1ER El Paseante de Cadaveres Avance Liao Yiwu

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El paseante de cadáveres Retratos de la China profunda

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El paseante de cadáveresRetratos de la China profunda

Liao Yiwu

Traducción de Leonor Sola Comino

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Todos los derechos reser vados.Ning una parte de esta publicación puede ser reproducida,

transmitida o almacenada de manera alg una sin el permiso prev io del editor.

Este libro se realizó con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las A rtes a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales 2011

título original:

The Corpse Walker

Copyright: © 2002 by Liao Yiwu

This translation was published by arrangement with Pantheon Books, an imprint of The Knopf Doubleday Group, a division of Random House, Inc.

Primera edición: 2012

Fotografía de portada ANDREW MCCONNELL / ROBERT HARDING WORLD IMAGERY / GETTY IMAGES

TraducciónLEONOR SOLA COMINO

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2012París 35-AColonia del Carmen, Coyoacán, 04100, México D. F., México

Sexto Piso España, S. L.

Camp d’en Vidal 16, local izq.08021, Barcelona, España

www.sextopiso.com

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

FormaciónQuinta del Agua Ediciones

ISBN: 978-84-15601-13-5

Impreso en México

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ÍNDICE

El infame ladrón 9

El doliente profesional 23

El maestro de feng shui 33

El saqueador de tumbas 47

El abad 65

El condenado a muerte 85

La dama de compañía moderna 93

El director de la junta de vecinos 103

La masacre de tiananmen 115

El paseante de cadáveres 133

El adivino 145

La practicante del falun gong 153

El espiritista 165

Canibalismo en tiempos de hambruna 175

El maestro de pueblo 189

El limpiador de baños 203

El traficante de mujeres 211

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El emperador agricultor 219

El contrarrevolucionario 227

El compositor 239

El embalsamador 259

El adicto al sexo 269

El terrateniente 281

El derechista 293

Niños vagabundos 305

La artista ambulante 315

El sonámbulo 325

El emigrante 337

El pasajero clandestino 347

El rey de los mendigos 359

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EL INFAME LADRÓN

El séptimo día del primer mes del calendario lunar de 1991, acompañé a un abogado amigo mío a una prisión de Chongqing para visitar al ladrón Cui Zhixiong. En cumplimiento de la pena de muerte a la que había sido condenado, Cui Zhixiong sería ejecutado en cuarenta y cinco días. «Me queda el equivalente a una Fiesta de la Primavera»,* dijo.

Lo condenaron a los treinta y nueve años. Cui, con grandes ojos y pobladas cejas, un tipo de complexión fuerte que en un día tan frío como aquél llevaba tan sólo una camiseta sin ropa inte-rior, se comportaba como si no lo fueran a ejecutar. Su actitud me recordó a la disposición propia de los soldados de infantería que protagonizan muchas películas. Aun llevando pesadas cadenas, se mostró sereno ante nosotros y perspicaz al hablar de su caso.

Varios años después, cuando me dispuse a ordenar los re-cuerdos de su historia, no quedaría de él más que cenizas, pero en cuanto me acordaba, un sudor frío bañaba mis manos. Dios mío, ¿todo aquello ocurrió de verdad? ¿Seguirá Cui siendo un preso a la fuga en el infierno?

LIAO YIWU: ¿No fumas? Es raro en un preso.CUI ZHIXIONG: En la cárcel no está permitido fumar.LIAO: Las reglas están para romperlas, así es la naturaleza

humana. Además, la situación de ahora es particular y podrías hacerlo.

* La Fiesta de la Primavera es la celebración más importante para los chi-nos, similar en importancia a la Navidad en Occidente. (Ésta y todas las notas del libro son de la traductora).

