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XIV CONCURSO ESCOLAR DE NARRATIVA 2013 PRIMER PREMIO. CATEGORIA 1518 AÑOS ESTHER PALACIO CANUT (BARBASTRO) La verdadera historia de la familia Pavalion

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XIV CONCURSO ESCOLAR DE NARRATIVA 2013 

PRIMER PREMIO. CATEGORIA 15‐18 AÑOS 

ESTHER PALACIO CANUT (BARBASTRO) 

 

 

La verdadera historia de la 

familia Pavalion 

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La familia Pavalion posiblemente fuera la más influyente de todo Roemin, hasta el

punto de que su poder fuera incluso mayor que el del alcalde de la ciudad. Lo que

comenzó en sus antepasados con unos pocos barcos pesqueros y apenas controlando

el comercio local, poco a poco consiguió apoderarse del mercado, tanto terrestre como

marítimo. En ese momento, lord y lady Pavalion eran sumamente ricos, y su único hijo

lo heredaría todo.

Lord Cornac era un niño feliz, todo lo posible teniendo en cuenta que podía obtener

todo lo que deseara. Conforme crecía se comprendió que no sería un hombre de

complexión demasiado alta como su padre, pero tampoco parecía importarle. Además,

era un muchacho bien parecido. Sus facciones eran agradables, suaves y

redondeadas como las de cualquier niño. Sus ojos eran grandes y de un color verde

grisáceo muy claro, pero lo que más destacaban de él eran sus cabellos. Sus

mechones blancos eran rizados y le crecían hasta debajo de las orejas, donde las

puntas volvían a rizarse alrededor del lóbulo. El color parecía querer combinar con su

piel, tan pálida que el muchacho podía confundirse en un paisaje nevado.

Los años pasaban y el heredero de los Pavalion apenas cambiaba, sólo ganaba peso

y altura y algo de color en las mejillas, y sus ojos se oscurecieron unos pocos tonos al

igual que su pelo, que cogió un color ceniciento. Así que, cuando llegó su trece

cumpleaños, sus rasgos seguían pareciendo los de un crío.

La mañana comenzó soleada. Cornac fue despertado por su padre en vez de por su

mayordomo, aunque pronto éste apareció y le ayudó a vestirse con un traje del mismo

color de sus ojos. El desayuno transcurrió sin ningún problema, con las alegres risas

del niño y los criados. Sus padres lo observaban todo con aprobación y unas leves y

fugaces sonrisas. Después su padre le llevó a dar un paseo por Roemin.

El camino en carruaje hasta la ciudad se hizo más corto que de costumbre, a pesar de

que la conversación fuera breve e insulsa. Su padre le ajustó el sombrero antes de

bajar del vehículo, pero al salir tuvo que volver a hacerlo porque se le inclinaba hacia

los lados a cada paso.

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− Veo que te ha crecido la cabeza, hijo. Este sombrero ya no te sirve − dijo esbozando

una sonrisa cómplice −. ¿Quieres uno nuevo como regalo de cumpleaños?

Cornac sonrió complacido.

− ¡Gracias, pa…! − comenzó henchido de ilusión, pero se calló y se esforzó en

mantenerse serio −. Perdóneme. Gracias, padre.

El hombre asintió y comenzaron la travesía. Su padre llevaba un traje de color negro,

con un sombrero de copa del mismo color. La empuñadura de su bastón brillaba por el

oro en el que lo habían bañado, pero el resto era oscuro como el ébano del que estaba

hecho. Había algo en el que parecía desencajar, algo que parecía faltar a la esbelta

figura de su padre, pero seguía siendo una presencia imponente. Cornac se obligó a

erguirse para no estar en descompás con él. Era un hombre importante que siempre

mantenía la compostura, y él debía hacer lo mismo como su único heredero.

− ¡Lord Pavalion! − exclamó un mercader −. Por favor, acérquese.

Su padre sonrió con suficiencia y cumplió los deseos del ciudadano. Su hijo lo siguió,

pero al acercarse a un callejón una mano se aferró a la suya. Cornac gritó asustado.

Un anciano se había aferrado a él como si fuera su ancla. Sus manos roñosas y llenas

de costras le dejaban los guantes de un sucio color marrón. Los ojos rodeados de

arrugas le miraron suplicantes.

− Mi señor, por favor, le suplico algo de piedad. Sólo soy un pobre viejo…

Algo hizo que el mendigo se retirara a la oscuridad gimiendo como un animal herido.

La punta de la bota de lord Pavalion le había acertado en las costillas con toda la

fuerza de sus piernas. Puso la mano sobre el hombro de su hijo y miró al viejo con

frialdad.

− ¿Estás bien, hijo? − comenzó, aunque su expresión daba a entender que no

buscaba una respuesta −. Guardias, lleváoslo.

Los centinelas que paseaban por la calle se metieron en el callejón y se llevaron al

mendigo arrastrándolo por el suelo. El pobre hombre volvió a clavar sus ojos aterrados

en Cornac.

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− ¡Mi señor! Por favor, sálveme. No permita que se me lleven. ¡Por favor, se lo suplico!

Pero en los ojos de Cornac sólo había desprecio. Conforme se alejaban los gritos se

hicieron menos intensos y finalmente los hombres se perdieron de vista. Cornac clavó

sus ojos claros en los de su padre, fríos como la escarcha.

− ¿Qué harán con ese hombre?

− Recibirá lo que merece. Vámonos, hijo.

Y continuaron con su camino sin molestias. Conforme el tiempo pasaba, Cornac

olvidaba el encuentro con el anciano y se centraba en su propia felicidad. No

encontraron gran cosa de su agrado durante la travesía, así que volvieron a la plaza,

donde les esperaba el carruaje, con las manos vacías.

Allí les aguardaba una desagradable sorpresa. El mendigo estaba tendido en el suelo,

con muñones en lugar de manos, y, cuando se acercaron poco más, descubrieron que

también le faltaba la lengua. Las pupilas de Cornac se dilataron apenas un momento

antes de volver a la normalidad.

− Padre − le llamó antes de subir al vehículo.

− ¿Sí, hijo?

− ¿Han mutilado a ese anciano por pedirme limosna?

− Por supuesto. Un señor importante no debe ser molestado con nimiedades, y aún

menos proviniendo de un hombre en un estado más miserable. Un hombre sólo debe

recibir favores de personas de su mismo estatus o mayor, nunca de alguien por debajo

de él. Ellos deben servirle.

Cornac entrecerró los ojos, pero los de su padre, negros y penetrantes, eran

inflexibles. Se metió en el coche sin apenas hacer ruido.

− Tiene razón, padre − murmuró sentándose en su asiento.

De nuevo en la mansión, la cocinera terminó de preparar la comida poco antes de que

llegaran y cuando entraron la mesa ya estaba lista. Comieron sin mencionar el

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incidente del mendigo, pero lady Pavalion notó que su hijo no poseía el entusiasmo de

la mañana.

− Eoin − dijo su esposo tras beber de la copa de vino. El mayordomo llegó

rápidamente con miedo de impacientar a su señor −. Llama al sastre, Cornac necesita

un sombrero nuevo.

− Sí, mi señor − respondió haciendo una exagerada reverencia.

Echó un breve vistazo a su hijo, que comía sin levantar la mirada de su plato, y dejó

escapar un pequeño suspiro.

− Y tráigame el presente que guardaba para él.

Eso hizo que la curiosidad del joven despertara. Miró a su padre con suspicacia y algo

de emoción contenida, esperando ver en él alguna pista que le desvelara la identidad

de su regalo, aunque su padre continuaba tan impasible como de costumbre.

Eoin se despidió y se fue con su caminar tranquilo, lo que hizo que Cornac deseara

gritarle que se apresurara. No era un niño paciente, ya que desde siempre había

obtenido todo lo que quería en el mismo instante en el que lo pedía, y no iba a cambiar

en ese momento.

Apenas saboreó el resto de su comida mientras vigilaba la puerta con el rabillo del ojo.

Sus padres no pudieron ocultar sus sonrisas al verlo tan ansioso por su sorpresa, pero

no quisieron contarle nada respecto a ello.

Cuando por fin Eoin entró de nuevo en el comedor, Cornac no podía soportar los

nervios. Le entregó una cajita de color verde oscuro forrada con terciopelo a su señor

y añadió con una reverencia:

− Señor, si ya no precisa de mis servicios, iré a comunicarle al sastre sus deseos de

una nueva prenda para el joven amo.

