2. Coordenadas del universo mítico rulfiano 2.1...
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2. Coordenadas del universo mítico rulfiano
2.1. Temporalidad mítica en El Llano en llamas
Gran parte de la crítica está de acuerdo en que la visión de mundo detrás de El Llano en
llamas29
es pesimista. Además de la permanente violencia y la relativa falta de
conciencia por parte de los personajes, es la „cancelación del futuro‟ lo que, a juicio de
estos críticos,30
determina tal pesimismo. El hombre rulfiano es un hombre que no
conocerá el porvenir porque la carga del pasado tiene demasiado peso; es un hombre
confinado a la rememoración eterna de eventos, y por lo tanto la planeación y la
proyección no tienen espacio en su mente; es, pues, un hombre que encarna la figura de
Sísifo: toda su experiencia vital consiste en recorrer sus huellas periódicamente.
Ahora bien, antes dijimos que la interpretación de un entorno mítico mediante
herramientas racionales constituía un error. En este caso, me parece que los argumentos
esgrimidos por la crítica son argumentos extraídos de una cosmovisión historicista y
racional del mundo, que prima el progreso temporal. Sin embargo, no es difícil darse
cuenta de que el universo de El Llano en llamas, al menos una porción importante de él,
no se rige por estos parámetros. El viejo narrador de “La Cuesta de las Comadres”
calendariza el año según la intensidad de la lluvia. El arriero de “En la madrugada”, por
29
Todas las referencias a El Llano en llamas serán a la 14ª ed, de Editorial Cátedra, Madrid 2003, editada
y comentada por Carlos Blanco Aguinaga. En adelante sólo se dará el número de página entre paréntesis. 30
Dice, por ejemplo, González Boixo: “Los personajes de Rulfo parecen atrapados en un presente en el
que se vive del recuerdo, sin que exista esperanza de futuro. Al no existir el futuro, el tiempo se convierte
en pasado solamente y esto equivale a la negación del tiempo” (66). William Rowe sigue la misma línea:
“Although there are identifiable human narrators in Rulfo‟s stories, their relationship to the events
narrated is such that these latter belong to a past wich cannot be altered and which dominates the present,
erasing any notion of future” (51); [“Aunque hay narradores humanos identificables en los cuentos de
Rulfo, su relación con los eventos narrados es tal que estos últimos pertenecen a un pasado que no puede
ser alterado y que domina el presente, borrando cualquier noción de futuro”; traducción mía].
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su parte, reconoce la hora del día gracias a la lectura del vuelo de una golondrina o a la
densidad de la niebla sobre los tejados. Los personajes rulfianos viven, como diría Paul
Ricoeur, el tiempo de los trabajos y los días; esto es, un tiempo cuya relación directa
con el hombre y sus actividades desarticula la objetividad y la homogeneidad del tiempo
rígido y calculable de la razón.
Con lo escrito en el párrafo anterior no se defiende la negación del tiempo, digamos,
histórico u objetivo por parte de los personajes, sino la priorización de una experiencia
vital basada en elementos concretos y singulares. En un breve análisis de la presencia de
la fauna en El Llano en llamas, María Elena Victoria comenta: “La fauna se relaciona
íntimamente con el tiempo […] El trascurrir humano se mide a partir del canto de los
gallos, el ladrar de los perros, la gritería de las ranas, el graznido de las lechuzas o el eco
de las pezuñas de los caballos en el camino. Su presencia y su ausencia marcan un
hecho, un inicio de ciclo o su conclusión” (33). Desde un encuadre racionalista, este
tipo de situaciones suelen calificarse de primitivas en el sentido más peyorativo del
término. No debemos olvidar, no obstante, que esta forma de convivir con la
temporalidad es paralela —y no anterior— a la experimentación racional del mundo. Es
el entorno lo que determina los criterios de medición temporal, y el mundo de los
cuentos posee unos criterios que sólo el pensamiento mítico podría asimilar: la
naturaleza, la memoria, los estados anímico y psíquico. Por eso, como bien señala
González Boixo, en El Llano en llamas “normalmente no se tienen referencias
cronológicas concretas y, a veces, cuando sí las hay, sirven para expresar algo
distinto31
” (65). Para el universo rulfiano, la contabilización cronométrica de los
31
Recordemos, por ejemplo, las alusiones en “Talpa” a febrero y marzo. Siguiendo la propuesta de
González Boixo, estas referencias concretas no buscan aportar objetividad cronológica sino que apuntan a
algo más de fondo: la Semana Santa. “Talpa”, entre otras cosas, pretende subvertir los valores de esta
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acontecimientos no agrega más información32
de la conseguida a través de la percepción
de los sentidos.
Con lo anteriormente dicho tratamos de desarticular uno de los juicios aprioristas
más recurrentes del discurso racional: a saber, que las herramientas de indagación
míticas poseen un estatus prelógico. Ya se vio que no estamos situados en una línea de
evolución intelectual. Se habla, más bien, de dos formas distintas —irreductibles si se
quiere— de entender el fenómeno temporal. La experiencia inmediata y sensorial del
tiempo de los personajes rulfianos es consecuencia directa de que estamos en el interior
de unas vidas al margen del derrotero histórico:33
Cabe sin embargo pensar, aunque Rulfo apenas aluda a ello, que si estos hombres
y mujeres se ven reducidos a vivir por dentro, sin tiempo, es decir, como al
margen de la Historia o bajo ella, y que si cuando salen a la Historia (es decir, a la
acción que es vivir en el Tiempo), lo hacen siempre con violencia, ello se debe a
que, a su entender no analítico, cargado de ideología de siglos, la Historia es el
enemigo,34
lo que les ha obligado a encerrarse. (Blanco 116)
Me parece que en esta cita se encuentra una de las claves de la experiencia temporal
del universo rulfiano mencionadas anteriormente: la permanente revivificación del
pasado. Si los personajes de El Llano en llamas habitan los lugares a donde la Historia y
su filosofía del progreso no llegan, entonces buscarán el sentido de sus existencias en el
origen, alcanzado mediante la relación con la naturaleza, la memoria y la muerte.
festividad a la luz de la situación de muerte y lujuria presentes en la trama; desde esta perspectiva, las
referencias „febrero‟ y „marzo‟ adquieren un valor más connotativo que crono-descriptivo. 32
Para Ariel Dorfmann, Juan Rulfo “cree que el tiempo regular, el del reloj, el cronológico, el ordenado
acontecer lógico, es un tiempo falso, un tiempo en que no se tiene efectiva conciencia de la muerte” (cit.
en Coddou). 33
Tal parece que a lo largo de los diecisiete cuentos, los personajes de “La noche que lo dejaron solo” son
los únicos que tienen conciencia histórica de su existencia. 34
Resulta interesante notar cómo la expresión “la Historia es el enemigo” no está muy alejada de la
expresión de Mircea Eliade “El terror a la Historia”, mencionada en texto El tiempo del eterno retorno. Si
bien Carlos Blanco Aguinaga en ningún momento habla directamente de una conciencia mítica, la alusión
a una „ideología de siglos‟ hace referencia sin duda a un conocimiento tradicional del mundo, cuyo
fundamento es el discurso del mito.
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La ignorancia del mecanismo del tiempo histórico orilla a los personajes de Rulfo a
experimentar la temporalidad en el seno de la individualidad. El tiempo se aloja en el
interior de cada ser, donde se subjetiviza y es expuesta a una organización no-racional, y
después es proyectada hacia el exterior. En este sentido, estoy de acuerdo con Blanco
Aguinaga cuando apunta que donde más evidente se muestra la visión subjetiva del
mundo es en el tratamiento temporal del discurso de los personajes (17). Sin embargo,
un dato importante es que no es solamente en el discurso de los personajes donde se
certifica la subjetivización del tiempo, sino también en la estructura de los cuentos.
Entonces, si los personajes de El Llano en llamas no conocen los procedimientos de
la Historia, la opción que le queda es interpretar la temporalidad según sus
circunstancias específicas y concretas. Se puede decir, pues, que la singularización de la
experiencia rompe las categorías del tiempo, concebido éste desde el discurso de la
razón. Esto es, en tanto que la conciencia histórica se basa en una rigurosa
diferenciación entre el antes y el después, así como en la observancia de un orden
rígidamente determinado y unívoco en la sucesión de cada uno de los elementos de la
línea de tiempo (Collingwood), la conciencia mítica cede paso a la tentación de borrar
las diferencias entre pasado y presente, hasta el punto de trocarlas en una misma
identidad. Y es que los estados anímicos y psíquicos del hombre tienden puentes entre
un tiempo y otro, y a veces son tan fuertes que el pasado ya no se recuerda sino que se
vuelve a experimentar una y otra vez.
Sin duda, el innegable vínculo que existe entre los habitantes de El Llano en llamas y
los elementos del entorno y las demás personas determina las estructuras temporales
que se proponen en varios de los relatos, estructuras que, a mi parecer, están muy
familiarizadas con la concepción del mundo del pensamiento mítico. Como trataré de
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demostrar, la temporalidad mítica posee muchas alternativas para darse a conocer. Juan
Rulfo aprovecha esta flexibilidad del tiempo del mito para excavar más hondo en el
mundo complejo del hombre.
2.1.1. Aspectos teóricos sobre la temporalidad mítica
Me parece que para dilucidar satisfactoriamente la concepción mítica del tiempo hay
que oponerle la concepción histórica del fenómeno temporal. Esto, además de
evidenciar con mayor precisión la singularidad del pensamiento mítico, permite
entender cómo el hombre experimenta una realidad que, al menos en la conciencia, le es
ajena.
En una somera revisión del concepto de mito de Mircea Eliade, notamos enseguida
que su perspectiva está fundamentada sobre todo en parámetros temporales:
El mito es una historia sagrada que […] relata un acontecimiento que ha tenido
lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de
otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres
Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el
Cosmos, o solamente un fragmento. (12)
Dejando a un lado su cualidad sagrada, vemos que el mito es propuesto como
conductor de realidades en la medida en que legitima la experiencia, cualquiera que ésta
sea. Toda ceremonia ritual, desde el sacrificio hasta el matrimonio, pasando por las
festividades de corte secular o por las labores más prácticas como la pesca o la
agricultura, se lleva a cabo debido a que, en el tiempo de los orígenes —in illo tempore,
diría Eliade—, algún ser, cuya grandeza lo hace ejemplar, sacrificó, se matrimonió o
pescó por vez primera. A esto alude Mircea Eliade cuando dice que el pensamiento
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mítico es un pensamiento paradigmático: repite acciones “inventadas” en un pasado
remoto.
Como consecuencia de lo anterior, el hombre mítico se concibe como un hombre
„ahistórico‟, pues la Historia implica progresión e irreversibilidad del tiempo y, por
ende, la novedad del suceso. Inspirado en estas reflexiones, Eliade acuña la expresión
„terror a la historia‟35
para explicar cuál es la postura del hombre mítico respecto del
carácter de contingencia inmanente a la linealidad del tiempo, tal como ésta es
entendida por el historicismo. Es decir, el ser del mito se niega a vivir tan sólo en lo que
en términos modernos se llama Historia; busca quedar fuera de ella y se esfuerza por
incorporarse a unas coordenadas temporales que aporten un sentido trascendente. Esto,
como dice Martín Sagrera, no debe entenderse como “un refugio cobarde contra el
afrontamiento viril de la realidad y de la propia responsabilidad” (57), sino como una
falta de fe en el suceso novedoso, desprovisto de paradigmas familiares.
¿Qué implica el rechazo de la Historia y de su filosofía de la progresión? De entrada,
una revaloración de los orígenes. Mientras que el hombre que se asume histórico pone
toda su atención en el porvenir, en las transformaciones del presente, el hombre mítico
gira la cabeza hacia atrás y confirma la autenticidad de sus actos que lo llevarán, tarde o
temprano, a recuperar la unidad de los orígenes: “si la fabulación [del mito] es una
respuesta al desamparo es porque el hombre del mito ya es conciencia desdichada; para
él, la unidad, la conciliación y la reconciliación deben decirse y obrarse, precisamente
porque no están dadas” (Ricoeur 317). Al articular un mito y al actuar un rito, el
35
Será el judeocristianismo el primer pensamiento mítico-religioso que incluirá los acontecimientos
históricos dentro de su esquema general de paradigmas: “Bajo la „presión de la historia‟ y sostenida por la
experiencia profética y mesiánica, una nueva interpretación de los acontecimientos históricos se abre paso
en el seno del pueblo de Israel. Sin renunciar definitivamente a la concepción tradicional de los arquetipos
y de las repeticiones, Israel intenta „salvar‟ los acontecimientos históricos considerándolos como
manifestaciones activas de Yahué” (Eliade, Mito 120).
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hombre mítico pone todas sus ilusiones en el pasado, donde encontrará la perfección de
los inicios —el paraíso, la arcadia—, la que se perdió por un error humano y que la
Historia, en su carrera desbocada, se obstina en ocultar.
Es fácil reconocer las respectivas figuras que trazan las concepciones temporales de
los pensamientos histórico y mítico. El primero marca una línea cuyo punto final,
suceda lo que suceda, tiene que situarse en la más desconocida lejanía; las repeticiones
aparentes de los acontecimientos históricos siempre se diferencian por haber adquirido
algún matiz nuevo, lo cual convierte la línea en una espiral (Collingwood). El
historicismo se niega a volver la cabeza hacia el pasado. Así lo plantea Duch:
Se impone cada vez con más fuerza el convencimiento de que no hay modelos en
el pasado, sino que, en el presente, en cada presente, se ha de instituir de nuevo,
de forma arriesgada, la respuesta adecuada a la situación; situación que, quizás de
manera abusiva, se cree que se halla desconectada de cualquier flujo espacio-
temporal, es decir, que es autónoma, puntual, sin precedentes. (194)
Y cuando el pensamiento histórico gira la cabeza hacia atrás no es sino para recordar
por qué en la actualidad, en los días del presente, el hombre es como es:
Soy tal como soy hoy día porque un cierto número de acontecimientos me han
sucedido, pero estos acontecimientos no han sido posibles más que porque la
agricultura fue descubierta hace ocho o nueve mil años y porque las civilizaciones
urbanas se desarrollaron en el Oriente Próximo antiguo, porque Alejandro Magno
conquistó Asia y Augusto fundó el Imperio romano, porque Galileo y Newton
revolucionaron la concepción del Universo, abriendo el camino para los
descubrimientos científicos y preparando el florecimiento de la civilización
industrial, porque tuvo lugar la Revolución francesa y porque las ideas de libertad,
democracia y justicia social trastocaron el mundo occidental después de las
guerras napoleónicas, y así sucesivamente. (Eliade, Mito 19)
En cambio, el hombre mítico, en virtud de su pensamiento paradigmático,
proclamaría: “soy tal como soy porque me dedico a repetir los actos primordiales de mis
antepasados”. Podemos decir, entonces, que el ser histórico tiene esperanza, mientras
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que el mítico siente nostalgia: “El hombre, buscando liberarse de las servidumbres que
le impone el tiempo presente, y frecuentemente en reacción contra la brusca revelación
que en las sociedades desarrolladas se le hace de su próximo fin, la muerte, se interroga
angustiosamente sobre sus principios, para buscar ahí una solución al problema de su
existencia” (Sagrera 55).
