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La novela de la Revolución Mexicana ANTONIO LORENTE MEDINA UNED l. CONCEPTO y DELIMITACIÓN Cuando se habla de novela de la Revolución Mexicana se imponen de inmediato al lector los nombres de Mariano Azuela, Martín Luis Guz- mán y una escasa nómina de autores, recogidos por Antonio Castro Leal en 1960. Pero cuando se intenta definir este subgénero surgen nume- rosas dudas, derivadas de la ambigüedad de los términos «novela» y «revolución», encerrados en el sintagma, y de la amplitud de los límites aplicables en su conceptualización (Rutherford 1972: 13-19). Además, los rasgos comunes exis- tentes entre los relatos del pretendido «corpus» se deben, como mucho, a una temática recurren- te y a una «común actitud critica» de los auto- res respecto de la Revolución misma, como han señalado todos los estudiosos que han analizado el fenómeno histórico. No se trata de un movi- miento ni de una escuela literarios; tampoco se . corresponde con una generación de escritores, por otra parte ya extinta. Y si su especificidad estriba en ciertos aspectos temáticos reiterados, como quieren al parecer algunos críticos, podre- mos hablar de novela de la Revolución Mexica- na -y quizá fuera más adecuado decir novela mexicana de la Revol\lción- mientras haya no- Velistas que utilicen los acontecimientos históri- cos que la constituyen para el desarrollo de sus narraciones literarias, por más que sus técnicas narrativas difieran de la brevedad y el fragmenta- rismo o del carácter testimonial que caracterizan a la narrativa de la Revolución durante la década ele los treinta y gran parte de la década siguien- 1111 1 Estas ambigüedades han permitido a ciertos criticos acuñar términos como «proceso narrati- vo» (Portal 1980:34-44) o «corriente temática» (Sarmiento 1988:20) para explicar el fenómeno . éomo una realidad permanente, capaz de agluti- .• todas las innovaciones formales y de utilizar- .. como su cauce expresivo. "'.C! Desde esa perspectiva novelas como Columbus (1996), de Jpcio Solares, y otras que puedan surgir, escritas o no por IMXicanos, podrían catalogarse siempre _como «novela de la Y otro tanto podría decirse de cualquier utilizara un tema común como único prilOpio No obstante estas apreciaciones, parece existir un amplio consenso para definir la novela de la Revolución Mexicana como «el conjunto de obras narrativas de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y políticas, así como en los cambios políticos y socia- les que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución» (Castro Leal 1960: 17). Definición que coincide básica- mente con las ofrecidas por Max Aub (1969:4; re- petido en Ocampo 1981:61), J. Rutherford (1972) y el Diccionario de la literatura mexicana. Siglo AX (Pereira 2000:234-236), y a las que habría que añadir que fue iniciada por Mariano Azuela. El carácter testimonial de esta novelística ha llevado al segundo a incluir dentro de ella a autobiografias, memorias y colecciones de cuentos sobre sucesos que ocurrieron entre noviembre de 1910 y febrero de 1917. Y aunque no se le ocultan las objeciones que se pueden poner a su clasificación, conside- ra que este grupo de obras constituye un «subgé- nero coherente», con diferencias «verdaderas e importantes» respecto de las restantes novelas mexicanas coetáneas 2 También parece existir un gran acuerdo en que Al filo del agua (1947) clausura el ciclo. Y en verdad desde los últimos años de la década del treinta se percibe un desplazamiento temático hacia los efec- tos de la Revolución, a la par que cierto distancia- miento critico por parte de escritores pertenecien- tes a una nueva generación, como José Revueltas, Rojas González o el mismo Agustín Yáñez, que uti- lizan innovaciones formales de la novela moderna e indagan en las zozobras íntimas de los personajes de sus relatos, con el fin de plasmar la idiosincrasia del ser mexicano. Al conjunto de novelas que cons- tituyen este grupo se le ha denominado «Narrativa de la Posrevolución» (Pereira 2000:33) . De cualquier forma, todas las clasificaciones (con la excepción de la de Max Aub) obvian las 2 Los problemas que plantea la clasificación establecida por Rutherford estriban en el grado de subjetividad dejado al critico para determinar en qué novela la Revolución ocupa «una parte de importancia considerable» y en considerar acabada la fase militar en 1917, con lo que excluye obras como La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; La virgen de los cristeros, de Fernando Robles, o Cuando engorda el Quijote, de Jorge Ferretis.

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Sobre la novela de la revolución mexicana

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La novela de la Revolución Mexicana

ANTONIO LORENTE MEDINA UNED

l. CONCEPTO y DELIMITACIÓN

Cuando se habla de novela de la Revolución Mexicana se imponen de inmediato al lector los nombres de Mariano Azuela, Martín Luis Guz­mán y una escasa nómina de autores, recogidos por Antonio Castro Leal en 1960. Pero cuando se intenta definir este subgénero surgen nume­rosas dudas, derivadas de la ambigüedad de los términos «novela» y «revolución», encerrados en el sintagma, y de la amplitud de los límites aplicables en su conceptualización (Rutherford 1972: 13-19). Además, los rasgos comunes exis­tentes entre los relatos del pretendido «corpus» se deben, como mucho, a una temática recurren­te y a una «común actitud critica» de los auto­res respecto de la Revolución misma, como han señalado todos los estudiosos que han analizado el fenómeno histórico. No se trata de un movi­miento ni de una escuela literarios; tampoco se

. corresponde con una generación de escritores, por otra parte ya extinta. Y si su especificidad estriba en ciertos aspectos temáticos reiterados, como quieren al parecer algunos críticos, podre­mos hablar de novela de la Revolución Mexica­na -y quizá fuera más adecuado decir novela mexicana de la Revol\lción- mientras haya no­Velistas que utilicen los acontecimientos históri­cos que la constituyen para el desarrollo de sus narraciones literarias, por más que sus técnicas narrativas difieran de la brevedad y el fragmenta­rismo o del carácter testimonial que caracterizan a la narrativa de la Revolución durante la década ele los treinta y gran parte de la década sigui en-11111• Estas ambigüedades han permitido a ciertos criticos acuñar términos como «proceso narrati­vo» (Portal 1980:34-44) o «corriente temática» (Sarmiento 1988:20) para explicar el fenómeno . éomo una realidad permanente, capaz de agluti­.• todas las innovaciones formales y de utilizar­.. como su cauce expresivo.

"'.C! Desde esa perspectiva novelas como Columbus (1996), de Jpcio Solares, y otras que puedan surgir, escritas o no por IMXicanos, podrían catalogarse siempre _como «novela de la ~ohj(:iónMexicana». Y otro tanto podría decirse de cualquier

utilizara un tema común como único prilOpio

No obstante estas apreciaciones, parece existir un amplio consenso para definir la novela de la Revolución Mexicana como «el conjunto de obras narrativas de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y políticas, así como en los cambios políticos y socia­les que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución» (Castro Leal 1960: 17). Definición que coincide básica­mente con las ofrecidas por Max Aub (1969:4; re­petido en Ocampo 1981:61), J. Rutherford (1972) y el Diccionario de la literatura mexicana. Siglo AX

(Pereira 2000:234-236), y a las que habría que añadir que fue iniciada por Mariano Azuela. El carácter testimonial de esta novelística ha llevado al segundo a incluir dentro de ella a autobiografias, memorias y colecciones de cuentos sobre sucesos que ocurrieron entre noviembre de 1910 y febrero de 1917. Y aunque no se le ocultan las objeciones que se pueden poner a su clasificación, conside­ra que este grupo de obras constituye un «subgé­nero coherente», con diferencias «verdaderas e importantes» respecto de las restantes novelas mexicanas coetáneas2•

También parece existir un gran acuerdo en que Al filo del agua (1947) clausura el ciclo. Y en verdad desde los últimos años de la década del treinta se percibe un desplazamiento temático hacia los efec­tos de la Revolución, a la par que cierto distancia­miento critico por parte de escritores pertenecien­tes a una nueva generación, como José Revueltas, Rojas González o el mismo Agustín Y áñez, que uti­lizan innovaciones formales de la novela moderna e indagan en las zozobras íntimas de los personajes de sus relatos, con el fin de plasmar la idiosincrasia del ser mexicano. Al conjunto de novelas que cons­tituyen este grupo se le ha denominado «Narrativa de la Posrevolución» (Pereira 2000:33) .

De cualquier forma, todas las clasificaciones (con la excepción de la de Max Aub) obvian las

2 Los problemas que plantea la clasificación establecida por Rutherford estriban en el grado de subjetividad dejado al critico para determinar en qué novela la Revolución ocupa «una parte de importancia considerable» y en considerar acabada la fase militar en 1917, con lo que excluye obras como La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; La virgen de los cristeros, de Fernando Robles, o Cuando engorda el Quijote, de Jorge Ferretis.

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circunstancias históricas que condicionaron el sur­gimiento de las novelas encuadradas bajo el epí­grafe «novela_ de la Revolución Mexicana», aun­que las tengan presentes. Y nos parece esencial. Si en cualquier movimiento o fenómeno literario es importante el contexto cultural en que nace, en el caso que nos ocupa nos parece de especial rele­vancia. Porque si la Revolución fue, como tantas veces se ha dicho, un verdadero alzamiento popular, un cataclismo que conmocionó a toda la sociedad mexicana, los intelectuales que se vieron involu­crados en ella, tanto los que participaron activa­mente como los que la padecieron (o fueron sim­plemente espectadores), lucharon por incorporar a México en un proceso de modernización que posibilitara una sociedad más justa, más dinámi­ca y más homogénea. Por recordar algunos ejem­plos, sin la recuperación de los estudios clásicos y de la tradición indo-hispana, impulsada por Vas­concelos, y sin el apoyo de su ministerio a la pin­tura mural y a los distintos movimientos de van­guardia, dificilmente hubieran tenido lugar la gran eclosión de la escuela muralista mexicana, la gran floración de revistas como La Falange, Hélice, Horizonte, Irradiador, Ulises o Contem­poráneos, que indagaron sobre la orientación que debían tener las obras literarias como componen­tes básicos de un «arte revolucionario», ni las dis­cusiones que polarizaron la década del veinte so­bre la esencia y finalidad de la obra artística y sobre su papel socialmente activo. Entre otras, la más sonada, la polémica literaria que polarizó a los intelectuales mexicanos entre noviembre de 1924 y febrero de 1925, acerca del «afeminamiento» de la literatura mexicana y la necesidad de crear una literatura «viril», que reflejara fielmente «nues­tras últimas revoluciones».