Lord Pavalion asintió con la cabeza y Eoin volvió a salir de la habitación. En cuanto

volvieron a estar solos, se levantó y puso la caja sobre la palma de la mano de su hijo.

Cornac no pudo evitar que el entusiasmo le poseyera y abrió la caja con más

brusquedad de la necesaria.

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Dentro había un anillo de plata con una piedra verde engarzada a él, que con un breve

vistazo identificó como una esmeralda. Lo había visto brillando en el dedo de su padre

en varias ocasiones, y recordó que ese día no lo había llevado puesto. Levantó la

cabeza con una mueca sorprendida.

− Es el anillo de la familia − respondió su padre con tranquilidad −. Quería esperar a

que cumplieras la mayoría de edad, pero a pesar de tu aspecto infantil ya eres un

hombre. Espero que puedas llevarlo con orgullo, como merece un Pavalion.

Conforme hablaba, recogió el anillo de la caja y se lo puso a su hijo en el pulgar de la

mano derecha. Cornac lo miró con respeto, tan feliz que no podía reaccionar.

− Lo haré, padre. Gracias por concederme este honor − se obligó a responder.

− Es mi deber − respondió. Una fugaz sonrisa asomó en sus labios, lo que emocionó

aún más a su hijo. Su padre no solía sonreír.

La tarde también le pareció corta en comparación con otras ocasiones, aunque las

clases habían transcurrido como de costumbre, y antes de darse cuenta estaba

cayendo el sol.

− Señor − le llamó Eoin mientras jugaba con unos juguetes de cuando era pequeño −,

ha de prepararse para la cena.

Cornac se desvistió y se metió en la bañera. El agua caliente le gustaba, era

agradable y relajante. Eoin le ayudó a lavarse mientras comentaban la cena de aquella

noche. La cocinera llevaba todo el día preparando la tarta para su señor, aunque Eoin

no quiso decirle cómo era a pesar de las múltiples órdenes de su amo.

− Su padre me ha advertido que si le contaba más de lo necesario me cortaría la

lengua, señor. No puedo cumplir sus órdenes si quiero velar por mi propio bien.

Cornac bufó mientras se aclaraba los restos de jabón, aunque no insistió más.

Apreciaba al amable mayordomo, y tampoco quería buscarle la desgracia. Eoin salió a

buscar su ropa para la ocasión, un bonito traje blanco, verde y gris. Cuando ya estuvo

listo, le arregló el pelo ensortijado y bajaron al piso inferior.

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El comedor estaba impecable. Un mantel blanco como la nieve cubría la mesa llena de

diversos manjares. Sus padres ya estaban sentados en la mesa, esperándole. Cornac

apretó el anillo que llevaba en su dedo contra su palma mientras se encaminaba a la

mesa, aunque lo soltó con rapidez. No podía parecer nervioso ni inseguro.

Eoin les sirvió de los diversos platos y guarniciones y echó vino en las copas. A

Cornac le supo amargo, pero se obligó a seguir bebiendo. Ya era un hombre y debía

comportarse como tal.

La velada fue agradable mientras sus padres comentaban lo ocurrido durante el día.

Ambos también se habían arreglado para la ocasión. Su madre llevaba un vestido

blanco acorde con sus cabellos claros, y se había maquillado concienzudamente. Su

padre seguía siendo un hombre regio, pero había algo en él que parecía haber

cambiado. A Cornac le costó identificarlo hasta descubrir que sus labios estaban

levemente curvados en una sincera sonrisa de felicidad, una de aquéllas que no son

fáciles de ver en un hombre de prestigio.

Al fin llegó la tarta. Era enorme, por no decir gigantesca. Estaba cubierta de un polvo

blanco que parecía azúcar y no dejaba ver el relleno, y en el centro del pastel ardían

trece velas doradas. Su madre se puso detrás suyo y le susurró al oído “Feliz

cumpleaños, mi pequeño” antes de que soplara las velas.

Cuando lo hizo Cornac no pudo evitar una carcajada complacida. Su padre lo

observaba todo con aprobación y esa sonrisa que no le había abandonado en toda la

noche, pero un estallido en el exterior hizo que se borrara y su rostro se trasformara en

una máscara fría y solemne. El niño dejó de reír y abrió sus grandes ojos mirando

hacia las puertas con una mueca curiosa. Su madre había arqueado las cejas en señal

de preocupación y el dorso de su dedo índice izquierdo rozaba sus labios pintados de

carmesí.

Las grandes y blancas puertas del salón se abrieron de golpe dejando a entrar a un

nervioso sirviente.

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− ¡Mi señor! − exclamó con toda la fuerza de sus pulmones, aterrado −. ¡El pueblo se

ha sublevado! ¡Están atacando la casa!

Todos los presentes inspiraron bruscamente, e incluso se escuchó una exclamación

ahogada. Cuando la mujer apartó la mano de su boca, el maquillaje había dejado una

mancha en el blanco guante similar a un rastro de sangre.

− ¡Rápido! Llama a todos los hombres. No permitáis que nadie entre − ordenó el señor

de la casa.

− S-sí − respondió el criado con una inclinación de cabeza.

Cornac no perdió el tiempo y echó a correr hacia la ventana ocultándose entre las

cortinas. Las llamas anaranjadas se reflejaban en sus serios ojos verdosos. Un gran

grupo de ciudadanos ruidosos se acercaba a una velocidad alarmante. La mayoría

portaban antorchas, aunque otros muchos llevaban navajas, horcas e incluso acertó a

ver una hoz en papel de guadaña.

El personal de la mansión se apostó en el tejado, las terrazas y los balcones y

comenzó a disparar a la muchedumbre con sus rifles, esperando así ahuyentarlos,

pero nuevas balas les respondieron. El señor de la mansión gruñó una maldición y

Cornac se giró hacia él.

− ¿Qué sucede, padre? ¿Nuestros propios guardias nos han traicionado?

− No − respondió con la ira impregnando sus palabras −, es algo peor. Si se trataran

de nuestros guardias podríamos intentar anticipar sus movimientos, pero no son ellos.

Se tratan de bandidos, mafiosos e incluso mercenarios o traficantes de armas. Deben

haberles pagado una fortuna para que se unieran a ellos.

Cornac volvió a fijar su mirada fuera, donde bajo los ventanales y en las escaleras de

entrada se amontonaban los cuerpos de los hombres caídos en el asalto mientras los

cadáveres de otros guardias resbalaban por el tejado y se unían al montón. Su mano

se cerró en un puño inconscientemente.

− En ese caso estamos perdidos − susurró.

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Su madre se quitó los guantes y flexionó los dedos. Era la primera vez que Cornac la

veía sin ellos en mucho tiempo, y en ese momento comprendió por qué: sus manos

finas y delicadas estaban cubiertas de cicatrices, algunas más recientes que otras.

− ¡Madre! − se le escapó.

Ella le ignoró y miró a su marido.

− Declan, nos han pillado desprevenidos. ¿Hay alguna posibilidad de huir?

Él se volvió a los rebeldes que se veían a través de la ventana, abriéndose paso entre

los cuerpos para llegar hasta la puerta.

− Muy remota, Evereen. Habrá que luchar.

− No podemos meter a Cornac en esto, ¡es sólo un niño! − protestó −. ¡Le matarán!

Declan se volvió a Cornac, que estaba conmocionado. Sus padres tuteándose,

hablando de luchar, de matar… Era algo que no se había imaginado ni en sus sueños,

pero que estaba ocurriendo.

− Cornac, esto es importante, y sólo puedo decírtelo una vez − le explicó poniéndole

las manos sobre los hombros −. Los Pavalion somos odiados por Roemin. Desde hace

años, el pueblo se ha rebelado contra nuestro poder, pero siempre conseguíamos

estar preparados para neutralizarlos y continuar con nuestras vidas. Muchas veces

nos han atacado, y conseguíamos arreglárnoslas para que tú no te percataras de ello,

pero hoy teníamos la guardia baja, y no podemos evitar que entren. Ya han matado a

demasiados, debemos…

Un grito fuera calló sus palabras. Evereen descubrió a un hombre señalando hacia

ellos y corrió las cortinas lo más rápido que pudo permitirse.

− ¡No hay tiempo! − exclamó con voz autoritaria −. ¡Eoin, llévatelo a un lugar seguro!

El mayordomo asintió, pálido, cogió a Cornac del brazo y tiró de él hacia las puertas de

la cocina.

− ¡Madre! ¡Padre! − gritó por última vez con lágrimas en los ojos.

