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Reflexiones sobre una utopía por construir W ORKING P APER SERIES 24 Alberto Trivero Rivera 1712: LA GRAN REBELIÓN DE LOS MAPUCHES DE CHILOÉ ÑUKE MAPUFÖRLAGET

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Reflexiones sobre una utopíapor construir

WORKING PAPER SERIES 24

Alberto Trivero Rivera

1712: LA GRAN REBELIÓN DE LOS MAPUCHES DE CHILOÉ

ÑUKE MAPUFÖRLAGET

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Ñuke MapuförlagetEditor General: Jorge CalbucuraDiseño Gráfico: Susana GentilEbook producción - 2004ISBN 91-89629-27-2

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ISBN 91-89629-27-2ÑUKE MAPUFÖRLAGET

Alberto Trivero Rivera

1712: LA GRAN REBELIÓN DE LOS MAPUCHES DE CHILOÉ

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LA ENCOMIENDA EN CHILOÉ

La dureza del régimen de la encomienda y el desacato de todo cuanto había de

favorable al indio en las Leyes y ordenanzas de la Corona, había mantenido

elevada la tensión entre los mapuches encomendados y los encomenderos y sus

capataces en el archipiélago de Chiloé: un conflicto que no reventaba solamente

a causa del aislamiento en que se encontraban los mapuches chilotes. Al norte,

había escaso entendimiento con los mapuches libres, en cuanto los del

archipiélago luchaban en contra de la prepotencia de los encomenderos

demandando el pleno respeto de las leyes y aceptando plenamente la autoridad

moral de la Corona, mientras los de Arauco luchaban para conservar su

independencia y en contra de la presencia española en su tierra, en cuanto

foráneo; rechazaban el derecho hispánico en todos sus aspectos. Al sur, las

relaciones con los chonos se caracterizaban por las frecuentes malocas, además

que, clima y geografía imposibilitaban el asentamiento de un pueblo dedicado

esencialmente a la agricultura. La experiencia había demostrado a los mapuches

chilotes que en caso de derrota no había donde refugiarse, ni había posibilidad

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de vencer en un enfrentamiento con las tropas castellanas, a no ser de producirse

en condiciones excepcionalmente favorables.

“En el mundo distante y casi inaccesible de Chiloé, las tasas y

ordenanzas eran un simple formalismo que los encomenderos juraba

respetar al momento de obtener la encomienda, pero una vez en

posesión de ella, se regían por la costumbre. […] Los encomendero

del siglo XVII y principios del XVIII, acusados de tener a sus indios

en la más inhumana servidumbre, alegaban que el servicio personal

durante todo el año y sin paga era preciso para sustentar la

‘república’ y que en Chiloé ésta era una ‘práctica antigua de mucha

fuerza’ [… y que] intentar modificarla significaba, según la nobleza

insular, poner en peligro la estabilidad de la república1”.

No obstante la enorme dificultad para rebelarse exitosamente, los indios

encomendados estuvieron a punto de dar comienzos a un malón general en

1710, durante el gobierno de Lorenzo Cárcamo Olavarría, empeñado en

defender los intereses de los encomenderos y exigiéndoles a numerosos indios

que trabajaran sin sueldo y a su servicio. Al acabar el mandato del gobernador

Cárcamo las expectativas se centraban en su sucesor, José Marín Velasco2. Los

indios depositaban su confianza en la próxima visita del obispo de Concepción,

Diego Montero del Aguila, probablemente solicitada por los jesuitas,

conscientes de las crecientes tensiones y del riesgo de un estallido repentino y

confiados que de la autoridad del obispo pudiera madurar una cambio

significativo en el comportamiento de los encomenderos.

Los jesuitas, además, pensaban de poder conseguir ventajas para los indígenas

de Chiloé, fortalecidos por exitosa labor apostólica entre los chonos, pues el 30

de enero de 1710, ocho grandes dalcas con un total de 166 chonos3 llegaron

“voluntariamente y de paz, en crecido número. La frontera austral cercana a

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Chiloé había hecho efectos en ellos, y no tuvieron más alternativas que

presentarse en el fuerte de San Miguel de Calbuco4”. Los encabezaba su propio

cacique, Miguel Chagupillán, y pidieron que se les permitiera de vivir en paz

con los españoles y de asentarse en la cercanía de alguna villa. Alejandro

Garzón, capitán del fuerte de Calbuco, los recibió muy amablemente y el

gobernador de Chiloé, Lorenzo de Cárcamo, que al momento se encontraba en el

cercano fuerte de Chacao, resolvió de asentarlo en la isla Guar, de propiedad del

padre Juan de Uribe, cura del fuerte de Calbuco, confiándolos a los curas de la

Orden castreña.

La visita del obispo penquista a Chiloé se realizó entre fines de 1711 y los

primeros días de enero de 1712; en un momento muy oportuno para los jesuitas

del archipiélago. Sin embargo, lo que produjo fueron muchas alabanzas para los

misioneros chilotes (pero muy poco sinceras5), y una interesante descripción

sobre el estado del archipiélago6… sin proponer ninguna solución para la

justificada querella de los indios encomendados y para mejorar su situación que

se ponía cada vez más dramática. La reseña del obispo ni siquiera menciona los

inhumanos comportamientos de los encomenderos y los crueles castigos con los

cuales torturaban los indios7, encomendados, ni tampoco censura y la inercia de

los gobernadores o, peor, su complicidad.

Cuando por fin en el verano de 1711 José Marín Velasco se había hecho cargo

de la gobernación del archipiélago, desde el primer momento fue evidente que

no sólo no iba a hacer nada para mejorar la situación de los indios

encomendados, sino, al contrario, exigía el servicio personal para provecho

propio, alegando la práctica del ‘depósito para reformar la mala conducta8’, en

mayor proporción que los anteriores gobernadores. De allí la rabia creciente que

sólo buscaba el momento propicio para poder estallar.

A la víspera de la rebelión, la población de Chiloé alcanzaba unas 15000 almas:

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unos 9000 indígenas y unos 6000 hispano-mestizos. Los indios encomendados

eran unos 7500, repartidos en 48 encomiendas, y de éstos solamente unos 2000

estaban en edad y condición de tomar las armas, aunque de hecho lo único que

podían conseguir eran algunas picas, hachas y bastones. Los restantes 1500

indígenas eran ‘indios libres’: parte de los cuales eran aliados de los españoles,

como los reyunos de Calbuco, y otros tenían una buena relación personal con los

hispánicos, de cuya relación conseguían ventajas. De allí que los indios libres no

sólo no hubieran apoyado una rebelión, sino se hubieran unido a los castellanos

para combatirla9. De hecho, al rebelarse los indios podían colocar en combate

unas 1000 lanzas, siempre y cuando que todo el archipiélago participara en la

sublevación. Las autoridades castreñas, por su parte, podían oponer una milicia

constituida por unos 1000 soldados, a la cual podían agregarse otros 1000

vecinos, todos bien equipados. Por lo tanto a la disparidad de armamento, se

añadía la inferioridad numérica de los indios.

Es así que solamente una concordancia de eventos favorables podía favorecer

el inicio der un levantamiento: la cual se originó como consecuencia de una

querella que surge entre el maestre de campo del fuerte de San Miguel de

Calbuco, don Alejandro Garzón Garricochea, y el gobernador de Chiloé, don

José Marín de Velasco.

