1892 Leon Xiii Las Formas de Gobierno Au Milieu Des Sollicitudes

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1 Au milieu des sollicitudes Las formas de gobierno León XIII, 16 de febrero de 1892 [I]. En medio 1 de las gravísimas preocupaciones de la Iglesia universal hemos querido muchas veces, durante el transcurso de nuestro pontificado, testimo- niar el afecto que profesamos a Francia y al noble pueblo francés. En una de nuestras encíclicas, 2 presente todavía en el recuerdo de todos, hemos manifes- tado de una manera solemne los sentimientos más íntimos de nuestro corazón sobre este particular. Es este afecto el que nos ha mantenido constantemente atentos para seguir con la mirada y meditar en nuestro interior el conjunto de los sucesos, tanto tristes como consoladores, que desde hace muchos años se están desarrollando entre vosotros. [I. LA CONJURACIÓN CONTRA LA IGLESIA EN FRANCIA] [2]. Porque, si examinamos a fondo el alcance de la extensa conjuración que ciertos hombres preparan actualmente para aniquilar el cristianismo en Francia y la fiera animosidad con que procuran la realización total de sus propósitos, pisoteando hasta las más elementales nociones de libertad y justicia, sin consi- deración alguna a la opinión pública profesada por la mayoría de la nación y sin respeto alguno a los inalienables derechos de la Iglesia, ¿cómo no hemos Nos de sentir el más vivo dolor? Y cuando vemos sucederse unas tras otras las funestas consecuencias de estos inicuos atentados, que constituyen ya una seria amenaza para la moral, la religión y la misma política bien entendida, ¿cómo expresar las amarguras que nos abruman y los temores que nos asedian? [3]. Por otra parte, Nos nos sentimos muy consolados al ver a este mismo pue- blo francés extremar su amor y su celo por la Santa Sede a medida que se ve más abandonado, o por mejor decir, más combatido en el mundo. Muchas veces, movidos por un arraigado sentimiento de religiosidad y verdadero patriotismo, han venido hasta Nos hombres ilustres, representantes de todas las clases socia- les de Francia, felices por atender a las continuas necesidades de la Iglesia y de- seosos de pedirnos luz y consejo para estar seguros de que, a pesar de las tribu- laciones públicas actuales, no se apartan un ápice de las enseñanzas del Pastor de todos los fieles. Y ya por escrito, ya de palabra, Nos por nuestra parte, hemos dicho claramente a nuestros hijos lo que tenían derecho de pedir a su padre. Nos no los hemos inducido al desaliento. Por el contrario, les hemos exhortado con energía para que aumenten el ardor y los esfuerzos que emplean en defensa de la fe católica y, al mismo tiempo, de su patria, deberes ambos de primer or- den y a los cuales nadie en esta vida puede substraerse. 3 [4]. Hoy también estimamos oportuno, más aún, necesario, levantar de nuevo nuestra voz para exhortar no sólo a los católicos, sino a todos los franceses hon- rados y sensatos, a desarraigar y arrojar lejos de sí todo germen de división polí- 1 LEÓN XIII, carta encíclica a los arzobispos, obispos, clero y a todos los católicos de Francia: ASS 24 (1891-1892) 519- 529; AL 12,19-41-Texto original en francés. 2 Encíclica Nobilissima Gallorum gens, de 8 de febrero de 1884: ASS 16 (1883-1884), 241-24S. 3 Véase la encíclica Sapientiae christianae, de 10 de enero de 1890: ASS 22 (1888-1890) 385-404.

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Encíclica del Papa León XIII sobre las diversas formas de gobierno católico a finales del Siglo XIX.

