridad de que si los esposos se aman realmente encontrarán en la fusión recíproca el camino, la imagen, la escala para otro amor que debe desarrollarse en toda criatura sobre la tierra para condu­cirla más tarde a la unión perfecta con Dios. Diría que el amor matrimonial —para quien tiene esta vocacion­es como el encarrilamiento, la facilitación, el "mira cómo es", para la mayor parte de la humanidad respecto del amor Absoluto que absorberá, más allá del tiempo, a cada uno de nosotros.

De hecho, dos esposos que se aman encuentran re­suelta en el amor la síntesis de sus relaciones. Con el amor resulta fácil vivir juntos, facilísimo comprenderse, soportarse, justificarse. Hasta resulta fácil el dificilísimo sacrificarse el uno por el otro.

En el fondo, el amor matrimonial ayuda al hombre a salir de la cueva oscura de su egoísmo y del peligro

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inagotable de replegarse sobre sí mismo y abrirse sobre lo creado y por lo mismo sobre Dios. He visto a jóvenes imposibles, cerrados, introvertidos, malos, hacerse de pronto tiernos, abiertos, altruistas, bajo el calor del ena­moramiento de una joven. Me parecía ver como una rama seca que reverdece y germina al acercarse la pri­mavera.

Porque el amor ¡es siempre primavera!

Nunca jamás mostraremos suficientemente los bene­ficios del amor especialmente sobre los enfermos, sobre los tímidos, sobre los pesimistas, sobre los egoístas, sobre casos difíciles.

N o hay medicina más poderosa que un amor auténtico.

Todo se arregla, se vivifica, y el que amenazaba con volverse estéril en una melancolía vacía, sale de nuevo con ímpetu, como si la vida empezara a latir de nuevo en sus venas.

¡Cuántos fueron salvados por el amor, cuántos encon­traron nuevamente en él la alegría de la vida, el empeño para el trabajo, la entrega a un ideal y bajo su impulso realizaron al fin cosas serias!

El amor, el verdadero, es el toque de Dios en el cora­zón del hombre.

Además la vida tan íntima, tan radical como impone el matrimonio, sostiene al hombre en el descubrimiento de sí mismo. Cada uno, mirando en los ojos del otro cónyuge como en un espejo, se encuentra a sí mismo con sus profundidades abismales, con su misterio.

¡Ay si en este descubrimiento no les sostuviera el amor! Porque hay que decirlo, en el descubrimiento de

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uno mismo no encontramos sólo el aspecto positivo de cada uno de nosotros, sino también el aspecto negativo. Descubrimos la debilidad, el límite, la prosa y desgracia­damente también el mal. Entonces es cuando se abre paso un grado de amor nuevo, más maduro, más ver­dadero, más fino: la misericordia, la compasión, grado que debe llenar los últimos tiempos de nuestra vida so­bre la tierra.

Es demasiado fácil amar a la esposa cuando es joven y está velada por el misterio; más difícil cuando se des­cubre en ella la fealdad, la limitación, el desaliño, el egoísmo. Quien no sabe superar la crisis provocada por este descubrimiento con el amor de misericordia, se pre­para días difíciles, entra en una frase trágica de su ma­trimonio.

Pero quien tiene fe en el amor y ve en el pecado del otro el suyo, y en las debilidades del otro descubre su propia debilidad, se acostumbra a entrar en la verdad v hace pasar su vida a un estadio nuevo, no animado ya por el sentimiento ni por la sensibilidad, sino por el amor auténtico y verdadero.

Después, cuando son tres o más, la escuela del amor toma una amplitud insospechada, casi perfecta. Hay mo­mentos —aunque desgraciadamente raros porque el pe­cado original es siempre una dura verdad— en los que uno se pregunta si no ha bajado el paraíso a la tierra.

La relación "padre—madre—hijo" toca a lo sublime. Se rivaliza en tener la piel de los demás por más pre­ciosa que la propia y, para ser fieles a este estímulo, podemos acercarnos —aunque todavía en un plano natu-

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ral— al grado de amor que practicará y nos indicará Jesús en el Evangelio como "su mandamiento".

Aviaos los unos a los otros como yo os he amado, es decir, hasta el sacrificio de uno mismo que es el grado :nás alto de amor. Y aquí tengo que hacer mi confesión, la que me encontró sin preparación bajo la gran piedra, cuando soñé que había muerto y que era juzgado por Dios. Como dije allí, había abandonado el mundo y mis cosas para buscar sólo a Dios. Había ido al desierto para despojarme y aprender a amar a los más pobres que yo. Y sin embargo, aquella tarde en que hacía frío negué una manía a un pobre anciano. Y esto lo hice por miedo a temblar de frío durante la noche.

¿Lo creeríais? Para hacerme comprender toda mi pe­quenez y hacerme entrar en la verdad que es humildad, Dios me esperaba al paso.

De hecho algún mes después del episodio de la manta negada a Kadá —el pobre a quien hallé en el desierto— me encontré con un teniente médico de la Legión Ex­tranjera que me dijo: "Hermano Carlos, si va a Tazrouk vaya a ver los campamentos de Llksem; verá pobres ver­daderamente pobres". Sin pensar que era Dios que quería enseñarme algo nuevo, en la primera ocasión busqué las tiendas que me había indicado el médico.

Llegué una mañana al amanecer y hacía frío todavía. Me llevaron cerca de una tienda aislada donde había una mujer que se estaba muriendo.

Era una esclava negra sin marido pero con un hijo

muy pequeño.

Entré en la tienda: una miseria indescriptible.

La pobre estaba tendida sobre una estera de hierbas secas, temblaba. Estaba cubierta con unos trapos de al-

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godón azul, el color característico de los Tuareg, sus amos. Estaban enteramente deshilacliados y no podían darle calor, junto a ella, envuelto en una media manta de lana, había un niño.

Aun ante la muerte, esta pobre mujer había preferido temblar ella de frío y calentar al niño. Esta mujer po­bre, no cristiana, obligada a Ja prostitución por sus amos, que no contaba con nada de nada, que se moría como mueren los verdaderos pobres del tercer mundo, había practicado con su hijo el amor perfecto, le había amado hasta el sacrificio y así, con sencillez, como si no hiciera nada, como si aquello fuera cosa de ninguna importancia.

Me sentí seco como la arena y humillado por la subli­midad divina, vivida por aquella mujer en la simple naturaleza y que yo no había sabido vivir en la supe­rioridad de la gracia.

Bajo aquella tienda, infinitamente pobre, Dios estaba presente y había logrado hacer aceptar a aquella criatura, a quien nadie apreciaba ni estimaba, un acto digno del amor de Jesús sobre el calvario: el don de sí gratuita­mente, sencillamente.

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¡Es debilidad, no amor!

Es de noche, una noche de tantas, en una de tantas casas de los hombres.

Ha vuelto el padre del trabajo, se ha cambiado y ahora, con una pierna sobre la otra, con el codo apoyado en la mesa, abandonado beatíficamente sobre la silla, Ice el periódico. Su esposa está cocinando y de vez en cuando, con prudencia, hace alguna pregunta al marido sobre cómo ha pasado la jornada y, en los momentos de pausa de la lectura, trata de comunicarle discretamente las noti­cias y los chismes de la vecindad.

Se respira aire de paz y de distensión. Pe ro . . .

l i e aquí que entra en liza el tercer importuno. Cuatro palmos de alto y todavía en la época incierta

de si llegará a ser un bípedo o un cuadrúpedo, desde su rincón donde se ha empeñado seriamente en romper el último juguete que ha recibido de la generosidad de los innumerables interesados en su educación, se acerca al padre y de una fuerte manotada le arrebata el periódico.

El aire se llena de agitación. La madre interrumpe su trabajo, se acerca al pequeño déspota y le lleva lejos, junto al juguete entregado al pasto de la fiera y destinado al sacrificio por el bien de la paz. "Tunante", dice la madre con tono indeterminado, "deja quieto el periódico de papá".

El padre recoge pacientemente los trozos del periódico, lanza una mirada amonestadora a su mujer, como para hacerle comprender que la culpa es suya y que es ella la que no sabe educar al hijo y reanuda su lectura.

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Sólo han pasado unos minutos, el tiempo necesario para recobrar las fuerzas y el educando llega de nuevo a cuatro patas por la presa de aquella noche: el perió­dico de su padre.

Otro tirón, otra mirada airada del padre, otro arre­bato. . . bestial.

Se siente en el aire que la paz ha terminado y que se ha declarado la guerra sin cuartel. Pero de una parte está un combatiente que quiere y sabe que puede vencer y de otra dos combatientes que sólo buscan el compromiso.

Esta vez el ataque no espera ni siquiera el tiempo necesario para recobrar la respiración, y viendo que ti­rando hacia abajo viene algo, el pequeño bandido ade­más del periódico tira también abajo la toalla.

Resultado de la acción: tres vasos rotos, una bronca y, lo que es más grave, la paz que ha huido definitiva­mente.

' '¡No eres capaz de educar. . . llego a casa cansado

y tú. . .!"

"Y yo tengo que soportarle todo el día y tú no me ayudas v te vas cuando deberías interesarte por tu hijo!"

"¡Yo me marcho!"

De hecho se va y terminará por ir a comer al restaurant.

Víctimas de una época como la nuestra en la que la institución de la autoridad ha sufrido la ruina total, en la que por miedo a los complejos se deja crecer a los hijos como salvajes y por un concepto equivocado del amor ya no se tiene valor para imponer un castigo. Qui­siera que esos dos jóvenes leyeran con calma este pasaje de la Biblia:

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"El que ama a su hijo le menudeará los azotes, para que al fin pueda complacerse en él.

El que educa bien a su hijo se gozará en él y en medio de sus conocidos podrá gloriarse.

El que instruye a su hijo será envidiado de sus enemigos y se alegrará por ello ante sus amigos.

. . .Quien mima a su hijo tendrá después que vendarle las heridas y a todo grito de él se estre­mecerán sus entrañas.

Un caballo no domado se torna indócil y un hijo abandonado se torna díscolo.

Mima a tu hijo y te aterrará, juega con él y te hará llorar.

TSlo le des libertad en su juventud, y no cierres ios ojos a sus faltas.

Doblega su cerviz en su juventud y túndele las espaldas cuando muchacho, no sea que se vuelva díscolo y desobediente y de ello sufras la vena.

Corrige a tu hijo y fórmale, no sea que su inso­

lencia llegue a ser tu ofensa" (Eclo. 30, 1-13).

Es la Eterna Sabiduría la que habla porque quien habla en la Biblia es Dios, y aunque somos nosotros los que debemos interpretar sus palabras y proporcionar su alcance a nuestra altura, que es siempre pequeña v a nuestra situación que es siempre inestable y cambiante: no podemos menos de encontrar en este pasaje una indi­cación clara y precisa sobre la relación educativa entre quien debe educar y quien debe ser educado, entre los padres y los hijos.

La mentalidad que se ha formado en nuestra época, que es claramente una época de transición entre un

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pasado que todavía no ha muerto del todo y un mañana todavía inmaduro, es francamente equivocada.. . mejor aún . . . desequilibrada. Como la democracia ha sustituido a los gobiernos "desde arriba" y absolutos, así la educa­ción . . . "amorosa", ha reemplazado el autoritarismo del pasado.

Pero como los hombres por su naturaleza son desequi­librados, han sustituido una exageración por otra: una excesiva intransigencia ha cedido el puesto a la licencia; prefieren la invitación al mandato, el beso al castigo.

Decía Focster que la democracia es un don de los pue­blos maduros como la libertad es patrimonio válido entre gente "responsable".

Pues bien, el error está aquí: N o puedo ofrecer la de­mocracia a los inmaduros, como no puedo ofrecer la libertad a niños irresponsables. La validez del deber de educar, de llevar de la mano, de guiar y de castigar se basa precisamente en el hecho de que el niño todavía no es capaz, no está maduro, no puede obrar por sí solo. El padre y la madre son para él la fuerza que él no tiene, el criterio que él no tiene, la luz que él no posee todavía.

El niño tiene derecho a ser educado, sostenido, corre­gido, castigado.. . de otro modo sobreviene el c aos . . . en el que no sólo son arrastrados los padres sino también, v esto es lo peor, el hijo.

¿Donde está la equivocación en el caso que he refe­rido? En mi opinión el error está en el miedo que tienen los padres a hacer sufrir al hijo, en su incapacidad para castigarle, en el terror a verle llorar. Porque no es que los dos padres no señan qué hacer. La cosa es fácil, espe­cialmente cuando el niño tiene tres o cuatro años. Estáte quieto en tu sitio —juega como debes—, no tienes que tocar esto ni aquello —tienes que levantarte de esta ma-

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ñera, sentarte así, etc., etc.. —no hables cuando estén

hablando los demás, etc.

El mal está en que una vez que los padres han presen­tado el programa al hijo no saben hacérselo cumplir, ceden ante la desobediencia, se retiran ante los caprichos y su modo de ver; en una palabra, terminan por aceptar el plan de sus hijos que es un plan irracional y arbi­trario.

Sobre todo no saben castigarle. Por una concepción equivocada del amor no sufren oírle llorar, temen que el castigo le haga daño y creen que el niño tiene que sonreír v estar contento siempre.

Aquí la equivocación es enorme. El niño tiene nece­sidad de llorar, tiene sed de ser castigado, doblegado, enderezado.

El castigo es un pan sólido y nutritivo del que no puede prescindir por el sentido de la justicia que reside en el profundo de su naturaleza.

El castigo le libera, hace que salga el pus de sus partes enfermas, le hará reír cuando todo haya terminado y la operación se hava llevado a efecto.

Escuchad lo que dice también la Biblia:

"¡Yo ahorres a tu hijo la corrección, aunque le castigues con la vara, no morirá. Golfeóle con la vara y librarás su alma del Seol" (Prov. 23, O-14).

Por amor los padres deben tener fuerza para doblegar

la voluntad enferma de su pequeño. Por amor deben

vencerle, someterle.

Por amor deben hacerle llorar.

Porque si aceptan la voluntad del niño, ¿qué aceptan?

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Una cosa insulsa, sin pies ni cabeza, arbitraria, como dice la Sagrada Escritura.

"La necedad va unida al corazón del niño, más la vara de la corrección la aleja de él" (Prov. 22,15).

¡Cuánto sufro al ver a los padres reírse ante las insul­seces de los pequeños! ¡Ceder ante los programas vaeíos de sentido! ¡Aceptar situaciones testarudas o caprichosas de sus hijos! He visto veladas envenenadas por la pre­sencia de uno o dos "pequeños gamberros" que habiendo comprendido la debilidad de sus padres se introdujeron, como animales desencadenados, en la comunidad de los presentes con el solo fin de afirmar su naciente y ya or-gullosa v vacía personalidad.

l i e visto familias sin paz precisamente y sólo por la presencia de niños que no habían tenido la suerte de haber encontrado en la madre o en el padre un puño de hierro o sea una voluntad resuelta que supiera llegar a donde se debe llegar a toda costa.

Porque —y digámoslo claramente— no se trata de cas­tigar, de pinchar, como si la educación fuera un oficio de vaqueros o de domadores de mulos.

Se trata de conseguir lo que hay que conseguir, cueste lo que cueste.

Para algunos bastó un solo palo en toda la vida, para otros fue suficiente una mirada dura.

Lo que importa es que el niño tiene que saber que es él quien debe ceder y no los padres, especialmente en la infancia, que debería ser la época más propicia para poner los fundamentos de la educación: el tiempo del "dressage" (adiestramiento) como dicen los franceses.

Más tarde, cuando crezca el niño, el "dressage" será atemperado con el razonamiento de la progresiva cola-

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boración, especialmente durante la crisis de la adoles­cencia, pero nunca podrá faltar el trabajo de quien ba recibido de Dios y de la naturaleza la misión de llevarle de la mano hasta el umbral de la mayoría de edad.

Y lo que hemos dicho vale no sólo para la educación de los hijos, sino también para la unidad y el afecto de los padres.

Con demasiada frecuencia el matrimonio empieza a tener sus primeras resquebrajaduras, con demasiada fre­cuencia empiezan a saltar las palabras gruesas entre los esposos por razón de la incapacidad de ambos para edu­car o por razón ele la divergencia de pareceres sobre su relación con los hijos.

"¡Te toca a ti!" "¡Tú eres débil!" "¿Y qué haces tú mientras yo me desgañifo?" 'T.s demasiado fácil mandarnos a las mujeres mientras

vosotros los hombres os marcháis sin ayudarnos". Y como somos malos, terminamos siempre por echar­

la culpa "al otro" o "a la otra". Y echando la culpa "al otro", no advertimos que cmno­

zamos a cavar el abismo de ese mal que no tiene fondo: la falta de amor.

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El hombre y el trabajo

Como el pájaro está hecho para volar y el pez para nadar, así el hombre está para trabajar.

El trabajo es el elemento natural del hombre y sin él su vida sobre la tierra sería inimaginable.

El hombre en el trabajo se realiza, se completa, se ex­presa y al mismo tiempo expresa, realiza, completa la creación.

Podríamos decir que al crear al mundo Dios hizo una cosa "incompleta". Más tarde asociará al hombre a su obra para completar su creación: se servirá de él para realizar su voluntad, para terminar su plan.

En realidad, con el trabajo el hombre termina la crea­ción, la mejora, la embellece.

Contemplemos una colina salvaje: zarzas, espinos, ár­boles retorcidos. Acerquémonos a un olivo silvestre: las hojas son pequeñas, el fruto seco.

Llega el hombre. Parece que acaricia al árbol con su trabajo. Corta, lim­

pia, injerta, abona. . . Volved a pasar después de algún tiempo; las hojas del olivo se han agrandado, las aceitu­nas se han vuelto jugosas, las ramas parecen extenderse en paz, con ritmo más armonioso, más verdadero.

La colina salvaje se ha transformado en un olivar pro­ductivo: el "después" es mejor que el "antes".

Podríamos decir que el hombre no está "sólo" en su trabajo, es Dios mismo quien trabaja en él: y es cierto. Dios inmanente en la creación, trabaja con la creación

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para realizar su designio y en esto se sirve de todo, in­cluso del hombre.

¡Es tan misteriosa la obra de Dios en el mundo! Con demasiada frecuencia tenemos de Dios un con­

cepto "antropomórfico", es decir, lo pensamos a nuestra imagen física. Lo consideramos separado de la creación. No, la misma definición del catecismo "Dios es Inmenso' debería volvernos a la realidad. Dios está aquí, está allí y está en todas partes; está en mí, está en el olivo, está en todo. Es la raíz del Ser, es el Ser del que todo par­ticipa.

¡ Misterio asombroso! De todos modos, volviendo a nuestro argumento, po­

demos decir que Dios pensó y quiso al hombre así y, al llamarlo a la vida, lo llamó al trabajo.

Contemplado a esta luz "teológica", el trabajo es indis­pensable para el hombre, porque por él pasa el designio ele Dios.

En la mano del artista está la mano de Dios que llama a la belleza; en la mano del técnico está la mano de Dios que quiere la unidad de la familia humana; en la mano del obrero está la mano de Dios que quiere el pan para sus hijos.

Dios está en el trabajo de todos los hombres y bajo el velo de todas las buenas voluntades. Ningún descubri­miento en el que interviene el hombre está ausente de la mente de Dios, ninguna realización técnica ha sido conseguida sin su divina voluntad de bien.

Sí, el trabajo es indispensable al hombre. Alguien puede objetar: "indispensable" es la oración

no el trabajo. Hemos sido hechos para orar, no para trabajar.

Quien habla así da la impresión que es un hombre piadoso, pero en realidad no sabe lo que dice.

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Tiene de la oración un concepto abstracto, angélico. Los Benedictinos, que fueron grandes contemplativos, los Trapenses, que conocen la dura fatiga de la oración, tie­nen como regla base las 24 horas de la jornada subidivi-didas de esta manera: 7 horas de trabajo— 7 horas de ora­ción— 7 horas de sueño.

El resto para la soldadura de estas tres grandes tareas. El que dice "hemos sido hechos para la oración" no sabe, tal vez porque nunca lo ha experimentado, que no se puede resistir veinticuatro horas en la oración: es para volverse locos. Precisamente quien ora y quien ora mu­cho necesita el trabajo para hacer equilibrada su jornada y el descanso para devolver energías a sus horas de ora­ción.

N o se puede estar mañana y tarde en la iglesia a no ser que queramos convertirnos en enfermos o desequili­brados.

Dice el primer capítulo del Génesis: "Tomó, pues, el Señor Dios al Hombre y lo puso en él jardín de Edén para que lo cultivase y guardase" (Gen. 2,15).

Este breve texto bíblico está lleno de luz y debería estar grabado en el alma de todo hombre.

Nos viene espontáneamente una pregunta: "¿Está obli­gado el hombre a trabajar?" La respuesta es clara y ta­jante. Salvo una razón de fuerza mayor, el hombre está obligado a trabajar. Dios dio el trabajo al hombre aún antes del pecado, cuando la tierra todavía era "lugar de delicias" y cuando Adán estaba en paz consigo mismo y con Dios.

Ya había establecido el Señor que "el hombre traba­jara y guardara la tierra", ya había decretado en su sabi­duría :

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"llagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza. Domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las fieras campestres y sobre los reptiles de la tierra (Gen. 1, 26) .

La orden es precisa y no basta la ignorancia de los textos de la Sagrada Escritura para borrarla de nuestra existencia.

Por tanto, el que dijera: "Mi padre me ha dejado una buena herencia: tengo pan suficiente para toda la vida y puedo vivir sin trabajar. . ., no trabajare, viviré en ocio y banquetes", ¿está justificado? No, no está justificado. Está en estado de pecado continuo. El trabajo no es sólo un "ganarse el pan de lo que me puedo eximir si tengo ese pan", es algo más: es un mandamiento de Dios, es un servicio a la humanidad, es una tarea del hombre sobre la tierra y finalmente, y lo veremos más adelante, es una redención del pecado.

Es extraña nuestra educación puritana y burguesa: ¡teme constantemente ver llegar a casa a su hija con un

hijo en su seno!

En cambio raramente se pregunta: ¿Trabajas? ¿Hov te has cansado para hacerte útil? ¿Eres un parado que pasa sus horas en su habitación tendido sobre el lecho para matar el aburrimiento?

Sobre este punto debemos decir que somos herederos de una época en la que la misma cristiandad se vio ata­cada de la civilización y mentalidad pagana.

Los nobles, aunque fueran cristianos, consideraban el trabajo como indigno de su linaje y la burguesía rica sólo lo consideró como instrumento de ganancia.

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Naturalmente, ni siquiera dudaban de ello: "si no tengo necesidad de dinero soy libre de trabajar o no; ¡vivo de rentas y no tengo obligaciones con nadie!

¡Tengo que decir que nunca he oído en la iglesia un sermón contra los que viven de rentas aun siendo jóve­nes y gozando de buena salud!

Pero decía que el mismo modo de vivir de los cristianos había sido atacado de la mentalidad pagana de las épo­cas que nos han precedido.

Y voy a poneros un ejemplo que me hizo sufrir no poco durante la crisis del experimento de los sacerdotes obreros. Oí con mis oídos a cristianos calificadísimos fra ses como estas: "No está bien que el sacerdote trabaje. ¿Dónde irá a parar su dignidad?"