Porque a principios de esta década --con la ex­cepción de Mariano Azuela3-la corriente narra­tiva dominante en México era la que se ha dado en llamar colonialista, caracterizada por la recrea­ción artística del pasado colonial. El colonialismo supuso una nueva visión del pasado en la ficción mexicana. Surgida entre algunos componentes del Ateneo de México, hundía sus raíces en la literatu­ra modernista continental y se nutria de los libros de González Obregón. Y murió víctima de su pro­pio preciosismo y de exagerar el arcaicismo de su estilo (Brushwood 1973:323-327). Es posible que sus cultores intentaran evadirse de la confusa rea­lidad de su tiempo, aunque habria que preguntar-

3 Algún otro caso, como la casi desconocida novela de José Ugarte, El caballero XI, refiere directamente los hechos revo­lucionarios vividos. Pero esta misma novela, porque sus dos principales personajes, el protagonista y su señor, son un reme­do de Sancho Panza y Don Quijote, por el estilo, que imita de­liberadamente la prosa barroca española, y por el simbolismo que encierra, participa, de algún modo, de la recuperación his­panista llevada a cabo por la novela colonialista.

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se si novelas como Moysén no podrian tener una lectura en clave para la situación política y social que estaban viviendo. En cualquier caso, no cabe duda de que contribuyeron a la rehispanización del lenguaje y a la recuperación de la cultura co­lonial en México. No por casualidad se iniciaron entonces los estudios sobre sor Juana Inés de la Cruz, Sigüenza y Góngora y el Barroco mexica­no, en estrecho paralelismo con lo que ocurria en otros lugares del ámbito hispano y que el mismo Ateneo contribuyó a estudiar. Obras como Arqui­lla de marfil (1916), de Mariano Silva, Visionario de la Nueva España (1921), de Genaro Estrada, Doña Leonor de Cáceres y Acevedo y Cosas tene­des (1922), de Artemio del Valle Arizpe, Moysén (1924), de JiménezRueda, oEI corcovado (1923), de Ermilo Abreu, jalonan la narrativa mexicana del momento. Es cierto que Pero Galín (1926), de Genaro Estrada, parece clausurar esta tendencia -salvo en el caso de Valle Arizpe, aunque todavía Francisco Monterde publique en 1943 El temor de Hernán Cortés y otras narraciones de la Nueva España. Como también lo es que esta novela su­pone, al menos hasta la boda del protagonista con Carlota Vera, una parodia de la novela colonialista (Aub 1981 :73), criticada ya por el propio Genaro Estrada en el episodio inicial, titulado sintomáti­camente «Género», cuando historia su filiación literaria y satiriza con sorna la «resurrección de una lengua que nunca ha existido», y que él de­nomina la fabla:

La fabla es la médula del colonialismo aplicado a las letras. La receta es fácil: se coje un asunto del siglo XVI, del siglo XVII o del siglo XVIII y se escribe en lengua vulgar. Después se le van cambiando las frases, enrevesándolas, aplicándoles transposicio­nes y por último, viene la alteración de las palabras. Hay ciertas palabras que no suenan a colonial. Para hacerlas sonar se les sustituye con un arcaísmo, real o inventado, y he aquí la fabla consumada (Estrada 1926:21).

Pero no es menos cierto que para el año 1926 la narrativa mexicana había iniciado ya un punto de inflexión que impelía a los escritores a aban­donar el pasado colonial ya fijarse en asuntos de la actualidad y que, en este sentido, Pero Galín resulta también paradigmática, no sólo por la es­casa irrupción de la realidad histórica en su dis­curso narrativo (durante el viaje de novios del protagonista y Carlota a Estados Unidos), sino porque su mensaje final ofrece una alternativa a la situación concreta que se vivía en México. Al­ternativa que Galindo ve realizada en el modelo de vida estadounidense, cuyas virtudes --«siste­ma, cooperación, disciplina»- incorpora sui ge­neris a su propia actividad de ranchero, como se encarga de subrayar el idílico escenario final: un

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rancho «sencillo y laborioso», con todas las co­modidades de la modernidad, en el que han des­aparecido las tensiones sociales, gracias a la labor paternalista de los patrones y al trabajo ennoble­cedor de todos sus moradores, que ofrece el es­pectáculo de una «tierra fecunda» y auspicia el futuro prometedor, sugerido en el grito del niño y en el amanecer con que concluye la novela:

La tierra -recién llovida- exhala un vaho de energía. Cantan los labradores en los surcos. Cho­can los botes en el establo. La tierra mexicana, fe­cunda y buena, va descubriendo su profundo paisa­je. Un niño ha gritado ¡mamá! Desde la alcoba. Va saliendo el sol.

Las razones que motivaron el cambio son varia­das y complejas. Aquí también, como en otros as­pectos, podriamos rastrear antecedentes en los no­velistas anteriores a la novela de la Revolución Mexicana. Las novelas de Juan A. Mateos (La ma­jestad caída, 1911), Carlos González Peña (La foga de la quimera, 1919), López Portillo (Fuertes y débiles, 1919) y Heriberto Frias (¿Aguila o sol?, 1923) reflejan con diversa intensidad el cataclismo revolucionario. Pero sus mismas propuestas narra­tivas -aclaradas en el caso de González Peña en la <<Advertencia» de su novela- muestran su inca­pacidad para comprender la verdadera dimensión de los acontecimientos. Su tono, por usar las pala­bras de Salvador Reyes (1969:4-9; y Ocampo 1981:49-60), «suena a tiempos pretéritos», en el que el soporte de la realidad apenas se distingue del material literario prestado. Nadie percibió este tragedia íntima con más nitidez, entre este grupo de escritores, que Federico Gamboa, quien en fe­cha tan temprana como 1914 afirmaba:

Hoy por hoy, la novela apenas si se permite levantar la voz. Muda y sobrecogida de espanto contempla la tragedia nacional que hace más de tres años la devasta y aniquila (Gamboa 1914:26).

Mucha más importancia tuvo la antecitada polémica literaria de 1924-1925, que dejó tras­lucir tanto discusiones sobre asuntos literarios como tensiones sociales que incidían sobre el significado mismo de la Revolución (Dessau 1972:261-268; y Schneider 1975:159-189). Su consecuencia extraprdinaria fue el «descubri­miento» de Mariano Azuela por parte del públi­co mexicano, con la publicación en El Universal Ilustrado de Los de abajo, seguida de Mala yer­ba, El desquite y una parte de La malhora. De la noche a la mañana Los de abajo se convirtió en el modelo de la novela de la Revolución. Los es­tridentistas la publicaron en Xalapa el año 1927 y ese mismo año fue publicada dos veces en Ma­drid. Dos años después apareció su edición bo-

naerense y fue traducida al inglés (Nueva York, 1929), y al francés (París, 1929), para volver a ser editada en Madrid al año siguiente (en el pe­riódico El Sol) y traducida al inglés (Londres) y al alemán. El impacto que causó entre los jóvenes intelectuales que buscaban una «nueva» literatura mexicana fue considerable. Partidarios de la crea­ción de una literatura nacional y partidarios de una literatura universal por individualista (García Gutiérrez 1999:237-249), la alabaron por igual, aunque por distintas razones. Escritores como José Rubén Romero, José Mancisidor o Jorge Ferretis declararon abiertamente su deuda con Mariano Azuela. Como muestra de lo anterior, valgan estos dos ejemplos: la historia que cuenta Abundio al cojo Timoteo, y la organización de la partida de Timoteo y su ascenso tras el triunfo de la Revolución en La revancha (1930) guardan pa­ralelismos evidentes con el ascenso de Demetrio y su partida en Los de abajo. Y el primer episodio de La asonada (1931) es un claro homenaje al episodio con que se inicia la novela de Azuela.

Pero tanta importancia como el «descubri­miento» de Azuela tuvo en el desarrollo de la no­vela de la Revolución Mexicana la aparición de obras cortas, de contenido revolucionario, en la prensa mexicana, desde comienzos de los veinte. En este sentido, conviene destacar el papel consi­derable que jugó la prensa de la ciudad de México en el desarrollo de la novela corta. El rápido cre­cimiento que la capital del estado experimentó -sobre todo durante el régimen de Calles­como consecuencia de la gran emigración proce­dente de las provincias y la sucesiva proletariza­ción de las masas, influyó decisivamente en el desenvolvimiento de la novela corta. Las campa­ñas que realizaron El Universal Ilustrado y El Nacional fomentaron la publicación de relatos sobre la lucha armada y exhortaron a que se es­cribiera sobre el tema. Acontecimientos como el asesinato de Pancho Villa y las ejecuciones su­marias de los generales Serrano y Gómez impul­saron el género de memorias y autobiografias, tan abundante en la literatura revolucionaria, con la aparición de las Memorias de Pancho Villa (1923), de Rafael F. Muñoz, Pancho Villa, una vida de romance y de tragedia (1924), de Teodoro Torres, o la publicación por Martín Luis Guzmán de El águila y la serpiente y La sombra del caudillo en folletines de El Universal Ilustrado (entre 1926 y 1929). En este contexto, con la crisis económi­ca mundial de 1929 y, en el caso de México, la guerra cristera, la toma de posición de los escri­tores mexicanos a favor de los problemas sociales que acuciaban a su país fue mayoritaria y allanó definitivamente el camino para la aparición de la novela de la Revolución Mexicana.

