18Amaya

36
Chaparro Amaya, Adolfo. La disputa teleológica entre marxismo y liberalismo en los límites de la periferia. En publicación: Filosofía y teorías políticas entre la crítica y la utopía. Hoyos Vásquez, Guillermo. CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires. 2007. ISBN: 978-987-1183-75-3. Disponible en: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/grupos/hoyos/18Amaya.pdf Red de Bibliotecas Virtuales de Ciencias Sociales de América Latina y el Caribe de la Red CLACSO http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

description

Politica

Transcript of 18Amaya

  • Chaparro Amaya, Adolfo. La disputa teleolgica entre marxismo y liberalismo en los lmites de la periferia. En publicacin: Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa. Hoyos Vsquez, Guillermo. CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires. 2007. ISBN: 978-987-1183-75-3.

    Disponible en: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/grupos/hoyos/18Amaya.pdf

    Red de Bibliotecas Virtuales de Ciencias Sociales de Amrica Latina y el Caribe de la Red CLACSOhttp://www.clacso.org.ar/biblioteca

    [email protected]

    mailto:[email protected]://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/grupos/hoyos/18Amaya.pdfhttp://www.clacso.org.ar/biblioteca

  • 257

    EN EL PRESENTE ENSAYO deseara argumentar que la crtica de que han sido objeto las pretensiones de una razn universal en el campo de la filosofa poltica apunta a la imposibilidad de darle consistencia a los fines de la razn en tiempo futuro. Para ello, tomo el marxismo como paradigma teleolgico en las ciencias humanas.

    En la primera parte, intentar seguir los avatares que sufre el mar-xismo como teora ante el xito de las sociedades de mercado en todo el mundo. En la segunda, procuro desentraar el campo enunciativo que comparten el marxismo y el liberalismo econmico en la condicin de teoras que dan cuenta de los fines del capitalismo como sistema de or-ganizacin social. En el final se exponen las condiciones histricas de la realizacin de los axiomas del mercado en las sociedades perifricas y la forma en que el discurso de las ciencias sociales transfiere la discusin sobre el modelo de desarrollo liberal y/o social a la descripcin de lo que se conoce tradicionalmente como el problema agrario en Colombia.

    La tradicin filosfica ostenta tres maneras bsicas de concebir la razn. La primera, ligada a la teora del conocimiento, afirma la ra-

    Adolfo Chaparro Amaya*

    La disputa teleolgicaentre marxismo y liberalismoen los lmites de la periferia

    * Integrante del Grupo de Investigacin Estudios sobre Identidad de la Escuela de Ciencias Humanas, Universidad del Rosario, Bogot, Colombia.

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    258

    cionalidad universal de los seres humanos. Desde la tradicin greco-cristiana del alma hasta las investigaciones recientes de la filosofa de la mente, se intenta descubrir en la razn el componente fundamental de la naturaleza humana. La segunda, inspirada en la Ilustracin, supone que la razn es la unidad formal de los conceptos que median la rela-cin de los individuos con el mundo. Esa unidad se concibe como una forma de totalidad subjetiva, para lo cual las ideas de la razn deben incorporar los conceptos del entendimiento y conferirles el mximo de extensin sistemtica. Por ltimo, una concepcin finalista de la razn, que se remonta a Aristteles, pero que encontramos en formas profun-damente arraigadas de la cultura cristiana y el pensamiento poltico a travs de la historia. Sea en la forma de un plan divino concebido por el Creador o como una suerte de motor invisible que orienta a la humani-dad en una determinada direccin, la demostracin de que existe una finalidad implcita en el orden de lo creado y/o en la accin humana ha sido una obsesin de pensadores y filsofos.

    Estas tres formas de presentar los alcances de la razn, a su vez, se enriquecen o entran en disputa de muchas maneras. Mi pro-psito es enfocar esa discusin en relacin con la idea de finalidad en sentido fuerte, como quasi causa, teniendo en cuenta las otras dos concepciones en la medida en que aclaran lo que podramos denomi-nar el impasse del teleologismo en la discusin contempornea entre liberalismo y marxismo1.

    La crtica de que han sido objeto las pretensiones de una razn universal en el campo de la filosofa poltica apunta, segn mi tesis, a la imposibilidad de darle consistencia a los fines de la razn en tiempo futuro, visto ello desde el marxismo como paradigma teleolgico en las ciencias humanas. Es lo que antes denot como el impasse teleolgico del marxismo frente a la confianza en el evolucionismo del mercado que caracteriza al liberalismo.

    Dado que el marxismo es la teora por excelencia de la crisis ine-vitable, incluso del final del capitalismo, intentar seguir los avatares que sufre el marxismo como teora ante el xito de las sociedades de mercado a nivel mundial.

    En la segunda parte, planteo que esa confrontacin se disuelve al analizar la instrumentalizacin de los fines a travs del Estado y el mer-cado, respectivamente, en la planificacin central de los pases socia-

    1 Este texto es el primero de una triloga que explora La razn en los lmites del presente. La segunda parte de dicha triloga se ocupa de la genealoga del concepto en las relaciones entre existencialismo y estructuralismo en los aos sesenta. La tercera se centra en el de-bate entre los tericos que describen la sociedad como sistema y aquellos que conciben el sistema como acontecimiento.

  • Adolfo Chaparro Amaya

    259

    listas o en la planificacin del consumo que caracteriza al capitalismo avanzado. El efecto terico de esta coincidencia es el reconocimiento de un campo enunciativo que comparten el marxismo y el liberalismo econmico en la condicin de teoras que dan cuenta de los fines del capitalismo como sistema de organizacin social.

    Al final, procuro mostrar la forma en que el discurso de las cien-cias sociales transfiere esa discusin sobre los fines en trminos de una discusin sobre el modelo de desarrollo. La transferencia resulta espe-cialmente rica en paradojas y ambigedades cuando se analiza la des-cripcin de lo que se conoce como el problema agrario en Colombia. La hiptesis es que el caso colombiano puede servir de paradigma para evidenciar cmo el diferendo entre liberalismo y socialismo ha deri-vado en una falsa oposicin entre Estado planificador y mercado libre al interior de cada pas, ya que, finalmente, en trminos pragmticos, tal oposicin se resuelve en un discurso desarrollista que los integra y a travs de las transformaciones que sufren los estados con el fin de responder a la sustraccin o adicin de los axiomas del capital en las sociedades perifricas.

    EL METARRELATO DEL MARXISMOEl liberalismo se precia de asumir como axioma terico una suerte de evolucionismo social, inspirado en las ciencias naturales, que le permi-te criticar a priori toda razn concebida en sentido teleolgico, esto es, como dirigida a un fin del que participan ms o menos conscientemente todos los seres humanos. Aunque la argumentacin de esta oposicin entre evolucionismo y teleologismo no es muy prolfica en el campo social y est circunscripta, bsicamente, al debate entre liberalismo y marxismo frente a la filosofa de la historia, las objeciones planteadas al finalismo por las teoras evolucionistas han terminado por generar un consenso en el contexto ms amplio de la teora social, que establece como definitiva la oposicin paradigmtica entre marxismo (sistema), historicismo (mtodo) y fines (alcance de la teora), por un lado, y libe-ralismo (pensamiento), evolucionismo (mtodo) y predicciones (alcan-ce de la teora), por el otro.

    A mi juicio, en el desarrollo de esta oposicin se ha creado una suerte de complicidad terica entre los dos polos que la expresan, de modo que si al comienzo el marxismo pareca la instancia legtima para predecir lo que vena despus del capitalismo, actualmente toda la po-tencia teleolgica del marxismo parece determinada por el desarrollo del capitalismo real. En efecto, la pica crtica que el marxismo hace del capitalismo no parece generar ms teora predictiva, de modo que el lmite de lo pensable en trminos del sistema mundo no es ya una poca posterior al capitalismo, sino las predicciones plausibles sobre el

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    260

    desarrollo potencial de las sociedades en este sistema histrico. En ese sentido, si bien Marx descubre las premisas cruciales sobre la natura-leza del capitalismo al tiempo que construye una visin sobre el futuro con pretensiones cientficas lo que, en otra perspectiva, dara razn al finalismo marxista, hace pensar en un orden que slo puede ser des-cripto desde el desarrollo mismo del capitalismo, sin pensar en el fin ni en una finalidad, lo que dara razn al liberalismo evolucionista.

    En otras palabras, el carcter utpico del teleologismo marxista slo es pensable como prediccin del final histrico del capitalismo. Mientras que, si existe una teleologa en el mercado, es de carcter in-manente; y en ese caso, el capitalismo puede absorber las diferencias y resolver las crisis ajustando las variables sociales a la constante del mercado. Por tanto, aunque no se lo pueda argumentar claramente des-de la tica o la economa, el mercado es considerado como un fin en s mismo que evoluciona indefinidamente, ms all de la historia, igual que las especies. Quiz un pequeo relato resulte til al respecto.

    Si hay una imagen final que anime el ncleo de la razn marxista es la de una sociedad sin clases. Inspirado en la Revolucin Francesa, potenciado por el mesianismo cristiano, sustentado en el historicismo y el evolucionismo que sirvieron de mtodo a las ciencias sociales en el siglo XIX, sobre esta imagen sinttica del destino de las sociedades fue construyndose el ms potente finalismo de la historia. El cambio de episteme que se produce entre fines del XVIII y comienzos del XIX en Europa abre una dimensin histrica, propiamente moderna, cuyo motor es la accin consciente de s misma como posible ley universal, esto es, extensible a otras sociedades. La Repblica es el relevo histri-co de una fe en el ms all por una confianza en las posibilidades de la accin humana para realizar ideales de tipo universal2. La revolucin proletaria en Rusia constituye un paso ms all en la consecucin de esos ideales a partir de un sistema econmico que intenta superar el capitalismo. La experiencia socialista durante el siglo XX muestra que las transformaciones generadas por la revolucin han ido generando condiciones de vida y expectativas histricas que no parecen conducir a la realizacin autntica de esa primera inspiracin3.

    2 Para Habermas, doscientos aos despus, la teora tiene que acabar con la tensin entre formacin soberana de la voluntad y teoremas apodcticos de la razn; la praxis tiene que acabar con esa falsa auratizacin o santificacin de la razn, tal como cuaj en el culto del Ser Supremo y en los emblemas de la Revolucin Francesa (Habermas, 1998: 596).

    3 Con el tiempo, nos hemos habituado a proyectar un horizonte de fines que corresponden, de una u otra forma, a ese primer entusiasmo de la razn universal, pero con la sospecha de que es la dinmica del capital la que impone sus propios fines a la produccin, y esta al conjunto de formas sociales.