Su madre se volvió hacia él con una sonrisa dulce.

− Adiós, mi pequeño.

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− No olvides de dónde provienes, hijo − añadió su padre.

Se oyó un chasquido y el cristal detrás de las cortinas se rompió en mil pedazos que

atravesaron la tela limpiamente. Algunos trozos rozaron a sus padres, cuyas ropas se

rasgaron y se mancharon de sangre.

− ¡No! − chilló Cornac antes de que Eoin le obligara a meterse dentro de las cocinas y

cerrara las puertas.

Cornac empezó a sollozar mientras ríos de lágrimas surcaban sus mejillas. Eoin no se

inmutó y volvió a tirar de él hacia una puerta al fondo de la cocina.

− Compórtese, señor − le riñó −. Posiblemente ya sea el líder de esta familia, no debe

perder el tiempo con chiquilladas.

Abrió la puerta del almacén y después apartó unas cajas hasta dejar el suelo

despejado. Cornac se enjuagó las lágrimas y le miró con ira.

− ¡No es momento de hacer inventario! Debemos huir de aquí.

− No se preocupe, mi señor.

Buscó con las manos una baldosa de piedra y la arrancó del suelo, revelando un

pasadizo escondido.

− Huya por aquí, mi señor. Le llevará a un callejón en el centro de Roemin. Intente

pasar desapercibido si no quiere que le atrapen.

− ¿Tú no vienes, Eoin?

− No debo acompañarle, debo asegurar mi propia vida. A partir de ahora, mi señor, no

me conoce. Sólo podré volver a su lado cuando la familia Pavalion se haga con el

poder de nuevo. Juro que le protegeré si le encuentro, pero ya no soy su sirviente.

Cornac se sintió más triste que furioso ante el abandono de su mayordomo. Dudó un

momento y le abrazó.

− Adiós, Eoin − murmuró.

− Adiós, mi señor − respondió apoyando la mano en la cabeza del crío −. Dese prisa.

Cornac asintió, se separó de él y se metió en el mugriento agujero. Estaba oscuro y no

podía ver nada más allá de sus narices, pero decidió confiar en Eoin y caminó al frente

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con los brazos extendidos hacia delante. Descubrió que era un pasadizo estrecho, con

una única dirección y muchas curvas. Sus pasos le llevaron hasta un callejón sin

salida, y estuvo tanteando la pared hasta que tocó lo que debían ser unos escalones.

Al salir se encontró en el exterior, en un lugar con un apestoso olor que nunca antes

había podido apreciar. Esa callejuela también era oscura, pero gracias al dulce

resplandor de la luna se podían distinguir siluetas en el paisaje.

Se limpió el abrigó con las manos y se arrebujó en él para soportar el frío. Comenzó a

caminar por allí, buscando un lugar donde poder descansar, cuando se encontró con

un hombre durmiendo en el mugriento suelo. Su aspecto era más que lamentable. Su

ropa estaba raída, sin otorgar nada de calor; su pelo estaba sucio y enmarañado, su

piel cubierta con una capa de suciedad y con manchas. Decidió alejarse de allí.

Al fin encontró un callejón perpendicular a ése, más estrecho y polvoriento pero menos

húmedo. Se acurrucó contra la pared, se envolvió bien en su abrigo y trató de dormir.

Cuando despertó no recordaba bien dónde estaba. La peste del callejón le recordó lo

ocurrido durante la noche anterior y las lágrimas se amontonaron en sus ojos.

Acababa de perder toda su vida.

Gracias a sus sollozos no escuchó cómo un hombre se levantaba entre quejidos hasta

que lo vio a unos metros a su izquierda, apoyándose en la pared de una casa. Se

trataba del cojo de la noche anterior.

Con la luz solar era más fácil reconocerle. Su barba desgreñada ya no era de ningún

color por la gran cantidad de suciedad pegada a ella. Sus ojos inyectados en sangre

tenían un brillo febril; causa de su pierna derecha. Había sido cortada por la mitad del

muslo, pero no había sido tratada, y en ese momento se trataba de una masa

maloliente, infectada y podrida de carne y hueso. Cornac tuvo que reprimir una arcada

ante la terrible peste que provocaba.

El cojo le vio y se acercó a él dando pesados saltos sobre su pierna sana. Conforme

se acercaba, Cornac descubrió que tenía un ojo tuerto y los dientes que le quedaban

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estaban amarillentos y agujereados. El olor rancio y dulzón que provenía de su muñón

era cada vez más intenso, impregnando el ambiente.

A pesar de su avanzada edad y el mal estado de su cuerpo, el cojo era ágil y le

alcanzó más rápido de lo que esperaba, ya que apenas le había dado tiempo a

levantarse. Le agarró de la camisa con sus dedos retorcidos por la artritis y le miró con

una sonrisa demente.

− Yo sé quién eres − dijo en un ronroneo complacido. Su aliento pútrido le revolvió el

estómago e intentó apartarse de él, pero el cojo le sujetaba con firmeza.

«Ha enloquecido por el dolor» pensó al escucharle.

− Tu padre me hizo esto − continuó señalándose con la mano libre su muslo

destrozado. Miró al niño y volvió a sonreír de forma macabra −. Tú pareces sano, y tu

pierna tiene buen aspecto. ¿Pagarías por los daños de tu padre?

Sacó con exagerada calma un cuchillo de entre su capa raída y lo fue acercando a la

pierna de Cornac. Éste gritó aterrado y se debatió con todas sus fuerzas, lanzando

puñetazos y patadas al viejo. Cuando al fin consiguió que le soltara, golpeándole

repetidas veces en la pierna herida, cayó al suelo. Sin dejarse llevar por el dolor de la

brusca caída, gateó por debajo del hombre y echó a correr lejos de allí.

Su carrera le llevó a unas puertas que le eran conocidas. Se paró, jadeando y

apoyándose sobre sus rodillas para recuperar el aliento. Durante su travesía había

reflexionado, y sabía que tanto su ropa como su cabello destacarían y le reconocerían,

así que necesitaba un disfraz. Después de ello necesitaría comida y agua, y para ello

debía encontrar un trabajo. Pero ¿qué trabajo le darían a un niño como él, que no

estaba preparado para esforzarse?

Sacudió la cabeza y se centró en la puerta que había frente a él. Ya la reconocía, era

la sastrería en la que solían comprar. Allí debían estar haciendo su regalo de

cumpleaños, recordó con pesar. Pero ya no era momento de lamentarse, era una

suerte que la hubiera encontrado teniendo en cuenta el gran tamaño de Roemin. Sin

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embargo, debía recordar que no podía parecer inseguro, indeciso o asustado. Inspiró

hondo y entró en la sastrería en posición erguida y seria.

El sastre era un hombre de mediana edad, con el cabello castaño salpicado con

canas, una calva incipiente en la coronilla y unos ojos oscuros coronados con dos

espesas cejas. Sus gafas redondas se resbalaban por el puente de su ganchuda nariz

y debía colocárselas a cada instante.

− ¡Joven Cornac! − le saludó sin levantarse de su silla, donde estaba cosiendo lo que

parecía una gorra −. ¡Qué alegría verle, creí que le habían capturado como a sus

padres!

− Déme ropa con la que poder ocultarme − le ordenó.

− ¿Disculpe? − preguntó dejando la labor sobre la mesa y levantándose de la mesa.

Cornac carraspeó ante esa respuesta.

− Le exijo que me traiga ropajes con los que pasar desapercibido entre la población.

La mano del sastre cortó el aire e impactó contra su cara a una velocidad asombrosa.

Cornac exclamó consternado y retrocedió protegiéndose la mejilla izquierda, roja e

hinchada, mientras el hombre se atusaba las gafas.

− No comprendes nada, niño − le reprendió con voz dura −. Ya no eres quien para

exigir nada. En estos momentos, eres lo más miserable que existe, una rata escondida

entre vestimentas de oro. No te voy a entregar al pueblo, ya que eres sólo un niño y no

mereces el mismo castigo que van a recibir tus padres.

− ¿Les ha ocurrido algo? − le interrumpió asustado.

− No, por el momento, aunque se está montando un bonito espectáculo en la plaza. −

Cornac hizo ademán de echar a correr hacia la puerta y el sastre se lo impidió

sujetándole del pescuezo −. Hijo, no seas incauto. Tu ropa llama mucho la atención,

por no hablar de tu cabello. Es tu símbolo, todo aquel que vea un solo pelo blanco en

la cabeza de un joven sabrá que eres tú. Yo puedo ofrecerte lo necesario, pero todo

tiene un precio, incluido mi silencio.