Es verdad que el grupo de escritores constelado en torno a Contemporáneos pretendió renovar la

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novela mexicana en esta década, como hizo con la poesía, en títulos como La llama fría (1925), Margarita de niebla (1927), Novela como nube (1928) o El joven (1928), cuyos textos participan del lirismo, la indagación psicológica y la crítica del abigarrado mundo capitalino, con estructuras narrativas impregnadas de la recreación de mitos clásicos. Y que siguió publicando en la década si­guiente novelas tan interesantes como Proserpi­na rescatada (1931), Primero de enero (1934) Y Sombras (1937) (García Gutiérrez 1999:277-417). De igual modo, los estridentistas intentaron aunar las inquietudes estéticas de vanguardia con las so­ciales en sus propuestas literarias, pero ni unos ni otros consiguieron realizar la novela «revolucio­naria» de la Revolución por la que clamaba Xavier Icaza en 1934. Se cita siempre La señorita Etcé­tera, Un crimen pasional (1922) y, sobre todo, El café de nadie (1925), de Arqueles Vela, como las muestras más acabadas del afán por comprender la realidad desde la óptica de la realidad capitalina. O Panchito Chapopote (1928), de Xavier Icaza, que Brushwood define como «un auténtico cuadro surrealista del imperialismo económico practicado por los Estados Unidos en México» (1972:345). Pero la realidad, como siempre, se resiste a las simplificaciones, como nos enseña la obra de Xavier !caza, cuya evolución pergeñara Dessau en 1972. Porque la dificultad de interpretar Pan­chito Chapo pote no se desprende de su contenido, sino de la forma literaria que !caza le impone, que no es otra que «formas teatrales con técnica de far­sa»; técnica que tan bien se prestaba para «expre­sar el devenir contemporáneo», como ya dijera en Magnavoz. Discurso Mexicano (!caza 1926: 16-17) y repitiera en su opúsculo de 1934, cuando habló de la preocupación de hombres de letras y artistas avanzados por crear una «novela acortada sin pie­dad y sin miedo, con técnicas de farsa o de poema, vuelta hacia el esperpento, a la mojiganga, al ro­mance, a la loa».

Así se llena de sentido el subtítulo de la novela: Retablo tropical o relación de un extraordinario sucedido de la heroica Veracruz. Y, como tal, ad­quiere la estructura de una farsa narrativa, con la incorporación del léxico popular de la Huaxteca, pleno de deformaciones fonéticas y de musica­lidad, para presentarnos un cuadro expresionista de la explotación petrolífera de México, circuns­crito al pueblo de Tepetate. Sus páginas registran también la sustitución del imperialismo colonial inglés por el orden neocolonial estadounidense, en un tiempo histórico que abarca desde la an­tesala de la revolución hasta la consagración del gobierno de Carranza por la todopoderosa figura de Obregón, mientras el pueblo mexicano asiste como «coro griego» al enriquecimiento y muerte del protagonista, exigida por el propio autor, que interviene en el desarrollo del texto narrativo, en

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estrecho paralelismo con la novela cubista Débo­ra (1927), del ecuatoriano Pablo Palacio, o con Níbola, de Miguel de Unamuno: «Muérete ya, Panchito. Ya no te necesito. Con tu boda y tu pla­gio, tu razón de ser ha terminado. Tu existencia no tiene justificación».

En cualquier caso, resulta evidente que pa­ra 1930 la hora demandaba la toma de concien­cia, aun de forma confusa, del hecho de la Revo­lución y de sus consecuencias. Y que esta toma de conciencia comenzó a manifestarse en las nove­las que podemos denominar novela de la Revolu­ción Mexicana.

2. CARACTERÍSTICAS

Los rasgos que la caracterizan son: 1. Su carácter testimonial. Todos los autores

relevantes de este ciclo narrativo han sufrido el choque de la realidad de los hechos relatados, idealizados, ampliados o deturpados por su sensi­ble retina: lo visto, lo sentido, lo recordado, con­forma la esencia de estas narraciones (Uribe Echevarría 1936: 11). Por eso estos relatos están tan estrechamente vinculados a la historia, y téc­nicamente discurren por los cauces del realismo tradicional. La poesía que podemos encontrar en ellos no surge de su calidad artística, indudable en algunos casos, sino de la realidad de lo tratado, que se impone con fuerza avasalladora al lector.

2. El autobiografismo. El marcado sesgo auto­biográfico de muchos de estos relatos los empa­renta con otros géneros afines a la novela, como la autobiografia o las memorias, tan abundantes, de numerosos personajes históricos que intervinieron en la Revolución y se sintieron obligados a justifi­car sus actuaciones. No es de extrañar, pues, que El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y Ulises criollo, de Vasconcelos, sin ser auténtica­mente novelas, sean valorados por muchos críticos cOll}o los relatos más vívidos de la novela de la Revolución. La autobiografia, real o ficticia, se eri­ge en estructuradora de gran número de novelas del ciclo de la Revolución. El «pacto autobiográfi­co» vertebra los relatos de Apuntes de un lugareño y Desbandada (1932), de José Rubén Romero, hasta el extremo de acabar confeccionando la ex­traordinaria vida de Pito Pérez, en La vida inútil de Pito Pérez (1938). De igual modo, conforma las actuaciones de Alvaro Abasolo, el adolescente protagonista de Se llevaron el cañón para Bachim­ba (1941), de Rafael F. Muñoz, o las del joven sol­dado Espiridión Sifuentes, reclutado a la fuerza por el patrón y a la postre defensor del orden cons­titucional, en Tropa vieja, de Francisco L. Urquizo. O nos sorprende en el párrafo final de Vámonos con Pancho Villa (1931), de Rafael F. Muñoz, y Mi general (1934), de Gregorio López y Fuentes.

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Posiblemente la saga narrativa integrada bajo el tí­tulo de Memorias de Pancho Villa (1936-1964), escritas en pretendida forma autobiográfica por Martín Luis Guzmán, con documentos dictados al parecer por el propio Villa, suponga la culmina­ción literaria de esta técnica.

3. La brevedad narrativa y el fragmentarismo son recursos fundamentales en estas novelas. La presentación externa que ofrece al lector consiste en la yuxtaposición de episodios narrativos, ge­neralmente de carácter lineal, unidos por lo co­mún por una tenue línea argumental. El origen, quizá, haya que buscarlo en las grandes novelas de Azuela, en especial Los de abajo, que tanto influyó en el desarrollo del ciclo y cuyo título re­fleja ya la importancia que se le concede a este recurso: Cuadros y escenas de la Revolución, como ocurrirá después con la obra de José Rubén Romero Apuntes de un lugareño (1932). Y llegará a su apogeo con Campamento (1931), de Grego­rio López y Fuentes, verdadero reportaje cinema­tográfico sobre el abigarrado grupo humano que compone una columna revolucionaria durante su descanso nocturno en una hacienda.

4. Un español renovado. Anejo al recurso an­terior, está el mayor logro de la novela de la Re­volución: la aportación de esta narrativa al enri­quecimiento del español; enriquecimiento que tuvo lugar como consecuencia de la paradójica españolización que produjo la Revolución, al po­ner en contacto a gentes y escenarios de todo el país (los protagonistas de Juan Pérez Jolote y de Pedro Martínez son claros exponentes de este he­cho) y al incorporar voces preteridas por el buen gusto, procedentes de los estratos rurales, pueble­rinos o aborígenes, que son los que hicieron ma­yoritariamente la Revolución. De ahí el estilo conciso, escueto y numerosas veces el tono «im­pertérrito» de estos relatos, que en ocasiones de­rivó hacia un desinterés por las formas estilísticas acuñadas. Es posible que el idioma perdiera en compostura, pero ganó sin duda en autenticidad popular. Los mismos asuntos utilizados obligaron a la renovación lingüística con fórmulas propias del lenguaje oral, como muy bien señalara Max Aub. Los narradores no trataron ya, como en la época porfirista, de inventar una trama aprove­chando unos hechos reales o imagínarios, sino que se amoldaron a estos mismos hechos. No es de extrañar, por eso, la viveza de los diálogos, o la inserción de corridos y de canciones populares alusivos a la historia narrada.

5. Es de esencia épica y afirmación nacionalis­ta. Este aspecto ha sido subrayado unánimemente por la crítica desde 1936. La novela de la Revolu­ción Mexicana muestra en toda su extensión el conflicto armado que vivió todo un pueblo, con sus escenas de arrojo, valor y miedo, violencia y guerra, tmición, fusilamientos, o conjuras, y le confieren

una grandeza épica dificil de igualar. Es verdad que sus protagonistas no son héroes a la antigua usanza, que marchan voluntariamente a ínmolarse, síno que participan de la ambigüedad que caracte­riza al héroe moderno, como ya subrayara Carlos Fuentes en 1969. Aguantan penalidades sin cuento -heridas mortales, amputaciones traumáticas, hambre, frío y sed- porque están acostumbrados a sufrírlas; pero no lo hacen por sus ideas, si excep­tuamos las religiosas, ni por su familia, a la que no le importa abandonar. Sí lo hacen por una suerte de estoico fatalismo ante la muerte que guía sus pa­sos, con desprecio de la vida. O por un impetu viril que les lleva a una sobrevaloración de la amistad o

. a la fidelidad ciega a los jefes, hasta extremos de heroicidad y sacrificio, o a la floración de los íns­tintos más primarios y salvajes. Los encontramos en el propio Villa, en Tiburcio Maya y los leones de San Pablo, en Demetrio Macías, Marcos Ruiz, Felipe Rojano, el Güero Margarito, La Pintada, Ig­nacio Aguirre, Rodolfo Fierro, y en tantos otros personajes que circulan por sus relatos. Y frente a esto, la traición permanente, en forma de deser­ción, asesinatos, conspiraciones, delitos, embosca­das, o mentiras organizadas. El traidor por antono­masia es Victoriano Huerta, pero también los militares que participaron en el pacto de Ciudade­la, o el coronel Guajardo que fraguó la emboscada fatal a Zapata. Y, en mayor o menor medida, todos los personajes que abandonan la Revolución, tras lograr beneficios personales, o se aprovechan de ella para ascender socialmente y mantener situa­ciones de miseria e injusticia.