  • Adolfo Chaparro Amaya

    261

    En el balance final, en relacin con las crisis progresivas del capita-lismo y la liberacin del proletariado, lo que aparece a primera vista, a la luz del socialismo real, es el fracaso del proyecto marxista. Se acepte o no este juicio como algo definitivo4, lo cierto es que la magnitud de esa incon-secuencia prctica ha tenido efectos de verdad sobre el conjunto de la teora. Aunque en general se acepta que el ncleo estructural del anlisis econ-mico sigue siendo vlido para las sociedades industriales, el marxismo ha perdido vigencia argumentativa, a nivel del diagnstico social y de la cohe-rencia que lo caracterizaba, como un anlisis general del capitalismo, en especial despus de la Segunda Guerra Mundial. En palabras de Lyotard:

    Qu pasara, se preguntaba el filsofo, si despus de todo no exis-tiera ningn Yo en absoluto en la experiencia que sintetizara contra-dictoriamente los momentos y, as, lograra el conocimiento y la pro-pia realizacin? Qu si la historia y el pensamiento no necesitaran de esta sntesis?; qu si las paradojas debieran seguir siendo para-dojas y el carcter equvoco de estos universales, que tambin son particulares, no debiera ser eliminado? Qu si el propio marxismo fuera a su vez uno de esos universales particulares que no deban ser superados una asuncin que es todava demasiado dialctica, sino que como mnimo fuera una cuestin de refutar su reivindica-cin de universalidad absoluta, mientras se le segua concediendo un valor en su propio orden? Pero en tal caso, en qu orden, y qu es un orden? (Lyotard, 1992: 78)5.

    Aunque no tenemos an una respuesta a estos interrogantes, entretanto, los componentes que hacan del marxismo una teora con pretensiones sistemticas se han disuelto en las ciencias sociales, diseminados en los mtodos y los presupuestos de disciplinas que lo acogen6. La apropia-

    4 En otra perspectiva, el fracaso puede ser ledo como un momento de la utopa que lo im-pulsa. Utopa, entonces, significa un ideal puro que no puede ser denegado histricamente, o al menos no todava.

    5 Estas preguntas, confiesa Lyotard, me asustaban por s mismas debido al tremendo esfuerzo terico que prometan y tambin porque parecan condenar a cualquiera que se entregara a ellas al abandono de cualquier prctica militante durante un tiempo indeter-minado (Lyotard, 1992: 78). Para seguir la trayectoria de la decepcin de Lyotard despus de su colaboracin terico-prctica en el grupo Socialismo o Barbarie, desde 1955 a 1966, ver el Eplogo de Peregrinaciones (1992).

    6 Foucault (1996) ha sido el primero en sealar la importancia del marxismo y la teora de la evolucin en la tendencia al historicismo que caracteriza las formaciones de saber en el siglo XIX (por ejemplo, en Las palabras y las cosas). En el siglo XX, esta influencia ser fuertemente discutida al interior de cada disciplina, pero siempre encontraremos tenden-cias marxistas en la historia, la economa, la antropologa y la lingstica.

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    262

    cin parcial del anlisis marxista por otras teoras ha terminado por crear en ellas una exigencia de historicismo que tiende a proyectarse en formas anticipatorias del juicio que parecan exclusivas de las ciencias naturales. Al conjugar lo que es de la historia pasado y lo que es de la anticipacin causal futuro, la influencia del marxismo en las ciencias sociales se sustenta en una dialctica de los fines que tiende a desplazar el referente cognitivo por exigencias normativas que determinan el des-tino histrico y que, justamente por esa pretensin predictiva, pueden ser desmentidas constantemente por la historia. Ahora bien, como se trata de una teora que pretende cambiar la realidad, en muchos casos no se sabe si sus predicciones dependen de la voluntad, del tipo de organi-zacin poltica que las implemente, de las contradicciones del capitalis-mo o de la creencia compartida en cierta expectativa de futuro. Lo cierto es que del discurso de las ciencias sociales inspiradas en el marxismo no es posible derivar un modelo factible de sociedad donde imperen los valores antimercado de manera sistemtica en la toma de decisiones.

    Por el contrario, parece evidente que la expansin geogrfica del capitalismo es el resultado de fuerzas imprevisibles de antemano que han terminado por crear y consolidar una economa-mundo. A la fecha, tales fuerzas siguen siendo imparables (Wallerstein, 1998: 253-254). Hay algo que se repite, que no cambia, y que constituye un dinamismo c-clico determinado cuyo resultado es indeterminado7. La cuestin radica en si ese sistema histrico, en su conjunto, tiene una direccin si se quiere, un fin, aunque siempre sea provisional, tan potente como el fi-nalismo marxista. O mejor, si la ausencia de un finalismo determinable histricamente en el capitalismo desvirta definitivamente, o al menos aplaza indefinidamente, el sentido marxista de la historia. En sentido estricto, lo que se ha puesto en cuestin no es el ncleo sistemtico del anlisis marxista, sino el sentido, la finalidad, los fines implcitos en la teora de Marx. En tal horizonte, sugiere Habermas, podran ubicarse buena parte de las disputas que luego de Marx han surgido entre dem-cratas y liberales, socialistas y anarquistas, conservadores y progresis-tas, convertidas en patrones bsicos de tipos de argumentacin. Ms an, al decantar dichas oposiciones a lo largo del siglo XX, Habermas afirma que la dialctica entre liberalismo y democracia radical ha estallado a nivel mundial. No obstante, en lugar de la utopa o la revolucin, la disputa versa acerca de cmo puede compatibilizarse la igualdad con la libertad, la unidad con la pluralidad, el derecho de la mayora con el derecho de la minora. Por una parte, los liberales parten de la ju-

    7 Supongo que en un nivel de abstraccin ms alto quiz podamos explicar estos resulta-dos, pero no es posible hacerlo en el nivel en el que se vive la vida real, y es cuando surge el significado del viejo dicho: la historia guarda sus secretos (Wallerstein, 1998: 256).

  • Adolfo Chaparro Amaya

    263

    ridicidad de las libertades y las entienden como derechos subjetivos. Por la otra, los igualitaristas conciben la igualdad, ante todo, como prctica colectiva y como formacin soberana de la voluntad comn (Habermas, 1998: 598).

    En esa constelacin terica de la discusin poltica contempo-rnea, el sentido no es ya la inminencia de la revolucin. Lo que defi-na polticamente el anlisis, sea como revolucin o como induccin de un futuro colectivo, parece disolverse en la realpolitik sin reclamar para s, como algo propio, un telos universal, ni prefigurar ms el final paradisaco de la historia. El resultado de ello es que los diagnsticos ms lcidos acerca de la crisis del capitalismo son ledos como des-cripciones crticas, ms bien pesimistas, del desarrollo, pero no se les otorga la legitimidad suficiente como para justificar un modelo de or-ganizacin social por fuera de las leyes del mercado. Ms an, a pesar de que el mercado sigue rampante sin ofrecer un criterio explicativo de su eficacia predictiva y su universalidad performativa, los cientficos sociales, incluso neomarxistas8, han terminado por otorgarle una suerte de finalidad sistmica al capitalismo como vector deseante de todas las sociedades conocidas.

    En tal encrucijada, lo que est en juego es una reinvencin del marxismo ms all del marxismo. Valga aqu una vindicacin de la po-tencia transformadora del marxismo, como teora y como utopa, ins-pirada en un autor ajeno a los avatares de la poltica partidista. El mar-xismo, afirma Derrida (1995), es igual que el cristianismo el primer discurso poltico en haber llegado como doctrina a todos los confines de la tierra. En efecto, el marxismo ha disuelto a escala universal a veces siguiendo, a veces anticipando el proceso de expansin del capital las nociones de raza, etnia, familia, para establecer categoras universales como valor, acumulacin, capital, fuerza de trabajo, clase social, modo de produccin. Si existe un discurso sistemtico sobre el capitalismo moderno que desentraa su lgica y desterritorializa los signos de la historia como respuesta a la desterritorializacin de las formas de vida incorporadas al capital, es el del marxismo. En ese sentido, plantea pro-blemas paradigmticos que siguen generando teora:

    La antropologa del valor de uso en vez de la abstraccin del va-lor de cambio; el desplazamiento de la nocin de excedente por la de plusvala [] el nfasis en el carcter social del conocimiento en contraposicin con las epistemologas que sitan la verdad en

    8 Hardt y Negri (2001) ofrecen, quizs, el ejemplo ms interesante de la renovacin del marxismo en cuanto al anlisis poltico del capitalismo imperial.

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    264

    la mente individual; la denuncia del carcter supuestamente natu-ral de la economa de mercado y la conceptualizacin, a cambio, del modo de produccin capitalista en la que el mercado aparece como producto de la historia [] el anlisis crucial del fetichismo de las mercancas como rasgo paradigmtico de la sociedad capitalista (Escobar, 1996: 123).

    Acaso el capitalismo tiene an su sentido oculto en esa resistencia al marxismo por ser esta una teora que persiste en desentraar su verda-dera finalidad? De todos modos, lo cierto es que el anuncio del fin del capitalismo no resuelve el problema de su finalidad.

    Histricamente, esa apora pone en evidencia la proliferacin de los medios y la ausencia de fines de la sociedad contempornea. En efec-to, el fracaso poltico y econmico del comunismo se corresponde con una nueva etapa del capitalismo, en la cual este ya no enmascara sus fines en la poltica sino que la instrumentaliza como un factor humano necesario para implementar la cultura meditica, la transnacionalidad econmica, la internacionalizacin de la guerra, la especulacin finan-ciera y la nueva composicin informtica del capital a nivel global. Di-chas transformaciones son las que ahora determinan la poltica, o mejor, constituyen los axiomas sobre los que se trazan las polticas de los esta-dos, dndole irnicamente la razn al Marx de la instancia ltima, pero en la condicin posmoderna, sobre la cual, por lo dems, el marxismo no ha desarrollado una teora plausible de alcance universal. Entretanto, son los autores hostiles al marxismo los que se dan el lujo de reformular sus propias teoras sociales a la luz del economicismo, sea para defender el liberalismo poltico (Popper), sea para argumentar la universalidad de sus principios morales (Rawls), sea para justificar empricamente la nocin de un nico sistema de organizacin social (Luhmann). A pesar de los argumentos morales y cognitivos que sustentan tales teoras, los intentos de racionalizacin del capitalismo como sistema social indican que nuestras sociedades no se rigen ms por los fines de la razn, en el sentido kantiano, sino que obedecen a un ejercicio de absorcin cons-tante entre los lmites del capitalismo y su entorno energtico, bitico y humano, y a una articulacin experimental de los flujos de capital con la forma Estado en las condiciones propias de cada nacin.