Frases como estas denuncian hasta qué punto ha en­trado la mentalidad del mundo pagano en las filas de los cristianos y hasta qué punto nos hemos alejado del espí­ritu evangélico.

Pero, ¿es posible que quien tiene valor para pronunciar frases semejantes no haya pensado nunca que Jesús Eter­no Sacerdote, trabajó durante treinta años? ¿Faltó qui­zás a su dignidad?

¿De qué depende la dignidad? ¿De un vestido lujoso? ¿De billetes de banco?

[csús mío, ¡cuánto se han alejado de tu ejemplo tus seguidores! ¡Ni siquiera se acuerdan ya de que Tú, Elijo del Altísimo, Puente entre el Cielo y la Tierra, el Hom­bre más extraordinario que ha vivido aquí abajo, Juez Eterno, Verbo Encarnado, trabajando con tus manos hi­ciste cosas que ellos creen indignas de la dignidad sacer­dotal!

¡Es espantoso!

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Trabajarás con el sudor de tu frente

Una palabra sobre el trabajo: "redención''.

Si es cierto que el trabajo es una participación del hombre en la obra creadora de Dios, instrumento de ar­monía y de belleza, realización de planes admirables que concurren a la unidad y felicidad de la familia humana: es también, y seguirá siéndolo hasta el fin de los tiem­pos, "redención".

Por algo Dios, después del pecado dijo a Adán esta frase dura: "trabajarás con el sudor de tu frente" (Gen. 3, 19).

El trabajo, que antes del desorden introducido por el pecado era solamente actividad y alegría, con el pecado y la rebelión, introducirá entre sus mallas el cansancio, el sufrimiento, el sudor. En una palabra, se convertirá en trabajo redentor, ayudará al hombre a liberarse del mal, a pagar sus deudas con la justicia, a hacer cosas se­rias y útiles, a colaborar día tras día en su salvación. Y aquí no pretendo hablar a los que están obligados al trabajo por la dura ley del "pan de cada día", especial­mente si es escaso e incierto.

Me siento indigno de ello, especialmente ahora cuan­do, viviendo como "pequeño hermano" entre los más po­bres, veo su drama de cada día. H e visto a quienes no podían escoger —y aquí está quizás el aspecto más dolo­roso— sino que, obligados por la pobreza, se veían obli­gados a coger lo que quedaba en el mercado, trabajo pe-

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sado, sucio, mal retribuido, brutal. ¡Hombres crucifica­dos en los pozos de las minas con el polvo que roe los pulmones o la humedad continua que hincha las articu­laciones y hace envejecer a los cuarenta años! Hombres encorvados bajo el sol de África y de Asia, sobre las pistas o en las canteras, con la pala y el pico que hora tras hora se convierten en instrumentos de tortura, desnutridos, sucios, sin alegría, tirados por la noche en barracones solitarios, lejos de sus mujeres y de sus hijos. ¡Cómo redimís al mundo, trabajadores pobres de todos los con­tinentes! ¡Cómo lleváis sobre vosotros el pesado privilegio de la cruz!

No, no os hablaré a vosotros; ¡quedo admirado y caigo de rodillas ante tanto sufrimiento! En cambio ha­blaré en vuestro nombre a los que no están obligadas al trabajo por razón del pan de cada día o porque sus cuen­tas corrientes en los bancos son pingües o porque las limosnas son abundantes, y quisiera recordarles que el mandamiento del Señor: "trabajarás con el sudor de tu frente" también es verdadero y válido para ellos.

N o podéis dispensaros de él sólo porque no tenéis ne­cesidad de pan. También por vuestras venas corre sangre corrompida y envenenada por el pecado y no existe cosa más deletérea para la virtud y para la ascesis cristiana que la pereza y el bienestar: no existe cosa más contraría a la santidad que el "dulce no hacer nada". Si no os cansáis, si no sudáis, no podéis vivir el Evangelio: ¡no os engañéis! ¡No busquéis escapatoria para la cruz: no existe!

Eloy en muchos ambientes católicos existe una especie de pánico ante las dificultades que encuentran los jóvc nes para mantener su vocación, para resistir a las ten­taciones o para vivir la caridad. ¡Se quería resolver los problemas de la vicia evangélica permaneciendo sentados

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Iiniir, y horas ante la televisión, levantándose por la ma­ñana lo más tarde posible, llevando una vida a la que no falta nada y de la que el sacrificio está excluido, ab­solutamente excluido! ¿Es esto posible? ¿Acaso las pala­bras de Jesús ya no tienen valor hoy? ¿Tal vez la expre­sión "sin cruz no hay salvación" no es verdadera para los cristianos de los países ricos, de los Continentes có­modos? N o dudo afirmar que para la cristiandad de nues­tro tiempo la civilización del bienestar es mucho más pe­ligrosa que el mismo comunismo tan combatido. Quizás este último, imponiendo su dura cruz a los hombres, qui­tándoles la libertad, terminará haciendo menos desastres que una civilización, que basada sobre el hedonismo y la opulencia, y quitando totalmente la cruz de sus casas v de sus plazas, amenaza con narcotizar la voluntad de los cristianos y reducirlos a paganos bautizados.

Realmente hay que estar atentos y vigilar. ¡Lo que sig­nifica dar importancia a las palabras de Dios!

¡Son las únicas que no pasan!

Y si El nos ha dicho que debemos "sudar", es así y te­nemos que "sudar".

¿Puede un atleta llegar a la meta sin esfuerzo? ¿Puede un campeón vencer sin sentir las gotas de sudor sobre su rostro? ¿Tal vez es la virtud más fácil que una carrera? ¿Y es la castidad más fácil que alcanzar una victoria deportiva?

Puede ocurrir que la civilización contemporánea, dán­donos los descubrimientos de la ciencia, nos quite el "sudar" de otros tiempos. Con el auto nos evita caminatas trabajosas, con la lavadora nos quita el peso del lavado de ropa, con el avión nos libra de pesados viajes en tren o en vapor: ya no sudamos.

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Pero el cristiano que sabe que debe "sudar" busca en su vida caminos nuevos para atender a ia advertencia del Señor.

¿Por qué en los colegios o en los seminarios o en las casas religiosas debe haber. . . hombres y mujeres de servicio, ocupados en barrer, lavar, servir?

¡Plasta en los noviciados y en las casas de formación he visto la costumbre anticristiana de hacerse servir por gente pobre, frecuentemente mal pagada!

En cambio, ¿no sería mejor distribuir el trabajo entre los jóvenes mismos, acostumbrarles a arreglar su habi­tación, a blanquear las paredes, a construir mesas, a pe­lar patatas?

Ciertamente perdería la estética en este caso, pero se ganaría humildad y caridad.

En una comunidad religiosa habría que inventar el trabajo para ejercitar el espíritu y la humildad de sus componentes. Elabría que volver a la regla de los pri­meros monjes que con el ora et labora (ora y trabaja) dividían sus jornadas y presentaban al mundo sus manos llenas de callos y manchadas de tierra y cal.

Realmente quisiera que al sentarse a la mesa el reli­gioso se preguntara como cualquier otro hombre: "¿Me he ganado este pan? ¿O vivo a costa de los demás —o peor aún— de la limosna de los pobres?" Entonces sí que las cosas cambiarían fundamentalmente y los hombres aprenderían de nosotros el valor del trabajo y de su im­portancia en el plano de la redención.

Y se puede "sudar" de otra manera. Cuando volví a Europa desde el Sahara, encontré en París dos parejas de esposos jóvenes resueltos a ir a trabajar en África. De la primera pareja él era médico; ella auxiliar social; de la segunda, él profesor, ella enfermera.

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En vez de trabajar en París, habían resuelto de común acuerdo ir a trabajar en los países del tercer mundo. Ciertamente "sudarán" más que en Francia pero también es cierto que su modo de vivir como cristianos será faci­litado y alegrado.

Hoy nos preocupamos del tiempo, ya cercano, en que nuestra civilización mecánica podrá ofrecer a todos no un solo día de vacación, sino dos y quizás tres. ¿Qué haremos con tanto tiempo libre?

Se añaden congresos a congresos y se levantan voces apocalípticas como si estuviéramos a las puertas del fin del mundo, es decir, en el tiempo en que los hombres, no sabiendo ya qué hacer, se verán arrastrados a la locura o al menos al agotamiento nervioso. Espero que entre la muchedumbre de paganos, que al auto ya superado, añadirán el yacht personal o el avión, se encuentren todavía algunos cristianos capaces de ocupar el tiempo libre trabajando por los demás. ¿Ya no hay nada que hacer? Id a ver qué ocurre en la periferia de las grandes ciudades.

Allí arriban los desechos del gran mar de la vida, aun­que sea el mar de la civilización del bienestar. ¡No se sabe por dónde empezar, tanto es el trabajo que hay que hacer y las llagas que hay que curar!

¿A dónde van los que salen de la cárcel? ¿Cómo viven las ex-prostitutas? ¿Dónde se esconden los ríos de subnormales? ¿Habéis visitado alguna vez los mani­comios o los asilos de ancianos?

¿No os habéis asomado nunca a los barrios de los pobres? ¿O a los campos en las pequeñas aldeas abando­nadas donde se han quedado los lugareños más misera­bles", casi todos ancianos e incapaces de soportar el tra­bajo de los campos? ¿Y no sabéis qué hacer? ¿No habéis

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sentido nunca el deseo de pasar, por amor a Cristo, un día con un campesino anciano para ayudarle —-sólo un día— para segar el trigo de la colina, con él y para él, que no puede pagarse la segadora mecánica?

¿No habéis tenido nunca el deseo de pasar un día en la casa más sucia de un villorrio para ayudar a esa pobre mujer a poner en orden sus cosas, para que pueda des­cansar un poco?

¿Qué es todo eso en comparación del océano de males que invade a la humanidad? ¡Nada, casi nada! Pero es un acto de amor como la muerte de Jesús en el Calvario y un acto de amor puede mucho. Ante todo puede darte un poco de verdadera paz y al mundo la impresión de que todavía se puede esperar.

¿No es mucho?

Circo que sí.

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mar todas las cosas

¡Bendice al Señor, alma mía! ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Vestido estás de majestad y de esplendor, arroyado de luz como de un manto. Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, alzas sobre las aguas tus moradas. Haces tu carro de las nubes, sobre las alas del viento te deslizas. Tomas por mensajeros a los vientos, a Jas llamas del fuego por ministros. Sobre sus bases afincas la tierra, inconmovible por los siglos de los siglos. Del océano la cubres cual vestido, sobre los montes continuaban las aguas. Al increparlas Tú, emprenden la huida, a la voz de tu trueno retroceden. Saltan de las montañas, descienden por los valles, hasta el lugar que Tú les asignaste; un término les pones que no crucen, porque no vuelvan a cubrir la tierra. Haces manar las fuentes a torrentes, entre las montañas se deslizan. Abrevan a todas las bestias de los campos, su sed apagan los onagros. Junto a ellas habitan las aves de los cielos, y lanzan su trino entre la fronda. De tus mansiones abrevas las montañas, se harta la tierra del fruto de tus obras;

la hierba haces brotar para el ganado, y las plantas para el uso del hombre, para que el pan extraiga de la tierra, y el vino que recrea el corazón del hombre; para que de aceite brille el rostro y el corazón del hombre el pan conforte

(Salmo 104)

Este salmo es el poema de la creación y es uno de los más hermosos. Hay que cantarlo con frecuencia y hay que añadir a él otras muchas estrofas; las que nuestros ojos han descubierto y nuestro amor ha fijado.

El poema no debería terminar nunca. ¡Si nuestro corazón fuera siempre tierno y nuestra

memoria fresca ante la creación! ¡Qué fuente de alegría seria para nuestra peregrinación!

Porque se puede pasar y ver y se puede pasar y no ver. Esto depende de nosotros.

La creación es como un mensaje escrito sobre las co­sas, un relato hecho de símbolos, una fuente de diálogo rara nuestra alma.

Pero hay que saber leer, escuchar, dialogar. El peligro continuo es que nuestro corazón se endu­

rezca bajo la acción de la vejez o bajo el anquilosamiento del pecado: entonces, ¡adiós canto, adiós diálogo!

Nos convertimos en los sordomudos del Evangelio y en ese caso solo Jesús podrá curarnos.

Amar la naturaleza, dialogar con ella no es cosa ex­traña a nuestro amor a Dios, forma parte de él, es un

"capítulo de él. El Eterno nos habla, nos educa, nos da la primera

revelación a través de los símbolos de las cosas. Más tarde vendrá la revelación a través ele la palabra y más tarde aún vendrá la revelación directa, personal, de

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Dios a nosotros; pero sigue siendo cierto que la función de las cosas fue establecida por Dios mismo y no pode­mos olvidarlo.

N o mirar a la naturaleza, no amar la naturaleza, en el fondo significa no querer leer un escrito que Dios nos envió por amor a nosotros.

San Francisco comprendió a fondo esta verdad y la hizo suya, profundamente suya. Y logró componer esa obra maestra de amor que es el Cántico de las Cria­turas: "Alabado seas, Señor mío, por todas tus criaturas". Pero hay más, mucho más, y es quizás nuestro tiempo quien lo está descubriendo. El cosmos no es sólo un modo con que el Creador explica al hombre las cosas. Es además una realidad que lo contiene. N o temo decir que es una especie de Hostia que oculta bajo su velo de misterio a Dios mismo.

Dios es Inmanente, en su criatura, Dios es el Inmen­so, Dios está en todas partes —me había acostumbrado a pensar todo esto sólo en el catecismo.

Pero ahora lo siento de una manera mucho más pro­funda, mucho más radical.

Dios está en la naturaleza. Dios está en la materia: la materia con la presencia de Dios es divinizada, es viva. Ahora que conozco estas cosas ya no doy puntapiés a las piedras, como hacía cuando era niño; ahora que conozco estas cosas comprendo además a los orientales que no quieren hacer violencia nunca a la naturaleza y le tienen tanto respeto que la sienten divinizada.

Tal vez el desarrollo, el amor y el apego medieval a la trascendencia divina hizo olvidar que Dios es tam­bién Inmanente y que Dios está en todas partes. Esto creó en el pasado un pensamiento religioso occidental, que no tiene en cuenta, o casi no tiene en cuenta, las

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realidades naturales. N o ve ninguna unión entre Dios

y las plantas, entre Dios y los animales que están a mi

alrededor.

Nunca me olvidaré de un grupo de jóvenes de un colegio, de jira a lo largo de la vía férrea bajo el sol de mayo, que se divertía tirando piedras a los lagartos y arrojándolos al fuego riéndose. Estas cosas pertenecen a una época en la que un presunto amor a Dios no intuía ninguna unión con el amor a la naturaleza y creaba hombres que no veían ninguna dificultad, aunque fueran religiosos, en dedicarse al placer de la caza, no digo para proveer de una liebre o de un faisán la mesa familiar, sino únicamente por la sensación bestial de ver al animal estremecerse bajo el plomo del disparo.

Época ya sepultada aunque cercana a nosotros, muy cercana. Y aquí, permitídmelo, quiero decir una palabra sobre un gran profeta de nuestro tiempo o de su men­saje contemporáneo: Teilhard de Chardin. Este sacer­dote, este jesuíta, este investigador fue un gigante en anticipar los tiempos y en obligarnos a los cristianos a reanudar el diálogo con el cosmos de su realidad física y metafísica.

No podemos fácilmente dejar de hablar de él, tan poliédrico e impresionante en su pensamiento. Tiene razón la Iglesia al decir que hay que leerle con cautela y prudencia y algunos puntos de visión grandiosa y unitaria de las cosas parecen imprecisos y vagos.

Ciertamente no le escogería como profesor mío de teo­logía, pero siento que su función —por lo demás tran­seúnte, habiendo trabajado solo en un campo tan abis­mal que será superado y precisado por las generaciones futuras— es preciso para nosotros, en este paso de la visión a la que estábamos acostumbrados de un Dios. . .

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casi "mediterráneo", al Dios creador, rector y alma del Cosmos.

Teilhard nos ha hecho descubrir de nuevo, casi física mente, a un Dios presente en la materia y en la evolu­ción de ella. Y no me digáis que es un panteísta porque ve a Dios en las rocas y en el átomo. Toda su vida de sacerdote y de cristiano está ahí para decirnos, con obe­diencia a su vocación y a la Iglesia, cómo creyó hasta el fondo en la Trascendencia de Dios, en la Encarna­ción del Verbo, en la tragedia del pecado y de la muerte.

No, Teilhard, como Francisco, es un cantor del Cos­mos en sus nuevas dimensiones modernas. N o temo exa­gerar si afirmo que su Himno al Universo está a la altura y a la profundidad del Cantar a las Criaturas y tiene la misma fuerza mística. Es de otra época, de la nuestra. Y tal vez un estudiante de ingeniería o de química lo hará suyo con más alegría y no lo olvidará fácilmente. Escuchad:

"Bendita tú, materia desnuda, tierra árida, dura roca; tú que no cedes sino a la violencia y nos fuer­zas a trabajar si queremos procurarnos el pan.

Bendita tú, materia peligrosa, madre terrible; que nos devoras si no te encadenamos.

Bendita tú, materia universal, duración sin lími­tes, río sin orillas, triple abismo de estrellas, de átomos y de generaciones, tú que deshaciendo nues­tras estrechas medidas nos revelas las dimensiones mismas de Dios.

Bendita seas tú, Materia impenetrable, que ex­tendida por todas partes entre nuestras almas y el mundo de las ausencias, nos haces languidecer

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por el deseo de perforar el velo sin costuras de los fenómenos.

Bendita seas tú, Materia inmortal, que disolvién­dote un día en nosotros, nos introducirás forzosa­mente en el corazón mismo de lo que Es. Sin ti, sin tus junturas, sin tus desgarrones viviríamos iner­tes, pueriles, ignorantes de nosotros mismos y de Dios.

Tú que hieres y curas, tú que confortas y do­blegas, tú que arruinas y construyes, tú que enca­denas y liberas, linfa de nuestra alma, Manos de Dios, Carne de Cristo, Materia yo te bendigo.

Te bendigo, Materia, y te saludo no como te des­criben o te desfiguran los pontífices de la ciencia o los predicadores de la virtud, como un conjunto de fuerzas brutales o de bajos apetitos, sino tal como me apareces hoy en tu verdad total.

Te saludo, capacidad inexhausta de ser y de transformación.

Te saludo, poder universal de acoplamiento y de unión a través de la cual pasa la multitud de las nómadas convergiendo sobre el camino del Es­píritu.

Te saludo, fuente armoniosa de las almas, cristal límpido del que se sacará la Nueva Jerusalén.

Te saludo, "medio divino", cargado de poder creador, océano agitado por el Espíritu, arcilla ama­sada y animada por el Verbo Encarnado.

Creyendo obedecer a tu llamada irresistible los hombres se precipitan frecuentemente por tu amor al abismo exterior del placer egoísta: les engaña un espejismo. Ahora lo veo.

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Para cogerte, Materia, es preciso que, partiendo de un contacto universal con todo lo que se mueve aquí abajo, sintamos poco a poco desvanecerse en nuestras manos las diversas formas particulares de lo que tenemos hasta que nos mantengamos firme­mente agarrados a todo lo que es consistente y está unido.

Si queremos poseerte es preciso que te sublime­mos en el dolor después de haberte estrechado go­zosamente entre nuestros brazos.

Tú, Materia, reinas en las alturas serenas donde se imaginan evitarte los santos, carne tan transpa­rente y tan móvil que ya no te distinguimos del Espíritu.

Llévame allá arriba, Materia, por el esfuerzo, la separación y la muerte, llévame allá donde al fin será posible abrazar constantemente al Universo".

No te harás ídolos esculpidos

No hay duda: al leer la Biblia queda uno impresio­nado de la insistencia con que se habla del peligro de la idolatría, de la violencia con que se combate este pecado.

Todo el pensamiento que va madurando el Pueblo de Dios en marcha por el desierto es como un desarrollo armónico sobre la espiritualidad y trascendencia de Yavé. Dirá Moisés a su pueblo:

"Entonces Yavé os habló de en medio del fuego. Vosotros oíais el rumor de las palabras, pero 110 veíais figura alguna" (Dt. 4, 12).

"¡Atención con vosotros mismos! Puesto que el día en que os habló Yavé de en medio del fuego en el Horeb no visteis figura alguna, no vayáis a prevaricar haciéndoos imágenes talladas de cual­quier forma que sean: de hombre o de mujer, de animal que vive sobre la tierra o de ave que vuela en el cielo, de reptil que repta sobre el suelo o de pez que vive en las aguas subterráneas. Ni suceda tampoco que, alzando los ojos al cielo y viendo el sol, la luna y las estrellas y todos los astros del fir­mamento, te dejes seducir hasta postrarte ante ellos para rendirles adoración.. . Guardaos, pues, de ol­vidar la Alianza que Yavé vuestro Dios ha con­cluido con vosotros y no os hagáis esculturas o imágenes talladas de todo cuanto Yavé, tu Dios, te ha prohibido, porque Yavé, tu Dios, es fuego abrasador, Dios celoso" (Dt. 4, 15-24).

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Sí, el concepto, la fe en la Transcendencia de Dios es la base de todo el pensamiento bíblico y se comprende cómo ante el peligro de materializar la figura de Dios, el legislador toma sus precauciones.

"Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó fuera de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otro Dios frente a Mí.

"No harás escultura, ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo o aquí abajo en la tierra o en el agua bajo tierra. No te postrarás ante ella ni la servirás, porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad del padre en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen. Y hago misericordia hasta la milésima generación a aquellos que me aman y observan mis mandamientos" (Ex. 20, 2-6).

¿Me he preguntado con frecuencia dónde reside el peligro de la idolatría?

Si está en nosotros o fuera de nosotros, si es de los antiguos hebreos o nos toca también a nosotros que ya no queremos ser antiguos sino modernos. Pienso que el peligro está en nosotros y que el pecado de la idolatría es un pecado de todos los tiempos. El hombre del Anti­guo Testamento tenía la tentación de hacerse un idolito de madera, de marfil o de plata para colgarle de la silla de su camello y al hombre del Nuevo le gusta llevar una estampita en el bolsillo, y ponerla en el lugar, en el verdadero lugar de Dios.

Poco más o menos es lo mismo. El hombre quiere evi­tar el esfuerzo de pensar a Dios más allá del tiempo y del espacio, en su pura Transcendencia, en su Misterio —digno velo bajo el que se oculta su Incognoscibilidad adorable— y encuentra más cómodo prestarle un rostro

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barato, que sustituya su intocabilidad, por algo que se pueda tocar y que esté cerca y que sobre todo tenga mu­chos poderes taumatúrgicos para que nos cure cuando estemos enfermos, que nos enriquezca cuando seamos pobres.

Aquí —nótese bien— no estoy hablando mal del culto a los santos. Este culto es una cosa seria cuando forma parte y es una misma cosa con el otro culto que es su centro: el culto y la adoración de Dios.

No, cstov hablando de la fe que se puede tener no en un testigo de la Iglesia triunfante, en quien ya no se cree, sino en un trozo de madera al que se atribuyen po­deres mágicos, que constituyen el fondo de una religio­sidad post-cristiana.