A partir de las reflexiones hechas hasta el momento, es posible llegar a una primera
conclusión acerca de la temporalidad mítica: la repetición consciente de actos o eventos
no entraña alguna clase de inmadurez o estatismo antiprogresionista. La reiteración, por
el contrario, conlleva una necesidad de mejoramiento. La concepción de esta filosofía
—la del pensamiento paradigmático, la del tiempo cíclico—, no es, según Gilbert
Durand, una construcción puramente cultural. Para él, tiene mucho de esencial pues su
génesis atiende a una fobia psicogenética. Desde una postura antropológica más
moderna, Durand asegura que el primer aspecto que el hombre aprehende del entorno es
el movimiento: el de los animales, el de las sombras, el del sol y la luna, el de las gotas
que caen del cielo. El dinamismo encarna el primer señalamiento del transcurso
angustiante del tiempo y, tarde o temprano, el arribo de la muerte. Este movimiento
supone el cambio impredecible: todo se muda de su lugar para no regresar a él —
empezamos aquí a intuir los prolegómenos de una filosofía historicista—. Contra esta
zozobra actuará el ser cuando más adelante construya la noción de tiempo cíclico. Una
vez superada esta fobia, el hombre mítico ha registrado ya los eventos que, por lo
mismo, jamás se revelarán inusitados. No existe, pues, contingencia en el esquema
temporal del hombre mítico; incluso el más azaroso de los sucesos, como las catástrofes
naturales o la muerte, entran en una zona de legitimación gracias a los paradigmas. De
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esta manera, podemos decir que, a la par del uso del fuego, la cacería o la agricultura, la
“domesticación” del tiempo ha sido una necesidad primaria del hombre.
De cualquier modo, no queremos con todo lo anterior decir que el esquema temporal
del hombre mítico niegue o repruebe la progresión del tiempo. En Los trabajos y los
días, Hesíodo describe una línea de progresión muy clara: la edad de oro, la de plata, la
de bronce, la heroica y, finalmente, la edad de hierro. No obstante, estas diferentes
etapas de la historia mitológica del pensamiento heleno, aun a pesar de que su valor
ejemplar va decreciendo —desde la divina perfección hasta la imperfección humana—,
cada una significa un paradigma repetible;36
ahí reside la gran diferencia: en ambos
tipos de pensar, el mítico y el histórico, la progresión es un hecho, pero en el primero
nada es irreversible. De esta certidumbre se desprende la forma opuesta en que cada
pensamiento se relaciona con el pasado: si para el hombre mítico, el pasado es accesible
de manera directa, experiencial digamos, a través de variados procesos rituales, para el
hombre histórico, en cambio, “el único conocimiento posible del pasado es mediato o
inferencial o indirecto, nunca empírico” (Collingwood 271). Desde esta perspectiva, una
mirada al pasado equivale a un mero recuerdo que, si bien interviene en la explicación
del presente y tal vez del futuro, siempre pertenecerá a la esfera de lo no experimentado.
En el fondo, la diferencia entre ambas apreciaciones del fenómeno temporal obedece
al rigor con que cada pensamiento se relaciona con la objetividad. El hombre mítico
parece huir de una objetividad que haría de él un componente de una cuadrícula donde
todos los seres son iguales o, peor aún, donde el tiempo, uniforme, “utiliza” al hombre y
no al revés. Al contrario de lo que plantea el historicismo, el hombre mítico conoce
36
“El proceso cíclico es, pues, en definitiva, necesario; incluso la misma historia en lugar de ser, como
vimos, «maestra de la vida», sería un lastre inútil si no se volvieran a dar situaciones similares. Y, en el
fondo, sin cierta repetición no hay conocimiento alguno posible” (Sagrera 58).
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“varios «estratos» de duración, varias «regiones» de un mismo tiempo37
” (Durand,
Ciencia 51); esto es, la experiencia temporal se individualiza y no sólo se comienza a
experimentar desde el interior del sujeto, sino que además la figura del tiempo comienza
a transformarse en virtud de esta subjetivización: se torna un círculo, o bien un punto
paralizado. Ernst Cassirer ofrece una definición de temporalidad mítica muy completa:
“la intuición mitológica del tiempo […] es enteramente cualitativa y concreta, no
cuantitativa y abstracta. Para el mito no hay tiempo ni duración uniforme, iteración o
sucesión regular «en sí», sino que solamente hay configuraciones materiales que a su
vez revelan determinadas «formas temporales»” (145). Cassirer señala un punto capital:
la negación de la duración uniforme del tiempo. La concepción abstracta de la
temporalidad opera bajo una categoría de uniformidad que tiene como propósito
confirmar la objetividad con que el tiempo transcurre, objetividad que, sin embargo, es
desajustada cuando el sujeto —lleno de matices, de estados de ánimos, de intenciones—
entra en el plano de la experimentación. El sujeto carga de valor significativo a objetos
que, estrictamente, no tienen nada que ver con la operatividad del tiempo. No obstante,
como veíamos, el hombre mítico no es estricto en la separación del yo y las cosas y
termina “contaminando” la temporalidad con fuerzas que le son ajenas pero que la
afectan. A este respecto, comenta Gilbert Durand: “Y es que el tiempo cualitativo y
simbólico se adhiere simpáticamente a los lugares y a las cosas” (52). Es precisamente
esa cualidad de adhesión la que desarticula la objetividad y uniformidad de la medición
racional del tiempo.
37
El pensamiento historicista más moderno acepta esta pluralidad de tiempos: “Los periodos históricos no
son entidades unificadas. No hay una única «historia», tan sólo «historias» discontinuas y contradictorias.
No había una única visión isabelina del mundo. La idea de una cultura uniforme y armoniosa es un mito
impuesto por la historia y propagado por las clases dominantes en sus propios intereses” (Selden 228); sin
embargo, esta pluralidad de historias de la que habla el nuevo historicismo sigue entrañando una noción
de agrupación y no tanto, como en el caso de la temporalidad mítica, de individualización.
50
Entonces, tenemos que el tiempo “absoluto”, irreversible y progresivo que concibe el
historicismo se rige por una dinámica que funciona en términos causales y busca la
contabilización exacta y objetiva de la experiencia humana. El tiempo mítico, en
cambio, tiende a la sincronicidad, que representa un principio de coherencia no causal, y
busca registrar la experiencia íntima del hombre. Esta coherencia, denominada «a-
causal» por Gilbert Durand, sirve como base de un tiempo llamado «homológico», el
cual hace alusión a la contemporaneidad alcanzada entre dos sucesos sin que medie
entre ellos una lógica contigüidad temporal:
Dos acontecimientos separados en el tiempo por mil años pueden presentarse
como contemporáneos, por cuanto que cada uno en su momento se manifiesta en
la misma situación (relativa) y tiene un sentido exactamente correspondiente. La
concepción lineal de la historia deja así paso a una concepción cíclica o repetitiva
en la que el tiempo no es ya forma a priori de la sensibilidad junto al espacio, sino
precisamente una antinomia del espacio. (Garagalza 139)
Con esta noción de homología volvemos a las reflexiones situadas al inicio de este
apartado. Según Mircea Eliade, el hombre mítico era capaz de volverse contemporáneo
de sus antepasados gracias al ritual, esto es, gracias a un acto que emula el de un ser
ejemplar. Se trata, pues, de un acto que homologa los tiempos, que rompe los límites
lógicos de la temporalidad. Gracias a esta abolición del linde racional, al hombre del
mito se le permite emprender, como diría Alejo Carpentier, el viaje a la semilla.
2.1.2. “¡Diles que no me maten!”: el tiempo de la muerte
“¡Diles que no me maten!” es, entre muchas otras cosas, un cuento sobre la espera.
Desde que asesina a su compadre Lupe Terreros hasta el instante en que le suplica al
hijo de éste que no lo mate, Juvencio Nava padece un largo y penoso proceso de huidas
51
y sustos durante el cual la vida adquiere una importancia suprema. En la línea del
tiempo más natural que se puede concebir, la que principia con el nacimiento y culmina
con la muerte, Juvencio está por dar los últimos pasos, pero él pretende extender esta
línea natural hasta los territorios de la eternidad. Es cuando entra en colisión con el
coronel Terreros, quien, a raíz de la muerte de su padre, ha de experimentar una
temporalidad que no transcurre.
En su deseo de vivir, Juvencio Nava no sólo pierde todos sus bienes materiales,
además su mujer acaba yéndose con alguien más. Por otro lado, pierde espiritualmente a
su hijo en el sentido de que la lejanía termina por convertir a padre e hijo en dos
completos extraños; el diálogo que abre el relato y las últimas palabras de Justino, en el
cierre, son claros ejemplos de ello. Nava pasa más de treinta y cinco años en la fuga, un
lapso que, según sus propias palabras, debió haber saldado la deuda que contrajo cuando
le clavó la pica a su compadre. Pero no fue así: “Quién le iba a decir que volvería aquel
asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de
cuando tuvo que matar a don Lupe” (105). A Juvencio el tiempo le sabe a castigo
porque lo vivió en la miseria y en la soledad. Esos treinta y cinco años se llevaron
consigo a su familia, sus bienes y, sobre todo, su fuerza vital.
La polémica respecto del acto de justicia no radica, me parece, en los
derramamientos de sangre.38
Juvencio Nava aniquila a don Lupe porque éste antes había
matado un novillo de Juvencio. La estructura de la venganza se asimila con rapidez: ojo
por ojo y diente por diente. Dice William Rowe: “Each murder reflects the other
38
Para Gustavo Fares, “El asesinato en este relato se relaciona directamente con dos transgresiones: la del
derecho de propiedad privada de un terreno, Puerta de Piedra, que no ha sido respetado por Nava; y de la
consuetudo, que establece un vínculo social, el compadrazgo, que no ha sido acatado por el terrateniente,
don Guadalupe Terreros” (20).
52
because the law of revenge demands symmetry39
” (54). Desde el punto de vista de
Juvencio Nava, la injusticia reside en la incapacidad del coronel Terreros para entender
que el asesino de su padre ya ha pagado su crimen con todos los años de huida:40
“Ya he
pagado coronel […] Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado,
siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así”
(110). En un marco de muerte, la extensión del tiempo cronológico se torna vital para
Juvencio Nava, pues encarna no sólo la sucesividad de los acontecimientos claves de su
existencia, sino además una forma de expiación. En la espera, durante una vida de
animal, escondido en el monte, apestado, sus esperanzas le dicen que, después de todo,
el olvido de su deuda algún día arribará. De acuerdo al esquema temporal de Juvencio,
para cuando el coronel lo encuentra, aquél ya no era culpable de nada: “Así que la cosa
va para viejo, y según eso debería estar olvidada” (106). Pero como lo capturan y le
dicen que no, que la deuda sigue siendo la misma, el sentido de su esquema temporal
cronológico es desarticulado:
Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de
su vida, después de tanto pelear para liberarse de la muerte; de haberse pasado su
mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando
su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos
días en que tuvo que andar escondiéndose de todos. (107)
La mera apariencia de la piel, hecha „un puro pellejo correoso‟, constituye un
elemento de contradicción respecto de la inflexible determinación del coronel Terreros
de fusilarlo. Por tal motivo, desde el punto de vista de Juvencio Nava, la sucesividad del
tiempo —y sus acontecimientos más relevantes— debió entenderse como un acto
39
“Cada asesinato refleja al otro porque la ley de la venganza demanda simetría” [Traducción mía]. 40
“la muerte interior triunfa antes de la muerte física, aunque el coronel no entiende eso” (Brower 232).
53
punitivo en sí. Por tanto, al tener la certeza de que será ajusticiado, Juvencio Nava
concibe su muerte como algo ilógico.
¿A qué se debe la inmutabilidad del coronel Terreros? ¿Su forma de abordar la
muerte obedece, como dice Gary Brower (233), a un carácter de deshumanización?
Algunos críticos (William Rowe, Donald Gordon, Evodio Escalante, el mismo Gary
Brower, etcétera) han visto en los asesinatos de los personajes rulfianos el reflejo de una
amoralidad más o menos edénica, o incluso de un estatus animalesco. No creo que éste
sea el caso del coronel Terreros. Detrás de su mano letal se esconde una visión de
mundo en la que tiene sentido el asesinato de Juvencio y que, al menos
tangencialmente, se ilustra en una parte de la configuración temporal del relato. Y es en
este aspecto donde radica la calidad mítica de “¡Diles que no me maten!”,41
en la
colisión de dos formas de entender la temporalidad a raíz de un fenómeno que perturba
el ánimo: la muerte.
La forma de experimentar la temporalidad del coronel Terreros es completamente
distinta de la de Juvencio. El coronel es apenas un niño cuando su padre es asesinado.
Treinta y cinco años después, con la investidura de la justicia institucionalizada, busca y
encuentra a Juvencio Nava y lo manda fusilar. Para él, el transcurso del tiempo
cronológico no significa gran cosa. El acontecimiento más importante de su vida se ha
atascado en su alma, lo cual evita que pierda su contemporaneidad; de ahí su insistencia:
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es
llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la
41
Para Anita Arenas Saavedra la calidad mítica en “¡Diles que no me maten!” se encuentra en otro lado:
“Aquí está el valor mítico del relato. El hijo-padre no perdona, a pesar de que ya ha sufrido en vida, que
siga viviendo y que haya estado escondido aquel que le usurpó por un momento, aunque sea toda la vida
de Juvencio, el poder de ser él quien diera y dominase la vida. Dios no perdona a Adán y Eva su pecado,
tendrán que vagar por la tierra y ganarse el pan con el sudor de su frente. Así vemos cómo transcurre la
vida de Juvencio desde que se quiere convertir en padre” (64).
54
ilusión de la vida eterna” (110). El coronel Terreros pretende someter su pena a
linealidad del tiempo, pero esto resulta inútil porque la memoria tiende un puente entre
el presente y el pasado que imposibilita el olvido.42
Un dolor añejo se hace presente a
través de la voz: “Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me
dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de la que podemos
agarrarnos para enraizar está muerta” (110).