    En la bsqueda de otras formas de articulacin entre los fines del Estado y las tendencias sistmicas del orden econmico, a partir de los aos ochenta se multiplicaron las revisiones del marxismo y se desarro-llaron diversas construcciones tericas de corte posmarxista que han centrado los debates con el capitalismo como una lucha ya no contra, sino por el control del Estado. Con ese debate, la utopa marxista inten-ta acoplar los fines del capital a las finalidades que Marx haba dejado

  • Adolfo Chaparro Amaya

    265

    pendientes para despus de la crisis definitiva. Ese pragmatismo pos-marxista recoge las bondades del Estado de Bienestar y las mantiene como metas que podran regular las sociedades capitalistas avanzadas9. Los otros debates giran en torno de la teora del valor-trabajo, el papel de las relaciones de clase y la presencia de los partidos socialistas y co-munistas en sociedades posindustriales y posmodernas.

    A mi juicio, el debate central tiene que ver con la primaca de la economa en los procesos de transformacin social; esto es: la invencin de la economa como campo autnomo de la poltica y de la cultura, y la imposicin de la produccin y el trabajo como cdigos de significa-cin de la vida social en su conjunto (Escobar, 1996: 122).

    En tal debate, la prctica poltica de la izquierda parece asumir un perfil estatista, al tiempo que la teora marxista se torna antirreduc-cionista, antideterminista y procesalista (Santos, 1998: 29). Los teri-cos sociales parecen intuir que ingresar al debate posmoderno desde una posicin maximalista, tpica del marxismo decimonnico, implica revivir el lugar vaco de una esperanza que slo tiene lugar en la me-moria inconclusa de la historia. Es necesario, entonces, intentar otra estrategia ms acorde con los principios del liberalismo.

    EL TERCERO INCLUIDOEn la bsqueda de otras aproximaciones a la comprensin del dife-rendo entre marxismo y liberalismo, quisiera plantear una hiptesis: el modelo de libre mercado y el de planificacin centralizada se han convertido en sistemas de inscripcin y sobrecodificacin social que, sin alcanzar una sntesis, se mezclan de diversas maneras en las socie-dades contemporneas, estableciendo el lmite de lo decible sobre el futuro de s mismas.

    Jameson ha sabido destacar la trascendencia de esta discusin ina-cabable entre liberalismo y marxismo en el contexto de las sociedades po-sindustriales. De entrada, expresa, es necesario develar ciertos prejuicios. El primero, la versin tranquilizadora de que el marxismo no tiene una posicin poltica autnoma y, por tanto, est obligado a mimetizarse en el populismo, el socialismo u otras formas de radicalismo. El asunto se complica si uno asimila las dos grandes opciones polticas del marxismo el comunismo y el socialismo a tendencias totalitaristas o una especie de liberalismo de izquierda, respectivamente, sin dejar un resquicio para su autntica expresin poltica. En realidad, propone Jameson, no resulta conveniente reducir el marxismo a una ideologa de partido, sino ms bien dimensionarlo como un pensamiento que se relaciona, ante todo,

    9 Sigo aqu la reconstruccin que efecta Boaventura de Sousa Santos (1998: 29 y ss.).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    266

    con la organizacin econmica de la sociedad y con la forma de cooperar que tiene la gente para organizar la produccin (Jameson, 1996: 204). En ese punto, aunque desde el polo opuesto, el marxismo mantiene una ho-mologa estructural con el neoliberalismo, para la cual la poltica slo tie-ne sentido a la hora de discutir con su principal enemigo, el colectivismo; pero, por lo dems, considera que la poltica significa tan slo el sustento y el cuidado del aparato econmico (Jameson, 1996: 204).

    Lo que sustenta tal homologa es que los tericos del ms autn-tico librecambismo no pueden escapar a un axioma fundamental de El capital: todo valor termina siendo una cuestin de tiempo. No obs-tante, aunque el liberalismo comparte con el socialismo dicho axioma, existen diferencias de perspectiva que vale la pena resaltar. Mientras en una economa de mercado el tiempo de trabajo convertido en mer-canca desaparece en el producto final, en una economa socialista la produccin est revestida de formas culturales e ideolgicas de perte-nencia social que perviven en el producto; el tiempo de circulacin de las mercancas, que deviene omnipresente en el capitalismo, en el otro polo no es ms que un ciclo de distribucin restringido a las necesi-dades y capacidades previstas por el Estado; finalmente, el tiempo de consumo, abierto en el capitalismo a una multiplicidad impredecible de valores de uso y de marcas de diferenciacin social, en el socialismo tiende a ritualizarse como un vector fijo que reinicia la cadena en tanto condicin de reproduccin de la fuerza de trabajo. En sntesis, mientras el modelo comunista pone el acento en la cultura del trabajo, en el valor de uso de la fuerza de trabajo, el modelo liberal privilegia la demanda y el consumo. Es posible suponer que entre la va consumista y la produc-tivista existe la posibilidad de una tercera va: la (re)distribucionista. La cuestin es que, en los lmites del presente, todas las vas posibles deben pasar por el test de maximizacin de la rentabilidad para responder eficazmente a los diversos tipos de consumo, de modo que la discusin sobre justicia o igualdad, antes de que se proyecte en el horizonte pol-tico o moral de las virtudes humanas, es un debate sobre los distintos tipos de capitalismo (Garca Santesmases, 1994: 149).

    Es verdad que, en trminos ticos, la omnipresencia del consumo puede ser analizada como la idea normativa de un intercambio libre e informado, capaz de satisfacer los deseos subjetivos de los consumido-res a travs de la libre eleccin y la iniciativa individual. Sin embargo, en lo fundamental, como afirma Wallerstein, tanto el liberalismo clsico como el marxismo clsico consideran que el capitalismo es un sistema basado en la competencia entre libres productores que utilizan el libre trabajo en la produccin de libre mercanca, y libre significa que est disponible para su compraventa en un mercado (Wallerstein, 1998: 269; nfasis en el original). La cuestin de si libre significa algo ms que

  • Adolfo Chaparro Amaya

    267

    disponible para el mercado no tiene una respuesta en esta disputa: para el marxismo, la libertad es algo que necesariamente trasciende los fines del capitalismo, mientras que, para las sociedades de mercado, la liber-tad sencillamente es inmanente al funcionamiento del capital. Entre otras razones, por la preeminencia de la capacidad adquisitiva en la de-finicin sustantiva de la libertad real. Si bien el equilibrio competitivo que tiene como teorema moral el enunciado es deseable todo cambio en el que nadie salga perjudicado y alguien pueda mejorar supone un escenario donde el mercado estara ms all de la discrepancia moral, en realidad, sostiene Ovejero, este modelo de realizacin es posible si, y slo si, all cuentan nicamente las necesidades de quienes detentan poder de compra. Si uno considera el universo de los individuos con capacidad de compra como un universal, es fcil deducir el correlato metafsico de este teorema amoral que vincula teleonmicamente el mercado con la naturaleza humana (Jameson, 1996: 206).

    Al operar como axioma del comportamiento general de los flujos deseantes, el modelo de mercado se hace extensible a todas las activida-des humanas. Hablando del matrimonio, expresa Gary Becker:

    Mi anlisis implica que los iguales o los desiguales se juntan cuando esto maximiza la produccin total de mercancas domsticas sobre los restantes matrimonios, con independencia de si esto sucede en el aspecto financiero (como las tarifas salariales y las rentas de propie-dad), gentico (como la altura y la inteligencia) o psicolgico (como la agresividad y la pasividad) (Becker, 1976: 14).

    En su crtica a Becker, Jameson (1996) resalta cmo esa suerte de fun-cionalismo metafsico puede ser extendido a los ms diversos aspectos de la vida social la creacin artstica, los contratos matrimoniales, las relaciones afectivas, el entretenimiento, de modo que lo que pareca un modelo de mercado en realidad es un modelo de (re)produccin de la fuerza de trabajo bajo un nuevo paradigma que supone la inteligen-cia colectiva del funcionamiento general. Para Virno, cuando la coope-racin subjetiva se convierte en la principal fuerza productiva (que ca-racterizara la produccin posfordista), las acciones laborales exhiben una notable ndole lingstico comunicativa, enfrentan una exposicin pblica tal que desmorona el carcter monolgico del trabajo y la relacin con los otros pasa a ser un componente originario del sistema (Virno, 2003: 60 y ss.). En tales condiciones epistmicas, cada vez que se actualiza performativamente la inteligencia general como produccin deseante, el circuito vuelve a ponerse en inicio; esto es: se reintroduce como input autoorganizativo y reproductivo, y tiende a sobrecodificar todo el circuito en trminos de produccin. Cuando el proceso de pro-

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    268

    duccin es considerado, como lo hacen Deleuze y Guattari, como parte de una mquina social de deseo y destino que compromete la naturale-za, igual que la industria y los individuos, ocurre lo siguiente:

    No existen esferas o circuitos relativamente independientes; la pro-duccin es inmediatamente consumo y registro; el registro y el con-sumo determinan de modo directo la produccin, pero la determinan en el seno de la propia produccin. De suerte que todo es produccin: producciones de producciones, de acciones y de pasiones; produccio-nes de registros, de distribuciones y de anotaciones; producciones de consumos, de voluptuosidades, de angustias y de dolores (Deleuze y Guattari, 1983: 13; nfasis en el original).

    Polarizar el anlisis hacia una discusin ideolgica en trminos de socialismo o capitalismo es una manera de ocultar la primaca de la produccin en el conjunto del sistema, otorgando prioridad en el dis-curso a los prejuicios polticos derivados de la Guerra Fra. Este tipo de enfoque ideolgico parte de dos ficciones de gran aceptacin: que los individuos de los pases socialistas usufructan la libertad de decisin de sus padres revolucionarios para planificar el mejor modo de vida colectivo, sin ejercer plenamente sus libertades reales; y que los indivi-duos del mundo libre se otorgan el derecho de elegir, cada vez, el modo de vida a seguir, a travs de la eleccin abierta de sus gobernantes y sus preferencias en el mercado, como si estuvieran ajenos a la planificacin y la predeterminacin mediatizada de sus acciones.

    Lo que quisiera argumentar es que esa lectura ideolgica, as como la presentacin de esta condicin existencial como si se tratara de un debate puramente tico entre deterministas y libertarios, es una forma de eludir las premisas no discursivas del problema. Vale decir que la produccin de inconsciente social que comporta la produccin industrial masiva, sea planificada o de libre empresa, ha hecho posi-ble una representacin de la libertad interior que ha servido tanto para avalar una concepcin de la sociedad donde el mercado como sistema resuelve los conflictos e intereses de los individuos, sin necesidad del Estado, como para justificar los rigores de una sociedad planificada desde el Estado como poder central.