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CUI: La dignidad de las personas es más importante que su propia naturaleza. Quizás incluso la razón por la que se me-nosprecia a los presos no es por el delito por el que hayan sido encarcelados sino porque ellos mismos han perdido su propia dignidad. ¿Quién no va a querer fumar aquí dentro? Quieres fumar aunque no seas fumador y más en una situación como la mía, cuando ves que sólo esperas a que pasen los días hasta que llegue el momento de tu ejecución. Pero un cigarro pue-de hacer que pierdas la dignidad, puesto que puedes terminar recogiendo las colillas que encuentras tiradas y atesorándolas como si fuera algo preciado. Y a veces son los abogados o los policías quienes nos los ofrecen… ¿Cuántos cigarros no se habrán cambiado por vete a saber cuántas confesiones a los policías?, ¿cuántos trozos de carne habrán sido intercambia-dos por un par de delaciones?… Y sólo cuando estés a punto de morir te darás cuenta de lo mezquina que ha sido tu vida.

LIAO: No te negaré que ir recogiendo colillas por el suelo no sea vergonzoso, pero no creo que llegue al extremo de hacer perder la dignidad a alguien. Durante la Revolución Cultural, mi padre asistió a un curso sobre crímenes organizados y ma-fias cuyas normas eran muy estrictas y todos los días los temas principales eran o «declaraciones y confesiones» o «denun-cias». Su adicción al tabaco era tal que también llegaba a fu-marse las colillas que encontraba por los suelos e incluso liaba hierbajos y se los fumaba. Una vez, durante una asamblea, se agachó tantísimo que los allí presentes pensaron que estaba haciendo una reverencia como muestra de educación y buenas maneras, pero en realidad no sabían que a unos pocos centí-metros había una colilla que uno de los guardias había tirado. Faltó poco para que se cayera de bruces.

CUI: No es comparable una situación con otra. Tu padre no cometió ningún delito. En mi profesión, mucho más difícil que la suya, estás obligado a controlarte a ti mismo. Me irri-ta que los presos se fumen las colillas del suelo. Me gustaría abrirle la boca a todo aquél que posa una de las colillas en sus labios y hacérsela tragar.

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LIAO: Tranquilo, hablemos de otros asuntos.CUI: Estoy tranquilo. ¿De qué quieres hablar, de mi caso?LIAO: Tú eliges.CUI: Mi caso concluyó ayer. Ayer apareció el comisario

junto con dos periodistas que grabaron todo. Me hicieron con-tar con pelos y señales las técnicas de mi modus operandi al robar cajas fuertes, toda mi historia delictiva antes de ejecutar-me, pues los casos archivados aumentan cada vez más y, entre ellos, hay uno cuya técnica es muy parecida a la mía. Al menos el comisario tuvo la decencia de no engañarme diciendo que recibiría indulgencia. ¿Y tú?

LIAO: ¿Yo qué?CUI: Por tu aspecto no pareces policía ni periodista, te

asemejas más a un monje indisciplinado. Sin pelo, con la mi-rada vivaz… Al verte con tu pluma, ¿qué escribes, artículos freelance?

LIAO: Sí que tienes ojo, estoy impresionado, ¿te dedicas a adivinar la profesión de la gente o qué?

CUI: Me dedico a reconocer maquinarias, no a la gente. Desde que entré aquí, aparte de criminales, sólo me visitan policías, abogados y algún doctor para comprobar que estoy bien físicamente. No eres de este círculo. Y como tampoco a ningún hombre de negocios le interesaría venir a verme, lo más probable es que te dediques a escribir.

LIAO: Al parecer no estás muy dispuesto a hablar de tu caso. Ya lo habrás contado tantas veces que estarás harto.

CUI: Charlemos de mi fuga.LIAO: Tu principal delito es el robo de cajas fuertes, ¿cierto?CUI: El robo de cajas fuertes se queda en nada comparado

con el delito de fuga. Eso sí que fue asombroso. Dios nos ense-ñó que debemos hacer buenas acciones en vida y mis asombro-sas fugas también constituyen buenas acciones, pues satisfacen la curiosidad del hombre.