Así, en “¡Diles que no me maten!” el sentimiento de orfandad del coronel Terreros es
el que determina la correspondencia emocional entre un instante —su niñez, por
expresarlo de algún modo— y otro —el momento presente, cuando busca y encuentra al
asesino de su padre—. Esta correspondencia emocional hila dos sucesos que, desde un
encuadre de la temporalidad de la razón, deberían estar separados. Precisamente es un
encuadre racionalista el que adopta Amaryl Chanady cuando dice que en este relato “la
venganza es deconstruida por la relativa falta de justificación del acto, pues ya han
transcurrido treinta y cinco años desde del asesinato43
” (261). Sin embargo, desde una
concepción mítica del tiempo, el acto de venganza no está injustificado puesto que,
como se dijo antes, entre el asesinato de Guadalupe Terreros y el fusilamiento de
Juvencio Nava se establece un vínculo homológico (Garagalza) que los hace
contemporáneos y que, por ende, legitima la venganza. Por su lado, la lectura que hace
Lyon Thomas tampoco considera el carácter mítico del tiempo de este cuento: “El
sufrimiento de un viejo a lo largo de cuarenta años poco vale ante la venganza de un
42
Esta certeza podría muy bien extenderse a otros cuentos de El Llano en llamas, como por ejemplo
“Luvina” y “Talpa”. En el primero, el relato acerca de la vida San Juan Luvina es tan vívido que parece
que quien narra no ha abandonado el lugar infernal; es tal la perturbación de haber estado ahí que durante
la enunciación se acortan las distancias temporales. En “Talpa”, el recuerdo de haber empujado a la
muerte a Tanilo no les permite al narrador y a Natalia estar juntos. 43
Gary Brower parece compartir su opinión: “¿Y la justicia? Pues no tiene nada que ver con el Juvencio
Nava que es fusilado; tiene que ver con otro Juvencio Nava, con otra época, con otra realidad. No se trata
de Nava que es hombre de acción y violencia sino del Nava que es abúlico y suplicante” (233). No
obstante, Brower no está considerando la percepción temporal de la venganza que adopta el coronel
Terreros.
55
sargento (símbolo del poder, del Gobierno insensible)” (310). Al margen de la evidente
interpretación política que se infiere de esta cita, no está de más repetir que desde una
postura del pensamiento mítico, estos cuarenta años a los que alude Thomas sólo tienen
valor para la temporalidad de Juvencio, que busca la vida, y no para el coronel Terreros,
que busca la muerte.
Como hemos visto, Juvencio Nava y el coronel Terreros experimentan, cada quien
por su lado, el fenómeno temporal de modos distintos. Para el primero, en su constante
huida y la inminencia de la muerte, el transcurso del tiempo cronológicamente
constituye un castigo en sí. Para el coronel, en cambio, el sentimiento de orfandad
permite que se compacte el tiempo, lo que, a pesar de lo que diga Amaryl Chanady,
legitima su acto de venganza. Frente a la situación de muerte, el tiempo se acondiciona
a la moralidad de los dos sujetos; esto es, deja de ser un solo y uniforme tiempo para
fraccionarse en dos tiempos particulares. A propósito de esto, dice Gilbert Durand: “Se
puede decir realmente que, para el pensamiento simbólico,44
hay un «tiempo local»”
(Ciencia 51). El tiempo local de Juvencio entra en colisión con el tiempo local del
coronel Terreros; de ahí la súplica que da título al texto. Para Gary Brower, la escena en
que uno y otro dialogan a través de un tercer sujeto metaforiza el antagonismo de sus
percepciones temporales: “hay una pared entre Nava y el Coronel, una pared de años, de
vida y de muerte. El Coronel busca al Juvencio Nava de ayer para vengarse de un
crimen pasado, en la realidad actual” (233). La presencia antagónica de dos sujetos, por
un lado, y la situación de muerte, por otro, subjetivizan la experiencia temporal e
incluso coloca en un estado de polémica aspectos que, al menos en la superficie, se
presumirían fijos, como lo que es justicia y lo que no.
44
Gilbert Durand utiliza indistintamente las expresiones «pensamiento simbólico» y «pensamiento
mítico»; lo mismo sucede con los términos «hombre tradicional» y «hombre mítico».
56
En un artículo titulado “La creación literaria. Los fundamentos de la creación”,
Gilbert Durand reflexiona sobre el alcance mítico que posee toda obra literaria;
específicamente habla sobre la particular temporalidad que expone la escritura artística:
“todo acto literario trasmuta todo chronos en kairos, es decir en instantes y en
secuencias de instantes restauradores de un sentido. La escritura, que permite la lectura
y la relectura, coloca al creador y a su obra en una temporalidad que ya no es la de los
relojes” (36). En efecto, con “¡Diles que no me maten” Juan Rulfo desarticula la lógica
del tiempo racional y propone en su lugar una organización sustentada en un “principio
de coherencia a-casual” (Garagalza 138), por decirlo de algún modo. Sin embargo, el
autor jalisciense hace esto no sólo en el nivel semántico del relato —algo relativamente
simple—, sino que va más allá: traspone los conceptos de los tiempos mítico y
cronológico en el proceso de lectura a los conceptos narratológicos de los tiempos de la
historia y del discurso.
En una primera lectura, podemos darnos cuenta de que la disposición de las partes
del relato no tiene un orden lógico. Desde el punto de vista del tiempo del discurso, el
cuento inicia con el diálogo entre Juvencio y su hijo Justino. La secuencia que, desde
esta misma lógica, habría de sucederle, el fusilamiento, se aplaza durante toda la
narración. Sabemos que desde el asesinato de Guadalupe Terreros hasta la captura y
aniquilamiento de Juvencio transcurren más de treinta y cinco años. Sin embargo, en
virtud del orden de los acontecimientos en el tiempo del discurso, se crea una segunda
imagen de la temporalidad del texto, en la que el tiempo simplemente no transcurre.
Como vemos, el tiempo del discurso se decanta por representar estructuralmente el
puente que, gracias a la memoria y a la situación de muerte, existe entre el presente y el
pasado.
57
Valorando lo dicho en el párrafo anterior, podemos decir que “¡Diles que no me
maten!” plantea una estructura discordante entre el tiempo de la historia y el tiempo del
discurso. A este respecto, comenta Luz Aurora Pimentel: “Las relaciones de
discordancia […] muestran rupturas perceptibles que señalan el ser de artificio de todo
relato, creando así figuras temporales con significación narrativa y con funciones
específicas” (43). Me parece que la figura temporal más importante del cuento es la
yuxtaposición de eventos por emotividad. Juvencio Nava huye de la misma manera y en
el mismo estado emocional desde que asesinó a su compadre hasta que es aprehendido.
Por su lado, el coronel Terreros padece, al margen del transcurso del tiempo, un único e
inamovible sentimiento de venganza, lo que motiva que la estructura del relato ubique
su acto vengativo inmediatamente después del asesinato de don Lupe. Vista así la
temporalidad, los eventos narrados en el cuento se relacionan más entre sí por el peso
moral que representan para los personajes que por el tiempo cronológico que los separa.
Otro aspecto que evidencia la singular configuración del tiempo en “¡Diles que no
me maten!” lo constituye eso que la narratología ha denominado «tempo narrativo»: “el
tempo narrativo define una relación proporcional entre la duración de los
acontecimientos en el tiempo de la historia y el espacio que se les destina en el texto
narrativo” (Pimentel 48). González Arena hace una aguda observación cuando señala
que existe un contraste en algunas de las extensiones de las secuencias del cuento: “a la
primera (que abarca apenas unos minutos de diálogo) y a la narración del personaje (en
la que el tiempo de lo enunciado son treintaicinco años) se les concede prácticamente la
misma extensión textual; incluso a la narración un poco menos” (50). Volvemos al
mismo punto: el tiempo de la muerte excluye la densidad de los treinta y cinco años.
Partiendo de una lectura del tiempo en términos míticos —coherente, por lo demás, con
58
aspectos narratológicos—, no es de sorprender que toda una vida se resuma en una
línea: “Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos” (106),
puesto que, desde el punto de vista de Juvencio Nava, la vida de su hijo no aporta
ningún evento que perturbe o alivie su temporalidad local.
Así quedarían los respectivos tiempos locales de Juvencio y el coronel:
En resumen, “¡Diles que no me maten!”, con una propuesta que implica dos tipos de
discordancia temporal, la de la estructura y la del tempo narrativo, rompe con el
concepto racional de tiempo. Por un lado, instaura un orden que opera bajo los
principios de la coherencia a-causal, y por otro, divide el tiempo absoluto en dos
temporalidades locales, acorde a dos moralidades antagónicas. La importancia de estas
certidumbres es que los mencionados fenómenos temporales trascienden la parte
estructural del texto —lo que poco o nada aportaría a la indagación de la ontología
rulfiana—. Como hemos visto, la necesidad de vivir, o bien el miedo a morir, es capaz
de modificar en la conciencia la percepción de la temporalidad. Pero no hablamos de
una simple relativización del tiempo, sino de una transformación de los parámetros para
59
medir la experiencia vital del hombre. Así, desde la perspectiva del pensar mítico, los
grandes términos (sobre justicia, la vida, la muerte, etc.) no sólo pierden su
unilateralidad y oficialidad, además quedan a expensas de la coyuntura de cada ser. El
concepto de justicia en “¡Diles que no me maten!”, por ejemplo, queda escindido en
virtud de su exposición a dos formas de entender el tiempo. Para Juvencio, su muerte no
tendría sentido en la medida en que su crimen fue hace mucho tiempo; lo que para otros
es justicia para él es simple y llana crueldad. Para el coronel Terreros, en cambio, la
eliminación de Juvencio está justificada por la lógica de su esquema temporal; lo que
para otros es una crueldad para él es un acto de justicia. Juvencio tiene esperanza de
vivir; el coronel Terreros, de matar y por fin alcanzar la paz interna. De esta manera, el
pensamiento mítico rebasa los límites de un código basado en situaciones
sociohistóricas muy específicas, en este cuento el código posrrevolucionario, por
nombrarlo de algún modo, y se planta en la zona más elemental y compleja y, por eso
mismo, difícil de contener mediante el discurso normativo: el de la pugna entre vida y
muerte. Poco importa cuestionarnos qué tan justo es el coronel Terreros cuando mata a
Juvencio Nava; la verdadera pregunta debería apuntar hacia otro lado: ¿la muerte de
Juvencio sanó el alma del coronel?
2.1.3. “El hombre”: el tiempo de la venganza
La complejidad de la factura técnica de “El hombre” es inversamente proporcional a la
complejidad de su argumento. Se trata de la historia de dos venganzas. Un hombre
llamado José Alcancía aniquila a una familia completa porque uno de sus miembros, el
padre, antes había asesinado al hermano del primero. Después, el padre, que en el
60
momento del acto sangriento se hallaba fuera de su casa, se dispone a buscar a José
Alcancía. Le sigue la pista durante la madrugada y parte del día hasta arrinconarlo en un
cajón. Finalmente lo encuentra y lo mata.
Ahora bien, Juan Rulfo transforma un tema tan manido como el de la venganza en
una pieza muy original debido, sobre todo, al tratamiento formal que le concede al
cuento. En primera instancia, “El hombre” presenta dos partes diferenciadas físicamente
por un blanco en la edición. Tal espacio, además de significar un cambio de narrador,
plantea una conclusión cerrada de la obra. En la primera parte, quien articula el cuento
es un narrador heterodiegético que constantemente, sin perder el control de la narración,
está cediendo la voz tanto a José Alcancía como a Urquidi. Esto provoca que entren en
juego diversos modos de enunciación (monólogo interior, monodiálogo, narración en
tercera persona). Por el contrario, en la segunda parte del relato sólo una voz —la del
borreguero— se hace escuchar, lo cual da por resultado una narración de corte más bien
tradicional.
Como veremos en las conclusiones de este apartado, la diferencia entre las dos partes
de “El hombre” tiene implicaciones más complejas de lo que, a simple vista, podría
presumirse. Por el momento, nos ocuparemos de la primera parte.
Aparentemente sin ninguna clase de orden, Juan Rulfo desarticula la lógica
secuencial mediante una diversidad de técnicas que van desde el contrapunto hasta la
yuxtaposición de distintos planos lo mismo espaciales que temporales. De tal manera
que un lector despistado puede caer en la trampa de pensar que la organización de las
escenas en “El hombre” obedece al mero caos.45
Veamos unas cuantas líneas del texto
45
Este aparente caos —implícito o explícito— se repite en varios cuentos de El Llano en llamas: “¡Diles
que no me maten!”, “Macario”, “En la madrugada”. En “Macario”, resulta interesante ver la relación que
se establece entre el orden de los acontecimientos, ajeno a toda lógica secuencial, y la forma de ver el
mundo del narrador del mismo nombre. En el caso de “En la madrugada”, es muy evidente que la
61
para ejemplificar la complejidad a la que estamos aludiendo: “El hombre recorrió un
largo tramo río arriba. En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre: «Creí que el
primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa».
«Discúlpenme la apuración», les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual
al ronquido de la gente dormida” (62). Desde una postura del orden secuencial, la
primera oración se sitúa en un instante y en un espacio diferenciado del momento y el
lugar de las demás oraciones. Ahora bien, en la cita hay dos locuciones —una entre
comillas francesas y en cursivas; la otra, un monodiálogo, sólo entrecomillada— que
pertenecen a un mismo personaje, José Alcancía, pero emitidas en distintas
temporalidades. Como puede verificarse, en un párrafo de tan sólo cuatro líneas, el
relato aglutina técnicas narrativas que, en un ejercicio intencionadamente malicioso,
oscurecen el poco orden conseguido durante el proceso de lectura.
Un atento análisis del relato revela que la disposición de las secuencias del relato sí
obedece a una lógica concreta y no al caos puro. Para encontrar los fundamentos de
dicha disposición, tenemos que remitirnos al esquema de justicia que está planteando
“El hombre”. En un escenario de conflictos interpersonales, ante la sangre derramada, la
única venganza satisfactoria consiste en derramar a su vez la sangre del primero. Como
sea, en este proceso de derrames de sangre, no hay una clara diferencia entre el acto
castigado por la venganza y el propio acto vengativo. Éste se presenta como represalia,
y toda represalia provoca nuevas represalias y así sucesivamente. De manera que el
crimen que la venganza castiga casi nunca se concibe a sí mismo como el crimen
inicial: se presenta ya como venganza de una falta más antigua (Girard). Así pues, la
venganza constituye un proceso que difumina la violencia inicial y que, por su ley de
estructura de la disposición de la información intenta emular la confusión del viejo Esteban acerca de si
mató o no mató a Justo Brambila.
62
operación („sangre por sangre‟), no tiene conclusión —a menos que interfiera el agente
de otro sistema judicial,46
como sucede en la cadena de violencias que encarna la
familia de los Átridas, en la mitología griega—. Cada acto de venganza es un nuevo
círculo en el que el vengador tiene legítimo derecho de matar; cada nuevo círculo es un
pequeño proceso que al finalizar vuelve a empezar con el único ajuste de que el rol de
los implicados queda subvertido. El sistema judicial de la venganza, entonces, es un
proceso infinito, de eterna duración. En una cadena de represalias, todas las nuevas
sangres derramadas recuerdan y emulan la primera sangre derramada. El acto vengativo,
por lo tanto, no conoce la linealidad del tiempo.