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Au milieu des sollicitudes

Las formas de gobierno León XIII, 16 de febrero de 1892

[I]. En medio1 de las gravísimas preocupaciones de la Iglesia universal hemos querido muchas veces, durante el transcurso de nuestro pontificado, testimo-niar el afecto que profesamos a Francia y al noble pueblo francés. En una de nuestras encíclicas, 2 presente todavía en el recuerdo de todos, hemos manifes-tado de una manera solemne los sentimientos más íntimos de nuestro corazón sobre este particular. Es este afecto el que nos ha mantenido constantemente atentos para seguir con la mirada y meditar en nuestro interior el conjunto de los sucesos, tanto tristes como consoladores, que desde hace muchos años se están desarrollando entre vosotros. [I. LA CONJURACIÓN CONTRA LA IGLESIA EN FRANCIA] [2]. Porque, si examinamos a fondo el alcance de la extensa conjuración que ciertos hombres preparan actualmente para aniquilar el cristianismo en Francia y la fiera animosidad con que procuran la realización total de sus propósitos, pisoteando hasta las más elementales nociones de libertad y justicia, sin consi-deración alguna a la opinión pública profesada por la mayoría de la nación y sin respeto alguno a los inalienables derechos de la Iglesia, ¿cómo no hemos Nos de sentir el más vivo dolor? Y cuando vemos sucederse unas tras otras las funestas consecuencias de estos inicuos atentados, que constituyen ya una seria amenaza para la moral, la religión y la misma política bien entendida, ¿cómo expresar las amarguras que nos abruman y los temores que nos asedian? [3]. Por otra parte, Nos nos sentimos muy consolados al ver a este mismo pue-blo francés extremar su amor y su celo por la Santa Sede a medida que se ve más abandonado, o por mejor decir, más combatido en el mundo. Muchas veces, movidos por un arraigado sentimiento de religiosidad y verdadero patriotismo, han venido hasta Nos hombres ilustres, representantes de todas las clases socia-les de Francia, felices por atender a las continuas necesidades de la Iglesia y de-seosos de pedirnos luz y consejo para estar seguros de que, a pesar de las tribu-laciones públicas actuales, no se apartan un ápice de las enseñanzas del Pastor de todos los fieles. Y ya por escrito, ya de palabra, Nos por nuestra parte, hemos dicho claramente a nuestros hijos lo que tenían derecho de pedir a su padre. Nos no los hemos inducido al desaliento. Por el contrario, les hemos exhortado con energía para que aumenten el ardor y los esfuerzos que emplean en defensa de la fe católica y, al mismo tiempo, de su patria, deberes ambos de primer or-den y a los cuales nadie en esta vida puede substraerse. 3 [4]. Hoy también estimamos oportuno, más aún, necesario, levantar de nuevo nuestra voz para exhortar no sólo a los católicos, sino a todos los franceses hon-rados y sensatos, a desarraigar y arrojar lejos de sí todo germen de división polí- 1 LEÓN XIII, carta encíclica a los arzobispos, obispos, clero y a todos los católicos de Francia: ASS 24 (1891-1892) 519-529; AL 12,19-41-Texto original en francés. 2 Encíclica Nobilissima Gallorum gens, de 8 de febrero de 1884: ASS 16 (1883-1884), 241-24S. 3 Véase la encíclica Sapientiae christianae, de 10 de enero de 1890: ASS 22 (1888-1890) 385-404.

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tica, de forma que puedan dedicar todas sus fuerzas a la pacificación de su pa-tria. Todos conocen el precio de esta paz. Todos la desean, la exigen cada día con mayor ardor. Nos, que la apetecemos más que nadie, puesto que representamos en la tierra al Dios de la paz, 4 invitamos a todos los corazones generosos a que nos secunden para hacerla duradera y fecunda. [II. LA RELIGIÓN Y EL ESTADO] [5]. En primer lugar, tomemos como base fundamental de nuestra exposición una verdad notoria, reconocida por todos los hombres de buen sentido y alta-mente proclamada por la historia de todos los pueblos: la religión, y sola la reli-gión, puede crear el vínculo social. Ella sola basta para mantener sobre funda-mentos sólidos la paz perfecta de un pueblo. Cuando, sin renunciar a los deberes y derechos de la sociedad doméstica, varias familias se unen, guiadas por la na-turaleza, para constituirse en miembros de otra familia más extensa, llamada sociedad civil, su fin no es solamente hallar en ésta medios para mejor proveer a su bienestar material, sino principalmente procurar por medio de ella el benefi-cio supremo, que es el perfeccionamiento moral de los ciudadanos. De lo con-trario, la sociedad humana aventajaría muy poco a una reunión de seres irracio-nales, cuya existencia total se reduce a la satisfacción de los apetitos sensitivos. Pero hay más todavía: sin el afán de obtener este perfeccionamiento moral sería muy difícilmente demostrable que la sociedad civil, en vez de constituir para el hombre, considerado como tal, una ventaja, no constituiría para él un grave da-ño. [Moral y Estado] [6]. Ahora bien, la moralidad, por el hecho mismo de tener que armonizar en el hombre tantos derechos y tantos deberes desiguales, puesto que la moralidad es un elemento que entra como componente en todos los actos humanos, implica necesariamente la existencia de Dios, y con la existencia de Dios la de la reli-gión, lazo sagrado cuyo privilegio es unir, con anterioridad a todo otro vínculo moral, al hombre con Dios. Porque la idea de moralidad implica primordial-mente un orden de dependencia correlación a la verdad, que es la luz del alma, y con relación a la bondad que es el fin de la voluntad. Sin la verdad, sin el bien, no hay moral digna de este nombre. ¿Cuál es, por tanto, la verdad principal y esencial, origen de toda otra verdad? Dios. ¿Y cuál es la bondad suprema, origen de todo bien? Dios. ¿Y quién es, finalmente, el creador y conservador de nuestra razón, de nuestra voluntad y de todo nuestro ser? Dios y solamente Dios. Por consiguiente, siendo la religión la expresión interior y exterior de esta depen-dencia que debemos a Dios en razón de justicia, se desprende de este hecho una grave consecuencia: todos los ciudadanos están obligados a unirse para mante-ner vivo en la nación el verdadero sentimiento religioso y para defenderlo vigo-rosamente cuando sea necesario. Tal sucede, por ejemplo, cuando una escuela atea, desoyendo las protestas de la naturaleza y de la historia, se esfuerza por arrojar a Dios de la sociedad, esperando destruir así rápidamente el sentido mo-ral en el fondo mismo de la conciencia humana. En este punto no puede exigir diversidad de criterio entre hombres que no han perdido la noción de la recti-tud.