En su origen eran objetos cristianos dignos de culto, ahora en mano de idólatras se han convertido en ídolos. ¡Cuántos ídolos hechos de medallas, de imágenes, de crucccitas! No temo decir que cuanto más decae en un pueblo de fe, la fe auténtica, fuerte, iluminada, viril, más aumentan las tiendas donde se venden santitos; cuanto la religiosidad es más superficial y se reduce más al miedo de ponerse enfermo o a la esperanza de que róeme la lotería, tanto más siente el hombre la necesi­dad de construir altares a sus propios ídolos.

He encontrado estos altares de la idolatría moderna por todas partes: hasta en la iglesia. ¡Imaginémonos fuera!

Me acuerdo de un hombre que decía que era ateo y no era capaz de terminar la jornada sin hacer la señal de ía cruz.

¡Cuántos camioneros he encontrado en el Sahara que vivían como si Dios no los viera y que tenían sobre su

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parabrisas, como amuleto, la imagen de santa Rita o de San Antonio!

Es la idolatría. ¡No es que el asunto sea muy claro! Por lo demás,

¿qué es claro en este misterio del corazón humano? ¿Qué poder habrá que atribuir a esa crucecita que pende del cuello como un adorno?

¿Es un recuerdo de la fe de sus padres o una especie de "tótem" que es bueno llevar? ¡Nunca se sabe! ¡Tal vez tenga un poder defensivo misterioso y oculto! ¡Es cierto que la idolatría y la superstición son todavía for­mas religiosas —no podemos negarlo—, aunque con fre­cuencia acompañan al hombre que ya no está iluminado por la fe. Últimos vestigios y residuos de un patrimonio consumido.

Pero donde la Biblia resulta sarcástica es en el es­fuerzo de hacer comprender al hombre que el ídolo es un ídolo, por lo mismo una nada, un impotente, un Dios que no ve, ni oye, ni anda, ni puede ayudar.

"Ellos (los ídolos) tienen una lengua pulida por un artífice, han sido dorados y plateados pero son simulacros falsos y no pueden hablar. Y como se hace con una mujer vanidosa, cogen oro y aderezan coronas sobre la cabeza de sus dioses. Adornan con vestidos, como se hace con los hombres, estos ído­los de plata y de oro y de madera. Vero no pueden salvarse de la errumbre y de los gusanos. Son en­vueltos en un vestido de púrpura, pero hay que limpiar sus ojos del polvo que se posa abundante­mente sobre ellos. Como el gobernador de una re­gión, el ídolo tiene cetro, pero no extermina al que le ha ofendido. Tiene un puñal o la segur en su

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diestra, pero no se libra de la guerra ni de los la­drones. Por esto es evidente que no son dioses: por tanto no los temáis.. .

Fueron comprados a cualquier precio estos ído­los en los cuales no hay espíritu, sin pies son lleva­dos a hombros; aun sus adoradores se avergüenzan de ellos, pues si cayeran en tierra ellos solos no podrían levantarse. Sus sacerdotes venden sus víc­timas y sacan provecho de ellas. Sus mujeres las ponen en sal para no dárselas a los pobres ni a los necesitados.

Conociendo, pues, que no son dioses, no los

temáis" (Bar. 6,7-14,24-28).

Esta necesidad de atribuir poder mágico a cosas y a lugares ha sido como una tentación del hombre siem­pre. Jesús, ante la mujer samaritana que encontró junto al pozo y que trató de defenderse arrastrándole a una diatriba religiosa, dice esta frase: "Llega la hora y ésta es en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad" (Jo. 4,23).

"Adorarás a Dios en espíritu y en verdad": este es el modo de purificar el alma de la tentación idolátrica, del peligro continuo de adorar valores humanos, de creer en lo que es caduco, y de dar importancia excesiva al poder y a la riqueza. "Adorarás a Dios en espíritu y verdad". He aquí la manera de escapar de ese bosque intrincado de la magia del espiritismo y salir de esa niebla indefinible de creencias misteriosas, de confianza en los amuletos, de poderes atribuidos a trozos de madera o a ú n . . . al agua bendita.

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Sí, no os escandalicéis, pero he visto en algunas re­giones donde la fe en Cristo no es más que un recuerdo v la vida sacramental ha desaparecido, pretender toda­vía del sacerdote que bendiga las casas con agua. . . ¡mucha agua!, como si en ese rito hubiera algo mágico, un preservativo para no caer enfermos, un medio para ahuyentar los espíritus o las fuerzas adversas. Es cierto que los jóvenes se libran cada vez más de estas formas y prefieren —según dicen ellos— el ateísmo. N o creo que vean claro en el problema.

Tal vez un elevado porcentaje de lo que los jóvenes llaman ateísmo no es más que la necesidad de liberarse de estas nieblas de la superstición y de liquidar una reli­giosidad de sus padres no demasiado convincente.

En el fondo, muchos están arrojando lejos sus ídolos del pasado o un modo de pensar a Dios en oposición con su evolución cultural.

Los modernos pueden tener muchos defectos y mise­rias, pero al menos tienen el mérito de querer ver claro y, en este problema, dado que la casa heredada de la abuela está repleta de una religiosidad basada en oleografías del mal gusto, prefieren amontonarlo todo en la bodega y dejar las paredes de su alma desnudas y limpias.

¿Paredes desnudas?

¡Dios lo quisiera! Sería la preparación más hermosa liara la futura edificación religiosa de su alma.

Pero. . ., quitando el cuadro de san Antonio o la oleo­grafía de la Sagrada Familia, después de un poco de tiempo veréis aparecer la foto en primer plano de los jugadores de su equipo idolatrado y más tarde una larga serie de ídolos modernos: estrellas del cine, bailarinas, cantantes, guitarristas.

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¡Pobres de nosotros! Es la idolatría que empieza de nuevo en otros planos, con otros discos, porque el alma, esta pobre alma que ha sido privada de su Dios, no pu-diendo estar sin El, se busca substitutivos aunque sean de cuarta categoría. Pero, ¡al menos éstos no hacen mi­lagros y es un hermoso testimonio de seriedad para el comercio que los ha producido!

En cuanto a los hombres maduros que ya no pueden jugar al balón ni bailar el twist y que, escandalizados, echan en cara a los jóvenes la poca seriedad de sus ído­los, ¿qué hacen?

¿Qué ponen en el lugar de san José expulsado de sus habitaciones?

La fotografía con dedicatoria de alguna persona ilus tre, influyente; los magnates de las recomendaciones, los que tienen el poder de patrocinar las promociones, los ascensos, los traslados soñados.

Y ante ellos, como ante los ídolos, se encienden las velas de la adulación y se quema el incienso de la ala­banza.

No hablamos de los rodeos para llegar hasta ellos ni de los actos de prostitución para ganarse su benevolen­cia: ¡son dignos del más hábil arlequín!

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TERCERA PARTE

Además de la familia y el trabajo, como palestras creadas por Dios con miras a nues­tro adiestramiento progresivo para su amor eterno, existe una actividad humano-divina in­sustituible y continua como la respiración y los latidos del corazón: la oración.

Con sus etapas progresivas que van desde la invocación infantil hasta la contemplación infusa, acompaña la maduración del alma y la guían hacia la cima de la unión con Dios.

En las siete meditaciones que siguen ha­blamos de este tema.

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La alabanza de Dios

Cuando el alma se abre al amor de Dios, la primera palabra que sale de su boca es una palabra de alabanza, un grito de exultación.

"Te amo, Dios mío, mi fortaleza, mi libertador, mi roca en la que me refugio" (Sal. 18, 2-3).

Es como una necesidad reprimida en lo profundo que ha encontrado su desahogo, su liberación:

"Alerta está mi corazón, oh Dios, mi corazón alerta,

voy a cantar, voy a tocar, ¡gloria mía, despierta! ¡Despertad, arpa, cítara, despertaré a la aurora!" (Sal. 108, 1-3).

Un venero de agua que ha recorrido los abismos de la tierra y que sale a la luz como manantial:

"Oh Dios, Tú eres mi Dios, te husco ansioso, tiene mi alma sed de Ti, en pos de Ti mi carne desfallece cual tierra seca, sedienta, sin agua" (Sal. 63, 2 ) .

La oración es ante todo una respuesta. Más tarde será también pregunta, muchas preguntas, pero en la raíz de todo hay una respuesta.

Y esto porque es Dios quien hace la primera pregunta. Si no fuera El el primero en hablar, nuestro hablar sería inútil.

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Si no saliera El de su aislamiento, nadie soñaría en responder. Sí, para amar se necesitan dos y el hombre es el elemento pasivo del amor.

Dios es el elemento activo, el primero. De hecho Jesús dirá: "Si el Padre no os trae, no po­

dréis venir a Mí". El Padre es el que empieza. Desde el silencio de su

Trascendencia avanza El hacia nosotros y nos llama por nuestro nombre.

El hombre responde.

Así empieza el coloquio de la oración.

Tomar conciencia de esta llamada suya, oír el eco

profundo de la demanda puesta en nosotros por El, en

el vacío de nuestra pobreza, significa disponerse a la

oración, entrar en la posibilidad de orar.

Y como decía, la primera respuesta es un "gracias". N o puede ser de otra manera. Forma parte constitutiva

de nuestro ser de criaturas, mientras que El es el Crea­dor. El que no entra en esta relación no está en la verdad v no puede "hacer" oración. Descubriendo que es cria­tura el hombre dice a su Creador:

"Señor, Tú fuiste nuestro refugio de generación en generación. Antes que nacieran los montes y se fabricara la tierra, por los siglos de los siglos, Tú eres Dios.

Porque mil años a tus ojos son como el día de ayer que pasó y una vigilia nocturna.

Reduces al hombre a su polvo y dices, volved hijos del hombre" (Sal. 20, 1-3).

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Y en otro lugar:

"¡Venid, cantemos gozosos al Señor, aclamemos a la roca de nuestra salvación; con la alabanza vayamos ante El, aclamémosle con cánticos. Porque es el Señor un Dios grande, un rey grande sobre todos los dioses; en sus manos están las honduras de la tierra, y suyas son las cimas de los montes; suyo es el mar, pues El mismo lo hizo, y la tierra que formaron sus manos" (Sal. 95, 1-5).

Y la respuesta a la pregunta. Ante un bien, sea grande o pequeño, la criatura que

abre los ojos y el corazón a la vida, responde con ala­banzas.

Es inexorable e irreversible. Decir ¡ah! ante una hermosa puesta de sol y mostrar

nuestra alegría a la vista de un niño que nace, es orar y la oración es un ¡ah! de admiración.

"Señor, Dios nuestro,

¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra! Tu esplendor se extiende sobre los cielos. De la boca de los niños y de los lactantes sacaste tu alabanza'.

Sí, quizás sin comprenderlo, has dicho la verdad, oh hombre: "De la boca de los niños y de los lactantes sa­caste tu alabanza".

Hay que ser precisamente niños y lactantes para saber orar o al menos hay que llegar a serlo. Los grandes son demasiado escépticos, demasiado "prácticos", demasiado "astutos" y permanecen en su silencio y cerrados a la ora­ción de alabanza.

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Pero quien es pequeño por naturaleza, o quien ha lle­gado a serlo por gracia, sabe alabar y cantar extasiado:

"Cuando veo tus cielos, hechura de tus manos, la Luna y las estrellas que pusiste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él

el mortal para que te preocupes? Apenas inferior a un dios le hiciste, lo adornaste de gloria y de esplendor; le diste el señorío de la obra de tus manos, bajo sus pies, todo lo pusiste: Ovejas y bueyes todos juntos, y hasta las bestias de la selva, y las aves del cielo y los peces del mar, cuanto surca las sendas de las aguas (Sal. 8, 4-9).

¡No es poco! Pero es la pequenez del hombre la que ha descubierto que es grande, que es el rey de la crea­ción, que es "casi un dios". Los "grandes", los "viejos", los "poderosos" no logran ver, comprender, cantar. De hecho no oran y ésta es la condena más dura que pueden tener. Es el estado más lamentable a que pueden verse reducidos.

¡Qué necesario es "hacerse pequeño" para aprender a

orar!

Qué necesario es sentirse débil para decir:

"Hasta el gorrión halló una casa, y para sí la golondrina un nido donde poner sus polluelos: Tus altares, Señor de los ejércitos, ¡oh mi rey y mi Dios! (Sal. 84,4).

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Y estar en la humildad, que es la verdad, pata poder repetir:

"Bendito sea el Señor, la Rosa mía, que mis manos adiestra para la batalla, mis dedos para el combate, mi gracia y mi fortín, mi ciudadela y mi libertador,

mi escudo y mi cobijo", Sal. 144, 1-2). Sí, la humildad es la verdad y la verdad es humildad.

Porque es cierto que el hombre es grande, "casi un Dios", pero hay que ser pequeño para comprenderlo. Porque es cierto que Dios es nuestro Dios y que lo que tenemos viene de El, pero es muy difícil creerlo para quien está lejos de la infancia espiritual. Lo había com­prendido muy bien Nuestra Señora y lo cantó precio­samente en su oración, que es y será para siempre, el modelo de toda oración de alabanza, la respuesta más exacta a todas las preguntas de Dios.

"Mi alma glorifica al Señor

y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humilde condición de su sierva. Porque desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho cosas grandes el Omnipotente. Es Santo su nombre. Su misericordia va de generación en generación para los que lo temen. Ha empleado la fuerza de su brazo; ha confundido a los engreídos en el pensamiento de sus corazones. Ha derribado a los poderosos de sus tronos

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y ha levantado a los humildes. Ha colmado de bienes a los hambrientos y ha enviado a los ricos con las manos vacías. Ha recibido a su siervo Israel", acordándose de su misericordia, como había dicho a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia para siempre" (Le. 1, 46-54).

Era la respuesta a la pregunta eterna de la Encarna­ción de Dios en el hombre.

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La invocación

La oración no es sólo una respuesta sino que, además, frecuentemente, muy frecuentemente, es una demanda.

"Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad, mi alma a Ti se acoge; a la sombra de tus alas me cobijo" (Sal. 57,2).

No hay que andar mucho en la vida para aprender a llamar, a gritar y pedir. ¡Es tan delicado, tan pequeño y tan débil el hombre sobre la Tierra! ¡Es tan frágil su estabilidad que basta una monada para destruirla!

"/ Sálvame, oh Dios, porque las aguas me suben hasta el cuello! Me hundo en el fangal sin fondo, sin que nada me tenga; he llegado hasta el fondo de las aguas y me cubren las olas (S«Z. 69, 2-4).

Así nace la gran oración, la oración de impetración tan grande y tan constante que para muchos es sinó­nima de oración. Para muchos, orar, significa pedir, hasta el punto de no saber ya si existe otra forma de hablar con Dios.

"Estoy extenuado de gritar, arde mi garganta, mis ojos se han sumido de esperar a mi Dios.

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Oh Dios, Tú sabes mi locura,

no se te ocultan mis delitos" (Sal. 69, 4-6).

Y en otro lugar:

"Porque mi alma está saturada de males,

y mi vida está al borde del infierno" (Sal. 88,4). "Desde lo más profundo clamo hacia Ti, Señor: ¡Oh Señor, escucha mi clamor! ¡Estén atentos tus oídos al grito de mi súplica! Si guardas memoria de las culpas, Señor, ¿Quién podrá persistir?" (Sal. 130, 1-3).

Cuando la angustia es grande se tiene la impresión de que Dios mismo se ha puesto en contra para abatir el alma.

"Señor, no me castigues en tu cólera, en tu furor no me corrijas. Ten piedad, Señor, que desfallezco, sáname que mis huesos se dislocan" (Sal. 6, 2 ) .

Y en Job:

"Me han plasmado tus manos, me han formado ¡y ahora, en un arrebato, me quieres destruir" (Job. 10,8). 'Tesa sobre mí tu indignación, con todas tus olas me aplastas (Sal. 88,8).

En el alma se ha abierto camino la conciencia del pecado y se ha turbado en sus raíces más profundas la relación con Dios.

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Para quien ama, el pecado es una traición al Amigo, un adulterio contra el Esposo, un abandono del Padre, y Dios es este Amigo, este Esposo, este Padre.

Cuando el alma toma conciencia de la cosa horrible que ha hecho no puede menos de gritar y llorar.

"Tenme piedad, oh Dios, por tu clemencia,

por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. ¡Oh, lávame más y más de mi pecado y de mi falta purifícame!. . . Mira que en culpa yo nací, en pecado me concibió mi madre... Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, un espíritu firme en mi pecho renueva; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu" (Sal. 51, 1-13).

Pienso que podemos prorrumpir en este grito del "Miserere" todos 'os días de nuestra vida y aún no bas­tará. Sí, aún no bastará y muchos de nosotros, que no hayamos sabido madurar el amor perfecto en esta vida, tendremos que continuar madurándolo durante mucho tiempo aún en el purgatorio.

No imagino un purgatorio de llamas; me basta pensar un lugar como mi celda cuando estoy solo, o una landa árida del desierto donde me encontré pensando solo, solo con Dios.

La caridad se convierte en la llama que abrasa las fibras del alma; el recuerdo de lo que fue nuestra pobre vida frente a lo que habría podido ser basta para infun­dir en nuestro espíritu el deseo de penitencia; la visión de este amor a Dios traicionado, mofado, despreciado, vendido, pospuesto, bastará para hundir la punta de la

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espada del dolor en el centro de nuestro ser y hacerlo desfallecer.

Estoy aprendiendo de memoria el salmo 88, que me parece que es la oración del purgatorio, entre otras cosas, también porque tiene alguna expresión que, para ser verdadera y auténtica en mi alma, tiene necesidad del paso a la noche del espíritu.

"Señor, Dios mío, a Ti clamo de día, de noche me lamento ante Ti; llegue ante Ti mi oración, inclina tu oído a mi clamor.

Porque mi alma está saturada de males, y mi vida está al loor de del infierno. Contado ya como los hundidos en la fosa, soy como un hombre acabado. Está mi lecho entre los muertos, igual que los matados que yacen en la tumba,

aquellos de los que no te acuerdas más, que están dejados de tu mano.

Me has tirado en la josa profunda, en las tinieblas, en el abismo; pesa sobre mí tu indignación, con todas tus olas me aplastas. Has alejado de mí a mis compañeros, en horror para ellos me trocaste;

cerrado estoy sin salida. ..

Mis ojos de miseria consumidos,

yo te llamo, Señor, incesantemente, tiendo mis -manos hacia Ti. ¿Haces por los muertos maravillas? ¿O las sombras se alzarán a alabarte?

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¿Se habla en la tumba de tu misericordia, de tu fidelidad en el infierno? ¿Sóbense en las tinieblas tus portentos, tu gracia en la tierra del olvido? Mas yo grito hacia Ti, de mañana llega a Ti mi oración; ¿por qué mi alma rechazas,

lejos de mí tu rostro ocultas? Desdichado y moribundo estoy desde mi infancia he soportado tus terrores y ya no puedo más. Han pasado tus iras sobre mí, y tus espantos me han aniquilado. Me envuelven como el agua sin cesar, se aprietan contra mí todos a una. Ahuyentas Tú a mis deudos y amigos, mi compañía es la tiniebla" (Sal. 88) .

Así pienso mi purgatorio si no he sabido, durante mi vida terrena, vivir plenamente el amor, y esto es lo que temo.

Porque en el fondo, ¿quién es digno del infierno y quién merece el paraíso? ¿No es quizás nuestra vida la mediocridad creada y fijada como sistema? ¿No pertene­cemos al ejército de los tibios, es decir, de los que tienen miedo a los excesos?

¿Y no fue Cristo condenado a muerte en un clima de tibieza? En el Calvario y ante el pretorio, sí excep­tuamos a unos pocos decididos, ¿no fue la multitud una multitud de gente mediocre? ¿No fue Jesús condenado en el ridículo?

El tomaba las cosas en serio. Pero, ¿los demás tomaban las cosas en serio? ¿Se interesaban verdaderamente de El? ¿No mezclaron quizás el hosanna con el crucificarle?

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Sí, el Amor fue condenado en el ridículo, en la dis­tracción, en el "qué me importa eso", en el áurea medio­cridad que invade la tierra y la hunde en la náusea y el hastío.

Por esto los santos son pocos.

Nuestro destino pues, es el purgatorio y largo, bas­tante largo, donde tendremos tiempo para comprender, a costa nuestra, que, para quien amaba como Dios sabe amar, es insoportable nuestra vida de superficiales, de distraídos, de tibios.

Y sobre su puerta veremos escrito el grito del Apo­calipsis: "Ojalá fueses frío o caliente. Pero porque eres tibio y no eres frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca" (Ap. 3, 15).

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La confianza como oración

Una de las batallas más duras de la vida espiritual, más aún, la batalla por excelencia, es la que se libra para ver a Dios en nuestros pequeños acontecimientos humanos. ¡Cuántas veces tenemos que renovar nuestro acto de fe! Primero somos llevados a vernos sólo a nos­otros, a creer sólo en nosotros, a apreciarnos sólo a nos­otros. Después lentamente advertimos que el hilo de nuestra vida tiene una lógica, una unidad misteriosa y somos llevados a pensar que en las etapas fundamen­tales de ella nos encontramos con Dios. Luego, mien­tras nuestra experiencia religiosa crece, advertimos que nos encontramos con Dios no sólo en las grandes etapas, sino en todas, aun en las pequeñas, en las pequeñísimas; en una palabra, siempre.

Dios no está nunca ausente de nuestra vida, no puede estarlo: "en El estamos y nos movemos". Pero ¡qué es­fuerzos para reducir a hábito esta verdad!

Cuántos actos de fe para aprender a navegar por el mar de Dios a ojos cerrados y con la convicción de que si nos hundimos, nos hundimos en El, en el divino eterno Presente. Dichoso el que aprende a vivir esta navegación "en Dios" y que sabe permanecer sereno aun ruando arrecia la tempestad.

"Oh Señor, Tú mi roca y fortaleza,

mi refugio, mi Dios; Tú mi Roca, a quien me acojo" (Sal. 1,2).

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"Olas de muerte me envolvían, me espantaban los torrentes del Averno, los lazos del Seol me retenían, ante mí las trampas de la muerte. Clamé al Señor en mi angustia,

hacia mi Dios alcé mi grito; y El esuchó mi voz desde su templo, llegó mi grito a sus oídos.

Y estremecióse la tierra y vaciló, retemblaron las bases de los montes, se estremecieron bajo su furor... Alargó de lo alto la mano y recogióme, me recobró de las enormes aguas.

Me liberó del rival poderoso, de enemigos más potentes que yo" (Sal. 18, 5-17).

David conoció esta dramática navegación y su alma joven pareció divertirse en el combate contra el poderoso Goliat armado únicamente de su debilidad (Sam. 17).

¡Qué maravilloso es ese cuadro en el que el joven vence con cinco piedras al gigante! Pero el joven vive en su Dios y sabe que pone su confianza en Dios y por tanto en el Invencible. Y lo imposible resulta posible y Goliat es abatido y a este recuerdo David cantará du­rante toda su vida.

"El Señor es mi pastor, nada me falta; por prados de fresca hierba me apacienta; hacia las aguas del remanso me conduce, y recrea mi alma" (Sal. 23, 2s).

Y lo cantará aun cuando ya no sea un joven y la marcha se haga más dura y la fe más oscura.

