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Año de publicación: 1995

Sinopsis: Un misterioso fabricantede juguetes vive recluido en unamansión poblada de seresmecánicos y sombras del pasado…

Un enigma en torno a extrañas lucesque brillan entre la niebla que rodeael islote del faro…

Estos y otros elementos tejen latrama del misterio que unirá a Irenee Ismael para siempre durante unmágico verano en Bahía Azul.

Carlos Ruiz Zafón

Las luces deseptiembre

Trilogía de la Niebla - 3

ePUB v2.1

akilino 10.08.12

Título original: Las luces de septiembreCarlos Ruiz Zafón, 1995.

Editor: akilinoCorrección de erratas: ReagalePub base v2.0

Amigo lector:A veces, los lectores recuerdan

mejor una obra que su propio autor.Recuerdan sus personajes, susconflictos, su lenguaje y sus imágenescon una benevolencia que desarma alnovelista, que empieza a olvidar tramasy escenas que escribió hace ya quizámás años de los que desearía. Eso mesucede a mí a veces con las tresprimeras novelas «juveniles» queescribí y publiqué durante la década delos noventa, El Príncipe de la Niebla,El Palacio de la Medianoche y esta LasLuces de Septiembre que ahorasostienes en las manos. Siempre me ha

parecido que estos tres libros formabanun ciclo de historias con muchas cosasen común y que, de alguna manera,intentaban parecerse a los libros que amí me hubiese gustado leer en miadolescencia.

Escribí Las Luces de Septiembre enLos Ángeles entre 1994 y 1995, con laintención de rematar algunos elementosque me parecía que no había sabidoresolver tal como me hubiese gustado enEl Príncipe de la Niebla. Revisándolahoy me doy cuenta de que la novela tienemás elementos de construccióncinematográficos que literarios, y quepara mí siempre estará vinculada a las

largas horas que pasé en compañía desus personajes frente a un escritorio quemiraba desde un tercer piso en MelroseAvenue y desde el que veía las letras deHollywood en las colinas.

La novela está concebida como unahistoria de misterio y aventura paralectores que, como los espectadores dela mayoría de las películas que merondaban la cabeza por entonces, eranjóvenes de espíritu y, con suerte,también de años. Nada de eso hacambiado después de todo este tiempo.

Lo que sí ha cambiado, y ya era horade que así fuera, es que por primera vezdesde 1995 esta novela aparece

publicada en una edición digna y encondiciones de honradez y decoro quelamentablemente nunca tuvo.

Confío en que la disfrutes, ya seas unlector joven o estés deseando volver aserlo. Me gusta pensar que, con tuayuda, seré capaz de recordar ahoramejor esta novela y las dos que laprecedieron y que podré permitirme ellujo de volver a vivir la aventura de LasLuces de Septiembre y de aquellos añosen que yo también me creía joven y lasimágenes y las palabras parecían sercapaces de todo.

Buena lectura y hasta la vista.

Querida Irene:Las luces de septiembre me

enseñaron a recordar tus pasosdesvaneciéndose en la marea. Sabía yaentonces que la huella del invierno notardaría en borrar el espejismo delúltimo verano que pasamos juntos enBahía Azul. Te sorprendería comprobarlo poco que ha cambiado todo desdeentonces. La torre del faro siguealzándose como un centinela entre lasbrumas, y la carretera que bordea laPlaya del Inglés es apenas ya un pálidosendero que serpentea entre la arenahacia ninguna parte.

Las ruinas de Cravenmoore se

insinúan sobre la arboleda del bosque,silenciosas y envueltas en un manto deoscuridad. En las cada día menosfrecuentes ocasiones en que meaventuro bahía adentro en el velero,todavía puedo ver los cristalesagrietados en los ventanales del alaoeste, brillando como señalesfantasmagóricas entre la niebla. Aveces, embrujado por la memoria deaquellos días en que surcábamos labahía de vuelta al puerto al caer latarde, me parece volver a ver las lucesparpadeando en la oscuridad. Pero séque ya no hay nadie allí. Nadie.

Te preguntarás qué ha sido de la

Casa del Cabo.Pues bien, sigue allí, aislada,

enfrentándose al océano infinito desdeel vértice del cabo. El pasado inviernoun temporal desguazó lo que quedabadel pequeño embarcadero de la playa.Un acaudalado joyero venido dealguna ciudad sin nombre se viotentado a adquirirla por una sumairrisoria, pero los vientos de poniente yel embate de las olas en los acantiladosse encargaron de disuadirlo. El salitreha hecho su mella en la madera blanca.La senda secreta que conducía hasta lalaguna es ahora una junglaimpenetrable, repleta de arbustos

salvajes y ramas caídas.De tarde en tarde, cuando el

trabajo en el muelle me lo permite,cojo la bicicleta y me acerco hasta elcabo para contemplar el crepúsculodesde el porche suspendido en losacantilados: solos yo y una bandada degaviotas, que parecen haberseadjudicado el papel de nuevosinquilinos sin pasar por el despacho denotario alguno. Desde allí todavíapuede verse cómo la luna dibuja unaguirnalda de plata hacia la Cueva delos Murciélagos al alzarse sobre elhorizonte.

Recuerdo que una vez te hablé de

esta cueva y yo te conté la fabulosahistoria de un siniestro pirata corsocuyo buque fue engullido por la grutauna noche de 1746. Mentí. Nunca huboningún contrabandista ni bucaneropendenciero que se aventurara en lastinieblas de aquella gruta. En midefensa puedo decir que ésa fue laúnica mentira que oíste de mis labios.Aunque probablemente lo supiste desdeel principio.

Esta mañana, mientras enhebrabaun manojo de redes prendidas en elarrecife, ha sucedido otra vez. Por unsegundo creí verte en el porche de laCasa del Cabo, mirando hacia el

horizonte en silencio, como te gustabahacerlo. Cuando las gaviotas hanalzado el vuelo, he comprobado que nohabía nadie allí. Más allá, cabalgandosobre las brumas, se alzaba el monteSaint Michel, como una isla fugitivavarada en la marea.

A veces pienso que todos se han idoa algún lugar lejos de Bahía Azul y queyo me he quedado atrapado en eltiempo, esperando en vano que lamarea púrpura de septiembre medevuelva algo más que recuerdos. Nome hagas mucho caso. El mar tieneestas cosas; todo lo devuelve despuésde un tiempo, especialmente los

recuerdos.Creo que, si cuento ésta, ya son

cien las cartas que te he enviado a laúltima dirección tuya que pudeconseguir en París. A veces mepregunto si has recibido alguna deellas, si todavía te acuerdas de mí y deaquel amanecer en la Playa del Inglés.Tal vez así sea, tal vez la vida te hallevado lejos de aquí, lejos de todos losrecuerdos de la guerra.

La vida era mucho más sencillaentonces, ¿recuerdas? ¿Qué digo?Seguro que no. Empiezo a pensar quesólo soy yo, pobre tonto, el que todavíavive del recuerdo de todos y cada uno

de aquellos días de 1937, cuando aúnestabas aquí, a mi lado…

1. EL CIELO SOBREPARÍS

Quienes recuerdan la noche en quemurió Armand Sauvelle juran que undestello púrpura atravesó la bóveda delcielo, trazando un rastro de cenizasencendidas que se perdía en elhorizonte; un destello que su hija Irenejamás pudo ver, pero que embrujaría sussueños por muchos años.

Era un frío amanecer de invierno, ylos cristales de la sala número catorcedel hospital Saint George estabanteñidos por una fina película de hielo

que dibujaba unas acuarelas fantasmalesde la ciudad en la tiniebla dorada delalba.

La llama de Armand Sauvelle seapagó en silencio, sin apenas un suspiro.Su esposa Simone y su hija Irene alzaronla mirada cuando los primeros destellosque quebraban la línea de la nochetrazaron agujas de luz a lo largo de lasala del hospital. Dorian, su hijo menor,descansaba dormido sobre una de lassillas. Un silencio sobrecogedor invadióla sala. No fue necesario cruzar ningunapalabra para comprender lo que habíasucedido. Tras seis meses desufrimiento, el fantasma negro de una

enfermedad cuyo nombre jamás fuecapaz de pronunciar había arrancado lavida a Armand Sauvelle. Sin más.

Ése fue el principio del peor añoque recordaría la familia Sauvelle.

Armand Sauvelle se llevó a la tumbasu magia y su risa contagiosa, pero susnumerosas deudas no lo acompañaron enel último viaje. Pronto, una cohorte deacreedores y toda suerte de criaturascarroñeras con levita y título honoríficotomaron por costumbre dejarse caer porla vivienda de los Sauvelle, en elbulevar Haussmann. Las frías visitas decortesía legal dieron paso a lasamenazas veladas. Y éstas, con el

tiempo, a los embargos. Colegios deprestigio y ropas de impecable acabadofueron sustituidos por empleos a tiempoparcial y atuendos más modestos paraIrene y Dorian. Era el inicio delvertiginoso descenso de los Sauvelle almundo real. La peor parte del viaje, sinembargo, cayó sobre Simone. Retomarsu empleo como maestra no bastaba parahacer frente al torrente de deudas quedevoraban sus escasos recursos. Encada rincón aparecía un nuevodocumento que Armand había firmado,una nueva suscripción de deudaimpagada, un nuevo agujero negro sinfondo…

Fue por entonces cuando el pequeñoDorian empezó a sospechar que la mitadde la población de París la componíanabogados y contables, una clase de ratasque habitaban en la superficie. Fuetambién entonces cuando Irene, sin quesu madre tuviese conocimiento de ello,aceptó un empleo en un salón de baile.Danzaba con los soldados, apenas unosadolescentes asustados, por unasmonedas (monedas que, de madrugada,introducía en la caja que Simoneguardaba bajo el fregadero de lacocina).

Del mismo modo, los Sauvelledescubrieron que la lista de quienes se

declaraban sus amigos y benefactores sereducía como la escarcha al amanecer.Con todo, llegado el verano, HenriLeconte, un antiguo amigo de ArmandSauvelle, ofreció a la familia laposibilidad de instalarse en el pequeñoapartamento situado sobre la tienda deartículos de dibujo que regentaba enMontparnasse. El precio del alquiler lodejaba a cuenta de futuras bonanzas y acambio de que Dorian lo ayudase comochico de los recados, porque susrodillas ya no eran lo que habían sido dejoven. Simone nunca tuvo palabrassuficientes para agradecer la bondad delviejo monsieur Leconte. El comerciante

nunca las pidió. En un mundo de ratas,habían tropezado con un ángel.

Cuando los primeros días delinvierno se insinuaron sobre las calles,Irene cumplió catorce años, aunque aella le pesaron como veinticuatro. Porun día, las monedas que ganó en el salónde baile las empleó en comprar unpastel para celebrar su cumpleaños conSimone y Dorian. La ausencia deArmand pendía sobre todos como unaopresora sombra. Juntos apagaron lasvelas del pastel en el angosto salón delapartamento de Montparnasse, rogandoque, con las llamas, se extinguiese elespectro de la mala fortuna que los

había perseguido durante meses. Por unavez, su deseo no fue ignorado. No losabían aún, pero aquel año de sombrasestaba llegando a su fin.

Semanas más tarde, una luz deesperanza se abrió inesperadamente enel horizonte de la familia Sauvelle.Gracias a las artes de monsieur Lecontey su red de conocidos, apareció lapromesa de un buen empleo para sumadre en un pequeño pueblo de la costa,Bahía Azul, lejos de la tiniebla grisáceade París, lejos de los tristes recuerdosde los últimos días de Armand Sauvelle.Al parecer, un adinerado inventor yfabricante de juguetes, llamado Lazarus

Jann, necesitaba una ama de llaves quese hiciera cargo del cuidado de supalaciega residencia en el bosque deCravenmoore.

El inventor vivía en la inmensamansión, contigua a su vieja fábrica dejuguetes, ya cerrada, con la únicacompañía de su esposa Alexandra,gravemente enferma y postrada en unahabitación de la gran casa desde hacíaveinte años. La paga era generosa y,además, Lazarus Jann les ofrecía laposibilidad de instalarse en la Casa delCabo, una modesta residencia construidasobre los acantilados en el vértice delcabo, al otro lado del bosque de

Cravenmoore.A mediados de junio de 1937,

monsieur Leconte despidió a la familiaSauvelle en el andén seis de la estaciónde Austerlitz. Simone y sus dos hijossubieron a bordo de un tren que habríade llevarlos rumbo a la costa deNormandía.

Mientras el viejo Leconte observabacómo se perdía el rastro del convoy,sonrió para sí y, por un instante, tuvo elpresentimiento de que la historia de losSauvelle, su verdadera historia, apenashabía empezado.

2. GEOGRAFÍA YANATOMÍA

En su primer día en la Casa delCabo, Irene y su madre trataron de poneralgo de orden en el que habría de ser sunuevo hogar. Dorian, por su parte,descubrió mientras tanto su nuevapasión: la geografía o, másconcretamente, dibujar mapas.Pertrechado con los lápices y uncuaderno que Henri Leconte le habíaregalado al partir, el hijo menor deSimone Sauvelle se retiró a un pequeñosantuario entre los acantilados, una

privilegiada atalaya desde la que gozabade una vista espectacular.

El pueblo y su pequeño muelle depescadores presidían el centro de lagran bahía. Hacia el este se extendía unaplaya infinita de arenas blancas, undesierto de perlas frente al mar,conocida como la Playa del Inglés. Másallá, la aguja del cabo se adentraba en elmar como una garra afilada. La nuevacasa de los Sauvelle estaba construidasobre su extremo, que separaba BahíaAzul del amplio golfo que los lugareñosdenominaban Bahía Negra, por susaguas oscuras y profundas.

Mar adentro, alzándose entre la

calima evanescente, Dorian divisaba elislote del faro, a media milla de lacosta. La torre del faro se erguía oscuray misteriosa, fundiéndose en las brumas.Si volvía la vista a tierra, Dorian podíaver a su hermana Irene y a su madre enel porche de la Casa del Cabo.

Su nueva morada era unaconstrucción de dos pisos de maderablanca, enclavada sobre los acantilados:una terraza suspendida en el vacío. Trasla casa se levantaba la espesura delbosque y, alzándose sobre las copas delos árboles, se distinguía la majestuosaresidencia de Lazarus Jann,Cravenmoore.

Cravenmoore semejaba más bien uncastillo, una invención catedralicia,producto de una imaginaciónextravagante y torturada. Un laberinto dearcos, arbotantes, torres y cúpulassembraba su angulosa techumbre. Laconstrucción respondía a una plantacruciforme de la que brotaban diferentesalas. Dorian observó atentamente lasiniestra silueta de la morada de LazarusJann. Un ejército de gárgolas y ángelesesculpidos sobre la piedra guardaba elfriso de la fachada cual bandada deespectros petrificados a la espera de lanoche.