4 1 Cor. 14-33

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[Cristianismo y Estado] [7]. Entre los católicos franceses, el sentimiento religioso debe ser, sin duda al-guna, más profundo y universal, porque tienen la dicha de profesar la verdadera religión. Si las creencias religiosas han sido siempre y en todas partes como las bases de la moralidad de las acciones humanas y de la constitución de toda so-ciedad bien ordenada, es evidente que la religión católica, por el hecho de ser la verdadera Iglesia de Jesucristo, posee una eficacia superior a la de otra cual-quiera religión para ordenar con acierto la vida social y la vida individual de acuerdo con las normas de la recta razón. ¿Se quiere un ejemplo visible de esta eficacia? La misma Francia nos lo proporciona. A medida que Francia progresó en la fe cristiana, fue subiendo gradualmente a aquella cumbre de gloria a que llegó como potencia militar y política. La caridad cristiana añadió a la nativa magnanimidad de Francia una nueva fuente de energías, y su admirable activi-dad encontró estímulo, luz rectora y garantía de constancia en la fe cristiana, la cual, por mano de la nación francesa, escribió páginas gloriosas en la historia del género humano. Su fe actual, ¿no continúa añadiendo hoy día nuevas glorias a las glorias pasadas? Inagotable en ingenio y en recursos, la vemos multiplicar a diario en el suelo patrio las obras de caridad. Con admiración universal, la ve-mos partir a remotas tierras paganas, donde, merced a los trabajos de sus mi-sioneros cristianos y aun a precio de su sangre, difunde a la vez por todas partes el nombre ilustre de Francia y los beneficios de la religión católica. Ningún fran-cés, sean las que sean sus opiniones, osará renegar de tales glorias. Renegar de estas glorias equivaldría a renegar de su patria. [8]. Ahora bien, la historia de un pueblo demuestra de modo irrefutable cuál es el elemento creador, conservador y perfeccionador de su grandeza política. Y si alguna vez llega a faltarle ese elemento, ni la abundancia del oro ni la fuerza de las armas bastan para salvarlo de la decadencia moral e incluso de la muerte. ¿Quién no comprende hoy día que la principal preocupación de todos los fran-ceses católicos ha de consistir en asegurar la conservación de la religión católica con tanto mayor empeño cuanto más implacable y cerrada es en Francia la hos-tilidad de las sectas contra aquélla? En esta lucha no puede tolerarse lícitamente ni la acción indolente ni la división de partidos. La primera demostraría una cobardía indigna de cristianos. La segunda causaría una debilidad desastro-sa. [Una acusación calumniosa] [9]. Antes de pasar adelante es conveniente recordar aquí una calumnia astuta-mente propalada entre el pueblo para desacreditar la fe con odiosas acusaciones contra los católicos y aun contra la misma Santa Sede. Afirman algunos que el verdadero fin y la energía en la acción inculcada por Nos a los católicos para la defensa de su fe tienen como móvil oculto y principal no la defensa de los in-tereses religiosos, sino la ambición de conferir a la Iglesia un poder temporal para la dominación política del Estado. Esta afirmación viene a resucitar de he-cho una antiquísima calumnia, ¿ventada ya por los primeros enemigos del cris-tianismo. ¿No fue, acaso, formulada por primera vez contra la adorable persona de nuestro Redentor? Se le acusaba de obrar con fines políticos, cuando ilumi-naba las almas con su predicación y cuando con los tesoros de su bondad divina