MARÍN DE VELASCO Y LA INSUBORDINACIÓN DE

GARZÓN

En 1709 llega a Chile el nuevo gobernador de la Capitanía, el acaudalado

vizcaíno Juan Andrés Ustáriz. Desde España, lo acompañan algunos de los

colaboradores principales de su casa de comercio, entre los cuales está don

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Alejandro Garzón Garricochea, que también es “pariente suyo10”. Su gobierno

empieza con una inútil querella con el cabildo de Santiago, se niega a jurar, a

pesar que ya lo había hecho en España: es una prueba de fuerza, de la cual sale

ganador, pues el Consejo de Indias lo respalda. Hombre de negocios, coloca su

hijo y sus empleados de la casa de comercio en las posiciones más importantes,

con el fin de desarrollar la colonia desde un aspecto económico, y sobre todo

muy atento a no hacerlo “mal en las lucrativas a su favor [… y] usa, en

beneficio de su actividad privada, las ventajas dadas por su condición

pública11”.

Con el fin de colocar también en Chiloé un agente comercial de su confianza,

en 1710 envió a su colaborador Alejandro Garzón, quien tenía el ambiguo título

de ‘capitán del fuerte del Calbuco con funciones de gobernador en los lugares

donde no estuviese el titular’. Este rol, Alejandro Garzón lo interpretó a la letra,

pretendiendo ejercer aquella función donde quiera no estuviera Lorenzo

Cárcamo Olavarría, legítimo gobernador de Chiloé, -el cual desde luego podía

encontrarse en un sólo lugar a la vez-. Se puede presumir que entre Garzón y

Cárcamo habían intereses comunes, pues el hecho es que no se creó mayores

problemas. Estos, surgieron cuando José Marín de Velasco reemplazó a Lorenzo

Cárcamo.

El 4 de enero de 1712, Alejandro Garzón viajó a Castro para exigirle al

Cabildo el reconocimiento de sus poderes extraordinarios, a lo cual el Cabildo se

negó. Cuando José Marín de Velasco demandó sus pretensiones ilegítimas,

Garzón afirmó ser él también gobernador de Chiloé y por lo tanto de no deberle

alguna obediencia. Puesto al frente de una insubordinación tan grave, Marín

alcanzó la villa de Calbuco con la caballería presente en Chacao. Persistiendo

Garzón en su insubordinación, Marín lo declaró formalmente rebelde y ordenó

que todos los comandantes y soldados calbucanos se presentaran en Chacao para

rendirle obediencia. Entonces Alejandro Garzón, al frente de su compañía y con

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unos 40 indios reyunos de Calbuco llevando también las armas y municiones del

fuerte, arrancó por el camino de Nahuehuapí con el propósito de llegar a

Santiago, donde sabía poder contar con el apoyo de Ustáriz,.

Es así que a fines de enero de 1712, se dio la oportunidad esperada por los

indígenas del archipiélago: los criollos se encontraban divididos y el fuerte de

Calbuco desarmado.

Unas de las escasas ocasiones de descanso y de socialización indígena era

dada por la celebración del juego del linao, -versión chilota del palín-. En estas

ocasiones convergían al lugar numerosos miembros y caciques de los diferentes

‘pueblos’ indígenas. Es lo que ocurrió en Quilquico, el corazón de la península

de Rilán, el 26 de enero de 1712: un encuentro de linao brindó la oportunidad

para que numerosos caciques de Quinchao y del sector castreño, -las dos áreas

con mayor población indígena y por lo tanto las mejores preparadas para aportar

con combatientes-, pudieran acordar rebelarse en armas el siguiente 10 de

febrero. El propósito era lograr un levantamiento general, involucrando todo el

archipiélago, así que se empeñaron para conseguir la adhesión de los caciques

ausentes y de los reyunos de Calbuco: éstos eran indispensables en cuanto en la

parte septentrional de la Isla Grande la población indígena era muy minoritaria,

y justamente allá los castellanos habían concentrado sus fuerzas para enfrentar la

insubordinación de Garzón.

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Los caciques reunidos en Quilquico entendían rebelarse no “contra el rey,

sino contra la tiranía de los que quitaban sus hijos y parientes para servirse

injustamente de ellos12”. Sin embargo, al lado de los encomenderos estaban las

autoridades castreñas, las milicias y los tantos ‘clientes’ que aprovechaban el

régimen de amistad o parentesco con los encomenderos. De allí que era

inevitable que el alzamiento se convirtiera en una lucha abierta en contra de una

parte importante de la población castellana, aunque existiera la voluntad

declarada de parte de los indígenas, de no involucrar a los inocentes, a las

mujeres y niños y tampoco a las familia de los encomenderos.

Aunque los caciques reunidos en Quilquico no hubiesen buscado la ayuda de

los cuncos, sin embargo confiaban en la ayuda indirecta que podía venirles de

las malocas que aquellos seguían llevando contra los españoles: y en efectos,

pocos días antes del encuentro de Quilquico, los cuncos habían amenazado el

obispo penquista que regresaba a su sede después de haber terminado la visita

pastoral al archipiélago, empeñando en su protección las tropas acuarteladas en

la Concepción.

PLAN DE GUERRA Y SITUACIÓN EN EL CAMPO DE

BATALLA

El plan de guerra de los mapuches chilotes era complejo y postulaba

numerosos frentes. Por un lado se contemplaba la ocupación de Castro, la cual

corría por cuenta de los indios de la costa castreña y del archipiélago de

Quinchao. Por otro lado se contemplaba la conquista del fuerte de Chacao, el

mejor guarnecido del territorio chilote, para lo cual confiaban en los reyunos

calbucanos, quienes también que tomarían el control del fuerte de Calbuco. Para

realizar este plan, había ‘corrido la flecha’ desde la tierra de los payos (Queilen),

hasta la de los cuncos (Calbuco y Carelmapu).

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Los mapuches de Chiloé lograron organizar una fuerza de unos 600 a 800

hombres en armas, frente a unos 1200 castellanos dispuestos para la batalla, y

800 o 1000 vecinos dispuestos a unirse a los milicianos regulares. Una

correlación de fuerzas de 1 a 3, esto sin tener cuenta la enorme diferencia en los

armamentos disponibles: la situación era tan desfavorable para los mapuches

chilotes, que vale considerar que solamente la enorme desesperación los empujó

a rebelarse.

Concientes de su debilidad, los caciques creían que la única posibilidad de

éxito dependía de la situación de desorden creada por la insubordinación de

Garzón y la dispersión de las fuerzas hispánicas que condicionado por la

magnitud del factor sorpresa brindaba la oportunidad de conquistar posiciones

estratégicas – entre las que se contaba asumir el control de la isla de Quinchao y

de la villa de Castro – antes que los castellanos alcanzaran a organizar una

resistencia.