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Sí, porque cuanto más se avanza, más peligro hay de "no ser ya niños". Y la fe, la gran fe, tiene necesidad de la infancia espiritual. Aquí está el peligro para nues­tra fe y la dificultad consiguiente de tener confianza en Dios. Nos hacemos hombres, nos hacemos "grandes", y nuestro razonamiento enfermo destruye lo mejor de nues­tra dependencia de Dios. Vuelve una y otra vez la ame­naza de Jesús: "Si no os convertís y no os hacéis como niños. . . no entraréis". Hay que hacerse pequeños, pe­queños, mientras la vida nos obliga a hacernos adultos.

El espíritu marcha en sentido inverso a la naturaleza y la obra maestra del hombre de fe es el adulto que se ha hecho pequeño, el anciano que se ha hecho un niño, la serpiente que se ha hecho paloma.

Y cuando este viejo gastado por la experiencia humana y por todo el conocimiento de lo cognoscible, vuelto as­tuto por los años y más aún por el "reptil" que se esconde en él, logra tener ojos de paloma y pensamiento de niño cantará con David pensando en su Dios.

"Tú que moras a cobijo del Altísimo y te alojas a la sombra del Omnipotente, di al Señor: "¡Mi refugio y fortín, mi Dios, en quien confío! Pues El te librará de la red del cazador, de la peste mortal; te protegerá con sus alas, refugio hallarás en su plumaje. No temerás los miedos de la noche, ni la saeta que de día vuela, ni la peste que marcha en las tinieblas, ni el azote que asóla al mediodía. . .

No ha de alcanzarte la desgracia, ni la plaga rondara tu tienda.

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Pues El sobre ti dio orden a sus ángeles de protegerte en todos tus caminos. En sus manos te transportarán, para que en piedra no tropiece tu pie; andarás sobre áspid y la víbora,

hollarás al león y al dragón. Pues él se abraza a mí, yo he de ampararle; le exaltaré, pues conoce mi nombre. Me llamará y yo responderé; en la desgracia yo estaré a su lado;

le libraré y le glorificaré. Hartura le daré de largos días, y le haré contemplar mi salvación" (Sal. 91) .

¡Qué sed de estas palabras! ¡Qué deseo hay en mí de vivir una vida al fin dominada por la confianza en Dios!

¡Poder permanecer serenos en la prueba! N o temer ya los temores nocturnos ni la peste que siembra la devastación en el mediodía de la vida.

Todo esto no es fácil y se nos ha dado toda la vida para conseguir esta victoria, esta paz. Nuestro empeño es viril, es construir ladrillo sobre ladrillo el edificio de nuestra religiosidad, es un abrirse paso a paso al don de la fe que depende solo de Dios, a través de continuos "actos de fe" que dependen de nosotros y de nuestro empeño. Como en todo lo demás Dios quiere nuestra colaboración. El nos da la barca y los remos, pero nos pide que rememos y que remando nos hagamos más capaces de navegar. Los dones sucesivos dependen del emneño presente como la fuerza del atleta depende de su entrenamiento.

David fue más fuerte en la fe después de haber acon­tado el desafío de Goliat, como Josué estuvo más unido

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con Dios después de haber atacado a Jericó sin armas poderosas.

Judit fue más amada de Dios después de haber acep­tado en la fe entrar en la tienda de Holofernes, como José fue "más justo" después de haber dicho "sí" al ángel que le aconsejaba tomar a María por esposa.

Los actos de fe nos acostumbran a vivir en la con­fianza en Dios; la confianza engendra la confianza hasta la intimidad más absoluta, la unidad más perfecta.

"No se infla, Señor, mi corazón, ni mis ojos se engríen. No voy buscando cosas grandes, que me vienen anchas. No; en silencio y en paz guardo mi alma como un niño en el regazo de su madre"

(Sal. 131, Is).

Este es el punto más alto de la vida religiosa sobre la tierra: reducir el alma propia como niño en el seno de su madre.

Este dormir del pequeño en los brazos seguros de su amor, junto a la fuente misma de su ser, bajo la mirada segura de quien le ha querido "vivo" y que le ha pen­sado antes de que existiera, es realmente la imagen más completa de la relación entre el hombre y Dios, es el ejemplo más válido de la confianza sobre la que se apoya la paz de cada uno de nosotros que vivimos en el misterio de Dios.

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Oraoión y vida

A todos nos ha sucedido entrar en la sacristía de un santuario cualquiera y ver a un sacerdote inclinado sobre su breviario.

Imagínémonos que es viernes y que el hombre pia­doso está rezando "Laudes", el Salmo 142:

"Señor, escucha mi oración presta oídos a mis súplicas".

Ai oír pasos levanta la vista y al ver al cliente pre­gunta: ¿Qué desea?

Mientras espera la respuesta trata de añadir un ver­sículo a los que ya ha rezado:

"¡No entres en juicio con tu siervo, pues no es justo ante Ti ningún viviente".

Quisiera que me dijeran una Misa. "Acosa mi alma el enemigo, mi vida arrastra por el suelo; me hace morar en las tinieblas".

El viernes próximo a las ocho, ¿de acuerdo? "Y el soplo de mí se apaga, en mi interior está mi corazón pasmado".

¿Cuánto le debo? "En mi interior está mi corazón pasmado".

Cinco dólares. "Hacia Ti mis manos tiendo".

Aquí tiene la vuelta. "Mi alma, como una tierra que tiene sed de Ti".

¡Adiós!

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Por desgracia no es una broma; es sencillamente la manera en que cada uno de nosotros trata con demasiada frecuencia la oración.

El que esté sin pecado en este punto que levante la mano y dé gracias a Dios porque, al fin, ha pasado a un estadio nuevo de la oración nada fácil. Porque tenía razón Manzoni al decir que el corazón humano es un barullo.

Y que el barullo continúa hasta en las cosas más se­rías, es decir, cuando hablamos con Dios.

¡Qué difícil es poner un poco de orden dentro de nosotros, qué difícil salir del formalismo de la oración y transformarla en espíritu unificador, en vida. Dema­siadas veces y durante demasiado tiempo las dos cosas, la oración y la vida, corren una detrás de otra como dos niños que juegan, se cruzan como dos extraños en la calle, conviven como dos vecinos que no se saludan, se vejan como una suegra y una nuera, se entristecen como dos esposos que ya no se aman y que todavía se soportan por falta de valor para separarse del todo.

¡Y peor aún! Porque se puede llegar a hacer de modo que la oración conviva con la vida como dos presos en la misma celda, o peor aún, como dos cadáveres en la misma tumba.

¡Somos tan buenos!

¡Y tan acostumbrados y deseosos de engañarnos! ¿No se puede quizás ir a la Misa con el odio al hermano en el corazón?

¿Y no se puede llegar a robar las ofrendas hechas al

altar?

Todo es posible al hombre cuando camina en una di­

rección equivocada.

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Y cuando Dios se harte de esta doblez nos dirá cosas terribles con Jeremías y más aún con el profeta Mala-quías:

"Maldeciré vuestras bendiciones. . ., os echaré estiércol a la cabeza, el estiércol de vuestras solem­nidades y os aventaré con él" (Mal . 2, 1-4).

Pero no era de esto que quería hablar: es dema­siado evidente.

En cambio quería hablar de las dificultades de unir la oración con la vida aun cuando se marcha en buena dirección.

Quería apuntar a la necesidad de hacer de modo que los actos religiosos no agobien nuestras jornadas ya pe­sadas, ni el soplo interior sea ahogado por fórmulas in­terminables o por gestos de una piedad que ya no habla al corazón y a la inteligencia, ni la acción elimine la contemplación, ni la contemplación mal entendida nos vuelva ciudadanos extraños, intratables y antipáticos.

Empecemos diciendo una cosa clara y sencilla. Si el rezo del oficio divino me es imposible por las demasiadas obligaciones de caridad, me hago dispensar o me dis­penso. No es serio recitarlo escuchando la Misa o coci­nando: sería una mezcolanza. Sería continuar pensando y hacer pensar la oración como "obligación jurídica", como una especie de tributo que hay que pagar en la jornada. Si lo rezo, lo rezaré bien, en paz, de modo que sirva para mi vida, que me alimente de modo inteligente y equilibrado y sobre todo que no me agobie.

Ciertamente no era una cosa rara en la Iglesia precon-ciliar, escuchar a un sacerdote entonar a las once de

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la noche el "iam lucís orto sidere". Lo que podía servir para desarrollar el sentido del deber del hombre de man­tenerse fiel a sus obligaciones, pero ciertamente contri­buía a crear, como se ha creado, una desconfianza en la oración como vida. Por fortuna el Concilio ha dado nue­vas orientaciones y, aunque se requiera paciencia y valor para aplicar el espíritu y la letra, los tiempos nuevos nos ayudarán a salir de un formalismo que amenazó seria­mente a la cristiandad.

El "age quod agis" no hay que aplicarlo sólo a un trabajo humano cualquiera, hay que aplicarlo en primer lugar al deber más serio de la jornada, al esfuerzo más radical de la vida; la oración "haz lo que haces", "reza lo que rezas", debe convertirse en una realidad viva si no quiero ayudar con actos externos a complicar la ya complicada vida interior.

¿Siento la necesidad o el deber de ir a Misa? Sigo la Misa con precisión y empeño. ¿Escucho la palabra de Dios proclamada desde el altar? Cierro el libro que tengo entre mis manos y escucho atentamente.

¿Quiero hacer meditación? Me cierro en mi habitación donde hay silencio. Y sobre todo, no me pongo a es­cuchar otra Misa con la intención de matar dos pájaros de un tiro, cosa muy común entre las personas piado­sas. . . y chapuceras. Etc., etc.

Pero hay una cosa aún más importante que debemos conseguir en nuestra vida para eliminar, o al menos re­ducir, las incompatibilidades que desgarran e impiden ser "uno" v un "uno vital y fuerte".

Debemos eliminar, o al menos reducir, las contradiccio­nes entre acción y contemplación, entre apostolado y oración, entre actividad externa y actividad interior.

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entre el dedicarnos a nosotros y el dedicarnos a los de­más ¿Cómo conseguirlo?

Se oye decir: "tengo demasiadas ocupaciones, ya no puedo orar",

Y también: "cómo voy a orar luchando con cinco niños desde la mañana a la noche?"

O también: ¿cómo puedo dedicarme a la oración con ocho horas de oficina y con la casa que arreglar?"

Estas expresiones denuncian una cosa muy grave: la desvalorización fundamental de la actividad humana.

Se diría que en la vida del hombre el trabajo, los de­beres familiares, sociales y profesionales son cosas com­pletamente extrañas a la oración y a la actividad del alma.

Y es tan cierto lo que estoy diciendo que las inter­venciones de las personas piadosas agravan la confusión y la desvalorizacíón de las actividades humanas.

Dicen: "Ofrece por la mañana tu trabajo, tu fatiga y así ésta se convertirá en oración". O también haz de esta manera: "De vez en cuando recógese en orac ión . . . , etc., etc." ¡Como si fuera absolutamente necesario salir del trabajo para estar unidos con Dios o distraernos de nuestro deber de hombres para. . . cumplir con el deber de cristianos!

Todo esto es confuso y denuncia una época carente de teología sobre el laicado.

Más aún, es la expresión de una piedad "desencarna­da" o como suspendida entre el cielo y la tierra. •

El trabajo, el estudio, el arreglo de la casa, el cuidado de los hijos ¡son cosas importantes, terriblemente impor­tantes!

Más aún: son cosas santas en sí porque son valores humanos queridos por Dios al que debo dedicarme con todas mis fuerzas y con todo mi pensamiento.

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Es cierto que no quita nada a mi trabajo hacer además una señal de la cruz, no quita nada a mi jornada ofre­cerla por la mañana en la oración.. . ¡ todo lo contrario! Pero ante todo debo comprender y creer que mi trabajo tiene un valor enorme, que mi deber de hombre, cum­plido a fondo, es una cosa santa porque lo quiere Dios y cumplo en obediencia su Ley de Creador. Y sí Dios per­mite que después de mi trabajo, de mi fatiga, me quede algo de tiempo libre, me consagro "gratis", un poco, a la contemplación, en provecho del equilibrio de mi vida.

También se oye decir: "tengo demasiadas obligaciones de apostolado, no puedo orar".

Aquí la contradicción es de tal evidencia que sólo el término empleado por Manzoni para definir nuestro pobre corazón es adecuado a la realidad: "barullo".

¿Cómo es posible que se opongan entre sí dos maneras de expresar el amor a la misma Persona?

Si es cierto que la oración es amor a Dios, ¿cómo puede ser excluido por otro amor a Dios que es hacer apostolado? ¿Tal vez el primer mandamiento se opone al segundo que es, sin embargo, semejante al primero? ¿Es que la caridad que nos empuja hacia el prójimo no nos empuja al mismo tiempo hacia Dios?

O entonces, lo que llamo apostolado no es amor al prójimo sino agitación, activismo, búsqueda de sí mismo, amor de evasión y, Dios no lo quiera, "herejía de la acción" como la definió el Abate Chautard.

En ese caso no se debe decir: "Tengo demasiadas obligaciones de apostolado, no puedo orar", sino más bien: "Me estoy engañando haciendo cosas que llamo apostolado pero en realidad estoy perdiendo mi tiempo buscándome a mí mismo en el contacto con mi prójimo v ya no tengo tiempo para estar con Dios".

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Dios es demasiado sencillo en sus relaciones con nos-otros y no puede ponernos constantemente en contradic­ción mientras tratamos de ir a El.

Pero. . . pero hay que querer verdaderamente ir a El y este deseo fundamental es lo que unifica todo en la multiplicidad de nuestras acciones.

Querer ir a El, buscarle a El solo, su voluntad, su amor. Querer ir a El con todo nuestro ser cual salió de sus ma­nos y cual ha quedado por nuestros pecados.

Querer ir a El con nuestro espíritu y con nuestro cuerpo, con nuestra fatiga diaria y con la gracia que nos ha sido dada, con nuestros hermanos que luchan con nosotros y con la aspiración de todo el cosmos. Y en este "querer ir a El" son ciertas dos cosas. La primera es que en las oposiciones y en las dudas hay cjue considerar a la caridad como la regla suprema. Y la segunda, que debemos tener presente, que mientras estemos en esta tierra el vínculo que nos une a Dios está hecho del de­seo de llegar a la unión con El y, aun siendo imperfecto ese deseo, es el substrato básico y vital de nuestra vida religiosa.

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La oración como sacrificio

Se lia dicho: "encontrarás pueblos sin ciudades, en­contrarás ciudades sin murallas, encontrarás hombres sin arte, pero no encontrarás pueblos ni ciudades ni hombres sin sacrificio". El sacrificio como forma de oración, como expresión de religiosidad, nació con el hombre y morirá con el hombre.

Desde las formas primitivas de los animistas, a las organizadas del Judaismo. Desde el sacrificio del carnero de todo buen musulmán a los de los hindúes v de los sintoístas en Oriente, existe en forma unívoca, un testi­monio universal de esta manera de orar. Diría que si llegáramos a un planeta y encontráramos hombres, los encontraríamos aplicados a construirse un altar y a sacri­ficar sobre él alguna víctima.

Los elementos constitutivos del sacrificio: la asamblea, el altar, el sacerdote, la víctima, están dentro de nosotros como dentro de nosotros existe la sangre, el corazón, los pulmones. El hombre sobre la tierra ha expresado su sujección a Dios ofreciendo sobre los altares dones de sus rebaños, primicias de sus cosechas, impulsado por la necesidad ineludible de expresar, con el "lenguaje del regalo", su amor a Dios.

La Biblia nos presenta la casuística más completa sobre el sacrificio y basta leer el Levítico para darnos cuenta de ello.

"Citando recojas el trigo. . . cuando esquiles tus ove-

jas. . .

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Si tuviera que representar en un cuadro las formas religiosas de los antiguos, no dudaría en pintar una asam­blea de hombres reunidos alrededor de un altar en e] momento en que uno de ellos —el sacerdote— ofrece un sacrificio.

Pero ¿por qué la víctima? ¿Por qué la sangre? ¿No bastaba ofrecer hostias pacíficas como durante la esta­ción de las recolecciones?

Sí, es que, como fue universal el testimonio de sumi­sión a Dios Creador con el ofrecimiento de trigo, de miel, de lana o de un cirio, así también fue universal en todos los pueblos la búsqueda de la sangre como ele­mento de la oblación.

¿Por qué?

El hombre sintió que algo se había roto, que se había roto el equilibrio, que la hostia pacífica era suficiente en ciertos momentos de paz, de pausa, de sonrisa, pero en otros era insuficiente y ya no expresaba el estado interior del alma. Los teólogos hablarán de pecado ori­ginal, San Agustín hablará de desorden; el hecho es que el hombre ha advertido que es piecador y ha tomado conciencia cada vez más que. . . hay que pagar y de que el pecado se paga con sangre. Es característica en el alma religiosa de los pueblos esta sed de la víctima, esta necesidad de poner la sangre y llenar el abismo abierto entre el hombre y Dios por el pecado.

Señor —parece que quiere decir la humanidad—, so­mos unos canallas, hemos violentado, matado, robado, traicionado. N o merecemos tu perdón. . . Pero mira esta víctima inocente que muere sobre el altar y. . . por su sangre perdónanos. ¡Hasta se llegó —por una equivoca-

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ción, pues Dios lo había prohibido —a sacrificar sobre los altares a niños, a vírgenes inocentes!

Se diría que se quería forzar la mano de la justicia: ¡Oh Dios mira! Los Hebreos sacrificaron sobre los alta­res millones de víctimas; derramaron un río de sangre para apagar la tremenda sed de justicia que ardía en el hombre pecador. Cuando se inauguró el Templo de Je-rusalén, Salomón ofreció al Señor 22.000 bueyes y 120.000 ovejas ( i R e . 8, 63) y esto dice el clima religioso de los pueblos antiguos.

Pero el hecho más característico del pasado, la síntesis más hermosa del concepto de sacrificio que debía quedar como imagen y símbolo de "lo que sucedería", fue sin duda ninguna la Pascua de los Hebreos.

"Provéase todo cabeza de familia de un cordero. . . todo Israel lo inmolará entre dos luces. Luego tu­viese de la sangre y úntese los postes y el dintel de las casas en que se ha de comer. Se comerá la carne esa misma noche; se la comerá asada al fue­go. . . Lo habréis de comer asi: Ceñidos los lomos, calzados los pies, báculo en mano, dispuestos para partir porque aquella será la noche del paso" (Ex. 12, 3ss).

Y así se hizo.

Y los hebreos, en recuerdo del "paso", celebraban to­dos los años la Pascua con el sacrificio del cordero. Era el último símbolo luminoso de lo que debía suceder: del verdadero "paso" definitivo y radical: "La Pascua de la nueva alianza".

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Naturalmente, todos los sacrificios antiguos no eran más que símbolos. Símbolos de una realidad aún no ma­dura, pródromos de una historia que estaba para reali­zarse. Vendrá Jesús, el Cristo. Como hebreo, hijo de su pueblo, comerá la Pascua todos los años, de pie, con hierbas amargas, en recuerdo de la salida de Egipto y del paso clcl Mar Rojo.

La comerá con María y José de pequeño, Ja comerá con parientes y amigos en el corto desgranarse de sus treinta y tres años, hasta que la coma por última vez con sus discípulos en el Cenáculo de Jerusalén.

Aquella tarde dijo: "He deseado vivamente comer esta Pascua con vosotros antes de que yo padezca" (Le. 22.15).

Pero ya no era la Pascua v ie ja . . . el símbolo iba a terminar. . . iba a entrar en la historia la realidad del único, verdadero y auténtico sacrificio. De hecho. . .

"Durante la cena Jesús tomó un pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: "To­mad y comed. Este es mi cuerpo", y tornando un cáliz dio gracias y se lo dio diciendo: "Bebed todos de él, que ésta es mi sangre del nuevo testamento, que será derramada por muchos, para remisión de los pecados" (Mt . 26, 26-28).

En aquel momento Jesús, sobre el altar del mundo entero, mientras toda la humanidad estará en potencia a su alrededor, se ofrecerá a sí mismo como víctima ino­cente al Padre, pagará por todos y cerrará definitiva­mente el pasado. Aquel sacrificio que tuvo su ofertorio en la última cena, que se consumó el día después sobre el Calvario y que se repetirá en cada Misa de la historia, será el único sacrificio grande y válido del que los sacri­ficios antiguos fueron símbolos y las Misas futuras son "memoriales".

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En un eterno presente Jesús, que en la Encarnación se había hecho solidario de la humanidad entera, asu­miendo el papel de Sacerdote Eterno, se ofrecerá a sí mis­mo como víctima cruenta sobre el Calvario, convertido en altar del mundo. Este sacrificio, preconizado en la Pascua de la antigua ley como recuerdo de un paso de la esclavitud de Egipto y la libertad de la Tierra Pro­metida, convertido en realidad en la oblación realizada por el Cordero de Dios en la Ultima Cena y sobre el Calvario, marcado por el Padre con la Resurrección y Ascensión de Jesús al Cielo y renovado en cada Misa hasta el fin de los tiempos por virtud y voluntad de Cristo que pensó y quiso todas las consagraciones en su expre­sión "haced esto en memoria mía": es hoy el único y eterno sacrificio aceptable a Dios.

N o hay ningún canto, ninguna poesía que exprese tan bien estas realidades divinas como el Exultel del sá­bado santo:

"Estas son las fiestas de Pascua, en las que se inmola el verdadero Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles.

Esta es la noche en que sacaste de Egipto a los israe­litas, nuestros padres, y los hiciste pasar a pie el Mar Pojo.

Esta es la noche en que la columna de fuego escla­reció las tinieblas del pecado.

Esta es la noche que a todos los que creen en Cristo, por toda la tierra, los arranca de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, los restituye a la gracia y los agrega a los santos.

Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos ser­viría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?

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¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nos­otros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó del abismo. Esta es la noche de que estaba escrito: "Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo".

Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes".

La oblación de Jesús en el Cenáculo como Pascua nueva, la consumación de su sacrificio sobre el Calvario y su Resurreción como respuesta del Padre al amor del Hijo forman un todo indivisible; la gran realidad del cristianismo, el Pacto de la nueva alianza, la aurora do la nueva creación, el centro del universo religioso, la síntesis más inefable de nuestra fe, de nuestra espe­ranza v de nuestra caridad.

Cuando nos reunimos con la comunidad de los cre­yentes para la Santa Misa celebramos la muerte y la resurrección del Señor hasta que vuelva sobre la tierra.

La reunión litúrgica de la Misa es el acto religioso por excelencia, el recuerdo viviente de la Pascua, la po­sibilidad para nosotros de realizar el "paso" de la muerte a la vida, del "pecado a la gracia".

Cuando Cristo nos toca con el Sacramento, nos baña con su sangre, entramos en la plenitud de Dios, nos

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colocamos bajo la mirada del perdón del Padre, entramos en la esfera de amor del Espíritu Santo y se crea en nosotros el principio vital de la resurrección de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu.

Tomando parte viva de la "Cena del Señor" hacemos nuestra la voluntad de Jesús de reunir a toda la huma­nidad alrededor de la Mesa del Padre edificando su Cuerpo Místico que alcanzará su dimensión final des­pués de la última Misa celebrada sobre la tierra cuando se rasgue el velo de nuestra fe y los Redimidos sean admitidos al Banquete eterno del Cielo.

