2 Amanecer VUDU
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2 amanecer-vudu-relatos-1 — Document Transcript
1. 1AMANECER VUDU Relatos De Horror y Brujería
AfroamericanaSELECCIÓN DE JESÚS PALACIOS VALDEMAR 1993 Para
Pedro Duque, mi hermano en Regla Ocha, porque él sabe JESUS
PALACIOS Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.
2. 2 UN PRÓLOGO QUE ES UNA ADVERTENCIA¡V u—dú! Dos simples
sílabas que despiertan en nuestra imaginación el obsesivo sonido de
los tambores, las cimbreantes figuras de bailarines poseídos por
oscuros dioses, ídolos de barro atravesados por alfileres asesinos.
Viejaspelículas en glamuroso blanco y negro, el lento desgranarse de
los blues del pantano, losojos en blanco de zombis y muertos vivientes,
el ritmo frenético de la rumba,sangrientos sacrificios al pie de altares
desconocidos... Bueno, bueno. Antes de seguir,una justa advertencia,
una necesaria aclaración: el Vudú, como su hermana caribeña
laSantería, es mucho más que esa imagen típicamente de género que
hemos evocadoarriba. Son, de hecho, religiones populares
afroamericanas cuya verdadera naturalezaabarca complejos
fenómenos sociales, culturales, religiosos e históricos. No en vano
losantropólogos optan, a la hora de referirse al Vudú, por emplear la
grafía francesa propiade Haití, escribiéndolo Vodoun, para diferenciarlo
radicalmente del conceptopopularizado por el cine y la literatura
fantástica, que lo han convertido prácticamenteen sinónimo de brujería
y/o magia negra. Los interesados en la verdadera esencia de las
religiones afroamericanas pueden, ydeben, husmear entre las páginas
que Alfred Métraux, Roger Bastide o Wade Davis handedicado al
Vodoun haitiano, las que Zora Neale Hurston o Robert Tallan dedicaran
alVudú y el Hoodoo —que en justicia debería escribirse Judú— del Sur
de los EstadosUnidos; las que Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, entre
otros escribieran sobre laSantería afrocubana, el diario de viaje del
director de cine Henri Georges Clouzot através del Brasil, del
Candomblé y de la Macumba, o las más recientes descripciones dela
moderna Santería neoyorquina, escritas por la portorriqueña Migene
GonzálezWippler. Porque lo que ahora tenéis entre las manos es un
libro de relatos de horror. Todosestán, desde luego, relacionados con
su lado más oscuro y siniestro, con las prácticasmágicas, los hechizos y
las maldiciones, las crónicas negras y los asesinatos rituales.Sería
absurdo negar el atractivo morboso que ejerce sobre nosotros esa cara
oscura delVudú. Ya la simple realidad de la existencia hoy día de
religiones basadas en elsacrificio y las prácticas mágicas, no sólo en
países tropicales y “atrasados”, como nosgustaría creer, sino en el
interior mismo de nuestras grandes ciudades, resultafrancamente
inquietante para el hombre presuntamente civilizado. Y es que quizá
lomás terrorífico del Vudú sea cómo lo real y lo fantástico se
entremezclan en él, deforma difícilmente discernible. No estamos ante
fenómenos sobrenaturalesincomprobables, ante paganismos
ancestrales ya desaparecidos, ante criaturas más bienmíticas como
vampiros y hombres lobo. Cualquiera que lo desee puede consultar
lasincontestables pruebas reunidas en torno al caso de Narcille Clovis,
el fenómeno zombimás documentado de Haití. Y, sin llegar a extremos
melodramáticos, cualquier turistaavisado puede asistir a ceremonias y
fiestas rituales a lo largo de todo el Caribe y buenaparte de
Sudamérica, visitar el Museo del Vudú en Nueva Orleáns, o comprar
cualquieraccesorio que necesite para sus hechizos santeros en las
muchas “botánicas” del HarlemHispano de Nueva York o de la Pequeña
Cuba de Miami. Son estos aspectos únicos, la contemporaneidad de
una religión pagana procedentedel Africa oscura y su posible poder
real, los que han hecho del Vudú uno de los temaspredilectos de la
literatura fantástica y de terror. Desde los tiempos de “Weird Tales”,
enplena era dorada del pulp, el Vudú es presencia continua en el
cuento de horror y,aunque se eche quizá a faltar al arquetípico Hugh B.
Cave, autor que residió largas
3. 3temporadas en el propio Haití, de las páginas amarillentas de los
pulps hemosentresacado joyas como Madre de Serpientes de Robert
Bloch, Palomos del Infierno deltexano Robert E. Howard —que aporta
aquí el mito de la zuwenbi, verosímil invencióndel propio Howard—,
Papá Benjamín de William Irish —es decir, de CornellWoolrich—, y
Desde lugares sombríos de Richard Matheson. Junto a estos relatos de
terror clásicos, encontraremos historias que les fueronnarradas a
viajeros e investigadores como auténticas y libres de cualquier duda.
AttilioGatti, Vivian Meik, el célebre William Seabrook —que con su
clásico Magic Islanddejó bien establecidas las bases de la leyenda
negra del Vudú haitiano—, la periodistaInez Wallace, Lydia Cabrera,
Raymond J. Martínez y el Dr. Gordon Leigh Bromley,aportan sus
experiencias —a veces personales— de la realidad del fenómeno
zombi, dela existencia de sectas secretas africanas y siniestros rituales
necrofílicos, del poder delos antiguos dioses de Africa, de las
posesiones o “montas”, y de la terrible eficacia dehechizos y
maldiciones. Algunos de los relatos que incluimos son estrictamente
(!!!) verídicos, como ocurrecon los escritos por el investigador de lo
oculto Brad Steiger y su esposa, tanto Losespeluznantes secretos del
Rancho Santa Elena, que narra los famosos sucesos deMatamoros que
inspirarían también a Barry Gifford su novela Perdita Durango, comoLa
pócima de amor comprada con sangre. Y especial atención, por su
realismo de puroy duro informe policial, merece ¡Asesinado al pie de
un altar vudú!, la crónica deRichard Shrout que nos introduce en las
oscuras relaciones que unen la práctica de laSantería con el
narcotráfico y el hampa latina de Estados Unidos. Todo un episodio
de“Miami Vice”. La mítica conexión entre el Vudú y la música popular
queda ejemplificada tanto enel clásico Papá Benjamín, con su jazzístico
y maldito Canto Vudú, como en El Boogiedel Cementerio de Derek
Rutherford, un terrorífico Rock’n Roll que haría estremecer demiedo al
mismísimo Screamin’ Jay Hawkins. Y la presencia del cine de terror
másclásico la encontraremos en Yo anduve con un zombi, que diera pie
—convenientementemezclada con Jane Eyre— a la legendaria
producción de Val Lewton, dirigida porJacques Torneur, además de,
nuevamente, en el relato de William Irish, llevado a lapequeña pantalla
por Ted Post en 1961, y víctima de toda una adaptación inconfesa enel
clásico de episodios Doctor Terror, producido por la británica Amicus
Films. Pero,cuidado, no en Zombi Blanco de Vivian Meik, sin relación
alguna con el film delmismo título. Por cierto, he de confesar aquí que
el título de esta antología lo hemostomado prestado de Voodoo Dawn,
la película —y novela— de John Russo, con la queel coautor de La
noche de los muertos vivientes quiso pagar su deuda con el Vudú. No
quiero dar paso ya a los misterios del Caribe y el Africa profunda sin
otraadvertencia: a pesar de nuestro criterio, digamos que geográfico,
los relatos no siemprese ajustan estrictamente a su área territorial, y
es que nuestra selección no pretende serni exhaustiva ni, mucho
menos, ortodoxa. Como veréis se mezclan en ella los relatos ylos
hechos reales, la crónica negra y los cuentos de fantasmas, el Vudú, la
Santería yhasta otros cultos más terribles y desconocidos. Se trata tan
solo de explorar —yexplotar— ese lado más siniestro, terrorífico y
brujeril del Vudú. Su leyenda negra —muchas veces falsa, otras no—,
su folklore más fantástico, su imagen más pop. Yo, pormi parte,
confieso que siento por el verdadero Vudú y la Santería el mayor de
losrespetos y una gran simpatía. Puede que vosotros, cuando hayáis
terminado de leer las páginas que siguen, tambiéndeseéis profundizar
más en las religiones afroamericanas. Ya se sabe, si no
puedesvencerles, únete a ellos.
4. 4 VOCABULARIO En todos los relatos seleccionados se han respetado
los términos propios del Vudú y la Santería tal y como los transcriben
sus autores; ello supone que, a veces, el mismo término aparezca
escrito de distinta forma, según el autor y hasta el relato. Para facilitar
la comprensión de algunos de los textos se incluye un pequeño
vocabulario de términos religiosos afroamericanos, que recoge
exclusivamente aquellos que se nombran en el libro. Este
VOCABULARIO ha sido confeccionado por Jesús Palacios y Pedro Duque.
Al lado de cada término, entre paréntesis, se dan otras variantes del
mismo.ABAKUÁ (Abakwá, Abacuá): Secta afrocubana, también
conocida por el nombre deÑañiguismo o ñáñigos, procedente de los
pueblos Efik y Ekoi de la Costa Calabar delOeste de África. El término
Abakuá se refiere al pueblo y la región de Akwa, dondefloreció esta
sociedad en el continente africano. Aunque actualmente se la da
pordesaparecida, desde mediados del siglo XIX y hasta muy entrado el
XX, la SociedadAbakuá ejerció una enorme influencia secreta en la vida
política y social de Cuba, comopuede comprobarse en la novela que le
consagró Alejo Carpentier: Ecue—Yamba—O.AMARRE: Se llama así en
la Santería al acto ejecutado por un brujo o curandero con elfin de
retener a la persona amada, manteniéndola bajo su voluntad. Se
trata,esencialmente, de un hechizo amoroso.BABALAWO (Babalao):
Sacerdote santero dedicado al culto adivinatorio de Fa o Ifá.Su nombre
significa “Padre y dueño del secreto” en lengua yoruba, de cuyo
Oráculo deIfé africano proviene este culto. Más generalmente,
sacerdote santero.BABALOCHA: Sacerdote santero encargado de las
ceremonias de iniciación de losnuevos santeros.BAJAR EL SANTO
(Coger el Santo, subir el Santo, tener el Santo, etc.): Frase quese usa
familiarmente en la Santería para denominar la posesión física de un
creyente poralguno de los santos u Orichas, llamada a su vez
“monta”.BARÓN SAMEDI: Loa o dios Vudú, señor y guardián de los
cementerios, algunasveces identificado con Guedé, que es
representado por una gran cruz colocada sobre latumba del primer
hombre enterrado en el lugar. Junto al Barón la Croix y el
BarónCimitière, forma la tríada de los Barones Vudú, todos con
herramientas de enterradores.CANDOMBLÉ (Candombé): Nombre que
designa en Bahía (Brasil) ciertos cultos —ysus prácticas—
afroamericanos, muy similares al Vudú y, sobre todo, a la
Santería.Aunque originalmente era africano y yoruba o nago, rindiendo
por tanto culto a losOrixás al igual que la Santería a sus Orichas,
posteriormente se han introducidovariantes como el Candomblé
Blanco, con divinidades indias autóctonas. Al igual que, a
5. 5veces, las palabras Vudú y Santería, Candomblé puede designar
tanto la religión comosus prácticas, las ceremonias y, al tiempo, el
recinto donde se celebran.DAMBALLAH (Damballah Wedo): Loa o dios
Vudú de la lluvia, los ríos y los lagos.Su símbolo es la serpiente,
generalmente una boa constrictor rojiza, y al tratarse de unode los
Loas más poderosos, temidos y adorados, ha contribuido sobremanera
a extenderel error de que el Vudú es un simple culto a la
Serpiente.EBBÓ (Ebó): Palabra yoruba que designa en Santería la
ofrenda de frutas y dulces o elsacrificio de animales cuadrúpedos y de
aves que se ofrece a los Orichas para obtener sufavor.GANGÁNGÁME:
Sacerdote o brujo perteneciente a la secta Gangá de la
Santeríacubana, de origen congo o bantú, y fuertemente animista. En
ella se adora a los espíritusde los muertos, y está fundamentalmente
orientada hacia la magia y los ritos funerarios.GRIS GRIS: Hechizo
mágico Vudú que puede consistir tanto en un simple sacrificioanimal,
como en una bolsa llena de objetos mágicos, en un talismán o en un
fetiche.Puede usarse tanto para el bien como para el mal, y ejerce su
influencia sobre la suertede aquél a quien se le destina. A veces
designa un dibujo místico en el suelo, similar alos vevés haitianos. Es
un término propio del Sur de los Estados Unidos, pero procededel
africano Gri—Gri, de igual significado.GUEDÉ (Ghede): Loa Vudú de la
muerte y los cementerios. Designa tanto unadivinidad como a un
conjunto de dioses, relacionados siempre con los cementerios,
lamuerte, los ritos funerarios y el culto a los antepasados. Procede del
pueblo de losGhede—vi, casta africana de enterradores llevada como
esclavos a Haití.Paradójicamente, Guedé posee también connotaciones
fálicas, siendo también Señor dela Vida, muy dado a las obscenidades
y a la bebida.IWORO: En lengua yoruba, dícese de los santeros y
creyentes que son hijos deObatalá.IYALOCHAS (Yalochas): Sacerdotisas
santeras, equivalentes femeninos delBabalocha o Babalao.LENGUA:
Nombre que se da en la Santería a los rezos y frases litúrgicas que se
recitanen lengua yoruba. Asimismo, la Sociedad Abakuá denomina
“lengua” al dialectoñáñigo, y en el Vudú se llama “langage” a la lengua
usada en los sagrados ritosafricanos.LUCUMÍ: Nombre que dieron
arbitrariamente los cubanos a todos los negrosprocedentes de Nigeria,
la mayoría de ellos yorubas, por lo cual ha quedado tambiéncomo
sinónimo de yoruba y de la propia Santería, de predominio
nigeriano.MAMALOI: Familiarmente, nombre con el que se designa a las
sacerdotisas Vudú,sobre todo en el Sur de los Estados Unidos, pero a
veces también en Haití.
6. 6OBEAH: Nombre que recibe en algunas islas del Caribe —Trinidad,
Martinica,Jamaica, etc.— la magia afroamericana, y que equivale hasta
cierto punto al Vudú y laSantería.OMÓ (Omó Oricha): En yoruba, hijo de
Santo. Es decir, aquél que ha sido iniciado porcompleto en la Santería y
elegido ya por su Oricha correspondiente.ORICHAS (Orischas): Nombre
genérico de las divinidades yorubas a las que se rindeculto en la
Santería, y también en el Candomblé brasileño con el nombre de
Orixás. Sonel equivalente de los Loas del Vudú, y al ser sincretizados
con el Santoral católico, lapalabra Oricha deviene a su vez sinónimo de
Santo.ORO: En yoruba, la palabra que designa el cielo, el lugar de
residencia de los Santos uOrichas.OUANGAS (Wangas): Maleficios
Vudú, actos de magia negra contra un enemigo oamuletos mágicos
que se emplean con fines egoístas o malignos. También mal de
ojo.PALO MAYOMBE (Regla de Palo): Secta afrocubana de origen bantú,
inclinadaprofundamente hacia la magia y la brujería. Con el nombre de
Palo Cruzado sesubordina al sistema yoruba de la Santería, al que
complementa con prácticas y diosescongoleños, siempre con un
enfoque más práctico y utilitario. Tal es la forma de esteculto, que
Mayombé es a veces el nombre que se le da al espíritu del mal, y el
términomayombero sirve para designar a todos los brujos en
general.PAPALOI: Familiarmente, nombre que se da a los sacerdotes
del Vudú.PATAKÍ (Patakín): Relato cuyo protagonismo puede correr a
cargo de los dioses, dereyes, animales y hasta objetos, de carácter
mitológico y moral. Encabeza, acompañadode un refrán o conseja,
cada signo (odu) del Diloggún o Tablero de Ifá, el sistemaadivinatorio
yoruba usado en Santería.PIEDRA (Otán): Piedra sagrada en la que se
supone reside el espíritu de un Santo uOricha; se guarda en una
“sopera” y se le hace el “ebbó” que corresponda a su Oricha.REGLA DE
OCHA (Regla Lucumí): Nombre que se le da también a la Santería.
Dosson las Reglas principales afrocubanas: la Regla de Ocha o
Santería, y la Regla de Paloo Palo Mayombe.SANTOS: Al llegar a Cuba,
los Orichas yorubas fueron asimilados por los esclavos alos Santos de
sus amos, para poder adorarlos y celebrar sus fiestas. Lo mismo
ocurrió enBrasil y en Haití, donde Orixás y Loas tienen sus Santos
correspondientes. De estefenómeno sincrético deriva el término
Santería, extendido después a toda Latinoaméricay Estados
Unidos.SANTISMO: Aunque a veces se le llama también Santería, no
debe confundirse con elculto afroamericano originado en Cuba. Se
trata de un sincretismo amerindio propio deMéxico y la frontera de
Estados Unidos, que utiliza prácticas tanto del catolicismo másferviente
como de viejos rituales aztecas, mayas e indígenas en general.
Estáestrechamente relacionado con los artistas imagineros mexicanos
y chicanos, muchos de
7. 7los cuales pertenecen a sectas santistas, y sus prácticas, miembros
y área de influenciase guardan en el máximo secreto.SOPERA:
Recipiente donde se guarda y protege el “otán” de un Oricha, así como
suscollares y otros objetos sagrados. Al contacto con el español se
debe que este recipiente,originalmente una vasija de madera o barro,
cobrara la forma y la decoración de unasopera barroca, pintada con los
colores de su Santo. Jesús Palacios & Pedro Duque 1993 Amanecer
Vudú. Valdemar Antologías 3 LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS
MUERTOS ATTILIO GATTI LOS MAYORES ASESINOSL os cocodrilos,
gorilas, búfalos, leones, leopardos, serpientes y elefantes se cobran
todos los días en Africa un tributo de vidas humanas que no es muy
inferior al que pagan los hombres en aquel continente a enfermedades
tropicales, como lafiebre de la selva y la fiebre amarilla, el sodoku y
kala—azar, la lepra y la enfermedaddel sueño, por nombrar sólo unas
pocas. Sin embargo, por lo que se refiere al Africa Central, tengo la
firme convicción deque, entre todas las fieras y todas las epidemias
juntas, no causan tantas víctimas enhombres, mujeres y niños de la
raza negra como las sociedades secretas con sus odiososcrímenes.
¡Que nadie se llame a engaño! Estas antiguas sectas, que tienen su
origen en unremoto pasado de crueldad, lujuria y barbarie, siguen
siendo hoy mismo, a pesar detodos los esfuerzos de lo que llamamos
civilización, unas asociaciones de los mayores ymás implacables
asesinos. Estas fuerzas malignas operan en todas partes y su poder se
acrecienta con suinvisibilidad. Se ocultan entre las multitudes negras
que hormiguean en los arrabales delas pequeñas ciudades y de las
explotaciones mineras que están en plena actividad; sefiltran en todas
las tribus desparramadas a lo largo de los ríos, a orillas de los lagos,
enlos bosques, llanuras y selvas; se recatan entre los mismos
indígenas que los blancostenemos a nuestro servicio o vemos pasar
desde el camión. Para demostrar esto que afirmo voy a relatar un
episodio espantoso que nadie, que yosepa, ha hecho público hasta
ahora. Se trata de la historia horrible, pero absolutamente auténtica y
exacta hasta en susmenores detalles, fuera de cambios deliberados de
nombres, del poblado de Mohoko.Sin embargo, el lector que quiera
explicarse bien cómo es posible que los espeluznantese implacables
asesinatos de las sectas secretas sigan realizándose hoy día en el
Congoen una gran escala y con casi absoluta impunidad, debe
empezar por conocer lascondiciones generales de vida en aquel país.
Concretemos el caso a la región de los
8. 8Watza, en la que yo residí por espacio de varios meses durante una
de mis últimasexpediciones. El poblado del jefe Mohoko se hallaba
enclavado en ese territorio, tan extenso comoBélgica, y que es la única
población de importancia. Se compone de una docena dechozas, en las
que están instalados comerciantes griegos e indios, y de una docena
demalas casas de ladrillo en las que viven funcionarios belgas, entre
los que se cuentan unmédico, un veterinario, el empleado de correos,
el recaudador de impuestos y unoscuantos representantes más del
Gran Dios Balduque, ninguno de los cuales tiene nadaque ver con el
gobierno de los indígenas. Completan la población un hospital,
unapequeña casa misional, algunos edificios en los que está instalada
la Administración, elTribunal, la cárcel y una choza muy amplia para la
“guarnición”. Pero el Administrador y sus dos ayudantes tienen que
gobernar a una masa humanade 30.000 a 40.000 personas. No puedo
dar cifras exactas, pero éstas que cito son lasmismas que oí en boca
del Administrador Territorial, señor Van Veerte. Coincidiendocon mi
estancia en el país se estaba procediendo a la ocupación permanente
de grandesextensiones de territorio; y, como es natural, no disponía
aquel señor ni de tiempo ni demedios para llevar a cabo un censo
exacto de la población, que se mostraba muy pocodócil. Van Veerte, lo
mismo que sus antecesores, conocía de una manera superficial un
parde los diecisiete dialectos hablados entre las tribus que estaban
bajo su autoridad. Poreso tenía que entenderse siempre con los
indígenas por medio de su intérprete Sankuru,natural del país, que
llevaba muchos años de policía. Todo el mundo hablaba de la lealtad
de Sankuru. Siendo joven, combatió a lasórdenes de Stanley, cuando el
gran explorador norteamericano abrió la región delCongo al dominio
del rey Leopoldo II. Tanto el rey Alberto como el rey Leopoldo
IIItuvieron a gala, en sus visitas casuales a la colonia, el prender una
nueva medalla a lablusa azul de Sankuru; medallas que éste, a pesar
de su anciana edad, ostentaba condignidad propia de un monarca.
Sankuru lo sabe todo y conoce a todos. Y lo que no sabe de primera
mano loaverigua por medio de uno u otro de los veinticuatro policías
indígenas que eligió,entrenó y que están a sus órdenes. Téngase esto
en cuenta: los Administradores pasan,pero Sankuru sigue siempre en
su puesto. Por eso los Administradores hacen lo queSankuru susurra en
el oído blanco en el momento propicio. No niego que Van Veerte se
aconseja mucho y se informa a través de la Misióncatólica, que
funciona de muchos años atrás, y también del médico, aficionado a
laetnografía local. Pero lo que el padre José conoce, lo sabe a través de
Basiri, uncatequista con cabeza de gorila; y la fuente de información
del doctor Gablewitch esManuel, su ayudante; y, del mismo modo, la
enciclopedia viva de Van Veerte esSankuru, su intérprete, jefe de su
policía... y su gacetillero. Todo marcharía como la seda si entre
Sankuru, Manuel y Basiri no existiese unavieja enemistad cuyos
orígenes nadie ha logrado averiguar, pero que sigue hoy tan vivacomo
el primer día. Los tres se odian profundamente, y cada cual susurra con
frecuenciaal oído de su propio amo el cuento de las pequeñas faltas de
que se han hecho culpablessus enemigos de toda la vida. Los tres
hombres blancos no fomentan abiertamente estas rivalidades, pero
seaprovechan en todo momento de las mismas. No los censuro, ni
quiero dar a entendercon esto que no son muy buenos amigos. Todo lo
contrario. En cuanto alguno de ellosse entera de algo referente al
servidor del otro, hace cuestión de honor el poner alcorriente al
interesado. El padre José se acaricia la roja barba, quejándose de la
falta decaridad cristiana de aquellos paganos, y excluyendo de esta
apreciación, como es
9. 9natural, a Basiri, cuyas palabras son casi el Evangelio. El doctor
Gablewitch, por suparte (el doctor es un polaco de muy buen corazón),
se ríe a carcajadas y asegura quetodos los indígenas son unos
soberanos embusteros; todos, menos su ayudante. Y el administrador
no se toma siquiera la molestia de decir a los otros que Sankurues
hombre que merece absoluta confianza, y se frota las manos de gusto,
si nomaterialmente, por lo menos con el pensamiento. Porque está
profundamenteconvencido de que aquella enemistad entre los tres
aliados negros de las autoridadesblancas es un hecho que ofrece
grandísimas ventajas. ..........Había yo llegado a desentrañar este
curioso estado de cosas, cuando organicé una cortaexpedición de caza
que debía tener lugar en Mohoko. Estando ya a punto de emprendermi
safari, se me acercó Manuel, el ayudante del doctor Gablewitch,
diciéndome que suamo le había mandado que fuese a Mohoko. ¿Había
inconveniente en que se sumase ami safari? Me aseguró que podía
serme útil, porque conocía muy bien el camino.Agregó que había
estado muchas veces en aquella región, aunque no en el
mismoMohoko. No me fijé de momento en la excesiva insistencia que
ponía al decirme esto último,pero andando el tiempo hube de
recordarlo. Estaba muy atareado arreglándolo todo parasalir cuanto
antes, y no tenía tiempo para perderlo en conversaciones. Me limité
adecirle que sí y nos pusimos en camino. Llegué a Mohoko y me
encontré con una pequeña comunidad de unos doscientosindígenas,
ariscos, primitivos, pero inofensivos. Aunque el trato que mantenía con
la tribu era muy superficial, me sorprendiódesagradablemente el
observar que había entre ellos un gran número de idiotas. Y nome
sorprendió menos el que la comunidad los alimentase y cuidase muy
bien, porqueestaba acostumbrado a ver que en Africa los enfermos
incurables quedan relegados a lacategoría de parias, de los que todo el
mundo se desentiende. Había hecho yo a Van Veerte el ofrecimiento de
que, mientras anduviese por allí,realizaría con mucho gusto un censo
preliminar y se lo enviaría. Me imaginé que seríajuego de niños, y lo
dejé para el último día. Pero cuando empecé la tarea vi que era
unacosa complicadísima. El jefe me recibió agriamente. Y me dijo,
además, que estaban enfermos. Lasmujeres se mostraron mohínas, los
hombres se declararon casi abiertamente hostiles, ylos chicos
recelosos. Y aquellos idiotas, tan gordos y reacios a moverse, lo
complicabantodo llevándome la contraria, permaneciendo en su sitio
cuando yo les mandaba que seapartasen y metiendo la nariz cuando
menos los necesitaba. Sintiéndome incapaz de desenredar aquel
embrollo, acabé pidiendo ayuda a Manuel.Éste se prestó muy solícito y
reunió a toda la población, arengándoles con la mayorenergía en su
dialecto local. Yo no entendí una palabra, pero lo que Manuel les
dijosurtió mucho mayor efecto que mis coléricas charlas en kingwana,
que es el esperantode la región. El jefe pareció despertar, todos
formaron en línea, y, aunque estabaoscureciendo, obtuve en menos de
una hora resultados tangibles. Conservo los totales en mi diario:
Hombres, 42 casados, 19 solteros; mujeres, 78casadas, 35 solteras
núbiles; niños, 44 de uno y otro sexo. Saqué la impresión de que al
menos el cincuenta por ciento de las hembras y el diezpor ciento de los
varones eran imbéciles, o quizá que estaban atacados de
algunaenfermedad desconocida para mí, aunque se hallaban, siquiera
en apariencia, bienalimentados.
10. 10 Manuel, con la suficiencia de un médico, me dijo: —Es la
enfermedad del sueño. Agregó que por eso no los había evacuado,
porque temía que la vacuna fuese unobstáculo para las inyecciones
que el Bwana médico habría de ponerles más adelante.Aquello era un
puro disparate, porque no existía la mosca tsé—tsé en aquella parte
delpaís. Pero era inútil discutir sobre estas cosas con un indígena que
desempeñaba lasfunciones de algo así como enfermero. Me fijé de
pronto en la esposa más joven del jefe, que iba y venía tímidamente a
mialrededor. Tuve la impresión de que quería decirme alguna cosa
importante, pero quetitubeaba, sin atreverse a dirigir la palabra al
hombre blanco. Por fin lo hizo, pero notuvo tiempo de explicarse,
porque apenas habló dos palabras la cogió Manuel del brazo,gritándole
que volviese a su choza. Quise intervenir, pero ella se libró de las
manos deManuel y echó a correr, tan asustada y recelosa que no quiso
volver ni aun cuando leenvié a decir por éste último que viniese.
Regresamos a Watza, y al llegar a las primeras casas del poblado
presenciamos unaescena curiosa. Van Veerte, seguido a cierta
distancia por su jefe de policía, se dirigía hacia sudespacho. Se detuvo
para cambiar conmigo algunas palabras. De pronto, como si
seacordase de algo, se volvió buscando a Manuel, el cual se
encaminaba ya hacia la casadel doctor, dando un rodeo para no
encontrarse con Sankuru. —¿Dónde está ese hombre? —preguntó Van
Veerte. La cara de Manuel adquirió una expresión tan elocuente de
sorpresa que bastaba paraque el Administrador comprendiese que no
adivinaba el sentido de su pregunta. Inesperadamente se abalanzó
Sankuru hacia Manuel, chillando: —Yo te di la orden de que al volver
trajeses contigo al llamado Loko—Loko. Te dijeque el Bwana
Administrador quería que compareciese ante el tribunal. Manuel, tan
cortés y bien mirado de ordinario, sufrió una
desconcertantetransformación. Fue tan extraordinario el cambio que
tanto el Administrador como yonos quedamos por un momento mudos
y atónitos escuchando el torrente de insultos ymaldiciones que salieron
de su boca, contorsionada por el furor. También Sankuru perdió el
dominio de sí mismo. Su actitud respetuosa y casimeliflua desapareció.
Lo único que comprendimos fue que los dos viejos rivales seacusaban
el uno al otro de ser los más cochinos embusteros, y no sé cuántas
cosas más,de todo el país. Un grito de Van Veerte impuso silencio y el
chasquido de su látigo obligó a los doshombres a salir corriendo en
direcciones opuestas. El Administrador se rascó la cabeza: —No me lo
explico. Ese individuo, Loko—Loko, tenía que comparecer ante
eltribunal para responder de una acusación sin importancia, pero no se
presentó. Al saberque Manuel iba a Mohoko, encargué a Sankuru que
le dijese que al volver trajeseconsigo a Loko—Loko. Suponiendo que
Sankuru olvidase mi orden, o, lo que es másprobable, que Manuel no
quisiese ejecutar el encargo, ¿a santo de qué ha venido estariña entre
ellos? Iban a ocurrir de allí en adelante muchas cosas que ni Van
Veerte ni nadie podíaexplicarse. Empezando por los juramentos que
hizo Manuel, afirmando que Loko—Loko no seencontraba en aquel
poblado. Y porque los dos policías que fueron enviados
inmediatamente para que procediesena la detención de aquel
individuo no regresaron, como debían, a los cuatro días.
11. 11 Pasados tres días más, destacó el Administrador al mismo
Sankuru con órdenesterminantes de traer a Loko—Loko, a los dos
policías y, para hacer un escarmiento, aljefe mismo de Mohoko.
Transcurrió una semana. Por fin regresó Sankuru. Venía cansado,
abatido... y con lasmanos vacías. Todos los que había ido a buscar
habían desaparecido. —Pero esto es un desatino —gritó enojado Van
Veerte—. ¿También el jefe hadesaparecido? ¿Se ha ausentado sin
permiso mío? ¡Verdemte! Sankuru tragó saliva, como si tuviese que
hacer un esfuerzo doloroso para continuarsu informe. Se quejó de que
en el poblado de Mohoko no le quisieron ni escuchar.Llegaron hasta
amenazarle con matarlo a palos si no se largaba de allí enseguida. Y
él,que había luchado a las órdenes de Stanley y había sido
condecorado por dos reyesblancos, tuvo que apelar a la fuga para
salvar la vida. Las palabras de aquel hombre, el tono patético de su
voz, la expresión de vergüenzaque se retrataba en su rostro arrugado,
habrían estremecido al hombre más duro. Pero,mientras hablaba, me
cruzó por la cabeza un recuerdo. El de la más joven de las esposasdel
jefe. ¿Qué sería lo que quería decirme? Creí que era mi deber informar
a Van Veerte, y en cuanto Sankuru dio fin a suinforme y se retiró, le
conté la extraña actitud del jefe y cómo su joven esposa
habíaintentado hablar conmigo. Cada palabra mía no hacía sino
aumentar la inquietud del Administrador. Cuandoacabé de hablar
gruñó: —Aquí ocurre algo grave, muy grave. No tardó en poner al
corriente de todo al doctor y al padre misionero. También éstosse
manifestaron intranquilos. El misionero se acarició la barba y dijo: —
Con lo que he oído hasta ahora, me basta para que desee acompañarle
a usted, si esque decide ir a Mohoko. —También yo le acompañaré —
dijo el doctor. La “tropa” que el Administrador tenía a sus órdenes
ascendía a la cifra de unsargento y cinco soldados. Se los llevaría a
todos de escolta, dejando la cárcel de Watzasin otra guardia que
algunos policías. Quizá se viese en la necesidad de hacer frente auna
sublevación y de sofocarla con sólo aquellas fuerzas y los dos blancos
que leacompañarían con sus leales criados. La cara de Van Veerte era
de ordinario inexpresiva, pero yo adivinaba lo que ahoraestaba
pensando. Por eso no me sorprendió que aceptase la colaboración de
todos losque se ofrecieron a ir con él, e incluso la mía. A los dos días,
tomadas las medidas necesarias, salimos todos juntos. En la tarde
delsegundo acampamos a dos horas de distancia, más o menos, del
poblado de Mohoko. A la mañana siguiente avanzamos con toda clase
de precauciones. El sargento y lossoldados iban delante, por si nos
habían tendido alguna emboscada. Los policíasformaban la extrema
retaguardia de la columna, para impedir que, si nos atacaban
conflechas y lanzas envenenadas, los peones de transporte tirasen sus
cargas y saliesenhuyendo. A medida que avanzábamos se iba haciendo
más siniestro el silencio que nosrodeaba. No se veía aún el poblado,
aunque lo teníamos tan cerca que hubiéramosdebido oír voces y gritos.
Nos hallábamos en la última curva de un sendero bastante empinado,
cuando llegóhasta nosotros un grito. Era el sargento quien lo había
dado, y venía a todo correr hacianosotros.
12. 12 Echamos a correr también a su encuentro..., y vimos a los cinco
soldados queandaban de un lado para otro por el espacio abierto que
antes ocupaba el poblado.Parecían buscar algo; pero ¿cómo es que no
veíamos otra cosa que a los cinco soldados? El poblado había
desaparecido. EL CASO DEL PUEBLO DESAPARECIDOP arecerá
descabellado lo que cuento, pero era la pura verdad. Ya no estaba allí
el poblado. Mis ojos atónitos, que veinte días antes habían visto allí una
gran chozadestinada a las reuniones y el palabreo, unas ochenta
chozas grandes, decenas degraneros y gallineros, no descubrían ahora
más que un campo desolado en el que sedivisaban algunas ruinas
carbonizadas. De la población, anda; los 218 habitantes sehabían
esfumado. Hombres, mujeres y niños. Se habían largado todos.
"¿Adónde? ¿Por qué razón?", nos preguntábamos unos a otros.
Prescindiendo del por qué, no encontrábamos indicación alguna del
dónde. Después de una búsqueda de dos horas, regresaron Sankuru y
sus policías muyabatidos, asegurando que aunque ellos tenían más
experiencia que los soldados en estascosas, tampoco habían podido
hallar el rastro. Ni siquiera podían señalar la direcciónprobable, porque
la tribu había borrado y confundido con mucho cuidado sus huellas.
Van Veerte estaba en ascuas. No es posible reproducir en letra impresa
loscomentarios que hizo, aunque en esencia venían a resumirse en que
no era posible quedesaparecieran así como así 218 personas. Pero el
hecho es que habían desaparecido, tan completa y definitivamente
queparecía que nadie sería ya capaz de aclarar semejante misterio, y
que sólo quedaríamemoria de él en algún archivo polvoriento y en el
epitafio oficial que marcaría el finde la carrera colonial del señor Van
Veerte. Por suerte para la majestad de la justicia y para la carrera del
Administrador, habíatenido yo un buen día el capricho de ir a cazar
cerca del poblado de Mohoko,brindándome al propio tiempo a hacer un
pequeño servicio al Administrador. Esto alterópor completo el curso de
las cosas, aunque no quiero atribuirme por ello ningún mérito. Algunas
preguntas que había hecho a los indígenas y algunos datos que
habíarecogido; la tentativa que hizo para hablarme la esposa joven del
jefe y su fuga; laescena entre Sankuru y Manuel; la extraña
desaparición de Loko—Loko y de los dospolicías enviados en su
busca... Con estos frágiles hilos iniciaron su fatigosainvestigación los
dos magistrados que destacó, al conocer lo ocurrido, la
Administraciónde la provincia. Muy poca cosa, en resumidas cuentas.
Pues bien: estos hechos insignificantes fueronla clave que condujo al
descubrimiento de uno de los más espeluznantes misterios delCongo,
según pudo verse al final. Tuve la suerte de seguir desde el principio
aquella investigación, que resultó hasta elúltimo momento llena de
emociones. Pronto llegamos todos nosotros a convencernos de que la
desaparición de Mohokoera obra de una sociedad secreta. Pero nadie
sabía de qué secta se trataba, aunque eraevidente que dominaba con
mano de hierro a las poblaciones de todos aquellosalrededores. Hasta
Sankuru y sus policías, Basiri y Manuel, fuentes habituales
deinformación que nunca fallaban, parecían ahora incapaces de dar
con una clave,sorprender una palabra indiscreta o proporcionar un
dato cualquiera. Nos hallábamosfrente a una conspiración de silencio
aterrorizado que ni las promesas ni las amenazaslograban romper.
13. 13 El doctor Gablewitch y el padre José empezaron a visitar, pueblo
por pueblo, todoslos de la región. Iban en apariencia para llevar a los
indígenas sus consuelos médicos yespirituales; pero, en realidad, para
llevar a cabo, como pudiesen, un censo de cada tribuy para tomar
rápida nota de cualquier señal o coincidencia sospechosa que
pudierallamar su atención. Nada de particular descubrieron en los seis
primeros poblados que visitaron. Pero en el séptimo, mientras el doctor
se hallaba entregado a sus tareas médicas,observó que un indígena
intentaba escabullirse de puntillas por detrás de la choza, conla
evidente intención de que no le viese. Despachó en el acto un policía
en supersecución, porque el indígena echó a correr al verse
descubierto. Aquél lo alcanzó yse lo trajo a rastras. El indígena gruñía y
jadeaba. El doctor Gablewitch se fijó en los tatuajes circulares que
llevaba en el torso;parecían del mismo estilo que los que yo le había
explicado que eran frecuentes enMohoko. El buen doctor, que gustaba
de las bromas pesadas, compuso un rostro terriblementeamenazador y
rugió: —Tú escapabas, y eso demuestra que eres culpable. En castigo,
te voy a poner ahorauna inyección que te mate con una agonía lenta y
espantosa. El indígena dejó de forcejear y se quedó suspenso; pero en
cuanto vio que el médicocogió en sus manos una jeringa llena de
suero, dio un salto atrás, dando alaridos ypugnando a brazo partido por
desasirse de los policías. Viendo que no lo conseguía,gritó: —¡No,
Bwana, por favor! ¡Diré lo que sé! Estas fueron las últimas palabras
que pudo pronunciar. El doctor sintió el silbido dealgo que pasaba junto
a su oreja..., y una flecha se clavó en el corazón del preso. Elveneno en
que estaba impregnado causó un efecto instantáneo. Se produjo una
enorme confusión. Salió para aquel lugar un magistrado, pero tardó un
día entero en llegar. Los dosblancos, sus criados y los policías no
habían conseguido dar en aquellas veinticuatrohoras con una clave.
Peor aún: al pedir el magistrado al médico sus notas, éste no
lasencontró. Habían desaparecido las listas de nombres, familias,
inyecciones, tatuajes ytodas las demás observaciones que había
hecho. El magistrado dio orden a los soldados de que reuniesen a toda
la población. PeroGarao era un pueblo que nos reservaba sorpresas. El
número de los individuos queaparecían con vacunas recientes era
bastante superior a la cifra que el doctor recordabahaber vacunado. —
¡Tráiganme al jefe! —ordenó muy escamado el juez. Todos salieron
llamando al jefe, pero éste no apareció ni supo nadie decir
dóndeandaba. El magistrado gritó a Sankuru: —¡Tráeme volando al
jefe! Como no esté aquí dentro de diez minutos... Pero transcurrieron
diez minutos, y veinte, sin que apareciese. Y fue por último
elmagistrado mismo quien tuvo que ir a verlo... en un pequeño calvero
donde loencontraron Sankuru y sus policías, en medio de un charco de
sangre, con la gargantadestrozada por horribles zarpazos de un felino.
—Un akkha —murmuró Sankuru. Y al mismo tiempo señaló unas
huellas del feroz leopardo de las montañas de aquellaregión, que
estaban claramente marcadas aquí y allá en el fango, alrededor del
cadávertodavía caliente.
14. 14 —Un akkha lo ha matado —repitió con semblante lívido, y al
decirlo se restregó lasmanos una y otra vez en la blusa azul de su
uniforme. Basiri exclamó entonces: —¡Ese majadero ha tocado el
cadáver! El magistrado miró a Sankuru y vio las manchas de sangre.
Esto le produjo unarepentina turbación, y volvió la vista hacia otro
lado. Pudo así descubrir la causa delsúbito silencio que se había
producido a su alrededor. La bulliciosa multitud deindígenas que había
ido en pos de él hasta el lugar en que fue hallado el cadáver sehabía
esfumado. Había bastado que se pronunciase una sola palabra:
“¡Akkha!” para que sedesbandasen todos sin abrir la boca. A nadie
engañó aquella muerte del jefe de Garao. Los animales carnívoros
noatacaban jamás al hombre en pleno día y en los alrededores del
poblado. Aquello eracosa de los Hombres Akkha, los feroces asesinos
que acostumbraban a emboscarse enespera de sus víctimas para
clavarles en el cuello unas garras de hierro que se atan a lasmanos; los
akkhas, que se cubren la cabeza con una piel del auténtico leopardo
paradisfrazar así su personalidad; los akkhas, que una vez cometido el
crimen dejanimpresas en el lugar unas huellas falsas de felino hechas
con un bastón tallado, borrandoantes con sumo cuidado las suyas
propias. Era un asesinato más. Desde aquel momento, los crímenes se
sucedieron rápidamente unos a otros.Conforme avanzaba la
investigación, se iban amontonando los cadáveres. ¡Hasta elnúmero de
cuarenta y siete! Y sin encontrar jamás un rastro, fuera de algunas
huellas deakkha, y esto sólo en algunos casos. Indicaciones que
pudiesen guiar las pesquisas,ninguna. A menos que... Sí, algo había.
Cuarenta y cinco de los cuarenta y siete asesinados tenían la marca
dehaber sido vacunados, y dieciocho de los hombres estaban tatuados
con círculos. Doshabía que no presentaban señal de haber sido
vacunados, pero al examinar sus cadáveresobservó el doctor un detalle
curioso. Ambos tenían el relieve de una cicatriz igual en el estómago,
un poco más arriba delombligo. Manuel, el ayudante del médico, brindó
una explicación posible de aquel hecho. Lavacuna asustaba en un
principio a los indígenas, pero luego se dieron a pensar que talvez
fuese una gran operación de magia de los blancos. Entonces, algunos
de los que nohabían sido vacunados querrían gozar de una protección
parecida a la que la vacunaproporcionaba, y se dirigían al hechicero, y
éste les haría una incisión abdominal,embutiendo en ella algunos de
sus sucios medicamentos. Pero, ¿y los tatuajes de los dieciocho
restantes? ¿Qué sentido tenían? ¿Y qué se podíadeducir del hecho de
que ninguna de las víctimas hubiese escapado de la vacunación
deManuel o a la del hechicero? ¿Se trataba de una simple coincidencia?
¿No nosencontraríamos, según insistían tercamente los magistrados,
con alguna pieza delrompecabezas de Mohoko a la que no veíamos aún
el sentido? Entretanto, el magistrado, Van Veerte, el padre y el médico
habían sometido ainterrogatorios, unas veces con halagos y otras de
una manera rigurosa, a un buen millarde indígenas; pero con todo ello
estaban en el mismo punto de partida. También habían encarcelado los
magistrados a unos cuantos centenares de indígenas,con la esperanza
de que alguno de ellos cediese y hablase. Tampoco este recurso
sirvióde nada. Poco a poco tuvieron que ponerlos en libertad a todos. A
todos, menos a ciertapersona que trajeron en automóvil desde un
poblado lejano de otra región, y que quedóencarcelada en la capital de
la provincia. Nadie sabía quién era.
15. 15 Los magistrados me habían pedido, mientras se llevaba
adelante la investigación, queles hiciese ampliaciones de todas las
fotografías que yo había hecho en Mohoko. Llevéa cabo este encargo,
que me costó mucho trabajo. Eran fotografías del jefe de Mohoko yde
sus mujeres; de hombres con los torsos tatuados; de un joven cazador
al que meencontré cierto día llevando atado a la muñeca un burdo
emblema fálico o erótico; delpueblo mismo, etc. Fue tal la satisfacción
de los magistrados al recibir aquellas fotografías que tuve laseguridad
de que habían identificado al preso misterioso como a uno de los
individuosque desaparecieron con todo el poblado de Mohoko. Y tantas
vueltas le di a este asuntoque adquirí la casi seguridad de que también
yo lo había identificado. Una tarde, estando la mayor parte de los
encargados de la investigación en Watzapara tomarse un día de
descanso, que se habían ganado muy bien, cogí una de
misampliaciones y llamé a Bombo, mi chófer en muchas expediciones.
Se la enseñé y ledije: —Fíjate bien en lo que voy a decirte, porque hay
en ello una buena matabisha parati. Tú sabes quién es la persona de
este retrato, ¿verdad que sí? —No, Bwana —me contestó visiblemente
intrigado; pero luego se iluminó su rostrocon una expresión curiosa y
se corrigió—: Es posible que la conozca. —Muy bien. ¿Y sabes dónde se
encuentra ahora? Bajó la cabeza, pero no dijo nada. Se diese o no
cuenta, su actitud equivalía adecirme: “Lo sé perfectamente, pero es
mejor que no me meta en este asunto.” —Fíjate bien lo que te digo —
agregué—. Esta fotografía te la has encontrado túhaciendo la limpieza
del campamento y la has cogido sin decirme nada a mí. ¿Meentiendes
bien? Cuando estés reunido con alguno de tus amigos, sácala y házsela
ver.Diles que te ha parecido que es de la misma persona que se llevó
el magistrado en suautomóvil. Lo único que yo quiero que tú me digas
es si alguno de los circunstantes seinteresa especialmente por ella. Si
alguien te la pide, dásela. Y dime quién es. Con estohabrás ganado la
matabisha..., que será igual al salario de un mes, ¿estamos? Bombo
cogió la foto y se dio por enterado de mi promesa sin muestras de
muchoentusiasmo. —Lo que ordenes, Bwana —dijo sin levantar la
vista, y desapareció. Un rato después oí gran vocerío, estallidos de risa
y pasos de gente que se acercaba ami tienda. Apareció Sankuru, que
traía a rastras a Bombo, el cual pugnaba por desasirse.Venían detrás
dos policías y todos mis criados. Sankuru soltó al detenido, saludó con
la mayor gallardía cuadrándose, y dio riendasuelta a su indignación: —
Bwana —me dijo—: este criado al que quieres como a un hijo y en el
que hasdepositado tu confianza, es un ladrón y debes castigarlo con
severidad. Cogí la fotografía que él me presentaba indignado y le
contesté que no tenía ningúnvalor, que yo mismo la había tirado. Sin
embargo, lo felicité por su celo, le di unosgolpecitos en el hombro y le
obsequié con un paquete de cigarrillos. Y le pregunté desopetón quién
era la persona de la fotografía aquella. Sankuru se quedó
desconcertado un momento, pero se recobró en seguida. Pero yohabía
visto lo suficiente para saber que me contestaría con una mentira. Con
mucha precipitación, y como queriendo soslayar un asunto demasiado
peligroso,contestó: —No lo sé, Bwana —y para hacer más convincente
su mentira, agregó—: Soy viejoy tengo la vista cansada. No sé siquiera
quién puede ser esa mujer. —Si tan mal estás de la vista —le dije—,
¿cómo has podido ver que se trata de unamujer?
16. 16 —¡ Muy bien dicho, Bwana! —exclamó riéndose, como si mi
salida le pareciesegraciosísima. Los demás se echaron también a reír.
Viendo que no sacaría ni una palabra más deSankuru, los despedí a
todos. Ardía en deseos de saber si Bombo había enseñado la fotografía
a alguien más, peroantes quería estar seguro de que Sankuru se había
alejado. Me tumbé en mi cama decampaña. Pero era tal mi impaciencia
que no pude resistir más, y a los cinco minutos me puseen pie.
¡Bendito sea Dios que tan a tiempo me envió aquel impulso! El crujir de
la cama se confundió casi con el ruido que hizo una tela al rasgarse. En
laalmohada en la que un segundo antes descansaba mi cabeza
temblaba todavía unaflecha, y la mancha que apareció en la funda me
decía sin lugar a dudas que la flechaestaba embadurnada de veneno.
Todo esto ocurrió en menos tiempo que el que cuesta contarlo. Y,
también en uninstante, apagué yo la luz, eché mano al rifle y a una
linterna eléctrica y espié por laparte posterior de mi tienda la negra
muralla de vegetación que rodeaba al claro delbosque en que estaba
instalado el campamento, y que por aquel lado no distaba más deseis
metros. Escuché con gran atención. No oí el menor ruido. Mi linterna
tenía dispositivo paraadaptarla al cañón del fusil en las cacerías
nocturnas. Las coloqué, las encendí y registrélos alrededores con el
foco de luz, adelantando el rifle. Hice bien en mantenerme detrásde la
tienda, porque pasó otra flecha silbando por encima de la luz de la
linterna y fue aclavarse en el suelo a dos pies de distancia de mí.
Apagué inmediatamente la luz yapunté hacia el sitio de donde había
venido el chasquido del arco. Disparé, no porquecreyese que iba a dar
al hombre, sino para asustarlo y ponerlo en fuga. Volví a encender la
linterna, pero esta vez la llevaba en la mano, porque oí el ruidoque
alguien hacía abriéndose paso por entre arbustos y ramas. Pero la
oscuridad no medejó ver nada. Mis criados acudieron corriendo. Les di
orden de que se quedasen vigilando y que nopermitiesen que nadie se
acercase. Entonces pregunté a Bombo cuántas personas habíanvisto la
fotografía antes de mostrársela a Sankuru, pero le advertí que no
pronunciasenombres, porque no quería poner en peligro su vida. Esto
pareció quitarle un peso deencima y me contestó: —Una solamente, y
me pareció que iba hacia aquella choza que hay por ese lado —yseñaló
en la misma dirección de donde habían venido las flechas. No quería
saber más por el momento. Me dirigí rápidamente hacia la casa de
VanVeerte y le insté a que cogiese su revólver y me acompañase.
Estaba seguro de lo que íbamos a ver..., si llegábamos a tiempo,
mientras nosencaminábamos a toda prisa hacia una choza situada a
espaldas de la estrecha faja deselva que había detrás de mi
campamento. Pero en el momento de ocultarnos detrás deun enorme
tronco de árbol, ya no estaba tan seguro, y pensaba: “Con tal de que
no estéequivocado ...!” Desde el interior de la choza solitaria se
filtraban tenues rayos de luz. —No se mueva —susurré al oído de Van
Veerte—. Pero fíjese bien en los que salen.Cuando los haya visto, lo
sabrá ya todo. Al cabo de un rato se apagó la luz; pero entonces se
había levantado la luna,iluminando el panorama con su pálida claridad.
Oímos abrirse la puerta. Fueron saliendo del interior hombres, de a
uno, con grandesintervalos, y se alejaron en silencio, pero nosotros
pudimos reconocerlos a todos, singénero alguno de duda.
17. 17 Al pasar por delante de nosotros el último, me pareció que Van
Veerte sufrió unescalofrío. Quizá el que se escalofrió no fue él, sino yo.
Aquel hombre llevaba en lamano un arco que, puesto vertical, le
igualaba a él en altura. Era un arco que parecía elmás apropiado para
disparar flechas como la que se había clavado profundamente en
laalmohada de mi cama de campaña. LOS HOMBRES QUE BAILAN CON
LOS MUERTOS A quel día era domingo. Aunque debíamos salir todos al
siguiente por la mañana para llevar adelante nuestras investigaciones,
celebramos aquella noche un largo consejode guerra, durante el cual
adoptamos varias resoluciones. La primera de todas fue la de que nos
esforzaríamos en mantener una actitud que nohiciese sospechar que
sabíamos algo. Segundo, que tendríamos todos muy buen cuidado de
no permanecer nunca aislados. Tercero, que siempre que tuviésemos
que referirnos a los cuatro criminales que yacreíamos conocer, nos
referiríamos a ellos con las letras A, B, C y D, aun cuandohablásemos
en francés, inglés o flamenco. Cuarto, que el más joven de los
magistrados se retrasaría, fingiendo una pequeñaindisposición, y no se
pondría en camino hasta que nosotros llevásemos ya
bastanteadelantado nuestro viaje. Fingiría entonces una agravación de
su enfermedad y daríaorden a su chófer de que lo condujese al hospital
provincial, y allí ocuparía una cama demanera que se enterase la
gente. Más tarde, adoptando las mayores precauciones parano ser
visto por ningún indígena, sometería a un duro interrogatorio a la
mujer queestaba encerrada en la cárcel de la provincia, poniéndole
delante las “confesiones” quele habían hecho A y sus otros
compañeros. He dicho “la mujer” porque mi hipótesishabía resultado
exacta, y ya los magistrados no podían ocultar la personalidad de
lapresa. Todo salió a pedir de boca, por aquella vez al menos. Ahora
que creíamos conoceruna buena parte del juego, procurábamos alejar
sospechas, haciéndonos los tontoscuanto nos era posible. Regresamos
a Watza el sábado por la tarde, después de una semana de safari.
Elmagistrado “enfermo” estaba ya sano, nos esperaba y tenía urgente
necesidad de tomarel aire del campo. Como faltaban aún tres horas
para que oscureciese y para la hora dela cena, subimos todos a mi
automóvil. Hicimos alto en la cumbre de una colina pelada. Nadie
podría acercársenos enmuchos centenares de yardas a la redonda sin
que lo viésemos. Era el lugar másadecuado para charlar con toda
libertad. El magistrado joven nos confirmó lo que ya nos suponíamos al
verlo restablecido.Después de acosar a la mujer por espacio de varios
días, había por fin sucumbido yhecho una confesión completa. Aquella
conversación resultó la más espeluznante, pero también la de
mayoremoción e interés que he escuchado en mi vida. Parecía como si
entre los seisestuviésemos componiendo una novela de misterio, fuera
de que la aportación de cadauno de nosotros no era un simple fruto de
nuestra imaginación, sino un trozo más delrompecabezas infernal que
íbamos poniendo en el lugar que le correspondía. Cuando finalizamos
nuestra conversación el libro estaba completo y el misterioaclarado.
Faltaba sólo aportar las pruebas concluyentes y el desenlace final.
Teníamos laseguridad de que también eso lo tendríamos, si nos
acompañaba la suerte, el miércoles
18. 18por la mañana a más tardar, porque ese día nos encontraríamos
todos de vuelta en elsitio donde había estado emplazado un día el
pueblo de Mohoko. Era evidente que nuestros criminales tenían su
cuartel general en este pueblo. Una delas claves de que disponíamos
para obtener esta conclusión era la insistencia con queManuel había
afirmado que jamás había estado allí antes del viaje que hizo en
micompañía. Sin duda le asustaba pensar que yo pudiera descubrir
casualmente algunacosa. Otro indicio era el haber venido conmigo, ya
que no se lo había ordenado elmédico, sino que fue él mismo quien se
lo sugirió al doctor. Lo confirmaba también el caso de Loko—Loko. Es
probable que no se mostrasecompletamente sumiso. Cuando fue
citado para que compareciese ante el tribunal conobjeto de responder
de una acusación leve, tuvieron buen cuidado los asesinos de queno se
pusiese fuera del control de su mano de hierro, temerosos de que
hablase. Los dospolicías que fueron en su busca, y que al ver que aquél
había desaparecido armaronbarullo y amenazaron, tuvieron el mismo
fin que Loko—Loko. Con estas tres muertes eltotal de los asesinatos
ascendía a cincuenta. Todo esto había sido confirmado por la mujer
que estaba presa en la cárcelprovincial. Era ésta, en efecto, la más
joven de las esposas del jefe de Mohoko, lamisma que quiso hablar
conmigo, pero no para advertirme de lo que ocurría, sinosimplemente
para pedirme la fotografía que me había visto hacerle. Pudimos
advertir que los miembros de la secta que caían en desgracia no
salíanmejor librados que los extraños. Bastaba infringir una regla para
que el infractor pagasesu falta con la muerte, aunque perteneciese a la
casta privilegiada cuyo emblema era, enopinión nuestra, el tatuaje de
círculos. Esto se demostraba con lo ocurrido al indígena en Garao, que,
cuando el doctor leamenazó en broma con una inyección mortal, dijo
que diría lo que sabía, y en el acto, Co B, que estaban al acecho, le
infligieron el castigo. Se demostraba también con el caso del jefe de
Garao. Se sabía que era hombre decarácter débil. Cuando el
magistrado manifestó su resolución de someterlo a un
durointerrogatorio, temieron también C o D que se fuese de la lengua.
Entonces un akkha,oportuno y eficaz, entró en acción unos minutos
antes de que Sankuru y sus policíasllegasen al lugar del crimen. Y el
ejemplo más concluyente era el del jefe de Mohoko, al que
designábamos con laletra B. Indudablemente que era el segundo de a
bordo, pero con todo eso, murió a lospocos días de marcharme yo del
pueblo, y la enfermedad que le aquejaba era ya obra delveneno. —
¡Murió asesinado! —eso fue lo que la joven esposa manifestó al
magistrado, y,según afirmó, lo había matado A, letra con la que
seguíamos designando al jefesupremo de la secta. Lo peor de todo era
el sistema que la sociedad secreta tenía de matar. —Es lo más
espeluznante que oí en mi vida —explicó el magistrado más antiguo
—.Pero me parece que es verdad. El nombre de la secta ya lo indica:
¡Los que bailan conlos muertos! Así se llaman ellos mismos. —Ya me lo
estaba imaginando —exclamó el médico sin poderse contener—.
¡Losmuy cochinos y bandidos...! Y entonces nos explicó ciertas
anormalidades que observó en los cadáveres queaparecían con
incisiones abdominales. ..........