Mientras cerraba su cuaderno y se

disponía a regresar a la Casa del Cabo,Dorian se preguntó qué clase de personaelegiría un lugar como aquél para vivir.No tardaría en averiguado: aquellanoche estaban invitados a cenar enCravenmoore. Cortesía de su nuevobenefactor, Lazarus Jann.

La nueva habitación de Irene estabaorientada hacia el noroeste. Desde suventana podía contemplar el islote delfaro y las manchas de luz que el soldibujaba sobre el océano, lagunas deplata encendida. Tras meses de encierroen el reducido piso de París, el disfrutarde una habitación para ella sola se leantojaba un lujo casi ofensivo. La

posibilidad de cerrar la puerta y gozarde un espacio reservado a su intimidadera una sensación embriagadora.

Mientras contemplaba cómo el solponiente teñía de cobre el mar, Ireneafrontó el dilema de qué indumentarialucir para su primera cena con LazarusJann. Apenas conservaba una pequeñaparte del que había sido un extensovestuario. Ante la idea de ser recibidosen la gran casa de Cravenmoore, todossus vestidos le parecían despojosharapientos y vergonzantes. Trasprobarse los dos únicos atavíos quepodrían reunir las condiciones parasemejante ocasión, Irene se percató de

la existencia de un nuevo problema conel que no había contado.

Desde que había cumplido los treceaños, su cuerpo parecía empeñado enadquirir volumen en determinadoslugares y perderlo en otros. Ahora, alborde de los quince y enfrentándose alespejo, los caprichos de la naturaleza sehacían más evidentes que nunca paraIrene. Su nuevo perfil curvilíneo nocasaba con el severo corte de supolvoriento guardarropía.

Una guirnalda de reflejos escarlatasse extendía sobre Bahía Azul cuando,poco antes del anochecer, SimoneSauvelle llamó suavemente a su puerta.

—Adelante.Su madre cerró la puerta a sus

espaldas y realizó una rápidaradiografía de la situación. Todos losvestidos de Irene estaban tendidos sobreel lecho. Su hija, ataviada con unasimple camiseta blanca, contemplabadesde la ventana las luces lejanas de losbarcos en el canal. Simone observó elesbelto cuerpo de Irene y sonrió para sí.

—El tiempo pasa y no nos damoscuenta, ¿eh?

—No me entra ni uno solo. Lo siento—repuso Irene—. Y lo he intentado.

Simone se acercó hasta la ventana yse arrodilló junto a su hija. Las luces del

pueblo en el centro de la bahíadibujaban acuarelas de luz sobre lasaguas. Por un instante, ambascontemplaron el espectáculosobrecogedor del crepúsculo sobreBahía Azul. Simone acarició el rostro desu hija y sonrió.

—Creo que este sitio nos va agustar. ¿Tú qué dices? —preguntó.

—¿Y nosotros? ¿Vamos a gustarlenosotros a él?

—¿A Lazarus?Irene asintió.—Somos una familia encantadora.

Nos adorará —respondió Simone.—¿Estás segura?

—Más nos vale, jovencita.Irene señaló su vestuario.—Ponte uno de los míos —sonrió

Simone—. Me parece que te sentaránmejor que a mí.

Irene se sonrojó ligeramente.—Exagerada —le recriminó a su

madre.—Tiempo al tiempo.La mirada que Dorian dedicó a su

hermana cuando la vio aparecer al piede la escalera, envuelta en un vestido deSimone, hubiera ganado concursos. Ireneclavó sus ojos verdes en Dorian y,alzando un dedo índice amenazador, ledirigió una velada advertencia:

—Ni una palabra.Dorian, mudo, asintió, incapaz de

despegar los ojos de aquelladesconocida que hablaba con la mismavoz que su hermana Irene y lucía sumismo rostro. Simone advirtió susemblante y reprimió una sonrisa.Luego, con solemne seriedad, colocóuna mano sobre el hombro del muchachoy se arrodilló frente a él para arreglar supajarita morada, herencia de su padre.

—Vives rodeado de mujeres, hijo.Ve acostumbrándote.

Dorian asintió de nuevo, entre laresignación y el asombro. Cuando elreloj de la pared anunció las ocho de la

noche, todos estaban listos para la grancita y enfundados en sus mejores galas.Por lo demás, muertos de miedo.

Una tenue brisa soplaba desde elmar y agitaba la espesura en el bosqueque rodeaba Cravenmoore. El siseoinvisible de las hojas acompañaba eleco de los pasos de Simone y sus hijosen la senda que atravesaba la arboleda,un verdadero túnel tallado entre unajungla oscura e insondable. La pálida tezde la luna pugnaba por atravesar elsudario de sombras que cubría elbosque. Las voces invisibles de lospájaros que anidaban en las copas deaquellos gigantes centenarios formaban

una inquietante letanía.—Este sitio me da escalofríos —

apuntó Irene.—Tonterías —se apresuró a atajar

su madre—. Es simplemente un bosque.Andando.

Dorian contemplaba en silencio lassombras de la floresta desde su posiciónde retaguardia. La oscuridad creabasiniestras siluetas y catapultaba suimaginación a dilucidar docenas decriaturas diabólicas al acecho.

—A la luz del día todo esto no sonmás que matojos y árboles —matizóSimone Sauvelle, pulverizando elhechizo fugaz con que Dorian se estaba

deleitando.Unos minutos más tarde, tras una

travesía nocturna que a Irene se le antojóinterminable, la imponente y angulosasilueta de Cravenmoore se alzó frente aellos como un castillo de leyenda queemergía en la niebla. Haces de luzdorada parpadeaban tras los grandesventanales de la inmensa residencia deLazarus Jann. Un bosque de gárgolas serecortaba contra el cielo. Más allá podíadistinguirse la fábrica de juguetes, unanexo de la mansión.

Rebasado el umbral de la floresta,Simone y sus hijos se detuvieron acontemplar la sobrecogedora

inmensidad de la residencia delfabricante de juguetes. En ese momento,un pájaro semejante a un cuervo emergióde la maleza, aleteando, y trazó unacuriosa trayectoria sobre el jardín querodeaba Cravenmoore. El ave voló encírculos sobre una de las fuentes depiedra y fue a posarse a los pies deDorian. Al cesar el batir de sus alas, elcuervo se tendió sobre uno de suscostados y se abandonó a un lentobalanceo hasta quedar inerte. Elmuchacho se arrodilló y aproximólentamente su mano derecha al animal.

—Ten cuidado —le advirtió Irene.Dorian, ajeno a su consejo, acarició

el plumaje del cuervo. El pájaro no dioseñales de vida. El chico lo tomó en susmanos y desplegó sus alas. Un gesto deperplejidad oscureció su rostro.Segundos después, se volvió hacia Ireney Simone:

—Es de madera —murmuró—. Esuna máquina.

Los tres intercambiaron una miradaen silencio.

Simone suspiró e invitó a sus hijos:—Vamos a causar una buena

impresión. ¿De acuerdo?Ellos asintieron. Dorian devolvió el

pájaro de madera al suelo. SimoneSauvelle sonrió débilmente y, a su señal

de asentimiento, los tres enfilaron laescalinata de mármol blanco queserpenteaba hacia el gran portón debronce, tras el cual se ocultaba el mundosecreto de Lazarus Jann.

Las puertas de Cravenmoore seabrieron ante ellos sin necesidad deutilizar el extraño llamador forjado enbronce a imagen y semejanza del rostrode un ángel. Un intenso halo de luz áureaemanaba del interior de la casa. Unasilueta inmóvil aparecía recortada en elhaz de claridad. La figura cobró vidasúbitamente ladeando la cabeza, altiempo que se oía un ligero traqueteomecánico. El rostro afloró a la luz. Ojos

sin vida, simples esferas de cristal,enclaustrados en una máscara sin másexpresión que una escalofriante sonrisa,los contemplaban.

Dorian tragó saliva. Irene y sumadre, más impresionables, dieron unpaso atrás. La figura tendió una manohacia ellos y permaneció inmóvil denuevo.

—Confío en que Christian no loshaya asustado. Es una creación antigua ytorpe.

Los Sauvelle se volvieron hacia lavoz que les hablaba desde el pie de laescalinata. Un rostro amable, de caminoa una afortunada madurez, les sonreía no

sin cierta picardía. Los ojos del hombreeran azules y brillaban bajo una espesamata de cabellos plateados ycuidadosamente peinados. El hombre,pulcramente trajeado, con un bastón deébano policromado, se acercó a ellos yles dedicó una respetuosa reverencia.

—Mi nombre es Lazarus Jann, ycreo que les debo una disculpa —dijo.

Su voz era cálida, confortante, unade esas voces dotadas de un podertranquilizador y una rara serenidad. Susgrandes ojos azules observarondetenidamente a cada uno de losmiembros de la familia y, finalmente, seposaron en el rostro de Simone.

—Estaba dando mi habitual paseonocturno por el bosque y me heretrasado. Madame Sauvelle, si no meequivoco…

—Es un placer, señor.—Por favor, llámeme Lazarus.Simone asintió.—Ésta es mi hija Irene. Y éste es

Dorian, el benjamín de la familia.Lazarus Jann estrechó

cuidadosamente las manos de ambos. Sutacto era firme y agradable; su sonrisa,contagiosa.

—Bien. Respecto a Christian, nodeben temerlo en absoluto. Lo mantengocomo un recuerdo de mi primera época.

Es torpe y su aspecto dista de seramigable, lo sé.

—¿Es una máquina? —se apresuró apreguntar Dorian, fascinado.

La mirada de censura de Simonellegó tarde. Lazarus sonrió al muchacho.

—Podríamos llamarlo así.Técnicamente, Christian es lo quedenominamos un autómata.

—¿Lo construyó usted, señor?—Dorian —recriminó su madre.Lazarus sonrió de nuevo.

Evidentemente, la curiosidad delmuchacho no le molestaba en absoluto.

—Sí. A él y a otros muchos. Ése es,mejor dicho, ése era mi trabajo. Pero

creo que la cena nos espera. ¿Qué tal sidiscutimos todo esto frente a un buenplato y así nos vamos conociendomejor?

El aroma de un delicioso asadollegó hasta ellos como un elixirencantado. Incluso una piedra leshubiese leído el pensamiento.

Ni el sorprendente recibimiento delautómata ni el sobrecogedor aspecto delexterior de Cravenmoore podíanpresagiar el impacto que el interior de lamansión de Lazarus Jann causó en losSauvelle. Tan pronto rebasaron elumbral de sus puertas, los tres se vieronsumergidos en un mundo fantástico que

iba mucho más allá de lo que sus tresimaginaciones juntas podían llegar aconcebir.

Una suntuosa escalera parecíaascender en espiral hacia el infinito.Alzando la vista, los Sauvellecontemplaron una fuga que conducía a latorre central de Cravenmoore, coronadapor una linterna mágica que bañaba laatmósfera interna de la casa con una luzespectral y evanescente. Bajo ese mantode claridad fantasmal se descubría unainterminable galería de criaturasmecánicas. Un gran reloj de pared,dotado de ojos y una muecacaricaturesca, sonreía a los visitantes.

Una bailarina envuelta en un velotransparente giraba sobre sí misma en elcentro de una sala ovalada, donde cadaobjeto, cada detalle, formaba parte de lafauna creada por Lazarus Jann.

Los pomos de las puertas eranrostros risueños que guiñaban sus ojosal girar. Un gran búho de magníficoplumaje dilataba sus pupilas de cristal yaleteaba lentamente en las brumas.Decenas o quizá cientos miniaturas yjuguetes ocupaban una inmensidad demuros y vitrinas que hubiera llevadotoda una vida explorar. Un pequeño yjuguetón cachorro mecánico movía lacola y ladraba al paso de un ratoncillo

de metal. Suspendido del techoinvisible, un carrusel de hadas, dragonesy estrellas danzaba en el vacío, en tornoa un castillo que flotaba entre nubes dealgodón al son del tintineo distante deuna caja de música…

Dondequiera que dirigieran sumirada, los Sauvelle descubrían nuevosprodigios, nuevos artefactos imposiblesque desafiaban todo lo que habían vistoantes. Bajo la divertida mirada deLazarus, los tres permanecieron así,presos de aquel estado de absolutoencantamiento, durante minutos.

—¡Es… es maravilloso! —dijoIrene, incapaz de creer cuanto sus ojos

le transmitían.—Bien, esto es sólo el vestíbulo.

Pero celebro que les guste —asintióLazarus, guiándolos hacia el grancomedor de Cravenmoore.

Dorian, desprovisto de palabras, locontemplaba todo con unos ojos comoplatos. Simone e Irene, no menosimpresionadas, hacían lo posible por nocaer en el hipnótico estado de ensueñoque la casa producía. La sala donde seservía la cena estaba a la altura de loque el vestíbulo auguraba. Desde lascopas hasta los cubiertos, los platos olas lujosas alfombras que cubrían elsuelo, todo llevaba el sello de Lazarus

Jann. Ni un solo objeto en casa parecíapertenecer al mundo real, gris yaborreciblemente normal que habíandejado atrás al internarse en aquellavivienda. Con todo, a los ojos de Ireneno escapó el inmenso retrato quereposaba sobre la chimenea, cuyasllamas brotaban de las fauces de unosdragones. Una dama de bellezadeslumbrante lucía un vestido blanco. Elpoder de su mirada había rebasadofrontera entre la realidad y los pincelesdel artista. Por unos segundos, Irene seperdió en aquella mirada mágica yembriagadora.

—Mi esposa, Alexandra… Cuando

todavía gozaba de buena salud. Díasmaravillosos; aquéllos —dijo la voz deLazarus a sus espaldas, envuelta en unhalo de melancolía y resignación.

La cena transcurrió agradablementea la luz de las llamas. Lazarus Jann sereveló como un excelente anfitrión quepronto supo ganarse las simpatías deDorian e Irene con bromas y narracionessorprendentes. En el curso de la veladales explicó que los deliciosos platos queestaban degustando eran obra deHannah, una muchacha de la edad deIrene que trabajaba para él comococinera y doncella. A los pocosminutos, la tirantez inicial desapareció y

todos se sumaron a la distendidaconversación que el fabricante dejuguetes sabía tejer con una habilidadimperceptible.

Cuando empezaron a degustar elsegundo plato, el asado de pavoespecialidad de Hannah, los Sauvelle sesentían en la presencia de un viejoconocido. Para su tranquilidad, Simoneadvirtió que la corriente de simpatíaentre sus hijos y Lazarus era mutua, yque ella misma no era ajena a suencanto.

Entre anécdota y anécdota, Lazarusles facilitó cumplidas explicacionesacerca de la casa y la naturaleza de las

obligaciones a las que su nuevo empleolos comprometía. El viernes era lanoche libre de Hannah y la pasaba consu humilde familia en Bahía Azul. PeroLazarus les informó de que tendríanoportunidad de conocerla tan pronto seincorporase de nuevo a su labor. Hannahera la única persona, sin contar aLazarus y a su esposa, que vivía enCravenmoore. Ella los ayudaría aaclimatarse y solventaría cuantas dudastuviesen en relación con la casa.