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aliviaba los padecimientos corporales y espirituales de los desgraciados: Hemos encontrado a éste pervirtiendo a nuestro pueblo; prohíbe pagar tributo a Cé-sar y dice ser Él el Mesías rey...5 Si sueltas a éste, no eres amigo del César; todo el que se hace rey, va contra el César... Nosotros no tenemos más rey que el César.6 [10]. Estas calumnias, unidas a las amenazas, fueron las que arrancaron a Pilato la sentencia de muerte contra Aquel cuya inocencia había reconocido varias ve-ces. Los autores de esta mentira y de otras falsedades parecidas hicieron todo lo posible para propagarlas por todos los pueblos. Por esto San Justino Mártir re-prochaba a los judíos de su época: «Lejos de arrepentiros, después de haber co-nocido su resurrección de entre los muertos, habéis enviado por todo el mundo hombres hábilmente escogidos para anunciar que había aparecido una secta herética fundada por un cierto seductor galileo llamado Jesús de Galilea».7 [11]. Al difamar con tanta audacia al cristianismo, sus enemigos sabían muy bien lo que hacían. Su plan consistía en levantar contra la propagación del cris-tianismo un formidable adversario: el Imperio romano. La calumnia avanzó, y los paganos, dando fe crédulamente a las calumnias de los judíos, llamaban a los primeros cristianos «seres inútiles, ciudadanos peligrosos, facciosos, enemigos del Imperio y de los emperadores».8 En vano los apologistas del cristianismo con sus escritos, en vano los cristianos con su ejemplar conducta de vida trata-ron de demostrar el criminal absurdo de tales acusaciones. Nadie se dignó pres-tar atención a aquellos escritos y a esta conducta. El solo nombre de cristiano era para los paganos una declaración de guerra. Y los cristianos, por el solo he-cho de serlo, se veían sometidos forzosamente a esta alternativa: o la apostasía o el martirio. [12]. Quejas idénticas y persecuciones iguales se renovaron con intensidad va-riable en los siglos posteriores siempre que hubo gobernantes excesivamente celosos de su poder e intencionalmente mal dispuestos contra la Iglesia. Han sido siempre maestros en el arte de denunciar públicamente, como pretexto de persecución, unas supuestas invasiones de la Iglesia en la esfera del Estado, pa-ra suministrar a éste apariencias de derecho en sus usurpaciones y en sus vio-lencias contra la Iglesia católica. [13]. Nos hemos debido recordar brevemente el pasado histórico para que el presente no desconcierte a los católicos. La lucha, en esencia, es siempre la misma: Jesucristo expuesto siempre a las contradicciones del mundo. Los re-cursos puestos en juego por los modernos enemigos del cristianismo son los de siempre. Recursos viejos en el fondo, apenas modificados en la forma. Pero por esto mismo deben ser también idénticos los medios defensivos, indicados cla-ramente a los cristianos de la época actual por nuestros apologistas, nuestros doctores y nuestros mártires. Lo que ellos hicieron es lo que nosotros debemos hacer. Antepongamos a todo la gloria de Dios y de su Iglesia. Trabajemos por ella con constante y eficaz esfuerzo. Dejemos el cuidado del éxito a Jesucristo,

5 Lc. 23, 2. 6 Jn 19, 12-15. 7 SAN JUSTINO, Diálogo con Trifón: PG 6, 471. 8 TERTULIANO, Apologeticum XXXV: PL 1, 451. Cf. MINUCIO FÉLIX, Octavio: PL 3, 231.

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que nos dice: En el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he ven-cido al mundo.9 [III. PRINCIPIOS EN MATERIA DE FORMAS DE GOBIERNO] [14]. Para llegar a este resultado» lo advertimos antes, es necesaria una estrecha unión, y, si queremos conseguir esta unión, es indispensable sacrificar todo ape-go de opiniones propias que pueda debilitar la fuerza eficaz de la acción común. Nos referimos principalmente a las divergencias políticas de los franceses sobre la conducta que deben observar frente a la actual República, cuestión que deseamos tratar con la claridad que su importancia exige, partiendo de los prin-cipios ciertos y descendiendo después a las consecuencias prácticas. [En el terreno especulativo] [15]. Una gran variedad de regímenes políticos se ha ido sucediendo en Francia durante este siglo. Cada uno de estos regímenes posee su forma propia que lo diferencia de los demás: el imperio, la monarquía y la república o democracia. Situándonos en el terreno de los principios abstractos, podemos llegar tal vez a determinar cuál de estas formas de gobierno, en sí mismas consideradas, es la mejor. Se puede afirmar igualmente con toda verdad que todas y cada una son buenas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien común, razón de ser de la autoridad social. Conviene añadir, por último, que, si se comparan unas con otras, tal o cual forma de gobierno político puede ser preferible bajo cierto aspecto, por adaptarse mejor que las otras al carácter y costumbres de un pueblo determinado. En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí mis-ma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica. Lo dicho basta para justificar plenamente la loable prudencia de la Iglesia, que en sus relaciones exteriores con los poderes políticos hace abstracción de las for-mas que diferencian unos de otros, para tratar así libremente con ellos los tras-cendentales intereses religiosos de los pueblos. La Iglesia sabe que, en virtud de su propio oficio, debe ejercer la tutela de estos intereses con preferencia a todo otro interés. En nuestras encíclicas anteriores hemos expuesto ya estos princi-pios.10 Era, sin embargo, necesario recordarlos de nuevo para mayor declaración de este asunto que hoy nos preocupa grandemente. [En el terreno práctico] [16] Pero, si del plano abstracto descendemos al terreno práctico de los hechos, es necesario procurar con cuidado que no queden negados los principios seña-lados. Los principios referidos son inmutables. Sin embargo, al encamarse en los hechos los principios revisten un carácter de contingencia variable, determi-nado por el medio concreto en que se verifica su aplicación. Con otras palabras, si cada una de las formas políticas es buena en sí misma y aplicable al gobierno supremo de los pueblos, sin embargo, de hecho sucede que en casi todas las na-ciones el poder civil presenta una forma política particular. Cada pueblo tiene la suya propia. Esta forma política particular procede de un conjunto de circuns- 9 Jn 16, 33. 10 Véase especialmente la encíclica Immortale Dei, de 1 de noviembre de 1885: ASS 18 (1885) 161-180.