19. 19Al llegar a este punto me adelantaré al curso de los
acontecimientos, para completar esteprimer informe del doctor
Gablewitch con los muchos eslabones de la cadena que aúnfaltan y
que nos fueron proporcionados por los mismos criminales,
especialmente porA, que resultó ser, según habíamos supuesto
nosotros aún antes de que él y veintinuevede sus cómplices fuesen
declarados culpables y condenados a trabajos forzados aperpetuidad,
el jefe supremo de la secta, culpable, según propia confesión, de
varioscentenares de asesinatos. La secta seguía en todos los casos el
mismo demoníaco procedimiento. Cuatro ocinco de sus miembros,
enmascarados con pieles de leopardo, se introducían amedianoche en
la choza del que iba a ser su víctima. Sin necesidad de recurrir a
procedimientos de violencia física, caía aquélla “muerta”,es decir, sin
voluntad, ya se tratase de un niño, de una mujer o del hombre
másvigoroso. Los indígenas usaban este calificativo de “muerta”
porque no eran capaces decomprender el gran poder hipnótico que
desarrollaban los asesinos de la secta. Bajo la influencia de esta fuerza
hipnótica y obedeciendo al mando de sus verdugos,el “muerto” se
levantaba, salía de la choza y caminaba con el cuerpo rígido hacia
dondeellos lo llevaban. Y siempre la demoníaca procesión se dirigía al
mismo lugar, a un claro de bosqueque había detrás de la aldea de
Mohoko, un tétrico calvero del que nadie se atrevía ahablar en voz alta,
pero al que todos los habitantes de la región conocían por el nombrede
“Plaza del Baile con los Muertos”. Allí estaban reunidos los iniciados, y,
al llegar la nueva víctima, empezaba una danzabruja en la que el
“muerto” participaba, sin ofrecer resistencia a cuanto se le
ordenaba.Primero bailaban en grupo. Después, conforme los iba
llamando el jefe supremo,bailaban todos los miembros en pareja
macabra con el “muerto”. A continuación eran conducidas a la plaza
aquellas otras víctimas que ya llevaban“muertas” algún tiempo; eran
casi siempre mozas y mujeres jóvenes. Acto seguido, y ala luz
temblorosa de las antorchas, tenían lugar orgías indescriptibles, hacia
el final delas cuales entraban en juego los falos rígidos (como el que yo
había visto en la muñecade un joven). Con las primeras luces del día,
cuando el frenesí general había llegado a su puntomáximo, se obligaba
al nuevo “muerto” a tumbarse boca arriba en el centro de
laenloquecida muchedumbre, y entonces un hechicero le hacía una
profunda incisión en lapiel, por encima del ombligo, y la rellenaba de
dawa, es decir, de una medicina secreta. Según manifestaron los
acusados, los hechiceros de la secta habían llegado a laconclusión de
que la dawa no surtía los mismos efectos afrodisíacos en los
individuosque habían sido vacunados que en los que no habían recibido
la nueva endemoniadainvención del hombre blanco. Por eso tenían los
mismos adeptos a la secta tanto interésen vacunarse, como medio
defensivo contra la posibilidad de ser elegidos para“muertos”; y
también, por la razón contraria, procuraban poner fuera del alcance de
lajeringuilla del hombre blanco a los que ya tenían elegidos para
víctimas suyas. Acabada la demoníaca ceremonia en la “Plaza del Baile
con los Muertos”, la últimavíctima, todavía bajo el influjo del sueño
hipnótico, y las demás “muertas” de reunionesanteriores, eran
distribuidas en varias chozas del poblado de Mohoko, en el que
losdesgraciados vegetaban hasta que llegaba la noche de la ceremonia
definitiva en la quehabía de cumplirse su destino. Durante todo este
tiempo los “muertos”, entre los que se contaban muchas másmujeres
que hombres, vivían lo que los de la secta llamaban “una segunda
vida”. Notenían que trabajar y se les alimentaba copiosamente, lo
mismo que si fuesen animales
20. 20cebados por encargo de un carnicero exigente. Su idiotez iba en
aumento y llegaban aperder el uso de sus facultades humanas, no
viviendo ya sino con el ansia de satisfacerlos accesos de lujuria que
desarrollaba en ellos la sustancia afrodisíaca contenida en ladawa. En
otros términos, se preparaba desde todo punto de vista a la víctima
para las orgíasasquerosas que se celebraban con frecuencia en la
siniestra plaza y que terminaban conel “Banquete del Akkha”. La
víctima cuyo sacrificio debía celebrarse quedaba en laplaza y era
sometida a un último tormento. Uno de los miembros de la
secta,enmascarado y revestido con pieles de akkha, salía al centro y
obligaba a la víctima abailar con él una parodia de la danza de los
cazadores, y cuando estaban en ella saltaba asu cuello, lo mataba y lo
hacía pedazos. Los restantes iniciados se unían entonces al presunto
akkha y compartían ávidamenteaquel banquete, que dejaba
empequeñecidas las más aterradoras fiestas canibalescas. Ytodo ello
bajo la mirada inexpresiva de los demás “muertos—vivos” que un día
iban asufrir la misma suerte. ··········Cuando se conocieron todos
aquellos horrores no fue cosa difícil encontrar la soluciónal problema
de la desaparición de los doscientos dieciocho habitantes de Mohoko.
Unamitad aproximadamente eran de otras localidades. No se trataba
de idiotas biencuidados, como yo había supuesto, ni de individuos
atacados de la enfermedad delsueño, como pretendía Manuel. Eran
pobres desgraciados, raptados por la secta en todala región, y que
vivían en Mohoko bajo los efectos de la diabólica droga para
satisfacerlos depravados apetitos de sus adeptos. Los demás
habitantes del poblado eran miembros o familiares de los miembros de
lasecta, y tanto mi visita como mis preguntas no pudieron menos que
despertar susrecelos. Antes de que empezásemos a investigar hicieron
desaparecer a todos aquelloscadáveres ambulantes, matándolos y
enterrándolos o, lo que es mucho más probable,devorándolos, en una
fanática sucesión de bestiales banquetes. Hecho esto, los demás
huyeron en todas direcciones, divididos en pequeños grupos,después
de prender fuego a todo lo que no pudieron llevarse. ..........Al día
siguiente de nuestra conferencia, es decir, el lunes, volvimos a recorrer
ladistancia que nos separaba de Mohoko. El martes por la noche
acampamos a dos horas de marcha del descampado en queantes se
levantaba el poblado. El miércoles por la mañana nos pusimos en
marcha muytemprano. Cuando llegamos al descampado de Mohoko,
oímos de pronto un agudo silbido. Nosrodearon por todas partes
hombres con uniformes de color kaki. Un oficial belga seadelantó y nos
saludó. Llegaron hasta mis oídos algunas frases sueltas de
suconversación con los magistrados: “Ayer cavamos durante todo el
día... en el otrodescampado..., cráneos..., huesos humanos... por todas
partes..., docenas, centenares...”
21. 21 Terminada la conversación se volvió el oficial hacia su tropa de
soldados negros y,después de darles la voz de firmes, les gritó
enérgicamente: —Os recuerdo otra vez las órdenes rigurosas que os
tengo dadas. Si alguien, seablanco o negro, intenta cruzar vuestra
línea para escapar, lo tumbaréis de un tiro. Repito,sea quien sea.
Examiné los rostros de la gente que había ido con nosotros y vi que
estas palabrashabían producido una impresión tremenda. Van Veerte
no perdió tiempo con muchas palabras. Dirigiéndose a la caravana,
leshabló de este modo: —Quiero hacer excavaciones en este terreno.
El que quiera ganarse un sobrejornal dedos francos, que coja una
azada de ese montón. Todos los peones de carga se adelantaron en
tropel para echar mano a lasherramientas. Van Veerte agregó: —
Quiero que trabajen también los policías, y todos vosotros. Al oír esto,
Sankuru y sus hombres se adelantaron a coger cada cual una azada.
Congran sorpresa mía, también Manuel, Basiri y sus compinches
imitaron su ejemplo. Cuando se hizo un poco el silencio, habló otra vez
Van Veerte, y ahora de un modotajante: —Quitaos las blusas y las
camisas. Todos, sin excepción. Fue una cosa curiosa el ver que
individuos como Sankuru, Manuel y Basiri, a los quese había tratado
hasta entonces con toda clase de miramientos, se
sometíanhumildemente a tal indignidad. Pero algo había en la voz de
Van Veerte que no admitíaréplica. Los tres enemigos irreconciliables se
desvistieron rápidamente y se pusieron atrabajar en línea con los
demás. Van Veerte entabló conversación con nosotros y con el oficial,
desentendiéndose porcompleto de los indígenas, que se habían puesto
a trabajar con endemoniada energía,pero sin orden alguno, y divididos
en varios grupos. Al cabo de un rato, y como si hastaentonces no
hubiese advertido lo que estaban haciendo, se volvió hacia ellos y les
gritócon voz de trueno: —Hatajo de estúpidos, donde yo os he
mandado cavar es en la Plaza. No aquí. En elotro descampado...,¡en la
Plaza del Baile con los Muertos! Todos tiraron las azadas al suelo. Se
oyó un disparo, seguido de gritos airados. Searmó una espantosa
baraúnda de tiros, gemidos, voces de mando, golpes de las culatasde
los rifles contra los cuerpos desnudos, ¡un completo pandemónium!
Pero las cosas habían sido calculadas cuidadosamente. La compañía de
infanteríaindígena había llegado días antes secretamente desde la
capital de la provincia y lo teníatodo ensayado a la perfección. Pronto
pasó aquella tormenta y se restableció el orden.En el extremo más
lejano del descampado habían detenido los soldados al grupo
depeones y policías que, al oír aquel temido nombre se desbandaron,
poseídos deindescriptible pánico. Aquella fuga no tenía mayor alcance.
Pero otro grupo de soldados traía a rastras a dos individuos, con
tatuajes en sustorsos, que forcejeaban y daban alaridos como animales
salvajes. Finalmente, un tercergrupo transportaba el cuerpo encogido y
sin vida de un anciano y lo dejó en la pequeñaelevación que hacía el
terreno donde nos encontrábamos. El más joven de losmagistrados
dirigió una mirada fría a aquel rostro lastimoso, acribillado a balazos,
yexclamó: —Aquí tenemos a nuestro D. —¡Sankuru! —musitó Bombo,
sin dar crédito a sus ojos. Otro de los magistrados hizo este
comentario:
22. 22 —¡Qué bien tramado estaba! Cada uno de ellos ocupaba un
cargo de confianza y deinfluencia decisiva, aparentando enemistad
mortal con los otros dos. Van Veerte dijo por centésima vez: —La
noche que los vi salir de la choza me pareció estar viendo visiones. Era
ya superfluo que siguiésemos designando a Manuel y a Basiri por las
letras A yC. Los dos estaban heridos, acometidos de un arrebato
histérico y echando espumarajospor la boca. Cuando vieron el cuerpo
inanimado de su compinche, se callaron de repente. Y también de
repente y simultáneamente recobraron la voz, para concentrar
susacusaciones contra Sankuru, esforzándose desesperadamente por
acumular todas lasresponsabilidades sobre el muerto. El doctor no
hacía más que gruñir: —¡Grandísimos cochinos, ratas inmundas...! Van
Veerte y los magistrados observaban cómo Manuel y Basiri eran
amordazados,esposados y ligados con cuerdas. El magistrado decano
dijo a los soldados: —Vosotros me respondéis de que lleguen a la
cárcel vivos y sanos. ¡Andando conellos! LOS HOMBRES QUE BAILAN
CON LOS MUERTOS Attilio Gatti, 1949 Trad. Armando Lázaro Ross
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 Zombi Blanco Vivian MeikG
eoffrey Aylett, comisionado en funciones del distrito de Nswadzi,
estaba asustado. En sus veinte años en África nunca antes había
experimentado la sensación de encontrarse tan definitivamente
desconcertado. Sentía como sialgo estuviera apretándose contra él,
algo que no podía ver ni localizar, y, no obstante,algo que parecía
envolverle y que de una manera inexplicable amenazaba con
asfixiarlo.Últimamente había empezado a despertarse de repente
durante la noche, esforzándosepor respirar y casi abrumado por una
sensación de náusea. Una vez que éstadesaparecía, aún permanecía el
extraño rastro de un olor horrible e innominado, un olorque tenía
fuertes reminiscencias con las consecuencias de las primeras batallas
de lacampaña de Mesopotamia. Aquellos habían sido días de
espantosas enfermedades,cuando el cólera y la disentería, las
insolaciones, la fiebre tifoidea y la gangrena habíancampado
incontroladas; donde cientos quedaron en el sitio en que cayeron;
cuando,presionados por los enemigos y olvidados por los amigos, los
supervivientes se vieronforzados a abandonar incluso el decoro
elemental del entierro decente... Recordó lasmoscas y la
descomposición, la temperatura de cincuenta grados... Y ahora,
dieciocho años después, cuando despertaba por las noches parecía
flotar asu alrededor como una presencia maligna el mismo olor de la
corrupción fétida. Aylett era, primero y por encima de todo, un hombre
racional, acostumbrado aenfrentarse a los hechos. Sus conocimientos
del misterio de África, de sus lugaresrecónditos y sus selvas, de su
espectral atmósfera, eran tan completos como el decualquier hombre
blanco —sonrió fantasiosamente al recalcarse a sí mismo lo
pequeñosque eran éstos— y buscaría alguna razón concreta que
explicara ese vacío de años
23. 23estrechado con ese horrible hedor. Si fracasaba en conseguir
una solución satisfactoria,se vería obligado a concluir que ya era hora
de regresar a casa con un largo permiso. Con cautela, como era propio
de un hombre con su experiencia sobre los modos delos dioses
oscuros, indagó en la profundidad de su alma, pero no pudo encontrar
larespuesta que buscaba. En el distrito sólo había una conexión entre
él y la Mesopotamia de 1915 —un talJohn Sinclair, retirado del Ejército
de la India—, pero esa conexión ya era un eslabónroto bastante antes
de la primera aparición de esas asquerosas pesadillas. Sinclair había
sido un camarada oficial en los viejos días, y, siguiendo el consejo
deAylett, se había instalado en unos miles de acres de tierra virgen en
elcomparativamente desconocido distrito de Nswadzi apenas terminar
la guerra. Perohabía muerto hacía más de un año, y, lo que era más
importante, lo había hecho demanera natural. El mismo Aylett había
estado presente en la muerte de su amigo. Siendo al mismo tiempo un
místico como resultado de su conocimiento de África yun pragmático
como resultado de su educación occidental, Aylett consideró de
formametódica la verdad trivial de que hay más cosas en el cielo y en
la tierra que las quesueña nuestra filosofía, y repasó en detalle todo el
período de su asociación con Sinclair. Al acabar, se vio obligado a
reconocer el fracaso, y, en verdad, analizado lógica omísticamente, no
existía ninguna razón adecuada para relacionar a Sinclair con
susproblemas presentes. Sinclair había muerto en paz. Incluso recordó
el absoluto contentode su último aliento... como si le hubieran quitado
una gran carga de encima. Era verdad que antes de esto, Sinclair —y
también Aylett—, durante los dosprimeros años de la Guerra, había
pasado un infierno que sólo aquellos que lo habíanexperimentado
podían apreciar. También era verdad que, en una memorable
ocasión,Sinclair había salvado la vida de Aylett con gran riesgo para la
suya propia, cuandoAylett, abandonado por muerto, había estado
tendido bajo el sol con graves heridas.Naturalmente, jamás lo había
olvidado, pero siendo el típico caballero inglés, habíahecho poco más
que estrechar la mano de su amigo y musitado algo al efecto de
queesperaba que algún día se presentara la oportunidad de pagárselo.
Sinclair habíadescartado el asunto con una risa, como algo sin
importancia... sólo una obra hecha enun día de trabajo. Allí había
concluido el incidente y cada uno prosiguió su rectocamino. Como
colono, Sinclair había sido todo un éxito. Con el tiempo se había casado
conuna mujer muy capaz, quien, eso le pareció a Aylett siempre que se
había detenidodurante un viaje en su hogar, estaba muy preparada
para la dura existencia de la esposade un plantador. Al principio
Sinclair había dado la impresión de ser muy feliz, pero a medida
quepasaban los años Aylett ya no estuvo tan seguro. En más de una
ocasión había tenido laoportunidad de notar los cambios sutiles que
experimentaba, a peor, su amigo.Estancamiento, diagnosticó él, y le
recomendó unas vacaciones en Inglaterra. Lasplantaciones solitarias,
lejos de los tuyos, tienden a poner a prueba los nervios. Sinembargo,
no siguieron su consejo, y los Sinclair prosiguieron con su vida. Dijeron
quehabían llegado a amar mucha aquel lugar, aunque él pensó que el
entusiasmo de Sinclairno era verdadero. En cualquier caso, no había
sido asunto suyo. Eso era todo lo que podía recordar, y se repitió que
todo había terminado hacía másde un año. Pero los viejos recuerdos
permanecen. Se encontró reviviendo otra vez aquelhorrible día
después de Ctesifonte, cuando Sinclair, literalmente, le había devuelto
a lavida. Comenzó a cuestionarlo... ociosa, fantásticamente. La tarde
se tornó en crepúsculo, lapuesta del sol dio paso a la magia de la
noche. Aylett todavía no hizo movimiento
24. 24alguno para dejar la silla del campamento situada bajo el toldo
de su tienda e irse a lacama. Después de un rato, el último de sus
“muchachos” vino a preguntarle si podíaretirarse. Aylett le contestó
con aire distraído, con los ojos clavados en los leños delfuego del
campamento. A medida que pasaban las horas pudo oír el sonido de
los tambores nocturnos conmás claridad. Desde todos los puntos
cardinales los sonidos venían y se iban, el tamborcontestando al
tambor... el telégrafo de los kilómetros sin senderos que el mundo
llamaÁfrica. Con indolencia se preguntó qué decían, y con qué
exactitud transmitían susnoticias. Extraño, pensó, que ningún hombre
blanco haya dominado jamás el secreto delos tambores.
Subconscientemente siguió su palpitante monotonía. Poco a poco se
percató de queel batir había cambiado. Ya no se estaban transmitiendo
opiniones o noticias sencillas.Hasta ahí podía entender. Había algo más
que se enviaba, algo de importancia. Derepente se dio cuenta de que
fuera lo que fuere ese algo, en apariencia se lo considerabade vital
urgencia, y que, por lo menos durante una hora, se había repetido el
mismoritmo breve. Norte, sur, este y oeste, los ecos palpitaban una y
otra vez. Los tambores empezaron a enloquecerlo, pero no había forma
de detenerlos. Decidióirse a dormir, pero había estado escuchando
demasiado tiempo, y el ritmo le siguió. Alfinal cayó en un sueño
inquieto, durante el cual el implacable y palpitante stacatto nodejó de
martillearle su mensaje indescifrable al subconsciente. Dio la impresión
de que se despertó un momento después. Una niebla palúdica sehabía
levantado de los pantanos de abajo y había invadido el campamento.
Se encontrójadeando en busca de aliento. Intentó sentarse, pero la
niebla parecía empujarle para quesiguiera echado. Ningún sonido salió
de sus labios cuando se afanó por llamar a sus“muchachos”. Sintió que
le sumergían cada vez más... abajo, abajo, abajo y todavíaabajo. Justo
antes de perder el sentido se dio cuenta de que estaba siendo
asfixiado, nopor la densa niebla, sino por una nauseabunda miasma
que hedía con todo el horror dela descomposición... Al abrir de nuevo
los ojos, Aylett miró a su alrededor azorado. Una cara amable ybarbuda
estaba sobre él, y oyó una voz que pareció provenir de una gran
distancia y quele animaba a beber algo. Le palpitaba la cabeza con
violencia y respiraba con profundosjadeos. Pero el agua fresca despejó
un poco el asqueroso olor que daba la impresión deaferrarse a su
cerebro. —Ah, mon ami, c’est bon. Creímos que estaba muerto cuando
los “muchachos” lotrajeron. —La cara barbuda exhibió una sonrisa—.
Pero ahora se pondrá bien,hein? Usted es —¿cómo lo dice?— duro,
hein? Aylett se rió a pesar de sí mismo. Vaya, por supuesto, éste era el
puesto de la misiónde los Padres Blancos, y su viejo amigo, el Padre
Vaneken, plácido y digno deconfianza, le estaba cuidando. Cerró los
ojos feliz. Ahora ya no había nada que temer,pronto todo estaría bien.
Entonces, tan súbitamente como había venido, ese terrible
ypersistente hedor de muerte y descomposición le abandonó... —Pero
padre —discutió su horrible experiencia después—, ¿qué podría
haberocurrido? Los dos somos hombres de cierta experiencia de
África... El misionero se encogió de hombros. —Mon ami, tal como
usted dice, esto es África... y no tengo muchas pruebas de quela
maldición de Cam, el hijo de Noé, se haya levantado alguna vez. Los
oscuros bosquesson la fortaleza de aquellos cuyos espíritus
inconscientes se han rebelado y aún no hanvenido para servir tal como
primero se ordenó.?Quién sabe? Nosotros... yo no indagodemasiado
aquí. Cuando llegué por primera vez, en mi joven idealismo
busquéconvertir, pero ahora yo... yo me contento con realizar las curas
de las fiebres y heridas,
25. 25y espero que le bon Dieu lo comprenda. Es lo mismo en todas
partes donde está lamaldición de Noé. La civilización no cuenta. Piense
en Haití —pasé allí doce años—,Sierra Leona, el Congo, aquí. ¿Qué
puedo decir sobre el ataque que usted recibió porparte de la niebla?
Nada, hein? Usted... usted dele las gracias a Dios por estar vivo,
puesaquí, mon ami... aquí se encuentra la cuna de África, la fortaleza
más antigua de loshijos de Cam... Aylett observó al misionero con
intensidad. —Padre —preguntó de modo deliberado—, ¿qué es lo que
intenta que comprenda? Los dos hombres, viejos en las maneras de la
jungla negra, se miraron con firmeza. —Mon ami —repuso con calma el
sacerdote—, usted es un viejo amigo. En cuestiónde formas de la
religión pensamos de maneras distintas, pero ésta no es la
Europaconvencional, gracias a Dios, y cada uno de nosotros ha hecho
lo mejor según suscreencias. El mismo Dios no puede hacer más. Así
que se lo contaré. He visto esa nieblaantes... por dos veces. Una en
Haití y la otra en este distrito. —¿Aquí? El padre asintió. —Estaba en el
campamento asistiendo a la escuela catecúmena que hay junto a
lastierras de la señora Sinclair... —Prosiga —la voz de Aylett sonó baja.
—Como usted sabe, la señora Sinclair ha llevado la plantación desde la
muerte de sumarido. Se negó a regresar a casa. Al principio usted, yo
—toda la zona— pensamosque estaba loca por quedarse allí sola,
pero... —el misionero se encogió de hombros—qué voulez—vous? Una
mujer es una ley en sí misma. En cualquier caso, ha conseguidoque sea
el mayor éxito jamás alcanzado, y hemos de callar, hein? —¿Pero la
niebla? —Iba a eso. Me cogió por el cuello aquella noche. Yo vivía en la
casa, como lohacemos todos los que pasamos por allí... África Central
no es una catedral cerrada...pero, aparte de no saber nada acerca de
lo que pasó durante varias horas, no me sucediónada. —Tocó el
emblema de su fe en el rosario, que era parte de su atuendo—.
Laseñora Sinclair dijo que me vi agobiado por el calor, pero a mí esa
explicación no mebasta... —Sin embargo, eso no explica nada. —Quizá
no... ¡pero la señora Sinclair dijo que no había notado nada peculiar! —
¿Cómo puede ser? El sacerdote hizo un gesto ambiguo. —Yo no soy la
señora Sinclair —dijo con brusquedad, y Aylett supo que elmisionero no
pronunciaría otra palabra sobre ella. —Cuénteme lo de Haití, padre —
pidió. El cura contestó con voz tranquila. —Allí comprendimos que
estaba producida artificialmente por magia negra vudú,algo muy real,
mon ami, que mi iglesia reconoce, como tal vez sepa usted, y que
allíllaman “el aliento de los muertos”. ¿Por qué...? —volvió a alzarse de
hombros. Aylett giró el rostro y miró con fijeza hacia la distancia.
Durante un largo rato clavóla vista en la línea de las lejanas colinas,
sumido en sus pensamientos. Recordó unaimagen en las que esas
colinas aparecían como fondo: una fotografía tomada por unhombre
que casi había estado más allá del límite de demarcación para darle la
verdad almundo. Pero había fracasado. La fotografía mostraba un
grupo de figuras. Eso era todohasta que uno las estudiaba, y aun
entonces nadie creería que se trataba de unafotografía de hombres
muertos... a los que no se permitía morir.
26. 26 Durante horas los dos hombres permanecieron sentados en
silencio, cada unoocupado con sus propios pensamientos. La noche
cubrió el diminuto puesto de lamisión, y desde lejos el sonido de los
tambores les llegó transportado por la suave brisa.De repente, Aylett
se volvió hacia el misionero. —Padre —dijo en voz baja—, desde aquí la
casa de los Sinclair sólo está a treintakilómetros... El sacerdote asintió.
—Lo entiendo, mon ami —repuso. Luego, pasado un momento, añadió
—: ¿Loconsideraría una impertinencia si le pidiera que guardara esto
en su bolsillo... hasta quevuelva? Sacó un crucifijo pequeño. Aylett
alargó la mano. —Gracias —dijo con sencillez. El sol se había puesto
cuando la machila 1 de Aylett fue depositada en el mirador dela señora
Sinclair. Ella salió a recibirle. —Me preguntaba si volvería a verle —le
observó con calma—. No ha venido poraquí desde... hace más de un
año ya. —Entonces cambió el tono de su voz. Se rió—.¡Como un oficial
de distrito, ha descuidado vergonzosamente sus deberes! Aylett, con
una sonrisa, se confesó culpable, excusándose en base a que todo
habíaido tan bien en esta sección que había titubeado en entrometerse
en la perfección. —¿Ha perdido ahora la perfección? —replicó ella. —En
absoluto. Esta visita es mera rutina. —Hum... Gracias —dijo ella con
sequedad—. De todas formas, pase y póngasecómodo, y mañana le
mostraré unas tierras perfectas. Aylett estudió a su anfitriona con
atención durante la cena. Se sintió incómodo por loque veía cada vez
que la cogía con la guardia baja. Apenas podía creer que esta fuera
lamisma mujer a la que él había dado la bienvenida como prometida
unos años atrás. Lavida ardua la había endurecido, pero contaba con
ello. Sin embargo, había algo más...una especie de dureza amarga, así
lo describió a falta de un término mejor. Después del recibimiento
formal, la señora Sinclair habló poco. Parecía preocupadapor los
asuntos de la plantación. —Mis propios territorios en África —dijo—. Oh,
cuánto amo el país, su magia y sumisterio y su vasta grandeza. Le
recordó cómo se había negado a regresar a casa. Pero mañana,
comentó, cuandoél viera su África —la plantación—, lo comprendería.
Aylett se retiró temprano, claramente desconcertado. La había visto
mirando lacuidada pulcritud de la plantación antes de darle las buenas
noches. De modoinconsciente ella había alargado las manos hacia la
extensión en una especie deadoradora súplica y, no obstante, bajo la
brillante luz de la luna en esa mensualadoración, él había vislumbrado
el contraste de las duras líneas de su cara y la amargurade su boca.
África... Extenuado como estaba, durmió bien. No sabía si la pequeña
cruz que le había dadoel padre tuvo algo que ver con ello, pero por la
mañana se había despertado másdescansado de lo que había estado
en semanas. Anheló recorrer la plantación. La señora Sinclair no había
exagerado cuando empleó la palabra perfección. Loscampos habían
sido limpiados hasta que ninguna brizna perdida de hierba crecía
entrelas cosechas; los graneros se alzaban en apretadas hileras; los
leños estaban apiladosentre cuerdas; el huerto y el jardín de la cocina
eran exuberantes, y el pasto en el hogarde la granja era el más verde
que él había visto en los trópicos.1 Machila: parihuela, el medio
corriente de transporte en los “matorrales”.(N. del A.)
27. 27 —¿Para qué? —su mente subconsciente no dejaba de
martillearle—. ¿Por qué... y,por encima de todo, cómo? Aylett se había
dado cuenta de algo que sólo un experto habría visto. Había muypoca
mano de obra, aunque los trabajadores que andaban por ahí parecían
muyocupados. Como si adivinara sus pensamientos, la señora Sinclair
los contestó. —Mis “muchachos” trabajan —dijo con voz monocorde al
tiempo que agitó ellátigo de piel de hipopótamo que llevaba. Aylett
enarcó las cejas. —¿Métodos portugueses? —preguntó con calma,
mirando el látigo. La señora Sinclair se volvió hacia él. Por primera vez
notó el antagonismo deliberadode ella. —En absoluto; se debe al
conocimiento de cómo sacar lo mejor de un nativo, unafacultad que
veo que los funcionarios aún no han adquirido. El oficial del distrito
encajó la estocada sin inmutarse. —Touché —repuso, pero sabía que
no se había equivocado en cuanto a la mano deobra. Es extraño,
pensó, malditamente extraño... la señora Sinclair no hizo gesto de
enterarse de la concesión del punto que le habíahecho. Tenía los labios
apretados con firmeza y, al continuar, habló con frialdad: —Es sólo una
cuestión de llegar al corazón de África, ese corazón palpitante que
haydebajo de todo esto... A África no le sirven aquellos que no se
entregan con sus propiasalmas. De repente, ella se dio cuenta de lo
que estaba diciendo, pero antes de que pudieracambiar de tema,
Aylett prosiguió con la cuestión. Su voz fue como la de ella. —Muy
interesante... —dijo—, pero nosotros no animamos a los europeos,
enespecial a las mujeres europeas, a volverse “nativas”. No obstante,
la última palabra la tuvo la mujer. —¡La perspicacia de los círculos
oficiales! —murmuró. Luego miró a Aylett denuevo a la cara—. ¿Sueno
como una nativa —preguntó con voz áspera— o parezco unanativa?
Aylett apenas la escuchaba. La estaba mirando. Sus ojos contradecían
sus palabras,pues si alguna vez vio una expresión tiránica, de maligna
perversión en una carahumana, fue entonces. Empezó a entender... Se
sintió agradecido cuando la inspección terminó, y aliviado de que ella
no leofreciera la invitación formal para que permaneciera más tiempo.
A ocho kilómetros de los lindes de su territorio tenía una tienda
montada detrás deunos matorrales y raciones para dos días bajo la
sombra. Envió a su safari a marchaligera rumbo al puesto de la misión,
y lo observó hasta que se perdió de vista. Luego sesentó a la espera de
la noche. —El corazón de África... —repitió para sí mismo, pero su voz
sonó lúgubre, y susojos centellearon con fría cólera. No fue hasta que
oyó los tambores cuando Aylett retrocedió por el sendero maldefinido
en dirección a la plantación. En el borde del terreno se fundió entre las
sombrasde la arboleda y avanzó lentamente junto a los eucaliptos. Se
arrastró sin hacer ruidohasta el mismo árbol que crecía en el jardín que
había delante de la casa. Al poco rato vio a la señora Sinclair salir al
mirador. Junto a ella había un nativogigante que parecía un diablo
obsceno, un médico brujo, siniestro y grotesco, que seencontraba
desnudo a excepción de un collar de huesos humanos que colgaban y
28. 28traqueteaban sobre su enorme pecho. Manchas de arcilla blanca
y ocre rojizoembadurnaban su cara. Sólo cubierta en parte por una
magnífica piel de leopardo, la mujer blanca descendióal claro y restalló
el látigo que tenía en la mano. Sonó como un disparo de revólver.Como
si se tratara de una señal, Aylett oyó el batir de tambores cercanos.
Desde uno delos graneros se inició la procesión más grotesca que
hubiera visto jamás. Los tamborespalpitaron con malevolencia: el
breve stacatto que había precedido a la fétida niebla quecasi le había
asfixiado. Se tornaron más y más sonoros. El mensaje recorrió las
selvas,fue recibido y contestado. No cabía duda en cuanto a su
significado. Se agazapó más cuando los tambores se aproximaron, con
los ojos clavados en laescena macabra que tenía ante él. Siguiendo los
tambores, con la misma regularidad queuna columna en marcha,
avanzaban los hombres que trabajaban la perfecta plantación.Se
movían en filas de cuatro, con pies pesados y andar automático... pero
se movían. Devez en cuando el restallido de ese látigo terrible sonaba
como un disparo por encima delbatir de los tambores, y entonces
Aylett podía ver cómo ese cruel látigo cortaba la carnedesnuda, y
cómo una figura caía en silencio, para volver a levantarse y unirse a
lacolumna. En su marcha rodearon el jardín. Al acercarse, Aylett
contuvo la respiración. Tuvoque dominar cada nervio de su cuerpo
para evitar lanzar un grito. Casi como si estuvierahipnotizado, observó
las caras inexpresivas de los autómatas silenciosos, lentos... carasen
las que ni siquiera había desesperación. Sencillamente se movían a las
órdenes delimplacable látigo en dirección a sus tareas asignadas en el
campo. Encorvados yaplastados, pasaron a su lado sin emitir un
sonido. La tensión nerviosa casi quebró a Aylett. Entonces lo
comprendió... esosdesgraciados autómatas estaban muertos, y no se
les permitía morir... le vinieron a la mente las figuras de la increíble
fotografía; las palabras del padre; lamagia del vudú, reconocida como
hecho por la más grande Iglesia Cristiana de lahistoria. Los muertos... a
los que no se permitía morir... zombis, los llamaban losnativos en
susurros, allí adonde iba la maldición de Noé... y ella lo llamaba
conocerÁfrica. Un terror gélido invadió a Aylett. La larga columna
llegaba a su final. La señoraSinclair la recorría, el látigo restallando sin
piedad, la cara distorsionada por unalascivia pervertida, y el asqueroso
médico brujo asomándose maliciosamente porencima de su hombro
desnudo. Ella se detuvo junto al árbol detrás del que él
estabaagazapado. Una única figura encorvada seguía a la columna.
Con un jadeo de horrorAylett reconoció a Sinclair. Entonces el látigo se
abatió sobre esa cosa desgraciada queuna vez había muerto en sus
brazos. —¡Dios mío! —musitó Aylett con impotencia—. No es posible...
Pero supo que el vudú del médico brujo le había arrojado esa
imposibilidad a la cara.El látigo restalló de nuevo, lanzando al solitario
zombi blanco al suelo. Despacio, selevantó —sin un sonido, sin
expresión— y automáticamente siguió a la columna. Oyó,como en una
pesadilla, increíbles y espantosas obscenidades de los labios de la
mujer,burlas crueles... y el látigo restalló y mordió y desgarró, una y
otra vez. En lavanguardia de la columna los tambores seguían
palpitando. Por último, el horror pudo con él. Aylett se encontró
aferrando con desesperación ladiminuta cruz que el padre le había
dado. Con la otra mano empuñó el revólver y apuntócon fría
precisión... Disparó cuatro veces a un punto por encima de la piel de
leopardo ydos a la cara embadurnada del médico brujo... Luego se
plantó con la cruz levantadadelante del que antaño había muerto como
Sinclair.
29. 29 La figura estaba silenciosa, encorvada e inexpresiva. No hizo
señal alguna cuandoAylett se le acercó, pero cuando el crucifijo la tocó
un temblor recorrió su cuerpo. Lospárpados caídos se alzaron y los
labios se movieron. —Ya me lo ha pagado —susurraron con gratitud. El
cuerpo osciló y se desmoronó. —Polvo al polvo... —rezó Aylett. A los
pocos momentos lo único que quedaba era un escaso polvo grisáceo.
Habíapasado un año tropical, recordó Aylett con un escalofrío... Luego
dio media vuelta y,con el crucifijo en la mano, recorrió la columna...
WHITE ZOMBIE Vivian Meik Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú.
Valdemar Antologías 3 LA PALIDA ESPOSA DE TOUSSEL. W. B.
SEABROOKU n anciano y respetado caballero haitiano, cuya esposa era
de nacionalidad francesa, tenía una hermosa sobrina llamada Camille,
una joven mulata de piel clara a quien presentó y apadrinó en la
sociedad de Port—au—Prince, donde sehizo popular, y para quien
esperaba arreglar un matrimonio brillante. Sin embargo, su propia
familia era pobre; apenas se podía esperar que su tío, lo cualentendían,
le diera una dote —era un hombre próspero, pero no rico, y tenía una
familiapropia—, y el sistema francés de la dot es el que prevalece en
Haití, de modo que altiempo que los jóvenes apuestos de la élite se
apiñaban para llenar sus citas a los bailes,poco a poco se hizo evidente
que ninguno de ellos tenía intenciones serias. Al acercarse Camille a la
edad de veinte años, Matthieu Toussel, un rico cultivadorde café de
Morne Hôpital, se convirtió en su pretendiente, y después de un tiempo
lasolicitó en matrimonio. Era de piel oscura y la doblaba en edad, pero
rico, cosmopolitay bien educado. La casa principal de residencia de los
Toussel, en la falda de las colinasy que daba a Port—au—Prince, no
tenía techo de paja y paredes de barro, sino que eraun hermoso
bungalow de madera, con techo de tejas y amplias terrazas, entre un
jardínde vivas flores de fuego, palmeras y buganvillas. Allí Matthieu
Toussel habíaconstruido un camino, guardaba su coche grande y a
menudo se lo veía en los cafés yclubes de moda. Corría un antiguo
rumor de que estaba asociado de algún modo con el vudú o labrujería,
pero tales rumores son normales respecto a casi todos los haitianos
que hanadquirido poder en las montañas, y en el caso de los hombres
como Toussel rara vez setoman en serio. No pidió ninguna dote,
prometió ser generoso, tanto con ella como consu apremiada familia, y
ésta la convenció para que se casara. El plantador negro se llevó a su
pálida esposa con él de vuelta a la montaña, ydurante casi un año, eso
parece, ella no fue infeliz, o, por lo menos, no dio muestras deello. Aún
bajaban a Port—au—Prince, y asistían de manera esporádica a las
soirées delos clubes. Toussel le permitió visitar a su familia siempre
que lo deseó, le prestó dineroa su padre y arregló todo para enviar a su
hermano menor a un colegio en Francia. Pero poco a poco su familia, y
también sus amigos, comenzaron a sospechar que notodo marchaba
tan felizmente como parecía allá arriba. Empezaron a darse cuenta
deque ella se mostraba nerviosa en presencia de su marido, que daba
la impresión de quehabía adquirido un vago y creciente temor de él. Se
preguntaron si Toussel la estaba
30. 30maltratando o descuidándola. La madre intentó conseguir las
confidencias de su hija, yla muchacha gradualmente le abrió el
corazón. No, su marido jamás la había maltratado,jamás le había
dirigido una palabra brusca; siempre era amable y considerado,
perohabía noches en las que parecía extrañamente preocupado, y en
tales noches ensillaba sucaballo y cabalgaba rumbo a las colinas, a
veces sin regresar hasta después de quehubiera amanecido, momento
en el que se mostraba aún más extraño y más perdido ensus propios
pensamientos que la noche anterior. Y había algo en el modo en que a
vecesse sentaba y la miraba que la hacía sentir que ella estaba, de
algún modo, relacionadacon esos pensamientos secretos. Le tenía
miedo a los pensamientos y le temía a él. Demodo intuitivo sabía,
como lo saben las mujeres, que en sus excursiones nocturnas no
sehallaba involucrada ninguna otra mujer. No estaba celosa. Se
encontraba poseída por unmiedo irracional. Una mañana, cuando
pensaba que él se había pasado toda la noche enlas colinas, mirando
por casualidad por la ventana, así se lo contó a su madre, le habíavisto
salir por la puerta de una construcción baja que había en su gran
jardín, apartadade los otros bloques, y que él le había dicho que era su
despacho, donde guardaba lacontabilidad, los papeles de negocios, y
donde la puerta siempre estaba cerrada conllave. —Entonces —
comentó la madre, aliviada y tranquila—, ¿a qué se debe todo esto?
Con toda probabilidad, esos pensamientos secretos suyos se deben a
problemas denegocios... a alguna mezcla de café que está preparando
y que, quizá, no va muy bien,así que se queda despierto toda la noche
en su despacho meditando y calculando, o semarcha a caballo para ir a
reunirse y consultar con otros. Los hombres son así. El asuntose explica
por sí solo. Lo demás no es más que tu imaginación nerviosa. Y ésta
fue la última conversación racional que mantuvieron madre e hija. Lo
quesucedió posteriormente allá arriba en la noche fatal del primer
aniversario de bodas loentresacaron de los intervalos medio lúcidos de
una criatura aterrorizada, temerosa ehistérica, que finalmente se
volvió loca de remate. No obstante, los acontecimientos porlos que
tuvo que pasar se le quedaron grabados de forma indeleble en la
cabeza; hubotempranos períodos en los que parecía bastante cuerda, y
la secuencia de la tragedia sepudo deducir poco a poco. La noche de
su primer aniversario Toussel había partido a caballo, diciéndole que
nolo esperara, y ella había supuesto que en su preocupación se había
olvidado de la fecha,lo cual le dolió y la hizo guardar silencio. Se fue a
la cama pronto y, por último, sequedó dormida. Cerca de la
medianoche su marido la despertó; estaba de pie junto a la cama
ysostenía una lámpara. Debía de haber vuelto hacía cierto tiempo,
pues ahora se lo veíavestido de etiqueta. —Ponte el vestido que usaste
en la boda y arréglate —dijo—, vamos a ir a una fiesta.—Ella estaba
somnolienta y aturdida, pero inocentemente complacida, imaginando
queun tardío recuerdo de la fecha le había hecho prepararle una
sorpresa. Supuso que la ibaa llevar a cenar y a bailar al club, donde la
gente a menudo aparecía bastante después dela medianoche—.
Tómate tu tiempo —añadió él—, y ponte tan hermosa como
puedas...no hay prisa. Una hora más tarde, cuando se reunió con él en
la terraza, preguntó: —Pero, ¿dónde está el coche? —No, —repuso él—,
la fiesta se va a celebrar aquí. Y ella notó que había luz en la cabaña,
su “oficina”, en el otro extremo del jardín. Nole dio tiempo para
interrogarlo o protestar. La cogió del brazo, la condujo por el
oscurojardín y abrió la puerta. La oficina, si alguna vez había sido tal
cosa, se habíatransformado en un comedor, iluminado por una luz
difusa procedente de las velas altas.
31. 31Había una mesa antigua con un buffet, sobre la que colgaba un
espejo, y donde habíaplatos de carnes frías y ensaladas, botellas de
vino y frascas de ron. En el centro de la estancia estaba puesta una
elegante mesa con un mantel dedamasco, flores y reluciente plata.
Cuatro hombres, también con trajes de etiqueta, peroque les sentaban
mal, ya se hallaban sentados a la mesa. Había dos sillas vacías en
losextremos. Los hombres sentados no se levantaron cuando la joven
enfundada en suvestido de boda entró del brazo de su marido. Se
sentaban encorvados y ni siquieragiraron las cabezas para saludarla.
Delante tenían copas de vino llenas a medias, y pensóque ya estaban
borrachos. Mientras Camille se sentaba con movimiento mecánico en
la silla a la que la condujoToussel, ocupando él mismo la que estaba
enfrente, con los cuatro invitados situadosentre ellos, dos a cada lado,
de una forma antinaturalmente tensa, aumentando dichatensión a
medida que hablaba, dijo: —Te pido... que perdones la aparente
rudeza... de mis invitados. Ha pasado muchotiempo... desde... que...
probaran el vino... y se sentaran así a una mesa... con... unaanfitriona
tan hermosa... Pero, eh, ahora... beberán contigo, sí... alzarán... sus
brazos,como yo alzo el mío... brindarán contigo... más... se levantarán
y... bailarán contigo...más... harán... Cerca de ella, los dedos negros de
un silencioso invitado estaban cerrados con rigidezen torno al frágil pie
de una copa de vino, ladeada, derramándose. El horror acumuladoen
Camille se desbordó. Cogió una vela, la aproximó a la cara macilenta y
caída, y vioque el hombre estaba muerto. Se encontraba sentada a la
mesa de un banquete concuatro muertos apuntalados. Sin aliento
durante un instante, luego gritando, se puso en pie de un salto y
saliócorriendo. Toussel llegó a la puerta demasiado tarde para frenarla.
Era pesado y ladoblaba en edad. Ella corrió gritando aún a través del
jardín oscuro, un destello blancoentre los árboles, y atravesó el portón.
La juventud y el absoluto terror le prestaron alasa sus pies, y escapó...
Una procesión de mujeres madrugadoras del mercado, con sus cestos
llenos cargadosen burros, que bajaba por la falda de la montaña al
amanecer, la encontró allí abajo sinsentido. Su vaporoso vestido estaba
roto y desgarrado, sus pequeños zapatos de saténblanco
deshilachados y sucios, uno de los tacones arrancado allí donde
tropezó con unaraíz y cayó. Le mojaron la cara para revivirla, la
subieron a un burro y caminaron a su lado,sosteniéndola. Sólo estaba
medio consciente, incoherente, y las mujeres comenzaron adiscutir
entre sí, tal como lo hacen las campesinas. Algunas creyeron que se
trataba deuna dama francesa que había sido tirada o se había caído de
un coche; otras que setrataba de una Dominicaine, que había sido
sinónimo en el dialecto criollo desde losprimeros días coloniales de
“prostituta de lujo”. Ninguna la reconoció como MadameToussel; quizá
ninguna de ellas la había visto jamás. Estaban discutiendo si dejarla en
elhospital de las Hermanas Católicas en las afueras de la ciudad, en
cuya dirección iban, osi sería más seguro —para ellas— llevarla
directamente al cuartel de la policía y contarla historia. Su sonora
discusión pareció despertarla; dio la impresión de haberrecuperado en
parte los sentidos y comprender lo que hablaban. Les dijo cómo
sellamaba, el nombre de soltera, y les rogó que la llevaran a casa de su
padre. Una vez allí, habiéndola metido en la cama y llamado a los
médicos, la familia fuecapaz de conseguir por el farfulleo histérico de la
joven una comprensión parcial de loque había sucedido. Ese mismo día
subieron a ver a Toussel... a registrar la casa. PeroToussel se había ido,
y todos los sirvientes habían desaparecido salvo un anciano, quiendijo
que Toussel se hallaba en Santo Domingo. Entraron en la así llamada
oficina y
32. 32encontraron aún la mesa puesta para seis personas, el vino
sobre el mantel, una botellavolcada, las sillas tiradas, los platos de
comida todavía intactos sobre la mesilla, peroaparte de eso no
descubrieron nada. Toussel jamás regresó a Haití. Se dice que ahora
está viviendo en Cuba. Lainvestigación criminal era inútil. ¿Qué
esperanza razonable podían haber tenido decondenarlo basándose en
las pruebas que no se sustentaban solas de una esposa demente
desequilibrada? Y en ese punto, tal como me fue relatada, la historia se
acababa con un encogimientode hombros, quedando en un misterio
inconcluso. ¿Qué había estado planeando ese Toussel... qué siniestra,
quizá criminal necromanciaen la que su esposa iba a ser la víctima o el
instrumento? ¿Qué habría ocurrido si ella nohubiera escapado?
Formulé estas preguntas, pero no tuve ninguna explicación
convincente o incluso unateoría en respuesta. Hay historias de
abominaciones más bien horrendas, impublicables,practicadas por
algunos brujos que afirman levantar a los muertos, pero hasta donde
yosé, sólo se trata de historias. Y en cuanto a lo que de verdad sucedió
aquella noche, lacredibilidad depende de la prueba aportada por una
muchacha demente. Entonces, ¿qué queda? Lo que queda se puede
exponer con unas pocas palabras: Matthieu Toussel preparó una cena
de aniversario de boda para su esposa en la quese dispusieron seis
platos, y cuando ella miró las caras de los otros cuatro invitados,
sevolvió loca. LA PÁLIDA ESPOSA DE TOUSSEL W. B. Seabrook Trad.
Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 MADRE DE
SERPIENTES ROBERT BLOCHE l vuduísmo es algo muy raro. Hace
cuarenta años era un tema desconocido, salvo en ciertos círculos
esotéricos. En la actualidad existe una sorprendente cantidad de
información al respecto debido a la investigación... y una
sorprendentecantidad de información errónea. Recientes libros
populares sobre el tema son, en su mayor parte, fantasías
puramenterománticas, elaboradas con las incompletas teorizaciones de
los ignorantes. Sin embargo, quizá esto sea lo mejor. Pues la verdad
sobre el vudú es tal que aningún escritor le interesaría o se atrevería a
imprimirla. Parte de ella es peor que susmás descabelladas fantasías.
Yo mismo he visto algunas cosas de las que no quierodiscutir. Además,
sería inútil contárselo a la gente, pues no me creería. Y una vez
másquizá sea lo mejor. El conocimiento puede ser mil veces más
aterrador que laignorancia. No obstante, yo lo sé porque he vivido en
Haití, la isla oscura. He aprendido muchopor las leyendas, he tropezado
con muchas cosas por accidente, y casi todo miconocimiento proviene
de la única fuente de verdad auténtica: las declaraciones de losnegros.
Por lo general, esos viejos nativos del país de la colina negra no son
gente
33. 33habladora. Hizo falta paciencia y un trato prolongado con ellos
antes de que se abrierany me contaran sus secretos. Ésa es la razón
por la que muchos de los libros de viaje son tan palpablementefalsos...
ningún escritor que permanece en Haití durante seis meses o un año
podríaganarse la confianza de aquellos que conocen los hechos. Hay
tan pocos que en realidadlos conocen... tan pocos que no tienen miedo
de relatarlos. Pero yo los he descubierto. Dejad que os hable de los
viejos días; los viejos tiemposen que Haití se levantó en un imperio
transportado en una ola de sangre.Fue hace muchos años, poco
después de que los esclavos se hubieran rebelado.Toussaint
l’Ouverture, Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus
amosfranceses, los liberaron después de sublevaciones y masacres y
establecieron un reinobasado en una crueldad más fantástica que el
despotismo que imperaba antes. Por entonces no había negros felices
en Haití. Habían conocido demasiado la torturay la muerte; la vida
despreocupada de sus vecinos de las Indias Occidentales era
porcompleto ajena a estos esclavos y descendientes de esclavos.
Floreció una extrañacombinación de razas: salvajes hombres tribales
de Ashanti, Dambalalah y la costa deGuinea; caribeños hoscos;
vástagos morenos de franceses renegados; mezclas bastardasde
sangre española, negra e india. Mestizos y mulatos taimados y
traicionerosgobernaban la costa, pero había moradores aún peores en
las colinas de allende. Había selvas en Haití, junglas impenetrables,
bosques rodeados de montañas einfestados de ciénagas llenas de
insectos venenosos y fiebres pestilentes. Los hombresblancos no se
atrevían a entrar allí, pues eran peores que la muerte. Plantas
chupadorasde sangre, reptiles venenosos y orquídeas enfermas
atiborraban los bosques, queescondían horrores que África jamás había
conocido. Pues es en aquellas colinas donde floreció el vudú verdadero.
Se dice que allí vivíanhombres, descendientes de los esclavos fugados,
y facciones proscritas que habían sidoexpulsados de la isla. Rumores
furtivos hablaban de pueblos aislados que practicaban elcanibalismo,
mezclado con oscuros ritos religiosos más terribles y pervertidos
quecualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo. La necrofilia, la
adoración fálica, laantropomancia y versiones distorsionadas de la Misa
Negra eran corrientes. La sombrade Obeah estaba por todas partes. El
sacrificio humano era común, las ofrendas degallos y cabras cosas
aceptadas. Había orgías alrededor de los altares vudú, y se
bebíasangre en honor de Barón Samedi y los otros dioses negros
traídos desde tierrasantiguas. Todo el mundo lo sabía. Cada noche los
tambores rada resonaban desde las colinas,y los fuegos centelleaban
por encima de los bosques. Muchos papalois y hechicerosconocidos
residían en el linde mismo de la costa, pero jamás se los molestó. Casi
todoslos negros “civilizados” aún creían en los hechizos y los filtros;
incluso los que iban a laiglesia se entregaban a los talismanes y
encantamientos en tiempos de necesidad. Losasí llamados negros
“educados” de la sociedad de Port—au—Prince eran
abiertamenteemisarios de las tribus bárbaras del interior, y a pesar de
la muestra exterior decivilización, los sangrientos sacerdotes todavía
gobernaban detrás del trono. Desde luego había escándalos,
desapariciones misteriosas y protestas esporádicas delos ciudadanos
emancipados. Pero no era sabio meterse con aquellos que se
inclinabanante la Madre Negra, o provocar la ira de los terribles
ancianos que moraban a lasombra de la Serpiente. Ése era el rango de
la hechicería cuando Haití se convirtió en una república. La gentea
menudo se pregunta por qué existe aún la magia hoy en día; quizá sea
más secreta,
34. 34pero todavía sobrevive. Se pregunta por qué los espantosos
zombis no son destruidos, ypor qué el gobierno no ha intervenido para
erradicar los demoníacos cultos de sangreque aún acechan en la
penumbra de la jungla. Tal vez esta historia proporcione una
respuesta: este cuento secreto y antiguo de lanueva república. Los
funcionarios, al recordar el relato, todavía tienen miedo a
interferirdemasiado, y las leyes que han sido promulgadas se hacen
cumplir con poca fuerza. Porque el Culto de la Serpiente de Obeah
jamás morirá en Haití... en Haití, esa islafantástica cuya sinuosa costa
se parece a las fauces abiertas de una monstruosaserpiente.Uno de los
primeros presidentes de Haití era un hombre culto. Aunque nacido en
la isla,fue educado en Francia, y cursó extensos estudios durante su
estancia en el extranjero.En su acceso al cargo más alto de la tierra se
le vio como un cosmopolita ilustrado ysofisticado del tipo moderno. Por
supuesto que aún le gustaba quitarse los zapatos en laintimidad de su
despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos en capacidad
oficial.No me malinterpretéis, el hombre no era un Emperador Jones;
sencillamente, era uncaballero de ébano instruido cuya natural
barbarie en ocasiones atravesaba su lustre decivilización. De hecho,
era un hombre muy astuto, Tenía que serlo con el fin de llegar a
presidenteen aquellos tempranos días; sólo los hombres
extremadamente astutos alcanzaronalguna vez ese rango. Quizá os
ayude un poco que os diga que en aquellos tiempos eltérmino “astuto”
era para un haitiano educado sinónimo de “deshonesto”. Por lo
tanto,resulta fácil darse cuenta del carácter que tenía el presidente
cuando se sabe que se loconsideraba uno de los políticos de más éxito
que jamás haya dado la república. En su corto reinado pocos enemigos
se le opusieron; y aquellos que trabajaban contraél por lo general
desaparecían. El hombre, alto y negro como el carbón, con
laconformación física de cráneo de un gorila albergaba un cerebro
notablemente capazbajo su frente prominente. Su habilidad era
fenomenal. Tenía una perspicacia para las finanzas que le
beneficiómucho; es decir, le benefició tanto en su vida oficial como
personal. Siempre queconsideraba necesario subir los impuestos,
también incrementaba el ejército y loenviaba a escoltar a los
recaudadores. Sus tratados con los países extranjeros eran
obrasmaestras de ilegalidad legal. Este Maquiavelo negro sabía que
debía trabajar deprisa, yaque los presidentes tenían una manera
peculiar de morir en Haití. Parecíanparticularmente sensibles a la
enfermedad... “envenenamiento por plomo”, comopodrían decir
nuestros modernos amigos gángsters. Así que el presidente actuó
deprisaen verdad, y realizó un trabajo magistral. Realmente fue
notable, a la vista de su pasado humilde. Pues la suya fue una saga
deéxito al estilo del buen Horatio Alger. No conoció a su padre. Su
madre era una bruja enlas colinas, y aunque bastante famosa, había
sido muy pobre. El presidente había nacidoen una cabaña de madera;
todo un entorno clásico para una futura y distinguida carrera.Sus
primeros años habían sido plácidos, hasta que a los trece años lo
adoptó unbenevolente ministro protestante. Durante un año vivió con
ese hombre amable,realizando las tareas de un criado en la casa. De
repente, el pobre ministro murió a causade un oscuro mal; fue de lo
más lamentable, pues había sido bastante rico y su dineroaliviaba gran
parte del sufrimiento de esa zona en particular. En cualquier caso, ese
ricoministro murió, y el hijo de la pobre bruja partió a Francia para
recibir una educaciónuniversitaria.
35. 35 En cuanto a ella, se compró una mula nueva y no dijo nada. Su
habilidad con lashierbas le había proporcionado a su hijo una
posibilidad en el mundo, y estabasatisfecha. Pasaron ocho años antes
de que el muchacho regresara. Había cambiado muchodesde su
partida; prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos de piel
clara dePort—au—Prince. Se sabe que también le prestaba poca
atención a su anciana madre.Su melindrez recién adquirida le hacía ser
dolorosamente consciente de la ignorantesimpleza de la mujer.
Además, era ambicioso, y no le interesaba publicitar su relacióncon
una bruja tan famosa. Porque ella era bastante famosa a su manera.
De dónde había venido y cuál era suhistoria original, nadie lo sabía.
Pero durante muchos años su cabaña en las montañashabía sido el
punto de encuentro de adoradores extraños e incluso de emisarios
extraños.Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su sombrío
altar de las colinas, y ungrupo furtivo de acólitos residía allí con ella.
Sus fuegos rituales siempre brillaban enlas noches sin luna, y se
entregaban bueyes en bautismos sangrientos al Reptil de
laMedianoche. Pues era una Sacerdotisa de la Serpiente. Ya sabéis, el
Dios—Serpiente es la deidad real de los cultos a Obeah. Los
negrosadoraban a la Serpiente en Dahomey y Senegal desde tiempos
inmemoriales. Veneran alos reptiles de forma peculiar, y existe cierto
vínculo oscuro entre la serpiente y la lunacreciente. ¿Curiosa, verdad,
esa superstición de la serpiente? El Jardín del Edén tuvo asu tentador,
ya sabéis, y la Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes.
Losegipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes tenían un dios
cobra. Da laimpresión de estar generalizado por todo el mundo ese
odio y adoración por lasserpientes. Siempre parecen ser reverenciadas
como criaturas del mal. Los indiosamericanos creían en Yig, y los mitos
aztecas siguen el modelo. Y, por supuesto, lasdanzas ceremoniales de
los Hopi son del mismo orden. Pero las leyendas de la Serpiente
Africana son especialmente terribles, y lasadaptaciones haitianas de
los ritos sacrificales son peores.En la época de la que hablo se creía
que algunos de los grupos vudú criaban en realidadserpientes;
pasaban a los reptiles de contrabando desde Costa de Marfil para
usarlos ensus prácticas secretas. Había rumores de pitones de unos
seis metros que se tragabanbebés que les eran ofrecidos en los Altares
Negros, y de envíos de serpientes venenosasque mataban a los
enemigos de los maestros del vudú. Es un hecho conocido que
unpeculiar culto que adoraba a los gorilas había introducido
furtivamente en el país a unossimios antropoides; por lo que las
leyendas de la serpiente podrían haber sidoigualmente verdad. Sea
como fuere, la madre del presidente era una sacerdotisa, y tan famosa,
a sumanera, como su distinguido hijo. Él, justo después de su regreso,
había ascendido pocoa poco al poder. Primero había sido recaudador
de impuestos, luego tesorero, y porúltimo presidente. Varios de sus
rivales murieron, y aquellos que se le opusieron notardaron en
descubrir que era oportuno eliminar su odio; pues aún era un salvaje
decorazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus enemigos. Se
rumoreaba que habíaconstruido una cámara de torturas secreta bajo el
palacio, y que sus instrumentosestaban oxidados, aunque no por el
desuso. El abismo entre el joven estadista y su madre comenzó a
ensancharse justo antes desu subida al poder presidencial. La causa
inmediata fue su matrimonio con la hija de unrico plantador mulato de
piel clara de la costa. No sólo la anciana se vio humilladaporque su hijo
contaminó la estirpe familiar (ella era negra pura, y descendiente de
un
36. 36rey—esclavo de Nigeria), sino que se mostró más indignada
debido a que no fueinvitada a la boda. Se celebró en Port—au—Prince.