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La revelación de Dios

El camino de la oración es largo, tan largo como la vida del hombre, ni más ni menos. Unas veces es un sendero ameno entre prados, otras un camino tranquilo, campero sin obstáculos, en el que podemos abandonar­nos a consideraciones llenas de paz, otras un camino de herradura, áspero, que sube tortuoso hacia los montes, otras, en fin, un itinerario entre las desnudas rocas de las cimas. A veces es como una gran calle de una ciudad llena de ruido y de distracción y a veces sigue el curso de las aguas que corren bajo la calle por canales subte­rráneos que van a parar al río o al mar llevando los detritos y la hediondez de la vida.

Pero siempre es oración.

Pienso que es oración aun cuando es silencio y al exterior no presenta más que los guijarros de un torrente que se ha secado bajo el sol. ¿Es que no es oración para el cielo una brizna de yerba que se inclina sedienta, aunque no sepa pedir agua?

(No es quizás oración el estado miserable del hombre, que calla con la boca, pero que habla con su vida redu­cida a una llaga purulenta por la soledad y el mal?

Para un Dios que es amor es difícil no encontrar un pretexto con qué justificar su intervención y que venga en ayuda de esta pobre criatura suya —el hombre— que antes del pecado tuvo la equivocación de tener demasia­da prisa por alcanzar su fin que era Dios mismo y que

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después del pecado tiene otra equivocación: la de no saber ya creer en un fin tan grande para él .

Pero Dios escucha la oración del hombre, la escucha más allá de todo límite.

La escucha cuando esta oración es palabra, la ayuda cuando se hace pensamiento y meditación, la sostiene y la anima cuando al fin se hace vida.

Pero no basta.

El destino del hombre va mucho más allá de la tierra, más allá de los confines de la vida humana. Hablar y pensar pertenecen a un modo de ser terreno, son activi­dades que no van más allá de la muerte, no pueden al­canzar la trascendencia de Dios.

Si es cierto, como lo es, que nuestro fin es alcanzar a Dios y contemplarle cara a cara más allá del símbolo terreno, en su realidad desnuda y verdadera, es nece­saria una oración que esté a la altura de Dios, de la naturaleza de Dios, es decir que sea sobrenatural. Tal es la contemplación infusa.

Al hombre en marcha en la fe Dios se presenta pri­mero como símbolo, como imagen, como palabra, como naturaleza, como hombre, y así se le puede hablar como se habla a los hombres y pensar en él como puede pensarle el hombre. Pero cuando llega al límite de su tensión, el hombre sabe que no ha visto a Dios sino sólo. . . diría, su vestidura.

De hecho todo lo que sabemos de Dios no es Dios, sino sólo su voz, su imagen.

Y aquí es donde el hombre descubre su pobreza ab soluta, el abismo que le separa de la Trascendencia, su absoluta incapacidad para alcanzar y poseer a Dios.

En esta espera no hay más que el silencio que es una nueva dimensión de la oración, dimensión que supera

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las otras dimensiones y que para hacerse capaz de con­tener y acoger a Dios en su Palabra, ya no creada sino Increada, se hace silencio doloroso, árido, crucificado. La verdadera revelación que Dios hará de sí mismo al hom­bre tendrá lugar en este marco de absoluta pobreza e impotencia del hombre cuya imagen es la sequedad del desierto.

De hecho, el hombre ya no sabrá hacer nada para avanzar. La palabra se le convertirá en lamento y la misma meditación, antes tan viva y profunda, callará en su impotencia absoluta. Y es entonces cuando empezará la verdadera revelación de Dios al hombre. Después de la toma de conciencia, sufrida hasta la congoja, de la absoluta pobreza y aridez, el hombre se abrirá a Dios como una flor en la húmeda noche.

Entonces Dios se revelará al hombre, se "revelará", se dará a conocer. Pero no con términos humanos, con imá­genes humanas, con símbolos humanos, sino con térmi­nos sin términos, con imágenes sin imágenes, con sím­bolos más allá de todo símbolo. Es la revelación a la di­mensión misma de Dios, es la que se llama revelación sobrenatural. De hecho, la contemplación se define "re­velación rápida, oscura y sobrenatural de Dios". La con­templación infusa, iniciada sobre la tierra en el punto exacto de la madurez del alma bajo el sol divino, con­tinuará en la eternidad y formará la plenitud de nuestra unión con El. Pero a quien me preguntara si la vida eterna es sólo amor a Dios respondería sin dudar: "es ante todo conocimiento".

N o puede haber amor sin conocimiento; el amor es fruto del conocimiento.

Todo, pues, empieza con el conocimiento. Para ha­cerse amor de Dios debe hacerse conocer y si faltara este conocimiento de El, conocimiento sobrenatural, real de

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El, aunque oscuro, no podríamos llegar a su amor, ni por lo mismo, a su posesión.

Por eso se revela a sus amigos. Pero, ¿es que no nos lo había dicho? Sí, nos lo había dicho.

Precisamente en la última Cena, en el momento de dejar a los suyos, Jesús exclamó: "El que conoce mis mandatos y los guarda, ése me ama y el que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a El" (Jn. 14, 21) . ¿Y cómo quieres "manifestarte, revelarte a nosotros" precisamente mientras te vas de nosotros? ¿Mientras nos dejas para siempre?

Sin embargo así es, porque la nueva revelación pro­metida ya no tendrá necesidad de su presencia física. Será una cosa nueva no hecha de palabras de esta tierra. Pertenecerá a una "comunicación misteriosa, personal sin imágenes y sin modelos entre el alma y El: será la revelación hecha por el Espíritu Santo al hombre.

Será una revelación de luz sobrenatural, eterna y hará conocer al hombre el verdadero rostro del Padre, el rostro del Hijo y el rostro del Espíritu.

Será el anticipo del Paraíso, una prueba de la exis­tencia y de la comunicabilidad entre la Trascendencia divina y el hombre hecho partícipe de la vida divina que es vida eterna.

Moisés tuvo "experiencia" de ello ante la zarza ar­diente, cuando Dios le dijo su Nombre: "Soy el que soy" (Ex. 3,14).

Elias tuvo su "toque" cuando después de la prueba del desierto sintió sobre Horeb el paso del Señor en el viento dulcísimo ( i R e 19, 11).

El salmista advirtió su paso y su presencia cuando exclamó:

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"Tiene mi alma sed de Dios, del Dios viviente. ¿Cuándo podré ir a ver de Dios el rostro?

(Sal. 43, 3) .

Y en otro lugar:

"Pues en Ti está la fuente de la vida, y por tu luz vemos la luz" (Sal. 36, 10).

O también cuando poseído de esta Presencia viva siente a dónde irá a parar su alma:

"No se infla, Señor, mi corazón, ni mis ojos se engríen. No voy buscando cosas grandes que me vienen anchas. No; en silencio y en paz guardo mi alma como un niño en el regazo de su madre. Igual que un niño destetado, está mi alma en mí"

(Sal. 131).

El hombre que vive la contemplación ya no tiene ne­cesidad de muchas palabras para orar.

Le basta una, a lo sumo dos. . . Y lo que digo no es una broma, sino el eco fiel de todos los discursos hechos por quien ha transformado en oración su propia vida más íntima y profunda.

Y me explico. Como la oración del hombre sobre la tierra es una

tensión entre la grandeza de Dios y la pequenez hu­mana, entre el abismo del Absoluto y el abismo de la nada, entre la incomunicabilidad de la Trascendencia divina y la poseída irracionabilidad del pecado, el hombre siente la necesidad de lanzar su oración como un dardo

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encendido hacia la Incognoscibilidad divina, o hacia los abismos del pecado como expresión más baja de su mi­seria.

Por esto se siente empujado a gritar su sed de lo Alto con una palabra que le expresa el Nombre de Dios y a bajar el pavimento sobre el que se encuentra su alma desnuda con otra palabra que le recuerda el "pecado".

Le bastarán estas dos palabras que se forjará como dos dardos de acero para golpear sobre la Nube de la Incognoscibilidad de Dios, resumiendo en este gesto toda la ínsaciabílidad de su oración.

"God" (Dios) . "Sin" (Pecado).

decían los místicos ingleses. Kyrie eleison, Soy un pecador

repetían los griegos o los rusos con una larga oración litánica muy querida de su corazón.

Entre los latinos se encuentra expresado con más fre­cuencia este drama de amor en estos términos: ¡Jesús te amo, ten piedad de mí!

o también: ¡Trinidad te amo, ten piedad de mil

Y es muy hermoso permanecer así con toda el alma dentro de estas dos expresiones sin otros deseos sino el de lanzarse hacia la Nube de la Incognoscibilidad de Dios para penetrarla sólo con la fuerza del amor.

Lanzarse hacia la Nube de la Incognoscibilidad que oculta a Dios en su ser desnudo y que el alma busca en las tinieblas de la fe sin más repliegues sobre sí misma y sin distraerse con ninguna otra cosa.

Nada puede ser más provechoso que este esfuerzo amante del alma, resumido en la punta cortante de su oración reducida a una sola palabra.

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Nada más útil para él y para los que ama, para los vivos y para los difuntos, para la Iglesia toda. Nada más definitivo para el hombre que camina por los cami­nos del mundo, nada que resuma mejor su "contempla­ción sobre los caminos".

Quien ha alcanzado esta posición no tiene más que seguir adelante sin volverse a derecha ni a izquierda. Sabe que "lo que debe venir debe venir de allí". Cuando, al terminar la Suma, santo Tomás tuvo en la oración, por un instante, la experiencia de la Transcendencia de Dios oculta en la Nube de la Incognoscibilidad, exclamó cxtasiado: "lo que he escrito es faja".

N o es que la paja sea inútil y esto lo sabía muy bien. De hecho sin paja, sin el largo tallo de paja, ¿cómo

puede disponerse el grano de trigo a la acción del sol de Dios?

La teología, la cultura, la filosofía, las ciencias no son más que el tallo humano que poco a poco llevarán el grano de trigo de nuestra alma bajo los rayos del sol divino.

Pero cuando el grano está al sol y la estación lo ma­dura, todo se convierte en paja, habiendo terminado su tarea y el alma ya no tiene necesidad sino del sol antes de ser llevada al granero eterno de Dios.

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El amor de Dios en nosotros

Cuando el hombre sobre la tierra ha alcanzado la contemplación, vive la contemplación, está al fin satis­fecho, satisfecho como un niño en el regazo de su ma­dre. En faz guardo -mi alma como un niño en el regazo de su madre" (Sal. 131, 2 ) . Imantada por el amor de Dios, la navecilla de su amor, como navecilla de astro­nauta, ha traspasado la barrera del sonido (de hecho ya no tiene necesidad de muchas palabras para explicarse), ha vencido la gravedad que la tenía apegada a sí mismo (ya no necesita la meditación), ha entrado en órbita como un pequeño planeta alrededor del sol de Dios.

Puede decir con el salmista: "En faz guardo mi alma" (Sal. 131).

La primera prueba de quien ha entrado en órbita al­rededor de Dios es que ya no se siente centro del cosmos —que ésta es la verdadera naturaleza del pecado en nos­otros— sino siente y comprende vitalmente que el centro de todo es Dios. Parece fácil p e r o . . . ¡cuánto se ha ne­cesitado para conquistar esta conciencia!

Ahora, al fin, es Dios quien le lleva, le conduce por "sus caminos que no son nuestros caminos", le arrastra en el remolino de la caridad, le adiestra para una unión cada vez más profunda con El, le prepara para la eterna posesión de El, hasta el término de nuestro destino hu­mano-divino.

El alma en órbita alrededor de Dios empieza a adver­tir que existe otra estabilidad distinta de la conocida y

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experimentada caminando sobre la tierra, otra plenitud, otra dimensión. Sobre todo, otra "paz".

Es la paz prometida por Jesús: "La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da" (Jn. 14, 27) .

Y esta paz comunica al alma tal sentimiento de "vida nueva", tal "alegría casta", aun en las pruebas tremendas del vuelo espacial alrededor de Dios, tal riqueza de es­peranza en lo "que va a venir" en las cruces de cada día; que el alma puede exclamar con san Francisco: Es tan grande el bien que espero que toda pena me resulta un deleite.

¡Y esto no es poco!

En el fondo, ¿cuál es la verdadera dificultad para vivir aquí abajo? ¿No es la superación del dolor, del miedo, del mal, de la vejez y de la muerte? Pues bien, el haber encontrado lo que nos permite superar estos aspectos negativos de nuestra peregrinación terrena, lo que nos ayuda a sonreír aun entre las lágrimas, a esperar aun ante la lenta disolución de nosotros mismos, a estar cier­tos de la vida aun en la muerte, significa haber experi­mentado en nosotros la victoria traída por Cristo sobre la Tierra: "Yo he vencido al mundo" (Jn. 16, 33) .

La victoria de Cristo es el Amor comunicado a nos­otros en su dimensión divina que se llama "caridad". Quien tiene en sí la caridad, tiene a Dios y esta caridad es fruto de la contemplación como el amor es fruto del conocimiento.

Al revelarse a nosotros en la contemplación, Dios nos comunica la caridad, es decir su amor, y viviendo este amor suyo, vivimos en El y participamos de su "victoria" aquí abajo mientras hay lucha sobre la tierra, como par­ticiparemos en su posesión beatificante "allá arriba" cuando toda lucha haya terminado.

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Se dice que el amor todo lo vence: "omnia vincit amor", y es cierto.

Sí, ¡el amor lo vence todo y siempre! Vence aun las cosas más horribles. ¿No fue horrible la vida de Jesús? ¿No es horrible nacer en un establo algunas horas des­

pués que los hombres de Belén se negaron a acoger a su madre que debía dar a luz y que buscaba un poco de calor porque se sentía amenazada de ver morir de frío a su hijo en la noche fría?

Pues bien, el amor de María y José para aceptar con paciencia aquellas cosas horribles regalarán al universo entero el cuadro de la Navidad que hará deshacerse en lágrimas a los corazones más duros y se convertirá en la obra maestra insustituible y en el relato auténtico de la infinitud y omnipotencia de Dios, encerradas en el cuerpecito de un niño a merced de la historia.

¿No es horrible lo que los hombres hicieron a Jesús en su vida y en su muerte? ¿No es horrible el Calvario?

Pues bien, el amor de Jesús transforma lo horrible en algo sublime, su aceptación, su humildad, su mansedum­bre cambian el aspecto de las cosas y el cuadro más feo de la historia se convierte en el cuadro más bello, más dulce, más grandioso, más ejemplar, más fascinante de un Dios que al morir perdona y sonríe al hombre, su asesino.

¡Sólo el amor tiene tan gran poder de transformación, de sublimación, de redención, de fecundidad, de vida en el cielo y en la tierra!

Sólo el amor tiene la primacía sobre todas las cosas y puede sustituirlas a todas, tocando lo inalcanzable por el hombre en la tierra: la perfección. De hecho dirá el apóstol: "La caridad es el vínculo de la perfección" (Col. 3, 14).

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Convencido del primado de la caridad; consciente de que tocando la caridad toco a Dios, viviendo la caridad vivo a Dios en mí, antes de terminar mi meditación esta tarde tengo que mirar a mi mañana para poner todo bajo esta única luz y vivirlo inspirado por esta única síntesis del amor. En el fondo se trata de hacer lo que haría Jesús si estuviera en mi lugar. El que nos trajo a la tierra el amor de Dios y nos lo comunicó. Hacer como haría Jesús. Y recordar que las ocasiones que tendré de sufrir y de padecer, de excusar y de perdonar, de aceptar y tolerar son tesoros que no debo perder con mis distrac­ciones y valores que debo hacer míos como respuesta digna a todo el plan de Dios en la Creación.

Saber transformar en amor todo lo que acontezca a imitación de Jesús: he aquí una vida digna de ser vivida ya que lo que importa es amar.

Cuando encuentre a un hermano que en mi vida pa­sada me hizo sufrir calumniándome y diciendo de mí toda clase de males, lo amaré y amándolo transformaré en bien el mal que me hizo porque lo que importa es amar.

Cuando me toque vivir con hombres que no piensan como yo, que se dicen enemigos de mi fe, los amaré y amándolos pondré en mi corazón y en el suyo el prin­cipio posible de un diálogo futuro porque lo que im­porta es amar.

Cuando entre en un mercado para comprar alguna cosa —un vestido, alimentos para mí— pensaré en mis hermanos más pobres, en los que tienen hambre y están desnudos y ese pensamiento regulará mis compras, es­forzándome por amor en ser escaso conmigo y generoso con ellos porque lo que importa es amar.

Cuando vea la devastación del tiempo sobre mi cuerpo y acercarse la horrible vejez, trataré de amar más para

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transformar con el amor la estación más fría de la vida en un don total de mí mismo al ser inminente el holo­causto porque lo que importa es amar.

Cuando llegue la noche de mi vida, o sobre el asfalto por accidente en la calle, o con la angustia de una enfer­medad mortal en los corredores de un frío asilo de an­cianos sienta que se acerca mi fin, me aferraré todavía y sólo al amor, esforzándome por aceptar gozosamente el paso querido por Dios, porque lo que importa es amar.

Sí, el amor es Dios en mí y si estoy en el amor estoy en Dios, es decir en la vida, en la gracia: participo del Ser de Dios.

Nadie lo ha visto tan claro como San Pablo ni nadie lo ha expresado con un canto tan radical:

"Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviera caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviese el don de profecía y conociese todos los misterios y toda la ciencia y aunque tuviese tanta fe que trasladara las montañas, si no tuviera cari­dad, nada soy. Y aunque distribuyera todos mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera caridad, de nada me sirve.

La caridad es paciente, es servicial, no es envi­diosa, no se pavonea, no se engríe; la caridad no ofende, no busca él propio interés, no se irrita, no toma en cuenta él mal; la caridad no se alegra de

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la injusticia, fero se alegra de la verdad; todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera' (1 Cor. 13, 1-7).

¿Puede haber palabras más claras? Si la caridad es Dios en mí, ¿por qué voy a buscar

todavía a Dios lejos de mí? Y si El está en mí como amor, ¿por qué debo cambiar

o desfigurar su rostro con actos o valores que no son el amor?

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CUARTA PARTE

Estamos, pues, al final del camino. Hemos meditado sobre los grados del amor

humano y sobre la misteriosa toma de po­sesión en nosotros de la caridad que es la dimensión divina del mismo amor.

Quedan tres meditaciones muy sencillas pero terriblemente comprometedoras porque resumen el deseo más profundo de Jesús, el aue El mismo definió "como su manda­miento".

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El mandamiento nuevo

"No hay nada nuevo bajo el sol", decían los antiguos y tenían razón porque todavía no conocían la única novedad que podía brotar sobre la tierra, el único hom­bre capaz de hacer cosas nuevas: Jesús.

El viejo aforismo lúe contradicho por Jesús, porque Jesús es una cosa nueva bajo el sol, es la única novedad posible.

¡Aun en el amor hubo novedad! De hecho, antiguamente se decía "amarás al prójimo

como a ti -mismo", y era perfectamente lógico. Siendo el amor la respuesta exacta a un valor, y los hombres son valores iguales, era justo amar a los demás como a nos­otros mismos, aunque costara bastante.

Teóricamente es claro. Mi piel vale lo mismo que la tuya, tengo que amar ambas cosas con la misma fuer­za; mi hambre vale tanto como la tuya, debo satisfa­cerla con el mismo pan; mi desnudez vale lo mismo que la tuya, debo cubrirla con el mismo cuidado, etc., etc.

Llegar a este punto no es cosa de poco y la dificultad en realizar esta igualdad es la señal del desequilibrio, del desorden, del pecado en nosotros; es la prueba de que estamos enfermos, mal hechos, porque de lo con­trario se volvería fácil y exacta la ecuación del amor a mí y del amor a ti.

El hombre que se ama a sí mismo y no a los demás, que satisface su hambre y no la de los demás, que se viste a sí mismo y no a los demás, es un "error", una "equivocación", y debe corregirse si quiere entrar en el

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Reino que es reino de verdad. N o se puede entrar en el Reino de Dios que es igualdad con la desigualdad en la mente o en el corazón o en la voluntad.

Se nos ha dado toda la vida para corregir, con la ayuda de la gracia, el error, y si no terminamos la operación aquí, continuaremos allá, pero las cuentas deben ponerse en orden antes de que llegue el Señor.

Entre otras cosas, también porque este Señor no se contenta con poco en cuestión de amor.

¡Se diría que tiene mucha prisa! Al hombre obligado a practicar la ley antigua, ya tan

difícil después del pecado, Jesús revela otro tipo de amor que define celosamente "su mandamiento", que es de una dimensión ya no humana sino divina y dice en todo su esplendor a qué altura de perfección quiere le­vantarnos: "Amarás como yo he amado" (Jn. 13, 34). Amarás como yo he amado, es decir, hasta el sacrificio, hasta el don total de ti mismo.

Todo el pasado se había regido penosamente por la defensa de la justicia: uno para mí y otro para ti —una bofetada a mí y otra a ti—, un diente menos para mí, un diente menos para ti—, un ojo sacado a mí, un ojo sacado a ti, y he aquí que llega Aquel que exclama: Pero ¡yo os digo! Y veamos lo que dice: "Amad a vues­tros enemigos; haced el hien a los que os odian; bende­cid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian. Al que te hiere en una mejilla, ofrécele también la otra; a quien te quita el manto, no le niegues la túnica. Da a quien te pida y no reclames a quien te roba lo tuyo" (Le. 6, 27-30).

¡La humanidad no ha tenido que esperar a Ghandi para inventar la no violencia! Pero quizás. . . era dema­siado pronto para lo bestias que son los hombres o mejor aún, "gorilas con ametralladora" que diría Merton.

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Jesús habría sido condenado como defensor de la objeción de conciencia, lo mismo que ha ocurrido a al­gunos en nuestro tiempo.

Es inútil: siempre es demasiado pronto para que un profeta diga ciertas cosas; siempre es demasiado tarde para quien irá al purgatorio a comprobar lo que Jesús había dicho que hiciera y no hizo por pereza o por co­bardía.

El Evangelio debería ser prohibido: es un libro que debería estar prohibido en los países civilizados, espe­cialmente si son defensores del orden burgués consti­tuido. Es un libro incómodo para los paganos y más incómodo aún para los cristianos. Estamos colocados en una contradicción continua y sus tremendas palabras juzgan los siglos. Habrá teólogos que disertarán sobre la licitud de la guerra, habrá santos que predicarán la cru­zada, habrá cristianos que empuñarán las armas como una cruz y se batirán como si enfrente hubiera fantas­mas de cartón piedra.

¡Misterio de la contradicción! ¡Señal indiscutible de nuestra pequenez! ¡Pálido testimonio de la infinita su­perioridad del Evangelio sobre la pobre historia humana! ¡Distancia astronómica entre la palabra de Dios y la moral del hombre!

Pero. . . atención: tengo la impresión de que hay algo nuevo bajo el s o l . . .

El viejo Papini hizo cierto día una especie de profe­cía. Dijo que tal vez cada año de la vida de Jesús co­rrespondía a un siglo de la historia de la Iglesia. Lo que significaría que hemos entrado en al año veintiuno, es decir en la "mayoría de edad".

Pudiera ser; y el Concilio Vaticano II es una indica­ción irrefutable en ese sentido.

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Y también pudiera ser que algún cristiano empezara a sentirse responsable y a tomar "en serio" las palabras de Jesús: "Al que te hiere en una mejilla, ofrécele tam­bién la otra; a quien te quita el manto, no le niegues la túnica" (Le. 6, 29) .