Junto a la esencia épica, subyace en esta nove­lística un sentimiento nacionalista, que responde en el fondo a un movimiento de defensa y afirma­ción en un momento en que México sufre una fuerte implantación de la industria estadouniden­se y la llegada masiva de intelectuales españoles exiliados. El pueblo mexicano -y con él sus es­critores~ pudo apreciar mejor sus propias expre­siones vernáculas. Las consecuencias, sin duda, que se derivaron de ello fueron el desplazamiento de la novela hacia la temática indigenista, íntima­mente imbricada con el problema agrario, en la segunda mitad de los treinta y el súbito interés por las culturas aborígenes, concretado en los es­pléndidos trabajos que durante más de dos déca­das llevó a cabo el padre Garibay.

El sentimiento nacionalista está presente en to­dos los grandes jefes de la Revolución, aflora con nitidez en novelas como Frontera junto al mar (1953) o Vámonos con Pancho Villa, y forma parte de la idiosincrasia de diversos personajes. Así ocurre con Marcos Ruiz, cuando ordena al prota­gonista fusilar al gringo de la ametralladora por «extranjero» y «mercenario»; o con el villista de Cartucho, condenado a fusilamiento por su parti­cipación en el asalto a la ciudad de Columbus, que

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ruega no ser ejecutado en presencia de un gringo que hay entre la multitud. Aparece incluso en el sentimiento del autor-protagonista de El águila y la serpiente cuando percibe la oposición violenta entre la triste y oscura ciudad de Ciudad Juárez y «el aliño luminoso» de la otra orilla del río.

Como hemos podido ver, su originalidad temá­tica no se desprende de ninguna novedad ideoló­gica, sino de la plasmación de la violencia, de la extensión geográfica e histórica de los hechos narrados. En ese sentido, resulta curioso compro­bar que la Revolución casi no produjo novelas de protesta social, con la excepción de La ciudad roja (1932), de José Mancisidor; Mezclilla (sin fecha, pero según Moore, de 1933), de Francisco Sarquís; y Chimeneas (1937), de Ortiz Hernán (Dessau 1972:298-310). Porque la Revolución tuvo «alma campesina», y el nombre popular con que se la conoce -la bola-lo refleja con clari­dad. Pero no fue encauzada por los campesinos, sino por jueces y abogados, militares y dirigentes obreros, que fundieron en una nebulosa imprecisa aspiraciones milenarias, ideales democráticos li­berales y aspiraciones socialistas, durante la re­dacción de la Constitución de 1917. De ahí que sus principios fueran aceptados por las diversas facciones revolucionarias y que la actitud de los novelistas de la Revolución fuese respetuosa con sus propuestas, a la vez que crítica con sus reali­zaciones prácticas o con los líderes que las lleva­ron a cabo. Por eso es frecuente en ellos el des­creimiento de los logros revolucionarios, desde su iniciador, Mariano Azuela. Pero ello no se debe, como pudiera creerse en principio, a un sentimiento antirrevolucionario, sino al deseo de que no fueran adulterados los principios en cuyo nombre se inició la Revolución.

3. MAruANOAzUELA (1873-1952)

Es el iniciador, el máximo representante de la novela de la Revolución Mexicana y el primer res­ponsable de su extraordinaria difusión. Su amplia obra narrativa se completa con una obra dramáti­ca circunstancial y una labor ensayística, de la que destacan sus Cien años de novela mexicana y sus confesiones literarias, conocidas con el título de El novelista y su ambiente. La crítica ha subraya­do su formación liberal, transmitida por su padre, un pequeño comerciante adversario de la oligar­quía local, y su vocación literaria, nacida en su etapa de estudiante de Medicina en Guadalajara y desarrollada a su regreso a su Lagos natal (1899), ya como médico de un dispensario. El propio Azuela ha subrayado sus deudas con Zola, de quien le atraían sus teorías pseudocientíficas y su combativa integridad, o sus lecturas de Daudet, Goncourt y Galdós, y sus conversaciones con es-

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critores naturalistas (López Portillo) como para que le dediquemos más tiempo (Leal 1967:9-12; Desssau 1972:144-161). Sí interesa recordar que sus Impresiones de un estudiante (1896) lo com­ponen siete bocetos con asuntos de la vida diaria, que muestran al agudo observador de la realidad, al objetivo cronista, más próximo al costumbris­mo que al novelista futuro, pero contienen en agraz muchos de los temas de sus futuras novelas: la seducción de la novia de un campesino por un hacendado; la pérdida de la integridad por el afán de ascender socialmente; la enfermedad y muer­te de una heroína, como desenlace a una vida di­sipada; o la introducción de personajes <<positi­vos», que el autor utiliza para representar el fracaso de los ideales en un mundo de barbarie.

Cuatro novelas conforman su aportación a la literatura mexicana anterior a la Revolución: María Luisa (1907), Los fracasados (1908), Mala yerba (1909) y Sin amor (1912). Basadas en hechos reales, con la excepción de la última, nos permiten percibir los avances de su técnica narrativa y sus resabios románticos y naturalis­tas, tan en boga en aquel momento. En María Luisa amplía el último boceto de Impresiones de un estudiante (<<La enferma levantó») para rela­tamos el proceso de enfermedad y muerte de la protagonista, como consecuencia de un amor adúltero y de su vida disipada. Su origen espurio, sus taras hereditarias y su ardiente sexualidad son los rieles naturalistas por los que circula la narración y la crítica social que se desprende, ba­sada en tres pilares determinantes: el hogar, la pureza y el matrimonio. Frente a ella y como complemento, Sin amor relata la renuncia a la felicidad de Ana María por un matrimonio de conveniencia, que le permite ascender social­mente. Azuela describe con acierto la alienación de Ana María y las características de una educa­ción jerárquica --«oligarquia»/ <<pelusa»-- que se­paraba a los mexicanos desde su infancia y que aún subsiste de algún modo en México. Los fra­casados, en cambio, nace del contraste entre los recuerdos de su infancia y la realidad que perci­be, a su regreso a Lagos de Moreno. El relato entreteje hábilmente las historias de Reséndez, unjoven licenciado liberal, y Cabezudo, unjoven sacerdote fanático pero bien intencionado, que desde posiciones antagónicas perciben la miseria moral que envuelve las actuaciones del pueblo, enmascaradas bajo los lemas de justicia o de fe religiosa. Acierta Azuela al mostrar la realidad escindida que existía en México a principios del siglo xx y al enfrentar estas dos actitudes, desvir­tuando sus opiniones con ironía y mordacidad.

Su novela más importante en este periodo es Mala yerba. Azuela descubre en ella el espacio rural para contarnos una novela del latifundio que, si fallida por su ambientación, sus rémoras

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naturalistas y su actitud ideológica, permite en­trever el universo de una hacienda mexicana en vísperas del levantamiento revolucionario. La elaboración del triángulo amoroso (Gertrudis, Marcela y Julián Andrade), la exaltación de la sexualidad hasta extremos de primitivez y bruta­lidad, y los desplazamientos significativos de la realidad narrada hacia un nivel simbólico (recor­demos el paralelismo entre la carrera de caballos -triunfo del movimiento- y la reata del toro -detención- y su correlato con la muerte de Gertrudis y lo que supone de brusca detención en el logro del triunfo hacia la mujer deseada) le confieren unas cualidades estéticas inexistentes en sus novelas anteriores.

La Revolución supone el punto culminante en su vida y en su quehacer literario. Partidario de Madero desde 1908 y propagandista activo du­rante su campaña presidencial, se convierte tras el triunfo de 1911 enjefe político del Cantón de La­gos, aunque poco después renuncia por la política reaccionaria del gobernador de Jalisco, e inicia su pesimismo sobre los derroteros de la Revolución, que se acrecienta con el asesinato de Madero. Con todo, participa activamente como médico militar en el bando villista hasta su derrota y ma­dura su toma de conciencia, intuida tan sólo en sus novelas anteriores, como nos aclara él mismo en El novelista y su ambiente:

Desde entonces dejé de ser ----con plena conciencia de lo que hacía o sin ella- el observador sereno e imparcial que me había propuesto en mis cuatro primeras novelas. Ora como testigo, ora como actor en los sucesos que sucesivamente me servirían de base para mis escritos, tuve que ser y lo fui de he­cho, un narrador parcial y apasionado.

Andrés Pérez maderista (1911) y Los caciques (1914) escenifican su frustración política, cuando (IOmprueba que las viejas estructuras permanecen yobstaculizan, o impiden, el cambio. Se sacude el Naturalismo en su vertiente costumbrista y escribe t81aS obras en un estilo directo y comprometido, en

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diálogo entre Andrés y D. Octavio es ilustrativo al respecto- que diseña una ideología del «instinto nacional» (Ruffinelli 1982:56), que se concretará en Los de abajo, cuando Azuela defina a los revo­lucionarios como un fuerza sin conciencia de sí, con las felices imágenes de la piedra que cae al abismo y la hoja suelta en el vendaval. En Los ca­ciques Azuela afina su análisis sociopolítico para narramos las dificultades de un pueblo, durante el periodo 1910-1914, ante las maquinaciones de los caciques acaparadores. La llegada de Madero supone en la novela la asunción transitoria del po­der político de sus gentes y la constatación de su inutilidad, ante lo inalterable del poder económi­co de la familia Del Llano. Un personaje singular, Rodríguez, portavoz del pensamiento de Azuela, desenmascara las maniobras de los caciques enca­minadas a arruinar la incipiente actividad empre­

. sarial de Juan Viñas, un pequeño comerciante, y el oportunismo del candidato político, pero nadie se atreve a secundarlo. El asesinato de Rodríguez y la ruina de Juan Víñas escenifican la frustración de los compueblerinos ante el triunfo momentáneo de la reacción huertista. La quema de la casa de los her­manos del Llano por el hijo del comerciante arrui­nado, al final de la novela, aprovechando el saqueo de la tienda «La Carolina» tras la entrada triunfal del ejército norteño, se corresponde metonímicamente con el momento que vivía México en esas fechas y con la esperanza renovada de Azuela tras la toma de Zacatecas.