Los cónsules extranjeros asistieron, y la crema de lasociedad haitiana
estuvo presente. La hermosa novia había sido educada en un
conventoy sus antecedentes se consideraban en la más alta estima.
Sabiamente, el novio no sedignó a profanar la celebración nupcial
incluyendo a su desagradable madre. Sin embargo, ella fue y observó
la celebración desde la puerta de la cocina. Y estuvobien que no
revelara su presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su hijo,
sinotambién a unos cuantos más... dignatarios que a veces la
consultaban de manera nooficial. Lo que vio de su hijo y de su
prometida no fue agradable. El hombre era ahora undandy afectado, y
su esposa una coqueta tonta. La atmósfera de pompa y ostentación
nola impresionó; detrás de sus máscaras festivas de educada
sofisticación, sabía que lamayoría de los presentes eran negros
supersticiosos que habrían ido corriendo a verla enbusca de
encantamientos o consejos oraculares en cuanto tuvieran problemas.
Noobstante, no hizo nada; sólo sonrió con amargura y volvió a casa
cojeando. Después detodo, todavía amaba a su hijo. Sin embargo, la
siguiente afrenta no pudo pasarla por alto. Fue en la toma del cargode
nuevo presidente. Tampoco a ese acontecimiento se la invitó, pero ella
fue. Y en estaocasión no se quedó en las sombras. Después de que el
juramento de posesión fuerarecitado, marchó con decisión ante la
presencia del nuevo gobernante de Haití y loabordó delante de los
mismos ojos del cónsul de Alemania. Era una figura grotesca: unavieja
pequeña y fea que apenas medía un metro y medio, negra, descalza y
vestida conharapos. Naturalmente, el hijo ignoró su presencia. La bruja
marchita se pasó la lengua porsus encías desdentadas en terrible
silencio. Luego, con tranquilidad, comenzó amaldecirlo... no en francés,
sino en el dialecto nativo de las colinas. Invocó la ira de sussangrientos
dioses sobre su cabeza desagradecida, y le amenazó tanto a él como a
suesposa con venganza por su relamida ingratitud. Los invitados
quedaronconmocionados. También el nuevo presidente. No obstante,
no perdió la compostura. Con calmallamó con un gesto a los guardias,
quienes se llevaron a la ahora histérica bruja. Trataríacon ella después.
La noche siguiente, cuando consideró adecuado bajar a la mazmorra a
razonar con sumadre, ella no estaba. Había desaparecido, le dijeron los
guardias, moviendo los ojosmisteriosamente. Hizo que fusilaran al
carcelero y regresó a sus aposentos oficiales. Estaba un poco
preocupado respecto a la maldición. Veréis, él sabía de lo que eracapaz
la mujer. Tampoco le gustaron las amenazas que profirió contra su
mujer. Al díasiguiente hizo que le fabricaran unas balas de plata, igual
que el Rey Henry en los viejosdías. También compró un encantamiento
ouanga de un hechicero que conocía. La magialucharía contra la
magia. Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños; una serpiente
de ojos verdes que lesusurró a la manera de los hombres y le siseó con
aguda y burlona risa cuando él lagolpeó en su sueño. Por la mañana
había un olor reptilesco en su dormitorio, y unlégamo nauseabundo
sobre su almohada que emitía un olor similar. Y el presidente supoque
sólo su encantamiento le había salvado. Aquella tarde su esposa echó
en falta uno de sus vestidos parisinos, y el presidenteinterrogó a los
sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió algunos hechos que no
seatrevió a contarle a su mujer, y a partir de ese momento dio la
impresión de estar muytriste. Ya había visto trabajar a su madre con
figuras de cera antes: pequeños maniquíes
37. 37que se parecían a hombres y mujeres, vestidos con partes de sus
prendas robadas. Aveces les clavaba agujas o los asaba sobre un fuego
bajo. Siempre las personas realesenfermaban y morían. Ese
conocimiento hizo al presidente bastante desdichado, yestuvo más
preocupado cuando regresaron unos mensajeros y le dijeron que su
madrehabía desaparecido de su vieja cabaña en las colinas. Tres días
después su esposa murió de una herida dolorosa en el costado que
losmédicos no pudieron explicar. Estuvo en agonía hasta el final, y
justo antes de morir serumoreó que su cuerpo se puso azul y se hinchó
hasta el doble de su tamaño normal.Sus rasgos estaban carcomidos
como con lepra, y sus extremidades dilatadas se parecíana las de una
víctima de elefantiasis. En Haití hay horribles enfermedades
tropicales,pero ninguna mata en tres días... Después de eso, el
presidente enloqueció. Como Cotton—Matters antaño, inició una
cruzada de caza de brujas. Se envió a lossoldados y a la policía a
peinar todo el campo. Los espías fueron a los cobertizos de lascimas de
las montañas, y las patrullas armadas se agazaparon en campos
lejanos dondetrabajan los hombres—muertos vivientes, con sus
vidriosos ojos mirandoincesantemente a la luna. Se interrogó a las
mamalois sobre los fuegos, y se asó a losposeedores de libros
prohibidos sobre llamas alimentadas con esos mismos volúmenesque
guardaban. Los sabuesos ladraron en las colinas, y los sacerdotes
murieron en losaltares donde solían realizar sacrificios. Sólo se había
dado una orden especial: la madredel presidente debía ser capturada
con vida y sin recibir daño alguno. Mientras tanto, él permaneció
sentado en palacio con las brasas de la lenta locura ensus ojos: brasas
que ardieron con llama demoníaca cuando los guardias trajeron a
labruja marchita, a quien habían capturado cerca de aquella terrible
arboleda de ídolos quehay en la ciénaga. La llevaron abajo, aunque se
debatió y arañó como un gato salvaje, y luego losguardias se fueron y
dejaron a su hijo a solas con ella. Solo, en la cámara de torturas,con
una madre que le maldijo desde el potro. Solo, con un fuego frenético
en los ojos, yun gran cuchillo de plata en la mano... El presidente pasó
muchas horas en su cámara de torturas secreta durante lossiguientes
días. Rara vez se lo vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron
órdenes deque no debía molestársele. Al cuarto día subió por la
escalera oculta por última vez, y latitilante locura de sus ojos se había
desvanecido. Qué sucedió en la mazmorra subterránea jamás se sabrá
con certeza. Sin duda es lomejor. El presidente era un salvaje de
corazón, y para el bárbaro la prolongación deldolor siempre aporta
éxtasis... Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su hijo con
la Maldición de laSerpiente en su último aliento, y ésa es la maldición
más terrible de todas. Se puede obtener cierta idea de lo que pasó
conociendo la venganza del presidente,ya que tenía un sentido del
humor lúgubre y la noción de la retribución de un salvaje. Suesposa
había sido asesinada por su madre, quien creó una imagen de cera de
ella. Éldecidió hacer lo que sería exquisitamente apropiado. Cuando
subió por la escalera aquella última vez, sus sirvientes vieron que
llevabacon él una vela grande, hecha de grasa de cadáver. Y como
nadie vio nunca más elcuerpo de su madre, hubo conjeturas curiosas
respecto a cómo había conseguido lagrasa de cadáver. Pero también la
mente del presidente se inclinaba hacia las bromasmacabras... El resto
de la historia es muy sencilla. El presidente fue directamente a su
despachoen el palacio, donde depositó la vela sobre su escritorio.
Había descuidado el trabajo enlos últimos días, y tenía muchos asuntos
oficiales que atender. Permaneció sentado en
38. 38silencio un rato, mirando la vela con una sonrisa curiosa y
satisfecha. Luego ordenó quele llevaran los documentos y anunció que
se ocuparía de ellos de inmediato. Trabajó toda la noche, con dos
guardias estacionados en el exterior junto a la puerta.Sentado a su
mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela... esa vela hecha con
grasa decadáver. Era evidente que la maldición lanzada por su madre
al morir no le molestaba enabsoluto. Una vez satisfecho, su ansia de
sangre saciada descartó toda posibilidad devenganza. Ni siquiera era lo
suficientemente supersticioso como para creer que la brujapudiera
volver de la tumba. Permaneció bastante tranquilo allí sentado, todo
uncaballero civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre el
cuarto en penumbra,pero él no lo notó... hasta que fue demasiado
tarde. Entonces, alzó la vista... para ver lavela de grasa de cadáver
retorcerse hasta adquirir una vida monstruosa. La maldición de su
madre... ¡La vela —la vela hecha con grasa de cadáver— estaba viva!
Era una cosa sinuosa, yque se retorcía, moviéndose en su candelabro
con un propósito siniestro. El extremo de la llama pareció brillar con
intensidad y adquirir un súbito y terribleparecido. El presidente,
sorprendido, vio la cara ígnea de su madre; una cara diminuta
yarrugada de fuego, con un cuerpo de grasa de cadáver que se lanzó
hacia el hombre conespantosa facilidad. La vela se estiraba como si
estuviera derritiéndose; se estiraba yextendía hacia él de un modo
terrible. El presidente de Haití aulló, pero era demasiado tarde. La
resplandeciente llama delextremo se apagó, quebrando el hechizo
hipnótico que mantenía en trance al hombre. Yen ese momento la vela
saltó, mientras la habitación desaparecía en la temida oscuridad.Era
una oscuridad horrible, llena de gemidos y el sonido de un cuerpo
debatiéndose quese hizo cada vez más y más débil... Estaba inmóvil
cuando los guardias entraron y encendieron las luces de nuevo.Sabían
lo de la vela de grasa de cadáver y la maldición de la madre—bruja.
Ésa es larazón por la que fueron los primeros en anunciar la muerte del
presidente; los primerosen meterle una bala en la nuca y afirmar que
se había suicidado. Le contaron la historia al sucesor del presidente, y
éste dio órdenes de que seabandonara la cruzada contra el vudú. Era
mejor así, pues el nuevo gobernante nodeseaba morir. Los guardias le
explicaron por qué le habían disparado al presidente ydicho que había
sido suicidio, y su sucesor no quiso arriesgarse a caer en la Maldiciónde
la Serpiente. Pues el presidente de Haití había sido estrangulado por la
vela de grasa del cadáverde su madre... una vela de grasa de cadáver
que estaba enroscada alrededor de sucuello como una serpiente
gigantesca. MOTHER OF SERPENTS Robert Bloch, 1964 Trad. Elías
Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 YO ANDUVE CON UN
ZOMBI INEZ WALLACE
39. 39H aití, esa oscura y misteriosa isla, en la que han surgido figuras
tan increíbles como Christophe —el Napoleón negro—, de fama
mundial; donde los ritos del vudú unen al hombre con lo sobrenatural
de tal forma que escapa alentendimiento... Haití nos ofrece aún otro
fenómeno que confunde a los grandespensadores y científicos de
nuestros días. Cuando visité la isla por primera vez y escuché las
historias que voy a relatar, menegué a creerlas. No culparé a nadie por
dudar al término de este relato. Pero hoy en día, expresadofríamente
en los libros de leyes de la República, se reconoce oficialmente la
existenciade una práctica de magia metafísica, posiblemente la más
repugnante que se puedaimaginar. El artículo 249 del Código Penal de
Haití, establece lo siguiente: “Se calificará deintento de asesinato el
empleo de sustancias químicas contra cualquier persona a la que,sin
causarle la muerte, se le produzca un coma letárgico más o menos
profundo. Si,después de haberle administrado tales sustancias, la
persona fuera enterrada, el hechoserá considerado asesinato, sin
tenerse en cuenta el resultado que se derive de ello”. Sencillamente:
es asesinato enterrar a una persona como si estuviera muerta,
yposteriormente sacar su cuerpo para que viva otra vez (al margen de
cualquierresultado). Y se promulgó esta ley porque se ha comprobado
una y otra vez que las artesmisteriosas de la población negra de Haití
han conseguido que los muertos salgan de sustumbas y lleven una
existencia de esclavos sin alma, moviéndose como cuerpos
sininteligencia individual. Estos cadáveres vivientes son llamados
zombis. No son espíritus o fantasmas espectrales, sino cuerpos de
carne y hueso que hanmuerto, pero se mueven todavía, andan,
trabajan y, algunas veces, hasta hablan. El gobierno prefiere decir que
se trata de gente drogada, enterrada y desenterrada.Pero pasa el
tiempo y no queda más remedio que admitir la existencia de los
zombiscomo una realidad. Cuando oí hablar de ellos por primera vez,
cada palabra que escuchaba meprovocaba una sonrisa de incredulidad.
Después he llegado a considerar la misteriosaleyenda de los zombis
(los muertos sacados de sus tumbas y obligados a trabajar paralos
vivos) como algo más que una leyenda. Creo —porque lo he sabido a
través de fuentes incuestionables— que han ocurridoestas cosas y que
siguen ocurriendo hoy día, a no muchas millas de
nuestrossupercivilizados Estados Unidos, en la mágica y misteriosa isla
de Haití. He escuchadofantásticos relatos de hombres y mujeres
blancos, de cuya palabra no puedo dudar, y heleído aún más en cierto
libro sobre los zombis. ¿Qué poder psíquico hace posible que estos
cuerpos muertos se muevan, actúen,caminen y bailen como si
estuvieran vivos? Y, ¿qué superpoder puede hacer incluso quehablen
en algunas ocasiones? Desde la misteriosa isla de Haití llegan muchas
otras historias de lo oculto, místicosrelatos sobre vudú, magia negra,
hechizos, maldiciones y magnetismo animal. En los oscuros anales de
esta misteriosa isla aparecen extraños ritos vudú, y el cultoal negro
macho cabrío y a la blanca cabra florece hasta en las ciudades más
populosasde Haití. El vuduísmo está prohibido por la ley, pero incluso
los emperadores negros dela isla lo han practicado y temido. Pero el
fenómeno que los nativos temen en mayor grado (y no sólo los
ignorantesnativos corrientes, sino negros cultivados e incluso doctores
del vudú, que creen sertodopoderosos) es el terrorífico zombi.
40. 40 Porque el zombi y la magia sobrenatural que en él subyace,
están más allá aún delentendimiento de los doctores del vudú, con
todos sus negros ritos. Y este miedo supersticioso al zombi y todo
cuanto se relaciona con estas personasmuertas está plenamente
justificado. Los haitianos mantienen que actualmente hay zombis
trabajando en los campos decaña, alrededor de las solitarias
mansiones de la isla, y algunos dicen que estosmisteriosos
trabajadores muertos existen también en las ciudades más pobladas.
Unopuede reconocerlos porque, excepto en raras circunstancias, nunca
hablan y siempremiran al frente fijamente. Si no se está seguro,
podemos cerciorarnos ofreciendo alsospechoso algo de comida salada,
“porque el zombi no puede probar la sal”, einmediatamente sabrá que
está muerto, haciendo regresar su cuerpo viviente a la tumba,no
importa dónde esté ésta, ¡y nadie podrá detenerlo! No hace muchos
años, cerca del famoso Port—au—Prince, ocurrió un incidente
queinmediatamente me recordó a los zombis. Un hombre blanco, que
estaba pasando unamala racha y había llegado a Haití con el nombre
de George MacDonough, se enamoróde una joven nativa de color,
finalizando su amor por ella cuando una muchacha blancase enamoró
a su vez de él. Así fue como abandonó a Gramercie por Dorothy Wilson,
yse casó con ella. Pero no había terminado aún con Gramercie, cuyos
feroces y primitivos celosresultaron algo que era mejor evitar. No
llevaba aún un año de casado, cuando su jovenesposa cayó
misteriosamente enferma y murió. Dos noches después de su entierro
sedescubrió que su tumba había sido removida, pero no de una forma
tan evidente comopara justificar una investigación. Seis meses
después, una misteriosa historia comenzó a propagarse por Port—au—
Prince. Se decía que en las horripilantes y mágicas laderas de Morne—
au—Diable,próximas a la frontera dominicana, había un grupo de
esclavos formado por zombis. Elrumor corrió y corrió, y de pronto un
nuevo misterio se unió a aquella historia, cuandose supo que había una
mujer blanca trabajando en el campo de caña. GeorgeMacDonough oyó
la historia, al igual que otros muchos colonos americanos. Como sus
compañeros, se rió al principio. Pero luego empezó a pensar en la
tumbaprofanada de su esposa. En su momento aquel hecho no le había
sugerido nada, peroahora, ¿tendría alguna relación con estos rumores?
Se asustó, dominado por los nervios,al recordar que la vengativa
Gramercie era del mismo distrito del que procedía lafantástica historia.
Movido por un repentino impulso, se dirigió al interior, hacia Morne—au
—Diable,llevando con él un fiel guía negro y dos amigos. Partió por la
noche, en secreto, sin quese trasluciera nada de la expedición. Su
llegada al campo de caña de Gramercie resultóuna completa sorpresa
para su antigua novia morena. Pero la terrible escena que presenció en
aquellos campos introdujo la locura en sucorazón, y Gramercie huyó
aullando de terror hacia la selva, tratando de escapar a suvenganza.
“Porque en los campos, trabajando con los esclavos negros, ¡se hallaba
elcadáver de la esposa de George MacDonough!” Antes de su llegada,
Gramercie, ocultapor las altas cañas, había estado haciendo extraños
pases en el aire. Cuando se dirigió hacia su esposa, los azules ojos de
ésta le miraron sin comprender,sin reconocerle. Y al ver que sus
repetidos gritos no conseguían respuesta alguna deella, acabó por
entender. A la caída de la noche llevó consigo su cuerpo de muerto—
viviente a casa. Y de nuevo, al anochecer, al cementerio. Abrió su
tumba y le dio acomer sal, viendo cómo caía a sus pies, ahora ya
realmente muerta. Después, George MacDonough inició la búsqueda
de Gramercie, pero ya erademasiado tarde para poder vengarse él
mismo, porque los nativos temen a los zombis y
41. 41a quienes les obligan a trabajar más que al hombre blanco, y
enterados del crimen, antesde que MacDonough pudiera llegar a Morne
—au—Diable para matar a la bruja quehabía utilizado con su poder el
cuerpo de su esposa muerta, ellos mismos —su propiagente— la
habían asesinado brutalmente. ..........Un hombre de edad, al que
llamaré mayor Hemingway, me dijo que cualquier blancoque haya
vivido en Haití, relacionándose con la misteriosa vida de los nativos,
dudaríamucho antes de decidirse a negar la existencia de los zombis.
—¿Sabe? —me dijo—, una vez que se está fuera de Haití, todas estas
cosas vuelvena uno. Para quien nunca ha estado allí, todo resulta
demasiado increíble. La mayoría dela gente tiene un miedo ancestral al
vudú, porque ha sido practicado incluso aquí, en elSur de los Estados
Unidos. Aunque esto de los zombis parece más difícil de creer,
peroexisten, lo sé. Y me relató la siguiente historia: “Una vez, durante
una sublevación nativa, estaba yo instalado en el distrito deMorne—au
—Diable (un territorio montañoso donde los nativos son tan ignorantes
ysupersticiosos como sólo los negros pueden llegar a serlo, y donde
florece el vudú.) Unanoche, una bonita muchacha negra vino a pedirme
que la ayudara. Parece ser que dos semanas antes su hermano había
muerto y había sido enterrado,pero ahora ella pretendía haberlo visto
trabajando en la casa de un tal Ti Michel, unpequeño granjero que vivía
no muy lejos de donde yo me había instalado. Había oído hablar de los
hechizos y maleficios del vudú, habiendo llegado a creer enellos, pero
esto era algo nuevo para mí. Yo le dije: —¿Qué puedo hacer? Ella
sonrió misteriosamente y me alargó un paquete de azúcar cande (una
clase demezcla parecida al caramelo.) —Mañana —dijo—, vaya donde
Ti Michel. En los campos verá hombres trabajandola caña. Los hombres
estarán mirando fijamente al frente, con la mirada vacía, sinhablar.
Deles el azúcar cande. —¿Qué bien les puede hacer el cande? —Déselo
y verá. El cande encubre sal. Bueno, ya se había despertado mi
curiosidad lo suficiente para hacer lo que mepedía, y lo hice. Al día
siguiente di una vuelta por la hacienda del viejo Ti Michel ydescubrí
que éste me miraba con gran suspicacia. Miré un poco a mi alrededor
yfinalmente recorrí sus campos de caña. Durante todo el tiempo él me
observaba como lohace el gato con el ratón. Me acerqué a la fila de
hombres que cavaban, y él vino tras demí. Entonces, de repente, le
llamó su hijo desde otra parte del campo, porque teníaproblemas con
uno de los trabajadores, y yo me quedé a no más de tres metros de
doshombres y tres mujeres que estaban trabajando. Rápidamente me
dirigí a ellos, leshablé, les toqué. No me contestaron, pero se
enderezaron cuando les toqué. ¡Nunca olvidaré sus ojos! Era como si
mirasen el interior de un viejo pozo en mediode la noche, ¿entiende lo
que quiero decir? Bueno, les di el azúcar cande, lo tomaron y
empezaron a chuparlo. Entonces llegó TiMichel corriendo hacia mí;
había visto que estaba dando algo a sus trabajadores yempezó a
chillar: —¿Qué les ha dado? ¿Qué les ha dado?
42. 42 No tuve la oportunidad de responder. De repente, aquellos
trabajadores lanzaron ungrito horrible, arrojaron sus herramientas y se
volvieron rápidos hacia la pequeña ciudadcerca de la cual estaba yo
instalado, comenzando a marchar en fila de a uno fuera delcampo. Ti
Michel me miró sólo durante un instante; después empezó a correr
endirección contraria. Nunca se le volvió a ver, pero dos semanas más
tarde alguiencomentó que habían encontrado una camisa manchada
de sangre identificada comosuya. Estos nativos tienen su propia forma
de encargarse de la gente como Ti Michel. Bueno, yo estaba muy
interesado en los zombis, así que los seguí. Llegaron a laciudad; la
gente chillaba y corría por todas partes. Algunos corrieron en dirección
alcementerio, hacia el cual iban ahora los zombis tan rápidos como
podían. No los pude alcanzar; los perdí. Cuando llegué al cementerio, vi
un grupo de negrosmedio histéricos cavando frenéticamente en cinco
tumbas, y cerca de los túmulosdescubrí unos montones informes,
negros. (¡Ahora, afortunadamente, los zombis yaestaban muertos!). No
espero que lo crean, pero yo lo vi.” ..........La historia de los bailarines
zombis de Port—au—Prince es interesante desde el puntode vista de
que arroja alguna luz sobre los terribles ritos mágicos concernientes a
lavuelta desde la tumba de los muertos para trabajar en los campos de
caña. Una mujer negra llamada Bretéche llevaba un local donde se
daban exhibiciones debaile, a muy poca distancia de Port—au—Prince.
De educación bastante esmerada, eraconocida por haber estado
relacionada con los escenarios desde su infancia, y porquedurante
cierto tiempo la gente blanca había frecuentado su establecimiento.
Ahora ya sólo acudía el elemento negro, y ella se convirtió en noticia
por su audacia,pues no se le ocurrió otra cosa que revelar los ritos
secretos del vudú en el escenario. Depronto comenzó a circular un
rumor: “ ¡La Bretéche tiene zombis bailando para ella!” Una
investigación oficial reveló la existencia en su casa de siete figuras
misteriosasque bailaban a sus órdenes, siguiendo cada inflexión de su
voz, pero sin ningunarespuesta emocional, moviéndose sólo de manera
automática. Jamás se había oídohablar a alguno de los extraños
bailarines. La Bretéche fue llamada a declarar. A todas las preguntas
que se le hicieron respondió no haber cometido asesinato,puesto que
sus bailarines ya estaban muertos. Dijo que sus bailarines habían
sidoenterrados y que ella los había desenterrado para ayudarles, y
ahora ellos la ayudaban aella. —¿Qué hizo usted? —Primero hice una
figura de barro, así... —Y les mostró de forma rudimentariacómo la
había hecho. Una figura de barro parecida a un hombre—: así... —Y
levantó ysostuvo una imaginaria figura de barro, empezando a darle
aliento, susurrando a la vezuna curiosa especie de ritual. Luego miró
hacia arriba y dijo: —Después dije: baila, y ellos bailaron para mí. Los
blancos cultos admiten la existencia de los zombis, igual que lo hace el
gobierno.No obstante, éste teme implicarse en cualquier explicación de
origen psíquico. En otraspalabras, el gobierno de Haití dice: “¿Zombis?
Sí, existen; pero no podemos dar unaexplicación. Forman parte del
misterio de Haití.” Una respuesta oficial, en efecto. Pero no puede
convencerme de que no hayrealmente muertos vivientes trabajando en
los campos de caña de Haití.
43. 43 I WALKED WITH A ZOMBIE Inez Wallace Trad. Miguel Hernández
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 VENGANZAS Y CASTIGOS DE
LOS ORISHAS LYDIA CABRERA2L os santos, airados, no solamente
envían las enfermedades sino todo género de calamidades. Del caso de
Papá Colás conocido en la Habana a fines del siglo pasado, se
acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la
incalificablecostumbre de enojarse y conducirse soezmente con su
Santo, de insultarle cuando notenía dinero. Conozco la historia por
varios conductos: sabido es que Obatalá, el diospuro por excelencia —
es el Inmaculado, el dios de la blancura, el dueño de todo lo quees
blanco o participa esencialmente de lo blanco—, exige un trato
delicadísimo. Lapiedra que habita Obatalá no puede sufrir inclemencias
de sol, de aire, de sereno. AObatalá es menester tenerle siempre
envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con ungénero de una blancura
impecable. En sus accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá,lo liaba
en un trapo sucio o negro, y para mayor sacrilegio, lo relegaba al
retrete.Obatalá es el Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente que
dice “yo siempreperdono a mis hijos”; pero a la larga se hartó de un
trato tan canallesco e injustificable.Un día que a Papá Colás le bajó el
Santo, este le dejó dicho que en penitencia por suirreverencia se diera
por preso, permaneciendo en su cuarto durante diez y seis díasjunto a
los orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y muy lejos de
obedecer lavoluntad del dios, soltando un rosario de atrocidades, se
marchó a la calle sin ponerseun distintivo de Obatalá, sin llevar
siquiera una cinta blanca de hiladillo. “Yo que conocí a sus hermanas,
doy fe que todo eso es verdad; las pobres siempretenían el corazón
temblando en la boca, comentando su mala conducta y esperando
queel Santo lo revolcara. Colás se portaba con los Santos como un
mogrolón (sic) y ellasdecían: El Angel lo va a tumbar”. Y así fue.
Dormía Papá Colás frente a la ventana desu habitación, que daba a la
calle, y sin saberse poqué, al pasar el carretón de la basura,el negro,
como un loco (recuérdese que Obatalá, “el amo de las cabezas”,
castiga con lacabeza y arrebata el juicio) armándose de la tranca de la
puerta mató al carretonero. Asídiez y seis días de retiro se convirtieron
en diez y seis años de presidio para eldesobediente. Un
contemporáneo de este santero, tan conocido por sus blasfemias
yrebeldías como por su clarividencia —dicen que para adivinar no tenía
necesidad deconsultar sus caracoles, “tan fuerte era su vista”— nos
cuenta que los jueces iban acondenarlo a pena de muerte (garrote);
que hubo junta de babalawos y que Orula,Oshún y Obatalá se negaban
a acceder a los ruegos de los demás Santos que pedían sugracia.
Obatalá, después de largas súplicas, solo perdonó y consintió en
salvarle la vida“cuando los blancos pensaron en sentenciarlo con pena
de orí (cabeza), y Obatalá, portratarse de la cabeza de un hijo suyo,
conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha dejadotantos recuerdos
entre los viejos, era famoso invertido y sorprendiendo la candidez deun
cura, casó disfrazado de mujer, con otro invertido, motivando el
escándalo que puedepresumirse.2 En los relatos de Lydia Cabrera
seleccionados, se observarán algunas irregularidades de
ordengramatical y tipográfico, que hemos respetado. (N. del E.)
44. 44 Desde muy atrás se registra el pecado nefando como algo muy
frecuente en la Reglalucumí. Sin embargo, muchos babalochas, omó—
Changó, murieron castigados por unorisha tan varonil y mujeriego
como Changó, que repudia este vicio. Actualmente laproporción de
pederastas en Ocha (no así en las sectas que se reclaman de congos,
enlas que se les desprecia profundamente y de las que se les expulsa)
parece ser tannumerosa que es motivo continuo de indignación para
los viejos santeros y devotos. “¡Acada paso se tropieza uno un partido
con su merengueteo!” “En esto de los Addodis hay misterio”, dice
Sandoval, “porque Yemayá tuvo que vercon uno... Se enamoró y vivió
con uno de ellos. Fué en un país, Laddó, donde todos loshabitantes
eran así, maricas, mitad hombres, que dicen nafroditos (sic) y Yemayá
losprotegía”. “Oddo es tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son
maricas!” (y deOshún). Sin embargo, los Santos Hombres, Changó,
Oggún, Elegguá, Ochosi, Orula, yno digamos Obatalá, no ven con
buenos ojos a los pederastas. No hace muchos años,Tiyo asistió a la
escena que costó la vida a un afeminado que llamaban por mofa
MaríaLuisa, y que era hijo de Changó Terddún. “La pena era que aquel
desgraciado le bajabaun Changó magnífico. Cuando para sacar a
cualquiera de un aprieto lo mandaba a quese jugase el dinero de la
comida o del alquiler del cuarto al número que le decía, nuncalo
engañaba. Ese número que daba Changó Terddún salía seguro. ¡Ah!
Pero Changó nolo quería amujerado, y ya había declarado en público
que su hijo lo tenía muyavergonzado. Fué en una fiesta de la Virgen de
la Regla, María Luisa estaba allí y todosnosotros bromeando con él,
ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa le estabasubiendo el
Santo, llegó otro negrito, un cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva
seala parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro furioso y gritó: ¡Ya
está bueno!Mandó a traer una palangana grande con un poco de agua
y nos ordenó que todosescupiésemos dentro y que el que no escupiese
recibiría el mismo castigo que le iba adar a su hijo. María Luisa estaba
sano. Era bonito el negrito, y simpático... ¡Unalástima! Cuando se llenó
de escupitajos la palangana, se le vació en la cabeza. Al otrodía, María
Luisa amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo llevamos al
cementerio.Changó Terddún lo dejó como un higuito”. No menos
extraña y ejemplar la historia de los Santeros R. y Ch... Ch. Con
unmantón amarillo de seda enredado a la cintura era la Caridad del
Cobre, Oshúnpanchággara, en persona. En Gervasio, en el solar de los
Catalanes, celebró una gran fiesta en honor de Oshún.Era espléndida la
“plaza” que le hizo a la diosa (plaza se llama a las ofrendas de
frutas,que después de exponerlas un rato ante las soperas del Orisha,
se reparten entre losdevotos y asistentes a la fiesta). “Todo lo que se
daba allí era por canastas”, me cuentaun testigo, “las naranjas, los
cocos, los canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanosmanzanos,
las frutas bombas, todas las frutas predilectas de Oshún, los huevos,
ademásde los platos de bollos, palanquetas, panetelas borrachas, miel,
natillas, harina dulce conleche y mantequilla, pasas, almendras y
azúcar blanca espolvoreada con canela, yrositas de maíz... Ch. Había
gastado en grande para su Santa. La casa estaba llena debote en bote.
A las doce, cae Ch. con Oshún. R. que está en la puerta borracho, dice:
amí también ahora mismo me va a dar Santo, y lo fingió. Entra al
cuarto, va a la canastade los bollos, y se pone a comer bollos con miel.
Viene Ch. con Oshún a saludarlo yéste le manda un galletazo. Lo
agarran, y le pega una patada. Le gritamos ¡R. tírate alsuelo! ¡Pídele
perdón a Mamá! —¡Bah! ese es un maricón... —No es Ch. ¡Es nuestra
Mamá!
45. 45 Oshún no se movió. Abrió el mantón, un mantón muy bueno que
le habían regalado aCh. los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha
y apuntando para R. tocándose elpecho dijo: —Cinco irolé para mi hijo,
y cinco irolé para mi otro hijo. Y ahí mismo se fué. Ch. amaneció con
cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado. R. amaneció
concuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco días
después murieron a lamisma hora, el mismo día. No valió que los
ahijados trajeran un pavo real y cincuenta ycinco gallinas amarillas y
todo lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días
después,asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba al mismo tiempo la
puerta del cementerio elentierro de R. Las tumbas están cerca. La
madre de Ch., que también era hija de Oshún,y veinticuatro personas
más que eran hijos e hijas de Oshún, en uno y otro cortejo sesubieron y
usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta que echaron la
últimapaletada de tierra, las Oshún al lado de la fosa, no dejaron de
reir, pero no a carcajadascomo se ríe la Santa, sino con una risa fría y
burlona que helaba la sangre, en un silencioen que no se oía más que
la pala y el puñado de tierra cayendo en el hoyo”. Abundan también las
lesbias en Ocha (alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle,el
médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy fuerte y misterioso” y a
cuya fiestatradicional en la loma del Angel, en los días de la colonia, al
decir de los viejos, todasacudían. Invertidos, —Addóddis, Obini—Toyo,
Obini—Naña o Erán Kibá, Wassicúndio Diánkune, como les llaman los
Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se dabancita en el barrio del
Angel el 24 de octubre. Los balcones de las casas se quemaba unpez
de paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la procesión y los
fuegosartificiales resultaban espléndidos. Allí estaba en el año 1887,
“su capataza la Zumbáo”,que vivía en la misma loma. Armaba una
mesa en la calle y vendía las famosas tortillasde San Rafael. (Las del
negro Papá Upa, su contemporáneo, fueron también muycélebres, y
aun las recuerdan algún viejo glotón). De la Zumbáo, santera de Inle,
me han hablado en efecto, varios viejos. Era costureracon buena
clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me hablan de una
supuestasociedad religiosa de Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un
Santo tan casto yexigente, en lo que se refiere a la moral de sus hijos y
devotos, como Yewá. Es tan pocomentado como ésta, como Abokú
(Santiago Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie searriesga a servir
a divinidades tan severas e imperiosas. Ya en los últimos años del
siglopasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las cabezas”. Una
sesentona me cuenta queuna vez fue al Palenque y bajó Inle. Todos los
Santos le rindieron pleitesía y todas lasviejas y viejos de nación que
estaban presentes “se echaron a llorar de emoción”. —“Desde
entonces”, me dice, “no he vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y
tampocorecuerda más nada de aquella inolvidable visita al Palenque
que honró la bajada de SanRafael, pues tarde, cuando había terminado
la fiesta, se halló en el fondo de la casa, enuna habitación, atontada y
con la ropa todavía empapada de agua. Deduce que “le dio elSanto”,
Inle, y como es costumbre cuando el Santo se manifiesta presentarle
una jícarallena de agua para que beba y espurrée abundantemente a
los fieles, su traje húmedo ysu “sirímba”, (atontamiento) serían prueba
de haberla poseído el Orisha. A Inle se le tiene en Santa Clara por San
Juan Bautista, (24 de junio) que aquí es eldía de Oggún, y no por San
Rafael, (24 de octubre). Es un adolescente, casi un niño; sele ofrecen
juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la noche del veinte y
tres paraque pase durmiendo el día siguiente y no haga de las suyas.
Amanece fresco el veinte ycinco. Era el Santo del famoso villareño Blas
Casanova, que en él se manifestaba muysereno y “leía el alma de
todos”.
46. 46 Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”, virgen, prohibe a
sus hijas todocomercio sexual; de ahí que sus servidoras sean siempre
viejas, vírgenes o ya estériles, eInle, “tan severo”, tan poderoso y
delicado como Yewá, acaso exigía lo mismo de sussanteras, las cuales
se abstenían de mantener relaciones sexuales con los hombres. No
menos conocido que el caso de Papá Colás entre la vieja santería, es el
de P.S.,hijo de una de las más consideradas y solicitadas iyalochas
habaneras, de O.O., quien enun momento de expansión, me lo refiere
como ejemplo de la inflexibilidad y delproceder de un dios agraviado.
“P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era tamborero aunque de
afición. Sicogía un cajón para tocar, el cajón se volvía un tambor.
Cantaba que hacía bajar delcielo a todos los Santos. Pero mi hijo P. se
puso en falta con Changó y se perdió. En unafiesta le dijo así al mismo
Santo, en mi propia casa: si es verdad que usté es SantaBárbara y dice
que hace y que torna, y que a mí me va a matar ¡máteme enseguida!
Aver, ¡que me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más historias.
Santa Bárbara no lecontestó. Se echó a reír. Yo me quedé fría, y
abochornada del atrevimiento delmuchacho. Pasaron los años. El siguió
trabajando y divirtiéndose. En los toques que yodaba en mi casa, Santa
Bárbara recogía dinero y se lo daba 3 . Bueno, con eso P. creyóque a
Changó se le había olvidado aquel incidente. Otra falta que cometió fue
la desonar a varias mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él!
Ponga otras cositasque hizo, unidas a la zoquetería que tuvo con el
propio Santo y arresultó que al cabo deltiempo, y cuando menos se lo
pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las iba a cobrarentonces
todas juntas, y caro. Por que eso tienen los Santos, esperan para
vengarse, dancordel y cordel, y arrancan cuando más desprevenido
está el que tiró la piedra. PrimeroChangó me lo puso como bobo.
Después loco. Un día se fué desnudo a la calle y volviótinto en sangre.
Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa Bárbara lo que
contestabasiempre era: que sepa que yo los tengo más grandes que él,
que yo no he olvidado,aunque cuando me insultó me reía. Y yo su
madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo.Tiraba los caracoles para
hacerle algo a mi hijo (ebbó) y Changó me contestaba que yono podía
más que él, que me dejase de parejerías. Oigame, no logré hacerle ni
unalimpieza a mi hijo. ¡Nada, con mi santería! Y a padecer como
madre. Al fin murió queno era ni su sombra. Un esqueleto. Cuando se
lo llevaron, lo que pesaba era la caja”. O.O. deja en silencio otro
pecado imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Esuna llegada
suya quien me cuenta que lo que más entristeció a O.O. —y
“desdeentonces ella empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo
que hizo con su piedra deOshún. “O.O. tenía una piedra africana que
era de su madrina lucumisa; su madrina latrajo cuando vino a Cuba, y
se la había dejado a ella. La piedra creció. Se puso enorme.Parecía por
la forma, un melón. Dos hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía
unmetro de ancho. Como que no había sopera para ella. O.O. la tenía
en una batea. En unamudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos
que la echó al río, pero no se sabe defijo adonde fué a parar la Caridad
del Cobre”. No siempre los Santos, sin embargo, castigan con justicia.
Si en el caso de PapáColás se comprende que Obatalá aplicara a su hijo
un correctivo más que merecido, enel de Luis S. el rigor de Changó
parece tan excesivo como gratuito. Contra el caprichodespiadado de
los dioses, contra la antipatía divina que se ensaña en algún mortal,
“porque sí”, no puede lucharse. Se ataja a tiempo el mal que
desencadena el mayombero judío, este tipo que aúninspira al pueblo
un terror en el que hallaremos tan fuertes, tan rancias
reminiscenciasafricanas: todo se estrella, en cambio contra la mala
voluntad irreductible del Santo que3 Los Santos posesionados de sus
hijos le piden dinero a los asistentes a las fiestas para regalarlo a
lostamboreros, demostrándoles con esto que han tocado a su entera
satisfacción.
47. 47“emperra”, “se vuelve de espaldas” y niega su protección o su
perdón al hombreinfortunado, sin más pecado que el de haber
incurrido en su desagrado, “en caerlepesado”. Si bien es cierto que el
favor de los Orishas se compra, pues son estos muyinteresados,
glotones y susceptibles al halago, cuando el Orisha se enterca y se
hace elsordo, no acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y
conjurador, dueño de losmedios de que se vale —coco, diloggún,
okpelé, vititi mensu o andilé— para revelar alhombre el misterio del
presente o la incógnita del futuro, es honrado no insistirá enrogativas
que arruinen al sentenciado sin apelación con gastos que implican
seriossacrificios y de los que sólo él se beneficiará mterialmente.
“Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno, ¿qué se va a hacer?”
Absolutamentenada. La enfermedad entonces lo saben el babalawo y
el gangángáme, no tiene remedio;ya no existe para este individuo la
posibilidad de “un cambio de vida” o de cabeza, estaoperación mágica,
universal y milenaria que consiste en hacer pasar la enfermedad deuna
persona a un animal, a un muñeco, al que se tratará de darle el mayor
parecido conel enfermo, o a otra persona sana, por lo que muchos se
guardan de estar en contactodirecto y aún de visitar santeros e
iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que cambienvida”, pues el
espíritu más fuerte puede apoderarse de la vitalidad del más debil,
robarlela vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que un santero
viejo, ya moribundo revive,y en cambio se muere el joven que está a
su lado”). Tampoco le salvaría la gracia que un orisha infundiera a una
yerba. No valenrogaciones ni ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos,
tan eficaces que estipulan deantemano los Santos, especificando su
naturaleza en cada caso, mediante los caracoles oel Ifá. Luis S., al
revés que Papá Colás, no era santero. En un toque de tambor Changó
lepidió “agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se hizo el
distraido. Es verdadque no creía mucho en los Santos; detalle de la
mayor importancia. Un domingo que ibade compras al mercado alguien
se le acercó y le habló en lengua. En aquel instanteperdió el
conocimiento y sin recobrarlo lo llevaron a su habitación en el solar.
Novolvió en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando aún
inconsciente en la cama, sumujer “cae” con Changó, éste la conduce a
casa de su madrina, y allí el Santo refiere loocurrido. —“Alafi (Changó)
¿pero qué has hecho?” le preguntan. “Etie mi cosinca”, (No hehecho
nada) responde el Santo maliciosamente dándose en la rodilla y
encogiéndose dehombros. La madrina le retiró el Santo a la mujer de
Luis. No se perdió tiempo; se hicieronrogaciones para desagraviar a
Changó. Advertido por la madrina de su mujer, Luis lesacrificó un
hermoso carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan caprichoso
quees”, no quedó satisfecho. El hombre empeoró y su mujer no podía
dejarlo solo puesinmediatamente Alafi lo lanzaba al suelo y quedaba
atontado, privado de movimientopor mucho rato. Explicaba
torpemente al volver en sí, que un negro lo elevaba y lodejaba caer.
“Por la tirria de Santa Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis
S. alfin murió de un síncope. VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS
Extraido de EL MONTE Lydia Cabrera Amanecer Vudú. Valdemar
Antologías 3
48. 48 PATAKÍ DE OFÚN RECOGIDO POR LYDIA CABRERAU n pobre
hombre que vivía de su trabajo murió sin dejarle nada a su hijo. Éste,
que era un mozalbete, se debatía en la miseria, y su padre, desde el
otro mundo, penaba por él viéndolo sin amparo, siempre vagabundo,
comiendo unas veces,otras enfermo. Además, tampoco comía el
difunto. Al fin, el padre pudo enviarle un mensaje con un “Onché—oro”
—un correo delcielo, que iba a la tierra. —Dígale a mi hijo, le pidió, que
sufro mucho por él, que quiero ayudarlo y que memande dos cocos.
Onché—oro buscó al muchacho, le transmitió el recado de su padre y
éste,encogiéndose de hombros, le dijo: —Pregúntale a mi padre dónde
dejó los cocos para mandárselos. Cuando el difunto escuchó la
respuesta de su hijo, trató de disimular, y dijoquitándole importancia a
aquel desplante: —¡Cosas de muchacho! Pero al poco tiempo volvió a
encomendarle al Onché otro recado para su hijo. Estavez el difunto le
pedía un gallo. —¿Dónde dejó mi padre el gallinero para que yo le
mande el gallo que me pide? El correo le repitió al padre textualmente
las palabras del hijo. Pocos días después, Onché—oro volvió a
presentársele al joven. Su padre lesuplicaba esta vez que le mandase
un agután, un carnero. —¡Está bien!, dijo el muchacho sin ocultar su
cólera. Si no hay para cocos ni paragallo, ¿de dónde diablos cree mi
padre que voy a sacar el carnero? Nada me dejó, nadatengo, ¡nada...!
pero no se vaya, espere un momento. Entró en su covacha, cogió un
saco, se metió dentro, amarró como pudo la abertura,y le gritó: —
¡Venga y llévele a mi padre este bulto! El correo lo cargó y se lo llevó al
padre, que al vislumbrarlo desde lejos con su cargaa cuestas, dio
gracias a Dios. —¡Al fin mi hijo me envía algo de lo que he pedido! Los
Iworo y los Orichas que estaban allí reunidos en Oro esperando el
carnero,desamarraron el bulto para sacar al animal y proceder al
sacrificio, pero quedaronboquiabiertos al encontrar una persona en vez
del carnero que esperaban. —¡Estás perdido, hijo mío!, sollozó el
padre. Los Orichas le dijeron al muchacho indicándole una puerta
cerrada: —Abre esa puerta y mira. Y allí contempló cosas aún más
portentosas. —¡Todas eran para tí!, le explicó el padre. Para dártelas te
pedí el carnero. El joven arrepentido y muy apesadumbrado, le suplicó
que lo perdonara y leprometió mandarle enseguida cuanto había
pedido. —¡Qué lástima!, le respondió el padre, ya no puedo darte
cuanto quería. Tú nopodías ver las cosas del otro mundo, pero
haciendo “ebó”, tus ojos hubieran obtenido lagracia de ver lo que no
ven los demás, y te hubiera dado lo que has visto. Ya es tarde,hijo, y lo
siento, ¡cuánto lo siento!
49. 49 Y así fue, cómo por ruin y por desoír a su muerto, aquel joven
perdió el bien que leesperaba y la vida. PATAKI DE OFUN Extraído de
YEMAYÁ Y OCHÚN. KARIOCHA, IYALORICHAS Y OLORICHAS Lydia
Cabrera Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 ¡ASESINADO AL PIE DE
UN ALTAR VUDÚ! RICHARD SHROUTNconocía. o es un secreto en el
vecindario de Miami Beach que Miguel Pérez vendía drogas. El grupo
de la SUI (Unidad de Investigaciones callejeras) de la Policía de Miami
Beach, que investiga los crímenes organizados y los narcóticos, ya le
Aun cuando saben que hay algo ilegal en marcha, no ocurre muy a
menudo que losciudadanos honrados quieran verse involucrados. De
modo que cuando Felipe Beltránllamó diciendo que quería ayudar a la
policía en una redada de drogas, la detective LauriWonder, que
hablaba español, fue a verle. —Felipe Beltrán llamó acerca de alguien
que traficaba en narcóticos en un edificiode apartamentos que él
regentaba —recordó la detective Wonder—. Dijo: “Mire, miapartamento
se encuentra justo enfrente del suyo. Si vigila a través de esta mirilla”
—¡me está diciendo cómo realizar una transacción de drogas!— “si su
hombre se queda enmi apartamento, pondremos cámaras y todo eso, y
él podrá realizar una compra directade Miguel Pérez”. ”—Le dejaré usar
mi apartamento —dijo Beltrán—, pero yo no quiero vermeinvolucrado,
ya sabe. Sólo quiero estar presente cuando sus polis secretos puedan
entraren acción y le arresten en cuanto usted reciba la señal. ”—Yo no
lo necesitaba —dijo la detective Lauri Wonder—. No lo necesitaba
paranada. Todo el mundo conoce a Miguel Pérez. Quiero decir, yo ando
por las calles. Sabesa quién le puedes comprar. Hace tiempo le compré
cocaína a Miguel Pérez. Ya ha sidoarrestado antes. ”—En comparación
con los pesos pesados, es un traficante insignificante de unosgramos.
Sin embargo, te podía proporcionar más si querías. Ésa era nuestra
intención.Tenía un apartamento separado de aquel en el que vivía,
donde vendía las drogas. Unamujer iba allí con un cochecito de bebés.
Supuestamente, ésa es la forma en la queentran las drogas. Llevar a
cabo una redada de drogas contra alguien tan insignificante como
MiguelPérez estaba casi en el nivel más bajo de las prioridades del
Departamento de Policía deMiami Beach. Felipe Beltrán se enfadó
mucho cuando no actuaron en el acto ante sugenerosa oferta. A las 23:
30 de la noche del 10 de junio de 1985, una mujer en el edificio
deapartamentos oyó gritos, seguidos de una serie de disparos y el
sonido de alguien quecorría. Llamó a la policía y se escondió bajo la
cama hasta que llegaron. El agente Héctor Trujillo estaba patrullando la
zona desde la calle 41 hastaGoverment Cut, un lugar de South Beach
desde donde los yates de lujo ponían rumbo alAtlántico. Llegó a la
dirección de la Avenida Pennsylvania a las 23:34. Otras
unidadesllegaron al mismo tiempo.
50. 50 La puerta del apartamento de Miguel Pérez estaba entreabierta.
Los agentes entraroncon cautela empuñando los revólveres. Vieron el
cuerpo de un hombre acribillado abalazos en el suelo. Registraron las
otras habitaciones para cerciorarse de que no habíanadie más. Luego
se lo notificaron a la Unidad de Personas del departamento, que,
entreotros crímenes, se encarga de las investigaciones de homicidio en
Miami Beach. Varios sargentos llegaron con un equipo de
investigadores. El detective John Murphyfue nombrado jefe de la
investigación, con el detective Robert Hanlon como ayudante.Enviaron
a varios miembros del equipo para empezar a interrogar a los
inquilinos deledificio mientras ellos examinaban la escena del crimen.
En el dormitorio y en la cocina había mesas con jarrones de flores y
estatuillasreligiosas, que los detectives reconocieron como altares de
Santería. La Santería es unamezcla de deidades africanas y santos
católicos, una religión afín al vudú, que es muypopular en Cuba y las
islas del Caribe, igual que en la zona de Miami. No imponeninguna
restricción moral o ética a sus miembros, pero enseña un sistema de
rituales yofrendas para atraer la buena suerte y alejar la mala suerte.
No es inusual que loscriminales practiquen la Santería, con la
esperanza de prosperar en sus asuntos ilegalesy mantener a la policía
y a los enemigos lejos. Evidentemente, a Miguel Pérez no le había
reportado ningún bien aquella noche.Pero lo significativo era que
ninguna de las estatuillas de los santos había sido derribadao movida.
Debajo de una había algo de dinero doblado, colocado como una
ofrenda a ladeidad que representaba. No se había abierto ningún cajón
de las cómodas. No habíapruebas de que el lugar hubiera sido
registrado. Nada en el apartamento parecíacambiado de sitio. Salvo
por el cuerpo, que yacía en un charco de sangre, con un brazo
extendido quedejaba un rastro en el suelo, era una escena tranquila.
Sin embargo, los detectives Murphy y Hanlon vieron que en una mesa
había unabolsa marrón que contenía paquetes de marihuana y
paquetes de celofán con unasustancia blanca que sospecharon que era
cocaína, cuidadosamente cerrados y listospara la venta. Pero las
drogas seguían ahí, sin que nadie las hubiera tocado. Un gran fajo de
dinero —491 dólares para ser exactos— sobresalía del bolsillo de
lavíctima, para añadir aún más misterio. —En ese punto —recordó el
detective Murphy— tuvimos un pequeño problema.Nos era imposible
comprender de inmediato por qué la víctima había sido asesinada.Las
drogas estaban ahí, el hombre disponía de una gran cantidad de dinero
en su bolsilloizquierdo, que era absolutamente visible, más las joyas
que aún llevaba en su persona.El apartamento no había sido
desvalijado. —Pensamos que se trataba de una especie de venganza —
acordó Hanlon— debido alhecho de que el dinero seguía allí, las drogas
seguían allí, y no se habían llevado nadadel apartamento. No parecía
ser una cuestión de drogas, sino un asesinato, puro y simple. Llegaron
lostécnicos de la escena del crimen del Departamento Metropolitano de
Policía delCondado de Dade e iniciaron un registro metódico del lugar y
de los papelesacumulados de la víctima, cosas como facturas y
recibos. El técnico Tommy Stoker resumió sus hallazgos: —Había una
nota escrita en español sujeta con una chincheta a la puerta de
entrada.Ponía: “vuelvo enseguida”. Había seis casquillos de balas de
nueve milímetros yalgunos proyectiles usados en el suelo. Había
agujeros de bala en una ventana, agujerosde bala en las puertas,
agujeros de bala en las paredes. ”Por lo que pude determinar, daba la
impresión de que quienquiera que realizara losdisparos,
probablemente estaba al pie de la entrada.
51. 51 ”Al día siguiente volvimos para examinar el exterior. En el
callejón descubrimossangre en el cajetín del circuito eléctrico en la
pared oeste del edificio. También habíaun paquete de cigarrillos con
sangre en el celofán. La doctora Valerie Rao, forense adjunta del
Condado de Dade, llegó a las 14:30 paraexaminar el cadáver antes de
trasladarlo para realizarle la autopsia. Anunció que había“poca rigidez
y un mínimo de lividez posterior”. Cuando se le preguntó qué
significabaeso, sonrió y contestó: “Quiere decir que lleva poco tiempo
muerto”. Era lo único para lo que no necesitaban una teoría que lo
explicara. Miguel Péreztenía agujeros de bala en el centro del pecho,
en la tetilla izquierda, en el antebrazoderecho por encima del codo, en
la parte inferior izquierda de la espalda, en la espalda ala altura del
hombro derecho, en la parte posterior de la rodilla derecha, y en la
partefrontal de la pierna, en la espinilla. Pero el examen superficial del
cuerpo reveló un misterio adicional: la víctima teníaun área con suturas
en el cuero cabelludo de un tratamiento médico muy reciente.También
tenía inexplicados moratones y abrasiones en las rodillas. Se trasladó
el cuerpo. Ya era la mañana del 11 de junio. Los detectives Murphy
yHanlon iniciaron la investigación de los antecedentes de Miguel Pérez.
—Nos pusimos en contacto con nuestras unidades de investigación y
también con laAgencia Contra la Droga, Inmigración y otras
autoridades Federales —recordóMurphy—, para ver si teníamos a un
traficante de drogas importante o sólo un tipo quese movía al nivel de
la calle. Averiguaron que Pérez tenía un arresto anterior. Su libertad
condicional habíaexpirado el 7 de marzo de 1984. Su vida había
expirado un año, tres meses y tres díasdespués. Por la División de
Licencias de Trabajo del Condado de Dade averiguaron quePérez tenía
una licencia como “vendedor ambulante”. No especificaba qué era lo
quevendía. Los interrogatorios a los inquilinos del edificio no habían
revelado nada. Muchossólo hablaban español, y todos estaban
asustados. Horas después del mismo día 11, undetective vio a un
hombre que daba vueltas nervioso por el callejón que había detrás
delos apartamentos. Dijo que se acababa de enterar del crimen y
pensó que le habíandisparado a un familiar. Se le pidió que fuera a la
comisaría, donde le podría interrogarun agente que hablaba español. El
pariente de la víctima, Phillip Ruiz, fue interrogado en español por el
detectiveBob Davis. Contó que a Miguel Pérez le habían golpeado y
robado el 9 de junio, el díaanterior al asesinato. Dijo que creía que dos
hombres, que vivían a unas cuatro o cincocalles de distancia, eran los
responsables. Sus motivos eran que constantemente se losveía por la
zona, y que él los había visto por el edificio justo antes del incidente.
MiguelPérez incluso le había descrito a los atacantes. El detective
Charles Metscher le mostró a Phillip Ruiz más de 150 fotografías
dedelincuentes conocidos y sospechosos, con la débil esperanza de
que uno se pareciera ala descripción dada por la víctima de aquellos
que le habían atacado. Finalmente, PhillipRuiz identificó con vacilación
una foto. El nombre que figuraba al dorso decía que elhombre se
llamaba Jesús Fernández. Se trataba de una identificación de segunda
mano,basada en el informe verbal de la víctima, y aunque intentarían
comprobarla, los agentesde la ley no tenían mucha confianza en ella.
Una comprobación de los hospitales y clínicas cercanos reveló que
Miguel Pérezhabía sido tratado en el Hospital Monte Sinaí el 9 de junio
por una grave laceración enel cuero cabelludo. Por lo menos, eso
explicaba los puntos frescos que tenía en lacabeza y las abrasiones en
las rodillas. Con toda probabilidad, también explicaba la
52. 52sangre encontrada en el cajetín eléctrico y el envoltorio de
celofán del paquete decigarrillos en el callejón. Quizá no fuera tan
inusual que asaltaran a un traficante de drogas. La pregunta era:¿Los
golpes y el robo se relacionaban con el asesinato? De no ser así, poco
ganaríanencontrando a Jesús Fernández, el hombre cuya fotografía
había sido señalada entre lasmás de cien por alguien que con
anterioridad había visto al hombre, pero que no habíapresenciado el
ataque. Las relaciones de la víctima con otros que vivían en el edificio
aún no se habíandeterminado. A las 18:30 del 12 de junio, los
detectives Murphy y Hanlon localizaron alencargado del edificio donde
había tenido lugar el tiroteo. Éste les explicó que acababade empezar
en el trabajo y afirmó que no conocía muy bien a los inquilinos. Les
informó a los detectives que el encargado anterior, quien había vivido
en unapartamento de una planta de arriba del edificio, había
desaparecido varios días antesdel crimen. Dijo que corrían rumores de
que traficaba con drogas. Afirmó no conocer sunombre. El vecindario
se componía de hoteles que en el pasado habían sido decientes,
cuyasantiguas habitaciones hacía tiempo que habían sido convertidas
en apartamentospequeños y que se alquilaban por “temporada”, mes o
semana. Algunos de losinquilinos eran ancianos dependientes de la
Seguridad Social, familias que vivían de lacaridad y gente de paso que
una semana vivía en un lugar y la siguiente en otro. En las atestadas
zonas urbanas donde poca gente sabe algo de sus vecinos y, por
logeneral, se preocupan aún menos, siempre hay alguien que tiende a
ser curioso por puroaburrimiento, o, al menos normalmente, siente
curiosidad cuando sucede algo fuera delo corriente. La cuestión radica
en dar con esa persona. Los detectives decidieron hablar con los
residentes de los edificios adyacentes paraver si alguien podía
proporcionarles información relevante. Tuvieron mucha suerte. Un
hombre cuyo apartamento daba al callejón del edificio de la escena del
crimenaún no había sido interrogado por los agentes, y tenía mucho
que contar. El detective Murphy resumió la información. —La noche del
homicidio miró por su ventana y vio un coche más o menos situadoen
el centro del callejón. Parecía que había alguien detrás del volante.
Salió deldormitorio y se dirigió al balcón, y cuando llegó allí, el coche
ya se encontraba próximoa la puerta trasera del edificio de
apartamentos de la víctima. ”Mientras miraba desde allí, oyó seis o
siete disparos. Observó que un individuo salíadel edificio, se metía en
el coche y, luego, que el coche emprendía la marcha hacia elnorte por
el callejón; el vehículo giró a la izquierda en la Calle Diez y prosiguió
hacia eloeste. ”La descripción que dio del coche era que se trataba de
un vehículo oscuro, parecidoa un Camaro o un Firebird. A él le dio la
impresión de que podía haber tenido unaespecie de emblema en la
capota. También describió las ropas que vestían. Le dijo aldetective lo
que llevaban puesto el conductor y el pasajero. ”Después de hablar
con él, regresamos a la escena y, usando nuestra unidad,colocamos
nuestro coche tal como el testigo creyó verlo y lo fotografiamos.