− No tengo dinero − reconoció.

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− Eso no importa, yo mismo creé tu ropa y conozco su valor. Ahora está usada y

sucia, pero sigue siendo mucho más valiosa que cualquier otra que vayas a comprar.

Vamos a ver en qué estado la has dejado…

Se apartó de la mesa y comenzó a inspeccionar las prendas de Cornac, comprobando

el estado de la tela.

− No está mal, pero tampoco está bien. Necesitarás algo más para pagarlo todo.

Cornac miró su anillo de plata dubitativo. Era lo único que le quedaba de valor, pero

también era lo único que conservaba de su antigua vida. Sacudió la cabeza. Aunque le

doliera, el anillo llamaría mucho la atención. Se lo quitó y lo puso en la palma de la

mano del hombre.

− Esto es sólo un préstamo − le aseguró −, algún día volveré por él. Ahora tráeme mi

disfraz.

El sastre sonrió y se metió en la trastienda. Pasaron varios minutos y no volvía, y

Cornac se impacientaba cada vez más. Estuvo a punto de irse cuando volvió a entrar,

llevando en sus manos una gran cantidad de ropa.

− Creo recordar sus medidas, hombrecito, pero si algo no le sienta bien lo cambiaré al

instante.

Le fue pasando las prendas una por una: una camisa que en algún momento debió ser

blanca con un lazo para atar el cuello, un chaleco marrón, unos pantalones del mismo

color y unos mocasines desgastados. Cornac se vistió con cierta dificultad al estar

acostumbrado a que otro lo hiciera en su lugar, pero lo logró en un tiempo que ni él

mismo habría imaginado.

− Ahora debemos hacer algo con ese pelo − continuó el sastre −. Creo que tengo por

aquí alguna gorra… − Echó un vistazo por la tienda y sus ojos se posaron en la labor

que tenía sobre la mesa −. Sí, es posible que sea de tu talla, y no es ostentosa…

Vamos a comprobarlo.

Cogió la prenda y la puso sobre él para comprobar las medidas.

− Sí, encaja. Déme unos minutos, joven Cornac, y terminaré esta gorra para usted.

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Se sentó de nuevo en su silla y se puso en la labor. Cornac dio varios paseos

impacientes a lo largo de la habitación, deseando que la hubiera terminado ya.

− No te preocupes, niño, enseguida termino. Deberás aprender a ser paciente si

quieres prosperar en tu nueva vida. Nadie danzará al son que tú ordenes, ni te tratará

como a un señor.

− ¿Y por qué lo has hecho?

− Por mera costumbre − respondió sin dejar de coser −, aunque intento controlarme. Y

escúchame. Cuando hables con un hombre mayor que tú deberás ser cortés, y si

pertenece a la nobleza debes transformarte en su sirviente. Con las damas es el

mismo caso. Oh, mira, ya está.

Cortó el hilo sobrante y se lo colocó en la cabeza, metiendo todos los mechones

posibles bajo la gorra. Al final sólo unos pequeños destellos blancos se dejaban ver

tras el color oscuro de la gorra, pero no eran los suficientes como para reconocer su

identidad.

− Perfecto, si tienes un poco de cuidado no te reconocerán. − Cornac hizo ademán de

irse pero el sastre le retuvo un momento −. Antes de que sea demasiado tarde, deja

que te dé algunos consejos. Nunca desveles tu auténtico nombre ni permitas que te

vean el rostro. Habla siempre con humildad para que no sepan que provienes de la

nobleza. Y, por lo que más quieras, si te descubren, no dudes y echa a correr lo más

rápido que te permitan tus piernas. − Le soltó y le arregló las arrugas que había dejado

en la camisa −. No haré nada más por ti, pequeño. Lord Cornac Pavalion ya no existe.

Cornac bajó la mirada y se fue sin despedirse ni dar las gracias. Al salir fuera el frío

viento otoñal chocó contra su piel y se frotó los brazos intentando entrar en calor.

Temblando como una hoja, se puso en camino a la plaza.

Caminó con la cabeza gacha para que nadie le pudiera reconocer, lo cual le costó al

estar acostumbrado a pasear con la barbilla bien alta. Vio a unos niños poco menores

que él corriendo en su misma dirección y les imitó para ganar tiempo. Si parecía un

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crío impaciente por ver el castigo que les iban a imponer, la gente no se sorprendería

ni le daría tiempo a descubrirle.

Gracias a esa nueva estrategia llegó mucho antes a la plaza, pero ya estaba a rebosar

de gente. Se abrió paso a codazos y empujones para poder ver más de cerca, ya que

a esa distancia y con su baja estatura apenas conseguía ver lo que después

descubriría que eran horcas.

Se quedó a medio recorrido, porque la conmoción le impedía acercarse más.

Las horcas colgaban con cierto aire inofensivo, pareciendo incapaces de hacer daño a

nadie. Tras ellas se alzaban sus padres, con la cabeza agachada y maniatados a la

espalda. El vestido blanco de su madre se había vuelto de color rojo, y sus cabellos

claros parecían haber sufrido un tinte a base de sudor, barro y sangre. Su padre había

cerrado los ojos ocultos bajo su mata de pelo negro, con la ropa hecha jirones,

admitiendo la derrota.

Cornac sintió cómo las lágrimas se amontonaban en sus ojos, buscando una forma de

salir, y se obligó a tragárselas. Si lloraba en ese momento, estaría perdido. Se enjuagó

las que quedaban allí con la palma de la mano, dándose cuenta de que la multitud a

su alrededor aplaudía y gritaba con fervor. Miró a un hombre a su lado, que los

maldecía con siniestra alegría. Una mujer a su derecha lloraba de alivio sin dejar de

sonreír. Cornac bajó otra vez la mirada. No podía creer que sus padres se hubieran

ganado el odio de tanta gente.

El alcalde de Roemin subió al escenario y la multitud rugió en una oleada de ira contra

los Pavalion. El alcalde alzó las manos intentando calmar los ánimos con una sonrisa

cómplice. Cuando se hizo algo de silencio, habló con voz alta y clara:

− Hoy, se ha juzgado a los señores Declan y Evereen Pavalion por tortura, asesinato

múltiple y traición contra Roemin y sus habitantes. El veredicto les ha declarado

culpables, y su castigo es la muerte en la horca.

Nuevos bramidos de júbilo restallaron en la plaza.

− ¿Y dónde está el niño? − gritó una mujer.

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− ¿Ha sobrevivido? − comenzaron a corear nuevas voces.

− ¿O ha muerto ya? − añadió el hombre junto a Cornac.

− Señores − continuó el alcalde −, se desconoce el paradero de Cornac Pavalion, pero

puedo prometerles que le estamos buscando por toda la ciudad y que recibirá su

castigo en cuanto le encontremos.

Cornac tragó saliva y palideció ante la seriedad con la que hablaba y el alivio que se

respiraba en el ambiente. De repente, una mujer de cabellos tan claros como los de su

madre echó a correr entre la multitud llorando.

− ¡Por favor, dejad a Evereen! Ella no ha hecho nada, nunca le ha hecho daño a

nadie…

− ¡Irea! − gritó la interpelada furiosa −. Lárgate si no quieres que te castiguen a ti

también. Estoy recibiendo lo que me he ganado.

La llamada Irea frenó de golpe mirando a la condenada.

− Evereen…

Cornac ya consiguió identificarla. Era la hermana mayor de su madre, su tía. Llevaba

años sin saber de ella, y verla después de tanto tiempo le sumió en una nueva

añoranza.

Un par de hombres se llevaron a Irea mientras ella sollozaba la inminente muerte de

su hermana. Evereen, quien ya había cogido la suficiente confianza tras ese suceso,

dio unos pasos al frente con ojos relampagueantes.

− ¡Escuchad! − exclamó −. No pido clemencia por nosotros, ya que no la merecemos,

pero, por favor, ¡no dañéis a Cornac! Es sólo un niño, y nunca ha hecho daño a una

mosca. ¡Es lo único que pedimos, os lo suplicamos!

El verdugo la cogió con rudeza del brazo y la tiró al suelo con más fuerza de la

necesaria. Evereen se quedó tirada en el suelo, sin poder levantarse, aunque de vez

en cuando se veían unas sacudidas que demostraban que estaba llorando.

− Madre… − se le escapó a Cornac en un suspiro de admiración y pesar. El

hombretón a su lado se giró hacia él frunciendo el ceño, pero Cornac no se dio cuenta.