Llegados los postres, una irresistibletarta de frambuesas, Lazarus pasó aexplicar lo que esperaba de ellos. Pesea estar ya retirado, seguía trabajando

ocasionalmente en el taller de juguetes,localizado en una ala contigua aCravenmoore. Tanto la fábrica como lashabitaciones de los pisos superioresestaban vedadas a su paso. No debíanentrar en ellas bajo ningún concepto.Sobre todo en el ala oeste de la casa,que albergaba las habitaciones de suesposa.

Alexandra Jann padecía, desde hacíamás de veinte años, una extraña eincurable enfermedad que la obligaba aguardar reposo absoluto en cama. Laesposa de Lazarus vivía retirada en suhabitación del tercer piso en el alaoeste, donde sólo su marido entraba

para atenderla y proporcionarle cuantoscuidados precisaba en su precarioestado. El fabricante de juguetes lescontó cómo su esposa, por entonces unajoven llena de vitalidad y belleza,contrajo la misteriosa enfermedad en unviaje que realizaron por tierrascentroeuropeas.

El virus, al parecer incurable, fueapoderándose de ella poco a poco.Pronto, casi ni podía caminar o sostenerun objeto en las manos. En el plazo deseis meses, su estado empeoró hastaconvertirla en una inválida, un tristereflejo de la persona con quien se habíacasado tan sólo unos años antes. Al año

de contraer la enfermedad, la memoriade la enferma empezó a desvanecerse, yen cuestión de semanas apenas era capazde reconocer a su propio esposo. Desdeentonces dejó de hablar y su mirada seconvirtió en un pozo sin fondo.Alexandra Jann tenía entonces veintiséisaños. Desde ese día jamás había vueltoa salir de Cravenmoore.

Los Sauvelle escucharon el tristerelato de Lazarus en respetuoso silencio.El fabricante, obviamente consternadopor el recuerdo y por dos décadas devida en soledad y dolor, quiso quitarimportancia al hecho derivando laconversación hacia la exquisita tarta de

Hannah. La triste amargura de su mirada,sin embargo, no pasó desapercibidapara Irene.

No le costaba imaginar la huida aninguna parte de Lazarus Jann.Desprovisto de aquello que más amaba,Lazarus se había refugiado en su mundode fantasía y había creado cientos deseres y objetos con los que llenar laprofunda soledad que lo rodeaba.

Al oír las palabras del fabricante dejuguetes, Irene comprendió que ya nuncapodría volver a ver aquel universo deimaginación desbordante que poblabaCravenmoore como una espectacular eimpactante pirueta del genio que lo

había creado. Para ella, que habíaaprendido a reconocer en carne propiael vacío de la pérdida, Cravenmoore noera más que el oscuro reflejo dellaberinto de soledad en el que LazarusJann había vivido en los últimos veinteaños. Cada habitante de aquel mundomaravilloso, cada creación, constituíasimplemente una lágrima derramada ensilencio.

Finalizada la cena, Simone Sauvelletenía muy claras sus obligaciones yresponsabilidades en la casa. Susfunciones eran similares a las de un amade llaves, un trabajo que poco tenía quever con su empleo original, el de

maestra, pero que estaba dispuesta adesempeñar tan bien como pudiese paragarantizar un futuro de bienestar a sushijos. Simone supervisaría el trabajo deHannah y de los sirvientes ocasionales,se haría cargo de las tareas deadministración y mantenimiento de lapropiedad de Lazarus Jann, del trato conlos proveedores y los comerciantes delpueblo, de la correspondencia, de lasprovisiones y de garantizar que nada ninadie importunara al fabricante en sudeseado retiro del mundo exterior.Igualmente, su trabajo contemplaba laadquisición de libros para la bibliotecade Lazarus. A tal efecto, su patrón

insinuó claramente que su pasado comoeducadora había sido determinante a lahora de elegirla entre otras candidatasmás versadas en el área del servicio.Lazarus insistió en que este cometidoera uno de los más importantes de suposición.

A cambio de estas tareas, Simone ysus hijos podían ocupar la Casa delCabo y gozar de un sueldo más querazonable. Lazarus se haría cargo de losgastos de escolarización de Irene yDorian para el próximo curso, tras elverano. Igualmente, se comprometía apagar los estudios universitarios deambos si los jóvenes presentaban

aptitudes y voluntad para ello. Irene yDorian, por su parte, podían colaborarcon su madre en las tareas que ella lesasignase en la casa, siempre y cuandorespetaran las reglas de oro: notraspasar los límites especificados porsu propietario.

Teniendo en cuenta los mesesanteriores, de deudas y miseria, la ofertade Lazarus se le antojaba a SimoneSauvelle como una bendición del cielo,Bahía Azul era un escenario paradisíacopara empezar una nueva vida con sushijos. El empleo era más que deseable, yLazarus ofrecía todos los visos de ser unpatrón magnánimo y bondadoso. Tarde o

temprano, la suerte tenía que sonreírles.El destino había querido que fuese enese lugar alejado, y por primera vez enmucho tiempo, Simone estaba dispuestaa aceptar sus designios con agrado. Esmás, si su instinto no la engañaba, y nosolía hacerla, adivinaba una sinceracorriente de simpatía hacia ella y sufamilia. No le costaba esfuerzo suponerque su compañía y su presencia enCravenmoore podían constituir unbálsamo para paliar la inmensa soledadque parecía rodear a su propietario.

La cena finalizó con una taza de caféy la promesa de Lazarus de que, algúndía, iniciaría al absolutamente cautivado

Dorian en los misterios de laconstrucción de autómatas.

Los ojos del muchacho seencendieron de ilusión ante la oferta y,por un breve instante, las miradas deLazarus y Simone se encontraron demanera fugaz al trasluz de las velas.

Simone reconoció en ellos el rastrode años de soledad, una sombra queconocía bien. Buques a la deriva que secruzan en la noche. El fabricante dejuguetes entornó los ojos y se alzó ensilencio, señalando el fin de la velada.

Luego los guió hasta la puertaprincipal, deteniéndose brevemente paraexplicar alguno de los prodigios que

poblaban el camino. Dorian e Ireneasistían boquiabiertos a cuantos detallesles revelaba. Cravenmoore albergabasuficientes maravillas para iluminar cienaños de asombro. Poco antes de enfilarel vestíbulo que conducía a la puerta,Lazarus se detuvo ante lo que aparentabaser un complejo mecanismo de espejos ylentes, y dirigió una mirada enigmática aDorian. Sin mediar palabra, introdujo elbrazo entre un pasillo de espejos.

Lentamente, el reflejo de su mano sedesvaneció hasta hacerse invisible.Lazarus sonrió.

—No debes creer todo aquello queves. La imagen de la realidad que nos

brindan nuestros ojos es sólo unailusión, un efecto óptico —dijo—. Laluz es una gran mentirosa. Dame tumano.

Dorian siguió las instrucciones delfabricante de juguetes y dejó que éste laguiase por el pasillo de espejos. Laimagen de su mano se desintegró antesus propios ojos. Dorian, con uninterrogante mudo en la mirada, sevolvió hacia Lazarus.

—¿Conoces las leyes de la óptica yde la luz? —preguntó el hombre.

Dorian negó con la cabeza. En esemomento no sabía ni dónde tenía sumano derecha.

—La magia es tan sólo una extensiónde la física. ¿Qué tal se te dan lasmatemáticas?

—Excepto la trigonometría, así,así…

Lazarus sonrió.—Por ahí empezaremos. La fantasía

son números, Dorian. Ése es el truco.El muchacho asintió, sin saber muy

bien de qué estaba hablando Lazarus.Finalmente, éste señaló la puerta y losacompañó hasta el umbral, fue entoncescuando, casi por casualidad, Doriancreyó ver lo imposible. Al pasar frente auno de los faroles parpadeantes, lassiluetas que proyectaban sus cuerpos se

dibujaron sobre los muros. Todas menosuna: la de Lazarus, cuyo rastro en lapared era invisible, como si supresencia no fuese más que unespejismo.

Cuando se volvió, Lazarus loobservaba detenidamente. El chico tragósaliva. El fabricante de juguetes lepellizcó cariñosamente la mejilla,burlón.

—No creas todo lo que vean tusojos…

Y Dorian siguió a su madre y a suhermana al exterior.

—Gracias por todo y buenas noches—concluyó Simone.

—Ha sido un placer. Y no es uncumplido —dijo Lazarus cordialmente;les sonrió amablemente y alzó la manoen señal de despedida.

Los Sauvelle se adentraron en elbosque poco antes de la medianoche, devuelta a la Casa del Cabo.

Dorian, silencioso, permanecíatodavía bajo los efectos de la prodigiosaresidencia de Lazarus Jann.

Irene andaba perdida en sus propiospensamientos, lejos del mundo. YSimone, por su parte, respiró tranquila ydio gracias a Dios por la suerte que leshabía enviado.

Justo antes de que la silueta de

Cravenmoore se perdiese a susespaldas, Simone se volvió acontemplarla una última vez. Una solaventana permanecía iluminada en elsegundo piso del ala oeste. Una figura seerguía inmóvil tras los cortinajes. En esepreciso momento, la luz se extinguió y elamplio ventanal se sumergió en lassombras.

De vuelta a su habitación, Irene sequitó el vestido que su madre le habíaprestado y lo plegó cuidadosamentesobre la silla. Las voces de Simone yDorian se oían en la cámara contigua. Lajoven apagó la luz y se tendió sobre ellecho. Sombras azules danzaban sobre el

cielo raso como una cabalgata deespectros saltarines en la aurora boreal.El susurro de las olas rompiendo en losacantilados acariciaba el silencio. Irenecerró los ojos y trató de conciliar elsueño en vano.

Era difícil aceptar que desde aquellanoche no volvería a ver su viejo piso deParís, ni habría de regresar al salón debaile para ganarse las pocas monedasque aquellos soldados llevaban consigo.Sabía que las sombras de la gran ciudadno podían alcanzarla allí, pero la huelladel recuerdo no conocía fronteras. Seincorporó de nuevo y se acercó hasta laventana, la torre del faro se alzaba en

las tinieblas. Concentró la vista en elislote entre las brumas incandescentes.Un reflejo fugaz pareció brillar, como elguiño de un espejo en la distancia.

Segundos después, el destello brillóde nuevo para desvanecersedefinitivamente. Irene frunció el ceño yadvirtió la presencia de su madre abajo,en el porche. Simone, envuelta en ungrueso jersey, contemplaba el mar ensilencio. Sin necesidad de ver su rostroen la oscuridad, Irene supo que estaballorando y que ambas tardarían enconciliar el sueño. En aquella primeranoche en la Casa del Cabo, tras aquelprimer paso hacia lo que parecía un

horizonte de felicidad, la ausencia deArmand Sauvelle se hacía más dolorosaque nunca.

3. BAHÍA AZUL

De todos los amaneceres de su vida,ninguno habría de parecerle másluminoso a Irene que aquel del 22 dejunio de 1937. El mar resplandecíacomo un manto de diamantes bajo uncielo cuya transparencia jamás hubiesecreído posible durante los años quehabía vivido en la ciudad. Desde suventana, el islote del faro podíacontemplarse ahora con toda claridad, aligual que las pequeñas rocas queemergían en el centro de la bahía comola cresta de un dragón submarino. La

ordenada hilera de casas en el paseo delpueblo, más allá de la Playa del Inglés,dibujaba una acuarela danzante entre lacalima que ascendía del muelle depescadores. Si entornaba los ojos, podíaver el paraíso según Claude Monet, elpintor predilecto de su padre.

Irene abrió la ventana de par en pary dejó que la brisa del mar, impregnadadel aroma del salitre, inundase lahabitación. La bandada de gaviotas queanidaba en los acantilados se volvió aobservarla con cierta curiosidad.Nuevos vecinos. No muy lejos de ellas,Irene advirtió que Dorian ya estabainstalado en su refugio favorito entre las

rocas, catalogando espejismos,musarañas…, o enfrascado en lo quefuera que hacía en sus solitariasexcursiones.

Andaba Irene ya concentrada endecidir qué ropa ponerse para salir adisfrutar de aquel día robado de algúnsueño, cuando una voz desconocida,acelerada y zumbona llegó a sus oídosdesde el piso inferior. Dos segundos deatenta escucha revelaron el timbrecalmado y templado de su madreconversando o, mejor dicho, intentandocolocar monosílabos entre los escasosresquicios que su interlocutora dejabaescapar.

Mientras se vestía, Irene trató dedilucidar el aspecto de aquella personaa través de su voz. Desde pequeña, éstehabía sido uno de sus pasatiempospredilectos. Escuchar una voz con losojos cerrados y tratar de imaginar aquién pertenecía: determinar su estatura,su peso, su rostro, su carácter…

Esta vez su instinto dibujaba unamujer joven, de poca estatura, nerviosay saltarina, morena y probablemente deojos oscuros. Con tal retrato en mente,decidió bajar al piso inferior con dosobjetivos: saciar su apetito matutino conun buen desayuno y, lo más importante,saciar su curiosidad respecto a la dueña

de aquella voz.Tan pronto puso los pies en la sala

de la planta baja, comprobó que sólohabía cometido un error: los cabellos dela muchacha eran pajizos. El resto,clavado en la diana. Así fue como Ireneconoció a la pintoresca y dicharacheraHannah; por puro oído.

Simone Sauvelle hizo lo posible porcorresponder con un delicioso desayunoa la cena que la noche anterior Hannahles había dejado preparada para suencuentro con Lazarus Jann. La jovendevoraba la comida a una velocidadtodavía mayor de la que empleaba alhablar. El torrente de anécdotas, chismes

e historias de todo tipo acerca delpueblo y sus habitantes, que desgranabacon celeridad, hizo que a los pocosminutos de disfrutar de su compañíaSimone e Irene tuviesen la sensación deconocerla de toda la vida.

Entre tostada y tostada, Hannah lesresumió su biografía en fascículosacelerados. Cumpliría los dieciséis ennoviembre; sus padres tenían una casaen el pueblo: él, pescador, y ella,panadera; con ellos vivía también suprimo Ismael, que había perdido a suspadres años atrás y que ayudada a su tío,o sea, a su padre, en el barco. Ya no ibaa la escuela porque la arpía de Jeanne

Brau, rectora del colegio público, latenía catalogada como lerda y de pocasluces. Con todo, Ismael le estabaenseñando a leer, y su conocimiento delas tablas de multiplicar mejoraba porsemanas. Adoraba el color amarillo ycoleccionaba conchas que recogía en laPlaya del Inglés. Su pasatiempopredilecto era escuchar serialesradiofónicos y asistir a los bailes deverano en la plaza mayor, cuando bandasitinerantes acudían al pueblo. No usabaperfume, pero le gustaban las barras delabios…

Escuchar a Hannah era unaexperiencia a medio camino entre la

diversión y el agotamiento. Traspulverizar su desayuno y todo lo queIrene no pudo acabar del suyo, Hannahdetuvo su discurso por unos segundos.El silencio que se formó en la casapareció sobrenatural. Pero duró poco,por supuesto.