Hicieron que el testigo mirara las mismas fotografías policiales que
Phillip Ruizhabía inspeccionado antes. —Por último, identificó a alguien
que se parecía mucho a Jesús Fernández, pero nohubo ninguna
identificación positiva de nadie —dijo el detective Murphy. La doctora
Valerie Rao informó sobre los hallazgos de la autopsia. Dijo que a
Pérezle habían disparado cinco veces, esclareciendo la impresión inicial
causada por puntosde salida limpios de algunas heridas. Algunos de
esos puntos de salida estaban
53. 53“abiertos” en apariencia, lo que significaba que el cuerpo se
hallaba contra algo comouna pared o el suelo, lo cual dificultaba que
las balas salieran. Ninguna de las heridasera de corta distancia. La
víctima tenía un tatuaje de una cruz en el hombro, con cuatro puntos a
cada ladode la cruz. También había un tatuaje de Santa Bárbara, una
deidad de la Santería. El informe de toxicología reveló la presencia de
Benzoylecgonina, un metabolito dela cocaína, en su orina. Pero la
forense adjunta advirtió que los estudios demuestran quees posible
tener tales metabolitos en la orina hasta 19 horas después de haber
consumidococaína, de modo que eso no era particularmente
significativo. Llegaron otros informes de laboratorio. Muestras tomadas
de las manos de la víctimano mostraron que hubiera disparado un
arma recientemente. Eso eliminaría cualquierfutura alegación del
sospechoso de que lo mató en defensa propia. Las superficies de
laescena del crimen no habían conducido a ninguna huella dactilar, e
incluso las 18huellas dactilares latentes sacadas del exterior de la
puerta de entrada resultaron serinútiles en cuanto a propósitos de
comparación. En los días que siguieron, la división de homicidios
recibió numerosas llamadasfrenéticas de Phillip Ruiz, quien siempre
informaba que acababa de ver a lossospechosos en la zona, pero los
detectives jamás pudieron llegar a tiempo paraaprehenderlos. Gracias
a una investigación paciente, los oficiales de la ley descubrieron que
lavíctima le decía a la gente que era un vendedor de joyas, pero no
encontraron nada quelo verificara. El 17 de junio, los detectives
rastrearon recibos encontrados en los efectos de lavíctima hasta una
agencia de alquiler de coches. Indagaron que Miguel Pérez
alquilabacoches por semana, uno distinto cada mes, lo cual no era una
manera muy económica dealquilar vehículos. Estaba claro que no
mantenía su extraño estilo de vida vendiendojoyas inexistentes.
Gracias a la factura eléctrica y a una referencia de una oficina de
bonos de comidaencontradas en el apartamento del hombre muerto,
los detectives finalmente fueroncapaces de localizar el 1 de julio a la
esposa separada de la víctima. Por medio de untraductor, les contó
que ella y su marido tuvieron una pelea y que se emitió una orden
dearresto contra él por golpearla. Reconoció que había dos
apartamentos, uno registrado anombre de él y el otro al de ella. Afirmó
no conocer nada sobre el tráfico de drogas. Mencionó que su marido se
quedaba petrificado de miedo de alguien llamado Ocana,debido a una
animosidad reinante entre ellos desde Cuba. Dijo que había oído
queOcana se encontraba en Nueva York o New Jersey... no recordaba
cuál. La última vezque vio a Miguel Pérez fue una semana antes de su
muerte. El 9 de junio, los detectives decidieron interrogar a todo el
mundo de nuevo.Empezaron por Phillip Ruiz, el familiar de la víctima.
Parecía estar aterrado. Explicóque su relación con Miguel Pérez había
sido tensa, porque Pérez no aprobaba el estilode vida que él llevaba.
Entonces, Phillip Ruiz admitió ser homosexual. Eso no explicaba el
terror que experimentaba. Los oficiales de la ley sospecharonque temía
por su vida. Ruiz les contó que había localizado a una mujer y a su
amantepara que hablaran con ellos. Les instó a ponerse en contacto
con la pareja. Se pusieron a buscarlos, pero antes de que pudieran ser
localizados, el 13 de julio lamujer fue llevada ante ellos por el
Patrullero de Miami Beach, Armando Torres. En unaocasión el agente
había tramitado una denuncia puesta por ella sobre algún asunto, yella
le saludó en la calle. Le preguntó a Torres: “¿A quienes van a
encerrar... a la genteque lo mató o a la persona que les ordenó ir a
matarlo?
54. 54 Tenía información sobre el asesinato de Miguel Pérez, pero por
temor a represaliasquería estar segura de que todos los involucrados
iban a ser arrestados. Tan pronto como el agente descubrió que el
asunto pertenecía a homicidios, la llevóa la comisaría. Le dijo que si
había suficientes pruebas contra una persona, en verdadque sería
arrestada. Ella decidió arriesgarse. Los detectives Murphy y Hanlon
noestaban de servicio, pero llegaron a las 20:30 para interrogarla. —
Estaba muy nerviosa —recordó Murphy—, y había ciertas cosas que
queríamostocar para cerciorarnos de que ella sabía lo que había
pasado de verdad, pero sin hacerlepreguntas que sugirieran sus
respuestas. Salió bien. Los detectives de Miami Beach graban todos los
interrogatorios. Su historia se centróen alguien apodado “El Chino”,
que era amante de una muchacha que ella conocía.Contó que unos
días antes del asesinato se encontraba en la casa de El Chino. Le
oyóquejarse de que no quería pagar una deuda que tenía con Miguel
Pérez. El Chinomencionó que le había dicho a un hombre llamado
Ocana y a otro apodado “Jabao” que“se encargaran de su problema
con Pérez”. Les dijo que podían repartirse a mediascualquier dinero o
drogas que encontraran. Aproximadamente a las 10:00 horas del día
del asesinato, relató ella, Ocana fue a suapartamento mientras Jabao
esperaba en el coche. “El problema de El Chino estáresuelto”, afirmó
Ocana. Le contó que había apaleado seriamente a Pérez, le
habíaquitado sus cadenas de oro y lo había abandonado dándole por
muerto. Luego Ocana semarchó. Aquella noche, a eso de las 23:15
horas, Ocana y Jabao regresaron a su apartamento.Ocana quería que
ella y su amigo los acompañaran a la casa de El Chino a buscar
unacadena y un revólver. Dijo que le habían contado que Miguel Pérez
seguía con vida yque ahora iba a matarlo porque prefería matar a que
lo mataran. Cuando salieron del apartamento, se subieron a un Camaro
negro de dos puertas.Ocana comentó que acababa de robarlo para el
asunto de esa noche, ya que su propiocoche era muy conocido en la
zona. En casa de El Chino, éste le dio a su amigo una cadena de oro
para que se laentregara a Ocana, quien estaba esperando en el coche.
Le dijo a los oficiales quereconoció que la cadena pertenecía a Miguel
Pérez. Volvieron junto a Ocana y Jabao asu apartamento. Antes de que
ella y su amigo bajaran del coche, Ocana le mostró unrevólver del
calibre 38 y Jabao exhibió una pistola negra semiautomática. Entonces
le contó a los detectives Murphy y Hanlon que a eso de las 2: 30 de
lamadrugada del siguiente día, 11 de junio, El Chino fue a su
apartamento. Le dijo queJabao y Ocana habían matado a Pérez y
solucionado su problema. —Ahora no tengo que pagarle el dinero —
comentó con placer maligno—. Esa gentese va a marchar. Pero no
puedo ser visto con ellos, así nadie pensará que yo soy quienlos envió
a matarlo. En otro interrogatorio con el amigo de la mujer, Murphy y
Hanlon fueron capaces deconseguir otra pieza de información. Les dijo
que el 10 de junio, a eso de las 23:15,mientras iban en el Camaro
negro que Ocana había robado, se pararon en unagasolinera. Ocana
bromeó que iba a llenar el depósito4 con gasolina y luego llenar
aMiguel Pérez con balas. De acuerdo, los detectives quisieron saber si
él conocía los nombres verdaderos de ElChino, Ocana y Jabao. Claro,
contestó la pareja, son Rolando Ocana y Jesús Fernández.Ella les
mostró la fotografía de El Chino y dijo que era Felipe Beltrán, el
antiguoencargado del edificio de apartamentos de la víctima.4 Juego
de palabras intraducible debido a que tank en inglés, entre sus
diversas acepciones, se puede usarpara tanque o carro de combate y
depósito de gasolina de un vehículo (N . del T.)
55. 55 De antiguos informes de arrestos por robo, los oficiales de la ley
consiguieronfotografías de Fernández y Ocana, que la pareja identificó
en el acto. La mujer lesproporcionó el nombre y la dirección de la
amante de Fernández, que vivía en Hialeah.La pareja también les
proporcionó la nueva dirección de Beltrán, donde les dijeron quese
había mudado 72 horas antes del asesinato. Ya tarde, el 16 de julio, los
detectives localizaron a la amiga de Fernández. Les contóque Jesús
Fernández estaba en la cárcel, en New Jersey, por un delito de robo. El
17 dejulio los oficiales la llevaron a declarar al cuartel general. —Al
principio —recordó el detective Murphy—, nos soltaba fragmentos y
piezassueltas, pero no toda la verdad. Poco a poco nos reveló que
Ocana y Fernández fueron abuscarla a su apartamento en Hialeah y la
llevaron en coche un trayecto largo. ”Pararon a cenar en la carretera y
después la condujeron a alguna parte y la hicieronbajar del coche.
Fernández la apuntó con un arma y le dijo que había llenado
deagujeros a Miguel Pérez. Incluso dijo que le había disparado seis
veces y que lequedaban tres balas. ”Luego la dejaron en algún sitio de
la Nacional 27, después de desembarazarse dealgunas pistolas y una
escopeta recortada. Se marcharon y ella tuvo que hacer autoestoppara
regresar a casa. A las 4: 00 de la madrugada los detectives la llevaron
a la zona de Okeechobee Road,donde ella creía que habían tirado las
armas. Las buscaron, pero fueron incapaces deencontrarlas. El 18 de
julio llevaron los resultados de su investigación a la oficina del fiscal
delestado y obtuvieron órdenes de arresto para Felipe Beltrán, Jesús
Fernández y RolandoOcana con cargos de conspiración y asesinato en
primer grado. Le notificaron a lasautoridades de New Jersey acerca de
las órdenes para Fernández y Ocana. —Fuimos donde supuestamente
vivía el señor Beltrán —recordó el detectiveMurphy—. Le encontramos
a las 17: 30 en el callejón a una manzana de distancia. Murphy se
acercó desde un extremo y el detective Hanlon y John Quiros desde
laotra dirección y atraparon al asustado sospechoso entre ellos. —
¡Somos oficiales de policía! —gritó Quiros—. Tranquilícese. ¡Está bajo
arresto! Beltrán fue aprehendido sin ningún incidente. Aparentemente,
en su mundo era unalivio verse atrapado entre hombres que sólo eran
polis en vez de entre otros traficantesde drogas que buscaban
venganza. Los oficiales le presentaron un impreso que decía: “Este
documento es paracertificar, habiendo sido informado de mis derechos
constitucionales de que no seregistre la casa aquí mencionada sin una
orden de registro y de mis derechos a negarmea consentir dicho
registro, que desde este momento autorizo a los representantes
delDepartamento de Policía de Miami Beach, Condado de Dade,
Florida, a llevar a cabo unregistro completo de mi residencia”. Beltrán
negó todo, incluso que conociera a la víctima. Pero firmó el impreso
deautorización de registro de sus habitaciones. Encontraron una
pequeña cantidad dedrogas. —También encontramos —informó luego
el detective Murphy— un rollo de bolsasde plástico transparentes, una
balanza de plástico verde, una lupa, cucharas de plástico,unos alicates
pequeños, un cortaúñas, dos frascos de cristal, una bolsa de
plásticogrande, un estuche marrón de una pistola, un cargador negro,
algunas municiones del 38Especial, y un revólver Rossi del 38 de tres
pulgadas. Después Phillip Ruiz les contaría que creía que el revólver
pertenecía a MiguelPérez, la víctima.
56. 56 Beltrán se negó a hablar, negándolo todo. Cuando le mostraron
el arma, empezó areconocer cosas a regañadientes. Admitió reconocer
a la víctima, pero dijo que se habíamudado del edificio varias semanas
antes del asesinato. Los oficiales de la ley teníanpruebas de todo lo
contrario: se fue sólo tres días antes. Cuando se le preguntó acerca de
la parafernalia de drogas, Beltrán tenía unaexplicación. —Afirmó —
recordó el detective Robert Hanlon— que Pérez vendía drogas y
quequería quedarse algo para él, ya que la policía andaba tras su pista.
Dijo que Pérez leacusó de informarle a la policía sobre él. Lo negó, por
supuesto ”Dijo que eran drogas que Pérez le había dado, que todo se
trataba de un error, queno le debía ningún dinero, y que había oído en
la calle que Pérez había establecido uncontrato de 10.000 dólares para
que le mataran. A veces la historia cambiaba. —Le preguntamos por
esa parafernalia de drogas, que indicaba que él estabatraficando —
añadió Murphy—. Dijo que la detective Wonder se las dio para
queactuara como mensajero para coger a Miguel Pérez. Eso no nos
pareció en absolutofactible. Cuando se lo preguntaron a la detective
Wonder, ella lo confirmó: —No tenía permiso de mí o de mi unidad para
tener droga alguna cuando notrabajara como informante confidencial.
Y aun cuando lo hiciera, no estaría en posesiónde ninguna droga a
menos que tuviera que entregársela a alguien. ”Jamás trabajó para
nosotros como confidente —recalcó ella—. Sería estúpido pormi parte
darle drogas de nuestra taquilla de narcóticos y decir que procedían de
MiguelPérez. Entonces me podrían meter a mí en la cárcel. Ni pensó lo
que decía. Se vioatrapado en su propia mentira. Beltrán fue encerrado.
Los otros dos sospechosos seguían sueltos. En Newark, New Jersey,
había tenido lugar el robo a un bar de la Avenida Prospecten 26 de
junio pasado. Se describió a los atracadores como dos varones de
aspectohispano. Poco después del robo un sospechoso fue arrestado
en la Avenida Bloomfield.Dijo llamarse Jesús Santiago. Un poco más
tarde, un hombre fue a la comisaría de Belleville, New Jersey, einformó
que un tiroteo acababa de tener lugar a una manzana de distancia, en
la CalleWilliam y la Avenida Washington. En la escena del suceso, los
agentes encontraron aun hombre joven en una furgoneta. Sangraba
ligeramente de una herida en la cabeza. Laventanilla de atrás había
sido destrozada por una bala, y se podía ver el proyectil alojadoen la
puerta. La reducida multitud que se había agrupado allí informó que el
agresor, un varónhispano sin afeitar —de un metro setenta y cinco
centímetros de altura, complexióndelgada, pelo castaño revuelto,
vestido con pantalones oscuros, una camisa azul yblanca, una
cazadora de cuero y una gorra de béisbol— se había dado a la fuga
endirección a la Calle William. Los coches patrulla en el acto
establecieron un perímetro. Dos oficiales de la policíade Belleville,
Charles Hood y Gregory MacDonald, iniciaron la búsqueda a pie desde
ellímite de Newark de regreso hacia Belleville. —Había unos garajes
con las puertas abiertas —recordó el oficial Hood—, y yo entréen
algunos. Entonces vi a un hombre agazapado detrás de una piscina
cubierta con unaloneta en un patio trasero. Había otro hombre en el
patio con una linterna. Le grité:“¿Quien es ese individuo?” Me dijo que
no lo sabía.
57. 57 ”Mientras me acercaba al sospechoso, éste intentó escapar
corriendo y salir del patio,al tiempo que gritaba y me insultaba. Le
derribé al suelo y luchamos. Otros agentesoyeron el estrépito y
vinieron en mi ayuda y esposamos al sospechoso. El oficial MacDonald
realizó una barrida circular de la zona. Vio la loneta que cubríala
piscina donde se había visto por primera vez al sospechoso. La levantó
y encontróuna pistola de nueve milímetros. —Cuando volvimos a la
escena del crimen —recordó Hood—, había una multitud enla esquina.
Todo el mundo estaba diciendo: “Ése es el tipo que le disparó a
nuestroamigo”. Fue unánime. El sospechoso dijo llamarse Jesús
Jiménez. A diferencia de la población de Miami,en la que una de cada
tres personas habla español, nadie de la policía de Belleville lohablaba.
Tuvieron un grave problema de comunicación con el sospechoso. Pero
el detective José Sánchez del departamento de robos de la policía de
Newark,New Jersey, nació en Puerto Rico y había vivido allí hasta la
edad de 18 años. Hablabaun español fluído. —El detective de Miami
Beach, John Murphy, me llamó el 18 de julio —recordóSánchez—, y por
la información recibida, creía que las personas a las que yoinvestigaba
por robo estaban involucradas en un caso de homicidio en Florida.
Meproporcionó la información en cuanto a sus nombres verdaderos.
Mencionó a RolandoOcana y a Jesús Fernández. Me dijo que iba a
enviarme las huellas dactilares y lasfotografías en el último vuelo con
destino Newark. Sánchez fue a la Cárcel del Condado de Essex a
interrogar a “Jesús Jiménez”, queahora sabía que era Jesús Fernández,
y a “Jesús Santiago”, quien en realidad eraRolando Ocana. —Me
identifiqué a Fernández —dijo el detective Sánchez— y le dije que
estaba allípara interrogarle sobre un robo en Newark y otras cosas de
las que creía que teníamosque hablar, tales como quién era y cómo
había llegado a Newark, y todo lo demás. ”Me contó que había
conocido a su compañero, Rolando Ocana, en Miami. Lo veíadesde
hacía un par de meses, y algo sucedió allí y tuvieron que irse. ”Le pedí
que fuera específico sobre lo que sucedió. Me contó que estaba en
MiamiBeach y que Rolando Ocana fue a verlo y dijo: “Vayamos a una
casa en la playa. Tengoque hacer algo, y luego habré terminado”. Así
que subió a un coche, que era un Camarooscuro. Fernández le dijo al
detective Sánchez que vino a los Estados Unidos en 1980 y
quehabitualmente trabajaba en restaurantes en Las Vegas. En ciertos
momentos de laconversación habló a gran velocidad y pareció agitado.
—En algunos momentos de la charla —recordó Sánchez—, a menudo
se quedaba ensilencio. Tuve que repetirle las preguntas varias veces.
Me contestaba “Ya es suficiente,no quiero hablar más”. Entonces, yo
me acomodaba en la silla y aguardaba hasta querecobraba la
compostura y empezaba a hablar de nuevo. ”Me contó wur estaba con
Rolando Ocana, quien conducía un Camaro oscuro endirección a la
playa. Ocana le pidió que esperara en el coche. Dijo: “estaba
esperando y,de repente, oí disparos. No recuerdo cuántos fueron, pero
inmediatamente después vi aRolando corriendo de regreso al coche,
muy nervioso. Subió y nos largamos. Fernández afirmó que no podía
identificar una fotografía de Felipe Beltrán. Cuando Sánchez intentó
hablar con Ocana, recibió una comunicación distinta. —En aquella
época —dijo Sánchez— no hablaba con nadie. Me echó de la celda,
meinsultó y se negó a decirme nada. Quería saber dónde estaba su
abogado, y qué hacía yoallí. Resultó que tampoco quiso hablar con su
abogado de New Jersey.
58. 58 El detective Robert Hanlon de Miami Beach voló a New Jersey.
Hizo que lasautoridades examinaran la pistola que Fernández había
escondido debajo de la lonetajusto antes de ser detenido. Se llevó los
proyectiles de vuelta a Miami, donde expertosen armas de fuego
determinaron que eran del arma que había matado a Miguel Pérez. Los
sospechosos fueron trasladados al Condado de Dade, Florida, para ser
juzgados.La amiga de Fernández declaró que él le había dicho que le
disparó a Miguel Pérez seisveces y que le quedaban tres balas en la
pistola. La acusación fiscal señaló que la pistolaque tenía en el
momento de su arresto en New Jersey disparaba nueve balas.
Lossospechosos fueron juzgados por separado y cada uno fue
encontrado culpable. Jesús Fernández y Rolando Ocana recibieron
sentencias a cadena perpetua. FelipeBeltrán fue sentenciado a 10 años
de prisión. El 24 de junio, Phillip Ruiz había regresado al cuartel general
de la Policía de MiamiBeach con información que afirmó había temido
dar antes. Dijo que Miguel Pérez lehabía contado el día que lo
apalearon que Beltrán lo iba a matar. También dijo que élhabía visto a
Beltrán llevando el medallón de Miguel el 4 de julio. Declaró que
Beltrán incluso lo había ido a ver después del asesinato,
diciéndole:“Escucha, el problema no es contigo, era con Miguel”. Por
último, a regañadientes,reconoció que su pariente, la víctima, sí había
sido un traficante de drogas. —Entonces Phillip Ruiz se echó a llorar —
recordó el detective Murphy—. El motivoque nos dio fue que tuvo
miedo de contarnos antes que Miguel Pérez traficaba condrogas debido
a que temía que no trabajaríamos en el caso con tanto ahinco si
sabíamosque era un traficante. ”Le dijimos que el trabajo que le
dedicábamos a cada caso era el que éste requería.Todos reciben el
mismo tratamiento. [NOTA DEL EDITOR AMERICANO: Phillip Ruiz no es
el nombre verdadero de la persona así llamada en la historia. Se ha
usado un nombre ficticioporque no hay razón para el interés público en
la identidad de esta persona.] MURDERED AT THE FOOT OF A VOODOO
ALTAR Extraído de la revista Oficial Detective, 1988 Richard Shrout
Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3. LOS
ESPELUZNANTES SECRETOS DEL RANCHO SANTA ELENA BRAD
STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGERE n abril de 1989, varios oficiales
de la policía mexicana siguieron a un miembro de un culto satánico,
enloquecido por la droga, que les condujo hasta un gran caldero negro
en cuyo interior encontrarían un cerebro humano, una concha
detortuga, una herradura, una columna vertebral humana, y varios
huesos humanospuestos a hervir en sangre. Durante el primer día de
excavaciones en los terrenos del Rancho Santa Elena, en lasafueras de
Matamoros, México, saldrían a la superficie una docena de cuerpos
humanos
59. 59mutilados. Algunas de las víctimas habían sido acuchilladas,
golpeadas, tiroteadas,colgadas o hervidas vivas. Algunas habían
sufrido mutilaciones rituales. Los monstruos humanos responsables de
estos horripilantes actos fueron Adolfo deJesús Constanzo, un
traficante de drogas y Alto Sacerdote, y Sara María Aldrete, unajoven y
atractiva mujer que llevaba una increíble doble vida como Alta
Sacerdotisa delhorror y como estudiante honoraria del Texas
Southmost College, en Brownsville. Laesencia de este culto el “mal por
amor al mal” de Adolfo y Sara, era el sacrificiohumano. Si bien, por una
parte es ciertamente evidente que estas ejecuciones rituales
eranempleadas como una herramienta disciplinaria por Constanzo, el
señor de la droga, nose deben dejar a un lado estos asesinatos como
simples y espeluznantes leccionesmotivadas por el propósito de
reforzar la obediencia absoluta de los miembros del gang.Como en
todos los casos de sacrificios satánicos rituales, Constanzo prometía a
susseguidores que así obtendrían el poder de absorber la esencia
espiritual de sus víctimas.Los crueles y horribles asesinatos se
realizaban al tiempo que se oraba para conseguirfuerza, riqueza y
protección contra el daño físico y contra la policía. SANTERIA: UN
CULTO DE SACRIFICIO CON CIEN MILLONES DE SEGUIDORESLa madre
de Adolfo Constanzo era practicante de “Santería”, una amalgama
religiosaque ha evolucionado a partir de la mezcla de los espíritus
adorados por los esclavosafricanos con la jerarquía de santos
intercesores de sus amos Católicos Romanos. Lejosde ser un oscuro
culto, la “Santería” tiene como mínimo unos cien millones
deseguidores, la mayoría de ellos en el Caribe y Sudamérica. Aunque
los ritosde “Santería” suelen incluir el sacrificio de aves y animales
pequeños, se trata de unareligión esencialmente benigna. Fue a finales
del verano de 1989 cuando Constanzo decidió crear su
propiosincretismo religioso. Comenzando con las creencias de
“Santería” de su madre,introdujo en ellas algunos elementos del vudú.
Después, prosiguió añadiendo lasviolentas prácticas del “Palo
Mayombe”, un maligno culto Afrocaribeño, combinándoloademás con
“santismo”, un particularmente sangriento ritual azteca. Pero, fuera
como fuera que Constanzo realizara la mezcla de ingredientes de
suterrible expresión religiosa, el ensangrentado altar sacrificial acabó
convirtiéndose en elcentro de su cruel cosmología. EL DICTADOR
MANUEL NORIEGA Y SU BRUJA VUDÚPoco después de que el dictador
Manuel Noriega cayera del poder, fuentes de laInteligencia de los
Estados Unidos revelaron que el verdadero gobernante de
Panamáhabía sido un practicante del vudú, una mujer llamada María
da Silva Oliveira, unaanciana sacerdotisa de sesenta años, procedente
del Brasil, que practicaba el“Candomblé” y el “Palo Mayombe”. Varios
testigos han establecido que Noriega creía ciegamente en su collar
vudú, ensu bolsa de hierbas, y en cierto encantamiento escrito sobre
un trozo de papel paraprotegerle. El periodista John South, escribiendo
desde la Ciudad de Panamá, capital dePanamá, cuenta que todos
aquellos próximos al dictador eran conscientes de que éste nohacía ni
un simple movimiento sin consultar primero a María. Cuando los
soldados americanos encontraron la casa que Noriega había regalado a
subruja vudú, hallaron evidencias de hechizos que atentaban contra la
vida del ex—Presidente Ronald Reagan y contra la del Presidente Bush.
María había escrito cantos
60. 60rituales especiales para que Noriega los repitiera sobre las
fotografías de sus enemigos,mientras quemaba velas vudú y polvos
mágicos. De acuerdo con la Inteligencia de los Estados Unidos, la
propia red de espionaje deNoriega le había informado de que las
fuerzas estadounidenses planeaban invadirPanamá el 20 de diciembre
de 1989. El dictador ordenó a María que llevara a caboinmediatamente
un sacrificio que determinara la validez de estos informes
deInteligencia. Durante una ceremonia ritual, María degolló y abrió los
estómagos de varias ranas,de forma que pudiera estudiar sus
entrañas. Su interpretación de las entrañas la llevó apredecir la
invasión estadounidense para el 21 de diciembre. Poniendo más
confianza en su sacerdotisa vudú que en su red de Inteligencia,Noriega
creyó a María. Consecuentemente, no había puesto a sus tropas en
movimientocuando las fuerzas de los Estados Unidos atacaron el 20 de
diciembre, un día antes de loque había profetizado el sacrificio. Y así,
Noriega perdió también la oportunidad deescapar, huyendo por delante
del ejército invasor. THE GRISLY SECRETS OF RANCHO SANTA ELENA
Extraído de Demon Deaths, 1991 Brad Steiger & Sherry Hansen Steiger
Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 PALOMOS
DEL INFIERNO ROBERT E. HOWARDI—EL SILBADOR EN LA OSCURIDADG
riswell despertó repentinamente con todos los nervios vibrando por
una premonición de inminente peligro. Miró a su alrededor con aire
aturdido, incapaz al principio de recordar dónde estaba o qué hacía allí.
La luz de la lunase filtraba a través de las polvorientas ventanas, y la
enorme estancia vacía con sualtísimo techo y el negro boquete de su
hogar resultaba espectral y desconocida. Luego,a medida que emergía
de las telarañas de su reciente sueño, recordó dónde seencontraba y
qué estaba haciendo allí. Volvió la cabeza y miró a su compañero,
quedormía en el suelo, cerca de él. John Branner no era más que una
alargada forma en laoscuridad que la luna apenas teñía de gris.
Griswell trató de recordar lo que le había despertado. En la casa no se
oía ningúnsonido; fuera, todo estaba igualmente silencioso: el siseo de
la lechuza llegaba de muylejos, del bosque de pinos. Finalmente,
Griswell capturó el huidizo recuerdo. Lo que lehabía asustado hasta el
punto de despertarle era una pesadilla espantosa. El recuerdofluyó
ahora a raudales, reproduciendo como en un aguafuerte la abominable
visión. Aunque, ¿había sido un sueño? Tenía que haberlo sido, desde
luego, pero se habíamezclado tan extrañamente con recientes
acontecimientos reales que resultaba difícilsaber dónde terminaba la
realidad y dónde empezaba la fantasía. En sueños, le había parecido
revivir sus últimas horas de vigilia con todo detalle. Elsueño había
empezado, bruscamente, cuando John Branner y él llegaban a la vista
de lacasa donde ahora se encontraban. Habían llegado por un camino
vecinal lleno de baches
61. 61que discurría entre los numerosos pinares —John Branner y él—,
procedentes de NuevaInglaterra, en viaje de vacaciones. Habían
divisado la antigua casa con sus galeríascubiertas alzándose en medio
de una jungla de arbustos y malas hierbas en el momentoen que el sol
se ocultaba detrás de ella. Estaban agotados, mareados por el
traqueteo del automóvil sobre aquellos infamescaminos. La antigua
casa desierta excitó su imaginación con su aspecto de
pasadoesplendor y definitiva ruina. Dejaron el automóvil junto al
camino, y mientrasavanzaban a través de una maraña de maleza unos
cuantos palomos se alzaron de lasbalaustradas de la casa y se alejaron
con un leve batir de alas. La puerta de madera de encima estaba
abierta. Una espesa capa de polvo cubría elsuelo del amplio vestíbulo y
los peldaños de la escalera que conducía al piso superior.Cruzaron otra
puerta que se abría al vestíbulo y penetraron en una habitación
vacía,grande, polvorienta, llena de telarañas. Las cenizas del hogar
estaban cubiertas de polvo. Discutieron la conveniencia de salir a
buscar un poco de leña y encender fuego, perodecidieron no hacerlo. A
medida que el sol se hundía en el horizonte, la oscuridadllegaba
rápidamente, la oscuridad negra, absoluta, de los terrenos poblados de
pinos.Los dos amigos sabían que en los bosques meridionales
abundaban las culebras y lasserpientes de cascabel, y no les sedujo la
idea de salir a buscar leña a oscuras. Abrieronunas latas de conservas,
cenaron frugalmente, luego se enrollaron en sus mantas delantedel
vacío hogar e inmediatamente se quedaron dormidos. Esto, en parte,
era lo que Griswell había soñado. Vio de nuevo la maltrecha
casairguiéndose contra los arreboles de la puesta de sol; vio la
bandada de palomos queemprendían el vuelo mientras Branner y él se
acercaban a la casa. Vio la sombríahabitación donde ahora se
encontraban, y vio las dos formas que eran su compañero y élmismo,
envueltos en sus mantas y tendidos en el polvoriento suelo. A partir de
estepunto su sueño se modificó sutilmente, pasando de lo real a lo
fantástico. Griswellestaba asomado a una estancia sombría, iluminada
por la grisácea luz de la luna quepenetraba por algún lugar ignorado,
ya que en aquella estancia no había ningunaventana. Pero a la
grisácea claridad Griswell vio tres formas silenciosas que
colgabansuspendidas en hilera, y su inmovilidad despertó un helado
terror en su alma. No se oíaningún sonido, ninguna palabra, pero
Griswell intuía una presencia terrible agazapadaen un oscuro rincón...
Bruscamente volvió a encontrarse en la estancia polvorienta, detecho
alto, delante del gran hogar. Estaba tendido en el suelo, envuelto en
sus mantas, mirando fijamente a través delsombrío vestíbulo, hacia un
lugar bañado por un rayo de luna, en la escalera queascendía al piso
superior. Allí había algo, una forma inclinada, completamente
inmóvilbajo el rayo de luna. Pero una sombra borrosa y amarillenta que
podría haber sido unrostro estaba vuelta hacia él, como si alguien
agachado en la escalera les estuvieracontemplando. Un escalofrío
recorrió todo su cuerpo, y en aquel momento sedespertó..., si es que
en realidad había estado durmiendo. Parpadeó varias veces. El rayo de
luna caía sobre la escalera, en el lugar exactodonde había soñado que
lo hacía; pero Griswell no vio ninguna figura acechante. Sinembargo, su
cuerpo seguía temblando a causa del miedo que le había inspirado el
sueñoo la visión que acababa de tener; sus piernas estaban heladas,
como si las hubierasumergido en agua fría. Griswell hizo un
movimiento involuntario para despertar a su compañero, cuando
unrepentino sonido le dejó paralizado. Era un silbido procedente del
piso superior. Suave y fantasmal, iba subiendo de tono,sin desgranar
ninguna melodía determinada. Aquel sonido, en una casa
supuestamentedesierta, resultaba bastante alarmante; pero lo que
heló la sangre en las venas de
62. 62Griswell fue algo más que el simple miedo a un invasor físico. No
habría podidodefinirse a sí mismo el terror que se apoderó de él. Pero
las mantas de Branner semovieron, y Griswell vio que su compañero
estaba sentado. La forma de su cuerpo sedibujaba vagamente en la
oscuridad, con la cabeza vuelta hacia la escalera, como siescuchara
con mucha atención. El misterioso silbido aumentó todavía más
enintensidad. —¡John! —susurró Griswell, con la boca seca. Habría
querido gritar..., decirle a Branner que arriba había alguien, alguien
cuyapresencia podía resultar peligrosa para ellos; que tenían que
marcharse inmediatamentede la casa. Pero la voz murió en su
garganta. Branner se había puesto en pie. Sus pasos resonaron en el
vestíbulo mientras locruzaba en dirección a la escalera. Empezó a subir
los peldaños, una sombra más entrelas sombras que le rodeaban.
Griswell continuó tendido, incapaz de moverse, en medio de un
verdadero torbellinomental. ¿Quién estaba silbando arriba? Vio a
Branner pasar por el lugar iluminado porel rayo de luna, vio su cabeza
extrañamente erguida, como si estuviera mirando algo queGriswell no
podía ver, encima y más allá de la escalera. Pero su rostro era
taninexpresivo como el de un sonámbulo. Cruzó la zona iluminada y
desapareció de lavista de Griswell, a pesar de que este último trató de
gritarle que regresara. Pero de su garganta sólo salió un ahogado
susurro. El silbido fue desvaneciéndose hasta morir del todo. Griswell
oyó crujir los peldañosbajo las botas de Branner. Ahora había
alcanzado el rellano superior, ya que Griswelloyó resonar sus pasos por
encima de su cabeza. Repentinamente, los pasos sedetuvieron, y la
noche entera pareció contener la respiración. Luego, un espantoso
gritorompió el silencio, y Griswell se incorporó, gritando a su vez. La
extraña parálisis que le impidió moverse había desaparecido. Dio un
paso hacia laescalera, y luego se detuvo. Volvían a resonar los pasos.
Branner estaba de regreso. Nocorría. Andaba incluso con más lentitud
que antes. Los peldaños de la escaleravolvieron a crujir. Una mano,
que se movía a lo largo de la barandilla, quedó iluminadapor el rayo de
luna; luego la otra, y un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de
Griswellal ver que esta segunda mano empuñaba un hacha..., un hacha
de la cual goteaba unlíquido oscuro. ¿Era Branner el que estaba
descendiendo la escalera? ¡Sí! La figura había cruzado ahora el rayo de
luna, y Griswell la reconoció. Luegovio el rostro de Branner, y una
ahogada exclamación brotó de sus labios. El rostro deBranner estaba
pálido, cadavérico; unas gotas de sangre se desprendían de él; sus
ojos,vidriosos, tenían una fijeza obsesionante; y la sangre manaba
también de la heridaclaramente visible en su cabeza. Griswell no
recordó nunca exactamente cómo consiguió salir de aquella
malditacasa. Más tarde conservó un recuerdo confuso de haber saltado
a través de unapolvorienta ventana llena de telarañas, de haber
corrido ciegamente a través de lamaleza, aullando de terror. Vio la
negra barrera de los pinos, y la luna flotando en unaneblina roja como
la sangre. Al ver el automóvil aparcado junto al camino recobró parte
de su cordura. En unmundo que había enloquecido de repente, aquél
era un objeto que reflejaba una prosaicarealidad; pero en el momento
en que se disponía a abrir la portezuela, un espantosochirrido resonó
en sus oídos, y una forma ondulante avanzó la cabeza hacia él desde
elasiento del conductor, mostrando una lengua ahorquillada a la luz de
la luna. Con un aullido de terror, Griswell echó a correr hacia el camino,
como corre unhombre en una pesadilla. Corría a ciegas. Su aturdido
cerebro era incapaz de ningún
63. 63pensamiento consciente, Se limitaba a obedecer al instinto
primario que le impulsaba acorrer..., correr..., correr hasta caer
exhausto. Las negras paredes de los pinos surgían interminablemente
a su lado, hasta el puntode que Griswell tenía la sensación de no
moverse de sitio. Pero súbitamente un sonidopenetró la niebla de su
terror: el inexorable rumor de unos pasos que le seguían.Volviendo la
cabeza, vio a alguien que avanzaba detrás de él..., lobo o perro, no
habríapodido decirlo, pero sus ojos ardían como bolas de fuego verde.
Griswell aumentó lavelocidad de su carrera, dio la vuelta a una curva
del camino y oyó relinchar a uncaballo; vio la grupa del animal y oyó
maldecir al jinete que lo montaba; vio un brilloazulado en la mano
levantada del hombre. Griswell se tambaleó y tuvo que agarrarse al
estribo del jinete para no caer al suelo. —¡Por el amor de Dios,
ayúdeme! —jadeó—. ¡La cosa! ¡Ha asesinado a Branner..., yme está
persiguiendo! ¡Mire! Dos bolas de fuego ardían entre los arbustos en la
revuelta del camino. El jinetevolvió a maldecir y disparó tres veces
consecutivas. Las bolas de fuego sedesvanecieron y el jinete, librando
su estribo del agarrón de Griswell, hizo avanzar sucaballo hacia la
revuelta. Griswell dio unos pasos vacilantes, temblando como
unazogado. El jinete desapareció unos instantes de su vista; luego
regresó al galope. —Ha desaparecido —dijo—. Supongo que era un
lobo, aunque nunca oí quepersiguieran a un hombre. ¿Sabe usted lo
que era? Griswell se limitó a sacudir débilmente la cabeza. El jinete,
recortándose contra la luz de la luna, le miraba desde lo alto,
empuñandoaún en su mano derecha el humeante revólver. Era un
hombre robusto, de medianaestatura, y su ancho sombrero y sus botas
le señalaban como un nativo de la región tanclaramente como el
atuendo de Griswell revelaba en él al forastero. —¿Qué es lo que ha
sucedido? —preguntó el jinete. —No lo sé —respondió Griswell—. Me
llamo Griswell. John Branner, el amigo queviajaba conmigo, y yo nos
detuvimos en la casa abandonada que hay al otro lado delcamino para
pasar allí la noche. Algo... —el recuerdo le hizo estremecerse de horror
—.¡Dios mío! —exclamó—. ¡Debo de estar loco! Alguien se asomó por
encima de labarandilla de la escalera..., alguien que tenía el rostro
amarillento. Creí que estabasoñando, pero tiene que haber sido real.
Luego, alguien silbó en el piso de arriba, yBranner se levantó y subió la
escalera como un sonámbulo, o un hombre hipnotizado.Oí un grito;
luego, Branner volvió a bajar con un hacha ensangrentada en la mano,
y...¡Dios mío! ¡Estaba muerto! Le habían abierto la cabeza. Vi sus sesos
a través de laherida, y la sangre que manaba por ella, y su rostro era el
de un cadáver. ¡Pero bajó laescalera! Pongo a Dios por testigo de que
John Branner fue asesinado en aquel oscurorellano, y de que su
cadáver descendió luego la escalera con un hacha en la mano...¡para
asesinarme! El jinete no hizo ningún comentario; permaneció sentado
sobre su caballo como unaestatua, recortándose contra las estrellas, y
Griswell no pudo leer en su expresión, yaque su rostro estaba
ensombrecido por el ala de su sombrero. —Piensa usted que estoy loco
—murmuró Griswell—. Tal vez lo esté. —No se que pensar —respondió
el jinete—. Si no se tratara de la antigua casa de losBlassenville...
Bueno, veremos. Me llamo Buckner. Soy el sheriff de este
condado.Vengo de llevar a un negro al condado vecino y se me ha
hecho un poco tarde. Se apeó de su caballo y se quedó en pie junto a
Griswell, más bajo que él pero muchomás fornido. De su persona se
desprendía un aire de decisión y de seguridad en símismo, y no
resultaba difícil imaginar que sería un hombre peligroso en cualquier
clasede lucha.
64. 64 —¿Teme usted regresar a la casa? —preguntó. Griswell se
estremeció, pero sacudió la cabeza: revivía en él la obstinada
tenacidadde sus antepasados puritanos. —La idea de enfrentarme de
nuevo con aquél horror me pone enfermo —murmuró—. Pero, el pobre
Branner... Tenemos que encontrar su cadáver. ¡Dios mío! —
exclamó,desalentado por el abismal horror de la cosa—. ¿Qué es lo que
encontraremos? Si unhombre muerto anda... —Veremos. El sheriff ató
las riendas alrededor de su brazo izquierdo y empezó a llenar
loscilindros de su enorme revólver mientras andaban. Cuando llegaron
a la revuelta del camino, la sangre de Griswell estaba helada ante
elpensamiento de lo que podían encontrar en el camino, pero sólo
vieron la casairguiéndose espectralmente entre los pinos. —¡Dios mío!
—susurró Griswell—. Parece mucho más siniestra ahora que
cuandollegamos a ella y vimos aquellos palomos que volaban del
porche... —¿Palomos? —inquirió Buckner, dirigiéndole una rápida
mirada—. ¿Vio usted a lospalomos? —Desde luego. Una bandada, que
salió volando del porche. Caminaron unos instantes en silencio, hasta
que Buckner dijo con cierta brusquedad: —He vivido en esta región
desde que nací. He pasado por delante de la antigua casade los
Blassenville centenares de veces, a todas las horas del día y de la
noche. Peronunca he visto un solo palomo, ni en la casa ni en los
bosques de los alrededores. —Había una verdadera bandada —repitió
Griswell, sorprendido. —He conocido a hombres que juraron haber visto
una bandada de palomos posadosen el porche de la casa, a la puesta
del sol —dijo Buckner lentamente—. Todos erannegros, excepto uno.
Un trampero. Estaba encendiendo una fogata en el patio, dispuestoa
pasar allí aquella noche. Le vi al atardecer y me habló de los palomos.
A la mañanasiguiente volví a la casa. Las cenizas de su fogata estaban
allí, y su vaso de estaño, y lasartén en la cual frió su tocino, y sus
mantas, extendidas como si hubiera dormido enellas. Nadie volvió a
verle. Eso ocurrió hace doce años. Los negros dicen que ellospueden
ver a los palomos, pero ningún negro se atreve a pasar por este
camino despuésde la puesta del sol. Dicen que los palomos son las
almas de los Blassenville, que salendel infierno cuando se pone el sol.
Los negros dicen que el resplandor rojizo que se vehacia el oeste es la
claridad del infierno, porque a aquella hora las puertas del
infiernoestán abiertas para dar paso a los Blassenville. —¿Quiénes eran
los Blassenville? —preguntó Griswell, estremeciéndose. —Eran los
propietarios de todas estas tierras. Una familia franco—inglesa.
Llegaronprocedentes de las Indias Occidentales, antes de la
evacuación de Louisiana. La GuerraCivil les arruinó, como a otros
tantos. Algunos de sus miembros resultaron muertos enla guerra; la
mayoría de los otros murieron fuera de aquí. Nadie vivió en la
casasolariega a partir de 1890, cuando miss Elisabeth Blassenville, la
última del linaje,desapareció una noche de la casa y nunca regresó...
¿Es ése su automóvil? Se detuvieron al lado del vehículo, y Griswell
contempló morbosamente la antiguamansión. Sus polvorientos
ventanales estaban vacíos y oscuros; pero Griswellexperimentaba la
desagradable sensación de que unos ojos le acechaban con
expresiónhambrienta a través de los cristales. Buckner repitió su
pregunta. —Sí —respondió Griswell—. Tenga cuidado. Hay una
serpiente en el asiento..., opor lo menos estaba allí.
65. 65 —Ahora no hay ninguna —gruñó Buckner, atando su caballo y
sacando una linternade las alforjas—. Bueno, vamos a echar un vistazo.
Echó a andar hacia la casa con la misma tranquilidad que si se
dirigieran a efectuaruna visita de cumplido a unos amigos. Griswell le
siguió, pegado a sus talones,respirando agitadamente. La leve brisa
llevaba hasta ellos un hedor a corrupción y avegetación podrida, y
Griswell experimentó una intensa sensación de náusea, en la cualse
mezclaban el malestar físico y la angustia mental que provocaban
aquellas antiguasmansiones que ocultaban olvidados secretos de
esclavitud, de orgullo de raza, y demisteriosas intrigas. Se había
imaginado el Sur como una tierra lánguida y soleada,acariciada por
suaves brisas que transportaban cálidos aromas a flores y a
especias,donde la vida discurría plácidamente al ritmo de los cantos
que los negros entonaban enlos campos de algodón bañados por el sol.
Pero ahora acababa de descubrir otro aspecto,completamente
inesperado: un aspecto oscuro, impregnado de misterio. Y
eldescubrimiento le resultaba repulsivo. Cruzaron la pesada puerta de
madera de encima. La negrura del interior quedabaintensificada ahora
por el haz luminoso proyectado por la linterna de Buckner. Aquelhaz se
deslizó a través de la oscuridad del vestíbulo y trepó por la escalera, y
Griswellcontuvo la respiración, apretando los puños. Pero ninguna
forma demencial se revelóallí. Buckner avanzó con la ligereza de un
gato, la linterna en una mano, el revólver enla otra. Mientras
proyectaba la luz de su linterna en la habitación que se abría al pie de
laescalera, Griswell lanzó un grito..., y volvió a gritar, a punto de
desmayarse con elespectáculo que se ofrecía a sus ojos. Un rastro de
gotas de sangre cruzaba lahabitación, pasando por encima de las
mantas que Branner había ocupado, las cualesestaban extendidas
entre la puerta y las del propio Griswell. Y las mantas de Griswelltenían
un terrible ocupante. John Branner estaba tendido en ellas, boca abajo,
con unahorrible herida en la parte posterior de la cabeza. Su mano
extendida seguía empuñandoel mango de un hacha, y la hoja estaba
profundamente clavada en la manta y en el sueloque se extendía
debajo, en el lugar exacto donde había reposado la cabeza de
Griswellcuando dormía allí. Griswell no se dio cuenta de que se
tambaleaba ni de que Buckner le cogía,impidiendo que cayera al suelo.
Cuando recobró el conocimiento, la cabeza le dolíaterriblemente y todo
parecía dar vueltas alrededor. Buckner proyectó el haz luminoso de su
linterna sobre su rostro, haciéndoleparpadear. La voz del sheriff llegó
desde más allá de la brillante claridad: —Griswell, me ha contado usted
una historia muy difícil de creer. Vi algo que leperseguía a usted, pero
aquello era un lobo, o un perro salvaje. ”Si está ocultando algo, será
mejor que lo escupa ahora. Lo que me ha contado a míes insostenible
ante cualquier tribunal. Va usted a enfrentarse con la acusación de
haberasesinado a su compañero. Tengo que detenerle. Si es usted
sincero conmigo, las cosasserán mucho más fáciles. Ahora dígame,
¿mató usted a este hombre, Griswell? ”Supongo que ocurriría algo
parecido a esto: discutieron ustedes por algo, ladiscusión se agrió,
Branner empuñó un hacha y le atacó, pero usted consiguiódesarmarle,
le abrió la cabeza de un hachazo y volvió a dejar el arma en sus
manos...¿Me equivoco? Griswell ocultó la cara entre sus manos,
sacudiendo la cabeza. —¡Dios mío! ¡Yo no maté a John! ¿Por qué iba a
hacer una cosa así? John y yoéramos amigos de la infancia. Le he dicho
a usted la verdad. No puedo reprocharle austed que no me crea. Pero
juro por Dios que es la verdad. La luz volvió a iluminar la abierta
cabeza de Branner, y Griswell cerró los ojos.
66. 66 Oyó que Buckner gruñía: —Creo que le mataron con el hacha
que tiene en la mano. Hay sangre y sesospegados a la hoja, y unos
cuantos cabellos del mismo color que los suyos. Eso empeoralas cosas
para usted, Griswell. —¿Por qué? —gimió Griswell con voz temblorosa.
—Elimina toda posibilidad de alegar defensa propia. Branner no pudo
atacarle conese hacha después de que usted le abrió la cabeza con
ella. La herida es mortal denecesidad. Debió usted arrancar el hacha
de su cabeza, clavarla en el suelo y colocar susdedos alrededor del
mango para que pareciera que él le atacaba. Una maniobra
muyhábil..., si hubiera utilizado usted otra hacha. —Pero yo no le maté
—gimió Griswell—. No tengo la menor intención de alegardefensa
propia. —Eso es lo que me intriga —admitió Buckner francamente—.
¿Qué asesino sería tanestúpido para contar una historia tan
descabellada como la que usted me ha contado parademostrar su
inocencia? Cualquier asesino habría inventado una historia que
fueralógica, al menos. ¡Hum! El rastro de sangre procede de la puerta.
El cadáver fuearrastrado..., no, no pudo ser arrastrado. El suelo está
lleno de polvo y se verían lashuellas. Tuvo usted que transportarle
hasta aquí, después de haberle matado en otrolugar. Pero, en ese
caso, ¿por qué no hay sangre en sus ropas? Desde luego, puede
ustedhaberse cambiado la ropa. Pero ese individuo no lleva muerto
mucho tiempo. —Bajó la escalera y cruzó la habitación —murmuró
Griswell—. Venía a matarme.Supe que venía a matarme cuando le vi
acechando por encima de la barandilla.Descargó el golpe donde yo
habría estado, de no haberme despertado. Mire aquellaventana... Está
rota: salté a través de ella. —Sí, lo veo. Pero, si andaba entonces, ¿por
qué no anda ahora? —¡No lo sé! Estoy demasiado trastornado para
pensar cuerdamente. Temí que selevantara del suelo y saliera en mi
persecución. Cuando oí aquel lobo corriendo detrásde mí, creí que era
John que me perseguía... ¡John, corriendo a través de la noche con
suhacha ensangrentada y su ensangrentada cabeza! Sus dientes
castañetearon mientras revivía aquel espantoso horror. Buckner paseó
por el suelo el haz luminoso de su linterna. —Las gotas de sangre
proceden del vestíbulo. Vamos. Las seguiremos. Griswell se
estremeció. —Proceden del piso superior —murmuró. Buckner le
miraba fijamente. —¿Teme usted subir al piso, conmigo? El rostro de
Griswell estaba gris. —Sí. Pero voy a subir, con usted o sin usted. La
cosa que mató al pobre John puedeestar todavía oculta allí. —Suba
detrás de mí —ordenó Buckner—. Si algo salta sobre nosotros, yo
meocuparé de ello. Pero, por su propio bien, le advierto que disparo
con más rapidez de laque emplea un gato en saltar, y que rara vez
fallo un tiro. Si se le ha ocurrido la idea deatacarme por detrás,
olvídela. —¡No sea estúpido! —exclamó Griswell. El furor había barrido
momentáneamente sus temores, y aquella enojada
exclamaciónpareció tranquilizar a Buckner mucho más que todas sus
protestas de inocencia. —Deseo ser justo —dijo—. No puedo acusarle y
condenarle sin pruebas. Si esverdad la mitad solamente de lo que me
ha contado, ha vivido usted un verdaderoinfierno y no quiero ser
demasiado duro. Pero debe comprender lo difícil que me resultacreerle.
67. 67 Griswell no respondió, limitándose a indicarle con un gesto que
estaba dispuesto aacompañarle arriba. Cruzaron el vestíbulo y se
detuvieron al pie de la escalera. Unrastro de gotas de sangre,
claramente visibles en los polvorientos peldaños, señalaba elcamino. —
Hay pisadas de hombre en el polvo —gruñó Buckner—. Hay que subir
despacio.Tenemos que fijarnos bien en lo que vemos, ya que al subir
borraremos estas huellas.Hay un rastro de pisadas que suben y otras
que bajan. Del mismo hombre. Y no son deusted. Branner era un
hombre mucho más alto que usted. Hay gotas de sangre en todo
elcamino..., sangre en la barandilla, como si un hombre hubiera posado
en ella su manoensangrentada..., una mancha de algo que
parecen...,sesos. Me pregunto... —Bajaba la escalera, y estaba muerto
—se estremeció Griswell—. Agarrándose conuna mano a la barandilla,
y empuñando con la otra el hacha que le mató. —Pudieron
transportarle —murmuró el sheriff—. Pero, si alguien le transportó,
¿dónde están sus huellas? Llegaron al rellano superior, un amplio y
vacío espacio de polvo y sombras donde lasennegrecidas ventanas
rechazaban la claridad de la luna y el haz luminoso de la linternade
Buckner parecía inadecuado. Griswell temblaba como una hoja. Aquí,
en laoscuridad y el horror, había muerto John Branner. —Alguien
silbaba aquí arriba —murmuró—. Igual que las de la escalera; unas van
yotras vienen. Las mismas huellas... ¡Judas! Detrás de él, Griswell
ahogó un grito, ya que acababa de ver lo que había provocadola
exclamación de Buckner. A unos pies de distancia del último peldaño,
las huellas delas pisadas de Branner se detenían bruscamente y luego
daban la vuelta, casi pisando lashuellas anteriores. Y en el lugar donde
se había detenido había una gran mancha desangre en el polvoriento
suelo..., y otras huellas que llegaban hasta allí, huellas de
piesdescalzos, pequeños pero de pulgares muy anchos. También
aquellas huellas retrocedíana partir de aquel punto. Buckner se inclinó
sobre ellas, gruñendo. —¡ Las huellas se encuentran! ¡Y en el lugar
donde se encuentran hay sangre y sesosen el suelo! Aquí mataron a
Branner, descargándole un hachazo. Unos pies descalzosprocedentes
de la oscuridad se encuentran con unos pies calzados; luego, ambos
dan lavuelta. Los pies calzados bajan la escalera, los descalzos
retroceden por el rellano. Proyectó la luz de su linterna a lo largo del
rellano; las pisadas se desvanecían en laoscuridad, más allá del
alcance de la luz. A un lado y a otro, las cerradas puertas deotras
tantas estancias eran secretos portales de misterio. —Supongamos que
su descabellada historia fuera cierta —murmuró Buckner, mediopara sí
mismo—. Esas huellas no son de usted. Parecen las de una mujer.
Supongamosque alguien silbó, y Branner subió aquí a investigar.
Supongamos que alguien le atacóaquí, en la oscuridad, abriéndole la
cabeza. En tal caso, las huellas hubieran sido talcomo son, en realidad.
Pero, suponiendo que fuera eso lo que hubiera ocurrido, ¿por quéno se
quedó Branner tendido aquí, donde encontró la muerte? ¿Pudo haber
vivido eltiempo suficiente para arrancar el hacha de manos del que le
asesinó, y bajar la escaleracon ella? —¡No, no! —exclamó Griswell—.
Yo le vi en la escalera. Estaba muerto. Ningúnhombre podría vivir un
minuto después de recibir tal herida. —Lo creo —murmuró Buckner—.
Pero es una locura. O un plan diabólicamentehábil... Sin embargo,
ningún hombre en su sano juicio elaboraría un plan tandescabellado
pata escapar al castigo de su crimen, cuando un simple alegato de
defensapropia sería mucho más eficaz. Ningún tribunal aceptaría esa
historia. Bueno, vamos aseguir esas otras huellas. Avanzan por el
rellano... ¡Un momento! ¿Qué es esto?
68. 68 Con un estremecimiento de terror, Griswell vio que la luz de la
linterna empezaba aamortiguarse. —Esta batería es nueva —murmuró
Buckner, y por primera vez Griswell captó unanota de temor en su voz
—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente! La luz se
había amortiguado hasta quedar reducida a un débil brillo rojizo.
Laoscuridad parecía acercarse a ellos, deslizándose con el paso
silencioso de un gato.Buckner retrocedió, hacia la escalera, llevando a
Griswell pegado a sus talones. En lacreciente oscuridad, Griswell oyó
un sonido como el de una puerta que se abríalentamente, y al mismo
tiempo las negruras que les rodeaban vibraron con una
ocultaamenaza. Griswell supo que Buckner experimentaba la misma
sensación que le habíainvadido a él, ya que el cuerpo del sheriff se
tensó como el de una pantera dispuesta asaltar. Pero continuó
retrocediendo, sin prisas, luchando contra el pánico que le impulsaba
agritar y a emprender una loca huida. Una terrible idea hizo brotar un
sudor helado de sufrente. ¿Y si el muerto se estaba deslizando detrás
de ellos en la oscuridad, empuñandoel hacha ensangrentada presto a
descargarla sobre ellos? Aquella posibilidad le abrumó hasta el punto
de que apenas se dio cuenta de que suspies alcanzaban el vestíbulo
inferior, y sólo entonces descendían, hasta recobrar toda sufuerza.
Pero cuando Buckner proyectó el haz luminoso hacia la parte superior
de laescalera, no consiguió iluminar más que oscuridad que colgaba
como una tangibleniebla sobre el rellano superior. —Esta maldita
linterna estaba embrujada —murmuró Buckner—. La cosa no tieneotra
explicación. No puede atribuirse a causas naturales. —Ilumine la
habitación —suplicó Griswell—. Vea si John..., si John está... No
consiguió traducir en palabras su horrible idea, pero Buckner
comprendió. Griswell no habría sospechado nunca que la vista del
espantoso cadáver de unhombre asesinado pudiera inspirarle tal
sensación de alivio. —Todavía está ahí —gruñó Buckner—. Si anduvo
después de ser asesinado, no havuelto a hacerlo desde entonces. Pero,
aquella cosa... Proyectó de nuevo la luz de la linterna hacia la parte
superior de la escalera,mordiéndose el labio y rezongando en voz baja.
Por tres veces había levantado surevólver. Griswell leyó en su
pensamiento. El sheriff se sentía tentado de volver a subiraquella
escalera, de medir sus fuerzas con lo desconocido. Pero el sentido
común leretenía. —A oscuras, no tendría ninguna posibilidad —
murmuró—. Y, si subo, la luz volveráa apagarse. Se volvió hacia
Griswell. —Sería inútil intentar nada. En esta casa hay algo diabólico, y
creo que puedoadivinar lo que es. No creo que asesinara usted a
Branner. Lo que le asesinó está ahíarriba..., ahora. En su historia hay
muchos puntos que resultan descabellados; pero,¿acaso no es
descabellado que una linterna se apague sin más ni más? No creo que
loque haya allá arriba sea humano. Hasta ahora, nunca me había
asustado la oscuridad,pero no voy a subir a ese piso hasta que se haga
de día. No tardará en amanecer.Esperaremos fuera, en aquella galería.