Con “El hombre”, Juan Rulfo plantea precisamente los códigos del esquema de la
venganza y, en especial, las consecuencias de no acatarlos. Sin embargo, el autor no
sólo se preocupa por abordar el tema a través de los personajes o la voz del narrador,
sino que además traspone la complejidad interna de esta modalidad de justicia a la
forma del cuento (en su primera parte) para ofrecer una interpretación cabal del
fenómeno de la venganza. Rulfo no proporciona dato alguno acerca del crimen que da
origen a la cadena de represalias. Sabemos que Urquidi asesinó al hermano de José
Alcancía, pero las características de este homicidio —lo patea hasta desfigurarlo y, no
contento con eso, lo revuelca en el lodo como un evidente ademán de humillación—
hacen pensar que no es el crimen primigenio sino un acto punitivo en sí. Por otro lado,
cuando Urquidi, luego de que su familia ha sido aniquilada, asesina a José Alcancía,
sabemos que los hijos de este último permanecen vivos; existe la posibilidad, por tanto,
46
“El sistema judicial aleja la amenaza de la venganza. No la suprime: la limita efectivamente a una
represalia única, cuyo ejercicio queda confiado a una autoridad soberana y especializada en esta materia.
Las decisiones de la autoridad judicial siempre se afirman como la última palabra de la venganza”
(Girard 23).
63
de que, como el coronel Terreros en “¡Diles que no me maten!”, crezcan y continúen la
escalada de violencias.
Como bien puede observarse, aunque el cuento tiene un final cerrado, los indicios
que siembra conforme avanza la trama invitan a pensar en un marco más amplio de
posibilidades: “La conclusión de „El hombre‟ está bien y claramente definida en la
historia (la sumaria ejecución de José Alcancía), pero el discurso está tentadoramente
abierto hacia una protofábula que le precede, hacia algunas elipsis internas y hacia un
sinnúmero de elipsis continuativas” (Flores 446). Tenemos, pues, que el relato cumple
con el primer aspecto del esquema de venganza: los orígenes y la conclusión de la
violencia están difuminados o se encuentran en proceso de estarlo.
Según dijimos, el desvanecimiento de los polos de la secuencia vengativa se debe a
la reiteración del mismo acto que emula una y otra vez al anterior derramamiento de
sangre. En la primera parte del cuento, veremos que esto también se cumple.
Empezaremos por el final. El último párrafo de la primera parte del cuento es, en
términos del tiempo de la historia, el evento precedente que da inicio al texto: “Y
después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso
se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche
nublada” (Rulfo 62). Entonces, si el primer párrafo y el último se vinculan de acuerdo al
orden de los eventos, tenemos que, de entrada, la primera parte de “El hombre” plantea
una estructura circular:47
el final del relato desemboca en el comienzo. De mayor
importancia, empero, resulta percatarse que dentro de esta circularidad existe una serie
de eventos que se repiten, lo cual provoca, a su vez, una especie de estancamiento
47
Me parece difícil sostener las afirmaciones de Marcelo Coddou respecto del orden de las secuencias:
“El narrador relata con estricta linealidad desde el momento en que nos enfrenta a los personajes por vez
primera” (781).
64
temporal. Esta reincidencia en los eventos, como ya planteamos antes, supone la
representación —a nivel formal, sintáctico si se quiere— de la estructura de la cadena
de represalias de la venganza.
Sirvámonos de un ejemplo para ilustrar esta hipótesis. A continuación transcribo tres
fragmentos del cuento. Si bien cada uno de ellos está singularizado en virtud de sus
minucias descriptivas, no dejan de aludir a un mismo suceso:
1) Los pies del hombre […] treparon sobre las piedras, engarruñándose al
sentir la inclinación de la subida, luego caminaron hacia arriba, buscando
el horizonte. (57)
2) La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malasmujeres […]
Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. (57)
3) Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un
horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba. (58)
Con algunas variaciones, los tres extractos refieren una misma acción: un hombre de
identidad desconocida escala un cerro. La lectura global del cuento, que enmarca a estas
tres fracciones, nos da la razón. Primero, sabemos que el narrador, para aludir al
perseguido, José Alcancía, se focaliza en sus pies; en las dos primeras citas está presente
este detalle. Por otro lado, el cuento nos sugiere que el perseguido no conocía la
geografía por donde trataba de escapar; la tercera cita encarna esta ignorancia. Ahora
bien, en los tres ejemplos se habla de subir un cerro (“la inclinación de la subida”, “La
vereda subía”, “el cerro por donde subía”). El narrador, pues, nos relata tres veces el
mismo acontecer. Lo interesante es que ninguna de las tres citas incluye datos que
determinen su temporalidad en relación una con otra, de modo que, en un ejercicio
consciente de ambigüedades, Juan Rulfo desarticula la lógica lineal y lo sustituye por un
orden que prima la repetición. Comenzamos a vislumbrar la relación que se establece
65
entre la estructura de “El hombre” y la estructura del esquema de venganza („la sangre
que derramo es la misma sangre que derramaste‟, y así sucesivamente) en el que
perseguido y perseguidor están inmersos.
Tanto Urquidi como José Alcancía asimilan su rol de vengadores. Ambos personajes
asumen ciertos códigos de comportamiento que, al margen de su conflicto, los
emparenta. Existe un entendimiento: “the alternating viewpoints produce a kind of
dialogue between the two men, a form of hidden comunication in which the crossing of
distance and time heightens the dramatic effect48
” (Rowe 32). Urquidi sabe que después
de haber asesinado al hermano de Alcancía éste vendrá a buscarlo: “Desde entonces
supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé un mes, despierto de día y de
noche” (60). Es precisamente esta conciencia de los personajes, que dominan la ética de
la venganza, la que se proyecta en la estructura de la primera parte del cuento, una
estructura, como dijimos, basada en la reiteración de eventos con variantes de tipo
descriptivo.
Incluso las referencias más secundarias, las de ambientación, entran en este esquema
de repetición. Veamos los siguientes fragmentos: “Vio venir las chachalacas. La tarde
anterior se había ido siguiendo el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol
estaba por salir y ellas regresaban de nuevo” (59); y más adelante: “Pasaron parvadas de
chachalacas, graznando con gritos que ensordecían” (60). Lo mismo que la escena
triplemente escrita en la que el hombre sube el cerro, el vuelo de las chachalacas se
repite sin ofrecer información temporal que permita trazar, en caso de haberla, una línea
48
“La alternancia de puntos de vista produce una clase de diálogo entre los dos hombres, una forma de
comunicación oculta en la cual la intersección de la distancia y el tiempo destacan el efecto dramático”
[Traducción mía].
66
cronológica.49
La sensación que deja es la misma: como la cadena de represalias, los
eventos del cuento ocurren una y otra vez.
Inmiscuidos como están en el proceso de los actos de venganza, no es de extrañar
que los personajes terminen por adueñarse del tiempo. En su metaforización del
esquema de represalias, la estructura del cuento borra las diferencias entre presente y
pasado y sitúa al futuro en un marco de conocimiento. En este sentido, se entiende por
qué Urquidi tiene certidumbres sobre el porvenir: “Terminaré de subir por donde subió,
después bajaré por donde bajó” (58). Apropiado de la dinámica circular de la
experiencia temporal, Urquidi domina incluso los azares de la muerte: “Mañana estarás
muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo” (61). Y
en efecto, aunque el relato no ofrece información precisa respecto del lapso transcurrido
hasta que sucede, sabemos que, tal como Urquidi lo “profetiza”, José Alcancía termina
muerto a manos suyas.
Cabe señalar que, además de la forma de “El hombre”, el entramado simbólico del
texto respalda nuestra lectura. En primer lugar, tenemos las repetidas alusiones a la
figura de la serpiente.50
A pesar de que el cuento sugiere una comparación entre este
reptil y el comportamiento de José Alcancía,51
no podemos eludir esa otra acepción que,
en su representación visual, posee la serpiente: el infinito. La escalada de venganzas
sería una eficaz analogía de la serpiente mordiéndose la cola. Por otro lado,
encontramos las referencias al río, del cual Salvatore Poeta hace una lectura
psicoanalítica: “El río […] asume un valor explícitamente fálico en la narrativa rulfiana”
49
Para William Rowe, la repetición de eventos señala el estancamiento temporal: “in the „El hombre‟, the
repeated references to the flight of the chachalacas produce the feeling that for Alcancía no time is
passing” (55). [“En „El hombre‟, las repetidas referencias al vuelo de las chachalacas produce una
sensación de que para Alcancía el tiempo no transcurre”; traducción mía]. 50
El artículo de Flores (consignado en la bibliografía) sobre “El hombre” es un estudio exhaustivo sobre
las distintas significaciones que posee la figura de la serpiente en el cuento. 51
Dice Donald Gordon: “Por una compleja asociación simbolística, la imagen de una serpiente aparece
relacionada con el hombre” (164).
67
(162). Al margen de esto, me parece que Rulfo conforma con el elemento del río otro
símbolo, al igual que la serpiente, de la infinitud: “Muy abajo el río corre mullendo sus
aguas entre sabinas floreadas; meciéndose su espesa corriente en silencio. Camina y da
vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra
verde” (59, las cursivas son mías). Las imágenes rescatadas de esta cita no nada más
proponen una figura del infinito —“Camina y da vueltas sobre sí mismo”—, además se
equipara al río con una serpiente, comparación que une este símbolo con el anterior.52
Así pues, parte del entramado simbólico de “El hombre” se adhiere a la propuesta que,
primero en el nivel semántico (el tema de la venganza) y luego en el sintáctico (la
estructura del relato), “El hombre” ofrece respecto de la experiencia temporal como
repetición de eventos.
Al inicio de este apartado dijimos que la diferencia entre las dos partes del cuento
tenía implicaciones más allá de las narrativas. Es hora de retomar el punto. En la
segunda parte, un borreguero relata la manera en que conoció a José Alcancía y cómo,
tiempo después, lo encontró sin vida en la orilla del río. Gracias a algunas marcas,
sabemos que esta narración está dirigida a un interlocutor, específicamente un
licenciado que anda en busca de José Alcancía. Además, en la últimas líneas se nos
revela que fue el mismo borreguero el que acudió a las autoridades a reportar la muerte
de aquél: “Yo sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada” (65). No
obstante, la articulación del relato por parte del borreguero no es un simple reporte sino
un despliegue de detalles que tiene la intención de desatenderse de una culpa que la ley
52
Gustavo Fares lleva más lejos la lectura simbólica del río y la serpiente: “El caminar y dar vueltas sobre
sí mismo describe dos cosas: una, dentro del relato que es la huída y la persecución; la segunda, el cuento
en sí, que va y viene sobre sí mismo, sobre las voces de los personajes y sobre los diferentes tiempos de
los acontecimientos. Río y texto son uno solo: la imagen referida es también la que la refiere y, en este
sentido, es autorreferencial. El símil del río para representar al texto se enriquece con una segunda imagen
presente a lo largo del relato: la de la serpiente que se enrosca sobre sí misma y se arrastra, imagen que
refiere tanto al animal en sí como al texto mismo” (64).
68
judicial trata de imponerle: “¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo
encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese
individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa” (65). La segunda parte del
cuento es, pues, el espacio de una justicia institucional fallida.
Ahora bien, así como la primera parte del cuento refleja en su estructura la
temporalidad que encarna el esquema de venganzas, la segunda proyecta en su
narración tradicional la linealidad de la razón. Ya comenzamos a ver el sentido de la
división del cuento: el sistema de venganza vs el sistema institucional.
Esta oposición, sin embargo, puede ser llevada hasta sus últimas consecuencias: la
venganza se afilia a una concepción mítica del mundo, donde el tiempo cronológico
queda a los pies de la repetición de eventos, y el sistema institucional de justicia se
ajusta a un encuadre racional, histórico, en el que la linealidad prevalece. Harry Rosser
intuye esta dualidad: “el recurso del desorden [en “El hombre”] aparente revela la
pérdida del ser individual en mundos impersonales y dramatiza la negación del concepto
69
de progreso. El efecto de todo esto es que el enfoque del texto cambia y se proyecta la
narrativa desde una base histórica hacia lo mítico” (414). La división del cuento ilustra
la diferencia entre estos dos mundos que son, dicho sea de paso, irreductibles: para el
universo de José Alcancía y Urquidi, la justicia es derramar la sangre; para el del
licenciado, su palabra.
2.1.4. “No oyes ladrar los perros”: el tiempo de la esperanza
La crítica no ha sido unánime respecto del eje alrededor del cual están escritos y
ordenados los cuentos de Juan Rulfo. De la variedad de propuestas, quisiera destacar
aquella que hace del tema del camino y los caminantes la columna vertebral de El Llano
en llamas.53
Es muy evidente en “Talpa”, para cuyos protagonistas el camino
representa, como señala Yvette Jiménez de Báez, un viacrucis que no redime; o en “Nos
han dado la tierra”, relato en el que la caminata, como en la condena olímpica impuesta
a Sísifo, constituye un movimiento vano y monótono. En los textos rulfianos, el camino
es una forma de vida (“En la madrugada”, “La Cuesta de las Comadres”) o una forma
de muerte (“La noche que lo dejaron solo”, “El hombre”). En el caso de “No oyes ladrar
los perros”, la figura del camino alcanza ricas significaciones gracias a los elementos
simbólicos esparcidos durante toda la trama.
El relato narra la historia de un padre que encuentra a su hijo, llamado Ignacio,
herido de muerte, de quien, tiempo atrás, había renegado por haberse metido al mundo
de la delincuencia (asesinó a su propio padrino, Tranquilino). Más por el cariño y
respeto aún profesado a su difunta esposa que por amor paternal, el padre decide ayudar
53
Para una revisión exhaustiva de este tópico, véase Onrubia García.
70
a su hijo. Se lo sube a los hombros y se encamina hacia Tonaya, un pueblo cercano
donde, según le dijeron, hallará quién lo sane. Como en otros tantos textos de El Llano
en llamas, “No oyes ladrar los perros” aborda el eterno conflicto entre la figura paterna
y el hijo.54
Mientras que, en cuanto a la temporalidad, “¡Diles que no me maten!” y “El hombre”
se caracterizan, respectivamente, por el fraccionamiento del tiempo absoluto en tiempos
locales y por la repetición de eventos, “No oyes ladrar los perros”, en cambio, apuesta
por un entramado completamente lineal. No existe a nivel de estructura discordancia
alguna entre el tiempo del discurso y el tiempo de la historia. El único corte del cuento
—a los que Juan Rulfo recurre durante todo el cuentario y que después se convertirá en
la piedra angular de Pedro Páramo—, situado casi al final del texto, no tiene como
intención desajustar las coordenadas temporales cronológicas.
Atendiendo a las consideraciones del párrafo anterior, podríamos pensar que someter
“No oyes ladrar los perros” a un análisis de su temporalidad es un ejercicio estéril. Sin
embargo, si hacemos una lectura cuidadosa del texto, nos daremos cuenta de que posee
una composición que, sin hacer el despliegue de ostentosas técnicas narrativas de, por
ejemplo, “¡Diles que no me maten!” y de “El hombre”, revela sentidos complejos acerca
de la temporalidad.