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tancias históricas o nacionales, pero siempre humanas que han creado en cada nación una legislación propia tradicional y fundamental. A través de estas cir-cunstancias queda determinada la forma política particular de gobierno, fun-damento de la transmisión de los supremos poderes a la posteridad. [17]. Juzgamos innecesario advertir que todos y cada uno de los ciudadanos tie-nen la obligación de aceptar los regímenes constituidos y que no pueden inten-tar nada destruirlos o para cambiar su forma. De aquí procede que la Iglesia, depositaria única en la tierra de la más genuina y elevada noción del poder polí-tico, por derivar de Dios el origen de todo poder, haya reprobado siempre las doctrinas y haya condenado siempre a los hombres rebeldes a la autoridad legí-tima. Actitud observada por la Iglesia incluso en tiempos en que los gobernantes abusaban del poder recibido, privándose así del más firme apoyo dado a su au-toridad y del medio más eficaz para obtener la obediencia del pueblo a las leyes. En esta materia nunca será excesivamente meditada la conocida enseñanza que en medio de la persecución daba el Príncipe de los Apóstoles a los primeros cris-tianos: Honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al empe-rador.11 Y aquellas palabras de San Pablo: Ante todo te ruego que se hagan peti-ciones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los emperadores y por todos los constituidos en dignidad, a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y honestidad. Esto es bueno y grato ante Dios, nuestro Salvador.12 [Los cambios políticos] [18]. Sin embargo, es necesario advertir cuidadosamente, al llegar a este punto, que, sea cual sea en una nación la forma de gobierno, de ningún modo puede ser considerada esta forma tan definitiva que haya de permanecer siempre inmuta-ble, aun cuando ésta haya sido la voluntad de los que en su origen la determina-ron. [19]. Sólo la Iglesia de Jesucristo ha podido conservar, y conservará hasta la consumación de los tiempos, su forma de gobierno. Fundada por Aquel que era, que es y que será en los siglos,13 recibió de El en su mismo origen, con abundan-cia, todos los medios que necesitaba para proseguir con acierto su misión a tra-vés del movible océano de la vida humana. Y tan lejos está la Iglesia de la nece-sidad de transformar su constitución esencial, que incluso carece de facultad para renunciar a la libertad y soberana independencia con que la sabiduría divi-na la dotó en interés general de las almas. [20]. Pero tratándose de sociedades puramente humanas, es un hecho mil veces comprobado por la historia que el tiempo, este gran transformador de todo lo terreno, obra continuamente profundísimos cambios en las instituciones políti-cas de aquéllas. A veces se limita solamente a introducir alguna modificación en la forma de gobierno establecida. Pero otras veces llega a suprimir las formas primitivas, substituyéndolas con otras nuevas totalmente diferentes. Más toda-vía, hay ocasiones en que cambia el mismo sistema de transmisión del poder supremo.

11 I Ped. 2, 17. 12 I Tim. 2, 1-2. 13 Heb 13, 8.

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[21].¿Cómo se verifican en la realidad los cambios políticos de que estamos ha-blando? Algunas veces suelen ser resultado de crisis nacionales violentas, las más de ellas sangrientas. Bajo su empuje perecen de hecho los regímenes políti-cos anteriores. Surge entonces una anarquía dominadora; inmediatamente el orden público del Estado se ve subvertido hasta en sus mismos fundamentos. En este momento, una necesidad social se impone a toda la nación: la de mirar por sí misma sin demora. ¿Por que no ha de tener la nación en este caso el dere-cho, más aún, la obligación de defenderse de un estado de cosas tan gravemente perturbador y de restituir la paz pública al orden tranquilo anterior? [22]. Ahora bien, esta necesidad social justifica la existencia y la constitución de un nuevo régimen político, sea la que sea la forma que adopte, ya que, en la hi-pótesis de que estamos hablando, este régimen nuevo está exigido necesaria-mente por la recuperación del orden público, el cual no es posible sin un deter-minado régimen político. De aquí se sigue que, en tales ocasiones, toda la nove-dad se reduce a la nueva forma política que adopta el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este poder. Pero en modo alguno afecta al poder consi-derado en sí mismo. Este poder persevera inmutable y digno de todo respeto. Considerado a fondo en su propia naturaleza, el poder ha sido establecido y se impone para facilitar el bien común, razón suprema y origen de la humana so-ciedad. Lo diremos con otras palabras: en toda hipótesis, el poder político, con-siderado como tal, procede de Dios, y siempre y en todas partes procede exclusi-vamente de Dios. No hay autoridad sino por Dios.14 [23]. Por consiguiente, cuando de hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos, representantes de este poder inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y los mantiene. Aceptación obligatoria cuya urgen-cia es mayor cuando las revoluciones acentúan el odio común, provocan la gue-rra civil y pueden sumir a la nación en el caos de la anarquía. Esta grave obliga-ción de sumisión y obediencia durará todo el tiempo que requieran las exigen-cias del bien común. Porque, después de Dios, el bien común es la primera y última ley de la sociedad humana. [24]. Por esta razón queda plenamente justificada la prudencia con que procede la Iglesia al asegurar, las relaciones mutuas con los numerosos gobiernos que en menos de un siglo, y siempre con violentas y hondas conmociones, se han ido sucediendo en Francia. Esta norma de conducta, por ser la más segura y saluda-ble, es la que deben observar todos los franceses en sus relaciones civiles con la República, que es el régimen político actual de su patria. Arrojen lejos de sí toda clase de divergencias políticas que los dividen en partidos contrarios. Más aún: todos deben concentrar sus energías para conservar, restaurar y levantar la grandeza moral de su patria. [IV. DISTINCIÓN ENTRE RÉGIMEN CONSTITUÍDO Y LEGISLACIÓN] [25]. Pero surge aquí una dificultad: «Esta República, observan algunos, se halla animada de sentimientos tan anticristianos, que ningún hombre recto, y mucho