Las milicias castellanas se encontraban en los alrededores de Chacao, Castro

no se encontraba sin defensa y su fuerte era también presidio. Los mapuches, al

contrario, se encontraban desparramados en sus islas, siendo los castreños y los

quinchaínos los únicos en condiciones de congregar rápidamente unas 200

personas, respectivamente. Los mapuches de las otras islas que habían

asegurado su apoyo – los de Llingua Meulín y Quenac, antes que todo, y

también los de Apiao, Alao, Chaulinec, Chelín, Lemuy y Chauques, y, tal vez,

los de Tranqui – no podían viajar libremente en cuanto necesitaban la

autorización de los encomenderos: de allí que para pudieran unirse a las fuerzas

alzadas, era indispensable que la rebelión comenzara. Es así que el plan preveía

que los mapuches de las islas menores se embarcaran en sus dalcas solamente

después que quinchaínos, castreños y calbucanos dieran comienzo al ataque.

Los rebeldes consideraban indispensable impedir a las tropas hispánicas

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acuarteladas en Chacao socorrer la villa de Castro: para lo cual habían decidido

instalar un campamento en Quetalco con una fuerza de unos 200 mapuches,

mientras algunos pequeños grupitos iban a ocupar algunas posiciones

estratégicas en la costa oriental de la Isla Grande, para detener los refuerzos

castellanos y dar tiempo para la conquista de la capital. Otro campamento, era el

de Huenao, en la isla de Quinchao, desde el cual se esperaba acometer contra los

encomenderos en Curaco de Vélez y amenazar a los castellanos de la península

de Rilán: éste campamento, además, iba a ser lugar de encuentro para los

mapuches de las islas menores del archipiélago quinchaíno en la medida en que

se unían a la lucha.

Una vez ocupada la villa de Castro, la batalla por la ocupación del fuerte de

Chacao era la clave del éxito o del fracaso de la rebelión: lo cual estaba en las

manos de los indios reyunos, bien armados y entrenados al combate, pues

servían en el ejército castellano. El objetivo no era la conquista del fuerte, si no

que impedir a los milicianos socorrer a los encomenderos en Castro y Quinchao,

brindando a los mapuches isleños el tiempo necesario para acabar con ellos. No

hay que olvidar que el objetivo de la rebelión no era la expulsión de los criollos

de Chiloé, sino terminar con el régimen de la encomienda. Ingenuamente, los

caciques creían que una vez muertos los encomenderos, la Corona habría

entendido las razones13 y que los perdonaría.

Un plan tan articulado, difícilmente pudo haber sido ideado solamente en

ocasión del encuentro de Quilquico; probablemente, había sido planeado por lo

menos un año antes, durante el gobierno de Lorenzo Cárcamo14, es muy

probable que en Quilquico solamente se tomaron las resoluciones finales y se

fijó la fecha del levantamiento.

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LA REBELIÓN

La rebelión tuvo su comienzo en la noche entre el 9 al 10 de febrero de 1712,

miércoles de ceniza. Los mapuches ocuparon el acceso a Castro, sitiando la villa

y a los españoles atrincherados en ella; así como a gran parte de la isla de

Quinchao, y además algunas islas menores: destruyeron numerosas casas de

españoles, mataron a varios encomenderos y apresando a sus mujeres e hijos.

“Entre las víctimas de la primera noche de alzamiento aparecen sólo ‘vecinos

principales’ y sus familias. No se cuentan entre ellos españoles ‘medios’, ni

mestizos, ni frailes, ni curas15”, lo cual confirma que la rebelión era en contra de

los abusos de los encomenderos y de las autoridades, y no en contra de la nación

hispano-mestiza de Chiloé.

Conforme a los planes, las fuerzas mapuches se concentraron en Huenao y en

Quetalco y enviaron pequeños destacamentos en la costa oriental de la Isla

Grande. En la madrugada del día 10, la estrategia de los caciques parecía ser

exitosa; la rebelión había comenzado con una gran participación, y había

sorprendido a los españoles causándoles numerosas bajas. Sin embargo no

habían logrado ocupar la villa de Castro, donde sus vecinos se organizaban para

resistir al sitio, y en la costa oriental de la Isla Grande y de la península de Rilán,

muchos españoles lograron esconderse en los bosques, mientras que algunos

vecinos de Curaco de Vélez lograron embarcarse y alcanzar la costa de

Dalcahue, donde se unieron a otros fugitivos con el fin de buscar refugio en

Chacao.

Al norte del canal, en la mañana del 10 los mapuches calbucanos asaltaron el

fuerte y ocuparon el pequeño poblado de San Miguel de Calbuco, incendiando la

mayor parte de sus construcciones y matando 16 españoles. El mismo día 10,

seis emisarios llegados de las islas se encontraron con los reyunos para

entregarles la ‘flecha’, conforme lo acordado.

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Todo parecía ir según los planes y así en la noche del 10 los mapuches en

Quetalco y Huenao festejaron la victoria: sin embargo, fue una ilusión de una

sola noche.

El día 11, los reyunos de Calbuco traicionaron a sus compañeros: los dos

caciques Pablo Arel y Luis Nahuelhuay apresaron a los seis emisarios de los

mapuches y acompañados por el capitán Pedro Gutiérrez, se dirigieron al fuerte

de Chacao, donde los entregaron a los españoles. De esta manera el gobernador

se enteró de la magnitud de la rebelión y dispuso se enviaran socorros a Castro:

luego accedió a la demanda de los reyunos y les entregó los seis emisarios para

que fueran ellos mismos quienes los ejecutaran, ‘alzándolos en la punta de sus

lanzas’16.

Desde Chacao, José de Marín, mientras preparaba todas sus tropas para

alcanzar la villa sitiada, despachó inmediatamente una dalca “con seis hombres

escogidos al mando de un cabo, llevando socorro de pólvora y municiones a los

defensores17” de Castro: sin embargo, éstos fueron descubierto por uno de los

pequeños cuarteles mapuches colocados a lo largo de la costa oriental de la Isla

Grande y tuvieron que regresar al fuerte de Chacao.

Entre tanto en Castro el día 10 el cabo Juan Aguilar y don Diego Téllez de

Barrientos lograban salir de la villa con algunos milicianos para incursionar

entre los mapuches. Al día siguiente capturaron a tres rebeldes en la cercanía de

Faren (?): dos los ajusticiaron allí mismo y uno lo remitieron a Castro para

interrogarlo. Al pequeño grupo de milicianos castreños se les unieron algunos de

los vecinos que habían encontrado refugio en los bosques, así que tuvieron

suficientes fuerzas para seguir acometiendo a los alzados: antes en Tagul (?) y

luego de “cuartel en cuartel, desbaratando juntas para que no hubiese ligas y

tomasen cuerpo de gente que se atreviera a entrar a la ciudad a saquearla y

prenderle fuego18”.

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El día 12 transcurrió en pequeñas refriegas que les impidieron a los mapuches

de asaltar Castro, pero que les facilitaron seguir en su propósito de matar

algunos encomenderos que lograran capturar. Todavía estaban convencidos que

la rebelión seguía conforme lo planeado, y nada sabían de la traición de los

reyunos.

El día 13 el capitán Alonso López de Gamboa y el corregidor de Castro,

Fernando de Cárcamo y Céspedes19, arribaban a la ciudad con los socorros: la

tropa de caballería de Chacao, la tropa miliciana y 40 hombres de la guardia del

gobernador: con lo cual, la batalla se volvía desesperada para los indios.