El cuento está articulado predominantemente a partir de dos voces: la del narrador
heterodiegético y la del padre. La participación de Ignacio se reduce a unas cuantas
líneas dialogadas. Ahora bien, cada una de estas dos voces construye una figura
temporal distinta. La primera, que denominaremos «tiempo de la acción», es la que
54
Para Jiménez de Báez, el texto “gira en torno a una imagen dominante: la figura dual formada por el
padre y el hijo. Es decir, claramente la escritura destaca el binomio padre-hijo que constituye el núcleo
generador de una sociedad patriarcal. Al morir el hijo (como la muerte de Miguel Páramo en la novela)
imposibilita esa estructura, y se cancela su futuro” (91).
71
principia con la primera línea del cuento (“Tú que vas arriba, Ignacio, dime si no oyes
alguna señal de algo o si vez alguna luz en alguna parte”) y que termina con el arribo de
ambos personajes a Tonaya. Lo denomino «tiempo de la acción» porque refleja la
sucesión de acciones de los personajes en una línea de tiempo concreta: padre e hijo
dialogan, caminan, descansan, vuelven a caminar y llegan al pueblo anhelado. La
segunda figura temporal, que llamo «tiempo del recuerdo» está contenida en las
analepsis que surgen, por un lado, de breves alusiones del narrador y, por otro, de las
rememoraciones del padre de Ignacio. Aunque casi cualquier narración detenta esta
doble configuración del tiempo, la originalidad de “No oyes ladrar los perros” estriba en
que ambas figuras temporales no sólo clarifican los mecanismos de subjetivización de la
temporalidad, sino que además arroja luz sobre los lineamientos de una cosmovisión
que se perfila como mítica.
Veamos la primera figura temporal, la que llamamos «tiempo de la acción». Al igual
que el de la mayoría de los textos recogidos en El Llano en llamas, el narrador de “No
oyes ladrar los perros” es bastante lacónico. Sus intervenciones, además de ser escasas,
nunca buscan la explicación o la descripción. Apenas se utilizan los adjetivos. Casi
todas las apariciones del narrador heterodiegético están orientadas a las acciones de los
personajes. De ahí que no exista una ambientación plena. Son pocos los elementos
descriptivos que favorecen a la construcción de una imagen acabada del entorno.
Intuimos que el espacio es un camino pedregoso y sabemos, gracias a la reiterada
mención de la luna, que los acontecimientos suceden durante la noche. Como
consecuencia de tal economía verbal, no existen —con alguna excepción— marcas
temporales explícitas que permitan hacer un registro más o menos claro del tiempo
transcurrido desde que inicia el cuento hasta que Ignacio y su padre arriban a Tonaya.
72
Por lo tanto, es necesario tomar prestado un elemento de la brevísima descripción del
paisaje para trazar, aunque sea con parámetros subjetivos, el tiempo de la acción: la
luna.55
Hay cuatro referencias a la luna durante la trama del cuento: “La luna venía saliendo
de la tierra, como una llamarada redonda” (137); “Allí estaba la luna. Enfrente de ellos.
Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía
más su sombra sobre la tierra” (138); “La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo
oscuro” (139); “[El padre] vio brillar los tejados bajo la luz de la luna” (140). Estas
cuatro alusiones tienen dos características que propician la relación que se busca
establecer entre la luna y la temporalidad: el movimiento y el cambio de color:
Sale con la luz redonda cuando el viejo siente que deben estar acercándose a
Tonaya que, según se les había dicho, quedaba sólo un poco más allá detrás de la
montaña, y ya habían pasado la montaña desde hacía tiempo. En las primeras
etapas del viaje el hijo había rogado a su padre que lo bajase, instándole a que
fuese solo, y prometiendo alcanzarlo cuando se sintiera mejor. Ya no dice ni
siquiera tanto; la luna ahora es grande y rojiza. Cuando Ignacio con una voz
inaudible ruega nuevamente que lo baje para que pueda acostarse un rato, la luna,
subiendo en un cielo claro, es casi azul. El padre sigue penosamente en la noche
que se le adelanta hasta que por fin ve los tejados debajo de la luna en toda su
plenitud, pero para entonces ya es tarde. (Gordon 127)
Como puede constatarse, la luna traza una dinámica que, independientemente de no
operar bajo parámetros temporales objetivos —los del discurso racionalista—, proyecta
una clara línea temporal del momento de la acción. El movimiento de un punto A a un
punto B de los personajes es paralelo al arco que dibuja la luna. Roland Forgues ha
55
La figura de la luna aparece en cuatro relatos de El Llano en llamas. En todos ellos, además de
constituir un elemento ambiental, la luna fomenta una lectura simbólica debido a su inserción en
momentos coyunturales de la narración. En el caso de “No oyes ladrar los perros”, se ha dicho, entre otras
cosas, que la luna representa a la madre ausente como intermediaria del conflicto padre-hijo. Arenas
Saavedra dice: “En este cuento, estudia Rulfo lo interior de los personajes y para ello se vale del ciclo
lunar como simbolismo de la vida humana, dando en un instante misterioso toda la tragedia de esta vida”
(63). Luisa María Ortega le otorga un valor más bien hierofánico: “la luna […] como testigo y ratificación
de que, por sobre todas las limitaciones y contingencias humanas, la naturaleza se convierte en
posibilidad de trascendencia” (57).
73
señalado que, como consecuencia de la economía verbal respecto de la descripción del
entorno, la temporalidad de “No oyes ladrar los perros” queda anulada, por lo que se
crea una especie de atemporalidad (130). Me parece, por el contrario, que las cuatro
referencias a la luna, en virtud de sus características de dinamismo, descartan tal
estancamiento.
Dijimos que la segunda figura temporal, «el tiempo del recuerdo», se derivaba de las
anacronías generadas a partir de breves digresiones del narrador y de los recuerdos del
padre de Ignacio. En primera instancia, hemos de decir que las alusiones a esta figura
temporal opera en un nivel muy distinto a la del «tiempo de la acción». Ésta es la
primera mención: “no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás,
horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda” (137, las cursivas son mías).
Esta referencia corresponde a un tiempo que se ubica momentos antes de que arranque
la narración. La siguiente referencia, a su vez, se acomoda temporalmente atrás del
instante de la cita anterior: “Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,
donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy
haciéndolo” (139). La tercera alusión se posiciona ya no en una precedencia inmediata,
sino que se da un salto considerable hacia atrás en la línea del tiempo: “lo dije desde que
supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando
gente…Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que le dio su
nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted” (139).
Finalmente, la última referencia equivale a un retroceso extremo, esto es, mediante las
rememoraciones del padre de Ignacio, se llega hasta el instante del nacimiento de éste:
“Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para
74
volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella.
No tenías llenadero. Y eras muy rabioso” (140).
Según se observa, por vía de las anacronías del narrador y del padre de Ignacio, se
teje una línea temporal cuya dirección —hacia atrás, hacia el pasado, hacia el origen—
es independiente de la dirección del «tiempo de la acción», que lleva un orden lógico,
hacia delante. Esta doble configuración del tiempo adquiere mayor relevancia cuando
advertirnos el número de página de las citas: el recorrido hacia el pasado mediante la
segunda figura temporal se va trazando conforme avanza hacia delante la primera figura
temporal. Con el fin de evitar confusiones, veamos la doble configuración en una
gráfica:
Es verdad que ninguna de las dos líneas temporales por separado ofrece mayor
complejidad o sentidos ocultos. No obstante, en una lectura global, esto es, una lectura
que reúna ambas líneas, el cuento logra articular una concepción del tiempo muy
interesante. Vayamos por partes: en la gráfica vemos que la primera figura temporal
traza un trayecto que va del encuentro del Ignacio herido con su padre hasta el arribo a
Tonaya. Aunque la ambigüedad se mantiene en todo momento, las descripciones
75
sugieren que Ignacio muere al llegar al pueblo: “Al sentir el primer tejaván se recostó
sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su
cuello” (141). De modo que, en términos simbólicos, la caminata de los dos hombres
representa el recorrido hacia la muerte. Por otro lado, señalábamos que la temporalidad
de la segunda figura temporal, «el tiempo del recuerdo», traza una línea que va del
momento presente hacia el pasado más lejano, es decir hasta el nacimiento de Ignacio.
Así pues, las anacronías marcan una línea que encarna el viaje hacia el origen.56
Ahora bien, según lo explica la gráfica, la progresión de la segunda figura temporal
va adquiriendo realidad conforme avanza la primera, de modo que al final del relato, los
polos de cada línea se fusionan. Dicho en otras palabras: muerte y origen quedan
ubicados en un mismo punto. Así quedaría la gráfica con los últimos datos adheridos:
El pensamiento mítico busca en el origen, paradigma de la inocencia y el orden, la
armonía descompuesta. Para el padre de Ignacio, la trayectoria vital de su hijo no tiene
espacio para la redención: “Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
56
“No debemos olvidar que para llegar al origen, una de las formas, es la del retorno progresivo como
una rememoración minuciosa y exhaustiva de los acontecimientos personales e históricos” (Arenas 67).
76
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal de que se vaya lejos, donde
yo no vuelva a saber de usted” (139). Es aquí donde encontramos el contorno mítico de
“No oyes ladrar los perros”. Con una doble configuración temporal —dos líneas
temporales que no obstante ser opuestas no se excluyen sino que se integran—, Juan
Rulfo hace que muerte y origen confluyan en un mismo punto. Desde una perspectiva
mítica, esta auténtica contradicción se resuelve de la siguiente manera: el arribo de la
muerte es el preludio del renacimiento, o bien, el acto de nacer prepara el advenimiento
de la muerte.57
Una lectura como la que proponemos presupone que Ignacio es un ser maldito (“He
maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he
maldecido”) y que sólo la muerte le consagra una oportunidad. A este respecto, dice
María Luisa Ortega: “la estructura circular de la mayoría de los cuentos y la presencia
de los símbolos moldean una dimensión temporal que […] perfila un rescoldo de
esperanza” (63). En efecto, la circularidad, digamos, interna de “No oyes ladrar los
perros” debe de entenderse como un atenuante —que no un supresor— del fatalismo tan
citado cuando se habla de El Llano en llamas.
2.2. Espacialidad mítica en El Llano en llamas
Quizás en un silencioso acto de rebeldía, muchos de los personajes de El Llano en
llamas, por no decir todos, viven continuamente ensimismados. El hombre rulfiano
57
“Aunque dentro de los parámetros racionales, vida y muerte se contraponen, desde el horizonte mítico
los contrarios se ligan y la muerte se enlaza con el retorno a la unidad primordial, a la pura apertura del
ser” (Ortega, Mito 58-59). La lectura anterior es secundada por Roland Forgues: “Es que la vida vista por
Rulfo como una continuidad que la muerte viene modificando sólo cuantitativamente. Esto remite, por
supuesto, a la cosmovisión indígena y a la concepción cíclica del tiempo y de la historia que tenían las
poblaciones precolombinas” (32).
77
absorbe trozos de realidad, los procesa en su interior y luego los externaliza a través de
la palabra; de ahí que sean pocas las narraciones que no estén ejecutadas en forma de
monólogo o, en menor medida, a modo de soliloquio. Tal procesamiento de la realidad
implica sin duda un reordenamiento muy personal, muy subjetivo.58
Así, desde el
interior, a través de la mirada y de los demás sentidos, los personajes de Rulfo
modifican esa realidad que, acaso por mera fatalidad —o en ciertas ocasiones por
circunstancias históricas muy concretas—, les ha tocado.
A veces las disposiciones psíquica y emocional del personaje inspiran una
modificación negativa del entorno, y entonces el animismo de la naturaleza, como la
respiración y la voracidad del río que no puede cruzar José Alcancía en “El hombre”,
alcanza dimensiones hostiles y destructoras; a veces, en cambio, se transforma la
realidad para bien y la tierra, como en “Nos han dado la tierra”, se vuelve una extensión
de la carne del cuerpo y los ladridos de los perros adquieren el estatuto de símbolo de la
vitalidad. El animismo adverso, en el primer ejemplo, y la simbolización, en el segundo,
son relaciones muy específicas con el exterior que los personajes de los cuentos
establecen por necesidad; son formas de comunicación y discernimiento y a la vez
tablas de salvación, al menos de salvación espiritual. Estas formas, además, generan un
discurso que explica el mundo «de otro modo»: “El hombre se reconoce y expresa en el
lenguaje de sus símbolos y de sus mitos mucho más profundamente que cuando lo hace
sólo con el lenguaje de la causalidad y de la razón” (Jiménez de Báez, “Destrucción…”
584). Tal lenguaje simbólico permite darle significado, aunque sea uno negativo, a la
variada contingencia. Jiménez de Báez habla de causalidad y de razón, y yo agregaría a
58
“Se diría en verdad que el mundo exterior fuese algo así como una emanación de los personajes o,
dicho de otro modo, que la poderosa carga de realidad interior que éstos tienen hiciera posible una visión
del mundo exterior en que se mueven” (José de la Colina).
78
la historia como ese otro discurso que, en el universo rulfiano, no concede herramientas
para la obtención de sentido.
Todo lo anteriormente señalado, me parece, es consecuencia directa del modo en que
los seres rulfianos han sido situados en el mundo. Lejos del urbanismo, de las
instituciones más elementales que ofrecen orden y simetría a un grupo, los personajes
que desfilan por El Llano en llamas quedan expuestos a la intemperie con el símbolo
como único lenguaje intermediario; esto es, no hay aparatos propiamente conceptuales
entre el campesino rulfiano y su realidad. Hablamos casi de una inmediatez concreta,
que se torna el fundamento principal en la vinculación del ser con el entorno. Por lo
tanto, toda experimentación es de carácter primario, mas no por eso es sencillo; la
complejidad de la percepción simbólica del mundo no es menor que la complejidad del
mundo percibido desde la más austera racionalidad, pues el sinfín de categorías lógicas
para aprehender el entorno se corresponde con la pluralidad de posibilidades que
concede la exploración sensorial. Más allá de su aparente irreductibilidad, ambas formas
de apreciación, en todo caso, son complementarias, juntas favorecen el conocimiento
integral del universo.
De esta nueva forma de «leer» el mundo, me interesa resaltar aquello que concierne a
las construcciones discursivas de los espacios. A propósito de la espacialidad dominante
en los relatos de Juan Rulfo, apunta Jaime Concha: “Pocas veces, que yo sepa, hay
indicación de izquierda o derecha, pues eso supondría una marca cultural demasiado
„evolucionada‟; y, salvo corrección ulterior, en todo El Llano en llamas no he
encontrado sino una referencia al „sur‟, al comienzo de „Luvina‟” (206). Y aun ese „sur‟
que aparece en “Luvina” pierde su estatus como categoría abstracta de orientación
puesto que el lector nunca logra localizar dicho punto cardinal en un sistema completo;
79
de manera que el sur de “Luvina”, más que valor locativo, tiene implicaciones
puramente descriptivas.59
Poco importan las razones por las que los personajes de Rulfo
no manejen los sistemas conceptuales básicos de la espacialidad (izquierdo, derecha;
norte, sur, este, oeste, etcétera); la verdadera relevancia radica en esa necesidad de
apelar a formas primarias de orientación, las cuales tienen que ver más con la
sensibilidad simbólica que con la apreciación racional.