En 1915 aparece Los de abajo, la novela des­tinada a colocar a Azuela en el sitial de los clási­cos hispanoamericanos. Su gestación se inició en lrapuato (octubre de 1914), como aclara el pro­pio Azuela y pormenoriza Robe (1979; y Azuela 1988:153-184), y responde al deseo intimo que te­nía de escribir sobre auténticos revolucionarios. Su actividad como médico militar de la División del Norte determinó que su redacción se hiciera a sal­tos, con retazos de observaciones de diversos per­sonajes y al compás de los acontecimientos, hasta su marcha a El Paso en octubre de 1915. En el pe­riódico de esta ciudad El Paso del Norte publicaria Los de abajo por entregas sucesivas hasta diciem­bre de 1915. Todavía se perciben en ella ecos del Naturalismo, pero lo que se destaca de su lectura es un estilo escueto, rápido y vivaz, despojado de formas literarias procedentes de sus lecturas; y una sequedad en su expresión, exigida por la naturale­za de los hechos que narra. Su estructura externa tripartita (21, 14 Y 7 capítulos), se corresponde con tres momentos decisivos de la Revolución: la toma de Zacatecas; la Convención de Aguas Calientes; y la lucha entre facciones hasta las derrotas de Vi­lla en Celaya. Y recrean la construcción y el entu­siasmo de la lucha revolucionaria, la decadencia y degeneración provocadas por la ambición tras el triunfo; y el desenlace fatal de Demetrio Ramos y

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naturalistas y su actitud ideológica, permite en­trever el universo de una hacienda mexicana en vísperas del levantamiento revolucionario. La elaboración del triángulo amoroso (Gertrudis, Marcela y Julián Andrade), la exaltación de la sexualidad hasta extremos de primitivez y bruta­lidad, y los desplazamientos significativos de la realidad narrada hacia un nivel simbólico (recor­demos el paralelismo entre la carrera de caballos -triunfo del movimiento- y la reata del toro -detención- y su correlato con la muerte de Gertrudis y lo que supone de brusca detención en el logro del triunfo hacia la mujer deseada) le confieren unas cualidades estéticas inexistentes en sus novelas anteriores.

La Revolución supone el punto culminante en su vida y en su quehacer literario. Partidario de Madero desde 1908 y propagandista activo du­rante su campaña presidencial, se convierte tras el triunfo de 1911 en jefe político del Cantón de La­gos, aunque poco después renuncia por la política reaccionaria del gobernador de Jalisco, e inicia su pesimismo sobre los derroteros de la Revolución, que se acrecienta con el asesinato de Madero. Con todo, participa activamente como médico militar en el bando villista hasta su derrota y ma­dura su toma de conciencia, intuida tan sólo en sus novelas anteriores, como nos aclara él mismo en El novelista y su ambiente:

Desde entonces dejé de ser -con plena conciencia de lo que hacía o sin ella- el observador sereno e imparcial que me había propuesto en mis cuatro primeras novelas. Ora como testigo, ora como actor en los sucesos que sucesivamente me servirían de base para mis escritos, tuve que ser y lo fui de he­cho, un narrador parcial y apasionado.

Andrés Pérez maderista (1911) y Los caciques (1914) escenifican su frustración política, cuando comprueba que las viejas estructuras permanecen y obstaculizan, o impiden, el cambio. Se sacude el Naturalismo en su vertiente costumbrista y escribe estas obras en un estilo directo y comprometido, en consonancia con la hora en que vive México. Ya en Andrés Pérez maderista su ritmo narrativo es muy superior a lo anterior. Con una estructura próxima a la comedia de enredos, nos presenta sucesivas situaciones equívocas, no exentas de ironía, de las que se desprende un fuerte ataque a la falsa ética periodística y un primer sentimiento de repulsión bacia los intelectuales, representados en la nove­la por Andrés y su entorno profesional. El lector asiste al cambio de chaqueta de los porfiristas, de­venidos maderistas, que se apropian de la Revolu­ción por encima de la sangre derramada y de los ideales comprometidos, mientras el pueblo asiste impasible ante estos hechos. El mensaje final es de desencanto y produce una suerte de fatalismo - el

diálogo entre Andrés y D. Octavio es ilustrativo al respecto- que diseña una ideología del «instinto nacional» (Ruffinelli 1982:56), que se concretará en Los de abajo, cuando Azuela defina a los revo­lucionarios como un fuerza sin conciencia de sí, con las felices imágenes de la piedra que cae al abismo y la hoja suelta en el vendaval. En Los ca­ciques Azuela afina su análisis sociopolítico para narramos las dificultades de un pueblo, durante el periodo 1910-1914, ante las maquinaciones de los caciques acaparadores. La llegada de Madero supone en la novela la asunción transitoria del po­der político de sus gentes y la constatación de su inutilidad, ante lo inalterable del poder económi­co de la familia Del Llano. Un personaje singular, Rodríguez, portavoz del pensamiento de Azuela, desenmascara las maniobras de los caciques enca­minadas a arruinar la incipiente actividad empre­sarial de Juan Viñas, un pequeño comerciante, y el oportunismo del candidato político, pero nadie se atreve a secundarlo. El asesinato de Rodríguez y la ruina de Juan Viñas escenifican la frustración de los compueblerinos ante el triunfo momentáneo de la reacción huertista. La quema de la casa de los her­manos del Llano por el hijo del comerciante arrui­nado, al final de la novela, aprovechando el saqueo de la tienda «La CarolinID> tras la entrada triunfal del ejército norteño, se corresponde metonímicamente con el momento que vivía México en esas fechas y con la esperanza renovada de Azuela tras la toma de Zacatecas.

En 1915 aparece Los de abajo, la novela des­tinada a colocar a Azuela en el sitial de los clási­cos hispanoamericanos. Su gestación se inició en Irapuato (octubre de 1914), como aclara el pro­pio Azuela y pormenoriza Robe (1979; y Azuela 1988:153-184), y responde al deseo íntimo que te­nía de escribir sobre auténticos revolucionarios. Su actividad como médico militar de la División del Norte determinó que su redacción se hiciera a sal­tos, con retazos de observaciones de diversos per­sonajes y al compás de los acontecimientos, hasta su marcha a El Paso en octubre de 1915. En el pe­riódico de esta ciudad El Paso del Norte publicaría Los de abajo por entregas sucesivas hasta diciem­bre de 1915. Todavía se perciben en ella ecos del Naturalismo, pero lo que se destaca de su lectura es un estilo escueto, rápido y vivaz, despojado de formas literarias procedentes de sus lecturas; y una sequedad en su expresión, exigida por la naturale­za de los hechos que narra. Su estructura externa tripartita (21, 14 Y 7 capítulos), se corresponde con tres momentos decisivos de la Revolución: la toma de Zacatecas; la Convención de Aguas Calientes; y la lucha entre facciones hasta las derrotas de Vi­lla en Celaya. Y recrean la construcción y el entu­siasmo de la lucha revolucionaria, la decadencia y degeneración provocadas por la ambición tras el triunfo; y el desenlace fatal de Demetrio Ramos y

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sus hombres. Sobre esta estructura externa incide una estructura circular, que lleva a Demetrio y los suyos a convertirse de cazadores (IIl, La) en caza­dos (VII, 3:); de fugitivos del cacique, D. Móni­co, a dueños de su vida (V, 2:), de calurosamente acogidos en los lugares por donde pasan (IV, La) a temidos o recibidos con desgana (I y V, 3."). Es­cenas todas que subrayan el sinsentido de la lucha armada continuada y preparan la respuesta final de Demetrio a su esposa:

¿Por qué pelean ya, Demetrio? Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantie­ne pensativo viendo el desfiladero y dice: - Mira esa piedra cómo ya no se para.

La crítica ha subrayado el carácter heroico (Men­ton 1969:1001-1011; y Azuela, 1988:239-250), a la par que las debilidades de Demetrio Macías y de los hombres que le acompañan, y los rasgos animalizadores (Azuela 1988:251-274) que mu­chas veces los caracterizan y degradan. Y frente a ellos las figuras de Luis Cervantes, Solís y el loco Val derrama, como representantes de la irrup­ción del intelectual en los ambientes populares de la Revolución. De los tres la figura más com­pleta es la del primero, estudiante de Medicina y periodista. Luis Cervantes se nos aparece desde el comienzo como un oportunista, cobarde y fal­so, pero nimbado del prestigio de la letra escrita, es decir, de la alta cultura, ante los ojos de la partida de Demetrio. Su ascendencia sobre De­metrio lo convierte en un personaje clave en el desarrollo de la trama novelística. Por el contra­rio, la presencia de Solí s o de Valderrama es fu­gaz. Solís es un personaje bisagra, aunque básico en la orientación de la novela. Verdadero alter ego de Azuela, actualiza la requisitoria de D. Oc­tavio a Andrés Pérez sobre «el instinto nacional» mexicano y convierte --con sus palabras y su muerte- a la segunda y tercera partes de Los de abajo en un espejo invertido de la primera. Su mensaje, resumido en las palabras «robar, ma­tar» condensa la psicología de «un pueblo sin ideales», como se ve en las escenas de robo, vio­lencia, sexo y degeneración de la segunda parte del texto y en la desorientación final de los per­sonajes, tras la noticia de la derrota de Villa en su tercera parte. La figura de Valderrama en esencia es un homenaje al poeta laguense Eduardo Be­cerra. Como él es un romántico apasionado de la Revolución, a la que identifica con un volcán im­predecible. Fruto él mismo de ella, aparece y desaparece de la misma forma que el volcán que le sirve de imagen, sin importarle «las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclis­mo». El lenguaje utilizado por Azuela se corres­ponde perfectamente con la caracterización de

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los personajes, con verdaderas muestras de ora­lidad, subrayadas en forma unánime por la críti­ca. La utilización de los elementos del paisaje, hábilmente entretejidos con las acciones huma­nas, confiere a Los de abajo un equilibrio ejem­plar, favorecen el presagio de hechos venideros, o los suavizan con su descripción. Todos estos recursos -y muchos más que no especifica­mos- elevan la novela a la categoría de obra maestra del realismo americano.