Asegurada la defensa de Castro, el capitán López tomó las iniciativas en la

conducción de la batalla. Las tropas castellanas, – bien equipadas y suficientes

para enfrentar a los alzados – se lanzaron al perseguimiento de los mapuches

rebeldes, que trataban de resistir, oponiendo sus impotentes macanas a los

arcabuces de los criollos. En la medida que los mapuches se retiraban, se unían

al capitán numerosos encomenderos20 que se habían escondidos en los bosques

con sus parientes, mayordomos y servidores.

Desde Quinchao provino el apoyo principal a la rebelión, y en Quinchao se

produjo la resistencia indígena. La llegada de las tropa regulares de Chacao les

hizo entender que los reyunos habían fracasado, si es que ya no se habían

enterado de la traición de éstos a través de algún mensajero.

El capitán Alonso López alcanzó Huenao, donde se habían concentrados unos

200 mapuches. Después de un desigual enfrentamiento, la mitad de los indios

habían muertos sin que éstos hubiesen logrado producir bajas significativas en

las tropas criollas, entonces un centenar de los combatientes sobrevivientes se

rindieron.

El capitán dividió su tropa en tres partes: dos grupos, de unos 20 o 25 hombres

cada uno21, fueron puesto al mando de don Juan de Aguilar y don Diego Téllez

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de Barrientos, con el fin de seguir hostigando los indios en la isla y de

exterminarlos. El tercer grupo, compuesto por una decena de soldados, quedó en

Huenao para resguardar a los prisioneros. Don Diego Téllez y sus hombres

todavía no se habían alejado, cuando aparecieron algunas dalcas con unos 60

mapuches que llegaban de la isla del encomendero José de Vilches Indo22,

quienes habían matado al mismo y a su esposa. López encargó Téllez que

enfrentara a los que estaban llegando: así lo hizo don Diego, y mientras estaban

desembarcando los atacó y aunque los mapuches hubieran podido retirase y

salvar su vida, sin embargo “no quisieron darse de paz, sino morir peleando23”.

Por mientras, el capitán Alonso López, muy vilmente, hizo degollar a todos los

prisioneros mapuches que quedaban en Huenao: alrededor de un centenar. Le

prestó su ayuda don José de Vargas y Vásquez de Coria24, quien tenía el rol de

“protector de indios” (!), cargo que no le impidió de participar en el carnicería.

Después de haber cumplido aquella injustificada matanza de prisioneros

inermes, el capitán López y sus lugartenientes, a los cuales se unió Lorenzo

Vidal Gallardo, se dedicaron a recorrer cada rincón de la isla de Quinchao en

búsqueda de los que se habían rebelados para matarlos. Al grupo del capitán

López, se agregaron el cabo de armas don Juan de Aguilar Alderete y Alvarado,

ya encomendero en Lemuy, Chauques y Mellelhue, y don Marcos de Cárcamo y

Céspedes, encomendero en Llingua, Lemuy, Terao, Dallico, Payos, etc., los dos

con sus fieles. Durante ocho terribles días, los criollos se dieron a masacrar

mapuches en todo Quinchao25, sin que hubiese lugar alguno donde esconderse y

sin perdonar la vida a los que deponían las armas.

En los mismos días, el sargento mayor José Pérez de Alvarado y el corregidor

de Castro, Fernando Cárcamo, arrasaban con los mapuches en la Isla Grande,

venciendo su resistencia en Rauco, en Opi (?) y el Dalcahue. Luego se

embarcaron y siguieron buscando a los que habían logrado huir, persiguiéndolos

de isla en isla.

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Alrededor del día 20, toda resistencia había cesado y la rebelión había

concluido. Los mapuches habían matado unos 30 hidalgos26 y habían dejado en

el campo de batalla unos 80027 hombres, es decir una tercera parte de todos los

mapuches chilotes en edad de combatir o de trabajar en el archipiélago. Los

criollos se vieron impedidos de continuar la matanza, por los jesuitas “por todos

los rincones del archipiélago haciendo valer sus respetos, sabedores del

ascendiente que tenían sobre indios y españoles28”.

Entre los pocos alzados que sobrevivieron a la matanza, algunos se escaparon

alcanzando las tierras alrededor del lago de Nahuel Huapí y se refugiron entre

los puelches, y otros, muy pocos, encontraron amparo en los canales de las islas

Guaitecas, entre los chonos a los cuales habían maloqueado tantas veces.

DESENLACE Y CONSECUENCIAS DE LA REBELIÓN

La rebelión de 1712 sorprendió a los vecinos de Chiloé y a las autoridades,

castreñas y santiaguinas; los únicos que no fueron cogidos de sorpresa fueron los

misioneros jesuitas. La noticia sobre la matanza, sembró el desconcierto en la

capital del Reino. Los principales responsables – el capitán Alonso López de

Gamboa, y los encomenderos Juan de Aguilar y Diego Téllez de Barrientos –

quienes más allá de la ‘justificación militar’, se vieron obligados a justificarse;

lo hicieron por un lado exagerando el peligro representado por el alzamiento, y

por otro atribuyeron a los indios crueldades que nunca cometieron.

“Las autoridades chilenas calificaron el hecho como el más grave ocurrido en

Chile desde la rebelión araucana de 165529”, mientras las castreñas remarcaban

que se estuvo a un paso de perder el archipiélago: “la lealtísima provincia de

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

Chiloé ha estado a pique de perderse30”. Pero lo último es una falsedad. Es

cierto que hubo la traición de los reyunos, pero éstos en ningún caso hubieran

tenido la capacidad militar para conquistar el fuerte de Chacao: no por falta de

ánimo, sino por disparidad de armamentos y de fuerzas de combate. En todo

momento los mapuches estuvieron en inferioridad numérica y el éxito de la

primera noche de batalla se debió únicamente a la sorpresa y al hecho que las

tropas regulares se encontraban empeñadas en acabar con la insubordinación de

Garzón. No obstante, los mapuches no lograron conquistar la villa castreña, pues

sus macanas no contrarrestaban el efecto desbastador de los arcabuces. Y aún de

haberse cumplido lo propuesto, los criollos habrían reconquistado el

archipiélago sin mayores dificultades.

El propósito de los mapuches era de deshacerse de los encomenderos, no del

dominio español, confiaban en el correspondiente perdón real, pues les habían

inculcado el cariño hacia la Corona, el respeto y el convencimiento que el rey

era justo y bueno y que los gobernantes locales y los encomenderos podían

actuar inhumanamente y en menosprecio a las leyes, solamente porque el

monarca no estaba enterado31. Es así que la rebelión se fundamentaba en dos

ilusiones: derrotar inicialmente –sólo inicialmente– a las fuerzas criollas para

acabar físicamente con los encomenderos, y confiar en el perdono real. Dos

figuraciones que no tenían ninguna posibilidad de cumplirse. De allí que el

poder colonial en Chiloé nunca estuvo en peligro, ni amenazado, y ni siquiera

puesto en discusión. Los encomenderos Juan de Aguilar y Diego Téllez, con el

apoyo del capitán López, llevaron a efecto una matanza únicamente para vengar

la muerte de los otros encomenderos y la destrucción de sus haciendas.

Los mapuches alzados descargaron toda la rabia y las frustraciones

acumuladas en los encomenderos cautivados. Es así como se puede explicar la

acusación de haber decapitado y exhibido la cabeza de Lázaro de Alvarado. Sin

embargo las acusaciones que se les hicieron de beber la sangre de los españoles

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

y hasta de haber cocinado y comido de sus cuerpos, no tienen otro fundamento

que no sea él de tratar de justificar la matanza indiscriminada de los prisioneros

mapuches.