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Aturdido, el niño echó un vistazo a la multitud que clamaba la muerte de sus padres

entre vítores, aplausos y saltos. ¿Cómo podía ser la muerte causa de tan salvaje

alegría?

Ya no podía soportarlo más. Como en un sueño, se dio la vuelta y e intentó llegar a un

lugar lejos de esos monstruos. La gente cuchicheaba al verle pasar con muecas

extrañadas, y le pareció oír la voz del hombre que había maldecido a sus padres con

intensidad. Tardó un tiempo en comprender las palabras: “Ese niño es Cornac, ¡es

Cornac! ¡Atrapadle!”

El tiempo pareció detenerse durante un momento. Cornac miró a los ojos a cada

persona que le observaba con la misma atención, ya sin miedo de ocultar su identidad.

Transcurrió un eterno segundo, tras el cual la gente se abalanzó sobre él y Cornac

echó a correr, esquivando y deslizándose para librarse de la multitud. Más de una

persona le había atrapado, bien fuera por el brazo, el hombro, el cuello de la camisa o

cualquier otra parte del cuerpo, pero Cornac conseguía escapar de sus garras gracias

a su desesperación por seguir con vida.

Al fin salió del círculo de gente y corrió con toda la capacidad de sus piernas hacia los

callejones, torciendo en cada nuevo cruce para perderlos de vista. Al no estar

acostumbrado al esfuerzo, no pasó mucho tiempo hasta que sus fuerzas menguaron.

Paró y apoyó la espalda en una pared jadeando por el esfuerzo. Sus piernas

flaquearon y resbaló al suelo, donde intentó recuperar la respiración. A pesar de notar

el latido de su corazón tras las orejas y las sonoras bocanadas de aire que tomaba a

cada segundo, pudo escuchar el murmullo que producía la gente, buscándole

desesperadamente. No tardarían en encontrarle, y entonces todo habría terminado.

Se llevó las manos a los oídos, agachando la cabeza y cerrando los ojos con fuerza.

No soportaba toda aquella tensión sobre sus hombros, en todo momento temiendo por

su vida. Apretó los dientes para no gritar de frustración.

La gorra cayó sobre su regazo y sus dedos se cerraron alrededor de sus cabellos

blancos, deseando arrancarlos y librarse de la pesada carga que conllevaban. ¿Por

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qué no habría heredado los cabellos oscuros de su padre, mucho más comunes que

los suyos? ¿Por qué tenía que ser de un color tan inusual en esa ciudad? ¿Por qué

directamente tenía que ser un Pavalion?

Se levantó apoyándose en la pared, sintiéndose débil e inútil. Sabía que le

descubrirían tarde o temprano, pero no pensaba permitir que fuera tan pronto. Se

volvió a ajustar la gorra, dio unos saltos sobre sus piernas resentidas para mitigar el

dolor y volvió a ponerse en marcha lejos de las voces.

Corrió con la cabeza gacha y los ojos cerrados, por lo que no vio al anciano hasta que

chocó con él y del impacto cayeron al suelo. Le miró con ojos aterrados mientras el

hombre se incorporaba entre maldiciones.

− ¿Dónde estás, chiquillo? Ya verás cuando te coja… ¡Debes tener más respeto por

tus mayores!

− Lo-lo lamento mucho, señor. No le había visto − respondió tras meditar las palabras

que iba a emplear.

Guiándose por la procedencia de la voz, la mano del anciano le atrapó por el brazo.

Cornac se echó hacia atrás, asustado, hasta que descubrió sus ojos ciegos por las

cataratas. No podía reconocerle.

− Vaya, chico, ¿a qué vienen esas prisas? ¿No te estarán persiguiendo?

La inquietud de Cornac aumentó ante su suspicacia. ¿Y si había escuchado las voces

y le entregaba?

− Lo que me imaginaba − continuó tras el silencio de Cornac −. ¿Qué has hecho?

¿Has robado algo?

− Un poco de comida, señor. No tengo dinero para comer y estoy hambriento − mintió

con rapidez, agradeciendo aquel repentino golpe de suerte.

El anciano le soltó mientras se llevaba la mano a la barbilla, pensativo.

− Sé lo que es eso. − Sacudió la cabeza −. Hagamos un trato, chico. Soy demasiado

viejo para hacer las tareas del hogar, y mis hijos apenas vienen a verme. Te ofrezco

comida y un techo donde cobijarte si te comprometes a cuidar de este pobre anciano.

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Cornac se quedó mudo de asombro. Dio gracias al cielo por la suerte que había tenido

al encontrar a ese viejo y aceptó el trato. El anciano le fue explicando mediante

indicaciones dónde estaba su casa para que le guiara hasta allí, lo cual fue mucho

más rápido que de costumbre gracias al gentil brazo de Cornac.

La casa era sencilla, de un solo piso más el ático, hecha de madera lisa. El interior

estaba oscuro como la boca de un lobo y cuando Cornac tropezó con el primer mueble

el anciano se puso en busca de velas.

Tras unos minutos de oscuridad, una llama prendió y la temblorosa luz de una vela

iluminó levemente la estancia. Cornac le ayudó a encender el resto y las repartieron

por diversos candelabros.

− En la habitación del fondo hay una bañera, si quieres puedes rellenártela y lavarte

bien. En el jardín hay un pozo al que nunca le falta agua, así que no deberías

preocuparte por ello, y el jabón se encuentra en el cajón de la cómoda. Después ya

me prepararás uno a mí. Yo me encargaré de la cena por ser tu primer día.

Cornac asintió, rellenó unos cubos con el agua del pozo y los cargó hasta el baño. El

agua estaba fría, pero a pesar de no encontrarla de su agrado se metió dentro de la

bañera y se limpió a conciencia los restos de suciedad cogidos en los callejones.

Antes de salir se permitió quedarse un rato en el agua, con los ojos cerrados y

relajándose. Le parecía que habían pasado siglos desde la pesadilla del día anterior,

pero en ese momento, escondido en el baño de un anciano del pueblo, se sentía en

paz con el mundo, e incluso feliz. Más feliz de lo que nunca habría sido en su mansión,

aunque el jamás podría descubrirlo.

Cornac abrió los ojos con cuidado de no cegarse con la luz de la mañana. Se estiró en

su cama de paja y se dio la vuelta para seguir descansando, pero al final se sentó

sobre las mantas soltando un gran bostezo. Se restregó un ojo mirando el cielo a

través del tragaluz. Ya había pasado un año desde ese fatídico cumpleaños en el que

su familia fue asesinada y todos sus bienes despojados. La tristeza se apoderó de él al

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recordar la desesperación en la voz de su madre cuando fueron a ejecutarla, más

preocupada por la vida de su hijo que por la suya propia. Pasó una mano por la mata

de pelo blanco que coronaba su cabeza. Aún no se atrevía a salir a la calle, y al no

poder permitirse un corte de pelo le había crecido de forma desmesurada.

Se desperezó de nuevo, deseando poder permitirse unos segundos más en su cama,

y se vistió con rapidez. No quería hacer esperar a su amo, ya que había descubierto

que podía ser muy cascarrabias si se retrasaba. Bajó las escaleras sin hacer ruido

para no molestarlo y comenzó a preparar el desayuno.

Comenzó a reír sin darse cuenta. Quién habría dicho durante su acomodada infancia

que cuando llegara a los catorce años estaría cocinando para un viejo gruñón. Las

risas despertaron al anciano, que comenzó a quejarse conforme llegaba a la cocina.

− Buenos días, señor − le saludó alegremente −. ¿Le apetece algo de café?

− El café sólo se reserva para los festivos − gruñó −. Un vaso de leche y unas

tostadas, y nada más.

− Bueno, señor, hoy para mí es un festivo. Celebro mi catorce cumpleaños.

El ciego levantó la cabeza, sorprendido.

− Me alegro por ti, chico. Si mal no recuerdo, también sería hoy el cumpleaños del

joven Cornac.

A Cornac se le cayó un plato al suelo y se rompió en mil pedazos. Nunca había

desvelado su identidad a su amo por miedo a volver a las calles, y cuando él le

preguntó simplemente respondió que no quería hablar de ello. Era un hombre discreto,

cualidad que Cornac agradeció.

− Pero bueno, muchacho − bramó −, ¿no sabes hacer nada bien?

− Discúlpeme. No me agrada la idea de compartir un día tan feliz con un tirano.

− No te preocupes, ese niño desapareció y no se ha vuelto a saber de él.