¡No es cosa pequeña tomar en serio estas palabras perturbadoras! Pero, ¿quién es capaz de tomar en serio a Jesús? ¿Quién cree en sus palabras? Se empieza por pensar: "¡lo dijo por decir!", o también "hay que tomarlo en sentido figurado", y a fuerza de tomarlo en sentido figurado llegamos a nuestros tiempos ¡victimas todavía, mutiladas y atontadas, de dos guerras mundiales que han desangrado inútilmente al mundo con armas bendecidas por varias religiones!

Se necesitaba tal vez el descubrimiento de la energía atómica y el apocalipsis entrevisto en el desencadena miento de una guerra termonuclear para hacer decir al fin al hombre que quizás. . . tampoco la guerra defen­siva puede justificarse en vista de las espantosas conse­cuencias que provocaría la simple defensa.

Esto es decir en el fondo que Jesús tenía razón. Pero Jesús tenía razón, ¡aun cuando no estaba en

juego más que una bofetada o un manto robado! Porque la paz que se deriva para mí del ceder ante la violencia del hermano, ¿no vale más que el manto mismo?

Las ventajas que obtengo de perdonar su abuso y de no meter por medio a tribunales y abogados, ¿no son quizás superiores al valor de la túnica? Sé que es difícil hablar así porque en el fondo estamos enfermos de "justicia" y no de "amor", mientras que Jesús está enfer­mo de amor y quiere vencer la batalla de la justicia con el amor.

Estamos en dos posiciones distintas y tal vez es esta la razón por qué, después de siglos de disquisiciones

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sobre la moral, hemos forjado una moral que nos deja perplejos y en la que ya creen pocos.

¡Estamos en posiciones distintas! Y por esto apenas se insinúa la objeción de conciencia se desencadena la bulla y, lo que es más triste, se encarcela a jóvenes que han declarado que no quieren empuñar las armas!

No entiendo de estas cosas y en este caso específico sólo diré lo que ha dicho el Concilio: "También parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia, mientras aceptan servir a la comunidad humana de otra forma" (Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual n. 79) .

Por lo demás no se pierde alistando a los jóvenes que sostienen que no quieren servirse de las amas y envián-dolos en "cuerpos de la paz" bien organizados a construir pueblos destruidos por los terremotos, a dar clase a los analfabetos, a servir a los leprosos y hambrientos. En tiem­po de paz el problema no existe. ¿En tiempo de guerra? Aquí es mejor no hablar para no enfurecer a los que pien­san bien, a los defensores del orden constituido y a los na­cionalistas fanáticos. Sólo digo una cosa muy insignifi­cante: Señores del gobierno, ¡pensadlo bien antes de declarar la guerra: repito, pensadlo bien!

Tal vez es mejor que no la declaréis vosotros. N o con­fiéis demasiado.

Porque podría ocurrir que confiarais una bomba ató­mica a un aviador y que la arrojara en medio del mar y sin detonador; podría ocurrir que dieseis bayonetas a los jóvenes y que éstos se sirvieran de ellas para cortar flores y ponerlas en la mesa para honrar a los enemigos cuando lleguen: ¿queréis entrar? Entrad, os ofrecemos café.

¿Diréis que soy derrotista?

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Se trata de ver si aquel joven austríaco que prefirió dejarse condenar a muerte por el tribunal militar antes que tomar las armas de Hitler fue un mártir o un traidor.

Se trata de ver, si aquellas pocas veces que se alzaron contra Mussolini para decirle que la conquista de Etiopía a mano armada no era lícita, eran más verdaderas y más cristianas que las gritadas por las muchedumbres oceáni­cas narcotizadas por un nacionalismo de mal gusto y ce­gadas por una ignorancia histórica que se demostró abismal.

Se traía de ver, si los que resistieron en Argelia a obe­decer las órdenes de torturar a los prisioneros para ob­tener la victoria a toda costa, fueron derrotistas o cris­tianos.

En una palabra, se trata de ver si por el solo hecho de que un hombre ha empuñado los resortes del mando t.'cnc dercl io a conculcar mi conciencia y si el poder enorme del estado puede obligarme a hacerme solidario de sus obras. . . cuando son nefandas.

Tal vez como nunca ha llegado el momento de ver despuntar sobre el terreno del mundo arado por el sufri­miento atroz de mil y mil guerras la flor de la concien­cia del hombre capaz de no doblegarse, no sólo como en la antigüedad, por la defensa de la fe en Cristo, sino también —y esto es nuevo— por la defensa de la fe en el hombre.

Pero estoy perdiendo el tiempo hablando de cosas que no ocurrirán; porque ya no habrá verdaderas gue­rras.

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Quisiera hablar más bien a los que creen en Jesús, a los que buscan la bienaventuranza de la paz "bien­aventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt . 5, 9 ) , a los que ya no sienten la necesidad de hinchar el pecho y dar bofetadas al pró­jimo, a los que se sienten pequeños y débiles, en una palabra, a los pobres y quisiera decirles una cosa muy importante:

¿Queréis conocer el secreto de la verdadera felicidad? (De la paz auténtica y profunda?

¿Queréis resolver de golpe todas las dificultades en las relaciones con el prójimo, suprimir toda polémica, superar toda desavenencia? Resolveos desde este momento a amar las cosas y a los hombres como los amó Jesús, es decir, hasta el sacrificio de vosotros mismos.

Arrojad lejos la contabilidad del amor y amad sin contabilidad.

Si uno es hermoso y simpático amadle, pero si otro es antipático amadle con la misma fuerza.

Si uno os saluda y os sonríe saludadle y sonreídle, pero si otro os pisa sonreídle lo mismo.

Si uno os hace algún favor dad gracias al Señor, pero si otro os calumnia, os persigue, os maldice, os zahiere, agradecédselo y seguid adelante.

N o digas ya: "tengo razón y él se equivoca", sino "amo y debo amar". Esta es la clase de amor que ha que­rido enseñarnos Jesús, amor que todo lo transforma, lo vivifica, lo fecunda, lo resuelve.

Es cierto que amar no es una cosa fácil y quisiera decir a los que se deciden a marchar por este camino: "ánimo y manteneos firmes"; ceñios bien vuestros lomos y partid con la ayuda de la gracia, porque el camino será largo y os costará hasta sangre. Dichoso el que llegue a la meta algún minuto antes de morir.

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Esta es la gracia que pido ardientemente al Señor cada día: ¡Que ame y aprenda a amar como T ú amaste!

Amar como Jesús en Belén que huye desterrado en vez de servirse de su omnipotencia divina para matar a Herodes.

Amar como Jesús de Nazaret donde vive como el último de los hombres sin alegar derechos por su divi­nidad encarnada y escondida.

Amar como Jesús ante la muchedumbre hambrienta y sin pastor pensando resolver el problema más con su sacrificio que con soluciones milagrosas y gloriosas.

Amar como Jesús en Getsemaní cuando soportó por nosotros la espantosa agonía de su soledad bajo la mirada justiciera del Padre.

Amar como Jesús ante los tribunales cuando, con su silencio y su sumisión de condenado y repudiado, nos dio la medida exacta de su poder de amor.

Amar como Jesús en el Calvario cuando en el sum­mum de sus angustias y de sus tormentos, ahogado ya por las congojas de la muerte, dirigió al Cielo la última de sus oraciones: "Padre perdónalos".

Esta es la obra maestra de la vida tanto humana como eterna, y Jesús la realizó en todo su esplendor v poder sobrehumano.

Amar más allá de todo límite. Y nos invita a hacer otro tanto; todo lo demás im­

porta menos. ¿Por qué encerrarse en un cristianismo jurídico y

mezquino? ¿Por qué preocuparse de una casuística exas­perante, que ya no convence a nadie, en vez de lanzarse cuesta abajo hacia los hombres con ese solo programa en el corazón?

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¿Por qué permanecer —después del paso de Jesús por la tierra— empeñados únicamente en la defensa de la justica, cuando la justicia por sí sola ya no es capaz de salvarnos?

Es cierto que tenemos "derecho a defendernos", pero no "deber" y podemos muy bien renunciar a esta orilla de nuestro campo para ofrecérsela al amor, al perdón, a la paz, al diálogo con los hombres.

¿No es así? ¡Cómo deseo que la Iglesia que ha nacido del Concilio

sea una Iglesia que se preocupe cada vez menos de la largura de las faldas de las jóvenes y salte sensible y vivaz ante los problemas planteados por el amor en el mundo; que sea una Iglesia más capaz de dar que de recibir, una Iglesia que sepa renunciar, por amor a los hombres, a sus propios derechos y privilegios, una Igle­sia que no se defienda sino que marche por el camino de su destierro, pequeña y pobre, como marchó la fami­lia de Jesús en su viaje y huida a Egipto.

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El fuego purificador

Si tuviera que rendir cuentas esta noche y el Señor llamara a mi puerta para decirme: "Ven, tu jomada so­bre la tierra ha terminado", siento que el cálculo de las probabilidades me daría: "infierno, no".

Y ¿por qué?

Porque ni El lo quiere para mí ni yo lo quiero por amor a El. Aunque soy profundamente malo, por la fuerza de su amor siento deseos de estar con El y esto me parece una cosa normal entre gente que se quiere bien. Conozco el pecado como ignorancia, y más aún como debilidad, pero nunca jamás me he sentido "apar­tado" de El. El pecado contra el Espíritu —y ciertamente por su gracia— ni siquiera sé cómo puede darse, ni cómo es posible a un hombre impugnar la verdad conocida. Cuestiones teológicas no indiferentes que por ahora no me impresionan.

Decía, pues, que si muriera hoy, el cálculo de las pro­babilidades me daría "infierno no". Pero el mismo cálcu­lo de probabilidades me da con la misma fuerza y pre­cisión "¡paraíso, no! N o estás dispuesto, no estás madu­ro". Lo sentí con toda claridad bajo la gran piedra cuando negué la manta al anciano Kadá y lo siento aún hoy, precisamente hoy, Viernes Santo, mientras medito la Pasión del Señor. ¡Tengo miedo de subir con El a la cruz! Sí, tengo miedo de sufrir por los demás, tiemblo ante la hoja fría de la caridad.

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¿Entonces? Si el infierno está descartado por mí y el paraíso aún no es para mí, o mejor, yo no estoy maduro para él, ¿a dónde iré?

Tengo que quedarme de este lado, no puedo pasar al otro y el purgatorio ciertamente está de este lado de la vertiente de la eternidad.

N o soy un teólogo, ni los teólogos saben muchas cosas sobre el purgatorio, pero sí las suficientes para decirnos que ts transitorio y que es el lugar, el estado o la con­dición del que no estando aún maduro para el Reino del perfecto amor, por la oración y el sufrimiento se abre, se dilata, se madura para el gran día del festín eterno.

No quisiera ofender a nadie y lo digo a título per­sona]: pienso en el purgatorio más acá de la eternidad y por tanto unido a mi casa. Pienso que las almas de los difuntos cumplen su período de expiación junto al lugar donde vivieron, tal vez, en la misma casa. Si pu­diera adelantarme a la sentencia en el momento de la muerte sé lo que pediría: "enviadme a aquel trozo del desierto entre Tit y Silet", donde tuve la intuición más proíunch de la necesidad de llegar al amor perfecto lo antes posible.

¿Y el fuego? Sentía ya en el aire la pregunta. Pues bien, pienso que existe el fuego pero que no

se trata precisamente de fuego material. Cuántas veces he visto de pequeño, especialmente en las iglesias de la montaña, a las almas del purgatorio envueltas en llamas y llamas auténticas con lenguas de fuego que sobresa­lían por encima de sus cabezas más altas de los que esta­ban purgando allí sus deudas. Es natural que el artista pinte y piense las cosas de esta manera. ¡Cómo se va a pintar el fuego espiritual del purgatorio! Es más fácil pintar llamas verdaderas y así se hizo en la edad media.

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Pero todos saben que no es así porque el fuego verda­dero atormentaría a mi cuerpo y é s t e . . . no está en el purgatorio, está en el cementerio como un vestido viejo abandonado.

Para lamer mi alma se necesita otro tipo de fuego, y es precisamente la caridad que yo rechacé y no acepté plenamente sobre la tierra. Ahora que estoy contra el muro ya no puedo escapar y tengo que aceptarlo. Ya no puedo aplazarlo.

El fuego de la caridad, es decir, ese tipo de amor so­brenatural, envestirá mi alma como la llama enviste a los leños. Siento que se retorcerá como el leño verde, chirriará, humeará pero al fin debe arder. N o debe exis­tir ni una sola fibra que no se convierta en llama, que no se identifique con aquella llama divina.

¿Y el tiempo? El tiempo necesario para llevar a cabo la operación. Algunos se las arreglarán en poquísimos días, otros tendrán necesidad de épocas geológicas, pero todos tendrán que terminar la operación. Naturalmente, todo se pasará mientras en la "reminiscencia" cada uno verá proyectar sobre la pantalla la película de su propia vida.

Creo que eso basta. Cuando pienso que tendré que volver a cámara lenta ciertos episodios de mi vicia que no he querido fundir en el amor sino que me he cons­truido a base de egoísmo, de mentiras, de cobardías, y ele soberbia, y todo con el fuego de la caridad en las venas: os aseguro que me es fácil convencerme de que !a nr.-ü será seria, terriblemente seria.

Pensad que llegaré al purgatorio con una riá-cnra sobre mi rostro que me he construido con paciencia y habilidad durante años y años, una máscara que nunca me atreví ni supe quitarme por temor a dciarüv.' ver tal *• cual soy ante Dios y los hombres.

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Siento que cuando el fuego del amor la envista v entre bajo de ella para apartarla será una hora seria. Y ¿qué podrá suceder cuando el fuego empiece a que­mar mí patrimonio al que me agarré como un pólipo, aunque haya sido sólo una manta o un trozo de carne que cogí del plato el primero mientras Jesús quería que fuera el último.

No, no hay necesidad del fuego del carbón para que­mar mi alma; basta el fuego de la responsabilidad no asumida, de las injusticias cometidas, de los hurtos he­chos a escondidas, de las mentiras tragadas como agua, de la ayuda negada a quien tenía necesidad de mí, del amor no vivido con los que fueron mis hermanos.

¿Os parece poco? Pues bien, esto es solo una parte, lo que podemos imaginar con el metro de la justicia terrena. Porque la verdadera, la medida a la luz de la justicia de Dios, la que tiene como metro la trascen­dencia del Absoluto es tal que espantó a san Juan de la Cruz, que entendía de estas cosas, cuando experi­mentó en sí los terrores de la noche del espíritu.

Sí, el fuego del purgatorio es la caridad, es decir, el grado más alto del amor en su estado sobrenatural. Es e! fuego que consumió sobre el Calvario el sacrificio de Jesús, es el fuego que abrasó a los santos con amor in­extinguible, es el fuego que condujo a los mártires al martirio y los bautizó, si no estaban bautizados, abrién­doles definitivamente el reino. A este fuego no escapa­remos v no hav ninguna fuerza que nos pueda librar de él. '

Por lo demás tampoco quisiera. Sé que costará, pero sé que debo pasar de allí.

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¿O es que quiero continuar por toda la eternidad con ios al ¡¡bajos de mi sensibilidad, esta perenne húmeda dificultad para abrasarme de amor? No, soy leño verde, pero no quiero seguir estando verde en el Paraíso. Cuan­do llegue quiero arder y terminar con este humear fasti­dioso y pestilencial.

Quiero llegar a donde llegó Jesús, sentir lo que sintió El en su Divino Corazón. Sé que sufriré espasmos pero no hay otro camino y además sé que estará allí el poder de Dios "¡¡ara ayudarme.

Desde ahora acepto ese fuego que hará salir de mí y de mis escorias terrenas el metal verdadero de mi per­sona, el querido por Dios y que el pecado había ofuscado.

Saldrá de mí el rostro nuevo, el que El vio cuando le sacó del caos de la nada y que Satanás manchó arro­jando sobre él su baba.

Saldrá aquel niño que será el hijo de Dios para siempre.

Y como el purgatorio está de ''esta parte" de la vertien­te de la eternidad, lo único que me conviene es mez­clarle ya con la Tierra. ¡Hacerme cuenta que ya estoy en él! Atizar en mí un poco cada vez pero con valentía el fuego de la caridad, empezar a quemar las escorias, al menos las más gruesas y evidentes.

Lo que haga ahora no lo haré más tarde: eso habré ganado. Debo aceptar la ascética que la vida me impone, los dolores y las pruebas que me traen los días, los te­dios y pesos de la convivencia humana, las molestias y enfermedades inevitables como ocasiones preciosas v providenciales de pago anticipado.

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Digo ocasiones, porque no basta sufrir para pagar. Hay que sufrir con amor, con paciencia, de lo contrario no sirve de nada. Los que me salvaron no fueron los azotes sobre las carnes de Jesús, sino el amor con que los aceptó.

N o fue la subida al Calvario la que nos redimió, sino la paciencia, la misericordia, la obediencia practicada por El en aquella trágica subida.

En una palabra, fue su caridad, es decir, su amor, el que nos trajo lo "nuevo" de la redención. Y es la caridad, es decir el amor, la esencia del cristianismo. Sí, podemos decirlo con toda certeza: "lo que importa es amar", y si lográramos transformar todos y cada uno de los instantes de nuestra existencia en un acto de amor, todo estaría resucito. Este es el fuego del purgatorio y, para quien quiere evitar el purgatorio, debe convertirse en el fuego de la Tierra.

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¡Ven, Señor!

Ahora no nos queda más que esperar. Lo que puede suceder, lo que sucederá ya no nos per­

tenece a nosotros sino a Cristo. Y aquí debe sostenernos una gran esperanza más allá

de todos nuestros pobres cálculos humanos. Jesús en el Calvario dijo al ladrón que estaba muriendo con El esta frase conmovedora: "¡Hoy estarás conmigo en el pa­raíso" (Le. 23, 43) .

¡Hoy. . . hoy. . . hoy. . . hoy! Esta palabra resuena en mi alma como un mensaje de

esperanza, como un grito de alegría. ¡ Hoy! ¿A dónde van a parar nuestras visiones? ¡Yo que he hablado de períodos geológicos que pasar

en el purgatorio! Puede ser —y, ciertamente, fue así— que el ladrón es­

tuviera más preparado que yo para entrar en el Reino del perfecto amor, dado mi egoísmo incurable, pero. . .

No. los cálculos pertenecen a la tierra v no al ciclo, a la justicia y no a la gratuidad del amor.

No, lo Eternidad no es la suma de los siglos, el Infi­nito no se obtiene poniendo uno junto a otro los espa­cios- v la Gracia no es el fruto o el mérito de un número apropiado de esfuerzos hechos por el hombre para me­recerla. Lo Eterno es lo Eterno, el Infinito es el Infinito v la Crnsaa es la Gracia, es decir, gratuita, absolutamente gratuita.

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Aquí entramos en el misterio y debemos aceptarlo hasta el fondo si no queremos perdernos en la oscuridad de la mente humana.

Llubo santos que sintieron durante toda su vida el fuego del infierno bajo sus pies y no sabían hablar de otro argumento; y hubo otros santos que prefirieron no insistir sobre el problema, fijos como estaban en el fuego esplendoroso de la misericordia divina.

Se diría que Jesús mismo en su divina pedagogía tuvo cuidado de no precisarnos demasiado las cosas, limitán­dose a decirnos lo esencial, es decir lo que debemos saber y no olvidar.

N o hagamos, pues, demasiadas preguntas sobre el "cuánto" ni sobre el "cuándo", de lo contrario obligaría­mos al Divino Maestro a respondernos como respondió a los apóstoles curiosos: "Pero aquel día y aquella hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre (Mt . 24, 36) .

Pero lo que sabemos, lo que Jesús nos dijo con toda precisión, es esto: "Vigilad y orad" (Mt . 24, 42) . "Sed como los criados que esperan a su amo de retorno de las bodas, vara abrirle apenas llegue y llame" (Le. 12, 36) .

Hay en el Evangelio y en el clima creado por él, en el pensamiento de san Juan y san Pablo que fueron los interpretes más apasionados y precisos de Jesús en las primeras comunidades cristianas, una actitud caracterís­tica, el sentimiento profundo y dramático de una "es­pera".

La espera de un acontecimiento extraordinario que debe ocurrir v que hará pasar a los hombres y a las cosas de una parte a otra, una especie de transformación re­pentina y decisiva: "Hago nuevas todas las cosas" (Ap. 21, 5); una sorpresa aun para el más atento y cauto: "Ven­dré como un ladrón" (Ap. 3, 3) , mejor aún: como

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"el rayo que fulgura desde un punto al otro del cielo" (Le. 17, 24) . Dejando a un lado el error de perspectiva al que fueron inducidos algunos primeros cristianos que —impulsados por la prisa amorosa— interpretaron "la es­pera" como la vuelta inminente de Cristo, como "la pa-rusía" ya a las puertas, me parece que esa actitud pro­fundamente evangélica es la más conforme y la más ver­dadera para quien quiere entrar en el espíritu de las cosas de Dios y vivir en este mundo preparándose a la estación eterna del cielo.

La vicia cristiana es verdaderamente una espera, un tender hacia algo, un continuo salir de un punto para ir a otro.

Cuando se pide, ¿no se espera algo? Cuando se hace algo, ¿no se pone uno en actitud de ver aparecer el re­sultado?

¿Qué es la perfección sino un movimiento inexhausto y nunca terminado de lo limitado hacia lo infinito, del hombre hacia Dios?

Es la espera. Y la espera es ante todo tomar conciencia de que las

cosas no dependen de nosotros. Esto es muy importante porque nos hace entrar en la

verdadera humildad, en la verdad. Las cosas no depen­den de nosotros, el resultado no depende de nosotros, la salvación no depende de nosotros.

"Si abro nadie cierra y si cierro nadie abre", dice Cristo en el Apocalipsis (3 , 7 ) .

Fue el drama más profundo en la conversión de san Pablo, tan hebreo y tan ligado a la ley.

La salvación no viene de la ley ni del esfuerzo para practicarla, sino de la gratuidad del Amor de Dios.

Lo que nos justifica no son nuestras obras, sino la fe y la promesa.

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Aquí está en juego todo el equilibrio de la relación hombre-Dios y hay que ser muy pequeños y abando­narse en brazos del Padre para no ser presa de vértigos.

La salvación, pues, no viene de mí. Como en el paso del Mar Rojo fue necesario que se

produjera un hecho extraordinario para abrir las aguas, así en mi alma en tensión hacia el amor debe producirse un hecho nuevo que no depende de mí. Sobre mi tumba no seré yo, sino Cristo y solo Cristo quien grite "resu-cita .

Me parece que así hemos llegado al final de mi em­peño al escribir este libro y quisiera invocar la ayuda de Nuestra Señora, que fue la criatura que vio más claramente el problema, la más pequeña y la más humilde de todas, para concluir con un poco de orden estas me­ditaciones.

Recordad. Todo empezó aquel día en que en un trozo de desierto, en la soledad del Sahara, soñé que había sido aplastado por una roca de granito al pie de la cual me había echado a dormir para descansar.

Fui llevado ante el juicio de Dios y fui juzgado sobre el amor: nada más.