—¿Qué tal si damos un paseo lasdos y te enseño el pueblo? —preguntóHannah, súbitamente entusiasmada antela perspectiva de hacer de guía de BahíaAzul.

Irene y su madre intercambiaron unamirada.

—Me encantaría —respondiófinalmente la joven.

Una sonrisa de oreja a oreja cruzó elrostro de Hannah.

—No se preocupe, madameSauvelle. Se la devolveré sana y salva.

De este modo, Irene y su nuevaamiga salieron disparadas por la puertarumbo a la Playa del Inglés, mientras lacalma regresaba lentamente a la Casadel Cabo. Simone tomó su taza de café ysalió al porche a saborear latranquilidad de aquella mañana. Dorianla saludó desde los acantilados.

Simone le devolvió el saludo.Curioso muchacho. Siempre solo. Noparecía interesado en hacer amigos o nosabía cómo hacerlos. Perdido en su

mundo y sus cuadernos, sólo el cielosabía qué pensamientos ocupaban sumente. Apurando su café, Simone echóun último vistazo a Hannah y a su hijacamino del pueblo. Hannah seguíaparloteando incansablemente. Unos tantoy otros tan poco.

La educación de la familia Sauvelleen los misterios y las sutilezas de lavida en un pequeño pueblo costeroocupó la mayor parte de aquel primermes de julio en Bahía Azul. La primerafase, de choque cultural y desconcierto,duró una semana larga. Durante esosdías, la familia descubrió que, aexcepción del sistema métrico decimal,

los usos, normas y peculiaridades deBahía Azul no tenían nada que ver conlos de París. En primer lugar estaba eltema del horario. En París no seríaaventurado afirmar que por cada milhabitantes podían encontrarse otrostantos miles de relojes, tiranos queorganizaban la vida con caprichomilitar. En Bahía Azul, sin embargo, nohabía más hora que la del sol. Ni máscoches que el del doctor Giraud, el de lagendarmería y el de Lazarus. Ni más…La sucesión de contrastes era infinita. Yen el fondo, las diferencias no radicabanen los números, sino en los hábitos.

París era una ciudad de

desconocidos, un lugar donde eraposible vivir durante años sin conocerel nombre de la persona que vivía alotro lado del rellano. En Bahía Azul, encambio, era imposible estornudar orascarse la punta de la nariz sin que elacontecimiento tuviese amplia coberturay repercusión en toda la comunidad. Éseera un pueblo donde los resfriados erannoticia y donde las noticias eran máscontagiosas que los resfriados. No habíadiario local, ni falta que hacía.

Fue misión de Hannah la deinstruirlos en la vida, historia y milagrosde la comunidad. La velocidadvertiginosa con que la muchacha

ametrallaba las palabras consiguiócomprimir en unas cuantas sesionesrepartidas suficiente información ychismes como para volver a escribir laenciclopedia de corrido y del derecho.Supieron así que Laurent Savant, elpárroco local, organizaba campeonatosde inmersión y carreras de maratón, yque además de tartamudear en sussermones sobre la holgazanería y la faltade ejercicio, había recorrido más millasen su bicicleta que Marco Polo.Supieron también que el concejo localse reunía los martes y los jueves a la unadel mediodía para discutir los asuntosmunicipales, durante los que Ernest

Dijon, alcalde virtualmente vitaliciocuya edad desafiaba a la de Matusalén,se entretenía en pellizcar con picardíalos cojines de su butaca bajo la mesa,con el convencimiento de que explorabael fornido muslo de Antoinette Fabré,tesorera del ayuntamiento y soltera ferozcomo pocas.

Hannah los acribillaba con unamedia de doce historias de este calibrepor minuto. Esto no era ajeno al hechode que su madre, Elisabet, trabajara enla panadería local, que hacía las vecesde agencia de información, servicio deespionaje y gabinete de consultassentimentales de Bahía Azul.

Los Sauvelle no tardaron encomprender que la economía del pueblose decantaba hacia una versión peculiardel capitalismo parisino. El hornovendía barras de pan, aparentemente,pero la era de la información ya habíaempezado en la trastienda. MonsieurSafont, el zapatero, arreglaba correas,cremalleras y suelas, pero su fuerte y elgancho para sus clientes era su doblevida como astrólogo y sus cartasastrales…

El esquema se repetía una y otra vez.La vida parecía tranquila y sencilla,pero al mismo tiempo tenía másdobleces que un visillo bizantino. La

clave estaba en abandonarse al ritmopeculiar del pueblo, escuchar a susgentes y dejar que ellas los guiasen através de los ceremoniales que todorecién llegado debía completar, antes depoder afirmar que residía en Bahía Azul.

Por ello, cada vez que Simoneacudía al pueblo a recoger el correo ylos envíos de Lazarus, se dejaba caerpor la panadería y tomaba conocimientodel pasado, el presente y el futuro. Lasdamas de Bahía Azul la acogieron debuen grado, y no tardaron enbombardearla con preguntas acerca desu misterioso patrón. Lazarus llevabauna vida retirada y raramente se dejaba

ver por Bahía Azul. Esto, junto con eltorrente de libros que recibía todas lassemanas, lo convertía en un foco demisterios sin fin.

—Imagínese usted, amiga Simone —le confió en una ocasión PascaleLelouch, la esposa del boticario—, unhombre solo, bueno, prácticamentesolo…, en esa casa, con todos esoslibros…

Simone acostumbraba a asentirsonriendo ante semejantes desplieguesde sagacidad, sin soltar prenda. Comosu difunto marido había dicho en unaocasión, no valía la pena perder eltiempo en intentar cambiar el mundo;

bastaba con evitar que el mundo locambiase a uno.

Estaba también aprendiendo arespetar las extravagantes demandas deLazarus respecto a su correspondencia.El correo personal debía ser abierto aldía siguiente de su recepción ycontestado con prontitud. El correocomercial u oficial debía ser abierto enel mismo día en que era recibido, peronunca debía dársele respuesta antes deuna semana. Y, por encima de todo,cualquier envío procedente de Berlínbajo el nombre de un tal DanielHoffmann debía serle entregado enpersona y jamás, bajo ningún concepto,

abierto por ella. El porqué de todosestos detalles no era de su incumbencia,concluyó Simone. Había descubierto quele gustaba vivir en aquel lugar y que leparecía un ambiente razonablementesaludable para que sus hijos creciesenlejos de París. Qué día se abriesen lascartas le resultaba absoluta ygloriosamente indiferente.

Por su parte, Dorian averiguó queincluso su dedicación semiprofesional ala cartografía le dejaba tiempo parahacer algunos amigos entre losmuchachos del pueblo. A nadie parecíaimportarle si su familia era nueva o no;o si era un buen nadador o no (no lo era,

inicialmente, pero sus nuevos colegas seencargaron de enseñarle a mantenerse aflote). Aprendió que la petanca era unaocupación para ciudadanos rumbo a lajubilación y que el perseguir a las chicasera tarea de quinceañeros petulantes ydevorados por fiebres hormonales queatacaban el cutis y el sentido común. Asu edad, aparentemente, lo que uno hacíaera corretear en bicicleta, fantasear yobservar el mundo, a la espera de que elmundo empezase a observarlo a uno. Ylos domingos por la tarde, cine. Fue asícomo Dorian descubrió un nuevo amorinconfesable a cuyo lado la cartografíapalidecía como una ciencia de

pergaminos apolillados: Greta Garbo.Una criatura divina, cuya mención en lamesa a la hora de comer bastaba paraquitarle el apetito, pese a que en elfondo era una anciana de… treinta años.

Mientras Dorian se debatía en laduda de si su fascinación por una mujeral borde de la vejez podía presentarvisos de perversidad, Irene era quien,más que ninguno de ellos, recibía elimpacto frontal de Hannah en toda suenvergadura. La lista de jóvenes sincompromiso y de compañía deseableestaba en el orden del día. La idea deHannah era que, si pasados quince díasen el pueblo Irene no empezaba a

coquetear con alguno de elloslánguidamente, los muchachoscomenzarían a tomarla por un bichoraro. La propia Hannah era la primeraen admitir que, aunque en el capítulo debíceps el cartel de figuras cumplía unaprobado digno, en lo referente alcerebro el reparto divino había sidoescaso y estrictamente funcional.Pretendientes y moscones, en cualquiercaso, no le faltaban, lo cual provocabala sana envidia de su amiga.

—Hija mía, si yo tuviera el mismoéxito que tú, a estas alturas ya seríaMata-Hari —solía decir Hannah.

Irene, dirigiendo una mirada a la

jauría de encontradizos, sonreíatímidamente.

—No estoy segura de que meapetezca… Parecen un poco tontos…

—¿Tontos? —estallaba Hannah anteaquel derroche de oportunidades—. ¡Siquieres oír algo interesante, vete al cineo coge un libro!

—Lo pensaré —reía Irene.Hannah sacudía la cabeza.—Acabarás como mi primo Ismael

—sentenciaba entonces.Ismael era su primo, tenía dieciséis

años y, tal como había contado Hannah,se había criado con su familia a lamuerte de sus padres. Trabajaba como

marinero en el barco de su tío, pero susverdaderas pasiones parecían ser lasoledad y su velero, un esquife quehabía construido con sus propias manosy al que había bautizado con un nombreque Hannah jamás conseguía recordar.

—Algo griego, creo. ¡Ufff!—¿Y dónde está ahora? —preguntó

Irene.—En el mar. Los meses de verano

son buenos para los pescadores que seenrolan en expediciones en alta mar.Papá y él están en el Estelle. No vuelvenhasta agosto —explicó Hannah.

—Debe de ser triste. Tener quepasar tanto tiempo en el mar,

separados…Hannah se encogió de hombros.—Hay que ganarse la vida…—No te gusta mucho trabajar en

Cravenmoore, ¿verdad? —insinuó Irene.Su amiga la observó con cierta

sorpresa.—No es asunto mío…, claro —

rectificó Irene.—No me molesta la pregunta —dijo

Hannah sonriendo—. La verdad es queno me gusta demasiado, no.

—¿Por Lazarus?—No. Lazarus es amable y ha sido

muy bueno con nosotros. Cuando papátuvo el accidente de las hélices, hace

años, fue él quien pagó toda laoperación. Si no fuese por Lazarus…

—¿Entonces?…—No sé. Es ese lugar. Las

máquinas… Está lleno de máquinas quete miran en todo momento.

—Son sólo juguetes.—Prueba a dormir una noche allí. A

la que cierras los ojos, tic-tac, tic-tac…Ambas se miraron.—¿Tic-tac, tic-tac…? —repitió

Irene.Hannah le dedicó una sonrisa

sarcástica.—Yo seré una cobardica, pero tú

vas camino de ser una solterona.

—Me encantan las solteronas —replicó Irene.

De este modo, casi sin advertido, undía tras otro desfiló por el calendario y,antes de que pudiesen darse cuenta,agosto entró por la puerta. Con él,llegaron también las primeras lluviasdel verano, tormentas pasajeras queapenas duraban un par de horas. Simone,ocupada en sus nuevos quehaceres.Irene, acostumbrándose a la vida conHannah. Y Dorian, para qué hablar,aprendiendo a bucear mientras trazabamapas imaginarios de la geografíasecreta de Greta Garbo.

Un día cualquiera, uno de esos días

de agosto en que la lluvia de la nocheanterior había esculpido en las nubescastillos de algodón sobre una lámina deazul resplandeciente, Hannah e Irenedecidieron ir a dar un paseo por la Playadel Inglés. Se cumplía un mes y mediode la llegada de los Sauvelle a BahíaAzul. Y cuando parecía que ya no habíalugar para las sorpresas, éstas estabantodavía por empezar.

La luz del mediodía desvelaba unrastro de pisadas a lo largo de la líneade la marea, muescas en una láminablanca; sobre el mar, los mástileslejanos del puerto parpadeaban comoespejismos.

En medio de una blanca inmensidadde arena fina como el polvo, Irene yHannah descansaban sobre los restos deun antiguo bote varado en la orilla,rodeadas por una bandada de pequeñospájaros azules que parecían anidar entelas dunas níveas de la playa.

—¿Por qué la llaman la Playa delInglés? —preguntó Irene, contemplandola extensión desolada que mediaba entreel pueblo y el cabo.

—Aquí vivió, durante años, un viejopintor inglés, en una cabaña. El pobretenía más deudas que pinceles. Regalabacuadros a la gente del pueblo a cambiode comida y ropa. Murió hace tres años.

Lo enterraron aquí, en la playa dondehabía pasado toda su vida —explicóHannah.

—Si a mí me dejasen elegir, tambiénme gustaría que me enterrasen en unlugar como éste.

—Alegres pensamientos —bromeóHannah, no sin cierto reproche.

—Pero no tengo prisa —puntualizóIrene, al tiempo que su mirada reparabaen la presencia de un pequeño veleroque surcaba la bahía a un centenar demetros de la costa.

—Ufff… —murmuró su amiga—.Ahí está: el marinero solitario. No hasido capaz ni de esperar un día a coger

su velero.—¿Quién?—Mi padre y mi primo llegaron ayer

del barco —explicó Hannah—. Mipadre todavía está durmiendo, peroése… No tiene cura.

Irene oteó el mar y observó el velerosurcando la bahía.

—Es mi primo Ismael. Se pasamedia vida en ese velero, al menoscuando no trabaja con mi padre en elmuelle. Pero es un buen chico… ¿Vesesta medalla?

Hannah le mostró una preciosamedalla que pendía de su cuello en unacadena de oro: un sol sumergiéndose en

el mar.—Es un regalo de Ismael…—Es preciosa —dijo Irene,

observando detalladamente la pieza.Hannah se incorporó y profirió un

alarido que hizo que la bandada depájaros azules se catapultara al otroextremo de la playa. Al poco, la tenuefigura al timón del velero saludó, y laembarcación puso proa hacia la playa.

—Sobre todo, no le preguntes por elvelero —advirtió Hannah—. Y si es élquien introduce el tema, no le preguntescómo lo hizo. Puede estarse horashablando de ello sin parar.

—Es cosa de familia…

Hannah le dedicó una miradafuribunda.

—Creo que te abandonaré aquí en laplaya, a merced de los cangrejos.

—Lo siento.—Se acepta. Pero si yo te parezco

parlanchina, espera a conocer a mimadrina. El resto de la familiaparecemos mudos a su lado.

—Seguro que me encantaráconocerla.

—Ja —replicó Hannah, incapaz dereprimir su sonrisa socarrona.

El velero de Ismael cortólimpiamente la línea del rompiente y laquilla del bote se insertó en la arena

como una cuchilla. El joven se apresuróa aflojar el aparejo y arrió la vela hastala base del mástil en apenas unossegundos. Práctica, evidentemente, no lefaltaba. Tan pronto saltó a tierra firme,Ismael dedicó a Irene una involuntariamirada de pies a cabeza cuya elocuenciano desmerecía de sus artes navegatorias.Hannah, ojos en blanco y media lenguafuera con gesto burlón, se apresuró ahacer las presentaciones; a su modo,naturalmente.