Posiblemente ya haya muerto. Tráeme mi desayuno.

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− Sí. − Rellenó un vaso con la leche que habían recibido en la puerta esa mañana y

añadió un par de tostadas algo secas. Las dejó sobre la mesa y el anciano cogió una

sin siquiera buscarla con las manos. Le dio un pequeño mordisco antes de añadir:

− Si quieres, puedes tomar un poco de café mezclado con la leche. Felicidades.

El rostro de Cornac se iluminó con una abierta sonrisa. Abrazó durante un breve

instante a su amo de forma espontánea antes de volver a la cocina silbando una

alegre melodía. Se sirvió un vaso de leche y le echó apenas un chorro del café que

había preparado. Después cogió un trozo de pan duro y se sentó en la mesa junto al

anciano.

− De todos modos, el café se va a desperdiciar. ¿Seguro que no le apetece tomar una

taza?

− No − aseguró bebiendo un largo trago de leche −. Sin embargo, mañana hará un

año desde que nos libramos de esos malditos Pavalion. Eso sí es una ocasión digna

de celebrar, y creo que el café durará hasta entonces.

Cornac bebió de su vaso para no tener que responder, desviando la mirada de la

sonrisa del viejo. En el silencio sólo se pudo escuchar unos pasos apresurados fuera,

pero no le concedió importancia. A los niños les encantaba pasarse día y noche

corriendo por las calles.

De repente, la puerta se abrió de golpe y un hombre y una mujer, ya de una edad

madura, se precipitaron dentro.

− ¡Papá! ¡Buenos días! − exclamó el hombre.

− ¡Venimos a hacerte una visita! − añadió la mujer con una gran sonrisa, pero ésta se

borró al ver a Cornac sentado en la mesa −. Pelo blanco… − susurró.

Cornac tragó saliva, asustado. Era la primera vez que los hijos de su amo les visitaban

sin avisar de ello antes, lo que le daba a Cornac el tiempo suficiente para preparar la

casa y huir sin que se dieran cuenta.

− Cornac Pavalion − gruñó el hijo de su amo en voz baja.

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− Ah, veo que ya habéis conocido a mi sirviente − dijo el anciano, que no había llegado

a escuchar los murmullos de sus hijos −. Nunca le habíais visto, ¿verdad? Es un chico

bastante tímido.

− ¿Tu sirviente? − gritaron a la vez.

− ¿El niño Pavalion es tu sirviente? − continuó el hijo.

El rostro del anciano se transformó por la sorpresa y se giró al lugar donde estaba

Cornac.

− ¿Eres el heredero de los Pavalion?

Cornac bajó la mirada.

− Sí − admitió.

− ¿Cómo puedes tener a Cornac de sirviente, papá? ¿Te has vuelto loco? − preguntó

su alterada hija.

− Cállate, Sera. Yo tampoco lo sabía, en todo el tiempo que lleva aquí nunca me había

desvelado su nombre.

− ¿Y cuánto tiempo ha sido?

− Mañana hará un año, señora − respondió Cornac.

− Un año… − repitió el hombre −. ¡Entonces mi padre te encontró cuando ejecutaron a

tus padres!

Cornac hizo una mueca de dolor.

− No me recuerde ese día, por favor.

− No podemos permitir que continúe aquí, ¡debemos llevarlo ante el pueblo y juzgarlo!

− exclamó Sera.

El hombre alargó el brazo para alcanzar a Cornac, éste se echó hacia atrás en un

intento de huida…

Y algo impidió que la mano le agarrara. El anciano se había levantado y se había

interpuesto entre su hijo y su criado. Cornac le miró con una mezcla de sorpresa y

alivio, mientras su hijo se enfurecía cada vez más.

− ¿Qué haces, padre? ¿Ahora estás de parte de los Pavalion?

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− ¡Cállate, Rough! − gritó en voz aún más alta −. Este chico ha cuidado de mí durante

un año, algo de lo que nunca podrán enorgullecerse mis hijos de hacer. Ten en cuenta

que Cornac acababa de dejar una vida fácil y acomodada, donde nunca había tenido

que esforzarse por nada, y además sufriendo la pérdida de su mansión y su familia. Es

un buen muchacho que sólo ha tenido mala suerte, y creo que no merece la misma

suerte que sus padres.

− ¡Tú no eres quién para juzgarlo! − replicó su hija a voz de grito.

− ¡A mí no me levantes el tono! − respondió con más energía y autoridad de la que

nunca había mostrado a Cornac −. Soy perfectamente capaz de juzgarlo, y os prohíbo

que le pongáis una mano encima, ni que le habléis de él a nadie. Rough, llévatelo a la

carnicería. Es hora de que salga de casa y encuentre un trabajo.

Cornac levantó la mirada, aún más sorprendido, con la misma expresión que Rough.

El ciego miraba sin ver la posición de su hijo, con el rostro más severo que Cornac

jamás había visto. Por un momento le pareció que era su padre quien estaba frente a

él y sintió que una terrible nostalgia se apoderaba de él.

− Papá, ¿la edad te ha vuelto majara? ¡Jamás te ayudaré a ocultar a un criminal, y aún

menos a encontrarle un trabajo!

− Harás lo que te ordene, así que te llevarás a Cornac a trabajar en tu carnicería y no

hay más que hablar. Cornac, prepara tus cosas. Te irás a vivir con mi hijo.

− ¡Papá! − volvió a quejarse.

Cornac no perdió tiempo y subió al ático para recoger sus pocas pertenencias, tal y

como había ordenado su amo. Había aprendido la lección la primera vez que no

cumplió sus exigencias y no deseaba volver a repetirlo, así que cogió una bolsa de

tela, metió dentro la ropa que tenía y se la cargó al hombro. Los gritos se escuchaban

cada vez más nítidos conforme bajaba las escaleras. Notó un nudo en la garganta por

los nervios y el miedo acompañado de un escalofrío que le recorrió toda la espalda. No

quería irse del pequeño hogar que se había formado en esa casa, aunque se lo

hubiera ganado a base de golpes y castigos hasta conseguir el equilibrio con su amo.

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Terminó de bajar los escalones y se metió en el comedor, donde la discusión parecía

no tener fin. Cornac se apoyó en la pared, cruzó los brazos frente al pecho y cerró los

ojos, esperando a que volviera el agradable silencio al que se había acostumbrado.

Al final, las voces se calmaron hasta adquirir un tono normal y algún que otro susurro.

Cornac no pudo evitar una pequeña sonrisa de satisfacción. Se escuchó ruido de

muebles arrastrándose por el suelo y lo siguió la potente voz de Rough:

− Chico − le llamó con dureza −, no te quedes ahí parado. Sígueme, y da gracias si no

te atacan durante el camino.

Cornac se caló la gorra que le había hecho el sastre un año atrás, intentando esconder

sus cabellos blancos, y se quitó la bolsa para ponerse un abrigo bastante viejo que

había pertenecido al dueño de la casa.

− Amo − dijo recogiendo la bolsa del suelo. Los ojos ciegos del anciano se giraron

hacia él −. Gracias por todo lo que ha hecho por mí, comenzando por salvarme

cuando estaba a punto de hundirme en la miseria. Es algo que nunca podré

agradecerle lo suficiente.

− No ha sido nada, hijo. El aire fresco que has traído contigo ha dado vida a esta casa

− respondió apoyando la mano en su hombro.

Cornac observó su brazo, sorprendido por la exactitud con la que había encajado la

mano.

− ¿Es usted realmente ciego? − murmuró.

− Nunca lo dudes, chiquitín, pero a quienes hemos vivido en las sombras desde el

principio no nos cuesta desplazarnos en la oscuridad.

Cornac retrocedió, meditando sus extrañas palabras, y se puso tras su nuevo señor.

Rough gruñó, molesto por la carga que le habían encomendado, y salió de la casa a

grandes zancadas. Cornac le siguió, caminando con la vista en el suelo y procurando

no chocar con ningún transeúnte. No podía ni quería permitir que le reconocieran, por

nada en el mundo.

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La carnicería estaba en pleno centro de Roemin, donde la descomunal cantidad de

gente casi le impedía dar un par de pasos sin detenerse. Sin embargo, Rough parecía

acostumbrado a ello, porque se movía con insultante facilidad entre las multitudes.

Cornac intentó abrirse paso entre la gente, pero varias veces estuvieron a punto de

quitarle la gorra y tuvo que pararse a buscar una vía de escape más segura.

Tardó otros diez minutos en salir de la marea de gente y llegar hasta Rough.