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Mariano Azuela

LOS DE ABAJO CUADROS Y ESCENA6

DE LA REVOLUCfON ACTUAL

PEDlERA PARTE 1

Portada de la primera edición de Los de abajo (El Paso, 1916).

Con la victoria de Carranza, la Revolución termina para Mariano Azuela, pero no la emisión de sus opiniones sobre ella y sobre sus resulta­dos. Los acontecimientos históricos vividos enri­quecen su perspectiva social, aunque mantienen intactos sus valores ideológicos. Por eso sus per­sonajes, sin perder individualidad, adquieren una dimensión político-social representativa, y las imágenes que nos ofrece de la Revolución pre­tenden definirla y caracterizarla en su conjunto. En este sentido, Las moscas (1916) y Las tribu­laciones de una familia decente (1918) forman una auténtica trilogía con Los de abajo, donde se describe la disgregación del ejército vencido, la inquietud de los villistas leales ante los acon­tecimientos y el oportunismo de los arribistas (Ruffinelli 1982:88).

Las moscas muestra, en vívida narración, la huida de los sostenedores del gobierno villista tras las batallas de Celaya y el avance de las tro-

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pas de Obregón: burócratas, terratenientes y pe­queños funcionarios, dispuestos a cambiar de pa­nal, como las moscas, con la misma facilidad que lo hicieron en anteriores ocasiones. La estación de Irapuato se convierte en el espacio simbólico utilizado por Azuela para describir el sentimiento de los revolucionarios respecto de los servidores serviles de la maquinaria estatal ante la llegada de los nuevos «señores». El contraste nostálgico lo ofrece la figura de Villa arremangada, en la pla­taforma del vagón que se aleja hacia el norte. Las tribulaciones de una familia decente es un fiero ataque contra el carrancismo triunfante. Azuela se sirve de la historia de una familia pertenecien­te a la antigua oligarquía rural, que se escinde tras la derrota de Zacatecas, y se recompone en una de sus partes, gracias al trabajo ennoblecedor de uno de sus componentes (<<El triunfo de Procopio») para retratar la nueva clase ascendente. La solu­ción final ofrecida por Azuela -la redención personal, en detrimento de una interpretación global de lo que estaba sucediendo- ensayada ya en Los fracasados, reduce sus posibilidades estéticas.

Tras su traslado definitivo a la ciudad de Méxi­co, Azuela, decepcionado por la escasa acogida de sus novelas, decide incorporar las innovacio­nes formales de la prosa vanguardista a sus rela­tos, en consonancia con la corriente central de la literatura occidental, que lo convierten en precur­sor de la novela mexicana contemporánea. Surge, así, lo que Monterde denominó «periodo hermé­tico» (Azuela 1976:1, XIV-XVI) de la narrativa azueliana. Pero un análisis detenido de estas no­velas muestra que Azuela adaptó las formas lite­rarias que más se avenían a su estilo literario -monólogo interior, estilo indirecto,jlash-back, multiperspectivismo- pero no los temas o el len­guaje de las nuevas corrientes literarias surgidas en Europa Occidental (Martínez 1981; y Arranz 2000:107-124). Con ellas representó el nuevo ambiente capitalino y reaprovechó elementos que sin duda obtuvo de la realidad clínica de los per­sonajes que circulaban por su consultorio. Lo po­demos ver en La malhora (1923), el relato de una prostituta adolescente, Altagracia, alucinada por el alcohol y por la obsesión de vengarse de su corruptor; en El desquite (1925), donde el narra­dor, un médico, indaga el asesinato de BIas me­diante la entrevista que realiza a diversos perso­najes, hasta descubrir que la autora del crimen ha sido su propia esposa, una mujer enajenada por el remordimiento y el alcohol, que declara su cri­men para liberarse de la imagen acusadora de los ojos de su difunto marido. Y alcanza su culmina­ción en La luciérnaga (1932), su mejor novela después de Los de abajo, que relata de forma in­dírecta también la ruina de Dionisio, un puebleri­no fascinado por el torbellino capitalista que arra-

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sa a la capital, y la disolución de su familia. Y en abierto contraste, el enriquecimiento del avaro de su hermano, que se quedó en Cieneguilla. El ata­que al gobierno de Calles, explícito en la tercera parte de la novela, concluye con la huida al pue­blo de Conchita, su mujer, y la miseria y la sole­dad absoluta del protagonista. En Cieneguilla transcurre casi toda la cuarta parte de la novela, donde Conchita rehace su vida y educa a sus hi­jos, aunque ya no puede soportar el ambiente pro­vinciano e intolerante que la rodea, exasperado por la guerra cristera, hasta el momento en que regresa a México con su marido porque lee en el periódico la noticia de que éste ha sido herido.

El éxito de Los de abajo, tras su publicación en El Universal (1925), lleva a Azuela a abando­nar su periodo hermético y a volver al realismo crítico de sus etapas anteriores. Por otra parte, la radicalización retórica del gobierno de Calles y el deslizamiento de México hacia un estado «nacional-socialista», con concomitancias con lo que ocurre en Europa, 10 coloca de nuevo ante una situación beligerante, con una clara toma de posición. Escribe El camarada Pantoja y San Gabriel de Valdivias, que no publica por motivos políticos hasta la época de Cárdenas4• Si en el primer caso se narran las bajezas y maquinacio­nes del «camarada» Pantoja en sus afanes por as­cender dentro de la maquinaria de corrupción gubernamental, en el segundo, la política agraria de Calles y la figura del líder agrarista, Saturnino Quintana, son el blanco de sus críticas. San Ga­briel de Valdivias es una novela aceptable y com­pleja, que muestra el esfuerzo de Azuela por cap­tar la problemática de la vida en el campo después de la Revolución y sus limitaciones para inter­pretar una realidad social diversificada, muy di­ferente a la reflejada en Mala yerba. Y ello se evidencia en el considerable número de persona­jes y en la complejidad de los problemas sociales suscitados.

Triunfante el cardenismo, Azuela continúa im­penitente en su crítica social. Las desventuras de Regina, hija de un general fiel a la Revolución desde la época de Madero, que, tras la muerte de su padre, descubre que está en la indigencia y necesita trabajar como empleada en un minis­terio hasta que, harta de soportar tanta miseria humana y corrupción, decide montar una pana­dería, sirven de base a Azuela para ensamblar en Regina Landa (1939) dos temas recurrentes en sus preocupaciones: el omnímodo poder de los dirigentes sindicales -para él un grupo de re-

4 De entonces datan también su biografía novelada Pedro Moreno. el Insurgente (1933) y las tres biografías de bandidos, titulada Precursores (1935); obras que, quizá, encarnen el ideal revolucionario de Azuela, en las que opone por contraste la in­tegridad de los bandidos a la bajeza moral de los Señores de la Revolución.

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sentidos y fracasados- y el inexorable destino de los empleados públicos ante una maquinaria estatal corrupta. El tono de anatema, frecuente en el discurso, junto con el poco esmero en la trama, hacen de esta novela un ejercicio fallido. Y otro tanto podemos decir de Avanzada (1940) y Nueva burguesía (1941). En la primera, la superación de la agricultura tradicional por Adolfo, hijo de un antiguo latifundista educado en Estados Unidos y Canadá, sólo le sirve para levantar la envidia de los agraristas y sufrir la expropiación de sus tierras (primera parte de la novela), o morir alevo­samente a manos de un líder agrarista sureño (se­gunda parte). El mensaje que se desprende -la muerte de los mejores y el ascenso de los resenti­dos- es tremendamente negativo con la reforma agraria emprendida por Cárdenas y se emparenta sospechosamente con la doctrina social del por aquel entonces recién creado Partido de Acción Nacional (PAN). En cuanto a Nueva burguesía, vuelve a incidir en su rechazo a la forma en que se ha llevado a cabo el desarrollo social en Méxi­co después de la Revolución.

La consagración de Azuela como novelista en la década de los cuarenta -ingreso en el Colegio Nacional, su actividad de conferenciante y ensa­yista, su postulación al Premio Nobel- coinci­den con el declive de su vena creativa. Continúa escribiendo, pero sus nuevas novelas, La mar­chanta (1944), La mujer domada (1946), y La maldición (1949) producen la impresión de lo ya conocido. Sus protagonistas son mujeres que re­cuerdan a Regina Landa, a Conchita o a Ana Ma­ría en el desclasamiento (o la pérdida de persona­lidad), que sufren en sus desvelos por medrar socialmente, y que terminan reencontrándose a sí mismas cuando regresan a su antiguo lugar de origen (La marchanta), o durante unas vacacio­nes en Morelia (La mujer domada). O el provin­ciano Rodulfo (La maldición), que pierde su inte­gridad por acatar servilmente desde el sindicato los dictámenes del gobierno y que, al final acepta pacientemente las represalias de sus propios alia­dos, con tal de asegurarse el pan diario.