Las estrellas empezaban a palidecer cuando salieron al amplio porche.
Buckner sesentó en la barandilla, de cara a la puerta de la casa,
empuñando su revólver. Griswelltomó asiento junto a él y se reclinó
contra los restos de una columna. Cerró los ojos,acogiendo con placer
la leve brisa que parecía refrescar su enfebrecido
cerebro.Experimentaba una extraña sensación de irrealidad. Era un
forastero en una regióndesconocida, una región que parecía haberse
llenado repentinamente de negro horror.
69. 69La sombra del patíbulo planeaba encima de él, y en aquella
sombría mansión yacía JohnBranner, con la cabeza destrozada... Como
las ficciones de un sueño, aquellos hechosgiraban en su cerebro hasta
que se fundieron en un crepúsculo gris mientras el sueño seapoderaba
compasivamente de su alma. Despertó a un frío amanecer y al
recuerdo de los horrores de la noche. La niebla searrastraba en jirones
por las copas de los pinos. Buckner le estaba sacudiendo. —¡Despierte!
Ya es de día. Griswell se puso en pie, frotándose los ojos. Su rostro
aparecía viejo y gris. —Estoy dispuesto. Vamos arriba. —¡Ya he estado
allí! —dijo Buckner, con ojos llameantes—. No quise despertarle.Subí
en cuanto amaneció. No encontré nada. —Pero, las huellas de los pies
descalzos... —Han desaparecido. —¿Desaparecido? —Sí, desaparecido.
El polvo del rellano ha sido removido, desde el punto dondeterminaban
las huellas de los pasos de Branner; ha sido barrido hacia los
rincones.Ahora no existe ninguna posibilidad de seguir las huellas de
nadie. Alguien barrió elpolvo mientras estábamos aquí sentados, y no
oí ningún sonido. He recorrido toda lacasa. No he visto absolutamente
nada. Griswell se estremeció al imaginarse a sí mismo durmiendo solo
en el porchemientras Buckner llevaba a cabo su exploración. —¿Qué
haremos ahora? Aquellas huellas eran mi única posibilidad de
demostrar laveracidad de mi historia. —Llevaremos el cadáver de
Branner al Ayuntamiento del condado —respondióBuckner—. Yo
explicaré los hechos. Si las autoridades se enteran de la versión
queusted puede darles, insistirán en acusarle de asesinato. Yo no creo
que usted matara aBranner..., pero ningún fiscal de distrito, ningún
juez ni ningún jurado creería lo queusted me ha contado, ni lo que nos
sucedió anoche. Déjeme manejar este asunto a mimodo. No pienso
detenerle a usted hasta que haya agotado todas las
demásposibilidades. ”Cuando lleguemos a la ciudad, no diga nada de lo
que ha ocurrido aquí. Yo melimitaré a informar al fiscal del distrito que
John Branner fue asesinado por una personao personas desconocidas, y
que estoy trabajando en el caso. ”¿Está usted dispuesto a regresar
conmigo a esta casa y a pasar la noche aquí, en lahabitación en la que
usted y Branner durmieron anoche? Griswell palideció, pero respondió
con la misma obstinación con que susantepasados habían expresado
su decisión de plantar sus cabañas en las tierras de lospequots: —
Estoy dispuesto. —Entonces, vámonos; ayúdeme a trasladar el cadáver
de Branner a su automóvil. Griswell se estremeció a la vista del
ensangrentado rostro de su amigo a la luzgrisácea del amanecer. La
niebla extendía unos viscosos tentáculos alrededor de sus piesmientras
transportaban su macabra carga a través de la maleza.II—EL
HERMANO DE LA SERPIENTEDe nuevo las sombras se alargaban sobre
los pinares, y de nuevo dos hombres llegaronpor el antiguo camino en
un automóvil con matrícula de Nueva Inglaterra. Buckner conducía. Los
nervios de Griswell estaban demasiado alterados parapermitirle
empuñar el volante. Su rostro estaba aún muy pálido, y todo su
aspecto
70. 70revelaba un gran cansancio. La tensión del día pasado en la
capital del condado habíavenido a añadirse al horror que planeaba
sobre su alma como la sombra de un buitre dealas negras. No había
dormido, apenas había comido. —Prometí hablarle de los Blassenville
—dijo Buckner—. Era una gente orgullosa,altiva, y sin el menor
escrúpulo cuando se trataba de imponer su voluntad. No teníanpara
sus negros las consideraciones que en mayor o menor escala les
guardaban losotros plantadores; supongo que seguían aferrados a las
costumbres de las IndiasOccidentales. Había una vena de crueldad en
todos ellos..., y especialmente en missCelia, la última de la familia que
llegó a esta región. Vino mucho después de que losesclavos fueran
declarados hombres libres, pero miss Celia seguía azotando con
sulátigo a su doncella mulata, lo mismo que cuando era una esclava,
según dicen losviejos del lugar... Los negros decían que cuando moría
un Blassenville, el diablo leestaba esperando siempre en los pinares
que rodean la casa. ”Una vez terminada la Guerra Civil, los Blassenville
fueron desapareciendo conbastante rapidez. Vivían pobremente de su
plantación, que cada día rendía menos.Finalmente, sólo quedaron
cuatro muchachas, hermanas, que habitaban en la antiguamansión. La
plantación era cultivada por unos cuantos negros que seguían viviendo
ensus chozas y trabajaban en calidad de aparceros. Las muchachas,
muy orgullosas, seavergonzaban de su pobreza y no se relacionaban
con nadie. A veces pasaban mesesenteros sin salir de casa. Cuando
necesitaban provisiones, enviaban a un negro acomprarlas. ”Pero la
gente empezó a hablar de los Blassenville cuando miss Celia vino a
vivircon ellas. Procedía de algún lugar de las Indias Occidentales, de
donde era originaria lafamilia. Dicen que era una mujer elegante, bella,
de poco más de treinta años. Tampocoella se relacionó con la gente.
Se había traído a una doncella mulata, y la trataba de unmodo que
hacía honor a la tradicional crueldad de los Blassenville. Conocí a un
viejonegro, hace unos años, que juraba haber visto a miss Celia atar a
la doncella a un árbol,completamente desnuda, y azotarla con un
látigo. Cuando la mulata desapareció, elhecho no constituyó una
sorpresa para nadie. Todo el mundo imaginó que se habíafugado,
desde luego. ”Un día de la primavera de 1890, miss Elisabeth, la más
joven de las muchachas, sepresentó en el pueblo por primera vez en
un año, quizás. Iba en busca de provisiones.Dijo que todos los negros
habían abandonado la plantación. Añadió que miss Celia sehabía
marchado también sin decir nada. Sus hermanas creían que había
regresado a lasIndias Occidentales, pero ella estaba convencida de que
su tía estaba aún en la casa. Noaclaró el sentido de estas palabras. Se
limitó a coger sus provisiones y regresar a la casa. ”Al cabo de un mes
se presentó un negro en el pueblo y dijo que miss Elisabeth
vivíacompletamente sola en la antigua mansión. Dijo que sus tres
hermanas ya no estabanallí, que se habían marchado una detrás de
otra sin dar ninguna explicación. MissElisabeth ignoraba adónde se
habían marchado, y tenía miedo de vivir sola en la casa,pero no sabía
adónde ir. No tenía parientes ni amigos. Pero estaba mortalmente
asustadade algo. El negro dijo que permanecía encerrada
continuamente en su habitación, conunas velas encendidas toda la
noche... ”Una noche tormentosa miss Elisabeth se presentó en el
pueblo montando el únicocaballo que poseía, medio muerta de miedo.
Al llegar a la plaza se cayó del caballo;cuando pudo hablar, dijo que
había descubierto una habitación secreta en la casa,olvidada durante
un centenar de años. Y dijo que en aquella habitación se
encontrabansus tres hermanas, muertas, colgadas del techo por el
cuello. Añadió que alguien lapersiguió con un hacha, y ella huyó de la
casa montando en el único caballo que poseía.
71. 71Pero estaba mortalmente asustada, y no sabía quién la había
perseguido. Dijo queparecía una mujer con un rostro amarillento.
”Inmediatamente, medio centenar de hombres se presentaron aquí y
registraron lacasa de arriba abajo. Pero no encontraron ninguna
habitación secreta, ni los cadáveresde las tres hermanas. Lo que sí
encontraron fue un hacha en el rellano superior, conalgunos cabellos
de miss Elisabeth pegados al filo, lo cual confirmaba lo que
missElisabeth había contado. Pero ella se negó a regresar a la casa y
mostrarles dónde seencontraba la habitación secreta; casi enloqueció
cuando se lo sugirieron. ”Cuando estuvo en condiciones de viajar, la
gente del pueblo reunió algún dinero yse lo prestaron —era demasiado
orgullosa para aceptar limosnas—. Se marchó aCalifornia. No regresó
nunca, pero más tarde se supo —cuando envió el dinero que
leprestaron— que se había casado. ”Nadie quiso comprar la casa.
Quedó tal como miss Elisabeth la había dejado, y conel paso de los
años la gente fue robando los muebles hasta vaciarla del todo. —¿Qué
opinó la gente de la historia que contó miss Elisabeth? —preguntó
Griswell. —La mayoría opinó que el vivir sola en esta casa la había
desquiciado. Pero algunoscreyeron que la doncella mulata, Joan, no
había huido, como se dijo. Opinaban queestaba oculta en el bosque, y
saciaba su odio hacia los Blassenville asesinando a losmiembros de la
familia. Dieron una batida por todos los pinares con varios perros,
perono encontraron ni rastro de la mulata. Si había una habitación
secreta en la casa, teníaque estar oculta allí..., suponiendo que la
teoría fuese cierta. —No puede haber estado oculta en la casa todos
estos años —murmuró Griswell—.Y, de todos modos, lo que ahora hay
en la casa no es humano. Buckner hizo girar el automóvil, para dejar la
carretera y adentrarse en un caminovertical que discurría entre los
pinos. —¿Hacia dónde vamos? —preguntó Griswell. —Hay un viejo
negro que vive al final de este camino, a unas cuantas millas de
aquí.Quiero hablar con él. Nos enfrentamos con algo que requiere algo
más que el sentidocomún de un blanco. Los negros saben más que
nosotros acerca de algunas cosas. Elviejo al que vamos a visitar tiene
casi cien años, si es que no los ha cumplido ya. Sudueño le proporcionó
cierta educación cuando era un muchacho, y al convertirse en
unhombre libre viajó más de lo que suelen viajar la mayoría de
blancos. Dicen que es unhombre voodoo, un brujo. Griswell se
estremeció, contemplando con inquietud los verdes árboles que
lesrodeaban por todas partes. La fragancia de los pinos llegaba a su
olfato mezclada con elperfume de plantas desconocidas. Pero,
dominándolo todo, se percibía un indefiniblehedor de materia en
descomposición. Una desagradable sensación puso un nudo en laboca
de su estómago. —¡Un voodoo! —murmuró—. Me había olvidado de
eso... Nunca se me habíaocurrido relacionar la magia negra con el Sur.
Para mí, la brujería siempre estuvoasociada con antiguas y tortuosas
calles de ciudades portuarias, que ya eran antiguascuando en Salem
colgaban a las brujas...Para mí, la brujería se relacionó siempre con
lasantiguas ciudades de Nueva Inglaterra..., pero todo esto es más
terrible que cualquierleyenda acerca de Nueva Inglaterra. Esos pinos
sombríos, esas antiguas mansionesabandonadas, las plantaciones
perdidas, los misteriosos negros, las viejas leyendas delocura y
horror... ¡Dios mío! ¡Qué espantosos terrores antiguos hay en este
continenteque los estúpidos llaman “Nuevo”! —Ahí está la choza del
viejo Jacob —anunció Buckner, deteniendo el automóvil. Griswell vio un
claro y una pequeña cabaña agazapada a la sombra de los
enormesárboles. Allí, los pinos daban paso a las encinas y los cipreses,
llenos de un musgo
72. 72grisáceo, y más allá de la cabaña se extendía una ciénaga
poblada de una lujurientavegetación. De la chimenea de barro de la
cabaña surgía una leve espiral de humoazulado. Griswell siguió a
Buckner hasta la diminuta vivienda. El sheriff empujó la puerta
ypenetró en la cabaña. Al encontrarse en la relativa oscuridad del
interior, Griswellparpadeó. Una sola ventana, muy pequeña, daba paso
a la luz del día. Un viejo negroestaba agazapado junto al hogar de
tierra, contemplando una olla que hervía al fuego.Miró hacia ellos
cuando entraron, pero no se levantó. Parecía increíblemente viejo.
Surostro era una masa de arrugas, y sus ojos, negros y vivaces, se
velaban de cuando encuando como si su mente vacilara. Buckner hizo
un gesto a Griswell para indicarle que se sentara en la única silla
quehabía en la cabaña, mientras él se instalaba junto al fuego en una
banqueta toscamentelabrada, enfrente del anciano. —Jacob —dijo
bruscamente—, ha llegado el momento de que hables. Sé queconoces
el secreto de Blassenville Manor. Nunca te interrogué acerca de ello,
porque noera de mi competencia. Pero anoche fue asesinado un
hombre allí, y pueden colgar alhombre que me acompaña por el
asesinato, a menos que me digas qué es lo que albergala antigua casa
de los Blassenville. Los ojos del anciano brillaron para volver a
apagarse inmediatamente, como si losachaques de la edad le
impidieran concentrarse durante mucho tiempo en una idea. —Los
Blassenville —murmuró, y su voz era suave y cultivada. Se expresaba
en uninglés perfecto, que no recordaba en nada las formas dialectales
de los de su raza—.Eran una gente orgullosa, caballeros..., orgullosa y
cruel. Algunos murieron en laguerra..., otros resultaron muertos en
duelos... Algunos murieron en la antigua casa... Sus palabras se
convirtieron en una serie de ininteligibles murmullos. —¿Qué ocurrió en
la casa? —preguntó Buckner pacientemente. —Miss Celia era la más
orgullosa de todos —murmuró el anciano—. La másorgullosa y la más
cruel. Los negros la odiaban; especialmente Joan. Joan llevabasangre
blanca en sus venas, y también era orgullosa. Miss Celia la azotaba
como a unaesclava. —¿Cuál es el secreto de Blassenville Manor? —
insistió Buckner. La niebla se desvaneció de los ojos del anciano; unos
ojos tan oscuros como pozosiluminados por la luna. —¿Qué secreto,
caballero? No comprendo. —Sí, me comprendes perfectamente.
Durante años y años, la casa se ha erguido allí,solitaria, con su
misterio. Tú conoces la clave para descifrarlo. El anciano removió el
contenido de la olla. Ahora parecía en posesión de todas susfacultades
mentales. —Caballero, la vida es dulce, incluso para un viejo negro.
¿Significa eso que alguien te mataría si me revelaras el secreto? Pero
el anciano estaba murmurando de nuevo, con los ojos cerrados. —
Alguien, no. Ningún humano. Ningún ser humano. Los dioses negros de
laciénaga. Mi secreto permanece inviolado, guardado por la Gran
Serpiente, el dios queestá por encima de todos los dioses. Enviaría a un
pequeño hermano para que me besaracon sus fríos labios..., un
pequeño hermano con un cuarto creciente en la cabeza. Levendí mi
alma a la Gran Serpiente, cuando me convirtió en creador de
zuvembies... Buckner se puso rígido. —He oído esa palabra antes de
ahora —dijo suavemente— de labios de un negromoribundo, cuando yo
era un niño. ¿Qué significa? El miedo llenó los ojos del viejo Jacob.
73. 73 —¿Qué es lo que he dicho? No, no he dicho nada. —Zuvembies
—le apremió Buckner. —Zuvembies —repitió maquinalmente el
anciano, con los ojos inexpresivos—. Unazuvembie es una mujer..., en
la Costa de los Esclavos las conocían. Los tambores quesusurran por la
noche en las colinas de Haití hablan de ellas. Los creadores
dezuvembies son honrados por la gente de Damballah. Hablar de ello a
un hombre blancosignifica la muerte..., es uno de los secretos
prohibidos del dios Serpiente. —Estabas hablando de las zuvembies —
dijo Buckner suavemente. —No debía hablar de ellas —murmuró el
anciano, y Griswell se dio cuenta de queestaba pensando en voz alta—.
Ningún hombre blanco debe saber que yo bailé en laCeremonia Negra
del voodoo, y fui convertido en creador de zombies y zuvembies.
LaGran Serpiente castiga con la muerte a las lenguas que hablan
demasiado. —¿Una zuvembie es una mujer? —le apremió Buckner. —
Era una mujer —murmuró el anciano—. Ella sabía que yo era un
creador dezuvembies... Se presentó en mi choza y me pidió el horrible
brebaje..., el brebajecompuesto con huesos de serpientes, y sangre de
murciélago, y garras de esparavel, yotros elementos que no pueden
ser nombrados. Ella había danzado en la CeremoniaNegra..., estaba
madura para convertirse en una zuvembie..., lo único que necesitaba
erael Brebaje Negro..., era muy hermosa..., no podía negárselo. —¿A
quién? —preguntó Buckner ansiosamente, pero el anciano hundió la
cabeza ensu pecho y no respondió. Parecía dormitar. Buckner le
sacudió—. Le diste un brebaje auna mujer para convertirla en una
zuvembie... ¿Qué es una zuvembie? El anciano murmuró, con voz
soñolienta: —Una zuvembie deja de ser humana. No reconoce ni a
parientes ni a amigos. Es unmiembro más del Mundo Negro. Tiene a su
mando los demonios naturales:lechuzas,murciélagos, serpientes y
hombres—lobo, y puede manejar la oscuridad de modo queapague una
pequeña luz. Puede ser asesinada por medio del plomo o del acero,
pero amenos que muera así, vive eternamente, y no come el alimento
que comen los humanos.Mora como un murciélago en una caverna o
en una casa antigua. El tiempo no significanada para la zuvembie; una
hora, un día, un año, todo es lo mismo. No puede hablarpalabras
humanas, ni pensar como piensa un humano, pero puede hipnotizar a
un serviviente con el sonido de su voz, y cuando mata a un hombre,
puede dar órdenes a sucuerpo sin vida hasta que la carne está fría.
Mientras fluye la sangre, el cadáver esesclavo suyo. Su mayor placer
consiste en asesinar seres humanos. —¿Y por qué quería ella
convertirse en una zuvembie? —preguntó Bucknersuavemente. —Odio
—susurró el anciano—. ¡Odio! ¡Venganza! —¿Se llamaba Joan? —
murmuró Buckner. El nombre pareció desvanecer las nieblas de
senilidad que envolvían la mente delvoodoo. Sus ojos se aclararon una
vez más, convirtiéndose en dos círculos duros ybrillantes como
húmedo mármol negro. —¿Joan? —dijo lentamente—. No he oído ese
nombre por espacio de unageneración. Al parecer me he quedado
dormido, caballeros; no recuerdo nada..., lesruego que me perdonen.
Los hombres viejos se quedan dormidos ante el fuego, comolos perros
viejos. ¿Me preguntaban por Blassenville Manor? Caballeros, si les
dijera porqué no puedo contestar a su pregunta, atribuirían mi actitud
a simple superstición. Sinembargo, pongo al Dios del hombre blanco
por testigo de que... Mientras hablaba, extendió el brazo hacia un
montón de leña que había junto alhogar, con la intención de añadir un
tronco al fuego. Pero inmediatamente contrajo elbrazo, profiriendo un
horrible grito. Cuando el reflejo de las llamas iluminó el brazo del
74. 74voodoo, los dos hombres blancos vieron que tenía enrollada una
pequeña serpiente, quedejaba caer su puntiaguda cabeza sobre la
carne negra, una y otra vez, con silenciosofuror. El anciano se
desplomó, gritando, al tiempo que Buckner entraba en
acción.Poniéndose de pie de un salto, cogió un tronco y aplastó con él
la cabeza del reptil. Elviejo Jacob, entretanto, había cesado de gritar y
estaba tendido en el suelo, boca arriba,completamente inmóvil. —¿Está
muerto? —susurró Griswell. —Tan muerto como Judas Iscariote —
respondió secamente Buckner contemplandoal reptil, que continuaba
retorciéndose en el suelo—. Esa infernal serpiente le inyectó enlas
venas el veneno suficiente para matar a una docena de hombres de su
edad. Perocreo que lo que en realidad le mató fue la impresión. —¿Qué
haremos ahora? —preguntó Griswell, estremeciéndose. —Dejaremos el
cadáver en aquel catre. Nadie entrará aquí, si tenemos la precauciónde
cerrar la puerta de modo que no pueda entrar ningún cerdo salvaje, ni
ningún gato.Mañana lo llevaremos al pueblo. Esta noche tenemos
trabajo. Manos a la obra. A Griswell le repugnaba la idea de tener que
tocar el cadáver, pero ayudó a Bucknera instalarlo en el catre y luego
salió apresuradamente de la choza. El sol estabahundiéndose en el
horizonte, y las llamas rojas del crepúsculo encendían las negrascopas
de los árboles. Subieron al automóvil en silencio y regresaron por el
mismo camino que habíanseguido al venir. —El viejo dijo que la Gran
Serpiente enviaría a uno de sus hermanos —murmuróGriswell. —
¡Tonterías! —replicó Buckner—. A las serpientes les gusta el calor, y
esta regiónpantanosa está infestada de ellas. La que mordió al viejo
estaba oculta entre la leña, alcalor del fuego. El viejo Jacob la
importunó, y el animal se defendió. No hay nada desobrenatural en
esto. Permaneció unos instantes en silencio y luego añadió, en tono
distinto: —Ha sido la primera vez que veo una serpiente que ataca sin
silbar; y la primera vezque veo a una serpiente con una cresta blanca
en forma de cuarto creciente. Al cabo de un rato, Griswell preguntó: —
¿Cree usted que la mulata Joan ha permanecido oculta en la casa
durante todosestos años? —Ya oyó lo que dijo el viejo Jacob —
respondió Buckner—. El tiempo no significanada para una zuvembie.
Cuando llegaron a la vista de la casa, Griswell se mordió el labio
superior parareprimir un estremecimiento. Volvió a sentirse poseído
por una indescriptible sensaciónde horror. —¡Mire! —susurró, en el
preciso instante en que Buckner detenía el automóvil.Buckner gruñó.
Desde las balaustradas de la galería se alzó una nube de palomos que
emprendieronun rápido vuelo, recortándose contra la roja claridad del
crepúsculo.III—LA LLAMADA DE ZUVEMBIECuando los palomos
hubieron desaparecido, los dos hombres permanecieron unosinstantes
en sus asientos, en silencio. —Bueno, por fin los he visto —murmuró
finalmente Buckner.
75. 75 —Tal vez los únicos que pueden verlos son los hombres
marcados —susurróGriswell—. Aquel trampero los vio... —Bueno,
veremos —replicó el sheriff tranquilamente, mientras se apeaba
delautomóvil, pero Griswell se dio cuenta de que la mano que
empuñaba el revólvertemblaba un poco. Al entrar en el amplio
vestíbulo, Griswell vio la hilera de huellas que se extendíanpor el suelo,
señalando el paso de un hombre muerto. Buckner había traído unas
mantas. Las extendió delante del lugar. —Yo me acostaré junto a la
puerta —dijo—. Y usted lo hará donde lo hizo anoche. —¿Vamos a
encender una fogata? —preguntó Griswell, temblando ante la idea de
laoscuridad que lo invadiría todo cuando se apagara el breve
crepúsculo. —No. Tiene usted una linterna, igual que yo. Nos
acostaremos a oscuras, y veremoslo que sucede. ¿Puede usted utilizar
el revólver que le he dado? —Supongo que sí. Nunca he disparado un
revólver, pero conozco su funcionamiento. —Bueno, a ser posible deje
los disparos de mi cuenta. El sheriff se sentó con las piernas cruzadas
sobre sus mantas y vació el cilindro de su“Colt”, revisando
minuciosamente cada uno de los cartuchos antes de volver
acolocarlos. Griswell paseó nerviosamente arriba y abajo, lamentando
la lenta desaparición de laluz como un avaro lamenta la desaparición
de su oro. Se apoyó con una mano en larepisa del hogar, mirando
fijamente las cenizas recubiertas de polvo. El fuego que
habíaproducido aquellas cenizas fue encendido por Elisabeth
Blassenville, hacía más decuarenta años. La idea resultaba
deprimente. Griswell removió las polvorientas cenizascon el pie. Algo
se hizo visible entre los carbonizados restos: un trozo de
papel,manchado y amarillento. Griswell se inclinó y lo sacó de las
cenizas. Era un cuadernode notas, con tapas de cartón. —¿Qué ha
encontrado usted? —Preguntó Buckner, inclinando el reluciente cañón
desu revólver. —Un antiguo cuaderno de notas. Parece un diario. Las
páginas están cubiertas deescritura, pero la tinta se ha borrado y no
puede leerse nada. ¿Cómo supone que fue aparar al fuego, sin que
ardiera? —Lo tirarían ahí cuando el fuego estaba apagado —sugirió
Buckner—.Probablemente lo tiró alguien que entró en la casa con el
propósito de robar muebles.Alguien que no sabía leer, probablemente.
Griswell hojeó el cuaderno, forzando la vista para distinguir algo a la
escasa luz.Súbitamente, su cuerpo se puso rígido. —¡Aquí hay una
anotación que resulta legible! ¡Escuche! Leyó: “Sé que en la casa hay
alguien, además de mí misma. Puedo oír a alguien quemerodea por la
noche cuando el sol se ha puesto y en el exterior reina la oscuridad.
Amenudo, durante la noche, oigo que alguien araña la puerta de mi
habitación. ¿Quiénes? ¿Una de mis hermanas? ¿Tía Celia? Si es una de
ellas, ¿Por qué merodea de esemodo por la casa? ¿Por qué araña la
puerta de mi habitación, y huye cuando la llamo?¡No, no! ¡No me
atrevo! Tengo miedo. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? No me atrevo
apermanecer aquí..., pero, ¿Adónde voy a ir?” —¡Santo cielo! —
exclamó Buckner—. ¡Ese debe de ser el diario de ElisabethBlassenville!
¡Continúe! —Las páginas que siguen no son legibles —respondió
Griswell—. Pero unas páginasmás adelante puedo leer algunas líneas.
Leyó:
76. 76 “¿Por qué huyeron todos los negros cuando desapareció tía
Celia? Mis hermanasestán muertas. Sé que están muertas. Y tengo la
impresión de que murieronhorriblemente, en medio de una espantosa
agonía. Pero, ¿Por qué? ¿Por qué? Si alguienasesinó a tía Celia, ¿por
qué tenía que asesinar a mis pobres hermanas? Ellas fueronsiempre
amables con los negros. Joan...” Griswell interrumpió la lectura. —Un
trozo de página está arrancado. Aquí hay otra anotación con otra
fecha...Bueno, supongo que es una fecha, aunque no puedo
asegurarlo. “...La cosa terrible que la vieja sugirió? Citó a Jacob Blount,
y a Joan, pero no seatrevió a hablar claramente; quizá temía...” —Aquí
también falta un trozo de página —explicó Griswell. Luego prosiguió
lalectura: “¡No, no! ¡Es imposible! Ella está muerta..., o muy lejos de
aquí. Sin embargo, nacióy se crió en las Indias Occidentales, y por
algunas alusiones que dejó caer, supe quehabía sido iniciada en los
misterios del voodoo. Creo que incluso bailó en una de sushorribles
ceremonias... ¿Cómo pudo haber descendido a tal grado de
bestialidad? Yeste..., este horror. ¡Dios mío! ¿Pueden ser sensibles
tales cosas? No sé que pensar. Si esella la que merodea por la casa, la
que araña la puerta de mi habitación, la que silba tanespantosa y
dulcemente... ¡No! Me estoy volviendo loca. Si continúo aquí sola,
morirétan horriblemente como debieron morir mis hermanas. Estoy
completamente segura deeso.” La incoherente crónica terminaba tan
bruscamente como había empezado. Griswellestaba tan absorto en su
tarea de descifrar los borrosos rasgos de aquella escritura que
nisiquiera se había dado cuenta de que había anochecido, y Buckner
sostenía en alto sulinterna a fin de que él pudiera leer. Despertando de
su abstracción, dirigió una rápidamirada al oscuro rellano. —¿Qué
conclusión ha sacado usted? —preguntó Griswell. —Lo que había
sospechado desde el primer momento —respondió Buckner—.Aquella
doncella mulata, Joan, se convirtió en zuvembie para vengarse de miss
Celia.Probablemente odiaba a toda la familia tanto como a su dueña.
Había tomado parte enlas ceremonias del voodoo en su tierra natal, y
estaba “madura”, como dijo el viejoJacob. Lo único que necesitaba era
el Brebaje Negro..., y el viejo Jacob se loproporcionó. Asesinó a miss
Celia y a las otras tres muchachas, y no asesinó a Elisabethpor pura
casualidad. Ha permanecido oculta en esta casa durante todos estos
años, comouna serpiente en unas ruinas. —Pero, ¿por qué tenía que
asesinar a un desconocido? —Ya oyó usted lo que dijo el viejo Jacob —
le recordó Buckner—. Una zuvembiesiente un gran placer al asesinar a
un ser humano. Llamó a Branner desde lo alto de laescalera, le abrió la
cabeza, colocó el hacha en su mano y le ordenó que bajara aasesinarle
a usted. Ningún tribunal creería esto, pero si podemos presentar su
cadáver,será una prueba más que suficiente para demostrar que es
usted inocente. Aceptarán mipalabra de que ella asesinó a Branner.
Jacob dijo que una zuvembie puede serasesinada... Desde luego, al
informar de este caso no tendré que mostrarme demasiadoexacto en
los detalles. —Vi que nos acechaba por encima de la barandilla de la
escalera —murmuróGriswell—. Pero, ¿por qué no encontramos sus
huellas en la escalera? —Tal vez lo soñó usted. Tal vez una zuvembie
puede proyectar su espíritu... ¡Diablo!¿Por qué tratar de razonar acerca
de algo que se encuentra más allá de las fronteras de larazón? Vamos
a empezar nuestra vela.
77. 77 —¡No apague la luz! —exclamó Griswell involuntariamente.
Luego añadió—:Desde luego. Apáguela. Tenemos que estar a oscuras,
como —vaciló—, comoestábamos Branner y yo. Pero, en cuanto la
estancia quedó sumida en la oscuridad, el miedo se apoderó de élcon
fuerza insostenible. Se tumbó sobre sus mantas, temblando, tratando
de contener lostumultuosos latidos de su corazón. —Las Indias
Occidentales deben de ser el lugar más horrible del mundo —
murmuróBuckner, una mancha borrosa sobre sus mantas—. Había oído
hablar de los zombies,pero ignoraba lo que era una zuvembie.
Evidentemente, alguna droga preparada por losvoodoos para provocar
la locura en las mujeres. Aunque esto no explica las otras cosas:los
poderes hipnóticos, la anormal longevidad, la capacidad de controlar
cadáveres...No, una zuvembie no puede ser una simple loca. Es un
monstruo, algo que está porencima y por debajo de un ser humano,
creado por la magia que brota en los pantanos ylas selvas negras...
Bueno, veremos. Su voz cesó de sonar, y en el silencio que siguió,
Griswell oyó los latidos de supropio corazón. En el exterior, en los
negros bosques, un lobo aulló y las lechuzassisearon. Luego, el silencio
volvió a caer como una niebla negra. Griswell se obligó a sí mismo a
permanecer inmóvil sobre sus mantas. El tiempoparecía haberse
detenido. Y la espera se estaba haciendo insoportable. El esfuerzo
quehacía para dominar sus alterados nervios bañaba en sudor todos
sus miembros. Apretólos dientes hasta que le dolieron las mandíbulas,
y clavó las uñas en las palmas de susmanos. No sabía lo que estaba
esperando. El espantoso ser volvería a atacar. Pero,¿cómo? ¿Sería un
horrible y melodioso silbido, unos pies descalzos deslizándose por
loscrujientes peldaños, o un repentino hachazo en la oscuridad? ¿Le
escogería a él, o aBuckner? Tal vez Buckner estaba muerto ya... En la
oscuridad que le rodeaba no podíaver nada, pero oía la respiración
regular del hombre. El meridional tenía unos nervios deacero. ¿Era que
Buckner respiraba junto a él, separado por una angosta franja
deoscuridad? ¿O acaso el monstruo había atacado ya en silencio, y
ocupado el lugar delsheriff? Así de descabelladas eran las ideas que
cruzaban rápidamente por el cerebro deGriswell. Experimentaba la
sensación de que iba a volverse loco si no se ponía en pie de unsalto,
gritando, y huía frenéticamente de aquella maldita casa. Ni siquiera el
temor a lahorca podía retenerle tendido allí en la oscuridad por más
tiempo. De repente, el ritmode la respiración de Buckner se rompió, y
Griswell se sintió como si acabaran de echarleun cubo de agua helada.
Desde algún lugar situado encima de ellos empezó a oírse unmelodioso
silbido... Griswell notó que le faltaban las fuerzas, que su cerebro se
hundía en una oscuridadmás profunda que la negrura física que le
rodeaba. Siguió un período de absolutaconfusión mental, pasado el
cual su primera sensación fue la de movimiento. Estabacorriendo por
un camino increíblemente escabroso. A su alrededor todo era
oscuridad, ycorría ciegamente. Se dijo a sí mismo que debió de huir de
la casa y haber corrido variasmillas, quizás, antes de que su agotado
cerebro empezara a funcionar. No le importaba;morir en la horca por
un asesinato que no había cometido no le aterrorizaba ni la mitadque
la idea de regresar a aquella mansión de horror. Estaba dominado por
el ansia decorrer..., correr..., correr como estaba haciendo ahora,
ciegamente, hasta agotar susfuerzas. La niebla no se había disipado
del todo de su cerebro, pero tenía conciencia deque no podía ver las
estrellas a través de las negras ramas de los árboles. Deseóvagamente
saber hacia dónde se dirigía. Supuso que estaba trepando por una
colina, y el
78. 78hecho le extrañó, ya que sabía que no había ninguna colina en
un radio de varias millasalrededor de la casa de los Blassenville. Luego,
encima y delante de él, notó un leveresplandor. Avanzó hacia aquel
resplandor como si le empujara una fuerza irresistible. Luego
seestremeció al darse cuenta de que un extraño sonido chocaba contra
sus oídos: unsilbido melodioso y burlón al mismo tiempo. El silbido
borró todas las nieblas. ¿Quésignificaba aquello? ¿Dónde estaba? El
despertar llegó como el golpe aturdidor de unamaza de matarife. No
estaba corriendo a lo largo de un camino, ni trepando por unacolina;
estaba subiendo una escalera. ¡Se encontraba aún en Blassenville
Manor! ¡Yestaba subiendo la escalera! Un grito inhumano brotó de sus
labios. Y, dominando aquel grito, el fantasmalsilbido adquirió un tono
de diabólico triunfo. Griswell intentó detenerse..., retroceder...,incluso
arrojarse por encima de la barandilla. Pero su fuerza de voluntad
estaba reducidaa jirones. No existía ya. Griswell no tenía voluntad.
Había dejado caer su linterna, yhabía olvidado el revólver en su
bolsillo. No podía dominar a su propio cuerpo. Suspiernas, moviéndose
rígidamente, funcionaban como piezas de un mecanismoindependiente
de su cerebro, obedeciendo a una voluntad exterior.
Subiendometódicamente, le transportaban al rellano superior, hacia el
resplandor que ardíaencima de él. —¡Buckner! —gritó—. ¡Buckner! ¡Por
el amor de Dios! Su voz se estranguló en su garganta. Había llegado al
último peldaño. Empezó aavanzar por el rellano. El silbido había
cesado, pero su impulso seguía conduciéndolehacia adelante. No podía
ver la fuente de la que procedía el resplandor. No parecíaemanar de
ningún foco central. Pero Griswell vio una vaga figura que avanzaba
hacia él.Parecía una mujer, pero ninguna mujer humana era capaz de
andar con aquel pasoingrávido, ninguna mujer humana había tenido
nunca aquel rostro de horror, aquellaborrosa expresión demencial...
Griswell intentó gritar a la vista de aquél rostro, al brillodel acero que
esgrimía la mano en forma de garra, pero su lengua estaba helada.
Luego oyó un sonido que parecía arrastrarse silenciosamente detrás de
él; lassombras fueron hendidas por una lengua de fuego que iluminó
una espantosa figura quecaía hacia atrás. Al mismo tiempo resonó un
aullido inhumano. En medio de la oscuridad que siguió al inesperado
fogonazo, Griswell cayó derodillas y se cubrió el rostro con las manos.
No oyó la voz de Buckner. La mano delmeridional sobre su hombro le
despertó de su estupor. Una luz proyectada directamente sobre sus
ojos le cegó. Parpadeó, sombreó sus ojoscon una mano y alzó la
mirada hacia el rostro de Buckner, que se encontraba en elmismo
borde del círculo de luz. El sheriff estaba pálido. —¿Está usted herido?
—preguntó ansiosamente Buckner—. ¿Está usted herido? Enel suelo
hay un cuchillo de matarife... —No estoy herido —murmuró Griswell—.
Ha disparado usted en el momentopreciso... ¡El monstruo! ¿Dónde
está? ¿Adónde ha ido? —¡Escuche! En alguna parte de la casa
resonaba un horrible aleteo, como de alguien que searrastrara y
luchara en medio de las convulsiones de la muerte. —Jacob estaba en
lo cierto —dijo Buckner en tono sombrío—. El plomo puedematarlas. La
acerté de lleno, desde luego. No me atreví a encender la linterna,
perohabía suficiente claridad. Cuando empezó aquel fantasmal silbido,
casi tropezó ustedconmigo. Andaba usted como si estuviera
hipnotizado. Le seguí por la escalera. Ibadetrás de usted, aunque muy
agachado para que ella no pudiera verme y huir. Estuve a
79. 79punto de disparar demasiado tarde, pero confieso que el verla
me dejó casi paralizado...¡Mire! Proyectó el haz luminoso de su linterna
a lo largo del rellano, hasta detenerlo en unaabertura visible en la
pared, en un lugar donde antes no había ninguna puerta. —¡La entrada
secreta que descubrió miss Elisabeth! —exclamó Buckner—. ¡Vamos!
Echo a correr a través del rellano y Griswell le siguió con aire aturdido.
Los sonidosque acababan de oír procedían de algún lugar situado más
allá de aquella misteriosapuerta, y ahora habían cesado. La luz reveló
un angosto pasadizo en forma de túnel que evidentemente conducía
através de una de las recias paredes de la casa. Buckner penetró en el
pasadizo sin lamenor vacilación. —Tal vez no fuera capaz de pensar
como un ser humano —murmuró, iluminando elcamino delante de él—,
pero tuvo la astucia suficiente para borrar sus huellas, a fin deque no
pudiéramos seguirlas y descubrir, quizá, la abertura secreta. Allí hay
unahabitación... ¡La estancia secreta de los Blassenville! Y Griswell
exclamó: —¡Santo cielo! ¡Es la cámara sin ventanas que anoche vi en
mi sueño, con los trescadáveres colgados del techo! La luz que
Buckner paseaba por la estancia de forma circular se
inmovilizórepentinamente. Dentro del amplio anillo luminoso
aparecieron tres figuras, tres formasresecas, encogidas, momificadas,
ataviadas con unos vestidos muy antiguos. Sus pies notocaban el
suelo, ya que estaban colgadas del cuello a unas cadenas suspendidas
en eltecho. —¡Las tres hermanas Blassenville! —murmuró Buckner—.
Miss Elisabeth no estabaloca, después de todo. —¡Mire! —susurró
Griswell con voz apenas audible—. ¡Allí, en aquel rincón! La luz se
movió, volvió a detenerse. —¿Fue aquello una mujer en otros tiempos?
—inquirió Griswell, como si seinterrogara a sí mismo—. ¡Dios mío! Mire
ese rostro, incluso en la muerte. Mire esasmanos en forma de garras,
con las uñas renegridas como las de una fiera. Sí, erahumana... Lleva
aún los harapos de un antiguo vestido de baile, muy lujoso. ¿Por
quéllevaría una doncella mulata un vestido como ése? —Éste ha sido
su cubil durante más de cuarenta años —murmuró Buckner,
sinresponder a la pregunta, inclinándose sobre el horrible cadáver
tendido en el rincón dela estancia—. Bueno, Griswell, esto le exonera a
usted: una mujer loca con un hacha...Es lo único que las autoridades
necesitan saber. ¡Dios mío! ¡Qué venganza! ¡Quéhorrible venganza!
Aunque, pensándolo bien, tuvo que tener una naturaleza bestial.
Loprueba el hecho de que se iniciara en los misterios del voodoo
cuando no era más queuna jovencita... —¿Se refiere usted a la mulata?
—susurró Griswell. Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si intuyera
un horror que superaba a todos loshorrores que había experimentado
hasta entonces. —Interpretamos equivocadamente las palabras del
viejo Jacob y lo que missElisabeth escribió en su diario —dijo—. Ella
debía de estar enterada, pero el orgullofamiliar selló sus labios. Ahora
veo claro, Griswell; la mulata se vengó, aunque no delmodo que
suponíamos. No ingirió el Brebaje Negro que el viejo Jacob le
habíapreparado. Lo quería para suministrárselo subrepticiamente a
otra persona, mezclándoloen su comida o en su café. Luego, Joan huyó
de esta casa, dejando sembrada en ella lasemilla del infierno. —¿Ese
cadáver no... no es el de la mulata? —susurró Griswell.
80. 80 —Cuando la vi allá afuera, en el rellano, supe que no era
mulata. Y aquellos rasgoscontraídos seguían reflejando un parecido
familiar. He visto su retrato y no puedoequivocarme. Ese cadáver es el
del ser que en otros tiempos fue Celia Blassenville. PIGEONS FROM
HELL Robert E. Howard Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 EL
BOOGIE DEL CEMENTERIO DEREK RUTHERFORDT enéis que entenderlo:
todos pensamos que el tipo estaba loco. Ahí estábamos, seis músicos
que luchaban, es decir, que luchaban por seguir vivos. No luchábamos
con la música... la teníamos lista, una espléndida mezcla de Shuffle
yCajun de Nueva Orleans, con un toque de blues por encima. ¡Comida
para el alma, tío!Pero no podíamos comer la música, y la música jamás
metía gasolina en la furgoneta oreemplazaba los amplificadores rotos,
así que nos pasábamos los días y las nochesyendo por la carretera de
una actuación barata a otra, de cerveza y comida gratis en ellocal si
teníamos suerte y los dioses tenían puestos sus sombreros de boogie.
Hasta que,un día, ahí apareció él. Se nos acercó con polvo en el abrigo
y en las botas, el pelo plateado y escaso, losojos oscuros y hundidos, y
la piel consumida y tirante sobre los huesos. Tenía los dedoslargos y
deformes y encallecidos. Parecía contar unos cien años, pero se movía
como situviera sólo setenta. Un hombre viejo. Sin embargo, podía
cantar como un pájaro quevolara por primera vez. Estábamos tocando
en un barco, una de esas viejas barcas delTámesis rehabilitadas como
restaurante. Había quizá unas cincuenta o sesenta personasallí
metiéndose chile en la boca y moviendo los pies al ritmo de la música.
Era el 4 dejulio, y a pesar de que había todo un océano entre nosotros
y los Estados Unidos deAmérica, la mayoría se lo pasaba en grande y lo
celebraba como si hubieran sido losBrits los que hubieran ganado esa
guerra. Había unos escalones que bajaban hasta el barco —estábamos
tocando por debajo dela línea de flotación—, viejos escalones de
madera que eran un poco peligrosos para unjoven, más aún para un
tipo viejo con las suelas de los zapatos mojadas y apoyado en
unbastón. Se detuvo a mitad de camino y nos miró, con los ojos
profundamenteescondidos en sus cuencas, haciendo que nos fuera
imposible aguantarle la mirada. ¡Quégrima! Bajé la vista a las cuerdas
e inicié torpemente unos acordes. Al acabar el primerpase nos
habíamos olvidado por completo de él. Estábamos sentados
preparando elorden de las canciones que tocaríamos en el segundo
pase cuando de repente apareciójusto detrás de mí y preguntó con voz
suave y cálida (habría apostado pelas que esa vozno podía salir de
nadie que no fuera él) si nos gustaría conseguir una actuación.—
Olvídalo, abuelo —dijo Mark, aunque se rió al hablar para no irritar al
viejo. —Lo digo en serio —afirmó el anciano polvoriento, y nosotros nos
reímos yvolvimos a dedicarnos al orden de las canciones—. ¿Cuánto
vais a cobrar por estanoche? Nadie contestó, y como sentí compasión
por él me di la vuelta. De cerca, su piel eracomo la corteza de un árbol.
Sus dientes del color del maíz.
81. 81 —No mucho —repuse—. Pero nos dan de comer, ¿entiendes lo
que quiero decir? Asintió y supe que lo entendía. Él también había
pasado por ello. —Entonces, ¿qué os parecen quinientas libras? —
preguntó. Sonreí, porque escuchas ese tipo de cosas cada noche: “Yo
mismo estoy metido en elnegocio y tengo algunos contactos, ¿qué os
parecería una actuación?” “Mi hermanoconoce al guitarrista de tal o
cual grupo, quizá os pueda conseguir una actuación” “Mellamo Elvis
Presley, ¿quizá queráis una actuación?” Las habíamos oído todas.
Escuchasa esos tipos porque quieres que vayan a tu siguiente
actuación... En nuestro nicho delmundo del rock’n’roll quieres que
cualquier tía tatuada y su hermano colgado asistan atu siguiente
actuación. Más cuerpos, más cerveza. Más cerveza, más dinero. Así
quesonreí y él supo lo que yo estaba pensando, porque, como he
dicho, él mismo ya habíapasado por ello. Pero aún no se rindió. —Lo
único que tenéis que hacer es tocar una de mis canciones —me dijo—.
Sólouna. Las demás las elegís vosotros. Quinientas libras. Mark levantó
la vista de la lista. —¿Qué ha dicho? —Quiere darnos quinientas libras
por cantar una de sus canciones. Mark escrutó al viejo y enarcó las
cejas como para preguntar si era verdad o si el tipoestaba loco. El viejo
asintió. —¿Cuándo sería esa actuación? El viejo se encogió de hombros.
—Aceptad, y ya arreglaré algo. Miré a Mark. Él también se alzó de
hombros. Miré de nuevo al viejo. —La tocaremos —dije. Quinientas
libras. Era un montón de dinero por entonces. Como he dicho,
pensamosque el viejo estaba loco.Se quedó hasta el final de la
actuación, y cuando todos los felices comensales sehubieron marchado
y las sillas empezaban a colocarse del revés sobre las mesas,
nosmostró su canción. Tío, cualquiera sabía de dónde había salido ese
cabrón, pero el hijode puta tenía un clásico en la manga. Rock del
pantano que palpitaba al ritmo delcorazón, acordes sencillos que
atravesaban unos ritmos sentidos, más que oídos.Palabras de vudú.
Algo salido del profundo Sur. Un latido que se acoplaba al flujo de
lasangre que corría por nuestras venas. Un coro que crecía de ninguna
parte y subía ysubía cada vez más hasta que sólo la luna era más
brillante. Sí, cantaba como un pájaro en vuelo. Tocó esa canción una y
otra vez, y en cadaocasión era exactamente igual. Pero nunca se hacía
pesada, jamás aburrida. Cada vezdespertaba un nervio. Quizá la había
tocado mil veces (y después empecé a preguntarmesi se la había
tocado a todos los grupos que hubiera visto nunca y si nosotros éramos
losprimeros que alguna vez habían sido capaces de tocársela a él) y la
había trabajado hastadejarla en su forma perfecta. Nunca olvidaré la
expresión de sus ojos cuandoempezamos a cuajar su canción. Por
supuesto, a él se la tocamos de manera distinta.Nosotros teníamos
guitarra y piano, bajo y batería. Él usaba sólo una guitarra.
Perocaptamos el espíritu y el alma y la esencia. Se le iluminaron los
ojos, el color fluyó a susmejillas. Sonrió, y no daba la impresión de ser
la clase de tipo que lo hacía muy amenudo. Y luego, lo mejor de todo,
sacó un fajo de billetes de esas viejas ropas decarretera que parecían
haberse caído de una caravana y haber sido arrastradas por latierra, y
desenrolló una cantidad equivalente a doscientas cincuenta libras. —El
cincuenta por ciento ahora. El cincuenta por ciento la noche de la
actuación.
82. 82 Entonces se fue y nos dejó ensayando su canción, y maldita sea
si no era la mejorque había tocado en mi vida. La actuación reforzó la
idea que teníamos de lo loco que estaba el viejo. Nosconsiguió una
desvencijada sala de pueblo en mitad de ninguna parte y no se lo dijo
anadie hasta la noche anterior. Nosotros se lo dijimos a unos amigos,
pero a las nueve enpunto, cuando Mark dio la entrada a la primera
canción, ni siquiera había la suficientegente como para formar un
equipo de rugby. Humillante. Pero por doscientas cincuentalibras nos
aguantamos la vergüenza. Guardamos su canción para el final. Todos
habíamos acordado que no teníamos nadamejor que meter detrás.
Llegó el descanso, y le pregunté al viejo cómo se llamaba. Se mostró
suspicaz. —¿Cuándo vais a tocar mi canción? —preguntó. —Es la última
de la noche —le dije. —Si no la tocáis no cobráis. —Tranquilo —
comenté—. Es la canción condenadamente mejor que he oído enmucho
tiempo. No sólo queremos tocarla esta noche, queremos tocarla todas
las noches. Se relajó y volvió a sonreír. —Os gusta mi canción, ¿eh? —
Es el motivo por el que necesito tu nombre —indiqué—. Algún día...
nunca sesabe, algún día quizá podamos grabarla. La sonrisa estalló en
una carcajada. —Algún día pueden pasar muchas cosas. —Hablo en
serio —dije—. Tenemos planes. —Sois bastante buenos —reconoció—.
Pero a veces eso no basta. Mirándole, supe cuán cierto era. Una
canción, lo único que habíamos oído de él, ypodría haber sido otro
Hank Williams, otro Jimmie Rogers. Una leyenda. Sin embargo,era un
vagabundo. Un tipo sin hogar, un alma perdida. Un errabundo. De
costa a costa,de ciudad en ciudad. El genio dentro. El frío fuera. —
Bueno, ¿cómo te llamas? —pregunté de nuevo. —Olvídalo. —No. Quiero
saberlo. —Robert —contestó por último. —¿Robert qué? —Sólo Robert.
—Vamos. Sacudió la cabeza. —Si ganáis dinero con mi canción,
quedáoslo. —¿Qué sucede, estás huyendo o algo parecido? —Puedes
ponerlo así. Lo dejé correr. El tipo estaba loco.Unas pocas personas
más entraron cuando ya había empezado el segundo
pase.Probablemente, clientes habituales, atraídos por los sonidos como
una polilla a la luz.Para cuando llegamos a la canción del viejo, la
multitud era casi respetable. Se tratabade la clase de actuación que
había hecho gratis cuando tenía catorce años, y luego,catorce años
después, un viejo estaba pagando cientos de libras por escuchar su
canciónen vivo. Mark dio la entrada. La habíamos llamado El Boogie del
Cementerio, porque el viejono tenía título para ella. La batería y la
guitarra introdujeron el ritmo. El bajo y el pianoincorporaron los
acordes. Se estableció la onda y Mark empezó a cantar. Las cabezas se
83. 83volvieron. Las conversaciones se detuvieron. Todo el mundo
supo que esta canción eraun número uno. Empezamos funky.
Gruñendo con esos registros bajos. Aullando en los altos.Melodías de
contrapunto, armonías, y todo el tiempo el latido que se acoplaba con
elflujo de nuestra sangre, la batería con los latidos de nuestros
corazones. Una marchafúnebre de Nueva Orleans, con un ritmo alto y
toques de jazz. Una danza de guerraafricana, oscura y peligrosa. Un
blues de Chicago gritando por ayuda. La guitarra deHendrix buscando
allá arriba vida entre las estrellas. Y todo el tiempo, el latido.Vislumbré
al hombre en la parte de atrás de la sala. Estaba sonriendo y moviendo
el pie.Deseé haber puesto una grabadora. Había algo en el aire esa
noche. Llegamos a la mitadcomo si fuera una canción que hubiéramos
practicado toda nuestra vida. Vi a Pete y aMarty, nuestra sección
rítmica, sonriéndose. Y qué importaba que casi no hubiera nadie.Éste
era el Paraíso. Con una canción como ésa podíamos llegar. Otro verso.
El coro.Baja, crea un poco de tensión, una vez que has rodeado las
casas ahí abajo, grave yfunky, y luego vuelve a subir. Más y más alto,
la guitarra sacando los acordes unmicrosegundo antes para dar la
impresión de acelerar sin cambiar el ritmo. Una cosamuy profesional.
Otro coro. Un falso final y luego el de verdad. El Boogie delCementerio,
chicos. Sufrid. Aplaudieron como si en el escenario estuvieran los
Beatles. Nos miramos. Esacanción era de otro mundo. Hicimos un bis,
una versión caliente de Let’s Twist Again, porque no había nada
másque una canción acelerada que se pudiera acercar a la atmósfera
de El Boogie delCementerio. Al terminar, miré al viejo. Tenía compañía.
Un tío joven. Atractivo, alto y delgado. Vestido con un traje deejecutivo.
Pelo oscuro. Buena piel. Pómulos que las cámaras amarían. Apuesto a
que lasmujeres se morían por ese tipo. Mientras observaba, Robert le
dio un fajo de dinero. Con la cabeza señaló en nuestradirección como si
le dijera “¿Puedes dárselo al grupo?”, y luego dio media vuelta y
sedirigió hacia la puerta, caminando tan rápidamente como nunca
antes había visto. En lapuerta, juro que se detuvo y nos lanzó una
última mirada, una mirada de tristeza. Unamirada de disculpa. Luego,
desapareció. El otro tipo no perdió tiempo. Vino directamente hacia el
escenario, con el dinero enla mano. Incluso era más atractivo de cerca:
le brillaban los dientes, la piel tenía un tonosaludable, los ojos le
centelleaban. —Buena actuación, chicos —dijo. —Gracias. —Escuchad,
Robert tuvo que marcharse. Me pidió que os diera esto —alargó
eldinero y yo lo cogí sin pensarlo. Además, ¿qué se suponía que tenía
que pensar? Pero enel instante en que lo tuve en la mano, un frío
gélido estrujó mi corazón. Temblé. Algomás que dinero había pasado
entre nosotros—. Me encantó El Boogie del cementerio —añadió. No
estaba seguro, pero, ¿el viejo no había estado solo cuando tocamos la
canción?Quizá el tipo se encontraba en otra parte de la sala. Aunque
en realidad no habíamuchos asistentes como para haber ocultado a
alguien, y seguro que no noté lapresencia de este tío. —Es una de las
canciones del viejo —comenté. El tipo atractivo sonrió. —¿Eso es lo que
os contó? —¿Qué quieres decir? Sacudió la cabeza, descartando el
tema.
84. 84 —Seguid tocando, chicos. Ya os volveré a ver. Y se fue. ¿Qué
pasaba con nosotros? Atraíamos a todos los tocados. ..........Uno:
repartí el dinero con los muchachos, y cada vez que les pasaba un
billete juro quetemblaban. ..........Dos: volviendo a casa recordé de
repente que Mark había presentado la canción delviejo como “una
canción que nos mostró la noche pasada un extraño”. Jamás
mencionóel título que le habíamos dado.No puedo decir que las cosas
fueran cuesta abajo a partir de ese momento. Tampocopuedo decir que
mejoraran, aunque cada vez que tocábamos El Boogie del
Cementeriohasta el público más muerto cobraba vida. Seguimos en la
carretera y los promotoresagarrados nos siguieron robando. Con el
tiempo, el grupo se separó. Eso fue hacemucho tiempo y no puedo
recordar las causas. No creo que volviéramos a sentirnos agusto entre
nosotros. Y alguien nos estaba siguiendo. Nunca vimos a nadie. De
hecho, nunca mencionamos en voz alta la idea, pero todoslo sabíamos.
Muchas veces capté a uno de los chicos mirando por encima del
hombrocomo si alguien le hubiera llamado o le hubiera pasado un dedo
por la columnavertebral. A mí también me pasó. Al conducir la
furgoneta, mirando por el espejoretrovisor en busca de algo que no
estaba ahí. Ruidos de pasos en salas de ensayovacías. Sombras donde
no debía haber sombras. Puede haber sido la imaginación. Pero,¿en
todos nosotros? Empezó a atacarnos los nervios. Y, así, al final el grupo
se separó.Después de aquello toqué la guitarra para millones de
grupos, una semana aquí, un mesallí. Siempre tratando de mantener el
cuerpo y el alma juntos y, poco a poco,fracasando. Nunca volví a
conseguir esa sensación que experimentamos con El Boogiedel
Cementerio. A lo largo de los años se lo toqué a varios grupos, pero
ninguno parecióencenderse como lo habíamos hecho nosotros. En una
ocasión, en la parte norte deLondres, un grupo de tíos jóvenes casi lo
consiguió. Yo sentí que mi alma se animaba,que mis pulsaciones se
hacían ligeras, pero no pudieron mantener el tiempo. Empezó ahacerse
una obsesión... encontrar una banda que fuera capaz de tocar El
Boogie. Fuiabandonando mis propias actuaciones y me pasé los días
vagando por bares y clubes enbusca de los tipos que pudieran
aguantarlo. No había nada complicado con la canción,ningún acorde
difícil o notas inusuales, sólo el latido de la sangre a través de las
venasque debía ser el correcto. Y sin embargo nadie podía tocarla. Me
encontraba a unos setecientos kilómetros del lugar al que una vez
había llamadohogar, cuando conocí a Crazy Montgomery Jones y sus
Alabama Playboys. Estabantocando en la parte de atrás de un pub
apagado ante menos de cuarenta personas.Canciones de blues y soul
conocidas que ya habían sido viejas en mi época y que ahoraeran
veinte años más viejas. Me quedé de pie en el fondo bebiendo una
pinta de cerveza
85. 85negra que se iba recalentando cada vez más, y en el descanso
les pregunté qué estabanganando. —No mucho. Pero la cerveza es
gratis —me contó el batería. Sonreí. Yo ya había pasado por ello antes.
Sólo que entonces había sido yo el que ibaa ser seducido por una
canción. —¿Queréis una actuación por quinientas libras? —pregunté.
Se rió. Tuve la impresión de que pensaba que estaba loco. ..........El
tiempo es algo raro. No creo que la tocaran tan bien como solíamos
hacerlo nosotros.Le dieron un tratamiento moderno. Compases
estridentes y distorsión sónica. Másnotas. Pero consiguieron el latido.