LIAO: Soy todo oídos.CUI: La primera vez que me agarraron, hace dos años, me

encerraron en una comisaría de Geleshan. Se trataba de una

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prisión de la vieja escuela, una reliquia del Kuomintang,* que, a pesar de tener varias docenas de años, parecía más sólida que las cárceles de hoy en día, pues los muros son de piedra y los vigilantes no paran de pasearse por los cuatro costados. El patio al aire libre, el comedor y la sala de reuniones eran espacios rectangulares divididos en dos partes. Los automóvi-les entraban por la puerta principal y, al franquearla, se abría una pequeña zona al aire libre que, al traspasarla, conducía al bajo de la prisión. La planta baja estaba compuesta por la sala de interrogatorios, la cocina, los baños separados en dos salas, una con las regaderas y otra con los inodoros, y un almacén. En la segunda planta se encontraban las celdas, con un total de dieciséis, incluyendo una celda especial para mujeres. Y, claro, también había una sala de policía muy soleada en la segunda planta orientada al sur. En medio de la cárcel, corría un pasillo circular, frío y tan oscuro que por la mañana ya tenía que te-ner las lámparas encendidas. En mi celda, de un solo salto, se podían agarrar los barrotes que protegían el exterior de la cla-raboya y, alzando la mirada, se vislumbraba el pinar donde los agentes secretos del Kuomintang asesinaron a Yang Hucheng.

LIAO: ¿Cómo estás tan familiarizado con la ubicación?CUI: Al igual que hay genios que no olvidan jamás lo que

han estudiado, yo soy un genio del robo y tengo memoria fo-tográfica de todos los sitios por los que paso. Y, la verdad, los dos meses en los que estuve encerrado me bastaron para me-morizar cada piedra y ladrillo de la prisión. Se decía que nun-ca nadie se había escapado de esa cárcel, pero vete a saber. La piedra también puede romperse… Yo había conseguido entrar y salir tantas veces de celdas de aislamiento que parecían ca-jas fuertes que… ¿quién sería capaz de frenarme? La mayor dificultad es pasar desapercibido, pero es imposible estando

* Kuomintang, Partido Nacionalista de China, es un partido político na-cionalista chino. Actualmente, está considerado un partido conservador, miembro de la Unión Internacional Demócrata, a la que pertenecen par-tidos como el Partido Republicano de los Estados Unidos o el Partido Po-pular español.

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como estábamos encerrados bajo el mismo techo, cada uno con un motivo oculto en su interior. Durante el primer mes, como me interrogaron diariamente, mi mente no estaba muy clara, pero los encargados de mi caso se dieron por contentos con mis confesiones y quisieron continuar la investigación y definir el siguiente paso de la estrategia, de manera que decidieron pos-poner los interrogatorios.

LIAO: Las investigaciones siempre se basan en palizas, ¿a ti no te pegaron?

CUI: Los novatos reciben palizas como aviso por parte de los superiores. Hay muchos tipos de tortura, pero yo no soy un criminal cualquiera y, además, mi coeficiente intelectual es altísimo. Por eso los guardias se encargaron personalmente de buscar al director de la cárcel y hablar con él para evitar que lle-gáramos a las manos. Pero la verdad es que con todos aquellos interrogatorios no tenía ni un momento para poder pensar con tranquilidad en el modo de escapar, pues los presos hacíamos absolutamente todo a la vez y siempre teníamos vigilantes por los cuatro costados: durante la comida, en el tiempo del par de descansos que nos estaban permitidos… Todo menos ir al baño. Con la puerta cerrada, bajo una luz sombría y con olor a jabón, la sala de inodoros y la sala de regaderas se convertían en el mejor lugar para que una mente solitaria como la mía pudiera pensar.