Si bien, numéricamente, los pueblos de indios del territorio castreño y de la

isla de Quinchao aportaron fuerzas similares, sin embargo parece que los

principales autores de la rebelión eran los caciques de la isla de Quinchao. Por lo

tanto, es hacia los mapuches de todos los pueblos quinchaínos que acometen de

la forma más salvaje los criollos: lo admite el mismo Cabildo castreño cuando,

en una carta remitida al rey, afirma que es en aquella isla que se concentraron las

destrucciones de bienes y personas.

La rebelión indígena y la matanza que le puso fin, modificaron sensiblemente

la composición étnica del archipiélago: la décima parte de la población indígena

fue exterminada y, en particular, fue muerto uno de cada tres hombres adultos.

Aun más grave fue la situación que se dio en la isla de Quinchao y, tal vez, en

algunas otras islas menores32. Antes de la rebelión, la población indígena de

Quinchao podía estimarse en unas 1500 personas, de los cuales entre 300 y 400

eran hombres adultos. Durante ocho días los encomenderos con sus tropas se

dedicaron a matar a los indios en la isla: es así que los muertos de Huenao son

solamente una parte del total. Es posible estimar que gran parte de los indios

quinchaínos en edad de combate hayan sido asesinados durante la venganza de

los encomenderos33. Todo esto produjo un desequilibrio demográfico entre

hombres y mujeres, que por un lado favoreció las uniones entre indias y criollos

y la inclusión del producto de éstas en la ‘población hispano-mestiza’ relegando

a un segundo plano el origen racial, y por otro trajo una disminución de la

natalidad en la componente indígena.

En lo económico, la rebelión de 1712 produjo una pauperización del

archipiélago, al reducirse considerablemente la disponibilidad de mano de obra

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

indígena, lo cual se tradujo en una perdida del valor de las haciendas, el cual

correspondía número de indios encomendados, más que a su extensión. En la

medida que se reduce la importancia de la encomienda, crece el peso económico

y social de los colonos criollos, que progresivamente se adueñan de las tierras

indígenas, originándose de esta medidas premisas para nuevos conflictos. Al

mismo tiempo, la forma de vivir de los colonos se asimila cada vez más a la

indígena, lo que facilita la inclusión siempre más frecuente del componente

indígena en el criollo, introducida por la modificación de ésta relación

demográfica entre las dos comunidades.

El gobernador de la Capitanía, Ustáriz, al cual correspondía una grave

responsabilidad por la insubordinación de Garzón, su antiguo y fiel agente

comercial, presionó a la Real Audencia hasta conseguir que se enviara a Chiloé

a don Pedro Molina Vasconcelos34, en calidad de juez de comisión. Su encargo

era de agilizar las gestiones e identificar responsabilidades: esto en lo formal,

pues el propósito efectivo era el de deshacerse del gobernador castreño, José

Marín de Velasco. Lo cual don Pedro Molina lo hizo puntualmente, acusando al

gobernador de ser la causa de la rebelión, suspendiéndolo de su cargo y

remitiéndolo cautivo a Santiago.

En los apuros de reemplazar a Marín, en febrero de 1713 Ustáriz asignó la

gobernación de Chiloé a don Blas de Vera Ponce de León, un encomendero

castreño: inmediatas fueron las protestas de los indios, quienes rehusaron

aceptarlo y amenazaron de oponerse con la fuerza. A la protesta indígena, se

unieron también las de los jesuitas, objetaron la voluntad del Cabildo y el

nombramiento de Blas, mientras los encomenderos, a su vez, acusaban a los

jesuitas de instigar a los indios a rebelarse nuevamente. Lo que menos quería

Pedro Molina era confrontar una nueva sublevación: por lo tanto, cuando

todavía no había transcurrido un año, se resolvió a dejar sin efecto su propio

nombramiento, y asumió en primera persona también formalmente la

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

gobernación del archipiélago, que en la práctica siempre estuvo en sus manos.

Desde junio de 1714 su firma aparece en los actos oficiales con el título de

‘Maestre de Campo y Gobernador de la provincia de Chiloé’.

Luego de haber removido a Blas de Vera, Pedro Molina trató de aplacar la

rabia de la población mapuche del archipiélago y se empeñó para impedir que

los encomenderos siguieran en sus excesos. Con este fin, se consiguió en la

Compañía del archipiélago un apoyo sustancial, ya que entonces los misioneros

recurrieron a su autoridad moral que ejercían sobre los indígenas para aplacar

los ánimos35.

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

LAS ORDENANZAS JOSÉ DE SANTIAGO CONCHA

El juicio intentado por Ustáriz en contra de Marín provocó la reacción de los

encomenderos chilotes, quienes apoyaban a su gobernador, y lo defendieron

acusando a Garzón de haber colaborado al alzamiento, al haber abandonando

con buena parte de sus tropas y municiones el fuerte de Calbuco. Por su parte,

Ustáriz rebatía a los encomenderos de haber provocado la rebelión indígena con

sus crueldades. No obstante las afirmaciones falsas de los encomenderos,

quienes exageraban el riesgo representado por la rebelión indígena en el

archipiélago, gracias a los testimonios de los jesuitas en Santiago se conoció la

dimensión real de la matanza que hubo en Huenao y en toda la isla de Quinchao,

sin que se pudieran alegar justificaciones de carácter bélico. Fue así que “los

encomenderos perdían terreno, mientras los indios ganaban adherentes en el

gobierno central36”, y entonces aquel proceso tuvo el resultado positivo de

obligar a las autoridades santiaguinas para que se hiciesen cargo de la situación

inhumana que vivían los mapuches chilotes por los continuados y dramáticos

abusos subidos por los encomenderos isleños. Si algo se movía a favor de los

indígenas, no era por voluntad de justicia de las autoridades coloniales, sino a

causa de las disputas que se producían tanto entre las mismas autoridades,

cuanto entre los representantes del gobierno santiaguino y los más notables de

las provincias.

Finalmente, la Audiencia en Santiago concluyó el juicio intentado por Ustáriz

en contra de José Marín de Velasco sin que se encontraran méritos a cargo del

gobernador chilote, y por lo tanto se dispuso que éste volviera a encabezar el

gobierno del archipiélago. Sin embargo las maniobras de Ustáriz lograron

retardar la vuelta del gobernador a Castro, la cual se produjo solamente en 1716,

cuando en Santiago se dio comienzo al proceso en la Real Audiencia en contra

del gobernador Ustáriz, después de las numerosas acusaciones formuladas a su

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

cargo. Entre las imputaciones movidas a Ustáriz, también estaba su

responsabilidad en el nombramiento de Garzón y en el conflicto de Chiloé, le

adjudicó tuvo un peso adicional. El proceso se concluyó rápidamente con la

condena de Ustáriz, el cual fue removido de su cargo, así que el oidor de la

Audiencia de Lima encargado de realizar el juicio, don José de Santiago

Concha, se hizo cargo de la gobernación interina de la Capitanía.