Una manía negada a un pobre me mandó al mirga-torio y allí comprendí que para salir tendría que hacer un acto de amor perfecto, es decir un acto de la misma naturaleza que el amor de Jesús.

N o me sentí capaz de ello. De entonces acá han pasado muchos años y precisa­

mente ayer, Viernes Santo, volviendo a pensar en la

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Pasión de Jesús me encontraba en la misma posición que aquel otro día bajo la gran piedra.

N o soy capaz de un amor perfecto, no me siento con fuerzas para seguir a Jesús al Calvario.

Pero, ¿es posible que yo me sienta capaz?

Y si me sintiera capaz, si me sintiera fuerte, ¿no sería tal vez peor de lo que soy?

Esta es la verdad descubierta al fin a lo largo de mi experiencia religiosa.

¡Si dependiera sólo de mí nunca sería capaz!

Debe ocurrir un hecho, un paso; debe brillar un re­lámpago, debe venir alguien, debe producirse alguna ola. . . debo llegar a ser capaz.

Pero, ¡yo no podré descubrirlo nunca, ni anticiparlo, ni

preverlo!

Sólo debo esperar orando, amando, llorando, supli­cando.

Esta es la actitud del hombre sobre la tierra y en el purgatorio.

Dios, que es el Dios de lo imposible, llegará de re­pente y tocando mi alma me hará capaz de seguirle a donde ha establecido llevarme, como al ladrón aquella tarde del Viernes Santo.

Y cuando descubra que soy capaz, estaré ya de la otra parte y ya no tendré tiempo de mirarme en mí mismo como Narciso, ni destruir con el orgullo la gra-tuidad de la gracia que produjo en mí el poder amar como amó Jesús.

En el Diálogo de Carmelitas Bernanos presenta a dos religiosas muy distintas una de otra. Una representa la tenacidad, la fuerza, la voluntad; la otra la pequenez, la debilidad.

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Pues bien, ante la muerte vencerá la débil y logrará aceptar la guillotina cantando. La fuerte tendrá miedo a morir hasta. . . en la cama.

Pero aceptar la tesis de la debilidad que vence, del ladrón que en el último momento roba el paraíso, del hombre que reduce su existencia a oración, y por lo mismo, prácticamente a la inactividad, ¿no es quizás co­rrer peligro de quietismo, de falta de empeño viril, de pereza, de iniciación?

Aceptar la tesis de que es la fe y no nuestras obras, no nuestro apostolado, lo que justifica, ¿no es volver atrás a la eterna discusión que dividió dolorosamente a tantos cristianos?

No, si damos a esta actitud de espera el justo valor que la Iglesia le ha dado siempre, sostenida como está por el Espíritu de Dios. Partamos de las palabras de Tcsús nuc son siempre determinantes en la búsqueda de la verdad.

Dice san Lucas en el capítulo 12: "Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas vuestras lámparas. Sed como los criados que esperan a su amo de retorno de las bo­das, para abrirle apenas llegue y llame" (Le. 12, 35s).

En esas palabras está todo el sentido de la vigilancia atenta, dinámica, viril y apasionada.

Este criado, con el fin de estar preparado, ni si­quiera se sienta para no dormirse.

De h c h o Mateo, al referir las mismas palabras de Jesús, dirá:

"¿Quién es, pues, él siervo fiel y prudente, puesto por el amo al frente de su servidumbre, para que les dé provisiones a su tiempo? Dichoso este sier­vo, si, al llegar su amo, lo encontramos obrando así" (Mt . 24, 45-46).

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He aquí el significado de la espera: "¡Lo encontraré obrando así!"

Teilhard de Chardin dice que la voluntad de Dios está en la punta de mi esfuerzo, en la punta de mi lápiz y en la punta de mi arado.

¡Que fuerza de expresión para decir que el hombre debe obrar, que el cristiano debe desarrollar todas sus energías!

Dios se da a quien obra y obra como si fuera inmóbil. Dios se comunica a quien lo busca sabiendo que la búsqueda sería vana si no fuera buscado. San Ignacio, que era un gran contemplativo resumía el problema de esta manera: "Haz como si todo dependiera de ti y es­pera como si todo dependiera de Dios". Y Don Bosco, que era un auténtico místico sumergido en la acción hasta lo inverosímil, denunciaba su equilibrio sobrena­tural cuando cansado de correr y de hacer se dormía en las antesalas de los ministros. Este adormecerse de Don Bosco ante las dificultades de los coloquios con aquellos que. . . eran los poderosos de la tierra me parece la señal más clara de su alma contemplativa totalmente abando­nada en los brazos del Padre. Y me parece también la indicación más precisa para los cristianos de hoy de que, debiendo vivir el espíritu del Concilio que la Provi­dencia infinita de Dios ha traído a su Iglesia siempre joven, fresca y fecunda, corramos el riesgo —como ha dicho magistralmente Pablo VI— de ser arrastrados por tendencias opuestas o por falta de equilibrio.

¿Obrar o pensar?

¿Rezar o evangelizar?

¿Hablar o dar testimonio?

Me parece que la respuesta ya está dada.

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Y que el Espíritu del Señor que ha soplado tan vigo­rosamente sobre el aula conciliar traiga sobre nosotros su fuerza y nos guíe con virilidad y suavidad por los caminos del mundo contemporáneo.

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Pequeña guía para la lectura personal de la Biblia

A D V E R T E N C I A

Instrumento de trabajo:

1. Tienes que tener una Biblia personal y a ser posible en un solo tomo para poder tenerle siempre contigo, aun cuando vayas de viaje. Si eres pobre, pídela humilde­mente. Nadie te negará un regalo tan fácil y tan impor­tante. Ponle pastas o forro fuerte, sencillo, funcional. 2. Provéete de un buen lápiz para señalar los pasajes y subrayar los versículos más importantes que iremos indicando y que tú descubrirás. Ten cuidado de que la señal no se corra ni pase a la otra cara de la hoja. 3. Ten gran deseo de estar solo con este libro como con la carta que Dios te escribió desde siempre y por medio de la cual quiere expresarte su amor.

Atención:

—Señalarás todos los capítulos y versículos que te indicaré. Es importante y me explico. Son los puntos clave, los pasajes más hermosos y característicos, los diamantes que brillan con luz especial. Al final del tra­bajo poseerás una Biblia en la que te volverás a encon­trar mucho más fácilmente y ya no te asustará su apa­rente complicación.

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—No conviertas la lectura de la Biblia en un hecho cultural, haz de ella una oración.

N o digas "no voy a entender nada", sino di más bien: "soy pequeño y Dios mi Padre me enseñara'.

Por esto te aconsejo: abre la Biblia humildemente y empieza siempre con la oración al Espíritu Santo.

Una última palabra: no te eches sobre las notas como sobre soluciones fáciles:

Trata primero de leer el texto por ti solo, despacio, muy despacio, tratando de gustarlo como Palabra de Dios.

Si no entiendes vuelve a leerlo, tratando de poner tu inteligencia y tu corazón en estado de oración. Es el Espíritu del Señor el que debe hablarte y no las notas de los profesores de exégesis o de historia.

A éstos los consultarás después, mucho después.

Lo importante es que penetres dentro del Espíritu de la Biblia, que aprendas a sentir gusto de ella, a amarla, a distinguirla de cualquier otro libro.

N o cometas la equivocación que han cometido dema­siados, que buscaron en la Palabra de Dios, no el gusto del pan, sino la discusión sobre el pan, no la oración, sino la disertación sobre la oración, no la vida divina, sino las ideas sobre la vida divina.

Y el resultado. . . ¡ciertamente no fue brillante!

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I N T R O D U C C I Ó N

La Biblia es tu historia, la historia de tu alma. Es una gran historia de amor y como todas las historias de amor es una continua sucesión de páginas conmovedoras lle­nas de ternura o entusiasmo y de páginas de amargura y de prueba porque los celos son la compañía del amor como la traición es la ocasión del perdón.

Y como en todas las historias de amor: se mezclan hechos dolorosos y sangrientos, pues sobre esta tierra no existe amor perfecto y el amor tiene color de sangre. Pascal escribió que todo se resuelve en bien para los elegidos, hasta las oscuridades de la Sagrada Escritura, en cuanto tales oscuridades están honradas con la pre­sencia inaccesible de la Luz de Dios.

No te admires, pues, de las tinieblas porque son el signo de su Presencia, como la N u b e que guiaba al Pueblo de Dios por el desierto; y camina con humildad a la luz que te conceda el Espíritu.

Y recuerda que en el corazón humano hay siempre una elección que hacer: o Dios o la tierra. Pide que para ti sea Dios.

G É N E S I S

Para empezar la lectura de la Biblia te aconsejo como primer libro el Génesis, tanto -por su importancia fundamental co­mo por su lugar en el Antiguo Testamento.

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1 Parte

Lee los primeros 11 capítulos y señala con el lápiz los versículos siguientes:

Génesis 1,1-2 Génesis 3,21-24 1,26 1,28 2,5-9 2,21-24 3,5 3,11 3,16-19

" 4,3 4,9

" 6,5-7 8,20-21

" 9,5-7 " 9,13

Preámbulo a la lectura

Para entender y gustar los primeros capítulos del Gé­nesis, hay que olvidar todas las concepciones que nos hacen pensar en el tiempo y en el espacio como en abso­lutos. La Trascendencia de Dios fuera del tiempo y del espacio nos permite poner un poco de orden en lo que llamamos dimensiones. La historia del pueblo hebreo, nuestra historia moderna y en particular la de la Iglesia forman un pequeño islote en el tiempo y en el espacio y esto es algo muy importante que hay que tener pre­sente en la concepción del plan general de la Salvación.

Aquella época en la que el Espíritu de Dios "aleteaba sobre las aguas y la Sabiduría Eterna se solazaba ante Él" mientras era concebido el cosmos, puede darnos vértigos ante los recientes descubrimientos que han permitido a la ciencia calcular con mucha aproximación los millares de siglos que precedieron en nuestro planeta la llegada del "homo sapiens". Quede bien claro: las primeras pági­nas del Génesis son una poesía, y, como en todas las ex­presiones poéticas, "el símbolo" y la imagen contienen y

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revelan la verdad profunda a la medida y a la capacidad del que los gusta y trata de penetrarlos.

Aquí basta sugerir que expresan un amor de juventud de Dios. Amor de juventud al mundo, amor de juventud a la humanidad, amor de juventud de Dios a ti.

Porque Adán eres tú, Adán es la humanidad, Adán, y con él toda la creación resplandeciente de vida, es Cristo, pues a su imagen y semejanza, el mundo es el Cuerpo de Cristo en continuo crecimiento hasta el día en que llegue a su dimensión total que será la señal para que Dios rehaga "todas las cosas nuevas", el cielo y la tierra.

Libro, pues, de poesía, libro de profecía, libro de amor. En su lectura tu ser debe tratar de tender hacia el Espíritu de Dios que "aletea sobre las aguas".

II Parte

Lee los capítulos que van desde el 12 hasta el 50, es decir, hasta el fin del Génesis. Señala los pasajes siguien­tes y subraya los siguientes versículos:

Génesis 12,1-3 Génesis 26,3-4 12,13 14,18 15,6 18,14 18,17-33 19,12-14 22,1-19 24,1-25 25,23-26

" 27,1-29 28,14 32,23-33

" 38,10 " 39,1-23 " 41,1-57

49,2-27 50,20

Preámbulo a la lectura

Juan Bautista en su predicación junto al Jordán se di­rigía a sus compatriotas en estos términos: "Raza de ví-

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boras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que os anieiuizii? Dad frutos dignos de penitencia, y no os ilusionéis con decir en vuestro interior: "Tenemos por padre a Abra-ham", porque os digo que Dios puede de estas piedras suscitar hijos a Abraham" (Le. 3,7).

Porque —en efecto— en esta segunda parte del Géne­sis, no debemos pararnos en Abraham como padre car­nal de los Hebreos, sino en Abraham padre de todos los creyentes. Ha llegado el momento de pensar de nuevo —a través de todas las alegorías y los hechos de la vida de Abraham y de sus primeros descendientes— en las revelaciones del segundo amor de Dios a la humanidad.

Es una vuelta de Dios al amor de su juventud después de las amargas desilusiones habidas por nuestra infide­lidad; es un amor de madurez, un amor de benevolencia que supera infinitamente las profundidades del primer amor.

Es tiempo de que pienses de nuevo en el milagro de nuestra llamada a la fe; de que pienses de nuevo sobre todo en la respuesta viril y madura a esa llamada, pre­cisamente como Abraham.

Y esa respuesta, como por lo demás la misma llamada, es como un milagro que exige en nosotros la presencia de Cristo y de Su Espíritu y que nos hace vencer todos los temores humanos y, como Abraham, nos permite res­ponder: "Sí, Padre".

1 8 5

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EL É X O D O

Después del Génesis podemos empezar con el Éxodo, que debes considerar como el paradigma de la historia del Pueblo de Dios, y por lo mismo de tu historia hacia la Tierra Prometida. Terminarás esa lectu­ra con el libro de Job.

He aquí los pasajes y los versículos que debes señalar con tu lápiz.

Éxodo 9,1-22 " 12,1-14 " 12,46 " 13,12 " 14,1-31 " 15,1-21 " 15,25

Preámbulo a la lectura

Apenas se encontraron los Hebreos en el desierto, ex­puestos al hambre y a la sed . . . ¡cómo suspiraron por las cebollas de Egipto y por las ollas llenas de carnes grasas!

Así tu alma mira hacia el pasado fácil, apenas se deja oír cierta llamada de Dios que quiere hacer que atra­vieses la oscuridad de la Nube hacia una vida de fe viril y consciente.

Separación dolorosa de las ayudas y apoyos terrenos que deben ser sustituidos por la esperanza en los bienes invisibles.

Aquí es donde se revela el Dios de la zarza ardiente, el Dios del Sinaí, abrasado de celos porque te quiere

Éxodo 16,19 " 16,28-29 " 17,11 " 18,21 " 19,1-25 " 20,1-26 " 32,1-35

186

todo entero, como quiso todo entero a su pueblo, dis­puesto a sacrificar en la sangre a los que no tienen valor para olvidar a los ídolos.

Es necesario que sigas esta peregrinación desde Egipto a la Tierra Prometida que vivieron nuestros Padres en la fe, y, aunque siempre "tropezando", a pie. Peregrina­ción que profetiza la marcha de la Iglesia continuamente vacilante y tentada de deseos terrenos, pero que quiere, como Moisés y Josué, conducir a todos sus hijos al puerto de la Salvación. Peregrinación que profetiza tu camino sabiendo que las grandes aventuras son espirituales.

Finalmente, es necesario pensar que esta grandiosa visión del Éxodo representa la marcha de toda la huma­nidad. N o olvides que Dios habló sobre el Sinaí y que al mismo tiempo habla al corazón de todos los hombres.

Junto con el Éxodo lee el libro de Job, pero antes señala y subraya en tu Biblia los siguientes pasajes y versículos:

1,21 3,3-13 5,17-18 7,1 7,7-9 7,20-21 9,2-35

10,1-22 12,14-15 13,6-12 13,15

Job 13,25-26 » })

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14,1-2 16,2-4 17,3 19,21-28 21,11 29,13-15 38,1-41 39,1-30 40,1-14 42,2-6

Las "voces' en el desierto

Ha llegado la hora de conocer, después del estudio de los primeros libros fundamentales de la Biblia, alguna

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de las grandes figuras proféticas que a través de la histo­ria difícil del pueblo de Israel, dominan el horizonte espiritual del Pueblo de Dios.

Es indispensable retener, como idea general sobre este largo período, la bondad incansable de Dios que se abre paso precisamente en los momentos más oscuros de esa historia, provocados por la impiedad o de los jefes o del pueblo, o de ambos; bondad que tiene poder para susci­tar ayudas y socorros inesperados y de un modo entera­mente contrario a nuestros planes humanos.

Estos hombres son ya "signos" precursores del Mesías. Los hechos más notables de su vida contienen ya evoca­ciones de hechos evangélicos.

El nacimiento de Samuel (san Juan Bautista), el re­tiro de Elias al desierto durante cuarenta días, la multi­plicación de los panes y las resurrecciones hechas por Eliseo en favor de una viuda, la historia de Jonás, etc., etc., ofrecen temas muy a propósito para ello. Se diría que la mano de Dios se ejercita, se divierte haciendo y volviendo a hacer esbozos y dibujos para componer y completar la figura definitiva del Mesías, preparada des­de la eternidad en su divino corazón.

En relación con estas grandes figuras, como signos anunciadores, Dios revela además al hombre lo íntimo de su alma, sus preferencias por los pequeños y los hu­mildes. Precisamente a través de la impotencia de mu­jeres como Judit, Ester. . . Dios concede la victoria sobre los enemigos invencibles y mil veces más fuertes que los Hebreos. . . Dios prepara la última y fundamental reve­lación de las Bienaventuranzas a través del relato fresco y vivo de la vida de cada día de los humildes.

En todo esto se siente ya la manifestación de la cos­tumbre de Dios, de los gustos de Dios. Basta evocar los

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nombres de Ruth y Booz, de Tobías y de su familia, de Rahab la prostituta, para darnos cuenta de que los ca­minos de Dios no son nuestros caminos y que Dios sabe sacar la grandeza precisamente de la miseria. Y por eso en muchas de estas figuras se encuentran los primeros rasóos de rostros y fisonomías más perfectos que encon­traremos después en el Evangelio: José, María, la Mag­dalena, Marta.

Y el canto de Ana, la madre de Samuel, será la pri­mera copia del Magníficat definitivo de la Virgen. El Señor hizo contigo grandes cosas y su Nombre es santo.

Samuel

Para el conocimiento de este personaje lee del I Libro de Samuel los capítulos 1-2-3-8-9-10, y señala estos pasa­jes más importantes.

I Samuel 1,19 I Samuel 3,1-21 2,1-10 " 5,3

David

Es este uno de los personajes bíblicos más conocidos y característicos. Sobre él lee el I Libro de Samuel desde el capítulo 16 al 31 y el II Libro de Samuel desde el capítulo 1? al 24?.

Los pasajes que hay que señalar son los siguientes: I Samuel 17,1-58 II Samuel 11,1-27

II Samuel 7,12-16 " 12,1-9 7,18,29

(este pasaje es importante porque nos hace ver hasta qué punto los planes de Dios están lejos de nuestros pla-

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nes. Basta pensar que precisamente del pecado de David parte la generación carnal de Cristo que será llamado "Hijo de David"). Véase el Evangelio de san Mateo 1,6.

II Samuel 15,30 II Samuel 22,2-51 16,11-12 " 24,16-17

Elias

El relato de este gran hombre de Dios está en el I Libro de los Reyes en los capítulos 17-18-19.

Puedes señalar con tu lápiz los pasajes siguientes im­portantísimos.

I Reyes 17,2-9 I Reyes 18,21-40 " 19,1-21

Elíseo

Lee el II Libro de los Reyes desde el capítulo 2° al 9°, señalando los pasajes

II Reyes 2,1-19 II Reyes 4,8-37 4,1-8 " 5,1-19

Tobías

N o se puede menos de leer todo el libro. Es un relato delicioso y es una representación de los lazos invisibles que existen entre el hombre y los espíritus.

Hay que señalar los siguientes pasajes y versículos: Tobías 4,10-11

12,8 13,1-18

] udit

También hay que leer todo el libro que, entre otras

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cosas, es interesantísimo y dramático. Señalar en par­ticular

Judit 9,1-14 judit 15,9 " 13,16-20 " 16,1-17

Ester

La historia de Ester está contenida en los diez capítu­los del libro omónimo. Es hermosísima la oración conte­nida en el pasaje:

Ester 8,3-19.

Rut

Relato dulcísimo que ilustra la piedad filial de una familia —lejana y sin embargo. . tan cercana— del pue­blo escogido. Pensemos que por su justicia será llamada a ser uno de los anillos de la genealogía de Cristo.

Léanse los cuatro capítulos, todos ellos merecedores de ser señalados.

I y II Libro de los Macabeos

Llistoria grandiosa de una de las muchas familias que tuvieron valor para sacrificar vida y bienes por la restau­ración del culto del verdadero Dios.

Léanse los primeros cuatro capítulos del I Libro y los capítulos 5-6-7-8-9-10 del II Libro.

Señala los pasajes siguientes

I Macabeos 2,49-70 II Macabeos 5,11-27 3,19 " 6,1-31 9,1-22 " 7,1-42

9,8-12 12,39-46

191

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] onás

Este profeta, simpático y humilde, nos ofrece el relato de una vida llena de humorismo: el verdadero humoris­mo, el de los hombres que quisieran ser más severos que Dios.

Pero al mismo tiempo tiene la suerte de profetizar nada menos que la muerte de Cristo que expía por todos, cuando es agarrado por sus harapos y arrojado al mar y, algunos días después, figura a Crsito resucitado.

Señala los pasajes siguientes antes de leer todo el breve relato.

jonás 1,1-16 " 2,1-7 " 4,1-11

Los libros sapienciales

Pasemos ahora a echar un vistazo a lo que fue la esen­cia en la vida religiosa de nuestros padres en la fe.

1:1 pueblo hebreo fue durante mucho tiempo un pue­blo de nómadas y pastores y tardó mucho en ser seden­tario. N o hay que olvidar esta realidad para poder seguir y entender la evolución de su expresión religiosa, tanto en el sentimiento como en la organización cultural. La ignorancia general de la masa obligó al legislador a una codificación minuciosa que, por lo demás, corresponde a la mentalidad oriental.

Basta, aun en nuestros días, pasar algún tiempo en los países afro-asiáticos para darse cuenta de hasta qué punto el sentimiento de la unidad orgánica de la vida dirige las diversas expresiones sociales o religiosas. Las nocio­nes de "sacralización" y de "desacralización, de pureza y de impureza, fuera de la voluntad del hombre están ínti­mamente relacionadas con cierta filosofía del ser.

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Es necesario que siga a través de los Libros que te quedan por recorrer cierta evolución en la profundiza-ción de este pensamiento. Bajo la indicación de Dios, normas de sabiduría puramente humana y adquirida en el curso de la experiencia de los años, adquieren valor de leyes o por lo menos de sabiduría inspirada. Es así como, poco a poco, va tomando vida cierta religión in­terior. Bajo la guía de los Profetas, particularmente de los últimos tiempos, la noción de responsabilidad perso­

nal ocupará el puesto de la responsabilidad tribal y ten­

drá como consecuencia el que se vaya abriendo paso el

sentimiento del pecado personal interior. Nos trazará el camino hacia el mensaje evangélico.

Leeremos los seis libros sapienciales bajo dos ángulos visuales.

Para el culto Para la Moral

El Levítico Los Proverbios Los Números La Sabiduría Deuteronomio El Eclesiástico

Levítico

Puedes leer tranquilamente y sin mucho empeño los capítulos que van desde el 1? al 109 y desde el 239 hasta el final del libro.