Temblé, y durante un momento pensé que fuera loque fuere lo que me
había estado siguiendo todos estos años, se había acercado y
sehallaba a mi lado. Miré a mi izquierda. Nadie. A mi derecha. Nadie. A
Montgomery Jones, o como se llamara de verdad, le encantó la
canción. Me dijoque era lo mejor que habían oído jamás. Yo habría
dicho lo mismo por quinientas libras,pero creo que lo sentían. Contraté
la noche de un viernes en un centro de la comunidad local. Recordé
aquellaactuación que hicimos tantos años atrás, a la que, debido a la
inexistente publicidad, noasistió nadie. Me tomé la libertad de
gastarme veinte libras en un anuncio en la prensalocal. Qué demonios,
además no era mi dinero. Le debía a un tipo del sur un montón
depelas. Con los intereses, ahora más. Apuesto que si alguna vez daba
conmigo el pagopodría involucrar un par de piernas rotas. Pero
necesitaba el dinero para una ocasióncomo ésta, y las probabilidades
de que el prestamista se topara con un tipo de carreteracomo yo eran
muy reducidas. En cualquier caso, dos piernas rotas parecían una
visiónjodidamente mejor que tener a lo que fuera que iba detrás de mí
siguiéndome el resto demi vida. Tocaron bien. Si no espléndida, la
multitud era respetable, y al final de la noche,cuando los Alabama
Playboys se lanzaron a El Boogie del Cementerio, la mayoría selevantó
y se puso a bailar. La canción seguía siendo un número uno. Entonces
algo me pasó a mí. No puedo decir qué. No fue nada específico. Quizá
un aligeramiento de laspreocupaciones. Una relajación del alma. Hacia
la mitad de la canción empecé asentirme bien. Como si hubiera
pensado en algo agradable y luego olvidara porcompleto qué era,
sabiendo únicamente que vendrían cosas placenteras. Cuando
elguitarrista tocó el solo, me descubrí sonriendo. Empecé a mover el
pie. Tenían el ritmo,el latido. Los ocho del grupo. Ahora tenían todo el
latido. Vudú. Algo me hizo pensaren el vudú. Metí la mano en el bolsillo
del abrigo, era viejo, del ejército austríaco de los años 50,grueso y
cálido, y barato. Me protegía bien en las noches frías. Un dinero bien
gastadoen la tienda de excedentes del ejército. No me había sentido
tan bien en años. —¿Quieres que le entregue el dinero al grupo? Miré a
la izquierda. No había cambiado nada. Seguía siendo alto y de pelo
oscuro yatractivo, tal como lo recordaba. Nos había dicho que volvería
a vernos. Asentí. El hijo de puta ni siquiera había envejecido. Cogió el
dinero de mi mano.Intenté mirarle a los ojos, pero no pude. Se rió, y,
me avergüenza decirlo, yo meescabullí como un gato asustado, casi
derribando a varias personas en mi camino hacia
86. 86la puerta. Con alguna distancia entre nosotros, me paré y le eché
un último vistazo a labanda. El guitarrista me miraba de forma rara.
¿Qué podía hacer? Esbocé una sonrisadébil, me encogí de hombros en
una especie de disculpa y me fui. Era la primera vezque había estado
solo en muchos años. Fuera, me vi reflejado en la ventanilla de un
coche. Ahora tenía una barba salpicadade gris. Llevaba el pelo largo y
revuelto. El abrigo estaba polvoriento. Las botasgastadas. Un
verdadero hombre de la carretera. Un verdadero hombre viejo. Pero
por lomenos era libre. Me encaminé hacia el oeste. Por primera vez en
mucho tiempo me puse a pensar enel grupo. Me pregunté si algún otro
había encontrado a alguien que pudiera tocar ElBoogie del Cementerio
igual que nosotros. Sabía una cosa, que si no lo habíanencontrado,
nunca dejarían de buscarlo. Y nunca dejarían tampoco de mirar por
encima del hombro. THE GRAVEYARD BOOGIE Derek Rutherford Trad.
Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3 PAPÁ BENJAMÍN
WILLIAM IRISHA las cuatro de la mañana una piltrafa de hombre entró
tambaleándose en el Departamento Central de Policía de Nueva
Orleans. Detrás de él, en una esquina, un reluciente Bugatti
ronroneaba como un gato amodorrado. Era elmejor auto que jamás se
había detenido allí. Atravesó vacilante la sala de espera,desierta a
aquella hora temprana, y traspuso la puerta abierta al fondo. Un
soñolientosargento de guardia abrió los ojos; un desocupado detective
que hojeaba la edición deldía anterior del Times Picayune, sentado en
una silla apoyada en las dos patas traseras ycon el respaldo contra la
pared, levantó la cabeza. Cuando el cono de luz de la lámparaque
pendía del cielo raso cayó sobre el recién llegado, las bocas de ambos
se abrieron ysus ojos parpadearon. Las dos patas delanteras de la silla
del detective se apoyaronruidosamente en el suelo. El sargento colocó
las palmas de ambas manos sobre elescritorio y levantó los codos en
actitud de cordial recibimiento. Un policía llegó de lahabitación trasera
secándose una gota de los labios. También se quedó
boquiabiertocuando vio quién estaba allí. Se acercó al detective y dijo,
haciendo pantalla con lamano: —Éste es Eddie Bloch, ¿no? El detective
no se tomó la molestia de contestar. Aquello equivalía a decirle cómo
sellamaba él mismo. Los tres se quedaron mirando fijamente a la figura
iluminada por elhaz de luz, con un interés respetuoso, casi admirativo.
No había nada de profesional ensu escrutinio, no eran los policías
estudiando a un sospechoso; eran tipos del montónmirando a una
celebridad. Observaron el ajado esmoquin, el tallo de gardenia que
habíaperdido sus pétalos y la deshecha corbata. Su abrigo, que
colgaba antes de su brazo, searrastraba ahora tras él por el polvoriento
piso del Departamento de Policía. Dio untoque a su sombrero, que cayó
y rodó tras él. El policía lo cogió y lo limpió. Nuncahabía sido adulador,
pero ¡aquel hombre era Eddie Bloch! Era su rostro, más que su
personalidad o su indumentaria, lo que atraía las miradas entodas
partes. Era el rostro de un muerto..., el rostro de un muerto en un
cuerpo viviente.
87. 87La macabra forma de su calavera parecía asomar a través de su
piel transparente; sepodían ver sus huesos como en una placa
radiográfica. Los ojos eran los de un obseso,un perseguido, colocados
en enormes cuentas que dividían la cara como una máscara.Ni el
alcohol ni la vida licenciosa podían haber hecho tales estragos. Sólo
una largaenfermedad y el conocimiento anticipado de la muerte podían
causarlos. Cuando sevisita un hospital se ven caras así, con ojos en los
que ya está muerta toda esperanza...,que ven ya la fosa abierta. No
obstante, por extraño que parezca, reconocieron al hombre. El
reconocimientofue lo primero; la observación de su deplorable aspecto
vino después, más lentamente.Quizá se debía a que los tres policías
habían sido llamados alguna vez para identificarcadáveres depositados
en la Morgue. Su mente estaba adiestrada en ese sentido, y lacara de
aquel hombre era familiar a miles de personas. No porque hubiese
violado elmás leve precepto legal, sino porque había expandido la
felicidad en torno a él,poniendo en movimiento, con su música,
millones de pies. La expresión del sargento de guardia cambió. El
policía susurró al oído del detective: —Parece como si acabara de ser
atropellado por el tren. —A mí más bien me da la impresión de una
formidable borrachera —contestó eldetective. Pero aquellos hombres
sencillos, avezados en su profesión, sólo podían explicar elaspecto del
hombre por causas vulgares. El sargento de guardia dijo: —El señor
Eddie Bloch, ¿no? Este alargó la mano por encima del escritorio para
saludarlo. A duras penas podíatenerse en pie. Movió la cabeza, pero no
retiró la mano. —¿Le ha ocurrido algo, señor Bloch? ¿En qué podemos
servirle? —el detective y elpolicía se acercaron más—. ¡Corra a buscar
un vaso de agua, Latour! —dijo el sargentoansiosamente—. ¿Ha sufrido
un accidente, señor Bloch? ¿Ha sido asaltado? El hombre se irguió
apoyándose en el borde del escritorio. El detective extendió subrazo
por detrás de él por si se caía hacia atrás. Bloch continuaba hurgando
en susbolsillos. El esmoquin le bailaba a cada movimiento. Los policías
notaron que su pesono debía pasar ahora de cincuenta kilos. Extrajo un
revólver, que a duras penas pudolevantar. Lo empujó, haciendo que se
deslizase por el escritorio. Luego dio media vueltay, señalándose a sí
mismo, dijo: —He matado a un hombre, ahora mismo, hace un
momento. A las tres y media. Los policías se quedaron mudos de
asombro. Casi no sabían cómo hacer frente a lasituación. Estaban en
permanente contacto con asesinos, pero éstos tenían que serbuscados
y arrastrados allí a viva fuerza, y, cuando la fama y la fortuna se
mezclabancon un crimen, como ocurre rara vez, diestros abogados y
barreras protectoras surgíanpor doquier para proteger al asesino. Este
hombre era uno de los diez ídolos deAmérica, o lo había sido hasta
hacía muy poco. Hombres como él no mataban a nadie.No aparecían
así, inopinadamente, a las cuatro de la mañana, para plantarse delante
deun simple sargento de guardia y un anónimo detective y mostrar al
desnudo su almadesgarrada en una figura hecha jirones. Durante un
minuto el silencio reinó en la sala, un silencio que podía cortarse con
uncuchillo. Después, Bloch habló de nuevo con acento agónico: —¡Le
digo que he matado a un hombre! No se quede mirándome de ese
modo! ¡Hematado a un hombre! El sargento le contestó amablemente,
con simpatía: —¿Qué le ocurre, señor Bloch? ¿Ha estado usted
trabajando demasiado? —selevantó de su asiento y se acercó a él—.
Venga adentro con nosotros. ¡Usted, Latour,quédese ahí, por si suena
el teléfono!
88. 88 Cuando lo tuvieron dentro de la habitación trasera, el sargento
ordenó: —¡Tráigame una silla, Humphries! Ahora, beba un trago de
agua, señor Bloch. Bien,cuéntenos todo —el sargento había llevado el
revólver con él. Lo pasó por delante de sunariz y luego abrió la cámara,
mirando de reojo al detective—. Sí, ha sido disparado. —¿Un accidente,
señor Bloch? —sugirió respetuosamente el detective. El hombre de la
silla movió la cabeza. Comenzó a temblar, aunque la noche era tibiay
agradable. —¿A quién fue? ¿Quién era? —agregó el sargento. —No sé
su nombre —murmuró Bloch—, nunca lo supe. Le llaman Papá
Benjamín. Sus dos interlocutores cambiaron una mirada de sorpresa. —
Parece como... —el detective no terminó la frase, se volvió hacia Bloch
y lepreguntó con tono indiferente—: Era un blanco, ¿no? —No, era
negro —fue la inesperada respuesta. El asunto iba tornándose cada vez
más disparatado, más inexplicable. ¿Cómo unhombre como Eddie
Bloch, uno de los más famosos directores de orquesta del país,
quecobraba más de mil dólares semanales por tocar en el Maxim’s,
había matado a unignorado negro y se trastornaba por ello hasta aquel
punto? Los dos policías jamáshabían visto cosa parecida; habían
sometido a sospechosos a interrogatorios de cuarentay ocho horas, de
los cuales aquellos habían salido frescos como lechugas
comparadoscon este hombre. Había dicho que no fue un accidente ni
un asalto. Continuaron interrogándole, nopara confundirle, sino para
ayudarle a recobrarse. —¿Qué hizo el hombre? ¿Olvidó las debidas
distancias? ¿Le respondió? ¿Se pusoinsolente? No hay que olvidar que
estamos en Nueva Orleans. La cabeza de Bloch oscilaba como un
péndulo. —¿Perdió usted momentáneamente los estribos? Fue eso,
¿no? Otro movimiento negativo de cabeza. La condición del hombre
sugirió al detectiveuna explicación. Miró hacia atrás para asegurarse
de que el agente no estabaescuchando. Luego, muy discretamente: —
¿Es usted aficionado a las drogas? ¿Era él quien se las proporcionaba?
El hombre los miró. —Jamás he probado nada nocivo. Un médico podrá
atestiguarlo. —¿Tenía él algo contra usted? ¿Le causaba molestias?
Bloch tornó a hurgar en sus ropas; éstas seguían bailándose sobre el
esqueléticoarmazón. De pronto, extrajo un gran fajo de billetes, tan
alto como largo, más dinero delque habían visto junto en su vida los
dos policías. —Aquí tengo tres mil dólares —dijo simplemente,
arrojándolos como había hechocon el revólver—. Los llevé esta noche y
traté de dárselos. Le habría dado el doble, eltriple, si hubiese
pronunciado la palabra, si me hubiera dejado libre. No quiso.
Entoncestuve que matarlo. Era lo único que podía hacer. —¿Qué es lo
que le hacía? —dijeron los dos policías al mismo tiempo. —Me estaba
matando —levantó el brazo y recogió el puño de la camisa. La
muñecaera casi del grosor del pulgar del sargento. El valioso reloj de
pulsera de platino que larodeaba tenía la correa prendida en el último
agujero que era posible hacer, y aún lequedaba floja como un
brazalete—. Ya he bajado a cuarenta y cinco kilos. Cuando mequito la
camisa el corazón está tan a flor de piel que se puede ver cada latido.
Los policías dieron un paso hacia atrás, deseando casi que el hombre
no hubieseentrado allí, que se hubiera dirigido a cualquier otra
Comisaría. Desde el comienzo
89. 89mismo habían presentido en el caso algo que superaba su
entendimiento, algo que nopuede hallarse en los reglamentos, pero
tendrían que afrontarlo. —¿Cómo? —preguntó Humphries—. ¿Cómo lo
estaba matando? Un destello de tormento asomó a los ojos de Bloch.
—¿No cree usted que ya se lo habría dicho si pudiera? ¿No cree usted
que habríavenido aquí hace meses para pedir protección, para que me
salvaran, si yo hubiesepodido decírselo y si ustedes pudiesen creerme?
—Nosotros le creeremos, señor Bloch —dijo el sargento
tranquilizadoramente—. Lecreeremos todo. Díganos lo que sepa. Pero
Bloch, en cambio, por primera vez espetó una pregunta: —
¡Contéstenme! ¿Creen ustedes en algo que no pueden ver, que no
pueden oír, queno pueden tocar? —Radio —sugirió el sargento
tímidamente, pero la respuesta de Humphries fue másfranca: —No. El
hombre volvió a hundirse en su asiento y se encogió apáticamente. —
Si no creen, ¿cómo puedo esperar que lo entiendan? He acudido a los
mejoresmédicos, a los más grandes hombres de ciencia de todo el
mundo, y no quisieroncreerme. ¿Cómo puedo esperar que ustedes lo
hagan? Dirán sencillamente que estoytrastornado y se contentarán con
eso. Yo no quiero pasar el resto de mi vida en unmanicomio... —se
interrumpió y suspiró—. Y, sin embargo, ¡es cierto, es cierto! Se habían
metido en tal embrollo que Humphries decidió salir del paso
comopudiera. Hizo una pregunta sencilla, que hacía tiempo debía
haber formulado paraterminar con aquel maleficio. —¿Está usted
seguro de que lo mató? Bloch estaba físicamente acabado y casi al
borde del colapso. Todo el caso podía serpura alucinación. —Yo sé lo
que hice, estoy seguro —contestó el hombre con calma—. Ya estoy
unpoco mejor. Lo sentí en el momento mismo de liquidarlo. Si era así,
no lo parecía. El sargento echó una mirada a Humphries y se tocó la
frentecon gesto significativo. —¿Qué le parece si nos lleva al lugar del
hecho? —sugirió Humphries—. ¿Puedehacerlo? ¿Fue en el Maxim’s? —
Ya les he dicho que era un negro —respondió Bloch con reproche—. El
Maxim’sno es un lugar cualquiera. Fue en el Vieux Carré. Puedo
mostrarles dónde fue, pero nopodré conducir el coche. A duras penas
pude venir hasta aquí. —Haré que conduzca Desjardins —dijo el
sargento, y llamó al policía—. Telefoneea Dij y dígale que espere a
Humphries en la esquina de Canal y Royal, en seguida —sevolvió y
miró a la informe figura de la silla—. Hágale beber un trago en el
camino. Nome parece que resista hasta allá. Bloch enrojeció
levemente: no tenía sangre para más. —Ya no puedo probar el alcohol.
Estoy al cabo de mis fuerzas. Me consumo —dejócaer la cabeza y luego
la levantó—. Pero voy a recobrarme poco a poco ahora que él... El
sargento se llevó aparte a Humphries. —Si resulta como él dice y no es
un sueño, llámeme en seguida. Yo telefonearédespués al jefe. —¿A
esta hora? El sargento hizo una indicación en dirección a la silla. —Es
Eddie Bloch, ¿no?
90. 90 Humphries cogió a éste del brazo y lo hizo levantar con cortés
energía. Ahora que lascosas tomaban un rumbo normal sabía dónde
pisaba. Sería siempre considerado, peroahora como funcionario, pues
eso entraba ya en su rutina. —Vamos, señor Bloch. —No haremos
informe alguno hasta estar seguros de lo que se trata —dijo elsargento
a Humphries—. No quiero echarme encima a toda la ciudad mañana
por lamañana. Humphries casi tuvo que sostener a Bloch para salir del
Departamento y entrar en elautomóvil. —¿Es éste? —dijo—. ¡Caray! —
lo tocó con un dedo y partieron suavemente—.¿Cómo pudo usted
entrar con este coche en el Vieux Carré sin dar contra las paredes? Dos
levísimos fulgores en la calavera que se reclinaba en el respaldo del
asiento eranlos únicos signos de vida que se manifestaban en el
hombre que iba a su lado. —Solía dejarlo a algunas manzanas de
distancia e iba hasta allí a pie. —¡Oh! ¿Fue usted más de una vez? —
¿No lo habría hecho usted tratándose de su vida? Volvía aquel
disparatado asunto, pensó Humphries con disgusto. ¿Por qué un
hombrecomo Eddie Bloch, astro del micrófono y de los salones de
baile, tenía que acudir a unnegro de los bajos fondos rogándole por su
vida? Llegaron rápidamente a Royal Street. Dieron la vuelta a la
esquina, Humphries abrióla portezuela y vio a Desjardins poner un pie
en el estribo. Luego se dirigió nuevamentehacia el centro de la calzada
sin detenerse. Desjardins se sentó al otro lado de Bloch,terminando de
anudarse la corbata y abotonarse el chaleco. —¿De dónde sacó el
Aquitania? —preguntó, y luego, mirando a su lado—: ¡SantoKreisler,
Eddie Bloch! Solíamos escucharlo todas las noches en casa, con
Emerson... —¿Qué te pasa? —lo atajó Humphries—. ¿Comiste guiso de
lengua? —¡Vire! —se oyó una voz sofocada entre ellos, y en seguida
dos ruedas llevaron alBugatti por la North Rampart Street—. Tenemos
que dejarlo aquí —agregó pocodespués. Los hombres salieron del
coche—. Congo Square, el antiguo lugar de reuniónde los esclavos. —
¡Ayúdalo! —dijo Humphries a su compañero perentoriamente, y lo
tomaron cadauno de un brazo. Tambaleándose entre ellos, con el
inseguro paso de un ebrio, rápido a veces, lentootras, Bloch les
enseñaba el camino; de pronto se encontraban frente a un pasaje que
nohabían advertido hasta aquel momento. Era como una rendija
abierta entre dos casas, ytan fétida como una alcantarilla. Tuvieron
que colocarse en fila india para pasar. PeroBloch no podía caerse; las
paredes casi le raspaban los hombros. Uno de los policías ibadelante
de él y el otro detrás. —¿Llevas revólver? —preguntó Humphries por
encima de la cabeza de Bloch aDesjardins, que iba delante. —¡Me
resfriaría sin él! —se oyó la voz del otro en la oscuridad. Un rayo de luz
rojiza surgió de improviso por el marco de una ventana, y un codocolor
café tocó al pasar las costillas de los tres. —Entra, querido —murmuró
una voz aguardentosa. —Ve a lavarte la boca con jabón —aconsejó el
nada romántico Humphries porencima del hombro, sin volverse
siquiera. El rayo de luz se cortó con la misma rapidez que apareciera.
El pasaje se ensanchaba al llegar al fondo de un grupo de casas que
databan deltiempo de la dominación francesa o española, y en cierto
trecho pasaba por debajo de
91. 91una arcada, formando como un túnel. Desjardins se dio de
cabeza contra algo y lanzó unjuramento. —¿Estamos lejos aún? —
preguntó secamente Humphries. —Aquí es —jadeó débilmente Bloch,
deteniéndose frente a una sombra negra de lapared. Humphries la
recorrió con su linterna y aparecieron unos escalones
carcomidos.Luego indicó a Bloch que entrara, y éste se echó atrás
refugiándose en la paredopuesta—. ¡Déjeme a mí aquí! No me haga
entrar allí otra vez —rogó—. ¡No podríaresistirlo, tengo miedo! —¡Oh,
no! —dijo Humphries con determinación—. Usted nos mostrará el
camino —y lo apartó de la pared. Como antes, no se mostró rudo, sino
simplemente profesional. Dij abrió la marchailuminando el camino con
su linterna. Humphries llevaba la suya apuntando a loszapatos de
cuarenta dólares del director de orquesta, que caminaba dominado por
eltemor. Los escalones de piedra se convirtieron en otros de madera
astillada por el uso.Tuvieron que pasar por encima de un negro
borracho, hecho un ovillo, con una botelladebajo de un brazo. —¡No
vaya a encender una cerilla! —aconsejó Dij, tocándole la nariz—.
Puedeestallar. —¡No seas chiquillo! —le soltó Humphries. Dij era un
buen detective, pero ¿se daba cuenta del tormento que sufría el
hombreque iba entre ellos? Aquel no era momento para... —Fue aquí.
Al salir cerré la puerta. La cadavérica faz de Bloch apareció perlada de
gotas de sudor cuando uno de lospolicías la iluminó con su linterna.
Humphries abrió la carcomida puerta de caoba que había sido colocada
cuando unode los Luises era aún rey de Francia y señor de aquella
ciudad. La luz de una lámparabrillaba débilmente en el fondo de la
habitación, sacudida su llama por una corriente deaire. Los policías
entraron y miraron. En una vieja y derruida cama cubierta de andrajos
vieron una figura inanimada, conla cabeza colgando hacia el suelo. Dij
puso la mano debajo de ésta y la levantó. Lacabeza subió como una
pelota de basket—ball. Luego, al soltarla, cayó y hasta pareciórebotar
una o dos veces. Era un viejo, viejísimo negro, de ochenta años o más.
Habíauna mancha oscura, más oscura que la arrugada piel, debajo de
uno de sus legañososojos, y otra en la fina orla de blanco algodón que
rodeaba su nuca. Humphries no esperó a ver más. Se volvió y salió
rápidamente en busca del teléfonomás próximo para informar al
Departamento Central que, después de todo, aquello eraverdad y que
podían despertar al jefe. —No le dejes ir, Dij —se oyó su voz desde el
oscuro hueco de la escalera—, pero nole molestes. Frena la lengua
hasta que recibamos órdenes. El espantajo que estaba con ellos trató
de salir tras Humphries, mascullandoininteligiblemente: —¡No me deje
aquí! ¡No me obligue a quedarme aquí! —No le voy a molestar, señor
Bloch —dijo el policía, tratando de calmarlo ysentándose
despreocupadamente en el borde de la cama, al lado del cadáver, para
atarseel cordón de los zapatos—. Nunca olvidaré que fue su Love in
Bloom ejecutada porradio una noche, hace dos años, lo que me animó
a declararme a la que hoy es miesposa... Pero el comisario lo haría dos
horas más tarde en su oficina, aunque sin granentusiasmo. Trataron de
ayudar a Bloch lo más posible dentro de las reglas. Era inútil.El viejo
negro no le había atacado, robado, molestado ni secuestrado. El
revólver no se
92. 92había disparado accidentalmente, ni tampoco lo había disparado
en el calor delmomento o en un acceso de furor. El comisario, en su
desesperación, casi dio con sucabeza contra el escritorio al reiterar una
y otra vez: —Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Y por enésima vez
obtuvo la misma increíble respuesta: —Porque me estaba matando. —
Entonces, usted admite que él, en efecto, le atacó. La primera vez que
el comisario le hizo esta pregunta fue con una chispa deesperanza.
Pero ahora, a la décima o duodécima vez, la chispa ya se había
apagado. —Jamás se me acercó. Yo era quien le buscaba para
suplicarle. Comisario Oliver,esta noche me arrodillé ante ese viejo y me
arrastré por el suelo de aquella suciahabitación como un gato,
rogando, clamando abyectamente, ofreciéndole tres mil, diezmil,
cualquier suma, ofreciéndole, por último, mi propio revólver y
pidiéndole que mematara con él para terminar de una vez, para que
cesara mi tormento. No, ni siquiera eserasgo de misericordia. Entonces
disparé..., y ahora me voy a sentir mejor. Ahora voy avivir... Estaba
demasiado débil para llorar; el llanto exige fuerzas. El pelo del
comisarioestaba a punto de erizarse. —¡Termine con eso, señor Bloch!
—gritó. Se acercó a él y le tomó por los hombroscomo para refrenar
sus propios nervios. Sintió los afilados huesos en sus manos y lasretiró
inmediatamente—. Voy a hacer que le examine un alienista. El montón
de huesos dio un respingo. —¡No, no haga eso! Mándeme a mi hotel...
— tengo un baúl lleno de informesmédicos. He visitado a los más
grandes especialistas de Europa. ¿Puede ustedencontrarme a alguien
más autorizado que Buckholt, de Viena, o Reynolds, de Londres?Ellos
me tuvieron en observación durante meses. Yo no estoy ni siquiera al
borde de lalocura y no soy un genio ni de lejos. No escribo la música
que ejecuto, soy un mediocre,falto de inspiración..., en otras palabras,
soy un ser normal. Estoy más sano que ustedmismo en este momento,
señor Oliver. Mi cuerpo se ha gastado, mi alma también; loúnico que
me queda es mi cerebro, pero usted no puede sacármelo. La cara del
comisario se había tornado roja como una remolacha. Estaba a punto
deestallar, pero se dominó y habló suave, persuasivamente: —Un
negro de ochenta y tantos años, tan débil que no podía ni subir la
escalera de sucasa y a quién debían meterle los alimentos por la
ventana en una canastilla, mata... ¿aquién? ¿A un blanco vagabundo
de su misma edad? ¡Nooo..., nada de eso! ¡Mata alseñor Eddie Bloch, el
más famoso director de orquesta de América, que fija su propiosalario
dondequiera que vaya, a quien se le escucha todas las noches en
nuestroshogares, que tiene cuanto un hombre puede desear! Le
observaba tan de cerca que los ojos de ambos estaban al mismo nivel.
Su voz eraun susurro aterciopelado. —Dígame una cosa, señor Bloch —
luego, con una explosión—. ¿Cómo es esoposible? Eddie Bloch aspiró
una profunda bocanada de aire. —Emitiendo mortíferas ondas
mentales que llegaban hasta mí por el éter. El pobre comisario estuvo
a punto de desplomarse. —¿Y dice usted que no necesita asistencia
médica? —resolló con dificultad. Se produjo un revuelo de ropa y ruido
de botones, y la chaqueta, el chaleco, lacamisa y la camiseta cayeron
uno tras otro en el suelo, en torno a la silla donde estabasentado Bloch.
Éste se volvió:
93. 93 —¡Mire mi espalda! Podrá contar mis vértebras por encima de la
piel —tornó aponerse de frente—. Vea mis costillas. Observe los latidos
de mi corazón. Oliver cerró los ojos y se volvió hacia la ventana. Estaba
en una situaciónendiablada. Afuera, Nueva Orleans palpitaba de vida, y
cuando se conociera este caso élse convertiría en el hombre más
impopular de la ciudad. Y si, por el contrario, nolograba penetrar a
fondo en el asunto, ahora que había ido tan lejos, se haría culpable
denegligencia en el cumplimiento de su deber. Bloch, que volvía a
vestirse lentamente, adivinó los pensamientos del comisario. —Querría
deshacerse de mí, ¿verdad? Usted está tratando de hallar la manera
deecharle tierra al asunto. Se resiste a llevarme ante el Gran Jurado
por temor de que sufrasu reputación, ¿no? —su voz era casi un grito de
pánico—. Bueno, yo necesitoprotección. No quiero volver otra vez
allá... a buscar mi muerte. No quiero salir enlibertad bajo fianza. Si me
dejan libre ahora, aún con mi propio consentimiento, serántan
culpables de mi muerte como Papá Benjamín. ¿Cómo se yo que mi bala
pusotérmino a la cosa? ¿Cómo puede saber nadie qué hace la mente
después de la muerte?quizá sus pensamientos me alcancen aún y
traten de apoderarse otra vez de mí. ¡Le digoque quiero que me
encierren! ¡Quiero ver gente a mi alrededor noche y día! ¡Quieroestar
en lugar seguro...! —¡Chis...! ¡ Por el amor de Dios, señor Bloch! Van a
creer que estoy torturándole —el comisario dejó caer los brazos y
exhaló un profundo suspiro—. Está bien, le detendré,ya que así lo
quiere. Le arresto por el asesinato de un tal Papá Benjamín, aunque se
ríande mí y pierda mi puesto. Por primera vez desde que el asunto
había comenzado, arrojó a Eddie Bloch unamirada de verdadera ira.
Tomó una silla, la hizo girar en el aire y la plantó con estrépitofrente a
Bloch. Puso un pie sobre ella y apuntó con el índice casi junto a los ojos
deaquél. —No soy hombre de términos medios. No le voy a encerrar a
usted para tenerlo entrealgodones y llevar el asunto con paños tibios.
Si la cosa ha de hacerse pública, lo serácompletamente. Comencemos.
Dígame todo lo que yo quiero saber, y lo que yo quierosaber es...
¡todo! ..........Los acordes de Goodnight Ladies se apagaron; los
bailarines abandonaron la sala; lasluces comenzaron a apagarse y
Eddie Bloch arrojó su batuta y se secó la nuca con unpañuelo. Pesaría
unos ochenta y cinco kilos y se encontraba en toda la plenitud de
suedad. Era un hermoso bruto. Pero ya su cara tenía un acre gesto de
disgusto. Losmúsicos comenzaron a guardar sus instrumentos y Judy
Jarvis subió a la plataforma consu traje de calle, preparada para irse.
Era la cantante de la orquesta y, además, la esposade Eddie. —
¿Vamos, Eddie? Salgamos de aquí —ella también parecía
ligeramentedisgustada—. Esta noche no he recibido un solo aplauso, ni
siquiera después de mirumba. Debo estar en decadencia. Si no fuera tu
mujer, tal vez me encontraría sintrabajo a estas horas. Eddie le palmeó
un hombro . —No eres tú, querida. Somos nosotros los que
comenzamos a ahuyentar a la gente.¿Has notado cómo ha disminuido
la concurrencia en las últimas semanas? Esta nochehabía más
camareros que clientes. El empresario tiene derecho a cancelar mi
contrato silas entradas bajan de cinco mil dólares diarios. Un camarero
se acercó al borde de la plataforma.
94. 94 —El señor Graham quiere verle en su oficina antes que usted se
retire, señor Bloch. Eddie y Judy cambiaron una mirada. —¿No te lo
decía, Judy? Vuelve al hotel, no me esperes. Buenas noches,
muchachos. Eddie Bloch pidió su sombrero y poco después llamó a la
puerta de la oficina delempresario. El señor Graham estaba detrás de
una pila de papelotes. —Esta semana la entrada ha sido de cuatro mil
quinientos, Eddie. La gente puedeobtener bebidas y los mismos
bocadillos en cualquier parte, pero va a donde la orquestale atrae. He
notado que hasta los pocos que vienen ni siquiera se mueven de su
mesacuando usted levanta la batuta. Vamos a ver, ¿qué es lo que
ocurre? Eddie abolló su sombrero de un puñetazo. —No me lo
pregunte. Recibo de Broadway las orquestaciones acabadas de salir
delhorno, y echamos los bofes ensayando... Graham mascó su cigarro.
—No olvide que el jazz nació aquí, en el Sur. Usted no puede enseñarle
nada a estaciudad. Aquí la gente pide siempre algo nuevo. —¿Cuándo
nos despedimos? —preguntó Eddie, sonriendo por un lado de la boca.
—Termine la semana. Vea si puede resolverlo para el lunes. Si no,
tendré quetelegrafiar a San Luis pidiendo la orquesta de Kruger. Lo
siento, Eddie. —¡Qué se le va a hacer! —contestó Eddie, bonachón—.
Ésta no es una instituciónbenéfica. Eddie salió de nuevo del oscuro
salón. La orquesta ya se había ido. Las mesasestaban apiladas. Un par
de viejas negras, arrodilladas, fregaban el parqué. Eddie subióa la
plataforma para retirar algunas partituras olvidadas sobre el piano. De
pronto, sintióque pisaba algo. Se inclinó y recogió una pata de gallina
con una tira de tela roja atada asu alrededor. ¿Cómo diablos había
llegado allí? Si hubiese estado debajo de algunamesa, habría pensado
que un comensal la había dejado caer. Eddie enrojeció. ¿Querríadecir
que él y sus muchachos habían estado tan mal esa noche que alguien
la habíaarrojado deliberadamente mientras tocaban? Una de las
limpiadoras levantó la vista. De improviso, ella y su compañera
seincorporaron, acercándose con los ojos desmesuradamente abiertos,
hasta ver lo queEddie tenía en la mano. Entonces se dejó oír un doble
gemido de irracional espanto. Uncubo rodó por el suelo y jamás dos
personas, blancas o negras, salieron de allí tanapresuradamente como
las dos viejas. La puerta casi saltó de sus goznes, y Eddie pudooír
todavía sus exclamaciones calle abajo, hasta perderse a lo lejos. “¡Por
el amor de Dios! —pensó el asustado Eddie—. Deben de haber bebido
unaginebra endiablada”. Arrojó el objeto al suelo y volvió al piano a
buscar sus partituras.Una o dos hojas se habían caído detrás y se
agachó a recogerlas. Entonces el piano loocultó. La puerta se abrió otra
vez y Eddie vio entrar apresuradamente a Johnny Staats (tubay
percusión), palpándose de arriba abajo como si estuviera ensayando el
shimsham yrecorriendo el piso con la vista... De pronto, se inclinó...
para recoger el desperdicio queEddie acababa de tirar, y al
enderezarse de nuevo con aquello en la mano exhaló talsuspiro de
alivio que hasta Eddie pudo oírlo desde donde estaba. Ello le hizo
desistir dellamar a Staats, como iba a hacer. “Superstición —pensó
Eddie—; se trata de suamuleto, eso es todo, como para otros una pata
de conejo. Yo también soy un pocosupersticioso: nunca paso por
debajo de una escalera...” Sin embargo, ¿por qué las dos viejas se
habían puesto histéricas a la vista de aquélobjeto? Eddie recordó que
algunos de los músicos sospechaban que Staats tenía algo de
95. 95sangre negra, y habían tratado de decírselo cuando entró a
formar parte de la orquesta,pero él no había querido darles crédito.
Staats se escurrió de nuevo, tan silenciosamente como había entrado,
y Eddie decidiódarle alcance para gastarle algunas bromas acerca de la
pata de gallina durante eltrayecto hasta su hotel. (Todos vivían en el
mismo.) Cogió sus hojas de música, algunasde las cuales estaban en
blanco, y salió. Staats ya se había alejado en dirección opuestaa la del
hotel. Eddie vaciló un instante, pero luego salió detrás de él como
movido porun repentino impulso. Sólo para ver dónde iba o qué se
proponía hacer. Tal vez el terrorde las dos negras y la manera como
Staats había recogido la pata de gallina no eranajenos a su
determinación, aunque él no se daba cuenta clara de ello. ¡Y cuántas
veces,después, se lamentó de no haber ido directamente al hotel, a su
Judy, a sus muchachos,y de haberse apartado de la luz y del mundo de
los blancos! No perdió de vista a Staats y así llegó hasta el Vieux Carré.
¡Bueno, adelante! Allíhabía una cantidad de lugares, reliquias de otras
épocas, en los que cualquiera hubiesedeseado entrar. O quizá tuviera
alguna amiga mulata escondida por allí. Eddie pensó:“Es ruin espiar de
este modo a Staats”. Pero luego, ante sus ojos, a medio camino
delestrecho pasaje por donde acababan de meterse, Staats
desapareció, aunque no habíavisto abrirse ni cerrarse ninguna puerta.
Cuando Eddie llegó al último lugar en que leviera, advirtió una especie
de grieta entre dos viejos callejones, oculta por un ángulo delmuro. ¡De
modo que era por allí por donde se había metido! Eddie sentía que el
asuntoempezaba a cansarle. Sin embargo, se introdujo por allí y siguió
caminando a tientas.De vez en cuando se detenía y podía oír los
suaves pasos de Staats un poco delante deél. Después reemprendía la
marcha. Una o dos veces el pasaje se ensanchó un tanto,dejando pasar
un rayo de luna por entre las paredes. Más tarde un hilo de luz
anaranjadase filtró por una ventana y un codo le rozó el vientre. —
Serás más feliz aquí; no sigas adelante —dijo una voz suave. Era una
profecía. ¡Si él lo hubiese sabido! Pero el impávido Eddie contestó
simplemente: —¡Vete a dormir, trasnochadora! Y la luz desapareció.
Luego entró en un túnel y se dio un cabezazo que le hizo saltar las
lágrimas. Pero, alotro extremo, Staats se detuvo al fin en una mancha
de luz y pareció quedarse mirandohacia arriba, una ventana o algo así;
Eddie permaneció inmóvil dentro del túnel,levantándose el cuello del
esmoquin para ocultar el blanco de su camisa. Staats se detuvo sólo un
instante, durante el cual Eddie le observó conteniendo elaliento.
Finalmente, emitió un extraño silbido. No había nada de casual en eso;
era unsonido difícil de emitir sin práctica previa. Luego se quedó
esperando, hasta que, depronto, otra figura se acercó a él en la
penumbra. Eddie aguzó la vista. Era un negrazocomo un gorila. Algo
pasó de las manos de Staats a las de éste —posiblemente la patade
gallina—, luego entraron en la casa frente a la cual Staats se había
detenido. Eddiepudo oír los arrastrados pasos por la escalera y el
crujido de una vieja y carcomidapuerta. Después todo quedó en
silencio. Avanzó hasta la desembocadura del túnel y se puso a mirar
hacia arriba. No se veíaninguna luz por las ventanas. La casa parecía
estar deshabitada, muerta. Eddie agarró la solapa de su esmoquin con
una mano y se dio con la otra un puñetazoen la mandíbula. No sabía
qué hacer. El vago impulso que lo había llevado hasta allí en pos de
Staats comenzaba adebilitarse. ¡Staats tenía curiosos amigos! Algo
rara debía de ocurrir en aquel lugar tanapartado y a esa hora de la
madrugada; pero, después de todo, nadie tiene que dar cuentade su
vida privada. Eddie se preguntaba por qué diablos habría ido hasta allí.
No
96. 96deseaba que nadie supiera que lo había hecho. Ahora se volvería
atrás, a su hotel, y semetería en la cama. Tenía que pensar alguna
novedad para el Maxim’s de allí al lunes, osu contrato sería rescindido.
Luego, cuando ya había levantado el pie para marcharse, una apagada
melopeacomenzó a oírse dentro de aquella casa. Era tan suave como
un murmullo. Tenía queatravesar espesas puertas y espaciosas
habitaciones vacías y pasar por el hueco deaquella escalera antes de
llegar a él. “Alguna ceremonia religiosa —se dijo Eddie—.Entonces,
Staats profesa un culto, ¿eh? Pero, ¡vaya un lugar apropiado!” Una
pulsación como la de una máquina lejana subrayaba la melopea, y, de
vez encuando, un bum como el del trueno acercándose a través de la
ciénaga la cubría. Sonabaasí: Bum—butta—butta—bum—butta—butta
—bum, y la melopea volvía a elevarse,Eeyah—eeyah—eeyah... El
instinto profesional de Eddie despertó de pronto. Lo ensayó, marcando
el compáscon la mano, como si sostuviera la batuta. Sus dedos
sonaron como un latigazo. —¡Oh, dios! ¡Esto es maravilloso!
¡Magnífico! ¡Sublime! ¡Lo que yo necesitaba!¡Tengo que entrar aquí!
¿De modo que con una pata de gallina bastaba? Se volvió y echó a
correr por el túnela través del pasaje, siguiendo el camino por donde
había venido, bajando aquí y allí, yencendiendo una cerilla tras otra.
Luego se encontró una vez más en el Vieux Carré,donde los cajones de
desperdicios no habían sido retirados aún. Vio una lata en laesquina de
dos callejuelas y la volcó. El hedor subía hasta el cielo, pero se metió
en labasura hasta las rodillas, como un trapero, e introdujo los brazos
hasta el codoesparciéndolas a diestro y siniestro. Tuvo suerte, pues
encontró un agusanado esqueletode gallina. Le arrancó una pata y la
limpió en un trozo de periódico. Luego emprendió elregreso. Un
momento. ¿Y la cinta roja para atarla? Se tanteó de arriba abajo; hurgó
entodos los bolsillos. No tenía nada de ese color. Tendría que prescindir
de eso, peroentonces tal vez fracasaría. Dio la vuelta y corrió por el
estrecho pasaje sin preocuparsepor el ruido que producía. Otra vez el
hilo de luz anaranjada y el codo de la perseverantemujer. Eddie se
inclinó, la asió por la manga del rojo quimono y rompió una tira de
éste.Palabras soeces, que ni Eddie conocía, cesaron al ponerle en la
mano un billete de cincodólares. Pronto estuvo al otro extremo del
pasaje. ¡Con tal de que la ceremonia nohubiese terminado aún! No
había terminado. Cuando se había ido de allí, el cántico era débil y
apagado.Ahora era más sonoro, más persistente, más frenético. Eddie
no se preocupó de lanzar elsilbido; de todos modos no habría podido
imitarlo exactamente. Se zambulló en el pozonegro que era la entrada
de la casa, sintió los grasientos peldaños debajo de sus pies,alcanzó a
subir uno o dos, y de pronto el cuello de su camisa le pareció cuatro
númerosmás chico, pues una manaza lo había aferrado de él por
detrás. Algo afilado, que podíaser desde un cortaplumas de bolsillo
hasta una navaja de afeitar, le rozó el cuello debajode la nuez,
haciéndole saltar unas gotas de sangre preliminares. —Bueno, me la
he ganado —dijo con voz entrecortada. ¿Qué clase de religión era
aquella? El Objeto afilado se quedó donde estaba, pero lamano soltó el
cuello de la camisa para coger la pata de gallina. Luego, el objeto
afiladose apartó también, pero no mucho. —¿Por qué no dio usted la
señal? Eddie se tocó la garganta. —Estoy enfermo de aquí y no pude.
—Encienda una cerilla, quiero ver su cara. —Eddie obedeció y sostuvo
la cerilla unmomento—. No he visto nunca su cara aquí. —Mi amigo,
que está allá, puede decírselo.
97. 97 —¿El señor Johnny es su amigo? ¿Le pidió que viniera? Eddie
pensó rápidamente. La pata de gallina podía tener más fuerza que
Staats. —Esto me dijo que viniera. —¿Papá Benjamín le mandó eso? —
¡Claro! —dijo Eddie rotundamente. De seguro Papá Benjamín era su
sacerdote,pero aquella era una manera endemoniada de... La cerilla le
quemó los dedos; entoncesla arrojó al suelo. Con la oscuridad se
produjo un momento de incertidumbre que podíaterminar de cualquier
manera. Una gran provisión de mundología y un millar de años
decivilización respaldaban a Eddie—. Me va a hacer llegar tarde. A
Papá Benjamín no leva a gustar. Subió a tientas la oscura escalera,
pensando que en cualquier momento podía sentirsu espalda hecha
trizas, pero era mejor que quedarse quieto esperando que se
lohicieran. Volverse atrás sería atraerse aquello más rápidamente. No
obstante, suspalabras habían surtido efecto y nada le ocurrió. —En el
momento menos pensado vamos a ver pasar por aquí a medio Nueva
Orleans—gruñó, malhumorado, el cancerbero africano, dejándose caer
en la escalera como unafoca cansada. Hizo alguna otra observación
acerca de “negros que parecían blancos”, y luegosiguió rascándose.
Llegó al descansillo de la escalera, tan cerca del bum—butta—bum que
éste apagabatodos los demás sonidos. Toda la armazón de la vieja
casa parecía temblar. Un hilo deluz rojiza le indicó dónde estaba la
puerta. La empujó suavemente y la puerta cedió. Elchirrido de sus
goznes se perdió en el torrente sonoro que surgió del interior.
Viobastantes cosas y lo que vio incitó aún más su curiosidad. Algo le
decía que lo mejor eraentrar tranquilamente, cerrando la puerta tras él
antes de que le vieran. El copo de nieveque estaba al pie de la escalera
podía subir y aferrarlo otra vez del cuello. Abrió un pocomás la puerta,
se escurrió dentro y la cerró con el tacón de su zapato,
apartándoseinmediatamente de allí lo más que pudo. Evidentemente,
nadie le había visto. Era una sala grande y sombría y estaba atestada
de gente. Solo la iluminaba unalámpara de aceite y gran cantidad de
cirios que podían parecer brillantes comparadoscon la oscuridad de
fuera, pero que allí alumbraban débilmente. Las largas
sombrasdanzantes arrojadas contra las paredes por los que se movían
en el centro de la sala eranpara él una protección tan eficaz como
podía serlo la oscuridad del exterior. Dio unavuelta a la sala y una
ojeada fue suficiente para revelarle que aquello era cualquier
cosamenos una ceremonia religiosa. Al principio le pareció una juerga,
pero allí no se veíaginebra por ninguna parte y en la danza no
intervenían mujeres. Era más bien unareunión de demonios acabados
de salir del infierno. Muchos de ellos se habían quedadotendidos en el
suelo, y los demás pasaban sobre ellos al saltar de un lado a otro,
pisandoa veces los rostros, los pechos, los brazos y las manos
yacentes. Otros, que habían caídoen una especie de trance, estaban
sentados en el suelo, la espalda apoyada en lasparedes, algunos
balanceándose y otros poniendo los ojos en blanco y dejando
escaparde su boca hilos de espuma. Rápidamente, Eddie se dejó caer
sentado en el suelo y pusomanos a la obra. También comenzó a
balancearse, dando golpes en el suelo con lospuños, pero él no estaba
en trance. Lo que hacía era tomar notas para un número quesería un
éxito en el Maxim’s. Una hoja de música en blanco estaba parcialmente
ocultadebajo de sus muslos y a cada momento se inclinaba para
escribir con un trocito delápiz. “Clave de fa —pensó—, puedo decidirlo
cuando lo instrumente. Mi, re, do; mi, re,do. Luego otra vez. Espero que
no se me haya pasado nada.”
98. 98 Bum—butta—butta—bum. Jóvenes y viejos, gordos y flacos,
desnudos y vestidos,saltaban de derecha a izquierda, de izquierda a
derecha, en dos círculos concéntricos,mientras las llamas de las velas
danzaban locamente y las sombras se agitaban entre losmuros. En el
centro de todo aquello, dentro del círculo interior de bailarines,
seencontraba un hombre viejísimo, de tez y huesos negros, que se veía
sólo algunas vecespor entre los apretados cuerpos que le rodeaban.
Tenía puesta alrededor de la cinturauna piel de animal, y su cara
estaba oculta por una horrible máscara. A un lado delviejo, una mujer
rechoncha hacía sonar sin interrupción dos calabazas, marcando
elbutta del ritmo de Eddie. Al otro lado, otra mujer batía el tambor: el
bum. El viejosostenía en alto un ave que chillaba y batía las alas; en la
otra mano, un cuchillo deafilada hoja. Algo resplandeció en el aire, pero
los bailarines se interpusieron entreEddie y la visión. Lo que logró ver
después fue que el ave ya no agitaba las alas.Colgaba pesadamente y
la sangre de sus venas corría por el arrugado brazo del viejo. “Esta
parte no entrará en mi número”, se dijo Eddie. El horrible viejo cayó
cerca deEddie, que esquivó rápidamente. A su alrededor ocurrían cosas
repugnantes. Vio aalgunos de los locos bailarines caer de bruces sobre
las rojas gotas y limpiarlas con lalengua. Luego seguían gateando en
torno a la habitación, buscando otras. “Será mejor que me vaya —se
dijo Eddie, que comenzaba a sentir náuseas—.Debería venir la Policía y
arrear con todos.” Sacó de debajo de sus piernas las hojas demúsica,
ahora llenas de notas, y las guardó en un bolsillo de la chaqueta; luego
recogiólas piernas, preparándose para levantarse y salir de aquel antro
infernal. Mientras tanto,una segunda ave, esta vez negra (la primera
era blanca); un berreante lechón y uncachorrillo de perro habían
corrido la suerte del primer animal. Los cuerpos no erandesperdiciados
una vez que el viejo los dejaba. Eddie veía suceder cosas en el
suelo,entre los pies frenéticos de los bailarines, y adivinaba otras que
le inducían a cerrar losojos. De pronto, levantado ya medio centímetro
del suelo, se preguntó qué se había hechode la melopea, del choque
de las calabazas y del son del tambor y el batir de pies de losbailarines.
Abrió los ojos y vio todo inmovilizado en torno a él. Ni un movimiento,
niun sonido. Un huesudo brazo del viejo terminaba en una mano tinta
en sangre, cuyoíndice apuntaba como una flecha en dirección a Eddie.
Éste se dejó caer aquel mediocentímetro. No había podido estar en
aquella posición mucho tiempo y, además, algo ledecía que no iba a
poder salir inmediatamente. —¡Hombre blanco! —dijo el viejo con voz
alterada, y todos comenzaron a rodearlo. Un gesto del viejo los
inmovilizó otra vez. Una voz cascada salió por la gesticulante boca de
la máscara. —¿Qué hace usted aquí? Eddie se tentó los bolsillos
mentalmente. Tenía unos cincuenta dólares. ¿Seríasuficiente para
comprar su salida? Sentía, sin embargo, la desagradable impresión
deque a ninguno de los presentes le interesaba el dinero, como debiera
ser..., aunque fueseen ese momento. Antes de que pudiera llevar a
cabo lo que pensaba, otra voz se oyó: —Yo conozco a este hombre,
papaloi. Déjeme a mí. Johnny Staats había ido allí enfundado en su
esmoquin, con su pelo bien peinadohacia atrás. Era una ruedecilla en
la vida nocturna de Nueva Orleans. Ahora estabadescalzo, sin
chaqueta, sin camisa..., hecha una piltrafa. Una gota de sangre en
medio dela frente le había trazado una línea de sien a sien. Unas
plumas de gallina estabanpegadas a su labio superior. Eddie lo había
visto bailar con los demás y arrastrarse porel suelo. Cuando Staats se
le acercó, Eddie sintió erizársele el pelo de asco. Los
demásretrocedieron un paso, tensos, listos a saltar. Los dos hombres
hablaron en voz baja y ronca.
99. 99 —Es el único camino, Eddie. No te puedo salvar... —¡Cómo!
¡Estamos en el corazón de Nueva Orleans! ¡No se atreverían! Pero el
rostro de Eddie transpiraba abundantemente. No era tonto. La Policía
llegaríacon seguridad y registraría el lugar, pero ¿qué encontraría? Sus
restos mezclados con losde las aves, el lechón y el perro. —Es mejor
que te apresures, Eddie. No voy a poder entretenerlos mucho
mástiempo. A menos que lo hagas, no podrás salir vivo de aquí. Puedes
estar convencido. Sitrato de detenerlos, yo también caeré. Tú sabes lo
que es esto, ¿no? ¡Esto es vudú! —Lo supe a los cinco minutos de
entrar aquí —y Eddie pensó para sí: “¡Tú, hijo deuna tal! Mejor será que
le pidas a Mumbo—Jumbo que te encuentre un nuevo trabajopara
mañana por la mañana.” Rió para sus adentros, pero dijo, poniendo
cara grave—:¡Claro que voy a iniciarme! ¿Para qué crees que vine
aquí? Sabiendo lo que ahora sabía, Staats sería la última persona en el
mundo que revelarael origen de aquel nuevo formidable número que él
iba a sacar de todo eso, y cuyasnotas ya tenía bien guardadas en el
bolsillo. Además, quizá pudiera sacar más materialdel acto de
iniciación. Una canción o un baile para Judy, que ejecutaría tal vez bajo
unfoco de luz verde. Por último, era inútil pretender que allí había
bastantes navajas,cuchillos y otras armas para permitirle salir sin un
rasguño. El rostro de Staats era grave, sin embargo. —Eddie, no
juegues. Si tú supieras lo que yo sé acerca de esto, verías que es
másserio de lo que parece. Si eres sincero y obras de buena fe, está
bien. Si no es así, seríapreferible que te dejaras cortar en pedazos
ahora mismo. —¡En mi vida he obrado más seriamente! —dijo Eddie.
Pero en lo más hondo de su ser se reía con todas sus ganas. Staats se
volvió hacia elviejo. El papaloi quemó algunas plumas y vísceras a la
llama de una vela. El silencio eraabsoluto. Todos los presentes se
arrodillaron al mismo tiempo. —Salió muy bien —suspiró Staats—. El lo
ha leído. Los espíritus están conformes. “Bueno, por ahora vamos bien
—pensó Eddie—. He engañado a las tripas y a lasplumas.” El papaloi lo
señaló. —Ahora, déjenlo ir. ¡Y guarda silencio! —sonó la voz detrás de
la máscara. Repitió las mismas palabras por segunda y tercera vez,
haciendo una larga pausaentre cada una. Eddie miró esperanzado a
Staats. —Entonces, ¿puedo irme siempre que no cuente a nadie lo que
he visto? Staats movió la cabeza apesadumbrado. —Es una parte del
ritual. Si te fueras ahora y comieras algo que no te sentara bien,caerías
muerto antes de que terminara el día. Nuevos sacrificios sangrientos, y
el tambor, las calabazas y la melopea comenzaronde nuevo, pero tan
suavemente como al principio. Llenaron un tazón de sangre. Eddiefue
levantado y conducido hasta él por Staats, de un lado, y un negro
anónimo, del otro.El papaloi sumergió su ya ensangrentada mano en el
tazón y trazó un signo en la frentede Eddie. El cántico se elevó detrás
de él. La danza comenzó de nuevo. Ahora estaba enmedio de todos.
Eddie era una isla de cordura en un mar de selvático frenesí. El tazón
seelevó ante él. Eddie trató de dar un paso atrás, pero sus padrinos lo
sujetaronfuertemente por los brazos. —¡Bebe! —susurró Staats—.
¡Bebe..., o te matan aquí mismo! Aun a esta altura del juego se le
ocurrió un chiste a Eddie. Aspiró hondamente y dijo: —Bueno,
ingeriremos vitamina A.
100. 100 Staats se presentó al ensayo de la mañana siguiente y se
encontró con que otromúsico ocupaba su puesto frente a la batería. No
dijo gran cosa cuando Eddie le entregóun cheque por el sueldo de dos
semanas. Eddie escupió ante él en el suelo y gruñó: —¡Lárgate de aquí,
cochino! Staats sólo murmuró: —De modo que los traicionas, ¿eh? No
quisiera estar en tus zapatos por toda la famay el dinero de este
mundo. —Si te refieres a aquel mal sueño de anoche —dijo Eddie—,
debo decirte que no selo he contado a nadie, ni intento hacerlo. ¡Ah,
cómo se reirían de mí si lo hiciera! Sólorecuerdo lo que puede servirme
de algo. ¡Soy blanco!, ¿sabes? La selva para mí no esotra cosa que
árboles, el Congo es un río, la noche sólo sirve para encender la
luzeléctrica —sacó un par de billetes—. Dales esto de mi parte y diles
que les pago miscuotas desde ahora hasta el día del Juicio y que no
necesito recibo. Y si intentan echarun filtro en mi naranjada, se van a
encontrar bailando en una cadena. Los billetes cayeron en el lugar
donde Eddie había lanzado su escupitajo. —Tú eres uno de los
nuestros. ¿Te crees blanco? La sangre lo dice. No habrías idoallí, no
habrías podido soportar la iniciación, si lo fueras. Acuérdate de mirar
algunasveces tus uñas. Mírate en un espejo el blanco de tus ojos.
¡Adiós, cadáver! Eddie también le dijo adiós. Le saltó tres dientes, le
rompió las narices y rodó con élpor el suelo. Pero no pudo borrar la
sonrisa de “reconocimiento” que resplandecía aúnen la faz
ensangrentada. Los separaron y los hicieron levantarse y apaciguarse.
Staats salió tambaleante, perosonriendo por lo que sabía. Eddie,
jadeando, volvió a colocarse frente a la orquesta. —Bueno, muchachos.
Todos a una ahora. ¡Bum—butta—butta—bum—butta—butta—
bum! ...........Graham le concedió un aumento de quinientos dólares, y
todo Nueva Orleans se agolpóen la sala del Maxim’s el sábado por la
noche. La gente se tocaba hombro con hombro yhasta se colgaba de
las arañas para ver. “Por primera vez en América el verdaderoCanto
Vudú”, anunciaban innumerables carteles por toda la ciudad. Cuando
Eddieempuñó su batuta, las luces se apagaron, y un torrente de luz
verde inundó la plataformadesde abajo; se habría podido oír el ruido de
un alfiler al caer. —Buenas noches, amigos. Aquí están Eddie Bloch y
sus Five Chips tocando paraustedes desde el Maxim’s. van a oír en
seguida, por primera vez a través del éter, elCanto Vudú, el inmemorial
himno ritual que jamás hombre blanco alguno ha podido oírantes.
Puedo asegurar que se trata de una transcripción fidelísima, sin una
nota devariación. Entonces, suavemente y como a lo lejos, la orquesta
comienza: bum—bum—butta—bum. Judy se preparó para bailarlo y
cantarlo. Estaba ya con el pie en el primer peldaño dela plataforma,
esperando que le indicaran su entrada. Tenía un maquillaje color
naranja,un vestido de plumas, un pajarillo artificial sujeto a una mano y
empuñaba un cuchilloen la otra. Su mirada encontró la de Eddie, y éste
comprendió que ella quería decirlealgo. Moviendo aún su batuta, se
apartó a un lado hasta colocarse a su alcance. —¡Eddie, no, haz que
paren! ¡Interrumpe! Tengo miedo por ti... —Ya es tarde —contestó
Eddie en voz baja—. Hemos comenzado; además, ¿de quétienes
miedo?
101. 101 Judy le mostró un arrugado trozo de papel. —Hace un
momento me encontré esto debajo de la puerta de tu camerino. Parece
unaamenaza. Hay alguien que no quiere que ejecutes ese número.
Eddie, sin dejar de mover su batuta, desdobló el papel con su mano
izquierda y leyó: “Tú puedes atraer los espíritus, pero ¿podrás
rechazarlos después? Piénsalo bien.” Eddie estrujó el papel y lo arrojó
al suelo. —Staats está tratando de asustarme porque lo despedí. —
Estaba atado a un manojito de plumas negras —trató de decirle ella—.