− Cómo se nota que este chico nunca ha vivido con la clase media… − susurró para sí

mismo −. Vamos, holgazán, que ya casi hemos llegado.

Cornac refunfuñó por lo bajini, aunque no le quedó más remedio que seguirle hasta

una calle más abajo, donde estaba la carnicería. Era un edificio de piedra oscura, con

ventanas tapadas con gruesas cortinas y una puerta de madera clara. Entraron dentro

y Rough le obligó a quitarse el abrigo, la gorra y la bolsa y le pasó un delantal

manchado de sangre.

− Te vas a encargar de despedazar la carne. Es un empleo que no se realiza frente al

público, así que podrás ocultar tu identidad. ¿Sabes cortar la carne?

Cornac asintió, se ató el delantal y se metió en la habitación adyacente. El anciano le

había enseñado a preparar la carne para cocer, y había aprendido a manejar el

cuchillo con la práctica.

En un principio el carnicero se mostró reacio, pero al encontrar la carne bien troceada

según sus órdenes le dedicó una pequeña sonrisa de satisfacción. Cornac se la

devolvió de la forma más adorable que pudo, lo que provocó otra mueca molesta y el

que se fuera. Cornac rió entre dientes y continuó su trabajo.

Pasó un mes en el que apenas salió de la cocina, sólo para necesidades básicas

como comer o dormir. No le disgustaba, pero la cama dura y la misma comida día tras

día se le hacía repetitivo. Por suerte, ese día iba a haber un cambio en su pequeña

rutina.

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Acababan de recibir una gallina de parte de un granjero y ya había terminado de

desplumarla, pero nada más hundir el cuchillo en la carne la puerta se abrió y una

chica poco mayor que él apareció tras ella.

Cornac la miró fijamente con terror. Le habían descubierto, le matarían. Casi podía

imaginarse a sí mismo sobre la misma plataforma que sus padres, pagando por unos

crímenes que no había cometido y que aún así se había esforzado en saldar.

La chica le devolvió la misma mirada asustada. Cornac comprendió que había

levantado el cuchillo instintivamente y lo dejó sobre la mesa de nuevo. Ella pareció

tranquilizarse un poco y Cornac pudo observarla con más atención. Se había recogido

el pelo de un castaño cobrizo en una coleta, pero se estaba aflojando y comenzaban a

saltar algunos mechones. Además tenía unos ojos grandes, almendrados, y marrones.

Eran los ojos más marrones que jamás había visto.

− ¡Piella! − gritó Rough −. ¿Dónde te has metido?

Ella se encogió sobre sí misma durante un breve instante.

− ¿Quién eres tú? − le espetó a Cornac una vez recuperada del susto.

− Eh, Cornac Pavalion, señorita − respondió por costumbre.

Al momento se arrepintió de haberse presentado. Piella palideció al reconocer su

apellido y retrocedió un paso, pero se mantuvo en su lugar.

− El chico Pavalion… − murmuró en voz muy baja −. ¿Qué haces en la carnicería de

mi padre?

− ¿Eres la hija de Rough? Te pareces a él, la verdad. − Rió nerviosamente para ganar

tiempo, aunque ella sólo alzó una ceja, expectante −. Bueno, es una historia un poco

larga. Atraparon a mis padres − comenzó a enumerar de un tirón al oír los pasos de

Rough acercándose −, tu abuelo me rescató cuando me perseguían para atraparme a

mí, me he pasado un año trabajando para él, tu padre y tu tía me encontraron en su

casa, tu abuelo obligó a tu padre a que me diera un trabajo y me trajo aquí hará cosa

de un mes.

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La muchacha se había quedado muda, mirándole con asombro. Cornac se obligó a

continuar.

− Por favor, no le digas a nadie que me has visto − le suplicó −. Esto es lo único que

tengo.

Rough entró en la cocina con una expresión dura. Una niña muy parecida a Piella le

seguía dando pequeños y alegres saltitos.

− ¡Piella! − rugió −. ¡Te advertí que no entraras aquí!

− Papá, ¿qué es todo esto? ¿Lo sabe mamá?

La niñita se asomó dentro con una sonrisa de oreja a oreja, pero abrió la boca de

asombro al ver a Cornac.

− ¿Quién eres? − preguntó con su aguda voz infantil.

− Un empleado de tu papá − respondió con la misma sonrisa que había adornado el

rostro de la chiquilla, intentando ocultar los nervios que lo dominaban. Se agachó para

quedar a su misma altura y ella se acercó con precaución.

− Tienes el pelo de un color muy raro − dijo señalando su cabeza y luego mirándose

una de sus trenzas −. Es blanco, como el de mi abuelo. ¿Tú también eres un abuelo?

− No, preciosa − negó riendo −, en realidad seguro que no soy mucho más mayor que

tú. ¿Cuántos años tienes?

La pequeña le enseñó la palma extendida.

− ¿Así que cinco? Pues yo no tengo ni diez más − continuó con otra amable sonrisa.

− ¿Y podrás venir a jugar conmigo?

− Por supuesto.

− ¿Prometido?

Cornac asintió.

− Hablaremos de esto después, ahora vete de aquí − le gruñó Rough a su hija mayor,

interrumpiendo la otra conversación.

Piella se fue, furiosa, y Rough llamó a la otra niña para que se adelantara.

− Adiós − se despidió de Cornac en un tono alegre.

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Él se despidió con la mano y después se incorporó para enfrentarse a Rough.

− Debo discutir con Piella sobre todo esto, pero si no consigo convencerla tendrás que

irte.

− Pero… ¿entonces qué haré? − preguntó asustado.

− Eso no me incumbe, aunque espero que no tengas que irte. − Cornac le miró

fijamente, sorprendido −. Es decir, trabajas bien, y se te coge cariño. No me haría

gracia tener que echarte de aquí.

− Me alegro de que me haya aceptado, señor − dijo, henchido de felicidad. Aunque le

dolía la posibilidad de tener que marcharse, el poder haberse ganado el aprecio de

Rough valía más de lo que nunca habría esperado.

− Aún así, deberías ir a prepararte el equipaje. Por si acaso.

Cornac asintió y se metió en el almacén, donde habían improvisado una cama con

unos sacos viejos. Se sentó en el colchón y hundió la cabeza entre las manos. ¿Por

qué le perseguía la mala suerte? ¿Por qué cada vez que creía que podía ser feliz

ocurría algo inesperado que le obligaba a cambiar su forma de vivir?

Un resquicio de luz entró en la habitación acompañado del chirrido de la puerta, y una

pequeña silueta se asomó por el hueco.

− ¿Qué te pasa? − preguntó la chiquilla.

− A lo mejor me tengo que ir − respondió Cornac, enternecido por la preocupación de

la niña.

− ¿Y eso por qué?

− ¿Acaso sabes quién soy? − preguntó con una pequeña sonrisa. Ella negó con la

cabeza −. Mis padres eran muy malos con la gente, y como soy su hijo creen que

deben castigarme a mí por ello.

− ¿Pero tú hiciste algo?

− Creo que no, aunque seguramente mis padres atacaban a la gente en mi nombre,

por mi bien, y entonces me culpan a mí.

Ella se acercó a él y le cogió una de las manos.

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− Pero si te vas no podremos jugar − le reprochó con un puchero −. Mi hermana nunca

puede jugar conmigo, y me aburro mucho estando yo sola. ¡Me has prometido que

jugarías conmigo, no puedes irte ahora!

− Para eso tendrás que pedírselo a tu hermana y no a mí.

− ¡Sí! − exclamó antes de irse de vuelta a su casa. Cornac sonrió y se tiró sobre la

cama, en un extraño estado de calma. Sabía que siempre debería esconderse, que

nunca podría vivir tranquilamente, así que optó por aprovechar esos escasos

momentos de relax.

Diez minutos después, cuando estaba a punto de caer rendido por el sueño, alguien

más llamó a la puerta. Rough asomó la cabeza con una mueca enfurruñada y gruñó

algo parecido a “Sal de ahí”, aunque a Cornac le costó descifrarlo debido al bajo tono

de su voz gutural.

Fuera estaban Piella y su hermana pequeña, ésta llorando a moco tendido y la otra

intentando consolarla; también estaba Rough, entre furioso y entristecido junto a la

que debía ser su mujer y también Sera, mirando a Cornac con odio. Él se dio cuenta

de que tenía los ojos rojos. ¿Había estado llorando?