El gobierno interino de José de Santiago Concha tuvo muy corta duración:

desde marzo hasta diciembre de 1717, cuando llegó a Santiago el nuevo

gobernador designado, don Gabriel Cano y Aponte. Sin embargo, no obstante la

brevedad de su gobierno José de Santiago Concha enfrentó el problema del mal

trato de los indios encomendados en Chiloé. Con este fin, recogió todas las

informaciones necesarias para hacerse una idea clara de los acontecimientos de

Chiloé, en cuanto aquel levantamiento había provocado mucha conmoción en la

capital de la Capitanía, ya que los mapuches chilotes gozaban fama de ser muy

tranquilos y tímidos, además de buenos cristianos. Además corrían rumores que

en el archipiélago se estaba preparando un nuevo levantamiento: “esos rumores

se encargaba de difundirlos el mismo cabildo de Castro en su ánimo de

demostrar el error de una política a favor de aquellos. Deseaban, al contrario,

convencer que la única forma de obtener tranquilidad y sosiego era la

aplicación de un rígido sistema de encomiendas37”.

A las voces de una posible nueva rebelión en el archipiélago, se sumaban las

noticias acerca del retorno de una amenaza corsaria –ahora inglesa en lugar que

holandesa38– que podía materializarse en una alianza con los indios chilotes y

prestarles ayuda en caso de alzamiento. De allí que buscó informaciones fiables

sobre las causas de la inquietud indígena, y solicitó informes a los jesuitas del

Colegio castreño y del gobernador interino Pedro Molina. Ambos le dijeron que

la causa principal se debía a los malos tratos de los encomenderos, a los cuales

se sumaba la aplicación antojadiza y arbitraria del servicio personal.

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

Reintegrado al archipiélago a mediados de 1716, José Marín de Velasco

intentó mitigar algunos de los aspectos más crueles del régimen de la

encomienda: la medida principal fue la reducción del tiempo de trabajo a seis

meses, lo cual les pareció demasiado a los encomenderos, quienes hubieran

querido empeorar aun más las condiciones del indio para reponerse de cuanto

habían perdido.

Por mientras, en la capital del Reino, después de una atenta valuación de los

informes recibidos, don José de Santiago Concha el 16 de octubre de 1717

promulgó un conjunto de normas específicas para la encomienda chilota,

conocidas como ‘Ordenanzas Concha’. En lo fundamental, éstas establecen “tres

meses de servicio obligatorio ‘en tiempo que no haga falta a sus labranzas,

siembra y cas’, de los cuales 52 días corresponden al pago del tributo y 5 días

más que decretan las leyes. Los 17 días restantes se fijan como servicio al

encomendero con jornal tasado a real y cuartillo, ‘descontando las faltas

maliciosas’. El indio dispone de otros tres meses para contratarse libremente

con quien desee, excepto ‘en oficios que no quiera admitir’. […] El medio año

restante se fija para que el indio se dedique a sus propias labores39”. Otros

aspectos importantes establecidos en las ordenanzas eran que “se prohibía sacar

a los menores de la patria potestad de sus padres […]; por ningún delito sería

lícito, por vía de pena, depositar a los indios o indias, para que sirvieran en

casa de algún español; ordenaba mantener a los indios en la posesión de sus

tierras40”.

Las ordenanzas de Concha fueron un paso importante para mejorar las

condiciones de vida y de trabajo del indio chilote y rescatarlo de su estado de

servidumbre: el primero después de 150 años de constante maltrato, similar al

trato de esclavitud de los africanos. Aquellas representan también un

mejoramiento notable respecto a las disposiciones de Pedro Molina. Sin

embargo, ya éstas habían provocado un sinfín de protestas de parte de los

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

encomenderos: es así que las ordenanzas de Concha vinieron ampliamente

objetadas y rechazadas. Y aunque hubiesen sido respetadas, llegaban demasiado

tarde: por lo tanto no obstante la rebelión de 1712 fracasó y terminó tan

dramáticamente, los indios de Chiloé no perdieron su ánimo y voluntad de

rescatar su libertad: es así que durante el segundo gobierno de José Marín de

Velasco (1716-1719) y de su sucesor Nicolás Salvo (1719-1723), en más de un

momento se produjeron conatos de una nueva rebelión a estallar.

EL SILENCIO DE LOS JESUITAS

Cabe preguntarse que rol tuvieron los jesuitas antes y durante la rebelión de

1712. Seguramente tuvieron muchos indicios de lo que ocurriría y es muy

posible que confiaron en el poder de mediación del obispo penquista, Diego

Montero del Águila. Las relaciones entre los jesuitas y los encomenderos por lo

general eran muy malas, y las existentes con el Cabildo de Castro no estaban

exentas de tensiones. El rector del Colegio, el padre Bernardo Cubero, se

adjudicó a si mismo la autoridad de nombrar al ‘protector provincial de los

naturales’ – y lo hizo en la persona de padre Santiago de Salazar, cura de Castro;

oponiéndose de esta manera a la voluntad del Cabildo, el cual aspiraba delegarla

en el ‘protector general del reino’41. Así que tanto los encomenderos y el

Cabildo, en más de una ocasión acusaron a los jesuitas de fomentar los

desórdenes y la desobediencia de los indios.

Es muy probable que los jesuitas tuvieran sospechas de la rebelión que se

preparaba: sin embargo, tenía que tratarse de un presentimiento, en relación al

explosivo estado de ánimo, más que a la disponibilidad de informaciones acerca

de los planes que habían madurado. Independientemente de lo mucho o poco

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

que sabían, los jesuitas trataron seguramente de convencer a los indios de no

rebelarse: no por no encontrarles la razón – que, por lo demás le encontraban

motivaciones de sobra para tomar partido por ellos –sino por darse cuenta que la

ilusión indígena de poder enfrentarse con éxito a los criollos para finalmente

conseguir el perdón real, era nada más que una ilusión, sin ninguna posibilidad

de éxito. Era claro, para los jesuitas, que la rebelión podía tener un sólo

desenlace, el que se produjo, ¡aunque nunca pudieron imaginar que la venganza

de los encomenderos habría alcanzado una dimensión tan horrorosa!

Sin embargo, el rol de los jesuitas durante la rebelión tiene que haber sido

muy destacado, aunque no sepamos como.

A comienzos de febrero de 1712, el Colegio jesuita de Castro contaba con seis

misioneros: el rector era Bernardo de Cubero, quien se encontraba en el colegio,

probablemente acompañado por Miguel de Olivares, el destacado historiador de

la Compañía. Otros dos misioneros se desempeñaban en la misión ambulante y

por lo tanto se encontraban en estrecho contacto con los insurgentes, y otros dos

en la misión de novicios en Guar, evangelizando a los chonos. Estuvieran o no

presentes contaban con la posibilidad de atestiguar los hechos, no obstante los

testimonios de los jesuitas acerca de la rebelión son insólitamente ambiguos.

Miguel de Olivares, que se encontraba en Castro, ni siquiera menciona los

hechos en su reseña, y tanto Enrich como Eyzaguirre, -quienes disponían de

muchas fuentes documentales, además de la obra de Olivares-, tampoco los

citan. El único que lo hace es Ignacio Molina42, pero minimiza los

acontecimientos: “Los principios del siglo fueron señalados en Chile […] con la

rebelión de los habitantes del archipiélago de Chiloe […]. Los isleños de Chiloe

volvieron bien presto á la obediencia mediante la sabia conducta del Maestre de

Campo, General del reyno, Don Pedro Molina, el cual habiendo mandado

contro ellos un buen cuerpo de tropas, quiso mas bien ganarlos con buenos

modos que con inutiles victorias43 ”.