En este modo alterno de concebir y entender los espacios, no extraña la proliferación
de deícticos diseminados por todo El Llano en llamas. Si bien, como puntualiza Jaime
Concha, la detección y análisis de estos deícticos han sido acciones dirigidas al estudio
de las formas de la oralidad —aspecto que, por otro lado, representa un campo fértil—,
no cabe duda de que tal abundancia, además, tiene un nexo importante con el proceso de
subjetivización a que es sometida la espacialidad construida predominantemente desde
los sentidos. Los deícticos «aquí», «allá», «acá», entre otros, y las construcciones
reiteradas del tipo «cerca de mí», «lejos de mí» tienen como fundamento la ubicación
central del sujeto que aprehende, lo cual lo convierte en el eje a partir del cual se
movilizan las coordenadas que, por lo mismo, nunca son fijas.60
Si al desplazamiento fertilizante del sujeto creador le agregamos la percepción
predispuesta por los estados psíquico y emocional de la que hablamos anteriormente,
tendremos como resultado una forma múltiple de experimentar un mismo espacio. Éste,
59
Basándose más que nada en un criterio biografista, Yvette Jiménez de Báez no duda en ubicar San Juan
Luvina, el pueblo al que alude el cuento, en un punto determinado de la cordillera de Oaxaca. En una
lectura así, el „sur‟ del relato sí tendría un valor geográfico muy específico. Yo he decidido seguir la
postura de Blanco Aguinaga: “„Cerros altos del Sur‟: con esta primera frase —engañosa geografía
inconcreta que dominará todo el cuento— nos lanza Rulfo hacia lo indefinido de una realidad interior”
(91). 60
Todo lo contrario a lo que sucede, según Fares, con el espacio de la razón: “la configuración espacial
no se fija alrededor del cuerpo de quien ve, o conforme a las características de un punto de vista central,
sino que se encuentra plagada de objetos y formas, cuya propiedad fundamental es la de existir sin que lo
hagan para un observador individualizado, algo así como si las cosas fuesen visibles sin que su visibilidad
sea el resultado de la acción de un observador, y llevaran en sí una calidad especular” (Imaginar 40).
80
entonces, deviene identidad en la medida en que, como en “El hombre” o en “La Cuesta
de las Comadres” adquiere valor simpático o antagónico, en tanto que se enfrenta al ser
humano, al que intenta ayudar o aplacar, regresarlo al paraíso o bien reducirlo a las
cenizas. Según Gustavo Fares, y estoy de acuerdo con él, a la mitificación del espacio
en El Llano en llamas le precede una voluntad regresionista, en el sentido positivo del
término: “La esperanza de realización de un espacio mejor, o al menos diferente, en
donde el ser pueda manifestarse plenamente y que restituya a la experiencia su densidad
original” (Imaginar 49).
Así pues, la concepción de los espacios por parte de los hombres rulfianos obedece a
una nostalgia similar a la que promueve la concepción de la temporalidad: el retorno a
los orígenes. Como veremos más adelante en los análisis de dos cuentos, a esta
búsqueda del origen le es inmanente la negación de los espacios de la Historia, siempre
ausente. La gran mayoría de los cuentos de la colección están articulados a partir de un
narrador en primera persona o de varias voces que, por su extensión, adquieren estatus
de narrador. Este patrón no sólo concierne a los acercamientos estilísticos, ya que
revelan esa apetencia del hombre mítico de, lo mismo que con la temporalidad, ser el
creador o al menos el que reconfigure el entorno. Se trata, al final de cuentas, de la
necesidad mítica de singularizar los espacios, de diferenciarlos, de romper con la
homogeneidad estéril que tratan de imponer los lineamientos de un pensamiento
racional en pugna.
2.2.1. Aspectos teóricos sobre la espacialidad mítica
81
Es un hecho que son pocos los estudiosos del mito que han puesto especial atención en
la naturaleza de la espacialidad concebida desde el pensamiento mítico. Claude Levi-
Strauss, más interesado en el nivel sintáctico de los relatos míticos, apenas escribe
algunas líneas sobre la filosofía detrás del mito, y como consecuencia, sus aportaciones
acerca de los espacios son muy escasas. Por su lado, Gilbert Durand, a pesar de que su
obra es realmente voluminosa y comprende no nada más aspectos míticos sino también
simbólicos, rituales e incluso aspectos sociológicos, no desarrolla con profundidad el
tema61
de la espacialidad en virtud de un mayor enfoque en otras cuestiones. Ni siquiera
Lluís Duch, cuyo trabajo fundamental, titulado Mito, interpretación y cultura, es de
corte recopilatorio y tiene la intención de ser totalizante, exhaustiva, le dedica algún
apartado al tema de la espacialidad mítica.
Desde la antigüedad, existen más que nada reflexiones sobre espacios específicos
alusivos a mitologías concretas. No faltan los ensayos acerca de la arcadia helena, o
acerca de los espacios judeocristianos como el infierno, el purgatorio y el paraíso. No
obstante, poca información hay sobre las bases comunes que soportan las
construcciones de estos espacios. Y es que ante lo imponente que resulta el estudio de la
temporalidad en relación al discurso mítico, parece ser que la discusión sobre la
naturaleza de los espacios se vuelve ancilar del primero, sobre todo si se piensa —como
lo pensaría, desde luego, el discurso racionalista— que las consideraciones en torno al
tiempo se pueden, sin mayor problema, extender a las del espacio. Sin embargo, como
trataremos de ver en este apartado, para el discurso mítico el topos no funciona en
61
En “La creación literaria. Los fundamentos de la creación”, Durand aborde el tema del espacio literario
como generador de espacios míticos. Para él, la capacidad del lenguaje creativo desborda los límites de la
literatura y los espacios literarios se proyectan en la conciencia del lector, lo cual implica una
reconfiguración de los espacios extratextuales. Aunque tal propuesta es por demás interesante, no la
integro a esta investigación porque sigue otros lineamientos ajenos a los aquí planteados.
82
coordinación con el cronos ni tienen la misma línea de comportamiento, de manera que
el primero ofrece particularidades ajenas al fenómeno temporal.
De entre todos los estudiosos del mito, son Ernst Cassirer y Mircea Eliade los que,
desde posturas muy distintas, ofrecen la reflexión más completa de la problemática
autónoma que representa la noción de espacio concebida por el pensamiento mítico.
Con las aportaciones de ambos autores, intentaremos llegar al concepto de espacialidad
que tenía el hombre del mito.
Resulta interesante observar que existe una revolución en la visión de Cassirer
respecto de la complejidad del pensar del hombre mítico. En su obra más temprana,
Antropología filosófica, a pesar de que se señalan muchos de los aspectos más
importantes de la mentalidad mítica, es evidente un marcado acento evolucionista; esto
se puede verificar más que nada en la idea de progreso que maneja. En esta obra,
Cassirer dice que el hombre, “no de una manera inmediata sino mediante un proceso
mental verdaderamente complejo y difícil, llega a la idea de espacio abstracto, y esta
idea es la que abre paso no sólo para un nuevo campo del conocimiento sino para una
dirección enteramente nueva de su vida cultural” (73). Como bien puede constatarse, en
esta cita se huele todavía la idea occidental por antonomasia de que el paso de lo
concreto a lo abstracto —el «milagro heleno», expresa Lluís Duch con humor— no es
un mero acontecimiento histórico sino el curso natural del desarrollo del intelecto. Por
tanto, en Antropología filosófica aún se utilizan los conceptos de «hombre primitivo» y
«hombre moderno» al igual que si fueran los polos de una única línea ascendente, y no
tanto variantes epistemológicas como, tiempo más tarde, otros estudiosos del mito —
Mircea Eliade, Jung, Gilbert Durand, Kolakowski, Carlos García Gual, Hans Georg
Gadamer, etcétera— lo considerarán.
83
Para cuando escribe su Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer ya ha planteado
otro esquema respecto a las distinciones que existen entre los pensamientos primitivo y
moderno. Entonces ya concibe al hombre como un animal que tiene la capacidad de leer
—leer e interpretar— la realidad a través de una red de símbolos, conformada por las
narraciones míticas, la religión, el arte, la lengua y la ciencia. Aunque Cassirer sigue
sosteniendo que hay diferencias importantes entre un tipo de pensar y otro, éstas ya no
se representan como diferencias cualitativas sino de naturaleza. Por lo tanto, la
abstracción de la espacialidad deja de ser considerada la punta de una línea que avanza
diagonalmente hacia arriba, en cuya base se hallan los espacios del pensamiento mítico.
Al contrario, en un hecho paradójico si no perdemos de vista la propuesta de Cassirer en
Antropología filosófica, la capacidad mítica de captar un espacio está colocada en un
estatus superior en la medida en que, independientemente de su grado de objetividad,
dicen más de la experiencia del ser en virtud de la participación de todos los sentidos.
Para el hombre mítico, el «aquí» y el «ahora» no son un mero aquí y ahora, es decir,
términos de una relación universal —y por ende impersonal— que puede ser la misma
para los distintos contenidos, sino que cada punto, cada elemento posee un «aquí», una
tonalidad singular y concreta (Cassirer). Esta concreción y singularidad son dinámicas,
de modo que nunca podrá hablarse de una homogeneización del entorno; todo lo
contrario a la concepción racional del espacio, que está sustentada en los tres rasgos
fundamentales de continuidad, infinitud y uniformidad. El dato neurálgico es que para
la realización plena de este trío de características es necesaria la ausencia del sujeto,
pues la naturaleza de éste es heterogénea y finita, cualidades que se oponen a esa
uniformidad a la que apela la espacialidad de la razón. El hombre mítico, en cambio,
84
experimenta su espacio, no lo intelectualiza; por tal motivo Gilbert Durand dice que el
espacio «pensado» es sustituido por un espacio «vivido»62
(Ciencia 50).
Visualizado así el espacio, cada desplazamiento del hombre genera nuevas zonas
singulares y concretas. Existe, además, una transformación continua de las coordenadas;
los valores, por tanto, son cambiantes: cuando un hombre, luego de una larga y
extenuante caminata, arriba al esperado «allá», este punto se convierte —sin importarle
las coordenadas universales— en un «aquí» totalmente distinto del que se concebía
desde la lejanía y que, tal vez, generaba sentimientos ya sea de esperanza o pesimismo.
Esta clase de sentimientos, precisamente, son los que están ausentes en las coordenadas
del espacio racional. Y es que, dentro de la dimensión del mito, la disposición anímica
no hará otra cosa que alargar o extender las distancias, aunque, racionalmente, hablemos
de una longitud fija y objetiva. La espacialidad mítica, pues, nunca es estable en el
sentido de que, como señala Durand, “ningún desplazamiento deja indiferente a la
extensión de cualquier espacio” (Ciencia 50). Estas características de la percepción
mítica de los espacios rompen con las supuestas homogeneidad y continuidad del
racionalismo.
En resumen, con Cassirer tenemos que la concepción de la espacialidad del mito
permite poner sobre la mesa una serie de particularidades significativas que el
racionalismo, lo mismo que con el tiempo, elimina para obtener la ansiada objetividad.
Es sobre todo la presencia del sujeto, su actuación como punto céntrico, el detonante de
estas particularidades: a través de su sus sentidos, los valores que se presumen rígidos,
como las coordenadas, las distancias, las dimensiones, etcétera, se tornan flexibles en el
nivel de la conciencia.
62
“El espacio geográfico, su hábitat, es lo único que existe para el hombre mítico y existe porque le es
necesario como marco para sus actividades. La idea de un espacio absoluto, formal y vacío no la
encontraremos en ninguna manifestación del discurso mítico” (Pabello 14).
85
A diferencia de Ernst Cassirer, Mircea Eliade enfoca su atención en espacialidades
mitológicas más precisas. Una de ellas es el Centro, un espacio de carácter simbólico de
suma importancia para la mentalidad mítica. Antes vimos que, según la definición de
mito de Eliade, el pensar del hombre mítico era un pensar paradigmático en la medida
en que su desenvolvimiento en el mundo constituía la repetición de ciertos actos. Pues
bien, la concepción de espacialidad también es de corte paradigmática. De manera que
para el hombre del mito, el Centro represente el principio fundamental pues “lo que es
fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma
se efectuó a partir de un centro” (Eliade, El mito 31). Como consecuencia, las zonas
periféricas, al estar alejadas del centro fundacional, ordenador y civilizado, deviene caos
y barbarie. Una vez ubicado este centro, la arquitectura, lo mismo secular que sagrada,
viene a reafirmar este esquema: según Eliade, la función de los templos o edificios
políticamente importantes en el interior de una ciudad es simbolizar ese Centro que
sostiene al mundo puesto en orden.
Podemos inferir que, detrás de su propuesta, Mircea Eliade está sugiriendo la
heterogeneidad del espacio en virtud de ciertas intenciones; así como existen un tiempo
profano y uno sagrado —durante el cual el hombre mítico se torna contemporáneo de
sus antepasados ejemplares—, existen un espacio vacío, uniforme y continuo, y uno
lleno de significaciones dependiendo de su ubicación, de su cercanía con el Centro
ordenador o con la periferia del caos. El espacio es experimentado no como un aspecto
autónomo, ajeno a la conciencia mitológica de las cosas, sino como un territorio lleno
de signos que el hombre del mito sabrá descifrar. A propósito de esto, dice Pabello
Olmos: “el hombre mítico es el que le confiere un sentido al paisaje; a su vez, el paisaje
es el que le asegura completa realidad a la existencia del hombre. La realidad humana es
86
vivida directamente como presencia, adherencia, a un modo localizado con mucha
exactitud” (13). En este sentido, la espacialidad —lo mismo que en Cassirer— adquiere
una dimensión subjetiva y, como consecuencia inmediata, se distancia del espacio
racional, en el que las matemáticas tiranizan las coordenadas, siempre idénticas, siempre
vacías de significado más allá del geométrico. Lo interesante es que, según el
planteamiento de Eliade, el hombre mítico concibe un espacio que por sus
características puede empatarse con el racional; pero al lado de éste, concibe otro, el
consagrado, el que posee sentido trascendente porque vincula al ser con otras regiones.
Lo mismo que se dijo para la temporalidad mítica ha de decirse respecto de la
espacialidad: no se trata de enfrentar los conceptos de espacio que, respectivamente, los
discursos del mito y de la razón construyen y proclamar un vencedor. Se trata, más bien,
de integrar las dos voces —tan legítimas una como la otra— con el fin de conseguir una
comprensión más completa de las complejas relaciones entre el hombre y el lugar por
donde camina.