− ¿Qué hace él aquí? − le espetó Sera a su hermano −. ¡A él no le puede interesar…!

− Cállate, Sera. Cornac le quería incluso más que nosotros.

− ¡Pero…!

− ¡Silencio! − rugió.

− Rough, eh, ¿de qué habláis? − preguntó Cornac con timidez.

El carnicero le miró con tristeza.

− De nuestro padre. Él…

No hizo falta que continuara. Cornac le miró fijamente durante un momento y rompió a

llorar.

Rough cerró la puerta de la carnicería con un hondo suspiro. El entierro había sido

austero y silencioso. Demasiado silencioso. No se había escuchado ni un sollozo, ni

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una respiración entrecortada, ni nada. Sólo un silencio roto por el sonido de la tierra

cayendo sobre la tumba de su padre.

Llamó a la puerta del almacén donde vivía Cornac. Pasó un eterno minuto hasta que el

muchacho hizo acto de presencia con actitud pesarosa. El anciano le había salvado la

vida y le había ocultado del resto de Roemin, y eso era algo que Cornac no sabía

cómo pagar, pero que ya no podría hacer. Sera no le había permitido salir de la

carnicería ni siquiera para despedirse del viejo, y Rough se sentía culpable.

− Venga, chaval, reacciona − le riñó con cierta dureza −. Tienes que ponerte a

trabajar.

Cornac asintió y se puso su delantal de camino a las cocinas. Rough chasqueó la

lengua, disgustado.

− No, chaval, hoy te encargarás de vender la carne. No hace falta que prepares más,

aún hay mucha.

Cornac le observó con cierto temor y Rough se alegró de volver a ver esa chispa en

sus ojos verdosos.

− No te preocupes, me quedaré cerca en caso de peligro − le aseguró con una

sonrisa.

Cornac se deshizo el lazo del delantal, con la mirada fija en el suelo. Eso le asustaba,

porque podía imaginarse lo que ocurriría en cuanto el primer cliente cruzara la puerta.

Daba igual la obstinación de Rough por mantenerlo a salvo, acabarían capturándolo.

− No creo que esto sea una buena idea − suspiró colocándose tras el mostrador.

− Lo sea o no, ya va siendo hora de que lo hagas. Afronta tus miedos, ¿no eres ya

mayorcito para ello?

− Simplemente no quiero morir joven − replicó con frialdad.

− Te juro por mis hijas que no lo harás, al menos no gracias a mí.

Cornac sacudió la cabeza y se limpió las manos con un paño mientras esperaba a que

llegara el primer cliente. Posiblemente fuera el último al que atendería.

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Y, tal y como había previsto, en cuanto la primera persona entró por la puerta soltó un

grito. Se trataba de un hombre distinguido, vestido con un traje lujoso y un denso

bigote. “¡Cornac!” fue la única palabra que pronunció, pero con eso lo decía todo.

− ¡Eh! − le reprendió Rough −. ¿A qué ha venido eso? ¡Esa no es forma de tratar a mis

empleados!

− Co-Co-Cornac… − balbució −. ¿Ese maldito niñato es tu empleado?

− Sí − respondió con orgullo. Cornac no podía menos que admirar la seguridad con la

que hablaba.

− Rough, no hace falta… − comenzó.

− ¿Cómo has podido traicionar a tus raíces de esa forma, Rough? − le interrumpió el

hombre del bigote −. ¡No te librarás de ésta, ya verás cuando se entere el pueblo!

− ¿Qué me haréis? ¿Ejecutarme por proteger a un chiquillo asustado? ¿Por dejarle

hacer algo de utilidad cortando la carne? ¿Desde cuándo es un delito ayudar y

proteger a los menos afortunados?

− Cómo si ese crío no fuera afortunado, teniendo tal cantidad de dinero…

− La tenía − le corrigió −. Se la arrebatasteis, y también a su familia. Por poco no se

muere en las calles, además de sin dinero y sin hogar, siendo perseguido por la ciudad

que le había visto nacer. ¡Habrase visto!

− Te recuerdo que por su culpa murieron cientos de civiles.

− Por culpa de sus padres y su abuelo. Rara vez lo hicieron en su nombre, y la

mayoría de esas ocasiones aseguraban que era “para el bien de su hijo”, no “por

orden de su hijo”. Cornac no ha hecho nada malo, es un buen chico y no merece lo

que pretendéis hacerle.

− Pero… aún así… lo has ocultado de las autoridades durante más de un año.

Ocultaste a un fugitivo.

− No, yo sólo lo he hecho durante un mes. El encargado de protegerle durante ese

primer año fue mi padre, que lo tuvo como criado. ¿Qué haréis ahora, detener el

cadáver de mi difunto padre? Yo lo único que he hecho ha sido cumplir su última

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voluntad, y vosotros queréis aniquilarla. Si supierais una décima parte de lo que ha

tenido que sufrir este chico le dejaríais vivir en paz, pero aquí nadie puede ser tan

tolerante.

El hombre del bigote les miró un momento a cada uno, se dio la vuelta y se fue

refunfuñando por lo bajo.

− ¡Le has dejado sin palabras! − exclamó Cornac, loco de alegría.

− Es lo que se merecen por haberte tratado tan mal, pequeñajo. Ya has tenido que

soportar bastante. Y, ahora, vuelve al mostrador.

Cornac volvió a su puesto con una sonrisa de oreja a oreja. Haberse ganado la estima

de alguien como Rough era algo que le habría parecido imposible hacía algunos

meses. ¡Quién sabía si conseguiría ganarse el perdón de Roemin de la misma forma!

Rough mantuvo la misma discusión con cada personaje que se escandalizaba al ver a

Cornac, y todas acababan de la misma forma. Al final de la mañana nadie había

comprado carne, pero tampoco había aparecido nadie para detenerle, así que Cornac

llegó a la comida con un sabor dulce en la boca.

Y a la tarde llegó la mayor sorpresa que jamás habría imaginado. Por fin habían

conseguido vender un poco de carne y Cornac se sentía satisfecho consigo mismo.

Sin embargo, cuando el siguiente cliente entró por la puerta, no pudo ocultar una gran

sonrisa de alegría.

− ¡Eoin! − gritó saliendo al otro lado del mostrador.

− Buenas tardes, señor − le saludó el mayordomo.

Cornac le dio un fuerte abrazo, emocionado.

− No hace falta que me sigas tratando de usted, Eoin. Ahora sólo soy un ciudadano

más y preferiría que me traten como tal.

Eoin le miró con cierto pesar.

− Ha cambiado mucho, mi señor, pero yo no lo he hecho y seguiré comportándome

como de costumbre con usted. Espero que no le moleste.

Cornac sonrió, feliz.

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− En absoluto. ¿Y a qué has venido?

− A comprar comida, por supuesto. Déme los mejores filetes que tenga.

Cornac corrió al mostrador y envolvió la carne con papel. Al entregárselo, Eoin le pagó

el precio correspondiente y le dio una bolsa de piel llena de dinero.

− ¿Qué es esto? − preguntó Cornac sosteniendo la bolsa de monedas.

− Hay algo que debe recuperar, mi señor − respondió con su característica sonrisa.

Cornac miró otra vez la bolsa, después a Eoin a los ojos y sonrió.

La puerta de la sastrería se abrió con el tintineo de la campanilla. El sastre levantó la

cabeza de su labor y vio en la puerta a un joven de cabellos blancos y sonrisa risueña.

Cornac se acercó a la mesa de trabajo y dejó caer la bolsa de monedas de Eoin sobre

la superficie de madera pulida.

− Vengo a recuperar lo que es mío − declaró en voz alta.

El sastre se arregló las gafas, que no dejaban de resbalar en su ganchuda nariz, y

sacó de un cajón, en la misma caja de terciopelo verde con la que se lo habían

entregado en su cumpleaños, el anillo de plata y esmeralda de los Pavalion.

Cornac se lo puso en el pulgar como si se reencontrara con un viejo amigo, lo observó

un momento con una sonrisa nostálgica y se lo devolvió al sastre.

− Haga con él lo que quiera, señor. Yo ya no lo necesito.

Se despidió con una inclinación de cabeza, se puso su chaqueta y salió fuera del local.

El sastre miró el anillo, sin sorprenderse de la actitud del muchacho, y lo guardó en su

lugar hasta que lo necesitara su legítimo dueño. Continuó a su trabajo silbando una

alegre tonada mientras Cornac Pavalion volvía a su hogar en la carnicería de Rough,

donde sabía que siempre sería bienvenido con los brazos abiertos.