    Quizs el anlisis histrico pueda aclarar tal ambivalencia: para simplificar los trminos de la oposicin pragmtica del liberalismo al marxismo, digamos que si bien antes de la Segunda Guerra Mundial el liberalismo confiaba en la disposicin de leyes sociales que pudieran controlar los privilegios y limitar las formas de propiedad, luego comen-zara a abandonar sistemticamente toda constriccin estatal sobre el mercado. En una visin optimista, el acento neoliberal es la afirmacin

  • Adolfo Chaparro Amaya

    269

    cada vez ms radical de que por lo menos en trminos doctrinales no es inexorable la planificacin total para responder a los retos de la eco-noma global, ni es imposible evitar las consecuencias totalitarias que se siguen de una economa centralizada por el Estado.

    Esta presentacin triunfalista del liberalismo, sin embargo, des-cuida el germen socialista de muchos de los que hoy se consideran de-rechos liberales. En la primera mitad del siglo XX, en trminos doc-trinales, el liberalismo y el socialismo pueden ser vistos como aliados que sern combatidos por el fascismo y el leninismo, respectivamente. De all las coincidencias del liberalismo y la izquierda moderada, en su oposicin al partido nico y a la democracia directa de los trabajadores. De all tambin la redefinicin del socialismo como redistribucin de la renta a travs del Estado Benefactor y no ya como nacionalizacin de los medios de produccin y planificacin econmica centralizada (Garca Santesmases, 1994: 147 y ss.). La emergencia de los derechos sociales surge de ese reposicionamiento de los partidos socialistas y co-munistas en todo el mundo dentro de los lmites de la democracia par-lamentaria. Por ello, aunque los partidarios del mercado han logrado desacreditar el modelo de planificacin por razones histricas (el terror al totalitarismo), no han podido impedir la proliferacin de tales dere-chos. La sospecha es que el miedo profundo al totalitarismo esconde la imposibilidad de reconocer los lmites de la libertad real de la mayora de la poblacin mundial en un modelo de librecambio10.

    Pero tambin es cierto que, al derivar del teleologismo histrico al totalitarismo colectivista, el comunismo propicia la coartada del li-beralismo para evitar cualquier discusin profunda sobre los fines de sus propios supuestos republicanos: libertad, igualdad, fraternidad. Al clausurar tales principios con el pretexto de no intervenir en un princi-pio ms alto la libertad individual, la democracia liberal renuncia a todo contenido colectivo y se sustenta en formas universales que tienen como ncleo jurdico y econmico la nocin de individuo para su justi-ficacin. Por tanto, no resulta extrao que los ideales de la Revolucin Francesa terminen siendo inexpresables en el lenguaje poltico del siglo XXI, lo que a su vez explica la creciente desilusin acerca de todo tipo de representacin poltica (Baudrillard) y la decepcin sobre la accin inspirada en el metarrelato revolucionario (Lyotard).

    10 Esta ambigedad resulta evidente en anlisis como los de Habermas, donde esa tenden-cia al totalitarismo sera patente ya en la Revolucin Francesa, emblema universal de la libertad: En nombre de una razn autoritaria, de una razn antecedente a todo efectivo entendimiento intersubjetivo, pudo desarrollarse una dialctica por parte de los presuntos portavoces de esa razn, que eliminaba la diferencia entre moralidad y tctica y que de-semboc en la justificacin del terror practicado por la virtud (Habermas, 1998: 596).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    270

    El resultado es un vector universal de individuacin que se reali-zara slo a travs de un mecanismo impersonal, la mano invisible del mercado, que, por lo dems, podra sustituir a la hybris humana y a la planificacin y reemplazar por completo las decisiones humanas11. Lo que aduce el liberalismo econmico es que existe un fondo que no se sabe bien cmo funciona, y que es mejor no saberlo: la mano invisi-ble del Creador se confunde con la mano invisible del Mercado. En su funcionamiento pleno, esa mano invisible debe restringir al mximo los poderes del Estado, las cargas impositivas y las exigencias pblicas de la administracin. En la fundamentacin amoral del mercado, afir-ma Ovejero, la mano invisible [es] la primera y magnfica metfora encargada de resolver las tensiones entre la defensa del propio inters y la idea segn la cual la historia es poco menos que el resultado pla-neado de una voluntad capaz de controlar los procesos que contribuye a desencadenar (Ovejero, 1994: 43). Una nueva teleologa de la historia parece darle razn al mercado, al menos en trminos econmicos; final-mente, el bienestar es pensable como resultado de las acciones de to-dos, sin ser voluntad de nadie (Ovejero, 1994: 43). Por qu, entonces, la sensacin de vivir en una sociedad altamente controlada?

    En trminos del diferendo entre marxismo y liberalismo, po-demos afirmar que, a medida que disminuye la capacidad crtica de la economa poltica, resulta ms evidente la hegemona del mercado como modelo social y de pensamiento. Escobar argumenta:

    [Los hombres y mujeres econmicos] han sido colocados en las so-ciedades civiles en modos que inevitablemente estn mediados, al ni-vel simblico, por los constructos de mercados, produccin y bienes. La gente y la naturaleza son separados en partes (individuos y recur-sos), y recombinados en bienes de mercado y objetos de intercambio y conocimiento (Escobar, 1996: 124).

    De ah el otro prejuicio a develar: el carcter libre del mercado. Una cosa es seleccionar entre mercancas que nos llegan determinadas de antemano, otra es confundir esta seleccin con la eleccin o la decisin, con todo lo que ello supone en trminos de juicio racional y delibera-cin respecto del ciclo que implica la planificacin del consumo. Slo saliendo de la cultura del mercado es posible rebasar el paradigma in-dividualista y tener una perspectiva ms amplia sobre la produccin

    11 Como sugiere Jameson, no resultara ocioso intentar una interpretacin psicoanaltica de por qu esta experiencia de lo social como un gran negocio resulta tan sexy en nuestros das (Jameson, 1996: 212).

  • Adolfo Chaparro Amaya

    271

    de sujetos en la modernidad12. Desde esa perspectiva ms bien antro-polgica, en lugar de insistir en la teora de la eleccin, se pondra el acento, por ejemplo, en la preeminencia de los nuevos contingentes de operadores, investigadores, diseadores, expertos en reingeniera, ase-sores de marketing y financistas en la movilizacin de las tendencias del mercado en las sociedades contemporneas.

    De la misma manera que la disciplina constituy el dispositivo fundamental en el adiestramiento de la fuerza de trabajo y los procesos de subjetivacin desde el siglo XVII, el consumo es en el capitalismo avanzado la forma de mantener el control sin renunciar a los derechos individuales. En ese sentido, Foucault nunca critic las teoras libera-les en su justificacin moral, sino en la elusin de todo lo no dicho acerca de las disciplinas corporales agenciadas por la fbrica, es decir, las jerarquizaciones que presiden el orden social, las decisiones insti-tucionales previas a cualquier eleccin del modo de vida, las relaciones de fuerza que hacen del contrato una continuacin sorda de la guerra. Habra que precisar la incidencia de la produccin de consumo en la produccin de sujetos como un correlato de las nociones de autonoma y libertad individual en las sociedades occidentales. Vale decir, descri-bir esta nueva configuracin del ciclo productivo en trminos de lo que Foucault calificara como un autntico contraderecho que irriga todo el conjunto de la vida cotidiana.

    De tal circunstancia, Jameson extrae una hiptesis ms fuerte que parece disolver el diferendo que sirve de eje a este ensayo: los oligo-polios y las multinacionales, sostiene, son nuestro sustituto imperfecto para la planificacin de corte socialista (1996: 205).

    Al asociar esa dinmica sustitutiva con los cambios en la menta-lidad y en las formas de produccin de los antiguos pases comunistas, es posible hablar de una doble transcodificacin del marxismo y el li-beralismo a nivel mundial: ideolgica, en cuanto proyecta, disuelve y trastoca los ideales de cada uno de los modelos en el otro; explicativa, en cuanto universaliza efectiva, y no crticamente los postulados b-sicos del marxismo que aclaran el funcionamiento de los axiomas del capitalismo como modo de produccin; y tica, dado que proyecta los cdigos de funcionamiento de la empresa como matrices de modela-miento del conjunto de las instituciones y el comportamiento institucio-nal de los individuos, sea en la empresa o en el Estado.

    Siguiendo a Lyotard, podramos afirmar que, en trminos filos-ficos, la transcodificacin se explica porque el universal que realmen-

    12 Escobar sugiere que ese marco ampliado de referencia debera estar constituido por la antropologa de la modernidad (1996: 124).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    272

    te se realiza como tal actualmente es el gnero econmico. Todos los dems discursos, argumenta, han sido involucrados en la lgica de la ganancia, y el discurso econmico tiende a ganar en un juego que antes pareca heterogneo e impredecible, por el hecho de que impone a los dems su propia finalidad13.

    Los efectos de esa transcodificacin continan ocultos a la teora por la tendencia a convertir los argumentos en consignas que saturen, a favor de uno u otro modelo, ese campo de batalla en el que el marxismo no deja de ser el canto de cisne del capitalismo, mientras este se empe-cina en refrendar la muerte terica de aquel a partir de su fracaso como proyecto econmico mundial.

    EN LOS LMITES DE LA PERIFERIAEn este apartado, deseara explorar la hiptesis segn la cual las par-ticularidades del desarrollo del capitalismo perifrico expresan esa transcodificacin entre marxismo y liberalismo, especialmente en la descripcin de lo que se conoce como el problema agrario en Colombia. Para el caso, tomaremos ejemplos paradigmticos de las ciencias socia-les y lineamientos bsicos de las polticas para el desarrollo impulsadas en los pases latinoamericanos a partir de los aos sesenta.

    Siguiendo esa hiptesis, quisiera analizar cmo las transforma-ciones de las relaciones Estado/capital durante el siglo XX en Colombia expresan los dilemas del modelo de desarrollo liberal o social res-pecto de la produccin agraria, para contrastar el postulado formulado por Deleuze y Guattari, segn el cual el proceso incesante de desterrito-rializacin y descodificacin del capitalismo sufre procesos singulares de reterritorializacin y sobrecodificacin en cada Estado nacin (ver Deleuze y Guattari, 1988: 468 y ss.).