14 Rom. 13,1. Véase sobre este punto la encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881: ASS 14 (1881-1882) 4-14.

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menos ningún católico, puede aceptarla en conciencia». Esta es la causa princi-pal que ha originado y exasperado las disensiones políticas. [26]. Se habrían evitado fácilmente todas estas lamentables y peligrosas diver-gencias políticas si con prudente cuidado se hubiera tenido en cuenta la gran distinción que media entre poderes constituidos y legislación. Porque la dife-rencia que existe entre la legislación y los poderes políticos y su forma es tan grande, que, en un régimen cuya forma sea quizás la más excelente de todas, la legislación puede ser detestable, y, por el contrario, dentro de un régimen cuya forma sea la más imperfecta puede hallarse a veces una legislación excelente. La comprobación histórica de esta diferencia es muy fácil. Pero resultaría inútil. Todos están plenamente convencidos de ella. ¿Quién puede saberlo mejor que la Iglesia, que ha mantenido siempre relaciones estables con todas las formas de poder constituido? La Iglesia puede decir, con una experiencia superior a la de cualquier poder temporal, cuántos consuelos y cuántos dolores le han producido con frecuencia las legislaciones de- los diversos regímenes que sucesivamente han ido rigiendo a los pueblos desde el Imperio romano hasta nuestros días.15 [27]. La importancia de la distinción que acabamos de establecer es grande. Pe-ro su razón de ser es también manifiesta. La legislación es obra de los hombres que están en el poder y que gobiernan, de hecho, una nación. Consecuencia: en la práctica, la calidad de las leyes depende más de la calidad moral de los gober-nantes que de la forma constituida de gobierno. Una legislación será buena o será mala según los principios buenos o malos que profesen los legisladores y según se dejen éstos guiar por la prudencia política o por las pasiones desorde-nadas. [28]. En Francia, desde hace muchos años, han sido promulgadas algunas leyes de suma importancia con tendencias hostiles a la religión y, por consiguiente, contrarias al bien común de la nación. Es un hecho que todos reconocen. Por desgracia, la evidencia de los hechos lo ha comprobado. [29]. Nos mismo, cumpliendo un sagrado deber, enviamos más de una vez enér-gicas quejas al que entonces ocupaba la presidencia de la República. Sin embar-go, las tendencias hostiles contra la religión han perseverado. El mal se ha ido agravando. Nadie, por tanto, puede extrañarse de que el episcopado francés, puesto por el Espíritu Santo para regir sus diferentes e ilustres iglesias se haya juzgado hace poco en lá obligación de manifestar públicamente la amargura que le produce la nueva situación gravosa creada en Francia por el Gobierno a la religión católica. [30]. ¡Pobre Francia! Sólo Dios puede medir el abismo de males en que se hun-diría si esta legislación, en vez de mejorar, se obstinara en proseguir tan equivo-cado e injusto camino. Este camino acabará por arrancar del corazón de los franceses la religión que les ha hecho tan grandes entre los pueblos europeos. [31]. He aquí precisamente el terreno en que, prescindiendo de diferencias polí-ticas, deben unirse todos los buenos como un solo hombre para luchar y para suprimir, por todos los medios legales y honestos, los abusos cada, vez mayores