Cuatro años después de su muerte apareció Esa sangre, la novela con la que quiso clausu­rar su propio ciclo narrativo. Compuesta, según Monterde, entre 1931 y 1940, es una suerte de con­tinuación de Mala yerba, por la presencia de Julián Andrade, que une ambas historias. El retorno del antiguo hacendado da pie a una confrontación entre el pasado prerrevolucionario y la situación creada tras la revolución. El ritmo narrativo, muy inferior al de sus mejores novelas, se arrastra hasta el tiro­teo final en la cantina del pueblo, donde JuliánAn­drade -todo un símbolo-- pierde la vida a manos del delegado de la comisión del gobierno.

Como hemos visto, la novelística de Mariano Azuela se acompasa al acontecer histórico de

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México durante la priJl1era mitad del siglo xx, desde el malestar indefinido de los últimos años del porfiriato, y representa, como ninguna, el proceso revolucionario en su fase armada y el desencanto y la amargura que produjo a muchos mexicanos la forma en que se realizó la institu­cionalización postrevolucionaria.

4. MARTÍN LUIS GUZMÁN (1887-1976)

Su vida, como la de Azuela, está indisoluble­mente unida a la Revolución. Integrante del Ate­neo de México, orador político, la muerte de su padre, un reputado coronel federal, luchando contra los rebeldes en el cañón de Malpaso (Cu­riel 1984; y Guzmán 2002:8-44), lo lleva a adhe­rirse a la causa maderista, como dice él mismo en su discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, Apunte de una personalidad, y, tras la decena trágica, a las filas constitucionalistas, hasta enero de 1915, en que marcha exiliado a España. Precisamente, los exilios marcan gran parte de su biografia y son decisivos en la elabo­ración y publicación de sus obras más relevantes, si exceptuamos su pentalogía Memorias de Pan­cho Villa: La querella de México (1915), A orillas del Hudson (1920), El águila y la serpiente (1928), La sombra del caudillo (1929), Aventuras democráticas (1931, luego Axcaná González en las elecciones) y Javier Mina, héroe de Navarra (1932, luego Javier Mina, héroe de España). A su regreso definitivo a México (1936) realiza una importante labor editorial, de la que son ejem­plos Romance, revista popular hispanoamerica­na (1940), Compañía General de Ediciones, S. A. (1949) Y sobre todo Tiempo, semanario de la vida y la verdad (1942), desde donde «ajusta el meca­nismo de su reloj al paso de la posrevoluciófi», hasta el punto de identificarse con ella en tres motivos esenciales: unidad nacional, institucio­nalidad y anticomunismo. Su apoyo decidido al Presidente Díaz Ordaz en la matanza de Tlatelol­co (1968), le acarreó la repulsa de los jóvenes intelectuales mexicanos. Pero por encima de estas contingencias, la tersura de su prosa en El águila y la serpiente y en La sombra del caudillo, lo co­locan -junto con Azuela- a la cabeza de los narradores de la Revolución.

El águila y la serpiente es una crónica auto­biográfica de la Revolución. En ella Guzmán nos relata desde su incorporación a las filas constitucionalista (septiembre de 1913), con motivo de la dictadura huertista, hasta la fallida conspiración de Eulalio Gutiérrez contra Villa y Zapata (enero de 1915) y su huida inmediata ha­cia su primer exilio. Por las páginas de su prime­ra parte discurren su circunstanciado viaje desde Veracruz a San Antonio de Texas, su entrada en

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México por la frontera norte, y su paso por las ciudades que jalonan su inmersión en los am­bientes revolucionarios: Ciudad Juárez, Noga­les, Hermosillo, Guaymas, Culiacán. Esta expe­riencia le sirve para retratar a los principales jefes de la Revolución (Carranza, Villa, Obre­gón, Benavides, Felipe Angeles) y justificar su distanciamiento final del tándem Carranza­Obregón, por sus veleidades «caudillistas» y su adhesión a Villa, en quien ve la única posibili­dad de mantener el «carácter democrático e im­personal» de la Revolución:

Pero también era verdad que yo había percibido en Sonora, con evidencia perfecta, que la Revolución iba, bajo la jefatura de Carranza, al caudillaje, más sin rienda ni freno. Y esto me bastaba para buscar la salvación por cualquier otra parte [ ... ] El otro gran ganador de batallas, Obregón (Ángeles, sin tropas propiamente suyas sumaba su destino al de Villa), se desviaba ya por la senda de los nuevos caudillajes. De modo que, para nosotros, el futuro movimiento constitucionalista se compendiaba en esta interrogación enorme: ¿sería domeñable Villa, Villa que parecía inconsciente hasta para ambicio­nar?, ¿subordinaría su fuerza arrolladora a la salva­ción de principios para él acaso inexistentes o in­comprensibles? Porque tal era el dilema: o Villa se somete, aún no comprendiéndola bien, a la idea creadora de la Re­volución, y entonces él y la verdadera revolución vencen, o Villa no sigue sino su instinto ciego, y entonces él y la Revolución fracasan.

El texto anterior es básico para comprender la actuación de Martín Luis Guzmán en la segunda parte, desde su entrada triunfal en México ---como representante de Villa ante Carranza- hasta su huida fmal a Estados Unidos, y de ahí a España. La sabia caracterización de los personajes, el equili­brio y pulcritud de su prosa, su destreza en la ela­bomción de escenas, fueron rápidamente percibi­dos por la critica. Escenas como las descritas en «Hospital General», la matanza de colorados que realiza Rodolfo Fierro (reelaborada por Carlos Fuentes en Gringo viejo), o la dramática entrevista fmal de Guzmán con Villa, han sido antologadas con toda justicia en numerosas ocasiones.

La publicación por entregas de El águila y la serpiente coincidió con la matanza de Huitzilac (octubre de 1927), donde fueron brutalmente asesinados el candidato a la presidencia de la Re­pública, general Francisco Serrano, y su séquito. Guzmán expectante desde su exilio español, se puso a escribir «enfebrecido» los cuatro últimos capítulos de La sombra del caudillo. Los aconte­cimientos le brindaban la ocasión de atacar a los causantes de su ruina económica y de su exilio,

a la par que justificar su actuación en el levan­tamiento delahuertista. De ahí que mezclara los rasgos de los generales De la Huerta y Serrano en la confección de Ignacio Aguirre, y que eso motivara la confusión de Brushwood, sin advertir que la ambientación externa de la novela remi­te -salvo en sus capítulos finales- al México anterior al levantamiento de Adolfo de la Huer­ta. La sombra del caudillo es una novela política con claves que el mismo Guzmán se encargó de descifrar. Su originalidad radica principalmente en la creación de un héroe trágico para la confec­ción del protagonista y en la sabia gradación del proceso de su dignificación, que concluye con su heroica muerte. Guzmán conduce con maestría las actuaciones de Ignacio Aguirre a lo largo de los seis libros de la novela para subrayar la tra­gedia de un hombre prisionero de un ambiente de corrupción que él mismo ha ayudado a crear, que se pierde por su carácter -una mezcla de indecisión y soberbia-, que le hace olvidar sus propios límites y desafiar a fuerzas que exceden a las suyas. Un ambiente enrarecido y fatalista va permeando al relato y parece guiar la reali­dad política mexicana cuando el protagonista de­cide presentar su candidatura como alternativa al candidato designado por el Caudillo (Hilario Jiménez).

La estética de la novela, deudora de los cono­cimientos cinematográficos de Guzmán, se esta­blece sobre un eje de simetrías contrastantes para crear situaciones, personajes, acciones y reaccio­nes, con efectos lumínicos de luces y sombras. Todo el relato está sometido a esta ley, de la que no escapa ni el propio Caudillo, pese a su enor­me capacidad de mover los resortes de la intriga, incluida la brutal ejecución de Ignacio Aguirre y de todos sus acompañantes. No es casual que Axkaná González sea el único superviviente, aunque esté malherido, como tampoco que Guz­mán añadiera un episodio epilogal en la versión definitiva de su novela. Ambos tienen como mi­sión desenmascarar a los dirigentes revoluciona­rios de su aureola heroica, encubridora de latro­cinios y negocios turbulentos. En este sentido, es excepcional la figura de Axkaná, verdadero alter ego de Guzmán, en quien parecen encamar los ideales ético-estéticos del narrador. No es extraño que su secuestro haya sido interpretado como el instante en que los enemigos de Aguirre ciegan la conciencia revolucionaria «y se decide el fu­turo de México» (Sandoval 1991:420; y Glantz 1993:113). En cuanto al epílogo «Unos aretes», no puede ofrecer un mensaje más desolador. La imagen final, verdadero negativo de la imagen que inicia la novela, muestra descarnadamente que a la sombra del caudillo sólo se cobijan el crimen y la corrupción y no hay lugar para los ideales ni para la belleza.

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5. OTROS AUTORES

En la década de los treinta aflora un grupo de autores notables, influidos por el magisterio de Azue­la y el impacto de Guzmán, que revitalizan el ci­clo narrativo de la Revolución, narrando los días de lucha sangrienta. Descontada la narrativa de orientación cristera a favor de los sublevados (su mejor novela, La virgen de los cristeros, de Fer­nando Robles), o en su contra (la mejor, Los cris­teros, 1937, de José GuadalupeAnda) (Arias 2002); la novela de orientación social, representada fun­damentalmente por José Mancisidor (Mancisi­dar 1978:1,11-224; 225-306; 307-344), Francisco Sarquís y Jorge Ferretis; y la novela indigenista, con El resplandor, de Mauricio Magdalena (1937), como su más lograda manifestación, merecen destacarse José Rubén Romero, Gregario López y Fuentes, Rafael Felipe Muñoz, Francisco L. Ur­quizo y Nellie Campobello (Morton 1949:41-170; y González 1959).