    Es decir que, si bien el proceso es universal el axioma del capital producir para el mercado se expande cada vez ms y la forma Estado en cada pas conserva la funcionalidad triangular que la distingue desde sus orgenes como mquina de abstraccin de la renta de la tierra, el dinero y el trabajo, sin embargo, se producen dos fenmenos: el capitalismo no altera necesariamente todas las formas anteriores de produccin, y el Estado se transforma para adecuar sus instituciones a los axiomas que se aaden o eliminan en el desarrollo del capital.

    13 Esto no significa que el conflicto entre los diferentes gneros (cognitivo, prescriptivo, narrativo) haya desaparecido, sino que la finalidad de ganar implcita en el objetivo de explicar satisfactoriamente, cumplir la ley autnomamente o dar cuenta de un suceso a partir de su relato tiende a subsumir los diferentes gneros bajo un rgimen general de frases en el que el capital los somete a su propio eslabonamiento (Lyotard, 1991: 200 y ss.).

  • Adolfo Chaparro Amaya

    273

    Nuestra hiptesis se apoya en la constatacin que varios historia-dores y cientficos sociales (Wallerstein, entre otros) han sealado acer-ca de ese algo que impide la realizacin plena del capitalismo competi-tivo como norma estndar de los ltimos 150 aos. Al analizar esa falla de performatividad histrica del sistema, se han puesto en evidencia ciertas desviaciones de la norma que muestran la falta de liberalizacin del trabajo, de la produccin o de las mercancas en pases especfi-cos o en perodos determinados por los ciclos de expansin y crisis del conjunto del sistema mundo. Uno de los aspectos ms dramticos de tales falencias estructurales en los pases perifricos se relaciona con el desarrollo regresivo de la produccin agrcola, lo que se conoce como el fenmeno de la desaparicin del campo a lo largo del siglo XX.

    En Colombia, esa historia puede ser enfocada como un desajuste entre los axiomas del capital y la dinmica de la propiedad territorial, lo que a su vez genera una cadena de inconsistencias en el funcionamien-to de las mquinas de abstraccin propias de los estados perifricos. La fundamental, y que aparece formulada en distintas versiones por los estudiosos de las ciencias sociales, es que la intraconsistencia que ca-racteriza la forma Estado tpica del centro en la produccin de sujetos, en el monopolio de la fuerza y en la regulacin de los flujos econmi-cos en nuestro caso se ve expuesta a una serie de variables externas, que tienen que ver con las siguientes tres cuestiones: la dependencia del mercado externo; la continua aparicin de diversas formas de violencia desde, en contra o al margen del Estado; y la persistencia de formas premodernas de produccin que comportan procesos de subjetivacin ajenos al modelo de interiorizacin estatal.

    No obstante, desde luego, tales externalidades pueden ser ledas tambin como las condiciones de posibilidades endgenas, singula-res, de la forma Estado implementada a partir de la Conquista. Desde comienzos del siglo XVI hasta inicios del XVIII, las instituciones que constituyen y ponen en funcionamiento el Estado en la Nueva Granada operan una gigantesca sobrecodificacin del trabajo, el territorio y las formas monetarias, a travs del tributo y de las obras pblicas, de la administracin colonial y el impuesto. A partir de la Independencia, por la va del comercio, la liberacin de la mano de obra, la desamorti-zacin de bienes de la Iglesia y la disolucin de los resguardos, surgen mltiples flujos de apropiacin privada que coexisten con las jerarquas sociales, el entramado simblico y las formas de apropiacin de la fuer-za de trabajo heredadas por el sistema colonial.

    Dicho de otra manera, las nuevas potencias econmicas que se generan a travs de la banca y el comercio exterior dependen, en buena parte, de la privatizacin de las formas de propiedad comunitarias pre-dominantes, sean indgenas o eclesisticas. Por ello, no resulta extra-

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    274

    o que el ncleo del conflicto desatado por las guerras civiles durante la segunda mitad del siglo XIX sea justamente el intento de caudillos, funcionarios y comerciantes por mantener privilegios de cdigo colo-niales a travs de la apropiacin de las tierras liberadas despus de la Independencia. De all que la liberalizacin econmica de las tierras no se vea acompaada de una liberalizacin masiva de la mano de obra, o de la creacin de un proletariado urbano. En cambio, al otorgar poder poltico a los grandes hacendados que defienden las ideas federalistas, los ejrcitos de aparceros, indgenas y libertos terminan por absorber los recursos privados y parte del excedente del Estado, en un ciclo de casi cincuenta aos de guerras civiles que se cierra con la Guerra de los Mil Das (Tirado Meja, 1988: 202 y ss.).

    Si bien, por una parte, nada parece impedir que la nueva Repbli-ca se articule al capitalismo mundial a travs de la monoexportacin sea de oro o de caf, por otra, el pas no parece encontrar las claves para activar su propio proceso de acumulacin como producto de la consoli-dacin de una clase empresarial autctona, la creacin de un ejrcito de trabajadores libres y un verdadero mercado interno. Al fin y al cabo, el xito del caf parece estar en la estructura de pequeos propietarios que lo sustentan en la base productiva. Pero este xito modlico en cuanto a la integracin de la economa campesina al capital nacional constituye una excepcin. En realidad, por lo menos hasta comienzos del siglo XX, el conjunto del proceso de produccin-circulacin-consumo se encuentra determinado por el mercado externo y limitado por las formas de tenen-cia de la tierra; esto es: grandes haciendas improductivas que no pueden ser consideradas como objeto de riqueza en trminos del capital.

    Aunque no es posible caracterizar el modo de produccin de Colombia en el siglo XIX como feudalista, en relacin con el proceso de acumulacin, como afirman Deleuze y Guattari (1988: 348), resulta cierto que el capitalismo se forma cuando el flujo de riqueza no cuali-ficado encuentra el flujo de trabajo no cualificado y se conjuga con l y que, justamente, la organizacin feudal de los campos y la organiza-cin corporativa de las ciudades inhiben dicha conjugacin.

    En esta lgica, para los economistas marxistas y neomarxistas es evidente que, en Colombia, el monopolio de la propiedad territo-rial se convierte en un contenedor de la entrada del capital al campo y en un inhibidor del mercado interior, en parte por las limitaciones de la economa campesina, pero especialmente por los bajos salarios de los campesinos, pignorados de antemano en las figuras del servicio, la aparcera o el arrendamiento. Como sostiene Kalmanovitz:

    La acumulacin de la industria colombiana fue, en efecto, relativa-mente lenta hasta 1934, a lo cual contribuy la traba a la libertad

  • Adolfo Chaparro Amaya

    275

    de hombres y tierras que caracteriz el campo hasta bien entrado el siglo XX [] una parte sustancial del pas durante los aos veinte y treinta no tena libertad para asalariarse, por estar pagando obliga-ciones a los hacendados o por estar permanentemente endeudados con ellos. La hacienda conformaba todo un complejo edificio social que dificultaba la formacin de un proletariado y de un mercado de tierras, puesto que la posesin de estos era un medio para extraer rentas a la poblacin (Kalmanovitz, 1996: 286).

    Todo parece indicar que el capitalismo en Colombia, con tal de bene-ficiar a la gran propiedad territorial, hubiera decidido dejar pendiente esta circunstancia en un limbo poltico, como si el paso de la economa nacional hacia una genuina acumulacin endgena no tuviera como premisa la renta de la tierra. En efecto, al contar con otras opciones de acumulacin, y con la certeza de que los comerciantes doblados en terratenientes seguan cooptando los votos de la mayora de campesi-nos atados a la tierra ajena, los dirigentes optaron por aprovechar estas otras fuentes de acumulacin, pasando por alto el supuesto axioma de la formacin de capital como una evolucin necesaria de la liberacin mercantil de la propiedad territorial y la bsqueda de formas ms efi-cientes de produccin agraria.

    Sin embargo, para superar el axioma, resulta comprensible que las polticas de Estado en la formacin del capitalismo moderno en Colombia hayan surgido de la combinacin de otras variables. La primera, como ya hemos dicho, tiene que ver con las divisas generadas por los precios del caf. La bonanza, a pesar de los vaivenes transitorios, se prolong hasta los aos sesenta14. De otra parte, est el impulso que tuvieron las obras pblicas, en transporte y servicios, por los 25 millones de dlares que finalmente pag el gobierno estadounidense como indemnizacin por la prdida del Canal de Panam. Tal circunstancia oblig a una reorgani-zacin del aparato burocrtico que, junto con la construccin, absorbi buena parte del empleo urbano. La creacin de una clase de trabajadores libres condujo al impulso de las primeras manufacturas, lo que a la larga constituira la base para la creacin de una industria nacional que pudie-ra servir de punta a la poltica de sustitucin de importaciones15.

    14 En la primera mitad del siglo XX, el caf representa en promedio el 70% de las expor-taciones.

    15 Es bueno tener en cuenta que adems de la sustitucin de bienes de consumo final, va proteccin arancelaria por parte del gobierno, a partir de los aos treinta avanz la produc-cin de insumos industriales de origen rural: cebada para las cerveceras, algodn para las textileras, tabaco para las nuevas fbricas de cigarrillos; azcar refinada, trigo, leche y acei-te de palma para las industrias de bebidas y alimentos procesados (Palacios, 1995: 135).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    276

    As, a pesar de la retencin de gran parte de la poblacin cam-pesina a la hora de darle a la acumulacin un respaldo en trminos de capital trabajo, la conjugacin de los factores anotados fue suficiente para crear un mercado interno que sirviera de impulso sostenido al proceso de acumulacin endgeno. Claro, un proceso endgeno que finalmente dependa de las exportaciones y los prstamos a la banca internacional.

    Al observar los dos procesos en perspectiva, aparece ms clara-mente la desarticulacin entre la desterritorializacin tendencial de los flujos econmicos y los modos de vida que, para el caso, se traducen como formas de propiedad y tenencia de la tierra que resisten a este pro-ceso. Es como si las formas tnicas, comunales, latifundistas de acu-mulacin de poder territorial que sirven de componentes identitarios y culturales de la nacin estuvieran en contradiccin con el proceso de acumulacin del capital comandado por los comerciantes y empresarios, dentro de una poltica econmica de Estado dispuesta a dar el salto a la modernizacin de la economa y la vida social. El resultado es una mo-dernizacin sectorial que se aplica slo en ciertas regiones, donde el cre-do del librecambismo que comparten las elites liberales y conservadoras puede dinamizar el mercado externo. Por ello, el proceso de acumulacin que garantiza la evolucin de la economa en consonancia con las nece-sidades del sistema mundo termina dependiendo del funcionamiento de la extraccin de recursos naturales y metales preciosos y del monocultivo intensivo. Es decir, de formas productivas que no alteran la lgica del poder que depende de los grandes propietarios, en las regiones donde se conservan grandes haciendas. Sin embargo, en las ltimas dcadas del siglo XX, los grandes latifundistas encuentran en la ganadera extensiva y otros cultivos de exportacin, como el banano, una manera de generar capital sin renunciar a ciertas formas de vasallaje laboral, y un medio de consolidar el dominio territorial y el control poltico en la regin16.