No lehabría prestado atención; pero cuando lo vio la doncella, me
suplicó que no bailara estenúmero. Después me dejó plantada... —
Estamos transmitiendo —le recordó él entre dientes—. ¿Me acompañas
o no? Eddie volvió al centro de la plataforma. El tambor resonó más y
más alto, del mismomodo que la noche anterior. Judy dio vueltas en
medio de un torrente de luz verde ycomenzó el endemoniado lamento
que Eddie le había enseñado. Un camarero dejó caer una bandeja llena
de vasos en medio del silencio de la sala, ycuando el jefe de comedor
acudió, aquél había desaparecido. Había abandonadosencillamente su
puesto, dejando una docena de mesas sin servir. —¡Maldito sea...! —
dijo aquél, rascándose la cabeza. Eddie estaba al frente a la orquesta,
de espaldas a Judy, y al mover su cuerpo acompás de la música, algún
alfiler que probablemente se había olvidado de sacar de sucamisa se
clavó de improviso en su espalda, un poco más abajo del cuello,
justamenteentre los omóplatos. Eddie dio un respingo y después no
sintió nada más... Judy chillaba, berreaba, se desgañitaba. Pronunciaba
palabras que ni él ni ellaentendían, que Eddie había logrado anotar
fonéticamente la otra noche. Su cimbreantecuerpo realizaba todas las
contorsiones, naturalmente suavizadas, que aquellaendiablada negra
cubierta de grasa y desnuda totalmente ejecutó aquella noche. Clavó
elfingido puñalito en el pajarillo y lanzó al aire imaginarias gotas de
sangre. Jamás sehabía visto nada parecido. Y, al terminar, en el silencio
que cayó de pronto sobre la sala,se pudo contar hasta veinte: de tal
modo se había apoderado de todos. Después comenzó el ruido. Fue
como una avalancha. Más que nunca en aquel lugar,la gente comenzó
a pedir bebidas, y la encargada del lavabo de señoras no podía
atendera las mujeres que se refugiaban allí para desahogar su
nerviosismo. —¡Trata de irte de aquí ahora! —dijo Graham a Eddie en
un intervalo—. Mañanapor la mañana me firmarás un nuevo contrato
que no te defraudará. Ya tenemoscobradas seis mil mesas reservadas
para la próxima semana. ¡Algunas hasta portelegrama desde tan lejos
como Shreveport! ¡Éxito! Eddie y Judy regresaron en taxi a su hotel,
cansados, pero felices. —¡Esto durará años! Será nuestra ejecución
más celebrada, como la Rhapsody inBlue para Whiteman. Ella fue la
primera en entrar en el dormitorio. Encendió las luces y un
minutodespués llamó a Eddie. —¡Ven a ver esto...! Es algo monísimo.
—La encontró con un muñequito de cera enlas manos—. ¡Oh, y eres tú,
Eddie! Tan pequeñito y, sin embargo, tan parecido. ¿No esuna cosa
perf...? Eddie lo cogió y se quedó mirándolo. Era él, en efecto. Estaba
enfundado en dosretazos de tela negra que hacían de esmoquin. Los
ojos, el pelo y los demás detalleshabían sido trazados con tinta sobre la
cera. —¿Dónde lo encontraste? —Sobre tu cama, apoyado en la
almohada.
102. 102 Estaba a punto de sonreír cuando dio la vuelta al muñequito.
En la espalda,justamente debajo del cuello, entre los omóplatos, había
clavado un pequeño, peromaligno, alfiler negro. En un primer momento
se puso pálido. Ahora sabía de dónde provenía aquello y loque quería
decir. Pero no era eso lo que le hacía cambiar de color. Acababa de
recordaralgo. Se quitó la americana, se arrancó el cuello y se volvió de
espaldas a Judy. —¡Mírame la espalda! Sentí un alfilerazo cuando
ejecutábamos el número. Pásamela mano. ¿Notas algo? —No..., no
tienes nada —contestó ella. —Debe de haberse caído. —No puede ser
—repuso Judy—. Tu cinturón está tan ceñido que parece incrustadoen
el cuerpo. No tuvo que ser nada, pues de lo contrario lo tendrías
encima. Te habráparecido. —Escucha. Yo sé cuándo me pincha un
alfiler. ¿No tengo ninguna marca en laespalda? ¿Algún rasguño entre
los hombros? —Nada. —Será cansancio, nerviosismo —se acercó a la
ventana abierta y arrojó el muñeco alvacío con todas sus fuerzas. Una
desagradable coincidencia; eso era todo. Pensar otra cosa sería darles
alas aellos. Sin embargo, Eddie se preguntaba qué le hacía sentirse tan
cansado. Había sidoJudy la que había bailado y no él. No obstante, se
sentía agotado desde la ejecución delnúmero. Apagaron las luces y
Judy se quedó profundamente dormida. Él, durante un rato,permaneció
en silencio. Poco después se levantó y entró en el baño, cuyas luces
eran lasmás brillantes del departamento, y se quedó observándose
atentamente en el espejo. “Acuérdate de mirar algunas veces tus uñas.
Mírate el blanco de los ojos”, le habíadicho Staats. Eddie lo hizo. Sus
uñas tenían un tinte azulado que nunca había notadoantes. El blanco
de sus ojos estaba ligeramente amarillento. La noche estaba tibia, pero
Eddie comenzó a tiritar de pies a cabeza. No pudodormir... A la mañana
siguiente la espalda le dolía como si tuviera sesenta años. Perosabía
que era por no haber pegado los ojos en toda la noche, no por un alfiler
mágico. —¡Oh, santo Dios! —dijo Judy al otro lado de la cama—. Mira lo
que le has hecho. Y mostró a su marido la segunda página del Picayune
Times, que decía: “John Staats, hasta hace poco miembro de la
orquesta de Eddie Bloch, se suicidóayer tarde, a la vista de docenas de
personas, arrojándose de un bote que conducía élmismo en el lago
Pontchartrain. Estaba solo en ese momento. El cadáver fue
recogidomedia hora más tarde.” —Yo no tengo la culpa —dijo Eddie
sombríamente. Sin embargo, sospechó lo que sucedió ayer por la
tarde. La noche se acercaba y nopodía afrontar lo que se le venía
encima por haber apadrinado a Eddie y traicionado alos otros. Ayer
tarde... Eso quería decir que Staats no había sido el que dejara aquella
amenaza en elcamerino ni el muñequito en la cama. Staats ya estaba
muerto a aquella hora..., ya noera ni blanco ni negro. Eddie esperó a
que Judy se encontrara debajo de la ducha para telefonear a laMorgue.
—Se trata de Johnny Staats. Trabajó conmigo hasta ayer, de modo que
si nadiereclama su cadáver, envíenlo a una funeraria a mi costa.
103. 103 —Ya lo han reclamado, señor Bloch, esta mañana temprano.
Sólo esperamos que elmédico forense certifique el suicidio. Es una
asociación de gente de color. Viejosamigos de él, según parece. Judy
entró en la habitación y le dijo: —¿Qué te pasa?¡Estás verde! Eddie
pensó: “Ni que hubiese sido mi peor enemigo. No puedo permitir que
suceda.¿Qué clase de horrores van a tener lugar en alguna parte, en la
oscuridad?” Los creíacapaces hasta del canibalismo. Tenía el teléfono
al alcance de la mano, y sin embargono podía denunciarlos a la Policía
sin descubrirse a sí mismo, pues tendría que confesarque había estado
allí y que había tomado parte en las reuniones, por lo menos una vez.Y
cuando eso se supiese, ¡bang!¡bang!, adiós reputación. Se le haría la
vidaimposible..., especialmente ahora que había ejecutado el Canto
Vudú, identificándosecon él en la mente del público. De modo que, solo
otra vez en su habitación, decidió llamar a la famosa agencia
dedetectives privados de Nueva Orleans. —Necesito un
guardaespaldas, sólo por esta noche. Que me espere en el Maxim’s ala
hora de cerrar. Armado, desde luego. Era domingo y los bancos
estaban cerrados, pero Eddie tenía crédito en todas partesy logró
reunir mil dólares en efectivo. Cerró trato con un crematorio para que
se hiciesecargo de un cadáver, a última hora de la noche o al día
siguiente muy temprano. Quedóen notificarles adónde debían ir a
retirarlo. El pobre Johnny Staats no había podidolibrarse de ellos en
vida, pero lo iba a lograr después de muerto. Eso era lo menos
quehabría hecho cualquiera por él. Aquella noche, a pesar de las
disposiciones de Graham para dar más espacio alpúblico en el
Maxim’s, resultó insuficiente. El número del Vudú era un éxito
sinprecedentes. Pero la espalda de Eddie estaba contraída mientras
movía su batuta. Eracuanto podía hacer para mantenerse erguido.
Cuando aquella noche cesó la algarabía, el detective privado ya le
estaba esperando. —Mi nombre es Lee. —Muy bien, Lee. Venga
conmigo. Salieron y se introdujeron en el Bugatti de Eddie, dirigiéndose
a toda velocidad alVieux Carré y deteniéndose con un repentino
frenazo en el centro de lo que seguirásiendo Congo Square, llámese
oficialmente como se llame. —Por aquí —dijo Eddie, y su
guardaespaldas se escurrió por el pasaje tras él. —¡Hola querido! —dijo
la de los codazos. Y por una vez, para sorpresa de ella, recibió una
respuesta amable. —¿Qué dices, Eglantine? —observó al pasar el
guardaespaldas de Eddie—. ¿Así quete mudaste? Se detuvieron
delante del caserón, al otro extremo del túnel. —Bueno, hemos llegado
—dijo Eddie—. Vamos a ser detenidos en mitad de laescalera por un
negro gigantesco. Lo que usted tiene que hacer es salir del paso,
noimporta cómo. Y voy a ir arriba y usted me esperará en la puerta.
Debe tratar de que yopueda salir de allí. Probablemente tengamos que
bajar entre los dos el cadáver de unamigo, pero no estoy seguro.
Depende de que esté o no en esta casa. ¿Me comprende? —
Perfectamente. —Encienda una linterna y sosténgala alumbrando por
encima de mis hombros. Un cuerpo enorme, amenazante, bloqueó la
angosta escalera, con unas piernas ybrazos de gorila, capaces de un
mortífero abrazo. Mostraba sus desmesurados dientes yesgrimía una
hoja de reluciente acero. Lee apartó bruscamente a un lado a Eddie y
pasódelante.
104. 104 —¡Suelta eso, muchacho! —ordenó impertérrito, y esperó a
ver si la orden eraacatada. De todos modos, un arma había sido
esgrimida contra los dos blancos. Disparó tresveces desde una
distancia de un metro y dio exactamente donde quería. Las balas
sealojaron en ambas rodillas y en el codo del brazo que sostenía el
cuchillo. —Quedarás inválido para el resto de tu vida —observó con
satisfacción—. O tal vezsea mejor evitártelo —aplicó el cañón del
revólver a la sien del coloso caído. El estampido resonó por la estrecha
escalera despertando repetidos ecos. —¡Vamos rápido —dijo Eddie—,
antes de que se lo lleven...! Saltó por encima de la postrada figura, con
Lee tras él. —¡Quédese ahí! Será mejor que vuelva a cargar mientras
espera. Si lo llamo, ¡poramor de Dios, no cuente hasta diez antes de
entrar! Al otro lado de la puerta se produjo un ir y venir de pies y un
excitado aunquesofocado murmullo de voces. Eddie la abrió
rápidamente y la cerró de un golpazo,dejando a Lee afuera. Todos se
quedaron clavados en su sitio cuando le vieron. Allíestaban el papaloi y
otros seis hombres, no tantos como la noche de la iniciación deEddie.
Probablemente, el resto estaba esperando en alguna parte fuera de la
ciudad, enun lugar secreto donde la ceremonia del entierro, cremación
u... orgía debía tener lugar. Papá Benjamín estaba ahora sin su
máscara y sin la piel del animal. En la habitaciónno había calabazas ni
tambor ni figuras estáticas alineadas contra la pared. Estaban apunto
de salir, pero él había llegado a tiempo. Tal vez estuviesen esperando
una horadeterminada. Las ordinarias sillas de cocina en las que el
papaloi debía ser llevado ahombros estaban preparadas, acolchadas
con trapos. Había una hilera de cestoscubiertos de arpillera arrimados
a la pared trasera. —¿Dónde está el cuerpo de Johnny Staats? —gritó
Eddie—. Ustedes lo reclamaron ylo retiraron de la Morgue esta
mañana. Sus ojos se posaron en los cestos y en el manchado cuchillo
que yacía en el suelo asu lado. —Mucho mejor —cacareó el viejo— es
que tú lo hubieras seguido. La fatalidad ya tetiene señalado... A estas
palabras se elevó un confuso murmullo. —¡Lee! —llamó Eddie—.
¡Venga! —y Lee se puso inmediatamente a su lado,revólver en mano—.
¡Cúbrame mientras echo un vistazo por aquí! —¡A ver, todos ustedes,
pónganse en aquella esquina! —rugió Lee, dando un fuertepuntapié a
uno de ellos, que se movía más lentamente que los demás.
Obedecieron, quedándose amontonados, con los ojos fijos y
escupiendo como unabandada de monos. Eddie se dirigió directamente
a los cestos y arrancó la arpillera quecubría el primero. Carbón. El
siguiente, café. El otro, arroz. Y así sucesivamente. Eran, simplemente,
cestos de los que las negras suelen llevar en la cabeza cuandovan al
mercado. Eddie miró a Papá Benjamín y sacó el rollo de billetes que
habíallevado para él. —¿Dónde lo tienes? ¿Dónde ha sido enterrado?
¡Llévanos allá! ¡Muéstranos dóndees! ni un sonido. Sólo un quemante,
ondulante odio que casi se podía palpar. Eddie miróel cuchillo que
yacía allí, no ensangrentado, sino sólo gastado, mellado, con
hilachasadheridas, y le dio un puntapié. —No está aquí, seguramente
—le dijo a Lee, mientras se dirigía a la puerta. —¿Qué hacemos,
patrón? —preguntó su satélite. —Salir volando de este estercolero a
respirar aire puro —dijo Eddie avanzando endirección a la escalera.
105. 105 Lee era de los que sacan provecho de cualquier situación,
cualquiera que sea ésta.Antes de seguir a Eddie se acercó a uno de los
cestos, se metió una naranja en cadabolsillo de la americana y luego
hurgó entre las demás para elegir una especialmentebuena para comer
allí mismo. Se oyó un golpe seco y la naranja rodó por el piso comouna
bola de bolos. —¡Señor Bloch! —gritó roncamente—. ¡Lo encontré! —
respiraba trabajosamente apesar de su rudeza. Algo como un hondo
suspiro partió del rincón donde estaban los negros. Eddie sequedó
inmóvil, mirando, y luego se apoyó en el marco de la puerta. Por entre
una capade naranjas del canasto, los cinco dedos de una mano surgían
verticalmente; una manoque terminaba bruscamente en la muñeca. —
Es su marca —dijo Eddie con voz entrecortada—. ¡Ahí, en el dedo
meñique! Laconozco. —Bueno, usted dirá. ¿Les disparo? —preguntó
Lee. Eddie movió la cabeza. —No fueron ellos..., se suicidó. Hagamos lo
que tenemos que hacer y larguémonos. Lee volcó uno después de otro
todos los cestos. El contenido de los mismos seesparció por el suelo.
Pero en cada uno de ellos había algo más. Exangüe, blanco comocarne
de pescado. Aquel cuchillo, las hilachas adheridas a la hoja. Ahora
Eddie sabíapara qué lo habían usado. Tomaron un cesto y lo forraron
con una de las mugrientasmantas de la cama. Después, con sus
propias manos, lo llenaron con lo que habíanencontrado y lo taparon
con las esquinas de la manta, llevándoselo entre los dos fuera dela
habitación y bajándolo por la oscura escalera, mientras Lee caminaba
de espaldas,revólver en mano, cubriendo la retirada. Juraba como un
condenado. Eddie trataba de nopensar en cuál podía haber sido el
destino de esos cestos. El cuerpo del negro seguíaallí, atravesado en la
escalera. Siguieron a lo largo del callejón y por último depositaron su
carga en la quietud delalba de Congo Square. Eddie tuvo que apoyarse
en la pared. Se sentía enfermo. Luegovolvió y dijo: —La cabeza...¿Vio
usted si...? —No, no la pusimos —contestó Lee—. ¡Quédese aquí,
volveré por ella! ¡Yo estoyarmado, y después de lo que hemos visto ya
puedo soportar cualquier cosa! Lee tardó sólo unos cinco minutos.
Volvió en mangas de camisa. Traía su chaquetahecha un rollo debajo
de un brazo. Se inclinó sobre el cesto, levantó la manta y unsegundo
después la colocó otra vez. El bulto que había traído envuelto en su
americanadesapareció. Luego arrojó la americana y le dio un puntapié.
—La tenían escondida en un armario —murmuró—. Tuve que atravesar
la palma dela mano a uno de ellos para que soltaran la lengua. ¿Qué
querían hacer? —Una sesión de canibalismo, tal vez..., no sé... Mejor no
pensarlo. —Traje de vuelta su dinero. Me parece que no les
importaba... Eddie se lo devolvió. —Bueno, por su traje y el tiempo
perdidos. —¿No va usted a denunciar a esos gorilas? —Ya le dije que él
se había arrojado al agua. Tengo en el bolsillo una copia delinforme
médico legal. —Ya sé, pero ¿no hay alguna ley que prohiba la disección
de un cadáver sinpermiso? —No puedo verme mezclado con esa gente.
Destrozaría mi carrera. Tenemos lo quefuimos a buscar. Ahora,
olvídese de lo que vio.
106. 106 Un coche de la funeraria llegó a Congo Square y se llevó el
cesto. Los restos deJohnny Staats emprendieron el camino hacia un fin
mejor que el que habían estado apunto de tener. —Buenas noches,
patrón —dijo Lee—. Cuando me necesite para otra cosita... —No —dijo
Eddie—. Me voy de Nueva Orleans. Y su mano pareció de hielo a Lee
cuando éste se la estrechó. Así lo hizo. Devolvió a Graham su contrato
y una semana después se encontrabatocando en el corazón de Nueva
York. Tenía un criado blanco. El Canto Vudú, desdeluego, seguía
haciendo furor. Su programa empezaba y terminaba con él, y Judy
seguíainterpretando con clamoroso éxito su número de danza. Pero
Eddie no podía deshacersede aquel dolor de espalda que había
comenzado el día del estreno. Primero, se sometiódurante un par de
horas diarias a la acción de los rayos ultravioleta. No sintió
mejoría.Luego se hizo examinar por uno de los más grandes
especialistas de Nueva York. —No tiene nada —dijo la eminencia—.
Absolutamente nada: el hígado, los riñones,la presión..., todo está
perfectamente. Debe de ser cosa de su imaginación. La balanza de su
baño le decía lo mismo. Perdía dos kilos por semana, a veces siete.Y no
recuperaba ni un gramo. Más especialistas. Esta vez rayos X, análisis
de sangre,opoterapia, todo lo imaginable. No sirvió. Y el agudo dolor, la
laxitud, se extendíalentamente, primero por un brazo, después por el
otro. Separaba muestras de todo lo que comía, no un día, sino todos
los de la semana, y lashacía analizar. Nada. Ya no era necesario que se
lo dijeran. Sabía que ni en NuevaOrleans, donde había comenzado
aquello, le habían echado algo en la comida. Judycomía de la misma
fuente y tomaba el café de la misma cafetera. Todas las nochesbailaba
incansablemente y, no obstante, era la imagen de la salud. De modo
que era su imaginación, como todos le habían dicho. “Pero no lo creo
—sedecía a sí mismo—. No creo que el clavar un alfiler en un muñeco
de cera puedaproducirme dolor a mí. Ni a mí ni a nadie.” No era su
cerebro, entonces, sino el cerebro de alguien que estaba en Nueva
Orleans,que pensaba, deseaba, ordenaba su muerte, noche y día.
“Pero no puede ser —pensaba Eddie—; no hay tal cosa.” Sin embargo,
la había; ocurría ante sus propios ojos y sólo admitía una respuesta.
Siel alejarse unos cinco mil kilómetros sobre tierra firme no servía de
nada, tal vezsirviese cubrir la misma distancia a través del mar. La
primera etapa fue Londres y elKit Kat Club. Menos, menos, menos,
acusaban las balanzas de los cuartos de baño, unpoco cada semana.
Los dolores se extendían ahora hasta las caderas. Las
costillascomenzaban a sobresalir. Se moría de pie. Ahora encontraba
más cómodo andar conbastón, pero no por hacerse el presumido, sino
para apoyarse al andar. Sus hombros leatormentaban todas las
noches, sólo por haber movido su batuta. Se hizo construir unatril
especial para apoyarse, que le ocultaba a la vista del público mientras
dirigía. Aveces, al terminar un número, su cabeza estaba más baja que
sus hombros, como si sucolumna vertebral fuese de goma. Finalmente
acudió a Reynolds, mundialmente famoso, el más grande alienista
deInglaterra. —Quiero saber si estoy cuerdo o loco. Estuvo en
observación durante semanas, meses; le sometieron a todas las
pruebasconocidas y muchas desconocidas, mentales, físicas,
metabólicas. Encendían intensasluces ante sus ojos y observaban sus
pupilas; éstas se contraían hasta el tamaño decabezas de alfileres. Le
tocaron el fondo del paladar con papel de lija: casi se ahogó. Loataron
a un sillón que giraba horizontal y verticalmente a tantas revoluciones
por minutoy luego le hacían caminar a través de la sala: hacía eses.
107. 107 Reynolds le sacó una buena cantidad de libras y le dio un
informe que abultaba comola guía de teléfonos, para decirle, en
resumen: —Usted, señor Bloch, es una persona tan normal como
cualquiera. Es tan equilibradoque hasta le falta ese toquecito de
imaginación que tienen la mayoría de los actores y losmúsicos. De
modo que no era su propio cerebro; la cosa venía de fuera. Todo
aquello, desde elprincipio hasta el fin, duró dieciocho meses. Trataba
de huir de la muerte, mas la muertese apoderaba de él lenta, pero
segura. Se quedó en los huesos. Sólo podía hacer unacosa. Mientras
tuviera fuerzas para subir a bordo de un barco, podía volver al
lugardonde había comenzado. Nueva York, Londres, París, no habían
podido salvarlo. Suúnico recurso estaba en manos de un negro
decrépito en el Vieux Carré de NuevaOrleans. Logró llegar hasta allí, a
la misma semiderruida casa, sin guardaespaldas, sinimportarle ahora
que lo mataran o no, y casi deseando que lo hicieran, para terminar
deuna vez. Pero, al parecer, eso habría sido demasiado fácil y
demasiado poco. El gorilaque había dejado por muerto aquella noche
se arrastró hasta él en dos muletas, lereconoció, le lanzó una mirada
de odio inextinguible, pero no levantó ni un dedo paratocarle. Ellos
habían marcado ya a ese hombre, ¡mal para quien se interpusiera
entreellos y su infernal satisfacción! Eddie Bloch subía penosamente la
escalera sinoposición, tan inmune su espalda al cuchillo como si
vistiera una coraza. Detrás de él, elnegro se tendió en la escalera para
festejar su largamente esperada hora de satisfaccióncon alcohol y...
olvido. Encontró al viejo solo en la habitación. La edad de piedra y el
siglo XX seenfrentaban, y la edad de piedra triunfó. —¡Quíteme esto de
encima! —dijo Eddie roncamente—. ¡Devuélvame mi vida...!Yo haré
cualquier cosa, cualquier cosa que usted diga. —Lo que ha sido hecho
no puede deshacerse. ¿Crees tú que los espíritus de la tierray del aire,
del fuego y del agua, conocen el perdón? —¡Interceda por mí entonces!
Usted me lo atrajo. Aquí tiene dinero, le daré otrotanto, todo lo que yo
gane, todo lo que pueda ganar... —Tú has tocado lo prohibido. La
muerte te ha seguido desde aquella noche. Por todoel mundo, por el
aire que rodea la tierra, has hecho mofa de los espíritus con el
cantoque los invoca. Todas las noches tu esposa lo baila. La única
razón de que ella nocomparta tu suerte es que no sabe lo que hace.
Tú, sí. ¡Tú estuviste aquí, entre nosotros! Eddie cayó de rodillas y se
arrastró por el suelo ante el viejo, asiéndose a susvestiduras. —
¡Máteme, entonces, para terminar con esto! ¡No puedo más...! —había
compradoel revólver aquel día con la intención de matarse por su
propia mano, pero descubrióque no podía. Hacía un minuto imploraba
por su vida, ahora lo hacía por su muerte—.Está cargado; todo lo que
tiene que hacer es apretar el gatillo. ¡Mire, mire! Yo cerrarélos ojos.
Dejaré un papel escrito y firmado diciendo que yo mismo lo hice...
Trató de depositarlo en la mano del brujo y de cerrar los huesudos y
arrugados dedossobre él, apuntando hacia sí mismo. El viejo lo arrojó
lejos de él y cloqueó, regocijado: —La muerte vendrá, pero de otro
modo... Lentamente, ¡oh, tan lentamente! Eddie permaneció tendido
en el suelo, boca abajo, sollozando. El viejo escupió sobreél y lo
rechazó con el pie. Eddie logró erguirse y dirigirse a la puerta. No tuvo
ni lafuerza suficiente para abrirla al primer intento. ¿Era aquella cosa
insignificante lo que loimpedía? Tocó algo con el pie, miró, se inclinó
para levantar el revólver y se volvió. Supensamiento fue rápido, pero la
mente del viejo lo fue más aún. Casi antes de concretarsu idea, el viejo
la adivinó. En un instante, se deslizó gateando al otro lado de la cama
108. 108para poner algo entre los dos. Inmediatamente la situación
cambió. El miedo abandonóa Eddie y se apoderó del viejo. Éste perdió
la agresividad, sólo por un minuto,precisamente cuanto Eddie
necesitaba. Su cerebro irradió una luz como un diamante,como un faro
a través de la niebla. El revólver rugió sacudiendo su débil cuerpo y
elviejo cayó tendido sobre la cama, colgante a un lado la cabeza, como
una perademasiado madura. La armazón de la cama se agitó
levemente durante un momento porla caída, y después todo terminó...
Eddie se quedó allí, tembloroso aún. Después de todo, ¡había sido tan
fácil! ¿Dóndeestaba toda su magia ahora? Fuerza, poderío, voluntad,
volvieron a circular por susvenas como si una espita hubiera sido
abierta de pronto. La nubecilla de humo que habíaquedado en la
cerrada habitación flotaba aún en el aire. De pronto Eddie esgrimió
elpuño contra el cuerpo muerto en la cama. —¡Ahora voy a vivir!,
¿sabes? —abrió la puerta, la retuvo durante un instante yluego bajó a
tientas la escalera, pasando al lado del inconsciente guardián,
murmurandosiempre el mismo estribillo—: ¡Ahora voy a vivir! ¡Voy a
vivir! ...........El comisario se enjugó la frente, como si estuviese en la
cámara de vapor de un bañoturco. Exhaló como un tanque de oxígeno.
—¡Jesús, María y José! ¡Señor Bloch, qué historia! Más me hubiese
valido no pedirleque me la contara. Esta noche no voy a poder dormir.
Aun después de que el acusado fue llevado de allí, necesitó bastante
tiempo paracalmarse. El cajón superior derecho de su escritorio le
ayudó un tanto..., unos dosdedos, como también el abrir las ventanas
para dejar pasar la luz del sol. Por último, cogió el teléfono y se puso
de nuevo al trabajo. —¿A quién tiene usted ahí carente de nervios?
Quiero decir, un tipo con tan pocasensibilidad que pueda sentarse
sobre un alfiler de sombreros y lo convierta en un clip.¡Oh, sí, ese
charlatán de Desjardins! Lo conozco. Mándemelo. ...........—No, quédate
fuera —jadeó Papá Benjamín con dificultad a su guardián, por
laentreabierta puerta—. Yo me he comunicado con el obiah, y en
cambio tú estás sucio.Estás borracho desde ayer. Toma las
convocatorias. Introduce la mano, una vez paracada una; tú sabes
cuántas son. El inválido negro introdujo su enorme zarpa por la rendija,
y por detrás de la puertael papaloi colocó una pata de gallina en su
palma. Una pata con un trapo rojo atado. Elmensajero la escondió en
sus andrajos y volvió a introducir la mano para alcanzar otra.Veinte
veces repitió el acto y luego dejó caer su brazo pesadamente. La
puerta empezó acerrarse lentamente. —¡Papaloi! —gimió la figura que
estaba fuera—. ¿Por qué escondes la cara? ¿Estánenojados los
espíritus? Había un destello de sospecha en sus ojos. En seguida, la
rendija de la puerta seensanchó. La arrugada y familiar cara de Papá
Benjamín asomó y sus ojos lanzaronrayos malignos. —¡Vete! —chilló el
viejo—. ¡Ve a llevar las convocatorias! ¿Quieres que haga caersobre ti
la ira de un espíritu? El mensajero salió dando tumbos. La puerta se
cerró violentamente.
109. 109 Se puso el sol. Era de noche en Nueva Orleans. Salió la luna.
Sonaron las campanasde la medianoche en el campanario de la
catedral de San Luis, y apenas se habíaextinguido la última nota, un
horrible y selvático silbido se oyó frente a la casa envueltaen el
silencio. Una negra rechoncha, con un cesto al brazo, subió
pesadamente laescalera, un momento después abrió la puerta, se
dirigió al papaloi, y volvió a cerrarla,trazó en ella con su dedo una
invisible marca y la besó. Luego se volvió y sus ojos seabrieron de
sorpresa. Papá Benjamín estaba en la cama, tapado hasta el cuello con
losinmundos trapos. Los familiares candeleros estaban encendidos. La
taza para la sangre,el cuchillo del sacrificio, los polvos mágicos, todo el
atuendo del ritual estaba dispuesto.Pero colocados alrededor de la
cama, en vez de estarlo al otro extremo de la sala, comosiempre. La
cabeza del viejo, sin embargo, se irguió sobre los revueltos trapos. Sus
ojos lamiraron sin pestañear; el familiar semicírculo de algodón que
rodea su cabeza y sumáscara de ceremonias está a su lado. —Estoy un
poco cansado, hija mía —le dice. Sus ojos se vuelven a la
pequeñaimagen de cera de Eddie Bloch colocada bajo los candelabros,
erizada de alfileres. Lamujer también mira—. Un condenado está
próximo a su fin. Vino aquí anoche pensandoque yo podía ser muerto
como cualquier otro hombre. Me disparó un tiro. Yo soplé ydetuve la
bala en el aire; ésta dio vuelta y entró de nuevo en el revólver. Pero
¡eso mecansó tanto! Forzó un poco mi garganta. Un destello vengativo
iluminó la ancha cara de la mujer. —¿Y él morirá pronto, papaloi? —
Pronto —soltó la agotada figura de la cama. La mujer rechinó los
dientes y agitó los brazos con regocijo. Luego levantó la tapa desu
cesta y dejó escapar una gallina negra, que salió aleteando por la
habitación. Cuando los veinte se reunieron, hombres y mujeres, viejos
y jóvenes, el tambor y lascalabazas tornaron a sonar, la cadenciosa
melopea comenzó y la orgía se inició.Lentamente, danzaron alrededor
de la cama. Luego, más rápidamente cada vez,frenéticos, asiéndose
unos a otros, haciéndose sangre con cuchillos y uñas, girando losojos
en un éxtasis que otras razas más frías no conocen. Las ofrendas,
plumíferas ypilíferas, que habían sido atadas a las patas de la cama,
chillaban y saltaban alborotadas.Entre ellas había un monito que
ocultaba su cara entre las manos, como un niñoatemorizado, y
chillaba. Un negro barbudo, con su desnudo torso brillante como
charol,cogió una de las aterrorizadas aves, la desató y la extendió con
ambas manos endirección al brujo. —Estamos sedientos, papaloi;
queremos comer la carne de nuestros enemigos. Los demás hicieron
eco a estas palabras: —Tenemos hambre, papaloi; queremos comer la
carne de nuestros enemigos. Papá Benjamín movió la cabeza a compás
del ritmo. —¡Sacrificio, papaloi, sacrificio! Papá Benjamín parecía no
oírlos. Luego, los trapos se levantaron y emergió un brazo;pero no el
tostado y esquelético brazo de Papá Benjamín, sino uno musculoso y
firmecomo la pata de un piano, enfundado en sarga azul, blanco en la
muñeca y terminandoen un revólver de reglamento de la Policía, con el
gatillo montado. El fingido brujo sepuso en pie de un salto, sobre la
cama, de espalda a la pared, y recorrió lentamente atodos aquellos
diablos humanos con el cañón de su revólver, se izquierda a
derecha,luego de derecha a izquierda, en línea recta, sin prisa. El
resonante mugido de un toro salió de la grieta de su boca, en vez de la
cascada vozde falsete del papaloi. —¡Pónganse todos contra aquella
pared! ¡Suelten los cuchillos!
110. 110 Pero todos estaban embobados. El paso del éxtasis a la
estupefacción no esinstantáneo. Además, ninguno de ellos era muy
avispado; de lo contrario, no estaríanallí. Las bocas se abrieron, la
melopea cesó, los tambores y las calabazas enmudecieron,pero
seguían apiñados frente a aquel repentino desafío lanzado con el
familiar yarrugado rostro de Papá Benjamín y el fornido cuerpo de un
blanco..., demasiado cercapara que éste se sintiera cómodo. Las ansias
de sangre y la manía religiosa no conocenel miedo al revólver. Se
requiere una cabeza fría para eso, y la única cabeza fría enaquella
habitación era el arrugado coco que estaba encima de los anchos
hombros delque esgrimía el revólver. Disparó dos veces y una mujer
que estaba a un extremo delsemicírculo, la del tambor, y un hombre al
otro extremo, el que sostenía el ave delsacrificio, cayeron al mismo
tiempo lanzando un doble gemido. Los del centroretrocedieron
lentamente por la sala, con los ojos fijos en el hombre que estaba en
piesobre la cama. Un descuido, un parpadeo y se arrojarían sobre él
como un solo cuerpo.Levantando su mano libre, se arrancó los rasgos
del brujo, para respirar más librementey ver mejor. La máscara se
convirtió en un arrugado trapo ante los aterrorizados ojos delos negros.
Era una mezcla de parafina y fibra llamada moulage. Una
mascarillamortuoria tomada de la cara del cadáver, que reproducía las
más finas líneas del cutis yhasta su color natural. Moulage. El siglo XX
había vencido, después de todo. Detrás dela máscara apareció,
sonriente, sudorosa, la angulosa cara del detective JacquesDesjardins,
que no creía en espíritus, a menos que éstos estuvieran dentro de
unabotella. Fuera de la casa se oyó el vigésimo primer silbido de la
noche, pero esta vez noun silbido selvático, sino uno largo, frío y
agudo, que servía para convocar a las figurasocultas en las sombras de
los portales, que habían estado allí esperando pacientementetoda la
noche. Luego, la puerta fue casi arrancada y la Policía irrumpió en la
habitación. Losprisioneros —dos de ellos gravemente heridos— fueron
empujados y arrastrados abajo,para reunirse con el guardián inválido
que había estado durante la última hora bajocustodia policíaca.
Puestos en fila, atados unos a otros, marcharon a lo largo deltortuoso
pasaje hasta salir a Congo Place. En las primeras horas de aquella
misma mañana, poco más de veinticuatro horasdespués que Eddie
Bloch entrara tambaleante en el Departamento de Policía con
suextraña historia, todo el asunto estaba cocinado y rotulado. El
comisario, sentado frentea su escritorio, escuchaba atentamente a
Desjardins. Esparcida sobre la mesa había unaextraña colección de
amuletos, imágenes de cera, manojos de plumas, hojas de
bálsamo,ouangas (hechizos de raspaduras de uñas, horquillas para el
pelo, sangre seca, raícespulverizadas); monedas enmohecidas,
desenterradas de las fosas de los cementerios, encantidad como no
había visto nunca. Todo aquello era ahora la evidencia legal que iba
aser cuidadosamente rotulada y ordenada para el uso del fiscal en el
proceso. —Y esto —explicó Desjardins, señalando una empolvada
botellita— es, según medijo el químico, azul de metileno. Es la única
sustancia lógica hallada en aquel lugar, yque había quedado olvidada
con un montón de basura que parecía no haber sido tocadodesde hacía
años. A qué uso lo destinaba aquella gente, no podía decirlo. —Un
minuto —interrumpió vivamente el comisario—; eso concuerda con
algo queel pobre Bloch me dijo anoche. Él notó un color azulado debajo
de sus uñas y otroamarillento en el blanco de sus ojos, pero sólo
después del acto de su iniciación. Esasustancia probablemente haya
tenido que ver con eso; puede ser que sin que él se dieracuenta, se la
hayan inyectado. ¿Comprende usted? Eso lo destrozó exactamente
comoellos querían. Bloch tomó esas señales como la revelación de que
tenía sangre negra.Ésa fue la brecha por donde penetró el maleficio,
quebrantando su incredulidad,desmoronando su resistencia mental.
Era cuanto ellos necesitaban: un punto vulnerable.
111. 111La sugestión hizo lo demás. Si usted me lo preguntara, le diría
que con Staats usaron elmismo método. No creo que él tuviera más
sangre negra que el mismo Bloch, y, enrealidad, según me dicen, la
teoría de que la sangre negra puede manifestarse asídespués de varias
generaciones es una patraña. —Bien —dijo Desjardins, mirándose sus
enlutadas uñas—; si se va a juzgar por lasapariencias, yo debo de ser
un zulú pura sangre. Su superior le miró, y si no hubiese tenido cara de
póquer, tal vez habría podidoverse reflejada en ella la aprobación y
hasta la admiración. —Debió de ser un momento peliagudo el que pasó
usted cuando los tenía a todosalrededor, al desempeñar aquella farsa,
¿no? —¡Pchs! No me impresionó gran cosa —contestó Desjardins—. Lo
único que memolestó fue el olor. ...........Eddie Bloch —absuelto hacía
dos meses al tiempo que ingresaban en la cárcel delEstado veintitrés
ex—vuduístas con penas que variaban de dos a diez años— ascendió
ala plataforma del Maxim’s para iniciar una nueva temporada. Estaba
pálido ydesmejorado, pero recobraba lentamente su peso normal. La
ovación que se le tributóera capaz de reanimar a cualquiera. La gente
aplaudía a rabiar y le vitoreaba, y eso quesu nombre había quedado
fuera del reciente proceso. Los testimonios de Desjardins ysus
compañeros habían hecho innecesarios los de él. El tema musical que
iniciaba era dulce e inofensivo. Luego un camarero se acercó yle
entregó una petición. Eddie movió la cabeza. —No. ya no está en
nuestro repertorio. Y siguió dirigiendo. Le llegó otra petición, y después
otra. De pronto, alguien gritó, yun segundo después toda la
concurrencia hizo eco: “¡El Canto Vudú! ¡Queremos oír elCanto Vudú!
Eddie se puso aún más pálido, pero se volvió y trató de sonreír,
moviendo al mismotiempo la cabeza. La gente no se calló. La música
no podía oírse y Eddie tuvo queinterrumpir. Desde todos los ámbitos de
la sala, como en un partido de fútbol, legritaban: —¡Queremos el Canto
Vudú! ¡Queremos...! Judy estaba a su lado. —¿Qué le pasa a la gente?
—preguntó Eddie—. ¿No sabe lo que eso me ha causado? —¡Tócalo,
Eddie, no seas tonto! —le pidió ella—. Ahora es el momento; rompe
deuna vez para siempre con el hechizo; convéncete de que ya no tiene
poder sobre ti. Si nolo haces ahora, no podrás librarte de él jamás.
¡Adelante, yo bailaré con esta mismaropa! —Okay! —dijo Eddie. Golpeó
en su atril con la batuta. Hacía algún tiempo que no lo ejecutaba, pero
sabíaque podía confiar en su orquesta. Suavemente, como un trueno a
la distanciaacercándose cada vez más: ¡bum—butta—butta—bum! Judy
remolineó detrás de él ydejó escapar el grito preliminar: Eeyaeeya!
Judy oyó una conmoción a su espalda y se detuvo tan repentinamente
como habíacomenzado. Eddie Bloch había caído en el suelo, boca
abajo, y no se movió más. De algún modo, todo el público presintió la
verdad. En esa caída había algodefinitivo que se le reveló. Los que
bailaban esperaron un minuto y luego sedisgregaron con un ligero
murmullo. Judy Jarvis no gritó ni lloró; se quedó allí mirandofijamente,
pensando... El último pensamiento de Eddie, ¿había nacido en su
propio
112. 112cerebro o había venido de fuera? ¿Había estado dos meses en
camino desde laprofundidad de la fosa, buscándolo? ¿Buscándolo hasta
encontrarlo esta noche, cuandocomenzaba una vez más a ejecutar el
canto que lo dejaba a merced de África? Ningúnpolicía, ningún
detective, ningún médico ni hombre de ciencia podría decirlojamás.
¿Vino de dentro o de fuera? Todo lo que dijo Judy fue: —¡Quédense a
mi lado, muchachos...! Bien cerca; tengo miedo de las sombras... PAPÁ
BENJAMIN William Irish Trad. V. Canoura y H. Maniglia Amanecer Vudú.
Valdemar Antologías 3 EL GRIS GRIS EN EL ESCALÓN DE SU PUERTA LE
VOLVIÓ LOCO RAYMOND J. MARTÍNEZM uchas de las casas viejas de
Nueva Orleans fueron construidas cerca de la acera, y se accedía a
ellas por una escalera, por lo general de tres o cuatro tramos. En la
actualidad los foráneos se preguntan por qué se mantienen
esosescalones tan limpios, pero eso es una costumbre respetada desde
hace tiempo. Se loslava todos los días, y a veces, cuando no están
perfectamente limpios, se extiende sobreellos ladrillo en polvo. Nunca
ha habido una explicación satisfactoria para que se echeladrillo en
polvo sobre escalones del todo limpios. El interior de la casa puede
estarpolvoriento y sucio, pero los escalones han de encontrarse
relucientes, pues ello le da laimpresión a los transeúntes de que toda
la casa está igual de limpia. (Es la mejorexplicación que puedo dar
sobre los escalones limpios de Nueva Orleans; puede quehaya una
mejor, pero yo no la conozco.) Había un hombre de moral dudosa que
tenía dos nombres, J. D. Rudd y J. B.Langrast. Hacia 1850 era el
propietario de una casa que tenía un gran patio, situada en lacalle
Dumaine, y en ella se ganaba la vida vendiendo chatarra que
almacenaba en suterreno, tanto en el interior de la casa como en el
patio. Sin embargo, sus escalonessiempre estaban limpios, y cualquier
persona que entraba en la morada se quedabaasombrada al ver la
suciedad: las ropas viejas, las sábanas que no habían sido
cambiadasen semanas, y los diversos artículos, como garrafones,
muebles rotos, ruedas decarreteras y pajareras. No obstante, ganaba
bastante dinero, pues la mitad de la chatarraque vendía era robada, y
una buena parte la recogía gratis. Compraba muy poco. Sinembargo,
no había día en que no realizara ventas que ascendieran a una suma
próxima alos cien dólares, en aquella época una cantidad considerable.
El motivo por el que utilizaba dos nombres se debía a que tenía dos
mujeres, una enla parte alta de la ciudad y la otra en la parte baja.
Ninguna conocía la existencia de laotra, y, como una hablaba sólo
francés y la otra sólo español, no resultaba probable quese llegaran a
conocer y compararan notas. En la zona alta era conocido como
Langrast,y en la baja como Rudd; y cuando estaba en la parte alta
vestía un excelente traje amedida y camisa limpia, de hecho, se vestía
como un caballero, mientras que en la partebaja llevaba ropas de
trabajo, pues su esposa de allí, habiendo sido criada en una choza,
113. 113no era muy exigente. Hasta hoy en día no se sabe por qué
quería dos mujeres, ya quepasaba la mayor parte del tiempo en su
cuartel general de la chatarra en la calleDumaine, y dormía en una
cama apenas apta para animales, y menos aún para unhombre que a
veces se vestía como un caballero y asumía modales adecuados.
Viviófeliz de esa manera durante varios años, y se consideró como un
genio del engaño. Marie Laveau se hallaba en la cúspide de su fama y
gloria por esa época, yasombraba a la gente con sus increíbles logros,
pero Langrast la odiaba, a ella y a suculto, y a todos los individuos que
profesaran el vudú. Decía que eran “la escoria de latierra, y ladrones
que preferían matar y robar.” Siempre que había un
asesinatomisterioso en la ciudad él le atribuía el crimen a algún
“vudú”. Pero una mañana, alabrir la puerta delantera de la casa, vio en
los lustrosos escalones una cruz y una bolsapequeña que contenía la
cabeza de un gallo. Eso le enfureció, y fue de inmediato ainformar del
asunto a la policía; sin embargo, sólo había recorrido unas calles
cuando sele ocurrió que no se hallaba en posición de atraer publicidad
sobre su persona, ya queestaba usando dos nombres y estaba casado
con dos mujeres. Una vez que se hubocalmado, también pensó que la
policía poco podía hacer al respecto. Cuanto másdiscretamente viviera,
mejor. Dio la vuelta y se preguntó qué podía hacer con la cabezade
gallo que llevaba con él para mostrársela a la policía, y al ser incapaz
de decidirse semetió en un bar y pidió una copa de whisky. De pie a su
lado, en la barra, había unhombre de aspecto lamentable que parecía
estar emborrachándose adrede, pues noparaba de pedir una copa tras
otra. Cuando Langrast se disponía a marcharse, el hombre le encaró y
dijo: —¿Me ve? Míreme, en una ocasión fui un caballero próspero. Pero
míreme ahora.Soy un mendigo. ¿Por qué? ¿Le gustaría saberlo? Es una
historia interesante, y yo se lavoy a contar. Los seguidores del vudú
me lanzaron una maldición. Yo estabaenamorado de una muchacha;
pero no voy a hablar de eso... por motivos que conozcomuy bien,
motivos sagrados, muy sagrados. El amuleto aparecía cada mañana en
elescalón de mi puerta —cada mañana— y entonces mi suerte empezó
a cambiar. Unsinsonte que venía a cantar a mi ventana todas las
mañanas desapareció; mi pececillo decolores se murió; mi perro, Rex,
el animal más bueno que haya vivido alguna vez,recibió un tiro, y
murió en mis brazos, despidiéndose de mí como lo haría un
serhumano. —En ese momento le saltaron las lágrimas—. Yo estaba en
el negocio deltabaco y vendía tabaco cultivado aquí, en el distrito de
St. James, y ganaba dinero. Ibacamino de convertirme en millonario, a
pesar de que gastaba el dinero a raudales. Langrast no deseaba oír la
historia, y reanudó la marcha, pero el hombre lo agarró delbrazo. —No
tenga prisa; podría sucederle a usted, y le aconsejo que lo escuche
para quepueda estar en guardia. Me llamo John Spiker, y soy de
Kentucky. Langrast estaba asustado. Parecía como si el amuleto ya
empezara a actuar sobre él. —Le invito a una copa —dijo—, y eso es
todo. Mientras John Spiker le indicaba con un gesto al camarero que les
llevara dos copas,Langrast le deslizó la cabeza de gallo en el bolsillo.
Les sirvieron las bebidas y Spiker se puso a hablar de nuevo. —Sí,
como iba diciendo, tenía un carruaje y los mejores hombres de la
ciudad meestrechaban la mano en la calle; pero ahora no me conocen,
ni siquiera saben ya minombre, no reconocen mi cara... como si nunca
me hubieran visto. Pero deje que lemuestre mi cheque de diez mil
dólares anulado, calderilla que... Metió la mano en el bolsillo, y cuando
sintió la cabeza de gallo la cara se le pusolívida, y pareció incapaz de
mover un músculo. Se volvió para ver si había alguiendetrás de él, con
la mano aún en el bolsillo apretando la cabeza de gallo. Al rato la sacó,
114. 114la examinó y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo
del bar, rompiendo dosbotellas de whisky. El camarero se dirigió al
cuarto trasero del bar y regresó con una escopeta de doblecañón que
apuntó en dirección de Langrast y Spiker cuando dijo: —Y ahora
largaos, los dos. —¿Por qué yo? —preguntó Langrast. —Porque te vi
meter esa cabeza de gallo en el bolsillo de Spiker. Al oírlo, Spiker
recordó todas las imprecaciones que había escuchado alguna vez enel
viejo Kentucky y se las soltó a Langrast, jurando que si tuviera un
revólver lomataría, y declarando que si se encontraba cuando lo
tuviera le dispararía en el acto,pues ese incidente había renovado la
maldición lanzada sobre él, prolongándola “ni sesabe cuánto”. El
camarero, ya calmado, soltó la escopeta y, habiendo disfrutado de los
magníficosinsultos de Spiker, dijo que los muchachos podían tomar una
copa por invitación de lacasa, y para mostrarles que el amuleto no
significaba nada para él, conservaría la cabezade gallo en un vaso de
su mejor whisky y la mantendría en el estante de los licores. Spiker no
se movió durante un momento; luego, con lágrimas frescas cayéndole
porlas mejillas, le estrechó la mano a Langrast. Una vez acabada la
copa a cuenta de lacasa, decidieron que se emborracharían juntos, y
juraron que “limpiarían Nueva Orleansdel vudú”, y que lo
desenmascararían “como el fraude más sucio que existiera jamás
oregresarían a un país civilizado, como Tennessee o Kentucky, donde
un hombre podíadispararte cara a cara, pero que jamás se agacharía
para ponerte un amuleto en elescalón de la puerta, causándote la
muerte por una lenta humillación e inanición.” Casi agotaron el licor del
bar, todo a cuenta de Langrast, pues era un hombrepróspero. En algún
momento del amanecer se fueron trastabillando a casa, y
cuandoLangrast llegó a la suya vio una cruz nueva y otra cabeza de
gallo en los escalones. Esole volvió loco. Entró en la casa, cogió su
escopeta y se puso a destrozar los escalones abalazos, al tiempo que
maldecía el vudú y juraba que iba a matar hasta el último de
susseguidores que “infestaban esta ciudad”. Los vecinos llamaron a la
policía y Langrastfue encerrado. Cuando le soltaron, después de pagar
una fuerte multa, malvendió su negocio,abandonó a sus dos esposas y
dejó la ciudad. Treinta años después llegó un anciano a Nueva Orleans
procedente del Perú, y seregistró en el Hotel St. Louis como J. B.
Langrast. Hablaba español con fluidez y eramuy rico, ya que provocó
un impacto en los círculos bancarios depositando mediomillón de
dólares en un banco de Nueva Orleans. Pasado un tiempo, se puso a
buscar ala mujer de J. D. Rudd y a la mujer de J. B. Langrast. Descubrió
que la señora Ruddestaba muerta y que la señora Langrast, ahora de
cincuenta años, trabajaba comocamarera en el Hotel St. Louis. Se
dirigió al restaurante y la reconoció. Pero ella no lereconoció a él; había
envejecido mucho, y como ya casi había olvidado el inglés ella nopudo
recordar su voz... su entonación había cambiado. Pero al final la
convenció de queera su marido y la llevó a Tennessee, que para él era
un civilizado en el que deseabapasar el resto de su vida... donde un
hombre nunca te disparaba por la espalda, ni tetorturaba con amuletos
ni te lanzaba una maldición. GRIS GRIS ON HIS DOOR—STEP DROVE
HIM MAD Extraído de Mysterious Marie Laveau, Voodoo Queen, And
Folk Tales Along The Mississippi, 1956 Raymond J. Martínez Trad. Elías
Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
115. 115 AMERICAN ZOMBIE DR. GORDON LEIGH BROMLEYP arís en
1936 era agradable cuando conduje desde el Aeropuerto Le Bourget a
la ciudad, una mañana de primavera. Había embarcado en el primer
vuelo desde Londres en una visita rápida, y mi intención era cubrir un
buen número deinvestigaciones disparatadas. Un escritor en el
periódico parisino Le Temps habíapublicado algunos puntos de vista
sobre el arte comercial moderno, y yo queríaformularle más preguntas
al respecto. Una vez que hube terminado otras entrevistas,llamé a su
oficina y pedí hablar con el señor Henri Champley, mencionando que
traíauna carta de su corresponsal en Londres, Robert L. Cru. Me
informaron que seencontraba en la Agence Havas, pero me dijeron que
podía dirigirme ya al periódico,pues esperaban que regresara pronto.
Cuando entré en la oficina no tenía la más mínima intención de realizar
ningunamención sobre mi propio interés en la magia; sin embargo,
madame Tabouis —que diola casualidad de presentarse al mismo
tiempo que yo— hizo un comentario fortuitosobre las hazañas de
madame Alexandra David—Neel, a quien yo había conocido enBenarés
hace muchos años, antes de que se fuera al Tíbet. Encontré a
monsieurChampley muy interesado en un libro que acababa de
terminar de corregir; y estabaprofundamente inmerso en la cultura
negra en todos sus aspectos. Ya había publicadoun libro titulado, creo,
Route Shanghai; y este nuevo trabajo iba a llamarse FemmeBlanc et
l’Homme Noir, o un título similar... aún no lo había decidido. Hacía poco
yohabía reseñado los volúmenes de W.B. Seabrook, Magic Island y
Jungle Ways; ycuando hube acabado con mis preguntas corrientes,
nuestra conversación se dirigió a lasexperiencias de la magia. A pesar
de sus muchos viajes, monsieur Champley no alegabahaber tenido
ninguna experiencia íntima con el lado oculto del mundo, aunque
habíarecorrido todo el Oriente. Con toda probabilidad no se apartó
demasiado de los bienrecorridos trayectos de la gente rica. Había
visitado los Países Bajos y también lasIndias Orientales; Java y, por
supuesto, Bali, e imagino que también Sumatra; peroincluso allí no
buscó contacto con el mundo oculto. Con el submundo corriente
delblanco civilizado, sí; ése era, en verdad, uno de sus intereses como
buen periodista yestudioso de los asuntos mundiales. Estaba
francamente alarmado de las relacionessexuales del hombre blanco
con las mujeres de color, y —lo que a él le parecía másgrave— de las
mujeres blancas con los hombres de color. Comprendía, dijo,
larepugnancia alemana hacia esta revolución biológica. Le comenté lo
de las coloniasfrancesas y lo que yo mismo había visto. Reconoció
todo: desde Marruecos a Indochina.Y luego mencionó Haití... y a los
zombis; y entonces recordé los relatos de Seabrook. Después, Henri
Champley exclamó con calma: —¡Por supuesto, yo mismo he visto un
zombi! ¡Y no en Haití, sino en Nueva York!¡Y era una mujer blanca!
Incluso entre los estudiantes de magia, el fenómeno del zombi rara vez
se menciona.El zombi, el vampiro, el profanador de tumbas, y las
versiones modernas de los íncubosy los súcubos... no son nada
agradables. Uno necesita tener un corazón valiente y
ciertosconocimientos para examinarlos con frialdad. Entre los Bataks
de Sumatra había
116. 116conocido a los zombis, y aunque en la peor ocasión no estuve
solo, su dueña se hallabademasiado próxima al distrito para mi gusto.
Le pedí a monsieur Champley que me hablara de esa zombi americana.
Hizo unapausa prolongada antes de empezar. Daba la impresión de
que hubiera tratado de olvidaruna experiencia desagradable y que le
resultara difícil recordar los suficientes hechosdel acontecimiento. —
¿Recuerda lo que dice madame David—Neel acerca de sus
experiencias en elTibet? —Asentí, ya que había leído con atención sus
libros—. Había un hombre...varios hombres que se convirtieron en
raudos viajeros, ayudados en parte porencontrarse en un estado casi
hipnótico. Bien, ése me parece a mí que es un tipo deenfoque al zombi;
pero ahora su resistencia es mayor. Por lo demás, la criatura
puedeestar muerta para este mundo. Mi propia experiencia coincidía
con esa observación. Hay zombis de muchos gradosy varios tipos. Aun
en las calles de Londres, a intervalos, se puede ver a los
muertosvivientes realizando alguna tarea por voluntad de sus amos.
Pero a mí me interesabaesta zombi americana. —Yo estaba en Nueva
York —continuó monsieur Champley— y, naturalmente, medirigí a
Harlem, el principal distrito negro, por razón de mis propios estudios de
lacultura negra. Había asistido a una reunión de una especie de
sociedad secreta, celebrada en unsótano de la Avenida Lennox, una
vez que los “tugurios” corrientes de los negroshabían cerrado. Allí los
negros discutieron los aspectos políticos de su futuro. Uno deellos, a
quien él llamó señor Joshua, caminó con él hasta el mismo Central
Park. Bajo laprimera luz del sol, sacaron muchos temas. Hablaron de la
atracción entre la genteblanca y la de color. El señor Joshua se tornó
más misterioso cuando surgió el tema dela “fascinación”, dijo monsieur
Champley. —Joshua insinuó que los negros todavía poseían algunos de
los antiguos secretos dela magia... ésos que se conocían en el Congo,
en Guinea, hace siglos. Estos métodostradicionales de magia, afirmó,
les eran desconocidos a los chinos o a los japoneses. Encuanto a ello,
yo mismo no sé si es correcto. ”Entonces me preguntó si yo sabía lo
que era un guédé. El nombre me eraabsolutamente extraño. Luego
explicó que se trataba de un zombi. En el acto reconocí eltérmino por
el libro de Seabrook, y dije que sí; sin embargo, no conocía nada más
que loque la ligera descripción allí impresa pudo contarme, lo cual no
era mucho, y le indiquéa Joshua que no estaba en mi terreno. ”—Bien
—dijo con orgullo, como si el mago negro tuviera un rango muy alto en
laorden para haber adquirido ese poder (¡y quizá así sea!)—, puede
pensar que se trata deun cuerpo muerto, traído una vez más a la vida
antes de que toda la vida haya partido. Opuede decir que es, quizá, un
ser humano corriente cuya voluntad ha sidocompletamente dominada.
Su propia inteligencia está suprimida; nunca más volverá aemerger.
Entiende lo suficiente como para oír y obedecer, ¡pero nunca se eleva
a laconsciencia personal! ”—¿Es lo mismo que el hipnotismo? —
pregunté. ”—¡Claro que no! No es lo mismo —repuso mi amigo Joshua
—. Es una esclavituddel alma. ¡Y yo la he visto! Entonces formulé una
pregunta: —¿Cuál es, con precisión, la diferencia entre un proceso de
hipnotismo, como elsistema que empleaban años atrás en el
Salpétriere por razones médicas o investigaciónpsicológica, y este
proceso oculto de fascinación que ha producido un zombi? ¿Cuál es
117. 117la diferencia entre el hipnotismo corriente... y el método
aliado, pero no idéntico, delmesmerismo? Champley se confesó
incapaz de definirla. Yo había visto la práctica tanto delhipnotismo
como del mesmerismo; y tenía la seguridad de que existía una
diferenciaconsiderable. Sin entrar en detalles aquí, consideraba que un
proceso se operaba deforma directa a través de la mente, y el otro,
primordialmente, a través del cuerpo. O,para decirlo de otra manera,
se podía mesmerizar a un animal —un gato o una gallina—, pero no era
posible hipnotizar a un ser que carecía de una mente consciente para
serhipnotizada. Le expliqué, lo mejor que pude, algunos de estos
puntos. —Pero —pregunté—, ¿cómo se produce el zombi? ¿Es una
obsesión? De nuevo Champley reconoció su ignorancia. No lo sabía; no
se lo habían contado.Siguió narrándonos más cosas de su aventura en
Nueva York. —El señor Joshua me habló de un negro misterioso y viejo,
a quien él conocíapersonalmente, que había afirmado tener el poder de
producir y controlar a los zombis.Primero le había mostrado esa zombi
americana a Joshua, como un ejemplo para que élno temiera el poder
de los blancos. ”En una habitación, en un piso más alto de una pensión
de Harlem, que en realidadse hallaba encima del sótano del
restaurante donde yo asistí a la reunión de los negros,había un cuarto
cerrado. Allí se escondía esa zombie americana. El negro viejo abrió
lapuerta en silencio. Se acercó a la cama, que tenía una figura quieta
cubierta con unaespecie de mantel barato. Retiró la tela y reveló la
cara mortalmente pálida de una mujerde unos treinta años, de pelo
oscuro. Quitó el mantel del todo. Ella tenía los brazosreposando a los
costados, y su torso y extremidades brillaban con una especie de
palidezcerosa. No había ni un punto de color en ella, ni tenía vello, y los
pezones eran como lasraíces blancas de alguna planta. ”El negro viejo
retrocedió, con los brazos cruzados, al tiempo que musitaba
algunaantigua exhortación del Congo; y al cabo de un momento la
mujer se levantó, se cubrióel cuerpo con la tela y empezó a moverse
por el cuarto, realizando diversas tareasinsignificantes, siendo el único
sonido el suave roce de sus pies descalzos y elcontinuado y profundo
cántico del viejo mago. Durante unos diez minutos o así laescena nos
mantuvo en silencio. Entonces, el anciano paró, agitó los brazos con
lentopoder, momento en que la mujer volvió a echarse y se puso, una
vez más, rígida. Nopudimos detectar ninguna señal o sonido de
respiración en todos esos minutos. Volvió acubrirla con el mantel y el
negro nos hizo un gesto para que nos fuéramos. Nonecesitamos una
segunda orden. Me alegré de salir al fresco y luminoso aire del día.