15 Véase la encíclica de León XIII a los cardenales franceses, de 3 de mayo de 1892: ASS 24 (1891-1892) 641-647.

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de la legislación civil. El respeto debido a los poderes constituidos no puede prohibir esta lucha. Este respeto al poder constituido no puede exigir ni impo-ner como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho menos una obediencia ilimitada o indiscriminada a las leyes promulgadas por ese mismo poder consti-tuido. Que nadie lo olvide: la ley es un precepto ordenado según la razón, elabo-rado y promulgado para el bien común por aquellos que con este fin han recibi-do el poder. [32]. Por consiguiente, jamás deben ser aceptadas las disposiciones legislativas, de cualquier clase, contrarias a Dios y a la religión. Más aún; existe la obligación estricta de rechazarlas. Esto es lo que el gran obispo de Hipona, San Agustín, expuso claramente con estas elocuentes palabras: «Algunas veces... los gober-nantes son rectos y temen a Dios; otras veces no le temen. Juliano era un empe-rador infiel a Dios, apóstata, inicuo, idólatra; los soldados cristianos sirvieron a un emperador infiel; pero, cuando se trataba de la causa de Cristo, no recono-cían sino a Aquel que está en los cielos. Si alguna vez ordenaba que adorasen a los ídolos y les ofreciesen incienso, ponían a Dios por encima del emperador. Pero cuando les decía: ¡A formar, en marcha contra tal o cual pueblo! obedecían inmediatamente. Sabían distinguir entre el Señor eterno y el señor temporal, y, sin embargo, vivían sometidos incluso a su señor temporal por consideración al Señor eterno».16 Nos sabemos que el ateo, abusando lamentablemente de su razón, y más todavía de su voluntad, niega todos estos principios. Pero el ateís-mo es, en definitiva, un error tan monstruoso, que, dicho sea en honor de la humanidad, nunca podrá suprimir en la conciencia humana los derechos de Dios ni podrá substituir a Dios con la idolatría del Estado. [33]. Definidos así los principios reguladores de nuestra conducta con Dios y con el poder político, ningún espíritu imparcial podrá acusar a los católicos franceses de que, sin reparar en sacrificios ni fatigas, procuren conservar para su patria lo que constituye la condición absoluta de su seguridad, lo que resume todas las gloriosas1 tradiciones que registra su historia y lo que los franceses no pueden nunca lícitamente dar al olvido. [V. DOS PUNTOS CONCRETOS] [34]. No queremos terminar la presente encíclica sin tocar otros dos puntos unidos estrechamente con los anteriores y que, relacionados íntimamente con los intereses religiosos, han producido en el campo católico alguna división. [El Concordato] [35]. El primer punto es el relativo al Concordato que durante tantos años ha facilitado en Francia la armonía entre la Iglesia y el Estado. Este pacto solemne y bilateral sobre las materias públicas referentes a la Iglesia ha sido cumplido con fidelidad por la Santa Sede en todo tiempo. ¿Ha sido observado con la mis-ma fidelidad por el Gobierno francés? Ni siquiera los mismos enemigos de la religión católica están de acuerdo en la respuesta.

16 SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Ps. 124,7: PL 37.1654.

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[36]. Los adversarios más violentos quieren abolirlo, para que el Estado pueda así perseguir con mayor libertad a la Iglesia de Jesucristo. [37]. Otros, por el contrario, con mayor astucia, desean, o por lo menos así se expresan, el mantenimiento del Concordato. No porque reconozcan en el Estado la obligación de cumplir los deberes pactados, sino porque quieren que el Esta-do se aproveche de los beneficios que con el Concordato le ha concedido la Igle-sia. Como si una de las partes obligadas pudiera por sí sola separar caprichosa-mente los deberes aceptados y los derechos adquiridos, siendo así que los debe-res y los derechos están tan íntimamente unidos, que constituyen una sola y única totalidad jurídica. Para los que así piensan, el Concordato en adelante será una mera cadena que coarte miserablemente la libertad de la Iglesia, esa santa libertad a la que la Iglesia tiene, por voluntad de Dios, derecho inalienable. [38].¿Cuál de estas dos opiniones prevalecerá? Lo ignoramos. Las hemos ex-puesto aquí para advertir a los católicos que no provoquen discusiones en un asunto cuya negociación y resolución pertenecen exclusivamente a la Santa Se-de. [La separación entre la Iglesia y el Estado] [39]. Respecto del segundo punto no usaremos la misma manera de hablar. Los adversarios de la Iglesia establecen como firme fundamento básico del régimen político el principio de la mutua separación entre la Iglesia y el Estado. Lo cual equivaldría a separar la legislación humana de la legislación cristiana y divina. Nos no queremos detenernos en esta ocasión para demostrar cuán absurda es la teoría de esta separación. Cualquiera lo puede comprender por sí mismo. Desde el momento en que el Estado niega a Dios lo que es de Dios, se sigue necesaria-mente que niegue a los ciudadanos todo aquello a que tienen derecho como hombres. Quieran o no los adversarios de la Iglesia, los verdaderos derechos del hombre nacen precisamente de sus obligaciones para con Dios. De lo cual se sigue que el Estado que falta en esta materia destruye en realidad el fin principal de su institución y niega, en cierto modo, la razón suprema de su propia existen-cia. La razón natural del hombre proclama con tanta evidencia los principios expuestos, que éstos se imponen por su propia fuerza a todos los hombres que no viven cegados por el desorden de las pasiones. [40]. Los católicos, por consiguiente, nunca se guardarán bastante de admitir y promover tal separación. Porque querer que el Estado se separe de la Iglesia es lo mismo, por consecuencia natural inevitable, que pretender reducir a la Iglesia a la mera libertad jurídica común a todos los ciudadanos.17 [41]. Es cierto que esta situación existe en algunos países. Pero esta situación de la Iglesia, si bien tiene muchos y graves inconvenientes, presenta, sin embargo, algunas ventajas, sobre todo cuando el legislador, con una feliz y manifiesta in-consecuencia entre la legislación promulgada y el propio legislador, se muestra imbuido de los principios cristianos y gobierna cristianamente. Estas ventajas no pueden justificar ni enmendar el falso e injusto principio de la separación ni

17 Véase la encíclica Libertas praestantissimum, de 20 de junio de 1888: ASS 20 (1887-1888) 593-613, y la encíclica de San Pío X Vehementer Nos, de 11 de febrero de 1906: ASS 39 (1906) 3-16.