—Ismael, ésta es mi amiga Irene —anunció amablemente—, pero no hacefalta que te la comas.

El chico propinó un codazo a su

prima y tendió su mano a Irene:—Hola…Su escueto saludo iba unido a una

sonrisa tímida y sincera. Irene estrechósu mano.

—Tranquila, no es tonto; es sumanera de decir que está encantado ytodo eso —matizó Hannah.

—Mi prima habla tanto que a vecescreo que va a gastar el diccionario —bromeó Ismael—. Supongo que ya te hacomentado que no debes preguntarmepor el velero…

—Lo cierto es que no —contestócautamente Irene.

—Ya. Hannah piensa que ése es el

único tema del que sé hablar.—Las redes y los aparejos tampoco

se te dan mal, pero donde esté el velero,primo, agua fresca.

Irene asistió divertida al duelo depuyas con que ambos se complacían enbatallar. No parecía haber malicia enello o, al menos, ni más ni menos que lanecesaria para añadir una pizca depimienta a la rutina.

—Tengo entendido que os habéisinstalado en la Casa del Cabo —dijoIsmael.

Irene se concentró en el muchacho yrealizó su propio retrato. Unos dieciséisaños, efectivamente; su piel y sus

cabellos acusaban el tiempo que habíapasado en el mar. Su constituciónrevelaba el duro trabajo en los muelles,y sus brazos y sus manos estabanestampados con pequeñas cicatrices,poco habituales en los muchachosparisinos. Una cicatriz, más larga ypronunciada, se extendía a lo largo de supierna derecha, desde poco más arribade la rodilla hasta el tobillo. Irene sepreguntó dónde habría conseguidosemejante trofeo. Por último, reparó ensus ojos, el único rasgo de su aparienciaque se le antojaba fuera de lo común.Grandes y claros, los ojos de Ismaelparecían dibujados para esconder

secretos tras una mirada intensa yvagamente triste. Irene recordabamiradas como aquélla en los soldadossin nombre con los que habíacompartido tres escasos minutos alcompás de una banda de cuartacategoría, miradas que ocultaban miedo,tristeza o amargura.

—Querida, ¿estás en trance? —lainterrumpió Hannah.

—Estaba pensando que se me hacetarde. Mi madre estará preocupada.

—Tu madre estará encantada de quela dejéis unas horas en paz, pero allá tú—dijo Hannah.

—Puedo acercarte con el velero si

quieres —ofreció Ismael—. La Casa delCabo tiene un pequeño embarcaderoentre las rocas.

Irene intercambió una miradainquisitiva con Hannah.

—Si dices que no, le rompes elcorazón. Mi primo no invitaría a suvelero ni a Greta Garbo.

—¿Tú no vienes? —preguntó Irene,algo azorada.

—No subiría a ese cascarón niaunque me pagasen. Además, es mi díalibre y esta noche hay baile en la plaza.Yo que tú lo pensaría. Los buenospartidos están en tierra firme. Te lo dicela hija de un pescador. Pero no sé qué

digo. Anda, ve. Y tú, marinero, más tevale que mi amiga llegue entera apuerto. ¿Me has oído?

El velero, que al parecer se llamabaKyaneos, según rezaba la leyenda sobreel casco, se hizo a la mar mientras susvelas blancas se expandían al viento y laproa cortaba el agua rumbo al cabo.

Ismael le dirigía tímidas sonrisas ala chica entre maniobra y maniobra, ysólo tornó asiento junto al timón una vezque el bote hubo adquirido un rumboestable sobre la corriente. Irene,aferrada a la banqueta, dejó que su pielse impregnase con las gotas de agua quela brisa lanzaba sobre ellos. Para

entonces, el viento los empujaba confuerza, y Hannah se había transformadoen una diminuta figura que saludabadesde la orilla. El vigor con que elvelero surcaba la bahía y el sonido delmar contra el casco inspiraron en Ireneansias de reír sin motivo aparente.

—¿Primera vez? —preguntó Ismael—. En un velero, quiero decir.

Irene asintió.—Es diferente, ¿verdad?Ella asintió de nuevo, sonriendo, sin

poder despegar los ojos de la grancicatriz que marcaba la pierna deIsmael.

—Un congrio —explicó el

muchacho—. Es una historia un pocolarga.

Irene alzó la mirada y contempló lasilueta de Cravenmoore emergiendoentre las cimas del bosque.

—¿Qué significa el nombre de tuvelero?

—Es griego. Kyaneos: cian —respondió Ismael enigmáticamente.

Y como Irene fruncía el ceño, sincomprender, continuó:

—Los griegos usaban esta palabrapara describir el color azul oscuro, elcolor del mar. Cuando Homero habla delmar, compara su color con el de un vinooscuro. Ésa era su palabra: kyaneos.

—Veo que sabes hablar de algo más,aparte de tu bote y las redes.

—Lo intento.—¿Quién te lo enseñó?—¿A navegar? Aprendí solo.—No; sobre los griegos…—Mi padre era aficionado a la

Historia. Aún conservo algunos de suslibros…

Irene guardó silencio.—Hannah debe de haberte contado

que mis padres murieron.Ella se limitó a asentir. El islote del

faro se alzaba a un par de centenares demetros. Irene lo contempló, fascinada.

—El faro está cerrado desde hace

muchos años. Ahora se emplea el delpuerto de Bahía Azul —le explicó.

—¿Nadie viene a la isla ya? —preguntó Irene.

Ismael negó con la cabeza.—¿Y eso?—¿Te gustan las historias de

fantasmas? —le ofreció como respuesta.—Depende…—La gente del pueblo cree que el

islote del faro está embrujado o algo así.Se dice que una mujer se ahogó allí hacemucho tiempo. Hay quien ve luces. Enfin, cada pueblo tiene sus habladurías, yéste no iba a ser menos.

—¿Luces?

—Las luces de septiembre —dijoIsmael mientras rebasaban el islote aestribor—. La leyenda, si la quieresllamar así, dice que una noche, a finalesde verano, durante el baile de máscarasdel pueblo, las gentes vieron cómo unamujer enmascarada tomaba un velero enel puerto y se hacía a la mar. Unosopinan que acudía a una cita secreta consu amante en el islote del faro; otros,que huía de un crimen inconfesable… Yaves, todas las explicaciones son válidasporque, de hecho, nadie supo realmentequién era. Su rostro estaba cubierto poruna máscara. Sin embargo, mientrascruzaba la bahía, una terrible tormenta

que se desató de improviso arrastró subote contra las rocas y lo destrozó. Lamujer misteriosa y sin rostro se ahogó, oal menos nunca se encontró su cuerpo.Días más tarde, la marea devolvió sumáscara, destrozada por las rocas.Desde entonces, la gente dice que,durante los últimos días del verano, alanochecer, pueden verse luces en laisla…

—El espíritu de aquella mujer…—Ajá…, tratando de completar su

viaje inacabado a la isla… Eso se dice.—¿Y es cierto?—Es una historia de fantasmas. O la

crees o no.

—¿Tú la crees? —inquirió Irene.—Yo creo sólo en lo que veo.—Un marino escéptico.—Algo así.Irene dedicó una nueva mirada al

islote. Las olas rompían con fuerza enlas rocas. Los cristales agrietados en latorre del faro refractaban la luz,descomponiéndola en un arco irisfantasmal que se desvanecía entre lacortina de agua que salpicaba en elrompiente.

—¿Has estado allí alguna vez? —preguntó.

—¿En el islote?Ismael tensó la jarcia y, con un golpe

de timón, el velero escoró a babor,poniendo proa hacia el cabo y cortandola corriente que venía del canal.

—A lo mejor te gustaría ir a visitar—propuso—, el islote.

—¿Se puede?—Todo se puede hacer. Es cuestión

de atreverse a ello o no —repuso Ismaelcon una sonrisa desafiante.

Irene sostuvo su mirada.—¿Cuándo?—El próximo sábado. En mi velero.—¿Solos?—Solos. Aunque si te da miedo…—No me da miedo —atajó Irene.—Entonces, el sábado. Te recogeré

en el embarcadero a media mañana.Irene desvió la mirada hacia la

costa. La Casa del Cabo se alzaba en losacantilados. Dorian, desde el porche,los observaba con curiosidad pocodisimulada.

—Mi hermano Dorian. A lo mejor teapetece subir a conocer a mi madre…

—No soy bueno con laspresentaciones familiares.

—Otro día, entonces.El velero penetró en la pequeña cala

natural que abrigaban los acantilados alpie de la Casa del Cabo. Con destrezalargamente ensayada, abatió la vela ypermitió que la propia inercia de la

corriente arrastrase el casco hasta elembarcadero. Ismael cogió un cabo ysaltó a tierra para sujetar el bote. Unavez que el velero estuvo asegurado,Ismael tendió su mano a Irene.

—Por cierto, Homero era ciego.¿Cómo podía saber él de qué color erael mar? —preguntó la muchacha.

Ismael tomó su mano y, de un fuerteimpulso, la izó hasta el embarcadero.

—Una razón más para creer sólo enlo que ves —respondió el chico,sosteniendo todavía su mano.

Las palabras de Lazarus durante laprimera noche en Cravenmooreacudieron a la mente de Irene.

—A veces los ojos engañan —apuntó.

—No a mí.—Gracias por la travesía.Ismael asintió, dejando escapar su

mano lentamente.—Hasta el sábado.—Hasta el sábado.Ismael saltó de nuevo al velero,

aflojó el cabo y permitió que lacorriente lo alejase del embarcaderomientras izaba de nuevo la vela. Elviento lo llevó hasta la bocana de lacala y, en apenas unos segundos, elKyaneos se adentró en la bahíacabalgando sobre las olas.

Irene permaneció en el embarcadero,observando cómo la vela blanca seempequeñecía en la inmensidad de labahía. En algún momento advirtió quetodavía llevaba la sonrisa pegada alrostro y que un hormigueo sospechoso lerecorría las manos. Supo entonces queaquélla iba a ser una semana muy, muylarga.

4. SECRETOS YSOMBRAS

En Bahía Azul, el calendario sólodistinguía dos épocas: verano y el restodel año. En verano las gentes del pueblotriplicaban sus horarios de trabajo,abasteciendo a las poblaciones costerasde los alrededores que albergabanbalnearios, turistas y gentes venidas dela ciudad en busca de playas, sol yaburrimiento de pago. Panaderos,artesanos, sastres, carpinteros, albañilesy toda suerte de oficios dependían de lostres meses largos en que el sol sonreía

en la costa de Normandía. Durante esastrece o catorce semanas, los habitantesde Bahía Azul se transformaban enlaboriosas hormigas, para poderlanguidecer tranquilamente el resto delaño como modestas cigarras. Y sialgunos días eran especialmenteintensos, ésos eran los primeros deagosto, cuando la demanda de productolocal subía del cero al infinito.

Una de las pocas excepciones a esaregla era Christian Hupert. Él, como losdemás patrones de pesqueros delpueblo, sufría el destino de la hormigadoce meses al año. Tales pensamientoscruzaban la mente del experimentado

pescador todos los veranos por lasmismas fechas, mientras veía cómo elpueblo desplegaba velas a su alrededor.Era entonces cuando pensaba que habíaequivocado la carrera y que más sabiohubiera sido romper la tradición de sietegeneraciones y establecerse comohostelero, comerciante o lo que fuera.Tal vez así, su hija Hannah no tendríaque pasar la semana sirviendo enCravenmoore y tal vez así el pescadorconseguiría ver el rostro de su esposamás de treinta minutos diarios, quince alamanecer, quince al anochecer.

Ismael contempló a su tío mientrasambos trabajaban en la reparación de la

bomba de achique del barco. El rostromeditabundo del pescador lo delataba.

—Podrías abrir un taller de náutica—apuntó Ismael.

Su tío contestó con un graznido oalgo similar.

—O vender el barco e invertir en latienda de monsieur Didier. Hace seisaños que no para de insistir —continuóel chico.

Su tío interrumpió la tarea y observóa su sobrino. Trece años ejerciendocomo padre no habían conseguido borrarlo que más temía y adoraba a la vez enel muchacho: su obstinada y rematadasemejanza con su difunto padre, incluida

la afición a opinar cuando nadie le habíapedido consejo.

—Tal vez deberías ser tú quienhiciese eso —replicó Christian—. Yo yavoy para los cincuenta. Uno no cambiade oficio a mi edad.

—Entonces, ¿por qué te lamentas?—¿Y quién no se lamenta?Ismael se encogió de hombros.

Ambos se concentraron de nuevo en labomba de achique.

—Está bien. No diré ni una palabramás —murmuró Ismael.

—No tendremos esa suerte. Refuerzaese tensor.

—Ese tensor no tiene remedio.

Deberíamos cambiar la bomba. Un díavamos a tener un susto.

Hupert ofreció su sonrisa predilecta,reservada a los tasadores de la lonja, lasautoridades del puerto y los pardillos dediverso pelaje.

—Esta bomba perteneció a mipadre. Antes, a mi abuelo. Y antes deél…

—A eso me refiero —atajó Ismael—. Probablemente haría más servicio enun museo que aquí.

—Amén.—Tengo razón. Y tú lo sabes.Hacer rabiar a su tío era, con la

posible excepción de navegar en su

velero, una de sus ocupacionespredilectas.

—No pienso seguir discutiendosobre el tema. Punto. Fin. Se acabó.

Por si quedaba poco claro, Hupertremató su sentencia con una vuelta dellave enérgica y decidida.

Súbitamente se oyó un sospechosocrujido en el interior de la bomba deachique. Hupert sonrió al muchacho.Dos segundos más tarde, el tope deltensor que acababa de asegurar saliócatapultado en trayectoria parabólicasobre las cabezas de ambos, seguido delo que parecía un émbolo, un juegocompleto de tuercas y quincallería sin

identificar. Tío y sobrino siguieron laevolución de la chatarra hasta queaterrizó, con poca discreción, sobre lacubierta del buque contiguo, el barco deGerard Picaud. Picaud, un antiguoboxeador con la constitución de un toroy el cerebro de un percebe, examinó laspiezas y, acto seguido, oteó el cielo.Hupert e Ismael intercambiaron unamirada.

—No creo que vayamos a notar ladiferencia —sugirió Ismael.

—Cuando quiera tu opinión…—La pedirás. De acuerdo. A

propósito, me preguntaba si teimportaría que me tomase el próximo

sábado libre. Quisiera hacer algunasreparaciones en el velero…

—¿Esas reparaciones son, porcasualidad, rubias, de metro setenta yojos verdes? —dejó caer Hupert.

El pescador sonrió ladinamente a susobrino.

—Las noticias corren rápidamente—dijo Ismael.

—Si de tu prima dependen, vuelan,querido sobrino. ¿Cuál es el nombre dela dama?

—Irene.—Ya veo.—No hay nada que ver.—Tiempo al tiempo.