LIAO: ¿Y el resto de los presos no iba al baño?CUI: Sí, claro. Las letrinas de la cárcel eran muy grandes,

como la mitad de una persona de bastante altura. Como el siste-ma de desagüe era antiguo, cuando se atascaban dos inodoros, se tenían que vaciar las letrinas. Y por esa razón, en cuanto traían una bomba de agua para vaciarlas, cientos de presos aprovecha-ban y se ponían a lavar ropa en el patio, salían para contemplar el cielo y respirar un poco de aire fresco, algunos también se de-dicaban a intercambiar cosas. Como te he dicho, trataba de acla-rar mis ideas allí, pero ni aun estando yo, un ladrón de mi nivel, diez minutos en los baños, era capaz de olvidar que aquello era una cárcel. En las únicas dos ocasiones en las que podía ir al baño, tenía que poder pensar en un plan y, claro, no podía

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permanecer mucho rato dentro para no levantar sospechas. La ventana del baño daba a un gran muro, una salida sin escapato-ria, pero se me ocurrió que, al ser una cárcel antigua, el sistema de tuberías por donde caían los excrementos no contaría con un sistema de extracción por bombeo, de manera que quizás pudiera escaparme por el canal de desagüe. Así que la primera pregunta era dónde se encontraba la boca de entrada, si den-tro o fuera de la cárcel, y, la segunda, si estaría cerrada por una tapa y cuánto pesaría esa tapa. También me preguntaba si estaría protegida por alguna trampilla de hierro. A decir verdad, jus-to una semana antes de mi fuga tuve mis dudas, porque un día, mientras me bañaba, desde el orificio por donde caía el agua, advertí que por la pared corría un canal que afortunadamente era un punto muerto para los custodios. Después, oí el ruido que hace un gato al atrapar a un ratón justo al otro lado de la pa-red. Y entonces pensé que si cabía un gato, yo podría meterme tumbado. Sólo con pensar en esa fuga me emocioné sobrema-nera, pero ese plan necesitaba la colaboración de tres personas. Primero tenía que despistar al guardia, pues cuando los de la dirección acabaran de bañarse, él tenía el privilegio de entrar primero a la regadera, así que necesitaría que alguien vigilara la puerta. También a dos personas más para que me levantaran y así poder agarrarme a las tuberías y meterme por el conducto.

LIAO: Y eso sería demasiado arriesgado.CUI: Sí, tener que confiar en tres personas me aterraba

más que estar en la cárcel, de manera que lo único que podía hacer era meterme por el conducto del inodoro. Por fin llegó mi oportunidad: oí que un hombre con acento de pueblo estaba tirando los excrementos del inodoro. El corazón me latía tan fuerte que temí que se me saliera del pecho, pero finalmente lo logré. Yo estaba seguro de que escaparía de la muerte. Una vez dentro, el siguiente paso era calcular el tiempo necesario para hacer todo el recorrido al ritmo previsto. Quince minutos de descanso menos varios minutos para recorrer los seis inodoros eran un total de diez minutos, más tres minutos de recuento de personal; luego, descubrir que falta alguien, buscar al su-

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sodicho y llamar al equipo de búsqueda, seis minutos más; más dos minutos para que salieran a la búsqueda… La diferencia de tiempo entre el momento en que yo había iniciado el recorrido y el momento en que ellos emprendieran la búsqueda, nueve minutos, es decir, que disponía de una media hora para poder salir de la zona, bajar al pie de la montaña y perderme entre el gentío de alguna población grande.

LIAO: Parece una película.CUI: ¡Qué película ni qué nada! Cuando me arrestaron hi-

cieron falta veinte minutos en coche para trasladarme desde el pie de la montaña a la cima y supuse que tardaría lo mismo yo haciendo el camino a pie, por ser ladera abajo. Y tampoco corría peligro si me retrasaba ocho minutos en el canal de ex-crementos o por los alrededores. Justo al lado de la cárcel había una academia de ciencias desde donde reverberaba el sonido de los estudiantes que memorizaban las lecciones repitien- do textos y seguramente supondrían que me escondería allí, por la montaña, bastante cerca.

LIAO: Claro, ¿pero no crees que era un riesgo poder en-contrarte con algún visitante que estuviera subiendo por la montaña mientras tú descendías por ella?