La obra literaria de José Rubén Romero (1890-1952) se ofrece en su conjunto como un amplio retrato de su propia vida (Larraz 1971), en el que la Revolución aparece muy de soslayo, con la excepción de Mi caballo, mi perro y mi rifle. Sus primeros relatos, Apuntes de un lugareño (1932), Desbandada (1934) y El pueblo inocente (1934), son una biografía novelada, salpimentada de esce­nas y cuadros costumbristas, en la que se trasunta la infancia y juventud del autor. De entre los per­sonajes destaca por su vigor D. Vicente, el tutor de Daniel, en El pueblo inocente. Sus refranes y di­chos chistosos esconden una filosofía critica de la vida muy próxima a la que desarrollará después en su célebre novela La vida inútil de Pito Pérez (1938). Su visión de la Revolución se concreta so­bre todo en Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936), cuando el joven protagonista, Julián Osario, con­valece de sus heridas en casa una familia humilde, y escucha (como en El coloquio de los perros, de Cervantes) la conversación que sostienen su caba­llo, representante de la antirrevolución, su fiel amigo el perro, símbolo de las masas, y el rifle, que encarna la maldad, la crueldad y el impulso ciego revolucionario. Desengañado Osario del ses­go que toma la Revolución -fallida para él­arroja el fusil al suelo, que se dispara fortuitamen­te y mata al perro, ante lo que exclama: «Mi carne, mi pueblo, que la revolución ha hecho pedazos para que los caciques sigan mandando».

Pocas obras resumen el contenido nacionalista de la novela de la Revolución Mexicana como la narra­tiva de Gregario López y Fuentes (1897-1966). Na­tural de la Huasteca, en donde obtuvo su conoci­miento profundo de las costumbres y la psicología campesina, y del lenguaje que la caracteriza. Jo­ven poeta, tomó parte en la defensa de Veracruz contra la invasión estadounidense. Afiliado ini-

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cialmente al carrancismo, desarrolló su vocación novelística al amparo de una fecunda labor periodís­tica y profesora!. Fue Premio Nacional de Literatura en 1935 con El indio, novela con la que inauguraba el relato indigenista mexicano. Sus tres primeras no­velas -Campamento (1931), Tierra (1932) y Mi general (l934}- constituyen su aportación a la novela de la Revolución.

Campamento está compuesto por una serie de episodios yuxtapuestos, que transcurren durante el descanso nocturno de una columna rebelde en una hacienda, que marcha al encuentro de los fe­derales en el momento en que el ejército regular se desmorona a pasos agigantados. El narrador, erigido en cámara cinematográfico, capta en pre­sente continuo los diversos acontecimientos que tienen lugar en un grupo tan heterogéneo hasta el amanecer, en que se vuelve a poner en marcha. Los diversos cuadros, unidos por una tenue línea argumental, mantienen permanentemente la aten­ción del lector, sin que decaiga nunca su tensión narrativa. Muy distinto será el tratamiento del tiempo en Tierra, novela que incide en una de las reivindicaciones urgentes de la Revolución: la agraria. Si en la novela anterior toda la acción se condensaba en una noche, aquí la aventura trans­curre en diez años, desde los albores de la Revo­lución hasta 1920. Hay una pretensión de obje­tividad épica en la descripción de la revuelta zapatista, con la pormenorización de su base de operaciones, del tejido social que la sostiene, y del alcance de sus reivindicaciones, a pesar de la simpatía que muestra el narrador por la causa y el hondo sentido trágico que recorre la muerte del líder, que comporta la desarticulación de su ejér­cito y una cierta sensación de derrota, no obstan­te haber recuperado los territorios ejidales que les pertenecían. En Mi general López y Fuentes rea­liza un retrato fiel de los soldados de la Revolu­ción, que adquirieron poder transitoriamente y lo perdieron en el proceso de institucionalización política, al apoyar a candidatos diferentes a los designados por los diversos caudillos. El parale­lismo entre el argumento de La sombra del cau­dillo y las vicisitudes del protagonista desde el final de la segunda parte de la novela y a lo largo de toda la tercera, hacen pensar en la presencia de un modelo al que se quiere rectificar: el protago­nista no pierde la vida, pero sí su situación de privilegio. La mayor originalidad radica en su punto de vista. Narrada en forma autobiográfica, sólo al final descubrimos que el narrador es otro yo diferente y próximo al protagonista, como aclaran las frases finales.

Toda la obra literaria de Rafael Felipe Muñoz (1899-1972) revela la fascinación que produjo en él la figura legendaria de Pancho Villa (Jeffery 1986). Iniciada bajo el impacto de la muerte del «Centauro del Norte» con sus Memorias de Pan-

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cho Villa, reaparece intermitentemente en sus li­bros de cuentos (El feroz cabecilla, 1926, y Si me han de matar mañana, 1934), y se manifiesta en todo su esplendor en la novela Vámonos con Pan­cho Villa (1931). El protagonista, Tiburcio Maya, es el nexo de unión entre los dos momentos claves de la novela: el primero, como miembro del club los Leones de San Pablo, que se corresponde con los grandes éxitos militares de Villa, y que conclu­ye con el entierro de Máximo Perea, el último su­perviviente del grupo, enfermo de viruelas; y el segundo con Tiburcio como perro fiel del Villa fu­gitivo tras sus derrotas de Celaya y Aguascalien­tes, que le acompaña en su ataque a la ciudad de Columbus y muere, al fin por no descubrir el es­condrijo de su Caudillo, herido. Con estilo llano y desgarrado Muñoz narra las hazañas, desventuras y sufrimientos de los seis rebeldes, que se inmolan voluntariamente por defender ante todo a Villa. La aparición del autor en el párrafo final de la novela para informamos de que él es un mero transmisor de la información verbal que le brinda el general Nicolás Fernández, compañero de Francisco Villa, refuerza sus protestas en las que se inspiró para plasmarla en hechos verídicos y en sus pretensio­nes de objetividad, explicitadas en el epígrafe ini­cial. La figura de Villa, como adversario de la co­lumna orozquista en que se integra el protogonista, Álvaro Abasolo, aparece diluida en su mejor nove­la: Se llevaron el cañón para Bachimba (1941). Basada en la rebelión de Orozco contra Madero, se erige en uno de los relatos más amenos de la Re­volución, debido quizá al acierto en la elección: un adolescente, que regresa a su casa derrotado, pero orgulloso por haber formado parte de «Los Colo­rados» y de las experiencias 'Lue han hecho de él un hombre. La fascinación de Alvaro -y de todos los hombres- hacia el jefe de la colunma, Marcos Ruiz, es idéntica a la que sienten Tiburcio y sus leones por Villa; e idéntica su fe ciega en el jefe. Le diferencia de la anterior novela su estilo más poético, menos brutal, más preocupado por la na­turaleza y por el modo de describirla. Esa misma diferencia se percibe en el fondo de los hechos, de los que ya no se destacan los actos sangrientos, aunque los haya, sino el impacto emocional que producen en el protagonista.

La originalidad de la obra del militar, político y c:osayista Francisco L. Urquizo (1891-1969), Tro­pa vieja (1943), no radica tan sólo en el punto de vista elegido, el de la autobiografia de un soldado

.. reclutado a la fuerza por exigencias del ca-en la pintura exacta y realista de la vida

~.Il'tI~leJ:a --cruzada con historias personales de soldados- con sus obligaciones, sus

hacia las clases y el refugio en la marihuana soldaderas como consuelo a sus frustracio­la brillante descripción de las fiestas del

~u:nwtio; y, sobre todo, en la capacidad de sum-

miento y de resignación del soldado federal, ora sosteniendo el gobierno de Porfirio Díaz, ora de­fendiendo la legalidad constitucional. Y paralela­mente, la sacrificada labor de las soldaderas, mos­trada en esta novela con detenimiento, como encargadas de la intendencia, como reposo y solaz, como enfermeras pacientes y como compañeras, en suma, de la tropa.

El duro aprendizaje de Espiridión Cifuentes culmina con su intervención a favor de Madero durante la Decena Trágica. Herido e inválido, re­flexiona sobre la situación final y augura a su fiel soldadera el levantamiento general de México contra el dictador Huerta:

Todo está tranquilo, ya se acabaron los combates. - ¿Se acabaron? ¡Quién sabe si sea ahora cuando van a comenzar de veras! - Todo el Ejército está con Huerta. - El Ejército, los agarrados de leva, pero quedan los libres, los que pelean por su gusto; ¿tú crees que esa gente se va a conformar? Otro Madero saldrá y entonces ... , entonces, ¡quién sabe!

Para entender la obra de Nellie Campobello (1909-1986) es necesario resaltar su infancia y adolescencia en Parral, lugar de frecuentes y fe­roces encuentros entre villistas y carrancistas. Colaboradora de El Universal Ilustrado, bailari­na, profesora de ballet y coreógrafa, vinculada a Martín Luis Guzmán y a otros personajes de im­portancia, tuvo un final de vida aciago. En 1931 publica Cartucho, una colección de pequeños relatos, en los que retrata con acierto el carác­ter de diferentes personajes (soldados, oficiales o, incluso, Villa, a quien en 1940 dedicará sus Apuntes de la vida militar de Francisco Villa), o describe, desde la óptica de una niña asombrada, los hechos que ha presenciado o que le cuentan familiares próximos. El uso de voces escalona­das dentro de sus relatos, próximas a la tradición oral, confieren a Cartucho un estilo espontáneo y poético que traspasa las tres partes de que se compone: «Hombres del Norte», «Fusilados» y «En el fuego». La posible des estructuración no­velesca, paliada por la ordenación temática que realizó List Azurbide, está determinada por la forma en que se originó: como lectura autóno­ma para entretener la convalecencia del escritor Fernández Castro. Más conseguida estructural­mente, Las manos de mamá (1937) constituye un homenaje a su madre y, en ella, a todas las ma­dres que sufrieron por y con la Revolución. Su leve línea argumental gira en tomo al regreso de la protagonista, ya adulta, a los escenarios de su vida infantil, y a la recreación de los momentos en que su madre adquirió un protagonismo que se vislumbraba ya en Cartucho, muy próximo al de Villa.

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