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

¿Porqué aquel silencio? ¿Porqué se oculta la rebelión de los isleños?, ¿Habían

los jesuitas jugado un papel en aquella sublevación, por lo que se veían en la

necesidad de olvidar? ¿Tenían alguna responsabilidad en el desarrollo de los

acontecimientos? Todas estas preguntas quedan sin respuesta.

Al silencio de los historiadores jesuitas, se agrega la sorpresiva expulsión de la

Orden ocurrida pocos años más tarde.

En 1716, Bernardo de Cubero, rector del Colegio castreño, viajó a Concepción

con algunos chonos de la misión de Guar para demostrar el resultado del buen

indoctrinamiento. Estando en la ciudad penquista, se incendió un navío en la

bahía, hundiéndose con su valiosa carga. Siendo excelentes buzos, los chonos se

empeñaron con buen éxito para recuperarla. “El Gobernador, no contento con

aplaudirlos, informó de lo que había visto y oído al real consejo; el cual

escribió a la Compañía de Chile una carta gratulatoria, por el celo con que

procuraba la educación é instrucción de los indios: carta que esta Provincia

conservó en su archivo con la debida satisfacción. Empero no aprobó ella al P.

Cubero la44 temeridad o veleidad, que otra cosa [… mandando] que los

restituyese a su provincia. […] Hízolo de mala gana; i estando ya en Chiloé, no

se quiso sujetar a lo que ordenaban, que fue causa porque le despidieron45”.

Parece incomprensible la expulsión del padre Bernardo de Cubero de la

Compañía en base a las razones señaladas, pues los antecedentes son

irrelevantes, sobre todo considerando que “pocos casos de expulsión hallamos

en los documentos antiguos46” y que hubo algunas situaciones en que se vieron

jesuitas implicados en hechos de mucha gravedad – desde abusos sexuales hasta

herejía47 – y que, sin embargo, a pesar de haber admitido sus culpas, fueron

defendidos por la Orden y no se llegó a su expulsión.

Entonces cabe preguntarse cuáles fueron las razones reales de la expulsión del

rector Bernardo de Cubero y su reemplazo por el padre Yáspers en el gobierno

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

de la Orden en Castro. ¿Tiene a que ver con el rol de los jesuitas en la rebelión?

¿Fue la expulsión el precio pagado por la Compañía para recuperar una relación

quebrantada con las autoridades del Reino y para que se les perdonara su

eventual apoyo a la rebelión?

Todas estas preguntas carecen de una respuesta.

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

Bibliografía Enrich Francisco, 1891, Historia de la Compañía de Jesús en Chile, Ed. Francisco Rosales,

Barcelona

Ferrando Keun Ricardo, 1986, Y así nació la frontera…, Editoral Antártica, Santiago

Guarda Gabriel, 2002, Los encomenderos de Chiloé, Ed. Universidad Católica de Chile,

Santiago

Hanisch E. Walter, 1982, La isla de Chiloé, capitana de las rutas australes, Academia de

Ciencias Pedagógicas, Imp. Alfabeta, Santiago

Molina Ignacio, 1795, Compendio de la Historia Civil del Reyno de Chile, En la Imprenta de

Sancha, Madrid

Olguin Carlos, 1971, Instituciones políticas y administrativas de Chiloé en el el siglo xviii,

Ed. Jurídica de Chile, Santiago

Olivares Miguel de, 1874, Historia de la Compañía de Jesús en Chile, Imprenta Andrés Bello,

Santiago

Urbina Burgos Rodolfo, 1998, Gobierno y sociedad en Chiloé colonial, Universidad de Playa

Ancha, Valparaíso

Urbina Burgos Rodolfo, 1990, La rebelión indígena de 1712, en “Cultura de & desde Chiloé”,

n.12, Castro

1 Urbina 1998:160. 2

GOBERNADORES DE CHILE GOBERNADORES DE CHILOE

1700-1709

1709-1717

1717-1717

Francisco Ibáñez de Peralta

Juan Andrés Ustáriz

José de Santiago Concha

1702-1706

1706-1709

1709-1711

1711-1713

1713-1714

1714-1716

1716-1719

Antonio Alfaro

Manuel Díaz

Lorenzo Cárcamo Olavarría

José Marín de Velasco

Blas Vera Ponce de León (interino)

Pedro Molina (interino)

José Marín de Velasco

3 300, según otras fuentes.

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4 Carta del gobernador de Chile, José Andrés Ustáriz, al Rey dando cuenta de su llegada. Citada por

Velásquez 1997:46. 5 Las relaciones entre los jesuitas de Chiloé y el obispo penquista, muy amigo del Gobernador castreño

y, por lo tanto, miembro del partido de los encomenderos, eran pésimas. Véase, por ejemplo, lo que relata Hanisch: “El Gobernador Juan Andres Ustáriz, en carta al Rey de 30 de octubre de 1712, cuenta las dificultades que tuvo el P. Guillelmo con el Gobernador de Chiloé, Marín de Velasco: puso dificultad en darle los doce indios que el gobernador Ustáriz le había concedido al padre. Ustáriz también ordenó a Marín que diese gente al padre para la apertura del camino. Habiéndole dado diez hombres, que eran costeados por el padre en su mantenimiento, hachas y herramientas, Marín quiso que fuera por jefe de ellos su cuñado, y el padre quería que fuera uno de la tierra, conocedor de aquellas quebradas y cerros, que era lo que necesitaba para hallar el camino, y el gobernador Marín se lo negó. Tampoco le dio gente armada para defender a un indio de la misión atacado por otro cacique bárbaro. Apeló al obispo que andaba de visita y era don Diego Montero, y éste dio su dictamen contra el padre. Esto obligó al P. Guillelmo a ir por tierra a Santiago. La junta de Misiones concedió al padre todo lo que pedía por ser justo. Yendo por tierra a su misión encontró al obispo en Purén. Irritado Su Señoría que se hubiese dado dictamen contra el suyo y hubiese el padre obtenido lo que buscaba ‘le trató de vilipendio y le ajó quitándole la licencia de confesor que el mismo le había dado, y aun dicen que le dijo que la misión no debía subsistir, sin que tuviese su licencia especial y otras cosas’. Por esto, nada se hizo aquel verano en lo del camino” (Hanisch 1982:102).