2.2.2. “Luvina”: los espacios discontinuos
Cuando hacemos una revisión de la crítica sobre “Luvina”, enseguida nos percatamos
de que se subrayan con insistencia dos aspectos: 1) se trata de un cuento que antepone el
desarrollo del ambiente a la acción de los personajes;63
2) es el texto que funge como
enlace entre El Llano en llamas y Pedro Páramo.64
Pues bien, este par de certidumbres,
63
“«Luvina» es descriptivo, con poca, o casi ninguna acción” (Gordon 159); “«Luvina» es uno de los
típicos cuentos de ambiente de El Llano en llamas” (Fares, Ensayos 32). “«Luvina» es un cuento acerca
de un lugar” (Echavarren 155). 64
Véase, por ejemplo, el artículo de Francoise Perus, “Del cuento a la novela, o de cómo ir de Luvina a
Comala y no morir en el intento”, en Pedro Páramo. Diálogos en contrapunto (1955-2005), 93-107.
87
bien argumentadas por los críticos y a las que en términos generales me afilio sin
reticencia alguna, giran, me parece, alrededor de un mismo elemento: la singularidad
del espacio. Aunque muchas de las características espaciales presentes en este relato
están esparcidas en los demás cuentos del conjunto, es precisamente en “Luvina” donde
se detona una espacialización que, como trataremos de comprobar, se perfila como
mítica.
Primero tenemos que la configuración de San Juan Luvina, nombre completo del
lugar al que se refiere el relato, la hace un personaje de quien sólo sabemos que fue
maestro y que estuvo en tal poblado durante más de quince años. Se trata, pues, de un
ejercicio de memoria y de una narración que soporta los embates de la distancia
temporal. Lo mismo que en otros cuentos (especialmente “La Cuesta de las Comadres”,
“Nos han dado la tierra”, “Talpa” y “Macario”), en “Luvina” es de verdadera
importancia el hecho de que sea el personaje central del conflicto el que construya
mediante el discurso el espacio de acción. Y es que es tal la vitalidad de las palabras con
que el narrador evoca el espacio, que éste, como decíamos en las reflexiones teóricas,
cobra una identidad propia respecto de otros espacios vecinos y desarticula la
homogeneidad del topos lógico. En este sentido, Luvina es, como bien señala Alicia
Llarena, una imagen que no parte de la realidad física sino del recuerdo, de la
interioridad:
Luvina no como espejo concreto de cierta porción de la realidad mexicana, ni
como geografía física, tangible, sino como una imagen creándose, en proceso, a sí
misma, a través de una actitud conciliadora entre ficción y realidad, centrada
justamente en aquel que nos aporta información, el hombre que la cuenta y de este
modo la procesa. (247)
88
Este proceso de creación trae como consecuencia un efecto de discontinuidad entre
el espacio evocado, San Juan Luvina, y el espacio desde donde se evoca, la cantina. La
palabra del narrador nos sabe a las palabras de quien ha visitado otro plano, uno que se
rige bajo sus propias leyes. A propósito de esto, apunta Carlos Huaman: “El cuento nos
muestra dos mundos, insertados el uno dentro del otro” (58); sin embargo, creo que la
particularidad de la configuración de los dos espacios de “Luvina” reside, más bien, en
la ajenidad que un lugar tiene respecto al otro; por tanto, no podemos hablar
estrictamente de la existencia de un mundo dentro del otro, sino de dos mundos distintos
en calidad aunque yuxtapuestos.
La crítica ha sido unánime acerca de las características opuestas de los dos espacios
que presenta el relato. San Juan Luvina está configurado como un pueblo fantasma,
donde no hay nada para comer y lo único que existe para matar la sed es un mezcal no
muy bueno. Es un lugar en el que sus habitantes parecen estar muertos y en donde,
paradójicamente, los elementos del ambiente se han humanizado. El animismo de la
naturaleza acentúa aún más la inmovilidad de los habitantes, una inmovilidad que, a su
vez, redobla la atmósfera fúnebre. Es este halo mortuorio el eje que unifica todas las
descripciones: “aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el
más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto” (113).
Y al anquilosamiento y a lo fúnebre se le aúna un perpetuo sentimiento de tristeza cuyo
origen se desconoce: “Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se
conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara” (114). De este
modo, la descripción en sus distintos niveles arroja una serie de calificativos que, en su
conjunto, configura una isotopía del «no ser»: la imposibilidad de la vida, la infertilidad
de las tierras, la negación de la felicidad.
89
Del lado contrario, el espacio de la cantina se funda sobre todo en el vitalismo de sus
elementos, caracterizado por el constante sonido y el dinamismo: “Hasta ellos llegaban
el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines; el rumor
del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños
jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la entrada” (113). Más
adelante se repite la descripción en términos casi idénticos: “Allá afuera seguía
oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando” (115). Y casi al final
del texto, en caso de que al lector se le haya olvidado, el narrador dice por tercera vez:
“Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los
troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo
de la puerta se asomaban las estrellas” (121). Lo mismo que en la reiteración de
elementos fúnebres en San Juan Luvina, en el espacio de la cantina se redunda en
ciertos elementos descriptivos que unifica tonalmente65
(Pimentel) la espacialidad.
No hay duda al respecto: son dos espacios, el de la vida y la muerte. Detrás de sus
respectivas ambientaciones, sin embargo, resulta de mayor relevancia encontrar sus
correspondientes cosmovisiones. En San Juan Luvina existe una percepción “distinta,
simbólica, lírica, poética de la realidad. Una aceptación subjetiva del medio […]. Y
además, no se define sólo esa percepción entre las gentes, sino también en el mismo
narrador, que oscila ahora en un viaje contrario, trasladándonos de nuevo de los
simbólico a lo netamente real” (Llarena 245), mientras que la cantina “es el lugar donde
se habla y se razona, donde se trata de entender y de convencer, donde prima la lógica”;
“es el epítome de la civilización tal como se presenta en una estructura de pensamiento
65
Todos aquellos adjetivos, adverbios y frases que caracterizan de cierto modo un espacio son operadores
tonales. En el caso específico de “Luvina”, expresiones como “el rumor del aire”, “el sonido del río”, “los
gritos de los niños”, conforman un campo semántico cuyo eje es el sonido como síntoma de vida. De este
modo, el espacio de la cantina tiene unidad tonal: la vitalidad.
90
identificada con la lógica aristotélica y con la producción de objetos en el mundo”
(Fares, Ensayos 35, 32). Así pues, Luvina y la cantina son dos espacios que, en teoría,
son complementarios porque unificados brindan una imagen cabal de la experiencia del
hombre, que piensa y que intuye, que nace y luego muere, que cultiva la razón al tiempo
que celebra el mito.66
¿Cuál es, entonces, el motivo de la fragmentación? Roberto Echavarren ve la clave
en la naturaleza contextual de los dos lugares; en tanto que el espacio de la cantina,
argumenta, se sustenta en lo social, San Juan Luvina lo hace en la irrealidad:
En el lugar se desconstruye lo que en el contexto social se construye: Luvina es el
sitio del no-trabajo, de la catástrofe y de la carencia, mientras que la tienda de
bebidas es el lugar de las transacciones, del orden, de la planificación. Luvina es
el sitio de los sucesos incomprensibles, desagradables, angustiantes […] la tienda
de bebidas es la oportunidad de alivio, de recreo. (160)
Por otro lado, Friedhelm Schmidt señala que con “Luvina” Rulfo busca hacer una
inversión de los valores que, desde una perspectiva sobre todo política, poseen las
direcciones «arriba» y «abajo»; la configuración de los dos espacios, dice, obedece a la
búsqueda de una resemantización de estas direcciones que tienen una carga muy
evidente. Gustavo Fares apuesta por una lectura histórico-cultural. Para él, la
predominancia de un orden mágico, onírico en San Juan Luvina obedece a las
reminiscencias del pensamiento indígena en determinadas zonas de México. El bar, en
este sentido, representaría el sector citadino, que no logra asimilar un orden que no sea
el de la lógica.
Aunque concuerdo en algunos puntos con los críticos anteriores —sobre todo en
aquellos señalamientos de que el espacio de la cantina está construido con los
66
En un artículo titulado “Discurso narrativo de „Luvina‟”, Benito Varela Jácome elabora un par de
esquemas binarios que logran organizar todos los modelos descriptivos (ambientales, topográficos,
anímicos, etcétera) de una manera bastante clara.
91
parámetros de la razón—, me parece que el motivo de la diferenciación de los espacios
habrá que encontrarlo en dos lugares: 1) en el trayecto del personaje que a la postre será
el narrador y 2) en las circunstancias históricas que el cuento expone.
Antes dijimos que la configuración de San Juan Luvina era un ejercicio de memoria.
Ahora bien, este ejercicio de memoria está mediado por un sentimiento de decepción
producto de la falta de compromiso de un gobierno que, según dicen los pobladores, no
tiene madre: “En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas. Usted sabe
que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla
en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo” (120).
El agente externo nada más viene por carroña: “El señor [i.e., el gobierno] ese sólo se
acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo.
Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe”
(119). El narrador, pues, ha trazado un trayecto desde un lugar al que no ingresa la
Historia (de ahí la inmovilidad de San Juan Luvina) a uno donde aquélla motiva el
dinamismo y las imágenes llenas de vitalidad. En el instante de la narración, la voz del
maestro registra ya dos espacios cualitativamente distantes aunque próximos en el
ámbito geográfico.
El discurso del narrador hilvana con tanta pericia el material de la realidad fáctica
con su «región metafórica», como la llama Alicia Llarena, que al final del relato no nos
cabe duda alguna de que entre San Juan Luvina y la zona de la cantina hay una
discontinuidad propia de los espacios míticos. Tal discontinuidad está presente en
distintos niveles. A un nivel, digamos, topográfico, se concretiza en la medida en que
“Luvina se ubica en el «más alto» de los cerros del sur, mientras que la tienda de
bebidas se encuentra sin duda en un valle fértil por donde pasa un río” (Echavarren
92
168). Se trata, como mera introducción, de una discontinuidad física, entre una posición
de verticalidad con otra de horizontalidad. Conforme avanzamos en la lectura de
“Luvina”, sin embargo, nos iremos dando cuenta de que esta oposición puramente
topográfica genera una ruptura más de fondo, lo cual crea una escisión que arroja como
resultado el nacimiento de otra calidad locativa: “La confrontación del maestro con la
extrema pobreza en Luvina y con la vida desesperante de sus habitantes que solamente
esperan el momento de morir, produce en él un sentimiento de perturbación. El
contraste entre sus ideales y la vida real en Luvina es tal, que se siente como si estuviera
en otro país” (Schmidt 237). En efecto, ya no se trata de dos regiones de un mismo
mundo sino de dos mundos distintos, con códigos propios.
La crítica (Varela Jácome, José Alfonzo, entre otros) ha visto en la cantina un
umbral, una puerta de acceso a ese otro mundo que es San Juan Luvina. Esta
interpretación secunda nuestra lectura sobre la discontinuidad puesto que todo acto
ritual supone el traspaso de un umbral, lo cual implica una transformación, sea o no
momentánea, de las categorías tanto espaciales como temporales. Pongamos como
ejemplo el descenso a los infiernos en la Odisea. Antes de bajar, Ulises tiene que llevar
a cabo una serie de actos de carácter ritual; se prepara para un cambio de espacio, uno
en el que el tiempo o el binomio vida/muerte no existe. Para Ulises, Eneas, Teseo,
Heracles, Orfeo, la línea entre la superficie y las profundidades infernales supone un
trastrocamiento de la lógica. En “Luvina”, la narración del antiguo maestro funge como
el ritual de preparación; el nuevo maestro está a punto de cruzar una línea definitiva, de
penetrar en un mundo ajeno.
Hasta el momento, las desemejanzas apuntadas entre los dos espacios del relato
pueden, sin mayor problema, ser explicadas a partir de esquemas racionalistas; no
93
obstante, Juan Rulfo lleva el fenómeno de la discontinuidad al extremo cuando crea para
los lugares dos temporalidades distintas, lo cual rompe con todo vínculo lógico. El
narrador describe la atmósfera de la cantina y sus alrededores de la siguiente manera:
“Y afuera seguía avanzando la noche”; más adelante agrega: “seguía oyéndose el
batallar del río”; ambos fragmentos del texto proyectan una fluidez temporal propia de
un mundo que conoce el dinamismo, el progreso en la acepción historicista de la
palabra. En el nivel semántico, este progreso se simboliza en el movimiento continuo de
la corriente del río. Por el contrario, en San Juan Luvina “es muy largo” el tiempo, o
bien se vive “sin tiempo, como si vivieran siempre en la eternidad” (118). De esta
manera, Rulfo “establece una dimensión temporal para Luvina con vida propia,
independiente de la del plano temporal del hombre que relata” (Cannon 209). Esta doble
temporalidad implica dos modos distintos de consumir las energías de la vitalidad.
Cuando el arriero llevó en su carreta al maestro hasta la entrada de San Juan Luvina,
aquél quiso alejarse del lugar de inmediato porque “aquí se fregarían más [los
animales]” (115). Más adelante dice el narrador: “Allá viví. Allá dejé la vida…Fui a ese
lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado” (115). Es decir, aunque en
Luvina el trascurso del tiempo queda estancado, el consumo de la vida parece
vertiginoso.
En las mitologías podemos observar una serie de espacios discontinuos. Los más
conocidos son los que corresponden al pensamiento judeocristiano: la tierra, el cielo y el
infierno. Al pasar de la tierra al infierno, no sólo se produce un cambio de temporalidad
(las llamas del averno son eternas, la estancia terrenal finita), sino también de las formas
de asumir la existencia. Lo mismo podríamos decir, sin olvidar los matices
diferenciadores, de los espacios de la mitología grecolatina: la tierra, los campos Elíseos
94
y el Tártaro. Y así en toda mitología registrada. Son espacios discontinuos porque
operan bajo la condición de romper con la homogeneidad de la espacialidad concebida
desde el pensamiento racionalista. El narrador del relato en cuestión es muy claro al dar
a entender que San Juan Luvina ha sido abandonado por la Historia. Es un espacio
cerrado, una burbuja en la punta de un cerro, ignorante de los acontecimientos de allá
afuera, del exterior que le tiene sin cuidado. En “La Cuesta de las Comadres”, la
ausencia de la historia también implica un reordenamiento de la realidad; en este relato,
sin embargo, no se metaforiza el espacio al grado de crear, como en “Luvina”, un
mundo autónomo, ajeno a los parámetros racionales:
Luvina y Comala —el paraíso que se ha convertido en un infierno terrenal—
escapan a cualquier tiempo y espacio convirtiéndose en „topos‟ literarios de
amplia tradición, con tonalidades bíblicas, míticas, medievales y góticas, para
constituirse en unos lugares donde el hastío, la soledad y lo fúnebre adquieren una
traza romántica de sinuosidades laberínticas y de imposible salida. (De la Fuente
97-98)
Así, en vez de caer en la denuncia social directa, en la queja realista por antonomasia,
Juan Rulfo opta por configurar un mundo que traduce la decepción del periodo
revolucionario y los años posteriores en una imagen más comprensible al hombre de
todos los tiempos y todos los espacios.