Nopodía creer lo que había visto: ¡sin lugar a dudas una zombi
americana, una mujerblanca en ese estado oculto, ahí, en la Avenida
Lennox, en Harlem, Nueva York! —¡Ya está! —finalizó Champley con
cierto nerviosismo, pensé yo, ante el recuerdode ese episodio
antinatural—. ¡Es todo lo que puedo contarles sobre esa
zombiamericana! —Hay muchas historias de la Misa Negra en París —
reconocí—, y en su mayor parteson leyendas, o algo meramente
teatral y sin realidad alguna. Pero parece que lo queusted vio tuvo la
realidad sin la ceremonia. —Desde entonces —prosiguió el periodista—,
he pensado que, quizá, hay otrasclases de zombis. ¿Tipos de magia
más moderna, de engaños más modernos? ¡Pero nodebo mezclar este
ocultismo con nuestras políticas! Al ver que recuperaba su humor galo,
reí. Yo sabía que el París moderno teníamuchos misterios, muchos
atractivos para los príncipes o los mendigos, algunos de ellosde
naturaleza oculta; y algunos más cálidamente humanos en su
inmediatez de encantopara el hombre corriente.
118. 118 —Una cosa más —recordó—. Jamás averigüé de dónde
procede el nombre dezombi. A la mujer la llamaron guédé. —Seabrook
nos da el nombre de zombi como un término vudú, procedente de Haití
—aventuré. Había escuchado nombres diferentes para la misma
criatura en la India ySumatra—. La palabra zombi quizá provenga del
español antiguo, posiblemente es unacorrupción de es hombre y de
sombra 5 . El nombre hindú, chayya, también significa unacriatura de
la sombra; pero un fantasma es un bhuth: el doble es el s’arira. Estos
términos no vienen en los diccionarios habituales, ingleses o franceses;
nisiquiera se pueden encontrar en las enciclopedias del ocultismo. La
palabra francesaguédé significa glasto; mientras que guerat significa
barbecho. ¿Indica, entonces, esetérmino —quizá como un antiguo
vocablo de argot parisino que de algún modo llegó aHaití— “la criatura
que es barbecho”, incapaz de un crecimiento del alma? El hablaisleña
de las Indias Occidentales tiene muchos dialectos que combinan el
francés, elespañol y el portugués con las lenguas africanas de los
negros; y tal vez se hayanencontrado nombres nuevos para la antigua
y casi olvidada magia del ContinenteOscuro. AMERICAN ZOMBIE Dr.
Gordon Leigh Bromley Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar
Antologías 3 LA PÓCIMA VUDÚ DE AMOR COMPRADA CON SANGRE
BRAD STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGERL as narraciones de los
consortes demoníacos también traen a la mente aquellos ejemplos en
que los satanistas descarriados han buscado crear pócimas de amor
que les dieran un poder ilimitado sobre el sexo opuesto. Un
acontecimiento quetuvo lugar en New Jersey hace unos años es un
clásico ejemplo de cómo la combinaciónde sexo, vudú y oscuros
deseos puede provocar un motivo espeluznante para elasesinato y el
sacrificio humano. Juan Rivera Aponte había nacido en Puerto Rico y
había sido educado en una mezclade cristianismo, magia negra y vudú.
Siempre desde su infancia había oído a loshechiceros hablar de una
legendaria fórmula que podía darle a un hombre control
sexualcompleto sobre las mujeres. Cuando vino a los Estados Unidos,
consiguió un trabajo en una granja de pollos enlas afueras de Vineland,
New Jersey. Se encargó de traer consigo algunos de losantiguos libros
de magia negra de su familia en su vieja maleta, y una vez que
finalizabasus tareas en la granja se pasaba las noches indagando en
los viejos volúmenes en buscade la pócima mágica de amor. Aunque
esas noches eran más bien solitarias ydeprimentes, en su corazón
sabía que pasaría las noches futuras haciendo el amor conmujeres
hermosas. Su mente enfebrecida se había centrado en una muchacha
en particular. Una hermosaestudiante de instituto de ojos oscuros,
cabello negro y un cuerpo que empezaba a5 En castellano en el
original. (N. del T.)
119. 119florecer había llegado a obsesionarle. Juan sabía que ella era
demasiado joven paracasarse, pero la magia la obligaría a entregarse a
él. CONTROL COMPLETO SOBRE LAS MUJERES, QUE LAS CONVIERTE EN
“ESCLAVAS DE AMOR”Finalmente, en un viejo libro de vudú, encontró
la fórmula para una legendaria pócima“esclava de amor”. Había vuelto
las amarillentas y frágiles páginas del antiguo tomohasta que sus ojos
se clavaron en el texto español bajo el título que prometía Pócimas
deAmor. Le temblaba todo el cuerpo de ansiedad mientras leía las
instrucciones y losingredientes. Las alas de murciélago desecadas
serían fáciles de conseguir. Las entrañasde lagarto presentaban pocos
problemas. Confiado, siguió leyendo. Mezclaría y prepararía la pócima
de inmediato. Todas lasmujeres que deseaba serían sus esclavas de
amor. POLVO TRITURADO DEL CRÁNEO DE UN NIÑO
INOCENTEEntonces leyó el último ingrediente, y la respiración se le
entrecortó ásperamente en lagarganta. “Rocía la pócima con harina de
huesos reseca y triturada de un cráneo humano. Elpolvo ha de
prepararse del cráneo de un niño inocente.” Juan soltó el libro y se
levantó de la silla de un salto. Aunque quedómomentáneamente
asqueado de horror ante esa cosa sórdida que debía hacer, sabía
queningún precio sería demasiado alto por su derecho a tener a
cualquier mujer quequisiera. La noche del 13 de octubre, Roger
Carletto, un estudiante de instituto de trece años,planeaba ir al cine en
Vineland con su hermana. —Un tío me debe un dólar —le dijo a su
hermana—. Espérame mientras voy apedírselo. Montó en su bicicleta y
pedaleó a toda velocidad por North Mill Road en dirección alas afueras
de la ciudad. Cuando Roger no regresó en un tiempo razonable, su
hermana se lo contó a suspadres, y después de un intervalo más largo,
la familia se lo notificó a la policía. ARoger Carletto nunca más se lo
volvió a ver vivo. Pasó el invierno, y cuando llegó el deshielo de la
primavera, se repitió el dragado delos ríos y estanques de los
alrededores de Vineland en busca del cuerpo del chicodesaparecido. En
el verano todo el mundo se preguntaba qué le había sucedido a Roger
Carletto. Lapolicía aún carecía de pistas sobre su desaparición. Era
como si el chico, sencillamente,hubiera entrado en otra dimensión. EL
CUERPO DESMEMBRADO EN EL GALLINEROEntonces, en la noche del 1
de julio, las autoridades recibieron por fin su primera pistaen el caso.
Los patrulleros Joseph Cassissi y Albert Genetti respondieron a una
llamadanocturna realizada por un granjero de North Mill Road que dijo
que su mozo de campose había vuelto completamente loco. Según el
joven granjero, su esposa se había despertado durante la noche y
habíadescubierto a su mozo, Juan Rivera Aponte, paralizado en su
cuarto de baño, de pie,
120. 120como si fuera una estatua de piedra. Tenía un palo en la
mano, que comenzó a blandirante la pareja, hasta que el granjero se lo
arrebató. Los dos agentes de policía fueron conducidos hasta el cuarto
de Aponte, situadoencima del gallinero. Era un hombre delgado, de
cabello y ojos oscuros, casi hipnóticos.Dormía en un camastro rodeado
de varias botellas de cerveza vacías. Las paredes delcuarto estaban
cubiertas de fotografías de chicas desnudas y estrellas de cine.
Durante el interrogatorio inicial de Aponte, afirmó que su jefe, el joven
granjero,había matado al niño Carletto y lo había enterrado en el
gallinero. Siguiendo las instrucciones del mozo de campo, la policía se
puso a excavar en elsuelo de tierra del gallinero y quedó sorprendida al
encontrar el cadáver del muchacho.El cuerpo estaba vestido sólo con
unos pantalones cortos, y le faltaba la parte superiordel cráneo, la
mano izquierda y un pie. Siguiendo con la excavación, los
agentesdesenterraron el pie y la mano, pero no pudieron encontrar
rastro alguno de la parte quefaltaba del cráneo. Al horrorizado
granjero, que estaba demasiado atontado para protestar por
suinocencia, se le pidió que acompañara a los agentes a la comisaría.
El detective Tom Jost no podía creer que el granjero fuera culpable,
aduciendo quetenía fama de ser un hombre muy trabajador y de buen
carácter. Aponte había afirmadoque su jefe había matado a Roger
Carletto debido a su ascendencia italiana, y que elgranjero odiaba a
todos los italianos porque en la Segunda Guerra Mundial habían
sidofascistas. Jost no podía tragarse un prejuicio que se remontaba a la
Segunda GuerraMundial como un motivo convincente para matar y
mutilar a un adolescente. LIBROS EXTRAÑOS Y ANTIGUOS DE MAGIA
NEGRA, VUDÚ Y HECHIZOS DE AMOREl capitán John Bursuglia tampoco
se creyó la historia. Ordenó un registro del cuarto deAponte y contrató
a un traductor para que le contara qué había en todos esos librosviejos
escritos en español. Entonces, a la mujer joven que había actuado
como intérprete durante losinterrogatorios de Aponte se le asignó la
lectura de los libros del mozo de campo. No lehizo falta más que un
vistazo para informarle al capitán Bursuglia que los volúmenestrataban
de vudú, rituales de magia negra e instrucciones sobre cómo hechizar
a lagente. Varios días después consiguió la total atención del oficial de
policía, cuando leyó envoz alta los ingredientes para una pócima de
amor especial, una que requería el cráneode un niño inocente.
Después de cinco horas de ser interrogado por los detectives y de dar
respuestasevasivas e insatisfactorias, el puertorriqueño finalmente se
derrumbó y confesó elasesinato de Roger Carletto. Aponte explicó
cómo había necesitado esa pócima de amor con el fin de conseguir ala
chica de sus sueños. Se había estado preguntando dónde podría dar
con un joveninocente cuando Roger Carletto llamó a su puerta. Éste le
había prestado un dólar aAponte y quería que se lo devolviera.
“HABRÍA MATADO A CUALQUIERA PARA CONSEGUIR ESE CRÁNEO”—
Necesitaba el hueso triturado del cráneo —dijo Aponte con indiferencia
—. Habríamatado a cualquiera para conseguir ese cráneo. Dio la
casualidad de que Roger fue elprimer niño que apareció.
121. 121 Los horrorizados oficiales escucharon en silencio mientras
Aponte describía cómohabía golpeado al muchacho, cómo le había
estrangulado con una cuerda y cómo habíaenterrado luego el cuerpo
en el suelo de tierra del gallinero. —No dejé de regar la tumba para
evitar que el cuerpo se hundiera —explicó—. Noquería que mi jefe
viera la depresión en la tierra y sospechara algo. ”Pasados unos meses,
desenterré el cuerpo y le saqué la parte superior del cráneo conun
cuchillo de cocina. Luego volví a meterlo en la tumba, le pasé unos
alambres alcráneo y lo colgué dentro del hornillo de mi cuarto. Quería
que se secara rápidamentepara poder terminar la pócima. ¿Por qué
había irrumpido aquella noche en el hogar de su jefe? Aponte sólo pudo
sugerir que había bebido mucha cerveza y que quizá quería que
loatraparan. Tal vez su conciencia le había vencido. —Creo que lo hice
con el fin de que viniera la policía y me arrestara. Las pruebas
psiquiátricas indicaron que Juan Aponte conocía la diferencia entre
elbien y el mal. Durante su juicio, el asesino del vudú presentó un
alegato de no defensa yfue sentenciado a cadena perpetua. —Jamás
llegué a completar mi pócima de amor de esclava —se quejó Aponte a
uncompañero de celda antes de ser trasladado a una prisión estatal—.
Sé que habríafuncionado. Podría haber obtenido el poder para tener a
cualquier mujer que quisiera. THE VOODOO LOVE POTION THAT WAS
BOUGHT WITH BLOOD Extraído de Demon Deaths, 1991 Brad Steiger &
Sherry Hansen Steiger Trad. Elías Sarhan Amanecer Vudú. Valdemar
Antologías 3 DESDE LUGARES SOMBRÍOS Richard MathesonE l doctor
Jennings giró hacia el bordillo y las ruedas de su Jaguar levantaron una
ola de barro. Pisó con fuerza el freno, sacó la llave con la mano
izquierda mientras con la derecha tanteó en busca del maletín que
tenía a su lado. Uninstante después se hallaba en la calle esperando un
hueco en el tráfico por el que podercruzar. Alzó la mirada hacia las
ventanas del apartamento de Peter Lang. ¿Estaría bienPatricia? Había
sonado asustada por teléfono... trémula, cercana al pánico. Jennings
bajólos ojos y frunció el ceño ante la hilera de coches que no dejaban
de pasar. Luego,cuando se produjo un hueco en la procesión, se lanzó
a la carrera. La puerta de cristal se cerró automáticamente a su
espalda mientras atravesaba elvestíbulo. ¡Padre, date prisa! ¡Por favor!
¡No sé qué hacer con él! La voz sobrecogidade Patricia reverberó en su
mente. Entró en el ascensor y apretó el botón del décimopiso. ¡No
puedo contártelo por teléfono! ¡Tienes que venir! Jennings tenía la
vistaclavada delante sin ver nada, ajeno al susurro de las puertas al
cerrarse. Ciertamente, la relación de tres meses de Patricia con Lang
había sido problemática.Aun así, no se sentiría justificado para pedirle
que la rompiera. A Lang no se le podíaclasificar entre los ricos ociosos.
Cierto, jamás había tenido que enfrentarse a un trabajo
122. 122en sus veintisiete años de vida. Pero no era indolente o inútil.
Era uno de los cazadoresmás importantes del mundo, y se movía en el
mundo que había elegido con eleganteautoridad. Y a pesar de su aire
jactancioso, en él había una vena de humor siempredispuesta a
manifestarse y un sentido básico de la justicia. Pero lo más importante
eraque parecía amar mucho a Patricia. Sin embargo, este problema,
fuera cual fuere, había surgido mientras el doctor sehallaba fuera.
Jennings parpadeó y enfocó la vista. Las puertas del ascensor estaban
abiertas.Marchó rápidamente pasillo abajo, mientras los zapatos
producían un ruido crujiente enlos baldosines encerados del suelo.
Había una nota escrita a mano pegada a la puerta. Pasa. Jennings
experimentó untemblor ante la visión de la apresurada letra de Pat.
Cobrando ánimos, entró... Y se paró en seco. El salón se encontraba
revuelto, las sillas y las mesas tiradas, laslámparas rotas, un puñado de
libros lanzados por el cuarto, y por todas partes se veíandiseminados
cristales rotos, cerillas y colillas de cigarrillos. Docenas de manchas
delicor ensuciaban la moqueta blanca. En el bar, una botella volcada
goteaba whisky porel borde de la barra; un chirrido regular inundaba la
habitación procedente de losgigantescos altavoces de pared. Jennings
se quedó boquiabierto. Peter debe de haberse vuelto loco. Se quitó el
sombrero y el abrigo, y luego se acercó al equipo de alta fidelidad y
loapagó. ¿Padre? —Sí —Jennings oyó con alivio el sollozo de su hija y se
apresuró a ir al dormitorio. Se encontraban en el suelo bajo la ventana.
Pat estaba de rodillas abrazando a Peter,que había encorvado su
cuerpo desnudo hasta quedar acurrucado, los brazos apretadoscontra
la cara. Cuando Jennings se arrodilló junto a ellos, Patricia le miró con
ojosdominados por el terror. —Intentó tirarse por la ventana —dijo—,
intentó matarse. —Bueno —Jennings apartó los brazos temblorosos de
ella y trató de levantar lacabeza de Lang. Peter jadeó, reculando para
evitar su contacto y de nuevo volvió aencogerse en una bola de
extremidades y torso. Jennings observó su silueta contraída,
elmovimiento de músculos en la espalda y hombros de Peter. Parecía
que había serpientesretorciéndose bajo la piel tostada por el sol—.
¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó. —No lo sé —su rostro era una
máscara de agonía—. No lo sé. —Ve al salón y sírvete una copa —
ordenó su padre—. Yo me ocuparé de él. —Intentó saltar por la
ventana. —Patricia. Ella empezó a llorar y Jennings giró la cara; lo que
necesitaba eran lágrimas. Denuevo trató de estirar el inflexible nudo
que era el cuerpo de Peter. Una vez más eljoven jadeó y se apartó de
él. —Trata de relajarte —dijo Jennings—. Quiero que te tumbes en la
cama. —¡No! —exclamó Peter; la voz era un susurro denso por el dolor.
—No puedo ayudarte, muchacho, a menos que... Jennings calló, con
expresión sorprendida. En un instante el cuerpo de Lang habíaperdido
su rigidez. Estaba extendiendo las piernas y los brazos se apartaban de
su tensaposición ante la cara. Peter levantó la cabeza. El rostro,
cubierto por una barba oscura, estaba lívido, losojos perdidos, era la
cara de un hombre que aguanta un tormento insoportable. —¿Qué
pasa? —preguntó Jennings, consternado. Peter sonrió, una mueca
desagradable.
123. 123 —¿No se lo ha contado Patty? —¿Contado qué? —Me están
embrujando —repuso Peter—. Algún... —Cariño, no —suplicó Pat. —¿De
qué estás hablando? —preguntó Jennings. —¿Una copa? —dijo Peter.
¿Cariño? Patricia se puso con cierta inseguridad de pie y se dirigió al
salón. Jennings ayudó aLang a echarse en la cama. —¿Qué es todo
esto? —preguntó. Lang dejó caer pesadamente la cabeza sobre la
almohada. —Lo que dije —contestó—. Embrujado. Maldecido.
Hechicero — lanzó una risitadébil—. El bastardo esquelético me está
matando. Ya lleva tres meses... casi desde quePat y yo nos conocimos.
—¿Estás...?— empezó Jennings. —La codeína es ineficaz —dijo Lang—.
Incluso la morfina... nada. —Jadeó en buscade aire—. Sin fiebre, sin
escalofríos. No tengo ningún síntoma para la asociación demédicos.
Sencillamente... alguien me está matando. —Miró a través de
párpadosentrecerrados—. ¿Gracioso? —¿Hablas en serio? Peter bufó. —
¿Quién demonios lo sabe? —comentó—. Quizá sea delirium tremens.
Dios sabeque hoy he bebido lo suficiente como para... —La maraña de
su pelo oscuro se deslizópor la almohada cuando miró en dirección a la
ventana—. Infiernos, ya es de noche —dijo. Giró con rapidez—. ¿Hora?
—Las diez pasadas —dijo Jennings—. ¿Qué hay de...? —Martes,
¿verdad? —inquirió Lang. Jennings se le quedó mirando—. No, veo
queno. —Lang empezó a toser secamente—. ¡Una copa! —gritó.
Cuando sus ojos se dirigieron a la puerta, Jennings miró por encima del
hombro.Patricia había vuelto. —Se ha caído todo —dijo con voz de niña
asustada. —De acuerdo, no te preocupes —musitó Lang—. No la
necesito. Pronto estarémuerto. —¡No hables así! —Cariño, me
encantaría morirme ahora mismo —dijo Peter, mirando al techo.
Suancho pecho se alzó de manera irregular al respirar—. Lo siento,
cariño, no hablaba enserio. Oh, oh, ya empieza de nuevo. —Lo dijo con
tanta suavidad que su ataque loscogió por sorpresa. Bruscamente,
empezó a forcejear en la cama, sus piernas de músculos
agarrotadospateando como si fueran pistones, los brazos cruzados
sobre la piel tensa de su cara. Unruido como el chillido de un violín
osciló en su garganta y Jennings vio que le caíasaliva por la comisura
de los labios. El médico fue a toda velocidad en busca de sumaletín.
Antes de llegar a cogerlo, el cuerpo agitado de Peter se había caído de
la cama. Eljoven se irguió, gritando, con la boca abierta con el frenesí
de un animal esclavizado.Patricia trató de contenerlo, pero, con un
rugido, él la apartó bruscamente a un lado yfue trastabillando hacia la
ventana. Jennings salió a su encuentro con la hipodérmica. Durante
varios momentosquedaron abrazados en una forcejeante lucha, el
distendido rostro de Peter a unoscentímetros de la cara del médico, las
manos de venas hinchadas en busca de la gargantade Jennings. Lanzó
un grito ronco cuando la aguja atravesó su piel y, dando un salto
124. 124hacia atrás, perdido el equilibrio, se desplomó. Intentó
incorporarse, los ojosenloquecidos clavados en la ventana. Entonces, la
droga entró en su sangre y se quedósentado en la postura flácida de
un muñeco de trapo. El sopor vidrió sus ojos. —El bastardo me está
matando —musitó. Le tendieron en la cama y cubrieron sus lentos
espasmos. —Me está matando —repitió Lang—. El negro bastardo. —
¿De verdad cree eso? —preguntó Jennings. —Padre, míralo —contestó
ella. —¿Tú también lo crees? —No lo sé —sacudió la cabeza con gesto
impotente—. Lo único que sé es que le hevisto cambiar de lo que era
a... esto. No está enfermo, padre. No tiene nada. —Experimentó un
escalofrío—. Sin embargo, se está muriendo. Jennings apartó los dedos
del agitado pulso del joven. —¿Le han visto? Ella asintió cansinamente.
—Sí —respondió—. Cuando empezó a empeorar, fue a ver a un
especialista. Pensóque quizá su cerebro... —Sacudió la cabeza—. No
tiene nada malo. —Pero, ¿por qué dice que le están...? —Jennings se
vio incapaz de pronunciar lapalabra. —No lo sé —dijo ella—. A veces,
parece creerlo. La mayor parte del tiempobromea. —Pero, ¿en qué se
basa...? —Un incidente en su último safari —repuso Patricia—. En
realidad no sé qué pasó.Un nativo zulú lo amenazó; dijo que era un
hechicero y que iba a... —Se le quebró lavoz—. Oh, Dios, ¿cómo algo
así puede ser verdad? ¿Cómo puede suceder? —La cuestión, pienso, es
si Peter en realidad cree que está sucediendo —comentóJennings. Se
volvió hacia Lang— . Y, por su aspecto... —Padre, me he estado
preguntando si... si, tal vez, la doctora Howell podríaayudarlo. Jennings
la miró un momento. Luego, dijo: —Tú crees en ello, ¿verdad? —Padre,
trata de comprenderlo. —Había un deje tembloroso de pánico en su
voz—.Tú sólo has visto a Peter de vez en cuando. Yo he visto cómo le
sucedía día tras día.¡Algo le está destruyendo! No sé qué es, pero
probaré cualquier cosa para frenarlo.Cualquier cosa. —De acuerdo —
apoyó una mano tranquilizadora en la espalda de ella—. Ve allamarla
por teléfono mientras yo lo ausculto. Una vez se hubo ido al salón —la
conexión del dormitorio había sido arrancada de lapared—, Jennings
bajó la manta y contempló el cuerpo bronceado y musculoso dePeter.
Temblaba con vibraciones ínfimas... como si, dentro del
encarcelamiento químicode la droga, cada nervio aislado palpitara
todavía. Jennings apretó los dientes. En alguna parte en el centro de su
percepción sintió quela exploración médica sería inútil. No obstante,
experimentaba desagrado por lo quepodía estar preparando Patricia.
Iba contra la naturaleza científica, ofendía la razón. También le
asustaba. Jennings vio que el efecto de la droga ya casi había
desaparecido. Por lo general,habría dejado a Lang inconsciente de seis
a ocho horas. Y ahora —en cuarentaminutos— estaba en el salón con
ellos, echado en el sofá enfundado en su bata,diciendo: —Patty, es
ridículo. ¿Qué va a conseguir otra doctora?
125. 125 —¡Muy bien, entonces, es ridículo! —exclamó ella—. ¿Qué
quieres que hagamos...simplemente quedarnos inmóviles y observar
cómo...? —fue incapaz de terminar. —Shhh —Lang acarició su cabello
con dedos temblorosos—. Patty, Patty. Tranquila,cariño. Quizá pueda
con ello. —Tú vas a poder con ello —Patricia le besó la mano—. Es por
los dos, Peter. Noseguiré sin ti. —No hables de esa manera —Lang se
retorció en el sofá—. Oh, Dios, empieza denuevo. —Forzó una sonrisa
—. No, me encuentro bien —le dijo—. Sólo... es unaespecie de
hormigueo. —La sonrisa se transformó en una repentina mueca de
dolor—.¿Así que esta doctora Howell va a solucionar mi problema?
¿Cómo? ¿Qué es, unaquiropráctica? —Es una antropóloga. —
Estupendo. ¿Qué va a hacer, explicarme los orígenes étnicos de la
superstición? —Lang habló rápidamente, como si intentara superar el
dolor con las palabras. —Ha estado en Africa —dijo Pat—. Ella... —Yo
también —cortó Peter—. Un sitio maravilloso para visitar. Pero no
jueguescon los médicos brujos. —Su risa se tornó en un grito jadeante
—. ¡Oh, Dios, negroesquelético y bastardo, si te tuviera aquí! —Sus
manos se extendieron en dos garras,como si quisiera ahorcar a un
atacante invisible. —Perdón... Se volvieron sorprendidos. Una mujer
joven y negra les miraba desde la entrada delsalón. —Había una tarjeta
en la puerta —explicó. —Por supuesto; lo habíamos olvidado —Jennings
ya se había puesto de pie. Oyó que Patricia le susurraba a Lang: —
Quería decírtelo. Por favor, no tengas prejuicios. Peter la miró
fijamente, su expresión incluso más sorprendida: —¿Prejuicios?
Jennings y su hija cruzaron la estancia. —Gracias por venir —Patricia
apretó su mejilla contra la de la doctora Howell. —Es agradable verte,
Pat —dijo la doctora Howell. Por encima del hombro dePatricia le sonrió
al médico. —¿Has tenido algún problema en llegar hasta aquí? —
preguntó éste. —No, no, el metro nunca me falla. Lurice Howell se
desabotonó el abrigo y giró cuando Jennings alargó el brazo
paraayudarla. Pat miró el bolso que Lurice había dejado sobre el suelo;
luego observó aPeter. Lang no apartó los ojos de Lurice Howell
mientras ella se le acercaba, flanqueadapor Pat y Jennings. —Peter, te
presento a la doctora Howell —dijo Pat—. Fuimos juntas a
Columbia.Enseña antropología en el City College. Lurice sonrió. —
Buenas noches —saludó. —No tan buenas —repuso Peter. Desde el
rabillo del ojo Jennings vio la forma en que Patricia se puso rígida. La
expresión de la doctora Howell no se alteró. Su voz no cambió. —¿Y
quién es ese negro esquelético y bastardo que desearía tener aquí? —
preguntó. La cara de Peter se puso momentáneamente en blanco.
Luego, con los dientesapretados para luchar contra el dolor, repuso: —
¿Qué se supone que significa eso?
126. 126 —Una pregunta —dijo Lurice. —Si está planeando dirigir un
seminario sobre relaciones raciales, olvídelo —musitóLang—. No me
encuentro con ánimos para ello. —Peter. Observó a Pat a través de ojos
llenos de dolor. —¿Qué quieres? —demandó—. Ya estás convencida de
que tengo prejuicios, asíque... —Dejó caer la cabeza de nuevo sobre el
apoyabrazos del sofá y cerró los ojos—.Dios, clávame un cuchillo —
jadeó. La sonrisa tensa había desaparecido de los labios de la doctora
Howell. Al hablar,miró a Jennings con seriedad. —Lo he examinado —
dijo él—. No hay señal de deterioro físico, ni rastro de lesióncerebral. —
¿Cómo va a saberlo? —contestó ella con calma—. No es una
enfermedad. Es ju—ju. Jennings se quedó mirando. —Tú... —Ya
empezamos —dijo Peter con voz ronca—. Ya lo tenemos. —Se volvió a
sentar,clavando los dedos pálidos en los cojines—. Ésa es la respuesta.
Ju—ju. —¿Lo duda? —preguntó Lurice. —Lo dudo. —¿Del mismo modo
en que duda de sus prejuicios? —Oh, Jesús, ¡Dios! —Lang se llenó los
pulmones con un sonido gutural, deaspiración—. Estaba herido y quería
algo que odiar, así que elegí a ese asquerosobastardo para...—Se dejó
caer hacia atrás pesadamente—. Al demonio. Piense lo quequiera —se
llevó una mano paralizada a los ojos—. Sólo déjenme morir. Oh,
Jesús,Dios, déjenme morir. —De repente, miró a Jennings—. ¿Otra
inyección? —suplicó. —Peter, tu corazón no puede... —¡Al demonio mi
corazón! —La cabeza de Peter se movía hacia adelante y haciaatrás—.
¡Entonces media dosis! ¡No puede negárselo a un moribundo! Pat se
llevó el borde de su tembloroso puño a los labios, tratando de no llorar.
—¡Por favor! —dijo Peter. Una vez que la inyección hubo surtido efecto,
Lang setumbó, la cara y el cuello llenos de sudor—. Gracias —musitó.
Los pálidos labios seretorcieron en una sonrisa cuando Patricia se
arrodilló a su lado y comenzó a secarle elrostro con una toalla—. Hola,
amor —susurró. Los ojos apagados de Peter se volvieronhacia la
doctora Howell—. Muy bien, lo siento, mis disculpas —comentó
concortesía—. Le doy las gracias por venir, pero no creo en eso. —
Entonces, ¿por qué está funcionando? —preguntó Lurice. —¡Ni siquiera
sé lo que está pasando! —espetó Lang. —Creo que sí —dijo la doctora
Howell; su voz surgía con premura—. Y yo lo sé,señor Lang. El ju—ju es
la magia pagana más terrible del mundo. Siglos de creenciacolectiva
serían suficientes para conferirle un poder aterrador. Tiene ese poder,
señorLang. Usted lo sabe. —¿Y cómo lo sabe usted, doctora Howell? —
contrarrestó él. —Cuando tenía veintidós años —repuso ella—, pasé un
año en un pueblo zulúrealizando trabajo de campo para mi doctorado.
Mientras estuve allí, la ngombo seencariñó conmigo y me enseñó casi
todo lo que sabía. —¿Ngombo? —preguntó Patricia. —Creía que los
hechiceros eran hombres —comentó Jennings. —No, la mayoría son
mujeres —indicó Lurice—. Mujeres astutas y observadorasque trabajan
muy duramente en su profesión.
127. 127 —Fraudes —dijo Peter. Lurice le sonrió. —Sí —comentó—. Lo
son. Fraudes. Parásitos. Holgazanes. Alarmistas. Sinembargo... ¿qué
cree usted que le está haciendo sentir como si mil arañas se
arrastraranpor su cuerpo? Por primera vez desde que entrara en el
apartamento Jennings vio una expresión demiedo en la cara de Peter.
—¿Sabe eso? —le preguntó Lang. —Sé por todo lo que está pasando —
afirmó la doctora Howell—. Yo misma lo pasédurante aquel año. Una
hechicera de un pueblo próximo me lanzó una maldición demuerte.
Kuringa me salvó de ella. —Cuéntemelo. Jennings notó que la
respiración del joven se estaba acelerando. Le sorprendió darsecuenta
de que la segunda inyección ya empezaba a perder su efecto. —¿Que
le cuente qué? —dijo Lurice—. ¿Sobre los dedos de largas uñas
desgarrandosus entrañas? ¿Sobre la sensación que tiene de que debe
encogerse hasta formar unabola con el fin de aplastar a la serpiente
que se va extendiendo en su vientre? —Peter sela quedó mirando con
la boca abierta—. ¿La sensación de que su sangre se haconvertido en
ácido? —prosiguió Lurice—. ¿Que si se mueve se desintegrará
porquesus huesos han sido chupados hasta quedar huecos? —Los
labios de Peter empezaron atemblar—. ¿Esa sensación de que su
cerebro está siendo devorado por una manada deratas peludas? ¿Que
sus ojos están a punto de derretirse y chorrear por sus mejillascomo si
fueran jalea? ¿Que...? —Ya basta —el cuerpo de Lang tuvo unos
escalofríos espasmódicos. —Sólo he dicho esas cosas para convencerle
de que lo sabía —comentó Lurice—.Recuerdo mi propio dolor como si lo
hubiera sufrido esta misma mañana en vez de hacesiete años. Puedo
ayudarle si me deja, señor Lang. Haga a un lado su escepticismo.Usted
cree en ello, o no podría hacerle daño, ¿no lo ve? —Cariño, por favor —
pidió Patricia. Peter la miró. Luego su mirada regresó a la doctora
Howell. —No debemos esperar mucho más, señor Lang —le advirtió
ella. —De acuerdo —él cerró los ojos—. De acuerdo, inténtelo. Por
todos los infiernosque no puedo empeorar. —Deprisa —suplicó Patricia.
—Sí —Lurice Howell dio media vuelta y cruzó el cuarto para ir a coger
su bolso. Fue al recogerlo que Jennings captó la expresión en su
rostro... como si se le acabarade ocurrir alguna complicación
formidable. Ella los miró. —Pat —dijo—, ven aquí un momento. Patricia
se incorporó de inmediato y se acercó a ella. Jennings las observó
durante unmomento antes de volver a posar los ojos en Lang. El joven
empezaba a retorcerse denuevo. Ya le vuelve, pensó Jennings. —¿Qué?
Jennings miró a las mujeres. Pat contemplaba a la doctora Howell con
expresiónaturdida. —Lo siento —dijo Lurice—. Debí informarte desde el
principio, pero no huboninguna oportunidad. Pat titubeó. —¿Ha de ser
de esa manera? —preguntó. —Sí.
128. 128 Patricia miró a Peter con aprensión dubitativa en los ojos.
Luego, bruscamente,asintió. —Muy bien —repuso—. Pero date prisa.
Sin pronunciar otra palabra, Lurice Howell entró en el dormitorio.
Jennings observóa su hija mientras ésta miraba con fijeza la puerta
cerrada. La puerta del dormitorio se abrió y salió la doctora Howell.
Jennings, que en eseinstante giraba desde su posición junto al sofá,
contuvo el aliento. Lurice estaba desnudahasta la cintura y debajo
llevaba una falda fabricada con diversos pañuelos de coloresanudados
entre sí. Sus piernas y pies estaban desnudos. Jennings la miró
boquiabierto.La blusa y falda que había llevado antes no habían
revelado nada de la sinuosa bellezade su cuerpo. Jennings desvió la
vista a Pat; su expresión al mirar a la doctora Howell erainconfundible.
El doctor volvió a observar a Lurice; la expresión de ella al observar la
cara del jovenera más difícil de interpretar. —Por favor, compréndanlo,
jamás he hecho esto antes —dijo Lurice, avergonzadapor su silencio
escrutador. —Lo comprendemos —repuso Jennings, una vez más
incapaz de quitarle los ojos deencima. Un punto rojo y brillante estaba
pintado en cada una de sus mejillas cetrinas, y sobresu cabello rizado
llevaba un penacho de plumas parecido a un yelmo, cada una de
unatonalidad castaña con un ojo vívido en el extremo. Sus pechos
sobresalían de unamaraña de collares hechos de dientes de animales,
madejas de cuentas y abalorios debrillantes colores y tiras de piel de
serpiente. En el brazo izquierdo —atado alrededordel bíceps con un hilo
de lana de angora— colgaba un pequeño escudo de piel moteadade
buey. Avanzó hacia ellos con un desafío tímido, casi infantil... como si
su vergüenzaestuviera equilibrada por el conocimiento de su esplendor
físico. Jennings quedósorprendido al ver que tenía el estómago
tatuado, cientos de diminutos ribetes queformaban un dibujo de
círculos concéntricos alrededor de su ombligo. —Kuringa insistió en ello
—explicó Lurice como si él se lo hubiera preguntado—.Fue su precio
por enseñarme sus secretos. —Sonrió fugazmente—. Conseguí
disuadirlade limarme los dientes hasta dejarlos puntiagudos. Jennings
percibió que estaba hablando para esconder su vergüenza y sintió
unaoleada de simpatía hacia ella mientras dejaba el bolso en el suelo,
lo abría y empezaba aextraer su contenido. —Los ribetes se levantan
haciendo pequeñas incisiones en la carne —dijo ella— ymetiendo en
cada incisión una pizca de pasta. —Depositó en la mesita un frasco con
unlíquido grumoso y un puñado de piedras pequeñas y lustrosas—. La
pasta tuve quehacerla yo misma. Tuve que coger un cangrejo de tierra
con las manos y arrancarle unade sus pinzas. Tuve que desollar una
rana viva y la mandíbula de un mono. —Dejó en lamesita un haz de lo
que parecían ser lanzas diminutas—. La pinza, la piel y lamandíbula,
junto con algunos ingredientes de plantas, los molí hasta convertirlos
en unapasta. Jennings se mostró sorprendido cuando ella extrajo un
disco de la bolsa y lo puso enel tocadiscos. —Cuando diga Ahora,
doctor —pidió—, ¿querrá poner la aguja sobre el disco? Jennings asintió
en silencio. Cuando se acuclilló para colocar los diversos objetos sobre
el suelo, se hizo evidenteque bajo la falda de pañuelos Lurice iba
completamente desnuda.
129. 129 —Bueno, puede que no viva —dijo Peter, la cara casi blanca
ya—, pero da laimpresión de que voy a tener una muerte fascinante. —
Siéntense los tres formando un círculo —dijo Lurice. El educado
refinamiento de su voz, procedente de los labios de lo que parecía
unadiosa pagana impactó a Jennings mientras se acercaba a ayudar a
Lang. El ataque tuvo lugar cuando Peter intentó ponerse de pie. En un
instante, se viosumido en él, contorsionándose en el suelo, el cuerpo
doblado, las rodillas y los codosgolpeando la alfombra. De repente, se
dio la vuelta, echó atrás la cabeza y los músculosde la espalda se le
tensaron con tanta fuerza que su espalda se arqueó hacia arriba
desdeel suelo. Una espuma blanquecina salía de las comisuras de su
boca, sus ojos abiertosparecían congelados en sus cuencas. —¡Lurice!
—chilló Pat. —No hay nada que podamos hacer hasta que pase —dijo
Lurice. Miró a Peter conojos consternados. Entonces, cuando la bata de
él se abrió y se retorció desnudo en laalfombra, apartó la cara, y el
rostro se le tensó con una expresión que Jennings, para suinquietud,
interpretó como una expresión de miedo. Luego, él y Pat se agacharon
paratratar de contener el afligido cuerpo de Lang—. Suéltenlo —ordenó
Lurice—. No haynada que puedan hacer. Patricia le lanzó una mirada
centelleante de asustada animosidad. Cuando el cuerpode Peter por fin
experimentó un último temblor y quedó inmóvil, cruzó la bata sobre
sucuerpo y volvió a anudarle el cinturón. —Ahora. Formen el círculo;
deprisa —dijo Lurice, obligándose con claridad aabandonar algún terror
interior—. No, debe sentarse solo —indicó cuando Patricia sesituó junto
a él, sosteniéndole la espalda. —Se caerá —dijo Pat con una corriente
subterránea de resentimiento en la voz. —Patricia, si quieres mi
ayuda... Con cierta vacilación, mientras sus ojos iban de las facciones
asoladas por el dolor dePeter a la expresión atormentada de la cara de
Lurice, Patricia se apartó de él y se quedóquieta. —Con las piernas
cruzadas, por favor —indicó Lurice—. ¿Señor Lang? —Petergruñó, con
los ojos medio cerrados—. Durante la ceremonia, le pediré algo en
pago,bastará algo personal, insignificante. Peter asintió. —De acuerdo,
empecemos dijo él—. No podré aguantar mucho más. Los pechos de
Lurice se alzaron, temblando, cuando aspiró una bocanada de aire. —A
partir de ahora silencio —murmuró. Nerviosa, se sentó frente a Peter e
inclinó la cabeza. A excepción de la estertórearespiración de Lang, en
la habitación reinó un silencio mortal. Jennings pudo oír débilmente, en
la distancia, los sonidos del tráfico. En vano intentódesterrar de su
mente los malos presagios. No creía en esto. Sin embargo, aquí
estabasentado, con las piernas cruzadas que ya empezaban a
acalambrarse. Aquí estabasentado Peter Lang, obviamente próximo a
la muerte y sin ningún síntoma que loexplicara. Aquí estaba sentada su
hija, aterrada, luchando mentalmente contra lo queella misma había
iniciado. Y aquí, lo más extraño de todo, estaba sentada no la
doctoraHowell, una inteligente profesora de antropología y una mujer
culta y civilizada, sinouna Bruja Africana semidesnuda con sus
instrumentos de magia bárbara. Hubo un sonido traqueteante. Jennings
parpadeó y miró a Lurice. En la manoizquierda asía un haz de lo que
parecían lanzas pequeñas. Con la derecha estabacogiendo piedras
lustrosas y diminutas del montón. Las agitó en la palma como sifueran
dados y las arrojó sobre la moqueta, la mirada clavada en su caída.
130. 130 Observó el dibujo que trazaron en la alfombra; luego volvió a
cogerlas. Frente a ella,la respiración de Peter se hacía cada vez más
ardua. Y si sufría otro ataque, se preguntóJennings, ¿Tendría que
iniciarse de nuevo la ceremonia? se retorció en el instante en que
Lurice quebró el silencio. —¿Por qué vienes aquí? —preguntó. Miró a
Peter con frialdad, casi con ojoscoléricos—. ¿Por qué me consultas? ¿Es
porque no tienes éxito con las mujeres? —¿Qué? —Peter la contempló
con perplejidad. —¿Alguien en tu casa está enfermo? ¿Es la razón por
la que vienes a mí? —preguntóLurice, con voz imperiosa. De repente,
Jennings se dio cuenta de que ella ahora era porcompleto una
hechicera interrogando a su paciente varón, arrogantemente
despectivarespecto a su rango inferior—. ¿Estás enfermo? —Casi
escupió las palabras, echandohacia atrás los hombros. Jennings miró
de manera involuntaria a su hija. Pat permanecíasentada como una
estatua, las mejillas pálidas, los labios formando una línea fina y
casiblanca—. ¡Habla, hombre! —ordenó Lurice, la ngombo altiva. —¡Sí!
¡Estoy enfermo! —El pecho de Peter se sacudió en busca de aire—.
Estoyenfermo. —Entonces, habla de tu enfermedad —dijo Lurice—.
Cuéntame cómo llegó a ti. O bien Peter ya se hallaba en tal estado de
dolor que cualquier noción de resistenciaquedó destruida... o había
sido atrapado por la fascinación de la presencia de
Lurice.Probablemente era una combinación de ambas cosas, pensó
Jennings mientrasobservaba cómo Lang empezaba a hablar, la voz
dominada, los ojos presos de la miradaardiente de Lurice. —Una noche
entró ese hombre furtivamente en el campamento —dijo—. Trataba
derobar algo de comida. Cuando le perseguí, se puso furioso y me
amenazó. Dijo que memataría. La voz del joven era tan mecánica que
Jennings se preguntó si Lurice habíahipnotizado a Peter. —Y llevaba, en
una bolsa a su costado... —la voz de Lurice parecía impulsarle comoel
de una hipnotizadora. —Llevaba un muñeco —dijo Peter. La garganta
se le contrajo al tragar saliva—. Mehabló. —El fetiche te habló —repitió
Lurice—. ¿Qué te dijo? —Dijo que moriría. Dijo que, cuando la luna
fuera como un arco, yo moriría. Bruscamente, Peter tembló y cerró los
ojos. Lurice volvió a tirar los huesos y loscontempló. De repente, arrojó
las lanzas diminutas. —No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—. No es Atando
ni Fuofuo ni Sovi. No es Kundio Sogbla. No es un demonio del bosque lo
que te devora. Es un espíritu maligno quepertenece a un ngombo que
ha sido ofendido. El ngombo ha traído el mal a tu casa. Elespíritu
maligno del ngombo se ha pegado a ti en venganza por tu ofensa
contra su amo.¿Lo entiendes? Peter apenas fue capaz de hablar.
Asintió con movimientos espasmódicos. —Sí. —Di: Sí, lo entiendo. —Sí
—tembló—. Sí, lo entiendo. —Me pagarás ahora —le dijo ella. Peter la
miró durante varios momentos antes de bajar la vista. Sus dedos
rígidosbuscaron en los bolsillos de la bata y salieron vacíos. De repente
jadeó y los hombros seencorvaron hacia delante cuando un espasmo
de dolor recorrió su cuerpo. Hurgó en losbolsillos una segunda vez
como si no estuviera seguro de que se hallaran vacíos.
Luego,frenéticamente, se quitó el anillo del dedo anular de la mano
izquierda y lo extendió. La
131. 131mirada de Jennings saltó a su hija. Su cara era como de piedra
mientras observaba aPeter entregar el anillo que ella le había regalado.
—Ahora —dijo Lurice. Jennings se puso de pie y, tambaleándose debido
a la insensibilidad de sus piernas, seacercó al tocadiscos y colocó el
brazo de la aguja en su sitio. Antes de que hubieraregresado al círculo,
el cuarto quedó inundado con el batir de tambores, un cántico devoces
y un batir de palmas bajo e irregular. Con los ojos clavados en Lurice,
Jenningstuvo la impresión de que todo se estaba desvaneciendo en los
extremos de su visión, queLurice, sola, era visible bajo una luz
levemente nebulosa. Ella había dejado el escudo de piel de buey en el
suelo y sostenía el frasco en lamano. Quitó el tapón y bebió el
contenido de un único trago. De manera vaga Jenningsse preguntó qué
era lo que había bebido. La botella cayó con un ruido sordo sobre la
moqueta. Lurice empezó a bailar. El comienzo fue lánguido. Al principio
sólo se movieron sus brazos y hombros, elinquieto y sinuoso gesto
sincronizado con la cadencia de los tambores. Jennings la
miró,imaginando que su corazón había alterado su ritmo al de los
tambores. Observó lacontorsión de sus hombros, los movimientos
serpentinos que hacía con los brazos y lasmanos. Oyó el crujido de sus
collares. El tiempo y el espacio habían desaparecido paraél. Podía
haber estado sentado en el claro de una selva, contemplando las
contorsionessomnolientas de su danza. —Batid las manos —ordenó la
ngombo. Sin titubeos, Jennings empezó a batir al ritmo de los
tambores. Miró a Patricia. Ellahacía lo mismo, los ojos todavía clavados
en Lurice. Sólo Peter permaneció inmóvil, lamirada al frente, los
músculos de su mandíbula temblando mientras apretaba los
dientes.Durante un fugaz momento, Jennings volvió a ser un médico
que observaba preocupadoa su paciente. Luego, girando, se vio atraído
otra vez a la insensata fascinación de ladanza de Lurice. Los tambores
comenzaron a acelerar el ritmo, tornándose más sonoros. Lurice
inicióun movimiento dentro del círculo, girando despacio, los brazos y
hombros aún en gestosondulantes. Sin importar dónde se situara, sus
ojos quedaban clavados en Peter, yJennings se dio cuenta de que sus
ademanes eran en exclusiva para Lang... movimientosde
aproximación, de acercamiento, como si lo que buscara fuera tentarlo
a ir a su lado. De repente, ella se inclinó, se sacudió con abandono,
oscilando los pechos de lado alado y agitando los collares con su
salvaje rostro flotando a centímetros de la cara dePeter. Jennings sintió
que los músculos de su estómago se contraían cuando Lurice pasósus
dedos en forma de garra sobre las mejillas de Peter, luego se irguió y
giró, loshombros echados hacia atrás con negligencia, exhibiendo los
dientes en una mueca decelo salvaje. Al instante, ya había dado la
vuelta para mirar de nuevo a su cliente. Se inclinó una segunda vez, en
esta ocasión avanzando y retrocediendo delante dePeter con
movimiento felino, con un canturreo rabioso en la garganta. Por el
rabillo delojo Jennings vio que su hija adelantaba el torso. La expresión
de su cara era terrible. De repente, los labios de Patricia se abrieron
como en un grito silencioso.Agachándose, Lurice se había cogido los
pechos con dedos penetrantes y los empujabaa la cara de Peter. Éste
la miró con el cuerpo tembloroso. Canturreando de nuevo,Lurice
retrocedió. Bajó las manos y Jennings se puso tenso al ver que se
estaba quitandola falda de pañuelos. En un momento había caído sobre
la alfombra y ella volvió acentrarse en Peter. Fue en ese instante
cuando Jennings comprendió lo que habíabebido.
132. 132 —No —la voz llena de veneno de Patricia le hizo girar con el
corazón acelerado. Ellase estaba poniendo de pie. —¡Pat! —susurró.
Ella le miró y, durante un momento, se observaron. Luego, con un
violento temblor,volvió a dejarse caer al suelo y Jennings ya no le
prestó atención. Lurice estaba de rodillas delante de Peter, meciéndose
hacia adelante y atrás yfrotándose los muslos con las manos. Parecía
que no podía respirar. Su boca abierta nodejaba de aspirar aire con
ruidos jadeantes. Jennings vio que le caían gotas de sudor porlas
mejillas; las vio brillar en su espalda y hombros. No, pensó. La palabra
salió demanera automática, la vocalización de algún terror alienígena
que pareció crecer,ahogarle. No. observó las manos de Lurice volver a
coger sus pechos. Los tamborespalpitaban y aullaban en sus oídos. El
corazón le latía con fuerza. ¡No! Las manos de Lurice se habían
extendido súbitamente y abierto la bata de Lang. Larespiración de
Patricia era ronca, sorprendida. Jennings sólo captó un vistazo de su
caradistorsionada antes de que su mirada volviera a verse atraída
hacia Lurice. Tragado porel frenético batir de los tambores, el aullido
de la voz canturreante, las explosivaspalmadas, sintió como si su
cabeza empezara a atontarse, como si la habitación semoviera. En una
neblina de ensueño, vio las manos de Lurice estirarse hacia Peter.
Viouna expresión de pesadilla en la cara del hombre cuando la tortura
cerró un vicio a sualrededor... un tormento que era tanto carnalidad
como agonía. Lurice se acercó a él.Más cerca. Ahora su cuerpo bañado
en sudor se contorsionó a centímetros del suyopropio. —¡Dámelo! —su
voz fue bestial, voraz—. ¡Dámelo! —Apártate de él. La advertencia
gutural de Patricia sacó a Jennings del trance. Giróy la vio adelantarse
hacia Lurice... quien, en ese instante, se pegó al cuerpo de Peter.
Jennings se lanzó hacia Pat, sintiendo que debía hacerlo. Ella se
retorció con frenesíen sus manos, mientras su aliento cálido caía sobre
sus mejillas, y con el cuerpoviolento en su cólera. —¡Apártate de él! —
le gritó a Lurice—. ¡Quítale las manos de encima! —¡Patricia! —espetó
Jennings. —¡Suéltame! El grito de agonía de Lurice los paralizó.
Aturdidos, la vieron separarse de Peter ycaer de espaldas, con las
piernas dobladas y los brazos cruzados sobre la cara.
Jenningsexperimentó una oleada de horror. Dirigió la mirada hacia el
rostro de Peter. Laexpresión de dolor se había desvanecido. Sólo
permanecía una perplejidad atontada. —¿Qué pasa? —preguntó
Patricia. La voz de Jennings sonó hueca, atemorizada. —Se lo ha
quitado —dijo. —Oh, Dios mío... —contempló a su amiga, espantada. La
sensación que tiene de que debe encogerse hasta formar una bola con
el fin deaplastar a la serpiente que se va extendiendo en su vientre.
Las palabras invadieron lamente de Jennings. Observó el ondulante
reptar de músculos bajo la carne de Lurice, lacontorsión espasmódica
de sus piernas. En el otro extremo de la habitación, el discoterminó, y,
en la súbita quietud, pudo oír un agudo gemido que vibraba en la
gargantade Lurice. La sensación de que su sangre se ha convertido en
ácido, que, si se muere, sedesintegrará porque sus huesos han sido
chupados hasta quedar huecos. Con ojosperturbados, Jennings la
observó padecer la agonía de Peter. La sensación de que sucerebro
está siendo devorado por una manada de ratas peludas, que sus ojos
están apunto de derretirse y chorrear por sus mejillas como si fueran
jalea. Las piernas de
133. 133Lurice se enderezaron. Giró hasta ponerse de espaldas y
empezó a mover los hombros.Sus piernas se encogieron hasta que sus
pies quedaron apoyados sobre la alfombra. Suestómago osciló con una
respiración torturada, los pechos hinchados oscilaron de lado alado. —
¡Peter! El horrorizado susurro de Patricia hizo que Jennings levantara la
cabeza conbrusquedad. Los ojos de Peter brillaban mientras miraba el
cuerpo tenso de Lurice.Había empezado a apoyarse sobre las rodillas,
con una expresión inhumana en lasfacciones. En ese momento sus
manos se alargaron hacia Lurice. Jennings lo cogió delos hombros, pero
Peter no pareció darse cuenta. No dejó de estirarse hacia Lurice. —
Peter. —Lang intentó hacerlo a un lado, pero Jennings apretó con más
fuerza—.Por el amor de Dios... ¡usa la cabeza, hombre! —le ordenó—.
¡La cabeza! Peter parpadeó. Miró a Jennings con los ojos de un hombre
que acababa de despertar.Jennings apartó las manos y dio
rápidamente media vuelta. Lurice yacía inmóvil de espaldas, con los
ojos oscuros mirando al techo. Se inclinósobre ella y apoyó la yema de
un dedo bajo su pecho izquierdo. Los latidos de sucorazón casi eran
imperceptibles. Le miró de nuevo los ojos. Tenían la mirada vidriosade
un cadáver. De repente, se cerraron y un temblor prolongado,
torturador, recorrió aLurice. Jennings la observó con la boca abierta,
incapaz de moverse. No, pensó. Eraimposible. No podía estar... —
¡Lurice! —gritó. Ella abrió los ojos y le miró. Después de unos instantes,
sus labios se movierondébilmente e intentó sonreír. —Ya ha acabado —
susurró.El coche avanzaba por la Séptima Avenida con las ruedas
siseando en el barro. Junto alasiento de Jennings, la doctora Howell iba
inmóvil debido a la extenuación. Unaavergonzada y arrepentida Pat la
había bañado y vestido, después de lo cual Jennings lahabía ayudado a
subirse a su coche. Justo antes de dejar el apartamento, Peter
habíaintentado darle las gracias, pero, incapaz de hallar las palabras, le
había besado la manoy dado media vuelta sin decir nada. Jennings la
miró. —¿Sabes? —dijo—, si yo no hubiera visto lo que de verdad
sucedió esta noche, nome lo creería jamás. Todavía no estoy seguro de
creerlo. —No resulta fácil de aceptar. —¿Le contaste a Patricia lo que
iba a pasar? —No —repuso Lurice—. No podía contarle todo. Intenté
prepararla para el impactoque se le avecinaba, pero, por supuesto,
tuve que reservar parte. De lo contrario quizáhabría rechazado mi
ayuda... y su novio habría muerto. —Era un afrodisíaco lo que había en
esa botella, ¿verdad? —Sí —contestó ella—. Debía soltarme. Si no, las
inhibiciones personales me habríanimpedido hacer lo que era
necesario. —¿Qué pasó justo antes del final...? —comenzó Jennings. —
¿El aparente deseo del señor Lang por mí? —preguntó Lurice—. Sólo
fue untrastorno del momento. La súbita extracción del dolor le dejó,
durante unos segundos,sin voluntad propia. Si lo desea, sin una
contención civilizada. Era un animal el que mequería, no un hombre.
134. 134 Minutos después Jennings aparcó delante del edificio de
apartamentos de la doctoraHowell y se volvió hacia ella. —Creo que los
dos sabemos cuánta enfermedad dejaste expuesta... y curaste
estanoche —comentó. —Espero que sí —dijo Lurice—. No por mí, sino...
—sonrió un instante—. No pormí realizo esta plegaria —recitó—. ¿Lo
conoce? —Me temo que no. Escuchó en silencio mientras la doctora
Howell volvía a recitarlo. Luego, cuando élhizo ademán de bajarse del
coche, ella le contuvo. —Por favor, no hace falta. Ahora me encuentro
bien. Abriendo la puerta, bajó y se detuvo en la acera. Durante unos
momentos se miraron.Después, Jennings alargó el brazo y le apretó la
mano. —Buenas noches, querida —dijo. Lurice Howell le devolvió la
sonrisa. —Buenas noches, doctor. Jennings la observó atravesar la
calzada y entrar en el edificio. Luego, poniendo denuevo el coche en
marcha, dio un giro en forma de U y emprendió el regreso a laSéptima
Avenida. Mientras conducía, en voz baja repitió el poema de Countee
Cullenque Lurice le había recitado: No por mí realizo esta plegaria Sino
por esta raza mía Que extiende desde lugares sombríos Oscuras manos
en busca de pan y vino. Los dedos de Jennings se apretaron sobre el
volante. —Usa tu cabeza, hombre —dijo—. Tu cabeza. FROM
SWADOWED PLACES Richard Matheson Trad. Elías Sarhan Amanecer
Vudú. Valdemar Antologías 3.INDICEIntroducciónVocabularioAFRICA-
Los hombres que bailan con los muertos-Zombi blancoHAITI-La pálida
esposa de Toussel
135. 135-Madre de serpientes-Yo anduve con un zombiCUBA-
Venganzas y castigos de los Orishas-Patakí de OfúnMIAMI-Asesinado al
borde de un altar vudúMEXICO-Los espeluznantes secretos del rancho
Santa ElenaNUEVA ORLÉANS-Palomos del infierno-El Boogie del
Cementerio-Papá Benjamin- El Gris Gris En El Escalón De Su Puerta Le
Volvió LocoNUEVA YORK-American Zombie-La pócima de amor
comprada con sangre-Desde lugares sombríos.