    De otra parte, al evaluar histricamente la apropiacin territorial en Colombia, se vuelven visibles procesos comunitarios de apropiacin territorial que, en la mayora de los casos, estn en contrava o se resis-ten a considerar como un fin la acumulacin del capital. En este polo de resistencia encontramos, bsicamente, a comunidades campesinas, negras y mestizas, y a comunidades indgenas, que por diferentes ra-zones se niegan a concebir la tierra como un flujo descodificado que puede entrar en el ciclo de intercambios como cualquier mercanca. Lo contrario, el territorio ancestral o histrico de cada comunidad, se

    16 Para una explicacin detallada de esta relacin entre poder territorial y expansin del capital, ver Arrighi (1999: 48-49).

  • Adolfo Chaparro Amaya

    277

    considera no slo como un medio de subsistencia sino como el centro de su modo de vida. Efectivamente, las luchas por la tierra a lo largo del siglo XX en Colombia dan cuenta de dicha tendencia. Cuando se trata de tierras selvticas, de difcil acceso o poco productivas, el conflicto es menor; pero en las zonas de tierras frtiles, la liberacin comercial de la propiedad ha estado acompaada de toda clase de conflictos, des-plazamientos masivos, masacres, en los que, desde los aos ochenta, se involucra el capital del narcotrfico y el fortalecimiento de las guerrillas y los paramilitares como poder regional del que dependen los funciona-rios, los polticos y los propietarios.

    El efecto es conocido: los campesinos aparceros, terraceros, obre-ros ocasionales fueron desplazados, junto con los pequeos propieta-rios, de un porcentaje alto de la tierra cultivable en un momento en que esta liberacin de la mano de obra no tena oferta de trabajo. Como la apertura de los noventa facilit el abastecimiento de productos impor-tados, la crisis no pareca ir ms all del desempleo aglomerado en las ciudades. Pero lo cierto es que ya las grandes ciudades haban empezado a relevar la funcin del campo como fuente de abastecimiento a gran es-cala. El mercado interno haba sido copado, en buena parte, por granos y alimentos procesados surtidos por el mercado norteamericano.

    En ese contexto, la violencia se vuelve un dinamizador de la eco-noma. En adelante, la tendencia es estigmatizar la protesta social y las formas de propiedad comunitaria. Es cierto que el Estado, a partir de la Constitucin del 91, intenta legalizar formalmente la propiedad de las minoras tnicas, pero existen factores que aceleran la concentracin de la propiedad en todo el territorio colombiano, a saber: la presin de los colonos en las zonas no cultivadas (que pasan normalmente a manos de grandes propietarios luego de que el terreno ha sido limpiado)17; el blan-queamiento de dineros del narcotrfico a travs de la compra de tierras; el desarrollo sostenido de la ganadera extensiva; y el apoyo de medianos y grandes propietarios a fuerzas paramilitares y de autodefensa.

    Ahora bien, dado que las diferentes formas de violencia guerri-llera, estatal, paramilitar adquieren los rasgos de un componente es-tructural de la vida poltica y social en la mayora del territorio, muchos de los fines que cada grupo social expresa por va poltica o gremial en tiempos normales se tornan visibles ahora en el escenario del conflicto. Aparentemente, para los paramilitares y narcotraficantes, la mejor op-cin consiste en una liberalizacin a ultranza del mercado de tierras a fin de aumentar su monopolio. La guerrilla plantea una reforma a fon-

    17 El diagnstico de Fernn Gonzlez expresa un consenso tcito entre los tericos socia-les en Colombia: el surgimiento de los grupos armados en las zonas de colonizacin mar-ginal tiene que ver con la falta de solucin al problema agrario (Gonzlez, 2003: 104).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    278

    do de las estructuras de propiedad que beneficie a los desposedos y los pequeos propietarios, pero no tiene un plan especfico para articular el campo a la economa nacional, aunque se supone que cualquier refor-ma se inspirara en los modelos de pases como Cuba, China o la Unin Sovitica, en su momento; el Estado, por su parte, no parece interesado en impedir la concentracin de la tierra, pero intenta intervenir con medidas redistributivas que beneficien ocasionalmente a campesinos pobres, sin afectar la estructura tradicional de la propiedad.

    Hemos dicho ya que, con la sustitucin de cultivos por ganadera extensiva y la movilidad de tierras generada por la capacidad adqui-sitiva y la violencia poltica de los narcotraficantes, la concentracin de la propiedad se agudiz. En las zonas ms rentables, el resultado de esta lgica de concentracin es la exclusin y la violencia poltica y social. En los territorios de colonizacin todo depende del libre juego de los grupos sociales, de la iniciativa personal, de las relaciones de produccin que imponen los grupos armados en zonas de narcocultivo, y poco de la regulacin estatal o los esfuerzos del Estado por integrar a la poblacin de estas regiones a la sociedad mayor. En trminos de filosofa poltica, resulta evidente que los factores de cohesin comuni-taria van desapareciendo, excepto si uno considera como comunitario el vnculo que surge entre los individuos por la necesidad acuciante de defender sus bienes e integridad fsica. Sin embargo, en general po-dramos hablar de una suerte de anarcocapitalismo, legitimado por la defensa dogmtica que se hace de las leyes del inters individual. Cual-quier propuesta de justicia redistributiva o intento de debate pblico sobre la propiedad resulta estigmatizado como un rezago comunista o una forma de incitacin a la violencia.

    Frente a esa dinmica real, los estudiosos no dejan de sealar las trabas que la economa colombiana ha heredado por cuenta de las estructuras feudales propias de la gran hacienda que ha ido ocupando la mayora de las tierras frtiles en todo el pas. No obstante, tal diagns-tico comenz a perder pertinencia hacia mediados de los noventa, no por razones ticas o polticas de carcter social, sino todo lo contrario, por la consolidacin del dominio narcoparamilitar en las regiones ms prsperas del norte de Colombia y su influencia decisiva en las regiones prsperas del resto del pas, donde dominaba la guerrilla hasta fines del siglo pasado. Frente al olvido estatal de la reforma agraria, lo que se ha ido configurando es una suerte de contrarreforma que busca legitimar el desastre social y humanitario provocado por la violencia, que gener dinmicas de desarrollo industrial a favor de la produccin agraria, ga-rantas de seguridad y xito comercial.

    Este acento en el mercado ha creado una inconciencia histrica acerca de las consecuencias polticas de tales medidas, de modo que

  • Adolfo Chaparro Amaya

    279

    la poblacin y el gobierno central han terminado por adaptarse a la dinmica de los poderes locales y regionales que genera la colonizacin interna (lo que algunos denominan la colonizacin armada), a la econo-ma de guerra, a las sucesivas expropiaciones legales y/o violentas que han sufrido las comunidades indgenas, negras y campesinas, y a la uti-lizacin privilegiada de la poblacin campesina para nutrir los grupos armados que mantienen el conflicto.

    Al revisar el axioma de la renta de la tierra como condicin del proceso de acumulacin que sirve de eje problemtico a este captu-lo, resulta interesante constatar cmo la teleologa inmanente a las fuerzas del mercado, con los efectos colaterales que hemos anotado, se impone sobre la idea siempre irrealizada de una reforma agraria pla-nificada desde el Estado, con las frustraciones que ello pueda acarrear en los grupos y movimientos sociales que la han impulsado en diferen-tes momentos histricos. La universalidad indeterminada del trabajo y el capital que exige la teora para el proceso de acumulacin parece encontrar su cauce, sin que ello implique el tipo de compensacin his-trica o de distribucin igualitaria de la riqueza que estaban implcitas en las legislaciones tentativas que impulsaron la reforma agraria en su momento. El desarrollo real se impuso sobre lo que pareca una solu-cin racional al impasse que el atraso de la produccin agraria y la con-centracin de la tierra imponan al desarrollo. Esa singular disociacin de los intereses de las elites econmicas, que entendan la necesidad de la reforma pero teman perder sus privilegios expresa, en el anlisis de la mayora de los especialistas, las particularidades polticas del capita-lismo perifrico en Colombia.

    LA DISOLUCIN DEL DIFERENDO O EL DISCURSO PARA EL DESARROLLO Para responder a esta desarticulacin entre liberalizacin econmica y liberalismo democrtico, aparentemente insuperable en pases del Ter-cer Mundo, desde los aos cincuenta se impuso una suerte de credo an-tropolgico, segn el cual las culturas atrasadas podran ser transforma-das de acuerdo a los principios de funcionamiento del Primer Mundo.

    Se confiaba en que, casi por el fiat tecnolgico y econmico y gracias a algo llamado planificacin, de la noche a la maana, milenarias y com-plejas culturas se convirtieran en clones de los racionales occidentales de los pases considerados econmicamente avanzados18 (Escobar, 1996).

    18 Para una exposicin detallada de las formaciones de saber generadas por el discurso para el desarrollo, ver Escobar (1996: 13).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    280

    Al mismo tiempo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, un nue-vo sistema social comenz a tomar forma. En toda Europa se deshizo la distincin clsica entre economa y Estado, se desarrollaron formas cor-porativas de control poltico y surgieron nuevas instituciones encarga-das de reglamentar las relaciones entre lo pblico y lo privado (Escobar, 1996: 135). Ya en el contexto de la Guerra Fra, la confrontacin entre Estados Unidos y la Unin Sovitica confiri legitimidad a la empresa de la modernizacin y el desarrollo; y extender la esfera de influencia poltica y cultural se convirti en un fin en s mismo. Del discurso an-tifascista se pas al discurso anticomunista: en los aos cincuenta se aceptaba comnmente que si los pases pobres no eran rescatados de la pobreza, sucumbiran al comunismo (Escobar, 1996: 75-76).

    De esa manera, el discurso del desarrollo adquiere prestigio en el imaginario social y es adoptado unnimemente por las elites polticas y econmicas de los pases del Tercer Mundo. Desde entonces, la manera en que el Estado colombiano concibe el desarrollo de las sociedades premodernas sean producto de la gran propiedad latifundista o de las tradiciones comunitarias de ascendencia indgena es por su insercin en el mercado o su incorporacin a las formas de produccin manufac-turera (a travs de la artesana) y la produccin industrial (con los con-tingentes de obreros campesinos que llegan cada tanto a las ciudades). Siguiendo esa expectativa, al tipificar la economa campesina en Colom-bia, la mayora de los autores (Bejarano, Tirado Meja, Kalmanovitz) coinciden en ignorar los enclaves de economa premoderna, incluso los procesos de colonizacin en frontera, para privilegiar el fenmeno de la expansin cafetera y el desarrollo industrial, por su papel preponderan-te en la transformacin del pas en cuanto al desarrollo de las fuerzas productivas, el impulso a las relaciones mercantiles, la formacin (par-cial pero definitiva) de un mercado interno y la liberacin de la fuerza de trabajo campesina19.