CUI: En ese caso, habría ido directamente hacia él para asustarlo. Había pensado docenas de veces en mi fuga, soña-ba en ella hasta el punto de despertarme a medianoche sin dejar de mover las piernas, como si corriera. Y, sorprenden- temente, las cosas salieron a la perfección, incluso me acuer-do que era el 6 de mayo de 1990, sólo me faltaban tres días para cumplir los treinta. Por la tarde, metí en una bolsa de plástico una camiseta, pantalones cortos, unos tenis de lona y una toalla, y me la até a la cintura, debajo de mi uniforme. En cuanto sonó la campana del descanso, seguí a los demás pre-sos por el pasillo y, a los dos minutos, ya estaba bajando por las escaleras hacia el patio de la prisión. Me giré resguardan-do la puerta y dirigí una mirada hacia la cámara que había en la segunda planta, vislumbré a los dos guardias que allí había charlando amistosamente. Acto seguido, me colé en el baño

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y me metí por el canal de desagüe. Mis pantalones eran dema-siado holgados y me dificultaban los movimientos. Un preso entró a orinar y yo tuve que permanecer de cuclillas ansioso por no perder ni un solo segundo. Acto seguido, con lágrimas en los ojos por el fuerte mal olor de los excrementos, me quité el uniforme. El canal era tan estrecho que de cuclillas mi cabe-za rozaba el techo. Mis manos me guiaban y avanzaba temero-so de que se me desgarraran las orejas y el pene me explotara en aquella posición tan incómoda. No sabía la profundidad de la letrina. A mi alrededor todo eran excrementos apestosos y, mientras avanzaba, alguna que otra rata se cruzó en mi cami-no. Temí que el corazón se me saliera del pecho. El tiempo pasaba jodidamente despacio, como si hubieran pasado años, mi cuerpo entero se agitaba en temblores y no me atrevía a abrir los ojos. Al menos no tenía que nadar entre heces, pues las aguas fecales eran espesas y podía ir avanzando de cucli-llas. Si bien el agua sólo me llegaba al cuello, temía terminar ahogado. Continué avanzando y avanzando hasta llegar por fin a la red metálica. Al abrir los ojos vi la salida a tan sólo un metro. En ese instante temí perder los nervios. La rejilla sólo podía abrirse hasta la mitad, así que no tuve más remedio que meterme a la fuerza y hacerme dos cortes. Pasar me costó mu-chísimo, pero yo estaba en forma y, por los nervios, creí que ya habrían pasado diez minutos, pero había sido más rápido y no habían pasado ni seis. Abrí la bolsa de plástico y me lim-pié los excrementos con la toalla. Después me cambié de ca-miseta y me puse los pantalones cortos y los tenis, para salir corriendo ladera abajo como si fuera un atleta en plena carrera, un atleta que apestaba, eso sí, pero un atleta.

Salté zanjas y fosas a toda velocidad. Si existiera, seguro que superé el récord de los mil metros en campo abierto. Para no perder ni un segundo, no seguía la ruta de los caminos serpenteantes, propios de aquellas montañas, si no que iba recto, saltando de un nivel a otro, ladera abajo, acortando. Creo que los montañeros con los que me topé se tapaban la nariz al pasar por su lado. También me pareció oír tras de mí

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varias sirenas de coches, pero debieron de ser alucinaciones. Cerca del cementerio Los Mártires hay una escuela de idiomas y me dirigí a ella. Atravesé su pista de deportes. Corrí a pleno pulmón, tan tenso que mis músculos parecían estallar bajo la camiseta y los pantalones. Y por eso pasé desapercibido: parecía un deportista. Me dirigí al edificio de los dormitorios de los estudiantes y, después de darme allí un regaderazo, me vestí con una camiseta y un pantalón medio húmedos que vi colgados en la ventana, para, acto seguido, volver a emprender la carrera.