2.2.3. “Nos han dado la tierra”: las transformaciones del espacio
A diferencia de la gran mayoría de los relatos de El Llano en llamas, “Nos han dado la
tierra”, junto con otros tantos (“El Llano en llamas”, “La noche que lo dejaron solo”,
“La herencia de Matilde Arcángel”, “El día del derrumbe”), ilustra un periodo
específico de la historia de México. Este aspecto ha motivado lecturas que ven en el
95
problema político (la repartición de las tierras) el punto principal del cuento: un
delegado que, detrás de su escritorio, se niega a entablar comunicación con el
campesino ignorante; un campesino que no entiende de trámites ni papeleos y que sólo
sabe que la tierra que le han dado no sirve para la siembra. En el apartado anterior
pudimos observar que el asunto histórico sutilmente esbozado en “Luvina” (las
campañas de alfabetización de la época posrrevolucionaria) era utilizado como base
para un planteamiento más complejo y de alcances más abstractos: la espacialización
mítica como resultado de vivir al margen de la Historia. A continuación constataremos
que en “Nos han dado la tierra” ocurre algo similar: el suceso histórico (la reforma
agraria) constituye sólo un elemento que, agrupado con otros (el estatus epistemológico
de los personajes, el conocimiento de la naturaleza, etcétera), potencia una lectura de
mayor envergadura: la percepción subjetiva del espacio como característica del hombre
mítico.
Cuatro hombres, entre ellos el narrador, caminan sobre un enorme trozo de tierra
árida, estéril, resquebrajada, con dirección a un pueblo. Se trata de un relato sobre el
retorno a casa. Los caminantes regresan a sus hogares después de haber tenido una
entrevista con un delegado del Estado que les ha entregado una extensión de tierra
infértil, “un comal acalorado”. El representante del gobierno no está dispuesto a entrar
en detalles y le tienen sin cuidado las posibles inconformidades. De existir quejas, habrá
que ponerlas por escrito. Los hombres, sin embargo, no saben nada de letras y en
cambio tienen la firme certeza de que en el Llano Grande, la tierra que les ha sido
otorgada, no crecerá “cosa que sirva”. Así pues, podríamos decir que la caminata de los
cuatro campesinos es la caminata de una derrota.
96
La entrada al Llano Grande, el espacio que nos ocupa, está precedida por una
disposición anímica que bien podría calificarse de desesperanza. Su primera
configuración, por tanto, ya es ajena a los parámetros racionales de espacialización.
Javier González Alonso ha señalado con acierto este punto: “el paisaje o contorno físico
se halla interiorizado ab initio en la situación existencial que mueve a los protagonistas
a través de „El Llano Grande‟” (54). No obstante, el sentimiento de desesperanza se irá
modificando de manera gradual conforme avanza la caminata, hasta adquirir diferentes
matices, entre ellos el pesimismo y la ironía; esta última actitud es la única vía de
escape de una realidad impuesta por un sujeto que, en términos culturales, no habla el
mismo idioma que ellos.
El cuento da inicio in medias res, de modo que ya en las primeras líneas está
introducida la desesperanza por boca del narrador: “ni una sombra de árbol, ni una
semilla de árbol, ni una raíz de nada” (38). Si estamos de acuerdo con Luz Aurora
Pimentel en cuanto que describir es “adoptar una actitud frente al mundo” (16), tenemos
en la cita anterior que la proyección del sentimiento del campesino nulifica cualquier
resquicio fértil del campo. Además de la dimensión semántica (“no hay sombra”, “no
hay semilla de árbol”, “no hay raíz de nada”), en el nivel lexical la reiterada utilización
del „ni‟ marca discursivamente la desesperanza de la que hablamos. De entrada, pues,
observamos que la disposición anímica del narrador lleva a cabo un ejercicio de
invasión hacia el resto de los componentes de la narración. Así, no sólo en los niveles
descriptivo y lexicográfico se manifiesta la desesperanza, sino que ésta y sus posteriores
transformaciones (pesimismo, ironía) permearán en el modo en que se concibe el
espacio.
97
Ya tuvimos la oportunidad de decir que, de acuerdo a las características del
pensamiento mítico, la ubicación del sujeto dentro de un espacio determina sus
coordenadas. Esto se hace patente desde los primeros párrafos de “Nos han dado la
tierra”, pues la voz del campesino hace uso de formas locativas muy subjetivas, siempre
en concordancia con su posición central de narrador. Veamos algunos ejemplos: “en
medio de este camino sin orillas”, “pensamos que nada habría después (en el sentido
geográfico, no temporal)”, “al otro lado”, “al final de esta llanura”. Todos estos indicios
de espacialización —“primarios, primitivos casi”, según señala Concha (206)—
evidencian un alto grado de concretización, esto es, no hay categorías que nos puedan
llevar a algún tipo de sistema abstracto de direcciones. Esto es sumamente relevante
porque si no existe tal conceptualización de las coordenadas, y por tanto homogeneidad
en el espacio, el campesino que narra se convierte en el único promotor de los indicios
locativos, de las distancias, de las cercanías y las lejanías, siempre él fungiendo como el
centro creador.
La desesperanza del narrador de “Nos han dado la tierra”, que pronto se convierte en
resignación, ilustrada en el silencio adoptado por él y los otros campesinos, da pie a una
transformación del espacio en el cual la progresión de las distancias queda anulada.
Dice el narrador: “Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No
llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo
que llevamos andado” (37, las cursivas son mías). La reiterada mención del verbo
„caminar‟ crea una especie de estancamiento de la trayectoria. Carlos Blanco Aguinaga
señala, respecto de los personajes rulfianos, que “para no salir de sí mismos, para evitar
cualquier progreso temporal, tienen la costumbre de recoger, cada cierto número de
frases, la frase inicial de cualquier momento de su meditación, de modo que parece que
98
todas sus palabras quedan suspensas en un mismo momento sin tiempo” (21). Sin
mayores problemas, este sugerente apunte de Blanco Aguinaga puede ser extendido a
motivos espaciales. En la cita anterior del cuento vemos que la movilidad que implica el
verbo “caminar” queda eliminada en virtud de una repetición que paraliza. De este
modo, el estado psíquico del personaje que narra favorece una espacialización que
comienza a perder las distancias uniformes: después de caminar tanto, se está en el
mismo lugar.67
Como vemos, la ironía que Juan Rulfo introduce desde el título del cuento se
continúa en la configuración del espacio. Observemos un extracto del cuento para
reforzar esta lectura:
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando
una plasta como la de un salivazo. Cae sola […] Ahora si se mira el cielo se ve a
la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del
pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la
gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed (38, las
cursivas son mías).
Resulta irónico que, como indican las expresiones marcadas, sean los elementos que
estrictamente no poseen vida, lo originalmente inanimado, los que tengan más
movilidad en el panorama, llegando incluso a la humanización. Todo lo contrario ocurre
con los campesinos, quienes, a pesar de su naturaleza viva, pensante, pierden incluso el
habla debido a las condiciones de la tierra que les ha sido otorgada.
67
A propósito de la repetición en el sentido de estancamiento, en su artículo titulado “Sísifo campesino:
„Nos han dado la tierra‟”, Javier González Alonso hace una comparación entre la empresa de los
campesinos (la entrevista con el delegado y posteriormente la caminata) y el castigo impuesto a Sísifo en
la mitología griega. Cabe aclarar que González Alonso nunca pretende tender un vínculo intertextual
entre el relato de Rulfo y el mito; su intención, más bien, es hacer una comparación que ilustre la
situación existencial de los campesinos de “Nos han dado la tierra”. Según Schmidt, en “Talpa” sucede
algo similar: “Tanto en el nivel de la experiencia real como en el simbólico, el viaje presenta un regreso al
punto de partida. La fragilidad de los protagonistas no permite experimentar el viaje como algo que
cambia la vida del que se pone en marcha” (230).
99
Las líneas finales del relato constituyen tal vez la ironía más evidente. A lo largo del
texto, el narrador va acumulando una serie de adjetivos, frases y oraciones que, en
conjunto y en la línea de la significación metafórica, conforman un nuevo espacio: el
infierno. Luz Aurora Pimentel denomina a estos espacios «seudodiegéticos» ya que “no
son propiamente los de la ficción principal, sino que son productos únicos de una
narración metafórica y que afecta al espacio diegético constituido” (100). De esta
manera, a través de ciertos tropos, como la metáfora y la comparación, o descripciones
que remiten con claridad a las características bien definidas del horizonte cultural del
lector occidental, la voz del campesino transforma el Llano Grande en otro espacio, en
el infierno específicamente. Pues bien, la ironía que anunciaba en la primera línea de
este párrafo se concretiza cuando, al final del cuento, los arrieros bajan por un
derrumbadero. Conforme descienden, las descripciones del espacio van perdiendo su
perfil infernal, y una vez abajo, el narrador comenta: “La tierra que nos han dado está
allá arriba” (42). Con sutileza, el relato plantea una inversión de los valores
culturalmente atribuidos al «arriba» y al «abajo»: el infierno queda posicionado arriba y
la tierra buscada, el paraíso, abajo.
Recapitulemos: son tres las ironías que tienen un vínculo con la configuración de los
espacios: 1) la caminata, según se advierte en el discurso del narrador, no acorta las
distancias; 2) lo vivo se cosifica y lo originalmente inanimado cobra movimiento; 3)
luego de cotejar un espacio cultural extratextual con las características del espacio de
“Nos han dado la tierra”, quedan ironizados los valores por antonomasia del «arriba» y
el «abajo». Estas tres ironías en la configuración del espacio del Llano Grande sin duda
argumentan a favor de una de las características fundamentales de la espacialidad
100
mítica: a saber, la continua transformación del espacio según la movilidad y el estado
psíquico del sujeto.
Antes de concluir, es pertinente hacer un apunte que, aunque nada tiene que ver con
la ironía, refuerza nuestra lectura mítica de la conformación del espacio en “Nos han
dado la tierra”. Hemos notado ya que existe una dependencia entre la situación anímica
de la voz y sus descripciones locativas. Pues bien, esta dependencia llega hasta sus
últimas consecuencias cuando la espacialidad queda totalmente desprovista de
direcciones, ya sean éstas abstractas o concretas. En un principio, el narrador y los otros
campesinos logran una orientación gracias al uso de los sentidos: “Pero el pueblo está
todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca” (37); “Se oye que ladran los perros y se
siente en el aire el olor del humo” (37). Al margen de la ausencia de datos objetivos
sobre distancia o extensión, el sentido del tacto y el olfato funcionan como operadores
orientativos muy concretos y confiables para los personajes que se mueven en un
mundo de concreciones. No obstante, en la medida en que transcurre la narración, la
recrudecida esterilidad del territorio entorpece los sentidos y el sujeto pierde la
dirección; el espacio entonces se configura como algo interminable, sin medidas,68
como un “camino sin orillas” (37). En el punto álgido de la relación entre el narrador y
el espacio, aquél ya no sabe si viene o si va: “este blanco terreno endurecido, donde
nada se mueve y por donde uno camina como reculando” (40). Para el delegado del
estado, que parte de la racionalización de los espacios, los límites del territorio cedido
son fijos; para los campesinos, sin embargo, las medidas del Llano Grande las traza el
mismo Llano y, en complicidad con la subjetividad inherente al sujeto, fluctúan
constantemente.
68
“De tal suerte que, en este caminar por un camino yermo y „sin orillas‟, no son sólo las identidades las
que parecieran haberse desdibujado, sino también las coordenadas espaciales” (Perus 579).
101
Ernst Cassirer ha dicho que el espacio mítico es un espacio de acción, acción que se
halla centrada en torno a intereses y necesidades prácticas inmediatas (Antropología
75). En el relato “Nos han dado la tierra”, la acción la constituye la caminata por un
comal que, según dice el narrador, nada más puede ser tolerable para las lagartijas que
viven debajo de las piedras. Nos volvemos a encontrar con un cuento que concibe un
mundo en el que la Historia no logra penetrar sino sólo asomarse. Lo mismo que San
Juan Luvina, el Llano Grande se sostiene sobre sus propias leyes. La Historia
permanece más allá de sus fronteras, del otro lado: en la oficina del delegado, en sus
papeles, en el discurso demagógico. De lado de acá, en el Llano en particular, en el
universo de El Llano en llamas en general, aún está el mito y su poder de
transformación.
2.3. Conclusiones preliminares
La crítica ha señalado en reiteradas ocasiones el trasfondo histórico en que se sustentan
muchos de los cuentos de El Llano en llamas. No podemos negar este dato, y sin
embargo la gran mayoría de los personajes parecen no tener acceso a los procesos de la
Historia. No tienen intención de entenderla porque es ajena a la problemática inmediata
a la que se están enfrentando día con día: pobreza extrema, cadena de muertes, soledad,
odio generacional, etcétera. Ni siquiera el Pichón, narrador del relato “El Llano en
llamas”, conoce la verdadera envergadura de su rol en una revolución que no le
pertenece y de la que sólo rescata el placer de la violencia. Como consecuencia de esta
vida al margen de la Historia, los personajes rulfianos viven un tiempo que se
descompone en varias porciones temporales; esto es, ya no se vive un tiempo
102
homogéneo, total (temporalidad racional), si uno heterogéneo, local (temporalidad
mítica).
En los tres cuentos analizados se puede notar, de alguna u otra manera, la presencia
de la muerte. La cercanía de ésta desarrolla en la conciencia de los personajes una
subjetivización que se proyecta hacia los aspectos que integran la experiencia vital del
ser, entre los cuales se encuentra la temporalidad. Tal subjetivización deriva en una
distorsión de la supuesta uniformidad del tiempo: se desarticula todo orden casual, toda
linealidad, toda objetividad. Se adopta, pues, una postura totalmente mítica de asumir
los segundos, las horas, los años.
Por otro lado, la concepción de un espacio a partir del pensamiento mítico permite
poner sobre la mesa una serie de particularidades significativas que el racionalismo
elimina en virtud de su tan buscada objetividad. Es sobre todo la presencia capital del
sujeto el detonante de estas particularidades: a través de sus sentidos, los valores del
espacio supuestamente rígidos, como las distancias, las dimensiones, etcétera, se tornan
flexibles en el nivel de la conciencia y ésta proyecta una nueva espacialidad. Esto abre
muchas oportunidades al lenguaje literario a la hora de la descripción y configuración
de los espacios.
Como se puede constatar, la espaciotemporalidad que el personaje rulfiano concibe
está atravesada por los mecanismos del pensamiento mítico. Se entiende perfectamente:
asumir el espacio y el tiempo con los parámetros de la razón significaría un golpe
fatídico que, aunado a su precaria existencia, llevaría a los personajes a la
autodestrucción. Por otro lado, la espaciotemporalidad mítica, además de poseer este
valor terapéutico, establece las bases para la dilucidación de ciertos comportamientos
que veremos en el siguiente capítulo.