    Si bien se trata de un diagnstico suficientemente conocido, vale la pena sealar cmo la obsesin por resolver el problema de la produccin agraria, desde lo que debera ser una economa de mercado, ha impedido realizar un balance de las formas de produccin presentes en las comuni-dades indgenas, negras y campesinas; y, especialmente, formular la pre-

    19 En efecto, la firme insercin de Colombia en el mercado mundial y las premisas para el desarrollo social de capital, como una previa acumulacin de capital dinero en el comercio internacional, una tendencia a la centralizacin estatal y creacin de un sistema nacional de crdito, constitucin de una infraestructura vial, desdoble del primer proletariado del pas, recolector de la gran cosecha cafetera, desarrollo de un considerable mercado inter-no en la regin, son impulsados todos por la economa campesina libre de Antioquia y su expansin hacia el Eje Cafetero (Kalmanovitz, 1996: 293; nfasis propio).

  • Adolfo Chaparro Amaya

    281

    gunta por los fines que persiguen estas comunidades en cuanto modos de vida singulares. Desde los aos cincuenta, los expertos de las Naciones Unidas incluyen prescripciones culturales precisas para impulsar el desa-rrollo en los pases subdesarrollados: erradicar las filosofas ancestrales; desintegrar las viejas instituciones; cortar los lazos de credo, casta y rezo; en sntesis, estar dispuestos a pagar el precio del progreso econmico con la renuncia a su modo de vida. En trminos quizs demasiado prosaicos, dicho discurso se encuentra en el fondo de la discusin actual entre co-munitarismo y liberalismo20. Apenas en las ltimas dcadas comienza a esbozarse por parte de las ciencias sociales una prospeccin adecuada de la eficacia de estas formas de produccin en cuanto a convivencia social y sostenibilidad de los ecosistemas a largo plazo21.

    No obstante, ese ncleo de premodernidad, que se ha incrusta-do de manera ms significativa en los estados nacionales de los otros pases andinos, en Colombia sigue indicando los vacos y equvocos del Estado en su intento por transformar la economa comunitaria y cam-pesina a partir de una visin desarrollista, y el prejuicio de los investi-gadores a la hora de analizar la incidencia econmica y cultural de los modos de produccin que no se ajustan al modelo de desarrollo hacia el mercado. Es lo que Escobar describe como una posicin epistemol-gica y socialmente externa, como si la realidad y la poblacin existieran simplemente como algo que es necesario intervenir desde el exterior (Escobar, 1996: 27).

    En ese hiato entre la desterritorializacin absoluta que exige el capital y la pervivencia de esa plusvala de cdigo que se traslada his-tricamente de la encomienda al latifundio y desde los resguardos co-loniales a los resguardos posmodernos legitimados por la Constitucin del 91 radica, en buena parte, el hueco negro de la caracterizacin de la relacin Estado/capital en Colombia, y un elemento nuclear que alte-ra el isomorfismo difundido desde el centro.

    Sin embargo, en lugar de abordar tal dificultad histrica como un reto terico, la mayor parte de los diagnsticos insisten en resolver esa tara recurriendo a los lugares comunes del desarrollismo. Liberales y marxistas parecen coincidir en la necesidad de corregir el rumbo de las formas premodernas de produccin hacia el mercado, como si esa fuera una finalidad inevitable a la que tuvieran que verse abocadas tar-

    20 Al respecto, ver el documento de las Naciones Unidas fechado en 1951 en Escobar (1996: 20).

    21 Vale la pena resaltar aqu los trabajos de Christian Gros a comienzos de los aos ochen-ta y, especialmente, el de ngela Uribe, en torno a las incidencias que tiene la negativa de los Uwas (a autorizar la explotacin petrolera en su territorio) en la discusin actual sobre filosofa de la justicia (Uribe, 2005: 20).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    282

    de o temprano, sea para acceder a los beneficios de la economa nacio-nal, sea para desarrollar las fuerzas productivas que las conduciran a su liberacin poltica. De hecho, las propuestas de reforma agraria im-pulsadas por sectores liberales y de izquierda desde los aos treinta y la contrarreforma promovida por la derecha y otros sectores tradicio-nales actualmente muestran versiones distintas, claramente opuestas, pero complementarias respecto de esa suposicin bsica acerca del de-sarrollo como nica alternativa para que los negros, indgenas y campe-sinos dejen de ser lo que son. La opcin es entre un capitalismo agrario, democrtico, inspirado en la economa solidaria, que seguramente ten-dr enclaves minoritarios para su realizacin, y un capitalismo autori-tario, que ha hecho de la violencia la forma ms rpida de actualizar la acumulacin que estaba en el latifundio y que slo ahora, en un proceso intenso de industrializacin de la produccin agraria e internacionali-zacin del mercado, es posible realizar como proyecto de nacin. Agen-ciado por esta segunda versin, por fin, el axioma de la renta de la tierra parece encontrar su rumbo en el capitalismo colombiano.

    Lo que pareca un problema poltico y una tragedia en trminos de derechos humanos se resuelve por una va pragmtica: el Estado se ha resignado a aceptar que la mayora de la poblacin desplazada por la violencia difcilmente puede volver a sus regiones, y que con el tiempo, se supone, har parte del ejrcito de reserva en las ciudades. Mientras, en los nuevos proyectos agrcolas, se necesitan menos campesinos y ms obreros agrcolas, ms especialistas en seguridad, ms tcnicos y profesionales que permitan industrializar masivamente la produccin. Desde tal perspectiva, la violencia pasa a ser una variable, si se quiere, estructural, de un proceso que obedece a una racionalidad inmanente a la constante desterritorializacin que genera el capitalismo y que se articula de forma particular en cada pas a la constante reterritoriali-zacin que de tal proceso realiza la forma Estado que sirve de molde trascendental dispositivos institucionales y lenguaje jurdico para los flujos de dinero, mercanca y trabajo.

    Este proceso tiene efectos similares en los pases perifricos y en los antiguos pases socialistas que ahora, finalmente, han adaptado el viejo aparato y participan abiertamente del mercado mundial. A medida que la capacidad incorporativa de la economa-mundo va extendindo-se a los antiguos pases comunistas, los principios de la propiedad pri-vada, el libre mercado y la libertad individual van erigindose en ideales democrticos a travs de los cuales tiende a tramitarse buena parte de los ideales de la antigua utopa marxista. O, por lo menos, tal es la apuesta que han hecho la mayora de los antiguos pases socialistas. Lo mismo ocurre con los antiguos ideales igualitarios en pases como el nuestro donde nunca se realiz una verdadera reforma agraria.

  • Adolfo Chaparro Amaya

    283

    Hoy es posible afirmar que ese ideal igualitario no tena en cuen-ta la heterogeneidad de las formaciones sociales al interior de la misma nacin. Pero para los liberales y marxistas de los aos treinta en Latino-amrica, los paradigmas a imitar oscilaban entre el desarrollo agroin-dustrial del campo en EE.UU. y los experimentos de la Revolucin Rusa por lograr que la tecnificacin del campo generara una especie de modernidad en el orden poltico, aunque no pudieran comprobar la eficacia de tales modelos a cabalidad. Aqu, al igual que en la Unin Sovitica, se necesitaba de una fuerte inversin de capital y una clara voluntad poltica22. Por lo dems, se pensaba que la tecnologa no slo aumentara el progreso material, sino que apareca como una suerte de fuerza moral que le otorgara direccin y significado al desarrollo. En realidad, se la consideraba polticamente neutral, e inevitablemente be-nfica. La tecnologa pas a ser un trasmisor ineludible de la expansin planetaria de los ideales modernistas.

    El concepto transferencia de tecnologa se convertira, con el tiempo, en componente importante de los proyectos de desarrollo. Nunca se tom conciencia de que la transferencia no dependa simplemente de elementos tcnicos, sino tambin de factores sociales y culturales (Escobar, 1996: 80-81).

    Actualmente, la causalidad entre tcnica y modernizacin es la misma, pero a condicin de invertir radicalmente la relacin entre capital fijo y fuerza de trabajo. En vez de colectivizacin de la produccin, lo que se exige es automatizacin de los procesos productivos y desaparicin de las economas de subsistencia, con las secuelas ya descriptas del des-plazamiento y desempleo masivos. La lgica del mercado indica que si para el capital la finalidad ltima es ganar tiempo con el fin de acelerar la circulacin de los intercambios, todos los componentes de la pro-duccin econmica y la actividad social que impidan dicha aceleracin constante tienden a ser reducidos en trminos de tiempo de produccin, o simplemente eliminados. El tiempo de produccin de las mercancas, en principio, se sustrae al intercambio. Slo entra en l cuando el pro-ducto ya es mercanca. El objetivo consiste, pues, en reducir al mximo el paso que va de la materia prima al intercambio sea cualificando al trabajador, sea maquinizando al mximo el proceso, sea colocando el tiempo de trabajo directamente en la esfera de los intercambios, como sucede con los servicios (Lyotard, 1991: 200).

    22 Para una historia del programa de industrializacin de la agricultura en la Unin Sovi-tica en el perodo posrevolucionario, ver Carr y Davies (1980: 310 y ss.).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    284

    De otra parte, en la nueva configuracin de la cadena de produc-cin agraria, as como en los grandes proyectos de extraccin de recur-sos naturales, la fuerza de trabajo es una categora que es necesario re-definir para privilegiar la produccin de circulacin y consumo. Resulta impredecible y casi imposible establecer histricamente los lmites del valor del trabajo humano en relacin con la intensificacin tcnica de la produccin y la incorporacin sistemtica del saber cientfico en tan-to capital constante, como una variable inherente a la transformacin permanente de los medios de produccin23. Existe la posibilidad de que el tiempo perdido se traslade ahora al momento del consumo, pero si, y slo si, las mercancas estn dirigidas a la fuerza de trabajo cesante que se deriva del proceso de automatizacin, lo cual no es el caso colombia-no, o al menos no en una proporcin suficiente como para mantener el equilibrio social. En el conjunto del sistema, dicha dinmica conduce a acumular cada vez ms tiempo en los equipos de base y en los medios de produccin, esto es, en el capital fijo invertido.