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autorizan a nadie para defenderlo. Sin embargo, aquellas ventajas hacen tolera-ble un estado de cosas que prácticamente no es el peor de todos. [42]. Pero en Francia, nación católica por sus antiguas tradiciones y por la fe actual de la gran mayoría de sus hijos, la Iglesia no debe quedar situada en la precaria situación que tiene a la fuerza en otros pueblos. Menos todavía pueden los católicos favorecer esta separación, desde el momento en que conocen per-fectamente los propósitos que abrigan los adversarios, defensores de la separa-ción. Para éstos —sus manifestaciones son suficientemente claras—, la separa-ción significa la completa independencia de la legislación política respecto del poder legislativo religioso. Más aún, la absoluta indiferencia del poder secular con relación a los intereses, los derechos y la naturaleza de la sociedad cristiana, es decir, la Iglesia; y, por último, la negación misma de la propia existencia civil de ésta. Hacen, sin embargo, una excepción: si alguna vez la Iglesia, abusando de la libertad civil y de los medios legales que el derecho común concede al úl-timo francés, multiplica sus actividades propias y logra un éxito próspero en sus empresas, al punto el Estado francés intervendrá y podrá y deberá declarar a todos los católicos franceses fuera del derecho común. [43]. Digámoslo en una palabra: el fin último, el ideal supremo de estos hom-bres, consiste en el regreso, si fuera posible, de la sociedad al paganismo: que el Estado no reconozca a la Iglesia sino cuando quiera perseguirla a su capricho. [VI. RECAPITULACIÓN] [44]. Nos hemos desarrollado, venerables hermanos, con brevedad, pero con claridad a la vez, si no todos, al menos los capítulos principales en que los cató-licos franceses y todos los hombres de sano juicio deben unirse y concordar para procurar, en lo posible, el remedio de los males que Francia padece, y para res-taurar de nuevo su grandeza moral. Estos capítulos fundamentales son: la reli-gión y la patria, el poder político y la legislación, la norma obligatoria de con-ducta respecto del poder político y respecto de la legislación, el Concordato y la separación mutua entre la Iglesia y el Estado. [45]. Nos esperamos que la declaración de estos principios disipará los prejui-cios de muchos hombres de buena fe y facilitará la pacificación de los espíritus y, por medio de ésta, la unión perfecta de todos los católicos para luchar por la causa de Cristo, que ama a los franceses.18 [46]. ¡Gran consuelo es para nuestro corazón estimularos a que emprendáis este camino y contemplar la docilidad con que todos respondéis a nuestro llama-miento! Vosotros, venerables hermanos, con vuestra autoridad y con el ilustre celo por la Iglesia y por la patria que os distingue, prestaréis una valiosa ayuda a 18 Palabras dirigidas por el papa Gregorio IX a la Francia católica de la Edad Media en la persona de San Luis, rey de Francia: «Dios, a quien obedecen las legiones celestiales, después de establecer por todas partes reinos diferentes según las diversidades de lenguas y de climas, ha atribuido a muchos gobiernos misiones especiales para el cumplimiento de sus designios. Y así como en otro tiempo prefirió la tribu de Judá a las de los otros hijos de Jacob y concedió a aquélla especiales bendiciones, así eligió a Francia con preferencia a todas las restantes naciones de la tierra para la protección de la fe católica y para la defensa de la libertad religiosa. Por esto Francia es el reino de Dios; los enemigos de Francia son los enemigos de Cristo. Por esto Dios ama a Francia, porque Francia ama a la Iglesia, que persevera a través de los siglos y recluta las legiones para la eternidad. Dios ama a Francia, a la que ningún ataque ha podido jamás separar ente-ramente de la causa de Dios. Dios ama a Francia donde en ningún tiempo la fe ha perdido su vigor, donde el rey y los soldados no han dudado jamás de afrontar los peligros y de dar su sangre por la conservación de la fe y de la libertad religiosa» (apud San PíoX, Sermón en la beatificación de Juana de Arco y otros mártires franceses: AAS 1 [1909] 144).

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esta obra de pacificación. Nos nos complacemos en esperar que también los go-bernantes sepan apreciar nuestras palabras, que pretenden únicamente la ven-turosa prosperidad de la nación francesa. [47]. Entre tanto, y como prenda de nuestro paterno afecto a Francia, os conce-demos gustosamente a vosotros, venerables hermanos; a vuestro clero y a todos los católicos de Francia, la bendición apostólica. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 16 de febrero de 1892, año décimocuar-to de nuestro pontificado.