Señala y subraya

Levítico 24,20 Levítico 26,1-46

25,1-55 " 27,1-25

Números

Lee los capítulos 6, 9, 11, 12, 14, 20, 21, 22 y señala en particular estos pasajes:

193

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Números » w

»

Deuteronomio

6,1-8 6,22-27 9,15-23

11,4-6 11,10-23

N i limeros ,, " »

11,31-34 12,7-8 14,15-24 20,9-13 21,49

Puedes leer por mero interés los capítulos 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 15, 16, 18, 19, 22, 26, 27, 29, 32, 33, 34,

Señala en particular y subraya

Deuteronomic " » " tt

n

" í)

"

>4,7 4,9-23 4,24 4,29 5,1-22 6,4-13 7,6 7,13 8,2-6

Deuteronomio V

>, ', f>

* M

" "

. 9,1-6 10,12-19 11,10-12 11,26-27 15,1-23 27,11-26 32,10-11 32,19 32,35

Proverbios

Lee este libro en los momentos de descanso sin preocu­pación de catalogaciones ni juicios, como se lee un libro sobre la sabiduría de los dichos populares.

Señala y subraya.

Proverbios 1,7 2,3-6 3,5-7 3,9-10 3,13-26 3,28 4,18-19

Proverbios 15,1 15,4 16,4 16,6 17,17 19,17 21,3

194

21,13 21,30 22,15 23,10-15 25,19-22 25,25-27 26,11 26,13-14 27,5-8 29,17 30,17-28 31,10-31

Lee con sencillez este libro maravilloso, notando cómo a través de los acontecimientos humanos Dios nos habla y revela su amor.

Subraya y señala los siguientes pasajes importantes:

"

" » " » " )> » " ft

}>

Sabiduría

5,3-6 6,16-19 6,22-35 7,1-27 8,11-19 9,1-6 9,22-36

10,26 11,26 13,11 13,24

Sabiduría w

» " » » »

Eclesiástico

1,1-2 2,1-20 2,23-24 3,1-14 5,9-13 6,12-19 7,7-12

Sabiduría » >, " " "

7,22-30 8,2-4 9,1-18

10,1-21 11,1-26 13,1-6 15,1-3

Lee este libro fácil; es como el resumen de lo que un padre anciano quisiera decir a su hijo antes de morir.

Señala estos pasajes importantes:

Eclesiástico 1,1-7 Eclesiástico 24,1-21 2,4-9 " 27,2

195

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3,29 " 30,1-13 4,1-11 " 40,28-30

7,14-15 " 42,24 7,33-36 " 43,1

11,20 " 43,19 18,1 " 43,27 18,9 " 51,2

L O S SALMOS

Pasemos ahora a la lectura y al estudio de los Salmos que tienen una importancia enteramente particular entre los Libros del Antiguo Testamento.

Los Salmos son poemas escritos para ser acompañados con instrumentos musicales.

Podemos dividirlos en grandes categorías con el fin de ayudar y facilitar el tono justo de nuestra oración según los períodos de la vida de la Iglesia o según las necesidades profundas de nuestra alma.

En general se dividen en Himnos, en oraciones de im­petración, de adoración, de alabanza, de confianza, en salmos didácticos y en salmos proféticos.

Se puede decir que toda la doctrina religiosa del An­tiguo Testamento se encuentra en los Salmos bajo forma lírica o didáctica. Pero las oraciones son siempre concre­tas: expresar un estado de alma particular del individuo o de la colectividad que quiere manifestarse a su Señoi y Maestro. Además debemos decir una cosa: si los Sal­mos, que son oraciones inspiradas, ocupan aún hoy un

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puesto tan privilegiado en la vida de la Iglesia quiere decir que tienen valor universal.

Sin duda alguna este valor universal consiste en el hecho de que anuncian un "adviento", un acto que debe realizarse: el adviento de la Salvación de los pobres, a la que está destinado este Reino.

"Orando" con estos Salmos hay que esforzarse por vivir en nosotros esta fuerza universal del Pueblo de Dios —el pueblo hebreo—, pero más aún la realidad de la que este pueblo fue imagen: el pueblo de todos los redimidos.

"Señor, enséñanos a orar", dirán los discípulos a Je­sús. Dios en los tiempos antiguos había empezado ya, por medio de estos cánticos líricos, esta lección de ora­ción y toda esta colección será resumida sin posibilidad de ser superada en el "Padrenuestro".

Advertencia: N o te dejes sorprender ni desmoralizar por algún salmo de ímpetu. . . guerrero. Están ahí por diversos motivos de naturaleza histórica, pero también —así lo pienso— para mostrarnos qué ridículos somos los hombres cuando pedimos a Dios cosas idiotas y perju­diciales. Y también esto puede servirnos de lección por­que —como dice Pascal— todo sirve para el bien de los escogidos.

La lectura de los Salmos —estoy cierto de ello— te re­sultará deliciosa. Con calma, en paz, puedes leerlos todos una primera vez. Después verás que sentirás la necesidad de volver sobre ellos, especialmente sobre los más impresionantes. A este propósito te aconsejo que hagas de ellos una catalogación personal que te será pre­ciosa más tarde, cuando sientas la necesidad de recurrir a los Salmos para expresar mejor tu oración.

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En general la subdivisión se puede hacer bajo estos títulos:

Adoración: por ejemplo Salmos 8-64-103-144, etc. alabanza: como el 18-33-92-95-135, etc. confianza: 4-15-17-22-24-39-41, etc.. impetración: 5-27-30-50-54-70. didácticos: 1-14-36-48-49-118. mesiánicos: 2-21-71-109-68. históricos: 43-77-104-105-136.

o también concentrando la atención sobre estados de alma, situaciones, momentos, liturgia, etc. Ejemplos como:

Oración de Jesús: 3-40-61. Cristo Crucificado: 22-69-88. Cristo Rey: 3-72-93-95-96. Sacerdote de la creación: 9-19-24-29-65-104. Preparación para la Misa: 15-43-50. Acción de gracias: 20-34-84-139.

En todo caso subraya en tu Biblia los versículos siguien­tes que son de los más bellos de todo el Salterio. Así tendrás delante lo mejor de estos poemas admirables:

Salmo 2,7-8 3,4-5 4,2 4,8-9 6,2-4 8,4-5

" 13,2-6 " 16,2 " 18,2-7

18,29-34 " 19,2-5

Salmo 22,2-32 » j>

yt

>> tt

» » » » "

23,2-5 27,13-14 28,1 30,2-4 31,2-25 32,3-4 33,6-8 34,6-12 36,8-10 37,4

198

37,35-36 38,4-10 39,6-7 40,2-4 40,7-9 42,2-10 45,2-18 46,2-5 47,2-3 51,2-21 53,2 55,7-8 56,5 57,2-3 57,8-11 60,3-6 62,2-13 63,2-9 66,4-6

66,11-17 69,2-32 71,17-18 72,5-20 73,23-28 77,6-10 77,17-21 80,2-6 84,2-5 85,11-14 86,2-3 88,2-19 89,2-17 90,1-10 91,1-16

" 95,4-11 " 102,6-8 " 102,24-28 " 103,10-14 " 104,1-35 " 106,20 " 106,40 " 107,4-6 " 108,1-5 " 110,1-7 " 111,10 " 115,4-8 " 118,6 " 118,22 " 119,18 " 119,36 " 119,49 " 119,57-58 " 119,81-84 " 119,105 " 119,123 " 119,147-148 " 122,1-3 " 123,1-4 " 124,1-8 " 125-1 " 126,1-6 " 128,1-6 " 129,3 " 130,1-8 " 131,1-3 " 136,1-26 " 139,1-9 '' 146,3

199

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" H2.2-8 " 145,1 " 143,1-íl! " 147,1-20 " 144,1-7 " 148,1-14

LOS LIBROS PROFETICOS

A medida que se va ahondando en la idea de Dios, se va precisando el concepto de pecado.

La idea del pecado es como "el reverso" de Dios. La noción de la necesidad de una salvación personal,

la necesidad de un salvador para restaurar el equilibrio y la paz es la última enseñanza del Antiguo Testamento para preparar la venida del Mesías. Y es ésta la obra de los grandes Profetas que ahondaron en estas dos revela­ciones para sus compatriotas. Constituyen con sus escri­tos la preparación inmediata a la Revelación que el Hijo de Dios en persona traerá a esta tierra.

Para aceptar al Mesías y al Mesías paciente (al siervo de Yavé) como será descrito por las visiones de los pro­fetas, ante todo había que reconocer el pecado, las cul­pas de la humanidad y su gravedad por una parte, y por otra, la impotencia absoluta del hombre y del pueblo escogido en particular, para salir del caos.

Isaías ha trazado —podríamos decir— el retrato casi fí­sico del Mesías que tendrá que venir. Mientras que Jere­mías amplía de una manera única el sentimiento de la necesidad del alma, la pobreza radical del hombre que sólo en Dios podrá encontrar su plena satisfacción.

200

Este Jeremías anuncia siempre catástrofes y dolores: tiene pocos amigos y ningún discípulo: rechazado por todos. Trabajando sin éxito, hasta es arrojado del Templo cuya destrucción ha predicho. En el abismo de sus amar­guras encuentra refugio en Dios solo. Sus "confesiones" —podríamos llamarlas así— son uno de los puntos culmi­nantes del Antiguo Testamento. ¡Qué conmovedor es el diálogo de este hombre con Dios! Las almas hebreas, las más piadosas, las más religiosas, experimentaron más que formularon la vida religiosa. Buscaron con angustia esta fuente de agua viva capaz de renovar y crear de nuevo al hombre.

Es esta la visión que hay que tener y vivir al acer­carnos a los Libros proféticos orientados enteramente hacia la Salvación que "reúne a los pobres de Yavé".

Es este el grito que sale de la vida misma de los pro­fetas y de las palabras que constituyen el espíritu de profecía siempre vivo en la humanidad.

Es esta llamada "torturante" la que nos dice que existe algo que no se ve, que no se toca; que nos asegura una Presencia que juzga las cosas de hoy y de mañana con .ojos y medidas totalmente ignoradas aun por las técnicas más modernas.

Podríamos poner como introducción al conjunto de los libros proféticos este sencillo pasaje bíblico: "He aquí que los reuniré de todas las naciones entre las que los he dispersado por mi cólera y mi furor... Los traeré de nuevo y serán mi pueblo y Yo seré su Dios. . . y les daré un corazón nuevo y estableceré con ellos una alian­za eterna por la que no cesaré de hacerles bien con todo mi corazón y con toda mi alma".

. . . ¡mucho antes de todo Concilio Vaticano! Admirable desarrollo, magnífica pintura que ha guiado

la mano de Dios, pedagogía sólida y vital que conducía

2 0 1

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a las almas para que fueran entendiendo poco a poco la naturaleza de los "bienes mesiánicos", es decir, el con­junto de los valores eternos que penetrarán en el mundo a través de Cristo; pues era necesario un modelo perfecto para presentar a nuestros ojos el corazón del Padre ce­lestial.

Tienes que acometer la lectura de los libros proféticos con valentía, con gran espíritu de oración y de confianza en Dios.

A veces es bueno hacerla coincidir con ciertos períodos litúrgicos.

Isaías con el Adviento, Jeremías con la Cuaresma, a veces con días o períodos de soledad y de desierto.

No te señalo los capítulos que debes leer para dejar más libertad a la disponibilidad del Espíritu en ti, pero te aconsejo vivamente que a la lectura preceda el tra­bajo acostumbrando a subrayar con el lápiz los pasajes y los versículos más importantes que te ayudarán a encon­trar entre tus manos una Biblia más familiar, más tuya.

Isaías

Del libro de Isaías subraya los versículos siguientes:

ías 1,2-9 1,11-17 2,2

' 2,4 2,17 3,17 3,23-24 4,2 5,18 6,10

Isaías 41,8-14 " 42,1-4 " 42,13-14 " 43,1-5 " 45,4-10 " 45,23 " 49,1 " 49,6 " 49,8-13 " 50,2-7

202

7,10-17 9,1-6

11,1-5 11,6-9 12,1-6 25,1 27,2-5 29,15 33,11 35,1-10 38,9-20 40,1-11 40,12-31

52,13-15 53,1-12 54,1-17 55,1-5 56,9-12 58,1-14 61,1-11 62,1-12 63,1-19 64,1-11 65,1-25 66,9-12 66,22

Jeremías

De Jeremías no te olvides de señalar y subrayar los pasajes siguientes:

Jeremías 7,16 8,4-7

13,26-27 14,5 14,17 15,1-3 15,10 17,1 17,5-11 17,14 18,1-12 18,13-15 20,7-9 20,14-18 23,3-4

smías 1,4-10 2,1-13 2,20-27 2,32 3,1-5 3,12 3,20-22 4,1 4,14 4,19 5,13-14 5,20-25 6,7-8 6,24-26 7,9-10

203

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8,18-23 9,3-4

10,3-15 10,19 10,23 11,14-16 11,19 12,7-8 13,11

^mentaciones 1,1-2 1,8 1,12-13 2,5 2,13 3,1-24 3,26-33 3,43-48

Baruc 3,32-38 " 4,4

tt

ty

» » ^ " )> "

23,9-11 24,7 30,18-24 31,3-4 31,10 31,15 31,33-34 32,26

Lamentaciones 4,3-4 » » » » " "

4,10-11 4,13 5,4-5 5,10 5,15-17 5,21-22

Baruc 4,7-8 " 4,36

Ezequiel

No te asustes de las visiones algo complicadas de este profeta. Es algo difícil y cuando algún pasaje no te diga nada, pasa adelante.

Ezequiel 16,1-63 Ezequiel 34,1-31 23,1-49 " 36,22-26 24,3-12 " 37,1-13 33,10-20 " 38,19 33,31-33

Daniel

Lectura más fácil. Señala los pasajes siguientes:

204

aniel 2,20-23 2,36-49 3,14-23 3,40-42 3,52-59 4,24 4.31-34

Daniel 5,1-30 7,9-14 9,4-5 9,24-27

13,1-64 14,28-43

Oseas

Es una pequeña obra maestra. Bajo la imagen muy querida del pueblo hebreo de los desposorios entre Israel y Yavé se oculta todo el drama de las relaciones entre el alma y Dios.

Tienes que subrayar los siguientes pasajes:

Os< 1,9 2,16-19 2,21-22 2,25 6,46 8,7

9,1 0,1

Oseas " " " " i?

n

10,11 10,13 11,1-4 11,8-9 13,7-8 13,13-14 14,5-7

] oel

Hay que subrayar los versículos siguientes: Joel 1,4 Joel 3,1-5

" 2,15-18 " 4,18-19

Amos

Subraya: Amos 5,18-20

" 5,21-27 Amos 7,3

" 9,11-15

2 0 5

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Jonás

Subraya: Jonás 1,1-16

" 2,1-7 " 4,1-11

Miqueas

Subraya: Miqueas

n

N ahúm

3,11 4,1-3 4,6-7 5,1

Subraya: Nabúm 1,2

3,1-7

M: iqueas 6,3-8 7,4 7,11-17 7,18-20

Habacuc

Habacuc 1,3 1,13-14

Habacuc 2,3-4 3,19

Sofonías

Sofonías 1,12 3,3-4

Ageo

Ageo 1,6 " 2,6-9

206

Zacarías

Zacarías 9,9-7 Zacarías 12,10-11 11,13 " 13,7

Malaquías

Malaquías 1,2 Malaquías 3,1-5 1,6-10 " 3,8-10 2,1-4 " 3,23-24

LOS EVANGELIOS

"Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a los Padres por medio de los projetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. Este, que es el resplandor de su gloria y la impronta de su substancia, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa y, una vez que realizó la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en lo más alto del cielo" (Heb. 1,1-3).

Ahora nos toca acercarnos al Nuevo Testamento y especialmente al Evangelio.

Decimos inmediatamente que no se trata de una simple lectura. Los hechos y las palabras del Hijo de Dios, hecho hombre, no pueden entrar en ninguna cate­goría de libros.

El Padre de Foucauld había comprendido esta presen­cia especial y extraordinaria de Cristo en el Evangelio

207

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de tal manera que en su capilla en el desierto, la misma lámpara iluminaba tanto el Sagrario como el texto del Evangelio colocado junto a él.

Las palabras del Evangelio son signos que revelan y contienen verdaderamente el Espíritu del Señor. Pode­mos decir que la meditación sobre el Evangelio produce un contacto vivo con Cristo.

Recuerda que el Evangelio es un "absoluto", el que lo abre con la intención auténtica de ponerlo en práctica será tenido por loco. Loco como lo fue san Francisco de Asís, loco corno lo fue Benito Labre, loco como lo fue Carlos de Foucauld.

Este último había resumido sus interminables medita­ciones sobre el Evangelio en esta frase: "Jesús ha ocu­pado el últ'mo puesto entre nosotros de tal manera que nadie se lo podrá quitar".

Y de hecho podemos convencernos de que no pode­mos expresar el pensamiento contenido en el Evangelio sino de una manera aproximada; que no podemos sino balbucear cuando queremos explicar a nuestros hermanos su contenido y que no podemos sino tropezar cuando queremos tratar de seguir el camino trazado por Jesús.

Pero, a pesar de todo esto, debe quedar en nosotros, y fuertemente, el deseo de reproducir, de imitar este "Modelo único" y esto es lo que nos inspira el contacto diario con el Evangelio.

Para terminar diremos que es necesario insistir sobre este movimiento de imitación que, por lo demás, marcha *cn los dos sentidos como todo movimiento de amor.

Puede ocurrir que nos toque llamar, llamar a su puerta todos los días para que nos revele Su Rostro, pero sin olvidar que Él mismo nos ha hecho esta advertencia: "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye

2 0 8

mi voz y me abre, entraré en su casa; cenaré con él y él

conmigo" (Ap. 3,20).

"Y qué señalar en los Evangelios? ¿Qué versículos de­bemos subrayar? Había empezado. . . a s í . . . y poco a poco. . . advertí que ni una sola línea quedaba omitida: ¡había subrayado todo!

Pienso, pues, que es inútil empeñarse en este trabajo como lo hicimos con los libros del Antiguo Testamento. Considera, amigo, el Nuevo Testamento de tal impor­tancia que no dejes de prestar atención ni siquiera a una sola línea.

Pero termino mi trabajo de guía haciéndote dos breves advertencias necesarias: una sobre la lectura del pensa­miento de san Pablo y la otra sobre la de san Juan.

has cartas de san Pablo

Ciertamente las cartas de san Pablo ¡no son fáciles! Nos encontramos ante un hombre culto, acostumbrado a la dialéctica oriental y conocedor, como pocos, de los problemas del mundo pagano y judío. Muchos han inten­tado presentar una síntesis del pensamiento paulino, pero no siempre con buenos resultados: en el fondo se termina por textos del Antiguo Testamento, sobre el que apoya continuamente su profundo pensamiento. Se ha intenta­do imponerle "categorías" prefabricadas.

De hecho San Pablo es un "intuitivo" formidable que confía sus convicciones personales y sus intuiciones si­guiendo las necesidades de sus lectores. Es cierto que hay cartas en las que el apóstol trata de ir al fondo de un tema doctrinal como si aquel grupo al que va dirigida la

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carta no hubiera comprendido bien el argumento. Pero pienso que en medio del gran cúmulo de enseñanzas teó­ricas, de meditaciones bíblicas, de argumentos apologé­ticos, de consejos pastorales y morales hay que extraer algún verdadero tesoro, alguna perla preciosa.

Señalemos algunas líneas fundamentales:

a ) Visión de un mundo en marcha hacia la transfor­mación y la Resurrección final.

b ) La edificación del Cuerpo Místico de Cristo (visto a la luz de las dimensiones de la creación entera).

c) La acción del Espíritu Santo en esta perenne transformación y edificación.

d ) La espera amorosa y angustiosa del hombre y de la creación de un Retorno definitivo de Cristo.

Toda esta actitud general escatológica es de tal poder, que marcó profundamente los primeros tiempos del cris­tianismo y dio a san Pablo un ímpetu evangélico real­mente excepcional.

Ante estos textos que revelan la gran figura de san Pablo, es bueno recordar finalmente la advertencia hecha por el Señor a Ananías, encargado de bautizar al nuevo convertido: "Anda que este es para mí instrumento ele­gido, para llevar mi nombre a los gentiles y reyes y a los hijos de Israel. Yo le mostraré cuánto debe padecer por mi nombre" (Hechos 9,15).

La lectura de san Juan

La última introducción, antes de terminar esta guía, está dedicada a san Juan para ayudarte a leer sus escri­tos y sobre todo su última obra, el "Apocalipsis".

2 1 0

Juan fue el amigo del Corazón de Jesús. Sin duda sintió cosas que los otros discípulos no sintieron y además, fue favorecido, especialmente en los últimos años de su an­cianidad, con diversas revelaciones para consuelo e ins­trucción de los cristianos.

Los frescos grandiosos que pinta para describir el fin del mundo y el principio del otro serían espantosos si el conjunto de su libro no estuviera dominado por un pen­samiento de amor.

En realidad, este Libro es el libro de las bodas del Cor­dero con su Iglesia, y al mismo tiempo la imagen, como siempre, de la unión con el alma contemplativa. La es­posa participa de la alegría y del triunfo del esposo, el Caballero de Dios, que después de haber ganado todas las batallas sale al fin victorioso del combate con los suyos y distribuye a los fieles gloria y recompensa.

El espectáculo de los enemigos abatidos y vencidos, el espectáculo de la liturgia grandiosa que se organiza en el tercer cielo para honrar al vencedor llena de alegría el corazón de la Iglesia.

Pero la esposa espera después de este triunfo maravi­lloso del Esposo, la intimidad de la noche, cuando Él sea todo para ella. Y es el deseo profundo y final que Cristo espera que expreses tú siguiendo a san Juan y desde el fondo de todo tu ser.

"Señor, ven, ven pronto"

Todos los grandes contemplativos que nos ha pre­sentado la Sagrada Escritura, desde Abraham a Moisés, desde Elias a Jeremías, han alcanzado, después de las pruebas de purificación, este deseo que el salmista ex-

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presó con las palabras: "Como una tierra seca y sin agua así mi alma tiene sed de Ti, Dios mío". San Pablo dirá: "Deseo morir para estar con Cristo".

Y termino expresando un último deseo: Que esta bús­queda un poco ansiosa de la juventud que empieza desde el Cantar de los Cantares, después de haber encontrado su justificación en la práctica de la caridad —de la que habla San Juan en su carta: "hijitos míos, amaos los unos a los otros como nos amó Jesús", se haga más tranquila pero no menos ardiente en los años duros de la fe des­nuda y pueda al fin hacerte decir y suspirar, como ga­rantía de todas esas revelaciones: "La vuelta está cerca, sí, ¡ven Señor Jesús, ven pronto! Amén" (Ap. 22, 20) .

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Í N D I C E

7 Presentación 13 Introducción

PRIMERA PARTE

19 Sumergido en la luz 26 La fe 31 La llamada a la fe 38 La esperanza 45 El camino de la esperanza 50 El amor 56 El camino del amor

S E G U N D A PARTE

65 N o es bueno que el hombre esté sole 71 Vivir juntos 76 ¡Es debilidad, no amor! 83 El hombre y el trabajo 88 Trabajarás con el sudor de tu frente 94 Amar todas las cosas

101 N o te harás ídolos esculpidos

TERCERA PARTE

111 La alabanza de Dios 117 La invocación 123 La confianza como oración 128 Oración y vida 135 La oración como sacrificio 142 La revelación de Dios 149 El amor de Dios en nosotros

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CUARTA PARTE

157 El mandamiento nuevo 166 El fuego purificador 172 ¡Ven, Señor!

APÉNDICE

180 Pequeña Guía para la lectura personal de la Biblia