6 Publicada en Claudio Gay, Historia física y política de Chile…, 30 tomos, París 1844-1871. 7 Los testimonios recogidos desde 1725 por el gobernador castreño Juan Dávila Herzelles pusieron en

evidencia la inhumanidad de muchos encomenderos, el peor de los cuales parecen haber sido José de Andrade, encomendero en Paildad, y su hijo Bernardo, a cargo de los cuales se recogieron, entre otras, las siguientes declaraciones. Diego Ancaguai: les ordenó a indios exentos de tributo que le hicieran en Paildad “una casa de 40 pies, sin darles mas paga y comida que malas palabras y palos” y por comida solamente “una pequeña taza de mote de habas o de trigo cada 20 o 24 horas a cada trabajador […y si se enfermaban] los enviaba a traer de sus casas, los ponía en cueros y los hacía envolver de pies a cabeza en ortigas […] y si estaban malos de los ojos, se los embutía en polvos de tabaco”; Martín Pequén: le pegó “golpeándolo con un zueco en un ojo hasta reventárselo”; Juan Nacupillán: por haberse casado sin su permiso “lo puso en cueros, le ató las manos y lo levantó en el aire pendiente de una viga y le dio más de 60 azotes”; Martín Antucán: “a quien ató las manos a un manzano […] y bajándole los calzones, le azotó las partes con ortigas, cruelmente, y después las fue envolviendo con estopas y les prendió fuego”. A éste último evento se le vio como causa inmediata del levantamiento indígena. José de Andrade también había raptado 17 jóvenes indígenas de ambos sexos para venderlos en Chile, como relata un testigo: “Lo que hacía era enviar a su mayordomo […] Martín Gómez […] el cual cogía un muchacho o una muchacha y se lo echaba al anca de su caballo y se lo traía a don Joseph”.

8 Una costumbre introducida, al parecer, por los jesuitas para corregir comportamientos inadecuados, la cual se transformó muy prontamente en una disculpa para conseguir servidumbre.

9 En una comunidad indígena los menores y los ancianos alcanzaban el 50% de la misma. Sobre la dimensión de la población chilota las diferentes fuentes dan cifras muy discordantes.

10 Olguín 1971:20. 11 Ferrando Keun1986:239. 12 Archivo Nacional, Fondos varios, t. 141, pp 13, Santiago. 13 Para lo cual, tal vez, imaginaban de recurrir a la mediación de los misioneros jesuitas.

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

14 Sucesivas declaraciones de Juan Vargas Machuca, recogidas en investigaciones que se hicieron en

los años sucesivos a la rebelión, confirmaron que los mapuches chilotes habían decidido alzarse en armas ya en 1711 y, por lo tanto, es posible que su plan hubiera sido definido en aquel entonces.

15 Urbina 1990:67. 16 Según el encomendero Agustín Gallardo, fueron ejecutados otros ocho indios, además de los seis

emisarios, lo cual podría interpretarse que las pocas milicias presentes en Calbuco habían tomado el control de la situación, acabando con la rebelión.

17 Urbina 1990:67. 18 Urbina 1998:168. 19 El cual al momento de la sublevación se encontraba en Chacao con el Gobernador para oponerse a

las pretensiones de Alejandro Garzón, al cual le acusó de ser “el criado mayor del Presidente [Ustáriz], motivo por el cual fue apresado por el M. de C. Pedro de Molina Vasconcelos y conducido a Santiago, donde fallece en prisión” (Guarda 2002:119).

20 Entre los otros hidalgos que se unieron a Alonzo López estaban Juan de Andrade Colmeneros, Francisco Gómez Moreno de Aguilar, Ignacio Loaysa, José Pérez de Alvarado, José de Vargas y José Vidal.

21 Cada grupo disponía de unos 15 soldados y entre 5 y 10 indios conas. 22 José de Vilches fue encomendero en Achao entre 1693 y 1698, y en Rilán y Lemuy entre 1693 y

1708. Es posible que la isla a la cual se refieren los documentos disponible sea Lemuy. 23 Méritos de don Diego Téllez de Barrientos, Castro, 9 de agosto de 1724, Archivo Claudio Gay, vol.

36. 24 Don José de Vargas y Vásquez de Coria se había casado con doña Mencía Barrientos Téllez, familia

con don Diego Tellez. Fue corregidor y luego alcalde de Castro. 25 Otros 60 mapuches fueron masacrados “a la vuelta de Quinchao”, tal vez en Chequián, por el grupo

al mando de Juan de Aguilar y Diego Téllez de Barrientos (Urbina 1998:168). 26 Entre los cuales se nombran: los hermanos Diego y Bartolomé de Vera Ponce de León, ambos

maestres de campo, corregidores de Castro y encomenderos; José de Andrade (no es aquello nombrado por sus atropellos); Diego de Barrientos, encomendero en Linlín; José de Vilches y su esposa; Lázaro de Alvarado y sus dos hermanos; el quinchaíno Domingo de Cárcamo Coronel (encomendero en Rilán, Cuduguita y Lacuy) y su sobrino Cristóbal Mazote: don Domingo “yendo a su casa por municiones, fue cercado y encerrado, prendiéndosele fuego, de que escapó y ganó el mar, pero perseguido en piraguas le prendieron a lazo y lo mataron a pedazos” (Guarda 2002:117); un hijo de José Colmeneros con su mayordomo y el hijo de éste último; el capitán Ignacio Leiva, que fue decapitado; Juan de Aguilar. (Archivo Nacional, Fondos Varios, t. 141; también Guarda 2002).

27 Acerca de las bajas indígenas no hay opiniones concordantes: al parecer unos 400 mapuches cayeron en combate, y otros tantos fueron ajusticiados después de haberse rendido.

28 Urbina 1990:68. 29 Urbina 1998:170 30 Urbina 1998:172, citando documentos del Archivo General de Indias, Chile, n. 83. 31 Este convencimiento era evidentemente el fruto de la educación impartida por los jesuitas, que si por

un lado era crítica hacia determinados aspectos del sistema colonial, y en particular hacia el régimen encomendero, por otro eran los más fieles sostenedores de la Corona: las acusaciones que algunas décadas más adelante se le haría a la Compañía de Jesús, de poner en discusión el poder

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Trivero, A.: 1712; La gran rebelión de los mapuches de Chiloé

monárquico, además de falsas, contradicen la realidad. Con la expulsión de los jesuitas de las Américas, la Corona perdió uno de los fundamentos que garantizaban lealtad.

32 En el censo levantado en 1787, en Quenac aparece únicamente población castellana, sin ninguna presencia indígena, mientras en las escasas referencias de fuente jesuítica del siglo XVII, la isla de Quenac aparece poblada por mapuches.

33 No se puede descartar que sean más. 34 Pedro Molina fue gobernador de Chiloé desde 1692 hasta 1695. 35 De allí el juicio positivo de algunos históricos jesuitas acerca de la figura de Pedro Molina. 36 Urbina 1998:173. 37 Olguín 1971:114. 38 Desde 1715 los inglese tenían intenciones de “tomar posesión de islas cercanas a Chiloé

[…habiendo dado vida a] la Compañía del Mar del Sur” (Urbina 1983:212). La amenaza corsaria británica se concretó a fines de 1719 y en 1720, con Cliperton, quien recorrió muchos lugares del archipiélago y de la costa de Carelmapu, generando mucha alarma en el Cabildo de Castro.

39 Urbina 1983:133-134. 40 Olguín 1971:115. 41 En 1711 la Real Audiencia dio razón al Cabildo y revocó el nombramiento hecho por Cubero. 42 Molina había vivido en el sur de Chile y, habían transcurrido 60 años desde que se produjo la

rebelión chilota, un lapso de tiempo no tan largo, así que seguramente tenía un buen conocimiento de los hechos ocurridos.

43 Molina 1795:291-292. 44 Enrich 1891:t.2:98. 45 Olivares 1874:395. 46 Enrich 1891:t.2:98. 47 Véase, por ejemplo, los capítulos VIII y XII del tomo segundo de la Historia del Tribunal del Santo

Oficio de la Inquisición en Chile, de José Toribio Medina.

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