    En ese sentido, los nuevos saberes, las nuevas tcnicas y los nuevos repartos polticos que agencian la mundializacin del merca-do, de la guerra, de la comunicacin y del orden jurdico desbordan de mil formas la soberana, el control procedimental del Estado y la democracia representativa. En nuestro caso, este desborde adquiere rasgos dramticos. Baste recordar los problemas de seguridad alimen-taria que ha generado la apertura econmica iniciada en los aos no-venta, los mltiples ilegalismos que han hecho posible la expropiacin y la consecuente concentracin de la propiedad territorial, o los rasgos autoritarios que adquiere la vida social en las regiones donde fuer-zas paramilitares garantizan la seguridad de actividades de extraccin o participan de los nuevos proyectos productivos. Aunque atpico, el conjunto del proceso de produccin, distribucin y consumo de coca-na constituye un buen ejemplo.

    Ahora bien, en el hilo del debate entre el teleologismo de merca-do y libre empresa y el teleologismo utpico del socialismo, mi opinin es que estas transformaciones no se refutan simplemente demostrando la bondad o la inoperancia de los principios filosficos que legitiman una u otra perspectiva. El reto de la teora consiste, ms bien, en en-

    23 A medida que las sociedades dependen cada vez ms de la capacidad para automati-zar los procesos maqunicos y de la constante innovacin de sus productos, como se ha repetido tantas veces, el saber y la informacin incorporados a los medios de produc-cin suponen un surplus de tiempo acumulado que reduce la duracin de los procesos de produccin y circulacin y vuelve intil buena parte del trabajo propiamente humano. Lyotard ha interpretado convincentemente este cambio en la composicin del capital en La condicin postmoderna (1994).

  • Adolfo Chaparro Amaya

    285

    contrar un lenguaje para describir dichas transformaciones, teniendo en cuenta los procesos de subjetivacin que generan a escala global en poblaciones precisas, locales, a fin de describir adecuadamente los gra-dos de incidencia del capital respecto de la heterogeneidad de formas sociales donde se realizan.

    Dado que esta descripcin es apenas una promesa en el campo de las ciencias sociales, deseara sugerir algunos problemas de investi-gacin que surgen al considerar lo premoderno, no como un obstculo para el desarrollo, sino como una perspectiva adecuada para analizar los alcances para la teora econmica de esa heterogeneidad de mo-dos de vida y procesos de subjetivacin que caracterizan a la nacin en Colombia: la necesidad de una revisin de la teora del valor a la luz de la experiencia centenaria de las comunidades indgenas y afroco-lombianas; la incidencia de formas no patrimoniales de individuacin econmica y formas de intercambio no comercial en la poblacin que vive por debajo de la lnea de pobreza; los parmetros tico-polticos que supone la resistencia de tales sociedades al intercambio comercial, en varias escalas, desde la negativa a la pura venta de la fuerza de tra-bajo personal hasta la lucha por impedir la explotacin de los recursos naturales y energticos destinados a satisfacer la demanda mundial; las coincidencias entre los estilos de vida premodernos, en los que prima la funcin del ocio festivo, ritual y creativo sobre el trabajo disciplinado, y la tendencia de la economa global a eliminar sustancialmente el traba-jo manual en los procesos productivos24.

    CONCLUSIONESEl orden econmico que constituye actualmente los diferentes sistemas sociales se instaura a partir de una axiomtica mundial en constante expansin. En ese proceso de mundializacin, el deseo de produccin ha sido desplazado por un ideal de libertad que se confunde con el con-sumo. Hay algo, sin embargo, en este nuevo ideal: la historia de la

    24 A propsito, hemos afirmado que, sea en sociedades perifricas, socialistas o tpica-mente capitalistas, la redefinicin del valor trabajo provoca una suerte de inversin de la cadena productiva: en vez de colocar el acento en la produccin, el mercado enfatiza la distribucin y el consumo. Curiosamente, tal inversin se corresponde con la forma en que las sociedades primitivas conciben el trabajo de la tierra, como anlogo al de la mquina, en la medida en que dispone del alimento para la comunidad sin que exista una accin especfica de parte de los hombres para producirlo. En una perspectiva semejante, Escobar sostiene que en el modelo campesino los cultivos extraen su fuerza de la tierra; los humanos a su vez sacan su energa y su fuerza de los productos vegetales y animales, y esta fuerza, cuando se la aplica al trabajo de la tierra, produce ms fuerza. El trabajo, entendido como actividad fsica concreta, es el gasto final de la fuerza de la tierra (Esco-bar, 1996: 189 y ss.).

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    286

    humanidad conduce a la democracia liberal (Fukuyama, 1996) que no funciona a la hora de negociar el futuro (Derrida, 1995: 66). Basta mirar la periferia para descubrir el flujo emprico de las desigualdades, las hambrunas, las guerras, los desarreglos que evidencian el fracaso de la realizacin de ese ideal a travs del mercado.

    Buena parte de tal situacin ha sido efecto del esfuerzo por bo-rrar el socialismo del modelo econmico en todo el mundo, de modo que el papel del Estado a travs de la conformacin de economas mixtas, la bsqueda del pleno empleo, la negociacin con el poder sindical o la redistribucin de la riqueza pudiera ser reducido a su mnima expresin.

    Una forma de neutralizar este diagnstico es suponer que las de-pendencias crnicas que genera la deuda externa, los contrastes entre miseria y epidemia de la sobreproduccin, la relacin entre economas de extraccin y estados de barbarie o la sujecin de las polticas sociales a las reglas del mercado no son ms que episodios que indican la im-perfeccin transitoria de las democracias liberales. Todava se cree que existe un continuum entre pases pobres y ricos, y que una buena es-trategia de crecimiento econmico permitir a los primeros reproducir las condiciones que caracterizan a los segundos. El problema radica en que hoy no resulta tan claro, como lo era en los aos cincuenta, que tal nivelacin dependa de la intervencin del Estado en la economa. Por el contrario, se propone un riguroso ejercicio de ajuste fiscal y una polti-ca masiva de privatizacin de los servicios pblicos y las empresas del Estado que puedan generar el capital suficiente para iniciar un nuevo ciclo de acumulacin.

    En el intento de realizar el axioma de la privatizacin, el Estado abandona buena parte de los fines que le dan sentido social, y en sus decisiones tiende a borrar toda barrera tnica, religiosa, cultural y todo vnculo de los grupos sociales sindical, gremial, partidista que pueda plantearse como una objecin a dicha poltica, cuyo nico fin parece ser cumplir con la deuda externa y ganar puntos en el Producto Interno Bruto (Deleuze y Guattari, 1988: 459). En efecto, esta abs-traccin es el ndice de crecimiento que da cuenta del desarrollo de la economa en cada pas. La cuestin es que los ndices de crecimiento en pases perifricos aumentan por debajo de los ndices de pobreza, de donde se infiere que la correlacin obvia entre crecimiento y reduc-cin de la pobreza ha resultado una falacia. Las estadsticas muestran que ciertos pases han crecido o mantienen sus ndices de crecimiento sin reduccin de la pobreza. De all la necesidad de reforzar como nunca antes los modelos de planeacin, a nivel nacional y regional, con el fin de convencer a la poblacin de que la pobreza de la mayo-ra va salario y obediencia puede remediarse a largo plazo con los

  • Adolfo Chaparro Amaya

    287

    beneficios de la minora va capital y libre empresa25. Precisamente, lo que est en juego es la capacidad de ahorro pblico y privado para lograr ndices adecuados de ingreso nacional que puedan mantener un margen de inversin, fuera de los gastos necesarios para preservar los bienes de capital, financiar la deuda y garantizar el funcionamiento del Estado. El tema del desarrollo y la inversin social ha pasado a un segundo plano frente a la necesidad de controlar el dficit fiscal, lo que podramos llamar las tasas de ahorro negativo. Al evaluar retros-pectivamente el conjunto de las polticas desarrollistas, el balance no parece muy positivo:

    El desarrollo est en crisis, y la violencia, la pobreza y el deterio-ro social y ambiental crecientes son el resultado de cincuenta aos de recetas de crecimiento econmico, ajustes estructurales, macro-proyectos sin evaluacin de impacto, endeudamiento perpetuo y marginamiento de la mayora de la poblacin de los procesos de pensamiento y decisin sobre la prctica social (Escobar, 1996: 13; nfasis en el original).

    Hay una confianza, a mi juicio excesiva, en que la perfectibilidad del principio liberal terminar absorbiendo y/o desplazando al Estado, aunque en vez de desaparecer deba fortalecerlo para consolidar su domino como sistema mundo. Para Stiglitz, el debate crecimiento/pobreza resulta absurdo, dado el consenso que tambin l acepta acrticamente sobre las virtudes intrnsecas del crecimiento. El pun-to, expresa, es encontrar polticas particulares que estimulen el creci-miento y disminuyan la pobreza (Stiglitz, 2002: 143). En dicha bs-queda, Sarmiento Palacio considera que Colombia perdi la lnea de la historia. En vez de perfeccionar y fortalecer la organizacin que le haba dado cuarenta aos de crecimiento ascendente, procedi a ensayar esquemas tericos (neoliberales) que carecan de fundamento emprico (Sarmiento Palacio, 2002: 257). Estas alternativas hetero-doxas asumen que los fines del mercado, por s solos, no redundan en crecimiento y que, por ello, es necesaria una fuerte intervencin estatal para lograr el capitalismo adecuado a cada pas. Lo cierto es que, al margen del grado de intervencionismo que acepte el desarrollo del capital en cada pas, se da por supuesta una especie de finalidad inconsciente en las sociedades de mercado que puede ser reorienta-da adecuadamente por la poltica social del Estado, esto es, por una

    25 En Colombia es ya famoso el eslogan de un empresario, segn el cual el pas va mal pero la economa va bien.

  • Filosofa y teoras polticas entre la crtica y la utopa

    288

    finalidad establecida como meta por todos sus miembros, donde se equilibra o impone depende del modelo el inters comn sobre la ganancia particular. En esa prosecucin, el comunitarismo, el socia-lismo, las economas solidarias y las formas de vida comunitaria tie-nen un peso semejante al impulso a la libre empresa26.

    En el caso de los pases perifricos, las predicciones de mediano plazo indican que tales transformaciones hacia un desarrollo sosteni-ble, polimorfo e incluyente pueden ser reversibles o definitivamente in-viables, a menos que se profundice, por grado o por fuerza, un nuevo proceso de colonizacin que permita mantener un nivel aceptable de empleo y consumo en pases perifricos, a cambio de poner los recursos naturales globales a disposicin de las grandes potencias, y/o a menos que encuentren un modelo propio en el