En aquella zona, perteneciente a la ciudad-distrito de Sha-pingba, había un gran hospital donde pensaba esconderme. Entonces decidí parar a un taxi para recorrer unos kilómetros lo más rápido posible. Cuando estábamos pasando por el hos- pital le dije: «Perdone, pero será mejor que pare, pues he ol-vidado la cartera». El taxista se giró y me preguntó: «¿Quiere que demos la vuelta para ir por ella?», pero para entonces yo ya había abierto la puerta y me había bajado. Se oían las sirenas de alarma, el equipo de búsqueda ya había llegado para comen-zar a rastrear el lugar. Entré al hospital, atravesé el ala donde se distribuían las habitaciones y alcancé el depósito de cadáveres. La sala, de unos veinte metros cuadrados, tenía seis planchas de piedra con tres cadáveres tumbados y otros dos recubiertos de hielo. No tenía alternativa, lo único que podía hacer era tum-barme y taparme con una de las sábanas azules que cubrían al resto de los cadáveres. En principio, el clima en mayo no era frío, pero después de estar recostado sobre esa piedra duran-te horas, el frío se te calaba por los huesos. Aquella sala tenía una luz mortecina y el olor putrefacto de los cadáveres que, por el charco de sangre que vi en el suelo, debían de ser víctimas de accidentes de tráfico, impregnaba toda la estancia. Deses-perado, ansiaba que anocheciera, pero el cielo no se oscurecía nunca. Se oía el graznido de los cuervos que descansaban en los árboles del exterior y el rugido que provocaban los remoli- nos de viento al colarse por la puerta hacía que se me pusieran los pelos de punta. Si por alguna casualidad entraba alguien, yo estaría acabado. En el momento en el que me destaparan ten-

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dría que agarrar a quien fuera y estrangularlo en el acto.LIAO: En tu situación, más te habría valido entregarte a la

policía.CUI: Ya no había marcha atrás. Y, además, no hay que te-

mer a los muertos sino a los vivos.LIAO: ¿Cuánto tiempo permaneciste tumbado?CUI: Una vida entera. Cuando me incorporé tenía el cuer-

po adormecido del frío. LIAO: ¿Cómo eras consciente de cuánto tiempo iba pasan-

do si no tenías reloj?CUI: Contaba mis propios latidos. Cuando se me aceleraba

el corazón, tres equivalían a un segundo y, cuando me tran-quilizaba, un latido era un segundo. Después acabé durmién-dome. Cuando me desperté, oí ruidos en la sala contigua, el entrechocar de cubiertos y platos de la cena de los enfermeros de guardia. Y aquello despertó tanto mi apetito que empecé a sentir dolor de estómago. Más de una vez tuve la tentación de levantarme y caminar un poco para que se me aliviara, pero a cabé conteniéndome. Durante dos horas estuvieron cenan-do y bebiendo y, antes de que se fueran a dormir, se pusieron a dar voces cantando una ópera, cuya letra recuerdo tan bien que te podría recitar ahora mismo las estrofas.

LIAO: ¿Todavía te acuerdas?CUI: No sé cómo, pero sí, me acuerdo. Cuando salí de la

morgue debía de ser medianoche. Di vueltas por los pasillos del hospital en busca del comedor y encontré a dos enfermeras que salían de la cocina cargadas con bandejas con la comida ca-liente, sin dejar de hablar y reír. No pasé desapercibido, pues gritaron un «¿Quién anda ahí?», tiraron sus bandejas al suelo y se fueron a llamar a alguien. Yo me largué de allí, no había un solo lugar en el que pudiera estar a salvo, así que pensé que lo mejor que podía hacer era esconderme otro rato en la mor-gue. Y entonces encontré un termo eléctrico con agua caliente y bebí un poco, lo justo para calmar la sed que sufría. Me aga-ché un rato para entrar en calor y después continué avanzan-do. Subí las siete plantas. Cuando iba por la quinta, di con una

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sala vacía con las luces encendidas. A hurtadillas entré y tomé una bata blanca, un gorro, una mascarilla y un estetoscopio. Y disfrazado de doctor, me dirigí directamente a la segunda planta, a la zona de ginecología y obstetricia, pues simulando hacer la ronda por las habitaciones podría encontrar cosas que me fueran de utilidad. Encontré mil yuanes y, además, me hice con un trozo de pastel, leche y fruta.