—Es agradable, eso es todo.—«Es agradable, eso es todo» —

repitió Hupert, imitando la voz de fríaindiferencia de su sobrino.

—Mejor olvídalo. No es una buenaidea. Trabajaré el sábado —cortóIsmael.

—Pues hay que limpiar la sentina.Hay pescado podrido desde hacesemanas y huele a demonios.

—Perfecto.Hupert soltó una carcajada.—Eres tan tozudo como tu padre.

¿Te gusta la chica o no?—Pse.—Conmigo no uses monosílabos,

Romeo. Te triplico la edad. ¿Te gusta ono?

El chico se encogió de hombros. Susmejillas ardían como melocotonesmaduros. Por fin dejó escapar unmurmullo ininteligible.

—Traduce —insistió su tío.—He dicho que sí. Creo que sí. Casi

ni la conozco.—Bien. Eso es más de lo que pude

yo decir de tu tía la primera vez que lavi. Y al cielo pongo por testigo de quees una santa.

—¿Cómo era de joven?—No empecemos o te pasas el

sábado en la sentina —amenazó Hupert.

Ismael asintió y procedió a recogerlas herramientas de trabajo. Su tío selimpió la grasa de las manos mientras loobservaba de refilón. La última chicapor la que había mostrado interés habíasido una tal Laura, la hija de un viajantede Burdeos, y de eso hacía casi dosaños. El único amor de su sobrino, almargen de su intimidad impenetrable,parecía ser el mar, y la soledad. Lachica debía de tener algo especial.

—Tendré la sentina limpia antes delviernes —anunció Ismael.

—Es toda tuya.Cuando tío y sobrino saltaron al

muelle, de vuelta a casa al anochecer, su

vecino Picaud seguía examinando lasmisteriosas piezas, tratando dedeterminar si ese verano lloveríantornillos o si el cielo trataba de enviarlealguna señal.

Llegado agosto, los Sauvelle yatenían la sensación de llevar viviendo enBahía Azul por lo menos un año.Quienes no los conocían ya estabaninformados de sus andanzas gracias a lasartes parlantes de Hannah y de su madre,Elisabet Hupert. Por un extrañofenómeno, a medio camino entre lachafardería y la magia, las noticiasllegaban a la panadería donde éstatrabajaba antes de que se produjesen. Ni

la radio ni la prensa podían competircon el establecimiento de ElisabetHupert. Cruasanes y noticias frescas, delamanecer al crepúsculo. De tal modo,para el viernes, los únicos habitantes deBahía Azul que no estaban al corrientedel supuesto flechazo entre IsmaelHupert y la recién llegada, IreneSauveIle, eran los peces y los propiosinteresados. Poco importaba si algohabía pasado o si llegaría a pasar. Labreve travesía desde la Playa del Inglésa la Casa de Cabo en el velero ya habíapasado a formar parte de los anales deaquel verano de 1937.

Realmente, las primeras semanas de

agosto en Bahía Azul transcurrieron atoda velocidad. Simone habíaconseguido establecer finalmente unmapa mental de Cravenmoore. La listade todas las tareas urgentes en elmantenimiento de la casa era infinita.Con sólo emprender el contacto con losproveedores del pueblo, aclarar lascuentas y la contabilidad y atender lacorrespondencia de Lazarus bastabanpara ocupar todo su tiempo, descontandolos minutos que empleaba en respirar ydormir. Dorian, armado de una bicicletaque Lazarus tuvo a bien regalarle comoobsequio de bienvenida, se convirtió ensu paloma mensajera y, en cuestión de

días, el muchacho se conocía el caminode la Playa del Inglés piedra a piedra,bache a bache.

De este modo, todas las mañanasSimone iniciaba su jornada despachandola correspondencia que había de salir yrepartiendo meticulosamente la recibida,tal y como Lazarus le había explicado.Una pequeña nota, apenas una hoja depapel doblada, le permitía tener a manoun rápido recordatorio de todas lasrarezas que Lazarus entrañaba. Todavíarecordaba su tercer día, cuando estuvo apunto de abrir accidentalmente una delas cartas enviadas desde Berlín por eltal Daniel Hoffmann. La memoria la

rescató en el último segundo.Los envíos de Hoffmann solían

llegar cada nueve días, casi conprecisión matemática. Los sobres depergamino aparecían siempre lacrados,con un escudo en forma de «D». Pronto,Simone se acostumbró a separarlos delresto e ignoró la particularidad del tema.Durante la primera semana de agosto,sin embargo, sucedió algo que despertóde nuevo su curiosidad por la intrigantecorrespondencia del señor Hoffmann.

Simone había acudido de buenamañana al estudio de Lazarus para dejarsobre su escritorio una serie de facturasy pagos que habían llegado. Prefería

hacerlo en las primeras horas del día,antes de que el fabricante de juguetesacudiese a su estudio, para evitarinterrumpirlo e importunado más tarde.El difunto Armand tenía el hábito deempezar su jornada revisando pagos yfacturas. Mientras pudo.

El caso es que, aquella mañana,Simone entró como era habitual en elestudio y advirtió el olor de tabaco en elaire, lo que hacía suponer que Lazarusse había quedado hasta tarde la nocheanterior. Estaba depositando losdocumentos en el escritorio cuandoobservó que había algo en el hogar,humeando entre las brasas de la

madrugada. Intrigada, se acercó hastaallí y trató de dilucidar con el atizadorde qué se trataba. A primera vista, elobjeto parecía un fajo de papeles atadosque el fuego no había conseguidodevorar por completo. Estaba a punto deabandonar la sala cuando, entre lasbrasas, distinguió claramente el escudolacrado sobre el fajo de papel. Cartas.Lazarus había echado al fuego las cartasde Daniel Hoffmann para destruirlas.Fuera cual fuese el motivo, se dijoSimone, no era asunto suyo. Dejó elatizador y salió del estudio decidida ano volver a curiosear nunca más en losasuntos personales de su patrón.

El repiqueteo de la lluvia arañandoen los cristales despertó a Hannah. Eramedianoche. La habitación estabasumida en una tiniebla azul y la luz de latormenta lejana sobre el mar dibujabaespejismos de sombras a su alrededor.El tintineo de uno de los relojesparlantes de Lazarus sonabamecánicamente desde la pared, los ojossobre el rostro sonriente mirando a unlado y a otro sin cesar. Hannah suspiró.Detestaba pasar la noche enCravenmoore.

A la luz del día, la casa de LazarusJann se le antojaba como uninterminable museo de prodigios y

maravillas. Caída la noche, sin embargo,los cientos de criaturas mecánicas, losrostros de las máscaras y los autómatasse transformaban en una fauna espectralque jamás dormía, siempre atenta yvigilante en las tinieblas de la casa, sindejar de sonreír, sin dejar de mirar aninguna parte.

Lazarus dormía en una de lashabitaciones del ala oeste, contigua a lade su esposa. Al margen de ellos dos yde la propia Hannah, la casa estabaúnicamente poblada por las decenas decreaciones del fabricante de juguetes, encada pasillo, en cada habitación. En elsilencio de la madrugada, Hannah podía

oír el eco de las entrañas mecánicas detodos ellos. A veces, cuando el sueño larehuía, permanecía durante horasimaginándolos inmóviles, con los ojosde cristal brillando en la oscuridad.

Apenas había cerrado los párpadosde nuevo cuando oyó por primera vezaquel sonido, un impacto regularamortiguado por la lluvia. Hannah seincorporó y cruzó la habitación hasta elumbral de claridad de la ventana. Lajungla de torres, arcos y techumbresanguladas de Cravenmoore yacía bajo elmanto de la tormenta. Los hocicoslobunos de las gárgolas escupían ríos deagua negra al vacío. Cómo aborrecía ese

lugar…El sonido llegó de nuevo a sus oídos

y la mirada de Hannah se posó sobre lahilera de ventanales del ala oeste. Elviento parecía haber abierto una de lasventanas del segundo piso. Loscortinajes ondeaban en la lluvia y lospostigos golpeaban una y otra vez. Lamuchacha maldijo su suerte. La solaidea de salir al pasillo y cruzar la casahasta el ala oeste le helaba la sangre.

Antes de que el miedo la disuadierade su deber, se enfundó una bata y unaszapatillas. No había luz, así que tomóuno de los candelabros y prendió lallama de las velas. Su parpadeo cobrizo

trazó un halo fantasmal a su alrededor.Hannah colocó su mano sobre el fríopomo de la puerta de la habitación ytragó saliva. Lejos, los postigos deaquella habitación oscura seguíangolpeando una y otra vez. Esperándola.

Cerró la puerta de su habitación a suespalda y se enfrentó a la fuga infinitadel pasillo que se adentraba en lassombras. Alzó el candelabro y penetróen el corredor, flanqueado por lassiluetas suspendidas en el vacío de losjuguetes aletargados de Lazarus. Hannahconcentró la mirada al frente y apresuróel paso. El segundo piso albergabamuchos de los viejos autómatas de

Lazarus, criaturas que se movíantorpemente, cuyas facciones a menudoresultaban grotescas y, en ocasiones,amenazadoras. Casi todos estabanenclaustrados en vitrinas de cristal, traslas cuales cobraban vidarepentinamente, sin aviso, a las órdenesde algún mecanismo interno que losdespertaba de su sueño mecánico alazar.

Hannah cruzó frente a MadameSarou, la adivina que barajaba entre susmanos apergaminadas los naipes deltarot, escogía uno y lo mostraba alespectador. Pese a todos sus esfuerzos,la doncella no pudo evitar mirar la

efigie espectral de aquella gitana demadera tallada. Los ojos de la gitana seabrieron y sus manos extendieron unnaipe hacia ella. Hannah tragó saliva. Elnaipe mostraba la figura de un diablorojo envuelto en llamas.

Unos metros más allá, el torso delhombre de las máscaras oscilaba de unlado a otro. El autómata deshojaba surostro invisible una y otra vez,descubriendo diferentes máscaras.Hannah desvió la mirada y se apresuró.Había cruzado ese pasillo centenares deveces a la luz del día. Eran tan sólomáquinas sin vida y no merecían suatención; mucho menos, su temor.

Con este pensamiento tranquilizadoren mente, dobló el extremo del corredorque conducía al ala oeste. La pequeñaorquesta en miniatura del Maestro Firettireposaba a un lado del pasillo. Por unamoneda, las figuras de la bandainterpretaban una peculiar versión de laMarcha turca de Mozart.

Hannah se detuvo frente a la últimapuerta del corredor, una inmensa láminade madera de roble labrada. Cada unade las puertas de Cravenmoore poseíaun relieve distinto, tallado en la madera,que escenificaba cuentos célebres: loshermanos Grimm inmortalizados enjeroglíficos de ebanistería palaciega. A

ojos de la chica, sin embargo, losgrabados eran sencillamente siniestros.Jamás había entrado en aquella estancia;una más entre las numerosashabitaciones de la casa en las que ellano había puesto los pies. Y no lo haría amenos que fuese necesario.

La ventana golpeaba al otro lado dela puerta. El aliento helado de la nochese filtraba entre las junturas de ésta,acariciando su piel. Hannah dirigió unaúltima mirada al largo corredor a susespaldas. Los rostros de la orquestaoteaban las sombras. Se oía claramenteel sonido del agua y la lluvia, comomiles de pequeñas arañas correteando

sobre el tejado de Cravenmoore. Lamuchacha inspiró profundamente y,posando la mano sobre el pomo de lapuerta, penetró en la habitación.

Una bocanada de aire gélido laenvolvió, selló la puerta a sus espaldascon violencia y extinguió las llamas delas velas. Las cortinas de gasa ondeabanimpregnadas de lluvia como mortajas alviento. Hannah se adentró unos pasos enla habitación y se apresuró a cerrar laventana, asegurando el cierre que elviento había aflojado. La muchachapalpó el bolsillo de su batín con dedostemblorosos y extrajo la cajetilla defósforos para prender de nuevo las

llamas de las velas. Las tinieblascobraron vida a su alrededor, ante lalumbre danzante del candelabro. Trasellas, la claridad desvelaba lo que a susojos le pareció la habitación de un niño.Un pequeño lecho junto a un escritorio.Libros y ropas infantiles tendidas sobreuna silla. Un par de zapatos pulcramentealineados bajo la cama. Un diminutocrucifijo pendiente de uno de losmástiles del lecho.

Hannah avanzó unos pasos. Habíaalgo extraño, algo desconcertante que noacertaba a descubrir acerca de aquellosobjetos y muebles. Sus ojos sondearonde nuevo la habitación infantil. No había

niños en Cravenmoore. Nunca los habíahabido. ¿Qué sentido tenía aquellacámara?

Repentinamente, la idea vino a sumente. Ahora comprendía lo que lahabía desconcertado en un principio. Noera el orden. Ni la pulcritud. Era algotan sencillo, tan simple, que resultabadifícil incluso detenerse a pensar enello. Aquélla era la habitación de unniño. Pero faltaba algo… Juguetes. Nohabía ni un solo juguete en toda laestancia.

Hannah alzó el candelabro ydescubrió algo más sobre los muros.Papeles. Recortes. La muchacha posó el

candelabro sobre la mesa del escritorioinfantil y se aproximó a ellos. Unmosaico de viejos recortes y fotografíascubría la pared. El rostro blanquecinode una mujer dominaba un retrato; susfacciones eran duras, cortadas, y susojos negros irradiaban un auraamenazadora. El mismo rostro aparecíaen otras imágenes. Hannah concentró susojos sobre un retrato de la misteriosadama con un niño en los brazos.

Su mirada recorrió el muro y reparóen los pedazos de viejos periódicos,cuyos titulares no parecían tener ningunarelación. Noticias acerca de un terribleincendio en una factoría de París y sobre

la desaparición de un personaje llamadoHoffmann durante la tragedia. El rastroobsesivo de aquella presencia parecíaimpregnar toda la colección de recortes,alineados como lápidas en los muros deun cementerio de memorias y recuerdos.Y en el centro, rodeado por decenas deotros pedazos ilegibles, la primerapágina de un periódico fechado en 1890.Sobre ella, el rostro de un niño. Sus ojosestaban llenos de terror, los ojos de unanimal apaleado.

La fuerza de aquella imagen lagolpeó con violencia. La mirada deaquel muchacho de apenas seis o sieteaños parecía haber sido testigo de un

horror que apenas podía comprender.Hannah sintió frío, un frío intenso queirradiaba de su propio interior.