Justo al lado del hospital estaba la universidad militar de medicina y allí me dirigí. Alcancé los dormitorios de los estu-diantes y me llevé un uniforme. El cielo ya clareaba. En frente de la sala de audiovisuales había un autobús estacionado. Subí y me tumbé en la última fila. Tenía tanto sueño que caí ren-dido, hasta que una marabunta de soldados me despertó para que me recolocara en una esquina. El sol resplandecía y el au-tobús estaba repleto de militares. El oficial que se sentó a mi lado me preguntó a qué grupo pertenecía, pero no supe qué responderle, sólo pude levantar la mano y señalar los cables del autobús eléctrico. «¿El de mecánica?», me preguntó al mirar los cables. Yo asentí con la cabeza. Al escuchar a los mi-litares del autobús me di cuenta de que era domingo. Nos diri-gimos al centro de la ciudad, donde pude volver a contemplar a montones de chicas guapas y, sobre todo, a volver a saborear la libertad.

LIAO: ¿Qué pasó después?CUI: Fui fugitivo y di vueltas por todo el país, de mal en

peor. Robaba tanto dinero que perdí el gusto de gastarlo. Lo único que quería era estar solo. Ni siquiera después de com-prar una casa en Beihai me sentí en paz. No me gusta tener que hablar con hombres de negocios, no me interesa lo más mínimo. En serio, en cuanto no tienes nada que hacer, empie-zas a darle vueltas a la cabeza y hasta sueñas con policías que te persiguen. Aparte de pasarla bien, el sentido de la vida es llegar a lo más alto de tu profesión, y yo ya lo había conseguido. Cambiar de profesión, hacerme hombre de negocios, y tener que llegar otra vez a la cima era para mí imposible.

LIAO: ¿Formaste una familia?

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CUI: Tuve una amante que compartía conmigo el gusto por las canciones de Angus Tung, el cantante taiwanés. Quería ca-sarme con ella, pero no podía, pues una amante puede no sa-ber a qué te dedicas, pero tu mujer lo tiene que saber todo de ti. Así es la tradición en China.

LIAO: ¿Y cómo te detuvieron?CUI: Habían pasado ya dos años desde que me escapé de

la cárcel y, como creía que no pasaría nada, regresé a Chong-qing y volví a mi vida anterior. Salía con mis amigos a jugar y apostar dinero, pero un día forcé la sala de la caja fuerte de una empresa. No te engaño si te digo que entré por la puerta principal y que el sistema de alarma exterior saltó pasados los diez minutos, cuando yo sólo había tardado ocho en abrirla. Escuché el tictac de la alarma, introduje la hoja del cuchillo por una raja de la puerta y corté el cable de la alarma. Demo-nios, ¿ése era todo el sistema antirrobo con seguridad refor-zada por infrarrojos? Estaba regalado. Me di la vuelta, me metí un chicle en la boca y salí haciendo bombas. Me fue tan fácil que no sentí el más mínimo placer. En esa ocasión fueron qui-nientos mil yuanes y algunas acciones. Justo en el momento en que empecé a alegrarme, justo en el momento en el que mi entusiasmo iba a dispararse, como una mecha que se conver-tiría en llamas, me descubrieron. Me agarraron cuando aún tenía dibujada la sonrisa en el rostro. Fue como tocar el cielo y descender a las profundidades. He de decir que esa vez por fin encontré la paz. Me levanté y extendí las manos para que me colocaran las esposas y dije: «Vámonos».

LIAO: Y ahora que estás sentenciado a pena de muerte, ¿si-gues encontrándote en paz?

CUI: Pienso mucho en la fuga que llevé a cabo hace dos años y me parece increíble. Además, nadie puede escapar a su destino. Y el mío es éste. Aunque mi cuerpo ha sido libre, mi alma no. Le debo muchas cosas a esta sociedad: debí ha-ber donado el dinero robado para ayudar a los necesitados, a niños analfabetos, a desempleados, a prostitutas… ¿Qué me

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diferencia de los oficiales corruptos? Olvidémoslo… Tú has podido estudiar y, como ya sabrás, para hacer cualquier cosa en esta vida se necesita pasión, y yo ya he perdido la pasión por continuar viviendo. ¿A ti aún te queda?

LIAO: ¿A mí? ¡Quién sabe!

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