Sus ojos trataron de descifrar eltexto borroso que rodeaba la imagen.«Un niño de ocho años es hallado trashaber pasado siete días encerrado en unsótano, abandonado, en la oscuridad»,se leía en el pie de foto. Hannah observóde nuevo el rostro del pequeño. Habíaalgo vagamente familiar en susfacciones, tal vez en sus ojos…

En ese preciso instante, Hannahcreyó oír el eco de una voz, una voz quesusurraba a su espalda. Se volvió, perono había nadie allí. La joven dejó

escapar un suspiro. Los haces vaporososque emanaban de las velas atrapaban enel aire miles de motas de polvo ysembraban una niebla púrpura a sualrededor. Se aproximó hasta el umbralde uno de los ventanales y abrió con losdedos una franja entre la cortina de vahoque velaba el cristal. El bosque estabasumido en la bruma. Las luces delestudio de Lazarus, en el extremo del alaoeste, estaban encendidas, y su silueta sepodía distinguir recortada entre elcálido halo dorado que parpadeaba traslos cortinajes. Una aguja de luz penetróa través del claro entre el vaho y tendióun cable de claridad a lo largo de la

habitación.Esta vez, la voz sonó de nuevo, más

clara y cercana. Susurraba su nombre.Hannah se enfrentó a la habitación enpenumbra y por primera vez advirtió elbrillo que despedía un pequeño frascode cristal. El frasco, negro comoobsidiana, estaba resguardado en unadiminuta hornacina en la pared, envueltoen un espectro de reflejos.

La chica se acercó lentamente hastaaquel lugar y examinó el frasco. Aprimera vista, semejaba una botella deperfume, pero jamás había visto unejemplar tan bello como aquél, ni unatalla en cristal tan elaborada como la

que exhibía el frasco. Un tapón en formade prisma desprendía un arco iris a sualrededor. Hannah sintió un deseoirrefrenable de tornar aquel objeto ensus manos y acariciar con sus dedos laslíneas perfectas del cristal.

Con cuidado extremo, rodeó elfrasco con las manos. Pesaba más de loque esperaba, y el cristal ofrecía untacto helado, casi doloroso al contactocon la piel. Lo alzó a la altura de losojos y trató de entrever en su interior.Cuanto sus ojos pudieron advertir erauna negrura impenetrable. Sin embargo,al trasluz, Hannah experimentó la ilusiónde que algo se movía en el interior. Un

espeso líquido negro, tal vez unperfume…

Sus dedos temblorosos asieron eltapón de cristal tallado. Algo se agitó enel interior del frasco. Hannah dudó uninstante. Pero la perfección de aquelobjeto parecía prometer la fraganciamás embriagadora que pudiera imaginar.Hizo girar el tapón lentamente. Lanegrura en el interior del frasco se agitóde nuevo, pero ella ya no le prestabaatención. Finalmente, el tapón cedió.

Un sonido indescriptible, el aullidodel gas escapando a presión, inundó laestancia. En apenas un segundo, unamasa de negrura se expandió en el aire

desde la boca del frasco, como unamancha de tinta en un estanque. Hannahsintió que le temblaban las manos y queaquella voz susurrante la envolvía.Cuando volvió a mirar el frasco,comprobó que el cristal era transparentey que lo que fuera que había ocupado suinterior se había liberado gracias a ella.La muchacha dejó el frasco de nuevo ensu lugar. Sintió una fría corriente de airerecorriendo la habitación, extinguiendolas llamas de las velas una a una. Amedida que la oscuridad se extendía porla estancia, una nueva presencia se hizovisible entre la negrura. Una siluetaimpenetrable se esparcía sobre los

muros pintándolos de tinieblas.Una sombra.Hannah retrocedió despacio hacia la

puerta.Sus manos temblorosas se posaron

sobre el frío pomo a su espalda. Abriólentamente la puerta sin apartar los ojosde la oscuridad y se dispuso a salir de lahabitación a toda prisa. Algo avanzabahacia ella, podía sentido.

La muchacha tiró del pomo parasellar la habitación y uno de los relievesde la puerta se enganchó en la cadenaque rodeaba su cuello. Simultáneamente,un sonido grave y escalofriante resonó asus espaldas, el siseo de una gran

serpiente. Hannah sintió lágrimas deterror deslizándose por sus mejillas. Lacadena se rompió y la muchacha pudooír cómo la medalla caía en laoscuridad. Libre de la presa, Hannah seenfrentó al túnel de sombras que seabría ante ella. En uno de los extremos,la puerta que conducía a la escalinatadel ala posterior estaba abierta. Elsilbido fantasmal se escuchó de nuevo.Más cerca. Hannah corrió hacia elumbral de la escalinata. Segundos mástarde identificó el sonido de la manijaque empezaba a girar en la penumbra.Esta vez, el pánico arrancó un alarido desu garganta y la muchacha se lanzó

escaleras abajo.El camino de descenso hasta la

planta baja se hizo infinito. Hannahsaltaba los escalones de tres en tres,jadeando y tratando de no perder elequilibrio. Cuando llegó a la puerta queconducía a la parte trasera del jardín deCravenmoore, sus tobillos y rodillasestaban repletos de golpes, pero apenaspercibía el dolor. La adrenalinaencendía un reguero de pólvora a travésde sus venas y la empujaba a seguircorriendo. La puerta, que nunca seutilizaba, estaba cerrada. Hannah golpeóel cristal con el codo y la forzó desde elexterior. No sintió el corte en el

antebrazo hasta que llegó a las sombrasdel jardín.

Corrió hacia el umbral del bosquemientras el aire fresco de la nocheacariciaba sus ropas empapadas ensudor frío y las adhería a su cuerpo.Antes de internarse en la senda quecruzaba el bosque de Cravenmoore,Hannah se volvió hacia la casaesperando ver a su perseguidor cruzandolas sombras del jardín. No había rastrode la aparición. Respiró profundamente.El aire frío le quemaba la garganta yclavaba en sus pulmones un punzóncandente. Estaba dispuesta a correr denuevo cuando avistó aquella silueta

adherida a la fachada de Cravenmoore.Un rostro corpóreo emergió de la láminade negrura, y la sombra descendióreptando entre las gárgolas como unagigantesca araña.

Hannah se lanzó a través dellaberinto de oscuridad que cruzaba elbosque. La luna sonreía ahora entre losclaros y teñía la neblina de azul. Elviento encendía las voces siseantes demiles de hojas a su alrededor. Losárboles aguardaban a su paso comoespectros petrificados, sus brazos letendían un manto de amenazadorasgarras. Y corrió desesperadamente haciala luz que la guiaba al final de aquel

túnel fantasmagórico, una puerta a laclaridad que parecía alejarse de ellacuanto mayor era su esfuerzo poralcanzada.

Un estruendo entre la maleza inundóel bosque.

La sombra estaba atravesando laespesura, destrozando cuanto se oponíaa su paso, un taladro mortíferoesculpiendo una senda hacia ella. Ungrito se ahogó en la garganta de lamuchacha. Las ramas y la maleza habíanabierto decenas de cortes en sus manos,sus brazos y su rostro. La fatiga legolpeaba el alma como un mazo quenublaba sus sentidos, y le susurraba

interiormente que se rindiese alcansancio, que se tendiese a esperar…Pero tenía que seguir. Tenía que escaparde aquel lugar. Unos metros más yalcanzaría la carretera que conducía alpueblo. Allí encontraría algún coche,alguien que la recogería y la ayudaría.Su salvación estaba a tan sólo unossegundos, más allá del límite delbosque.

Las luces lejanas de un cochebordeando la Playa del Inglés barrieronlas tinieblas de la espesura. Hannah seincorporó y lanzó un grito de socorro. Asu espalda, un torbellino parecióatravesar la maleza y ascender entre las

ramas de los árboles. Hannah alzó lamirada hacia la cúpula de ramas quevelaban el rostro de la luna. Lentamente,la sombra se desplegó. Ella sólo dejóescapar un último gemido. Filtrándosecomo lluvia de alquitrán, la sombra seabatía sobre Hannah desde las alturas.La muchacha cerró los ojos y conjuró elrostro de su madre, sonriente yparlanchina.

Poco después, sintió el frío alientode la sombra sobre su rostro.

5. UN CASTILLOENTRE LAS

BRUMAS

El velero de Ismael aflorópuntualmente entre el velo de calima queacariciaba la superficie de la bahía.Irene y su madre, tranquilamentesentadas en el porche, degustando unataza de café con leche, intercambiaronuna mirada.

—No hace falta que te diga… —empezó Simone.

—No hace falta que lo digas —

respondió Irene.—¿Cuándo fue la última vez que tú y

yo hablamos de los hombres? —preguntó su madre.

—Cuando cumplí los siete años ynuestro vecino Claude me convenciópara que le diese mi falda a cambio desus pantalones.

—Menuda pieza.—Tenía sólo cinco años, mamá.—Si son así a los cinco, imagínate a

los quince.—Dieciséis.Simone suspiró. Dieciséis años,

Dios mío. Su hija planeaba fugarse conun viejo lobo de mar.

—Entonces estamos hablando de unadulto.

—Sólo es un año y pico mayor queyo. ¿Dónde me deja eso a mí?

—Tú eres una cría.Irene sonrió pacientemente a su

madre. Simone Sauvelle no tenía futurocomo sargento.

—Tranquila, mamá. Sé lo que hago.—Eso es lo que me da miedo.El velero cruzó la pequeña bocana

de la cala. Ismael lanzó un saludo desdeel bote. Simone observaba al muchachocon una ceja alzada en señal de alerta.

—¿Por qué no sube y me lopresentas?

—Mamá…Simone asintió. De todos modos, no

albergaba esperanzas de que semejanteardid diese fruto.

—¿Hay algo que tenga que decirte?—ofreció Simone, en franca retirada.

Irene le propinó un beso en lamejilla.

—Deséame un buen día.Sin esperar respuesta, Irene corrió

hasta el embarcadero. Simonecontempló cómo su hija tomaba la manode aquel extraño (que, para sussuspicaces ojos, de muchacho teníapoco) y saltaba a bordo de su velero.Cuando Irene se volvió a saludarla, su

madre forzó una sonrisa y devolvió elsaludo. Los vio partir rumbo a la bahíabajo un sol resplandeciente ytranquilizador. Sobre la baranda delporche, una gaviota, tal vez otra madreen crisis, la observaba con resignación.

—No es justo —le dijo a la gaviota—. Cuando nacen, nadie te explica queacabarán haciendo lo mismo que tú a suedad.

El ave, ajena a talesconsideraciones, siguió el ejemplo deIrene y echó a volar. Simone sonrió antesu propia ingenuidad y se dispuso avolver a Cravenmoore. El trabajo todolo cura, se dijo.

En algún momento de la travesía, laorilla lejana se transformó en apenas unalínea blanca tendida entre la tierra y elcielo. El viento del este impulsaba lasvelas del Kyaneos y la proa del velerose abría camino sobre un mantocristalino de reflejos esmeraldas através del cual podía entreverse elfondo. Irene, cuya única experienciaprevia a bordo de un barco había sido labreve travesía de días atrás,contemplaba boquiabierta la hipnóticabelleza de la bahía desde aquella nuevaperspectiva. La Casa del Cabo se habíareducido a una muesca blanca entre lasrocas, y las fachadas de colores vivos

del pueblo parpadeaban entre losreflejos que ascendían del mar. A lolejos, la cola de una tormenta cabalgabahacia el horizonte. Irene cerró los ojos yescuchó el sonido del mar a sualrededor. Cuando los abrió de nuevo,todo seguía allí. Era real.

Una vez encauzado el rumbo, pocomás le quedaba a Ismael que contemplara Irene, que parecía estar bajo losefectos de un encantamiento marino. Conmetodología científica, inició suobservación por sus pálidos tobillos,ascendiendo lenta y concienzudamentehasta detenerse en el punto en que lafalda velaba con inusitada impertinencia

la mitad superior de los muslos de lamuchacha. Procedió entonces a evaluarla afortunada distribución de su esbeltotorso. Este proceso se prolongó por unespacio indefinido de tiempo hasta que,inesperadamente, sus ojos se posaronsobre los de Irene e Ismael advirtió quesu inspección no había pasadodesapercibida.

—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.

—En el viento —mintióimpecablemente Ismael—. Estácambiando y se desplaza hacia el sur.Suele ocurrir cuando hay tormenta. Hepensado que te gustaría rodear el cabo

primero. La vista es espectacular.—¿Qué vista? —preguntó

inocentemente Irene.Esta vez no había duda, pensó

Ismael; la muchacha le estaba tomandoel pelo. Haciendo caso omiso de lasironías de su pasajera, Ismael llevó elvelero hasta el vértice de la corrienteque bordeaba el arrecife a una milla delcabo. Tan pronto rebasaron la frontera,sus ojos pudieron contemplar lainmensidad de la gran playa desierta ysalvaje que se extendía hasta lasneblinas que envolvían el monte SaintMichel, un castillo que se alzaba entre labruma.

—Ésa es la Bahía Negra —explicóIsmael—. La llaman así porque susaguas son mucho más profundas que enBahía Azul, que es básicamente unbanco de arena de apenas siete u ochometros de profundidad. Un varadero.

A Irene toda aquella terminologíamarina le sonaba a mandarín, pero larara belleza que desprendía aquel parajele erizaba el vello de la nuca. Su miradareparó en lo que parecía una oquedad enla roca, unas fauces abiertas al mar.

—Ésa es la laguna —dijo Ismael—.Es como un óvalo cerrado a la corrientey conectado al mar por una estrechaabertura. Al otro lado está la Cueva de

los Murciélagos. Es ese túnel que seadentra en la roca, ¿ves? Al parecer, en1746 una tormenta empujó un galeónpirata hacia ella. Los restos del barco, yde los piratas, siguen allí.

Irene le dedicó una miradaescéptica. Ismael podía ser un buencapitán, pero en lo relativo a mentir eraun simple grumete.

—Es la verdad —matizó Ismael—.Yo voy a bucear a veces. La cueva seadentra en la roca y no tiene fin.

—¿Me llevarás allí? —preguntóIrene, fingiendo creer la absurda historiadel corsario fantasma.

Ismael se sonrojó levemente.

Aquello sonaba a continuidad. Acompromiso. En una palabra, a peligro.

—Hay murciélagos. De ahí elnombre… —advirtió el chico, incapazde encontrar un argumento másdisuasorio.

—Me encantan los murciélagos.Ratitas voladoras —señaló ella,empeñada en seguir tomándole el pelo.

—Cuando quieras —dijo Ismael,bajando las defensas.

Irene le sonrió cálidamente. Aquellasonrisa desconcertaba totalmente aIsmael. Por unos segundos no recordabasi el viento soplaba del norte o si laquilla era una especialidad de

repostería. Y lo peor era que lamuchacha parecía advertirlo. Tiempopara un cambio de rumbo. En un golpede timón, Ismael viró prácticamente enredondo al tiempo que volteaba la velamayor, escorando el velero hasta queIrene sintió la superficie del maracariciando su piel. Una lengua de frío.La muchacha gritó entre risas. Ismael lesonrió. Todavía no sabía muy bien quéera lo que había visto en ella, peroestaba seguro de una cosa: no podíaquitarle los ojos de encima.

—Rumbo al faro —anunció.Segundos más tarde, cabalgando

sobre la corriente y con la mano

invisible del viento a sus espaldas, elKyaneos se deslizó como una flechasobre la cresta del arrecife. Ismaelsintió cómo Irene aferraba su mano. Elvelero atronaba como si apenas tocaseel agua. Una estela de espuma blancadibujaba guirnaldas a su paso. Irenemiró a Ismael y advirtió que él lacontemplaba a su vez. Por un instante,sus ojos se perdieron en los de ella eIrene sintió que el muchacho le apretabasuavemente la mano. El mundo nuncahabía estado tan lejos.

A media mañana de aquel día,

Simone Sauvelle cruzó las puertas de labiblioteca personal de Lazarus Jann, queocupaba una inmensa sala ovalada en elcorazón de Cravenmoore. Un universoinfinito de libros ascendía en una espiralbabilónica hacia una claraboya decristal tintado. Miles de mundosdesconocidos y misteriosos convergíanen aquella infinita catedral de libros.Por unos segundos, Simone contemplóboquiabierta la visión, su miradaatrapada en la neblina evanescente quedanzaba en ascenso hacia la bóveda.Tardó casi dos minutos en advertir queno estaba sola allí.

Una figura pulcramente trajeada

ocupaba un escritorio bajo un rayo deluz que caía en vertical desde laclaraboya. Al oír sus pasos, Lazarus sevolvió y, cerrando el libro que estabaconsultando, un viejo tomo de aspectocentenario encuadernado en piel negra,le sonrió amablemente. Una sonrisacálida y contagiosa.

—Ah, madame Sauvelle. Bienvenidaa mi pequeño refugio —dijo,incorporándose.

—No deseaba interrumpirle…—Al contrario, me alegro de que lo

haya hecho —dijo Lazarus—. Queríahablar con usted acerca de un pedido delibros que deseo hacer a la firma de

Arthur Francher…—¿Arthur Francher, en Londres?El rostro de Lazarus se iluminó.—¿La conoce?—Mi esposo solía comprar libros

allí en sus viajes. Budington Arcade.—Sabía que no podía haber

escogido persona más idónea para estepuesto —dijo Lazarus, sonrojando aSimone—. ¿Qué tal si discutimos esto entorno a una taza de café? —invitó.

Simone asintió tímidamente. Lazarussonrió de nuevo y devolvió el gruesotomo que sostenía en las manos a sulugar, entre cientos de otros volúmenessemejantes. Simone lo observó mientras

lo hacía y sus ojos no pudieron dejar deadvertir el título que podía leerselabrado a mano sobre el lomo. Una solapalabra, desconocida e inidentificable:

Dopplelgänger

Poco antes del mediodía, Irenevislumbró el islote del faro a proa.Ismael decidió rodeado para acometerla maniobra de aproximación y atracaren una pequeña ensenada que albergabael islote, rocoso y arisco. Para entonces,Irene, gracias a las explicaciones deIsmael, ya estaba más versada en lasartes navegatorias y en la física

elemental del viento. De este modo,siguiendo sus instrucciones, amboslograron capear el empuje de lacorriente y deslizarse entre el pasillo deacantilados que conducía al viejoembarcadero del faro.

El islote era apenas un pedazo deroca desolada que emergía en la bahía.Una considerable colonia de gaviotasanidaba allí. Algunas de ellasobservaban a los intrusos con ciertacuriosidad. El resto emprendió el vuelo.A su paso, Irene pudo ver antiguascasetas de madera carcomidas pordécadas de temporales y abandono.

El faro en sí era una esbelta torre,

coronada por una linterna de prismas,que se erguía sobre una pequeña casa deapenas una planta, la vieja vivienda delfarero.

—Aparte de mí, las gaviotas y algúnque otro cangrejo, nadie ha venido aquíen años —dijo Ismael.

—Sin contar al fantasma del buquepirata —bromeó Irene.

El muchacho condujo el velero hastael embarcadero y saltó a tierra paraasegurar el cabo de proa. Irene siguió suejemplo. Tan pronto el Kyaneos estuvoconvenientemente amarrado, Ismaeltomó un cesto con provisiones que su tíale había dejado preparado, bajo la

convicción de que no había modo deabordar a una señorita con el estómagovacío y que había que atender a losinstintos por orden de prioridad.

—Ven. Si te gustan las historias defantasmas, esto te va a interesar…

Ismael abrió la puerta de la casa delfaro e indicó a Irene que lo precediese.La muchacha se adentró en la viejavivienda y sintió como si acabase de darun paso de dos décadas hacia el pasado.Todo seguía intacto, bajo una capa deniebla formada por la humedad de añosy años. Decenas de libros, objetos ymuebles permanecían intactos, como siun fantasma se hubiese llevado al farero

de madrugada. Irene miró a Ismael,fascinada.

—Espera a ver el faro —dijo él.El muchacho la tomó de la mano y la

condujo hacia la escalera que ascendíaen espiral hasta la torre del faro. Irenese sentía como una intrusa al invadiraquel lugar suspendido en el tiempo y, ala vez, como una aventurera a punto dedesvelar un extraño misterio.

—¿Qué pasó con el farero?Ismael se tomó su tiempo para

responder.—Una noche cogió su bote y dejó el

islote. No se molestó ni en recoger suscosas.

—¿Por qué haría una cosa así?—Nunca lo dijo —contestó Ismael.—¿Por qué crees tú que lo hizo?—Por miedo.Irene tragó saliva y miró por encima

de su hombro, esperando de un momentoa otro encontrarse con el espectro deaquella mujer ahogada ascendiendocomo un demonio de luz por la escalerade caracol, con las garras extendidashacia ella, el rostro blanco comoporcelana y dos círculos negros en tornoa sus ojos encendidos.

—No hay nadie aquí, Irene. Sólo túy yo —dijo Ismael.

La muchacha asintió sin mucho

convencimiento.—Sólo gaviotas y cangrejos, ¿eh?—Exacto.La escalera desembocaba en la

plataforma del faro, una atalaya sobre elislote desde la que podía contemplarsetoda Bahía Azul. Ambos salieron alexterior. La brisa fresca y la luzresplandeciente desvanecían cuantosecos fantasmales evocaba el interior delfaro. Irene respiró profundamente y sedejó embrujar por la visión que sólopodía contemplarse desde aquel lugar.

—Gracias por traerme aquí —murmuró.

Ismael asintió, desviando

nerviosamente la mirada.—¿Te apetece comer algo? Me

muero de hambre —anunció.De esta guisa, ambos se sentaron al

extremo de la plataforma del faro y, conlas piernas colgando en el vacío,procedieron a dar buena cuenta de losmanjares que ocultaba la cesta. Ningunode ellos tenía realmente mucho apetito,pero comer mantenía las manos y lamente ocupadas.

A lo lejos, Bahía Azul dormía bajoel sol de la tarde, ajena a cuanto sucedíaen aquel islote apartado del mundo.

Tres tazas de café y una eternidadmás tarde, Simone se encontraba todavíaen compañía de Lazarus, ignorando elpaso del tiempo. Lo que había empezadocomo una simple charla amistosa sehabía transformado en una larga yprofunda conversación acerca de libros,viajes y antiguos recuerdos. Tras apenasunas horas, tenía la sensación deconocer a Lazarus de toda la vida. Porprimera vez en meses se descubrió a símisma desenterrando dolorososrecuerdos de los últimos días de la vidade Armand y experimentando una grata

sensación de alivio al hacerlo. Lazarusescuchaba con atención y respetuososilencio. Sabía cuándo desviar laconversación o cuándo dejar fluir losrecuerdos libremente.

Le costaba pensar en Lazarus comoen su patrón. A sus ojos, el fabricante dejuguetes se parecía más a un amigo, unbuen amigo. A medida que avanzaba latarde, Simone comprendió, entre elremordimiento y una vergüenza casiinfantil, que en otras circunstancias, enotra vida, aquella rara comunión entreambos tal vez podría haber sido lasemilla de algo más. La sombra de suviudedad y el recuerdo flotaban en su

interior como el rastro de un temporal;del mismo modo en que la presenciainvisible de la esposa enferma deLazarus mojaba la atmósfera deCravenmoore. Testigos invisibles en laoscuridad.

Le bastaron unas horas de simpleconversación para leer en la mirada delfabricante de juguetes que idénticospensamientos cruzaban su mente. Perotambién leyó en ellos que elcompromiso con su esposa sería eternoy que el futuro apenas deparaba paraambos más que la perspectiva de unasimple amistad. Una profunda amistad.Un puente invisible se alzó entre dos

mundos que se sabían separados porocéanos de recuerdos.

Una luz áurea que anunciaba elcrepúsculo inundó el estudio de Lazarusy tendió una red de reflejos doradosentre ellos. Lazarus y Simone seobservaron en silencio.

—¿Puedo hacerle una preguntapersonal, Lazarus?

—Por supuesto.—¿Por qué razón se convirtió en un

fabricante de juguetes? Mi difuntoesposo era ingeniero, y de cierto talento.Pero su trabajo evidencia un talentorevolucionario. Y no exagero; usted losabe mejor que yo. ¿Por qué juguetes?

Lazarus sonrió en silencio.—No tiene por qué contestarme —

añadió Simone.Él se incorporó y caminó lentamente

hasta el umbral de la ventana. La luz deoro tiñó su silueta.

—Es una larga historia —empezó—.Cuando apenas era un niño, mi familiavivía en el antiguo distrito de LesGobelins, en París. Probablemente ustedconoce el área, un barrio pobre yplagado de viejos edificios oscuros einsalubres. Una ciudadela fantasmal ygris, de calles angostas y miserables. Enaquellos días, si cabe, la situaciónestaba incluso mucho más deteriorada

de lo que usted pueda recordar.Nosotros ocupábamos un diminuto pisoen un viejo inmueble de la rue desGobelins. Parte de la fachada estabaapuntalada ante la amenaza dedesprendimientos, pero ninguna de lasfamilias que lo ocupaban estaba encondiciones de mudarse a otra zona másdeseable del barrio. Cómoconseguíamos meternos allí mis otrostres hermanos y yo, mis padres y el tíoLuc aún me parece un misterio. Pero meestoy desviando del tema…

»Yo era un muchacho solitario.Siempre lo fui. La mayoría de los chicosde la calle parecían interesados en cosas

que a mí me aburrían y, en cambio, lascosas que a mí me interesaban nodespertaban el interés de nadie a quienconociese. Yo había aprendido a leer: unmilagro; y la mayoría de mis amigoseran libros. Esto hubiese constituidomotivo de preocupación para mi madrede no ser porque había otros problemasmás acuciantes en casa. Mi madresiempre creyó que la idea de unainfancia saludable era la de corretearpor las calles aprendiendo a imitar losusos y juicios de cuantos nos rodeaban.

»Mi padre se limitaba a esperar quemis hermanos y yo cumpliésemos laedad suficiente para que pudiésemos

aportar un sueldo a la familia.»Otros no eran tan afortunados. En

nuestra escalera vivía un muchacho demi edad llamado Jean Neville. Jean y sumadre, viuda, estaban recluidos en unmínimo apartamento en la planta baja,junto al vestíbulo. El padre delmuchacho había muerto años atrás aconsecuencia de una enfermedadquímica contraída en la fábrica deazulejos donde había trabajado toda lavida. Algo común, al parecer. Supe todoesto porque, con el tiempo, yo fui elúnico amigo que el pequeño Jean tuvoen el barrio. Su madre, Anne, no lodejaba salir del edificio o del patio

interior. Su casa era su cárcel.»Ocho años atrás, Anne Neville

había dado a luz dos niños mellizos enel viejo hospital de Saint Christian, enMontparnasse. Jean y Joseph. Josephnació muerto. Durante los restantes ochoaños de su vida, Jean aprendió a creceren la oscuridad de la culpa por habermatado a su hermano al nacer. O esocreía. Anne se encargó de recordarlecada uno de los días de su existenciaque su hermano había nacido sin vidapor su culpa; que, si no fuese por él, unmuchacho maravilloso ocuparía ahora sulugar. Nada de cuanto hacía o decíaconseguía ganar el afecto de su madre.

»Anne Neville, por supuesto,dispensaba a su hijo las muestras decariño habituales en público. Pero en lasoledad de aquel apartamento, larealidad era otra. Anne se lo recordabadía a día: Jean era un vago. Un holgazán.Sus resultados en la escuela eranlamentables. Sus cualidades, más quedudosas. Sus movimientos, torpes. Suexistencia, en resumen, una maldición.Joseph, por su parte, hubiese sido unmuchacho adorable, estudioso,cariñoso…, todo aquello que él nuncapodría ser.

»El pequeño Jean no tardó encomprender que era él quien debería

haber muerto en aquella tenebrosahabitación de hospital ocho años atrás.Estaba ocupando el lugar de otro…Todos los juguetes que Anne habíaestado guardando durante años para sufuturo hijo fueron a parar al fuego de lascalderas a la semana siguiente de volverdel hospital. Jean jamás tuvo un juguete.Estaban prohibidos para él. No losmerecía.

»Una noche en que el muchacho sedespertó gritando en sueños, su madreacudió a su lecho y le preguntó qué lesucedía. Jean, aterrorizado, confesó quehabía soñado que una sombra, unespíritu maligno lo perseguía a lo largo

de un túnel interminable. La respuesta deAnne fue clara. Aquel signo era unaseñal. La sombra con la que habíaestado soñando era el reflejo de suhermano muerto, que clamaba venganza.Debía hacer un nuevo esfuerzo por serun mejor hijo, por obedecer en todo a sumadre, por no cuestionar ni una sola desus palabras o acciones. De lo contrario,la sombra cobraría vida y acudiría parallevarlo a los infiernos. Con estaspalabras, Anne cogió a su hijo y lo llevóal sótano de la casa, donde lo dejó asolas en la oscuridad durante doce horaspara que meditase sobre lo que le habíacontado. Ése fue el primero de sus

encierros.»Un año después, cuando una tarde

el pequeño Jean me contó todo esto, unasensación de horror me invadió.Deseaba ayudar al muchacho,reconfortarlo y compensar en algo lamiseria en la que vivía. El único modoen que se me ocurrió hacerla fue reunirlas monedas que había guardado durantemeses en mi hucha y acudir a la tiendade juguetes de monsieur Giradot. Mipresupuesto no daba para mucho, y sóloconseguí un viejo títere, un ángel decartón que podía ser manipulado conunos hilos. Lo envolví en papel brillantey, al día siguiente, esperé a que Anne

Neville hubiese salido a hacer suscompras. Llamé a la puerta de la casa ydije que era yo, Lazarus. Jean abrió y leentregué el paquete. Era un obsequio,dije, y me marché.

»No volví a verlo en tres semanas.Supuse que Jean estaba disfrutando demi regalo, ya que yo no podría disfrutarde mis ahorros en mucho tiempo. Supemás adelante que aquel ángel de trapo ycartón apenas sobrevivió un día. Annelo encontró y lo quemó. Cuando lepreguntó de dónde lo había sacado,Jean, que no quería implicarme, dijo quelo había hecho con sus propias manos.

»Y cierto día, el castigo fue mucho

más terrible. Anne, fuera de sí, llevó asu hijo al sótano y lo encerró allí,amenazándolo con que esta vez lasombra iría a por él en la oscuridad y selo llevaría para siempre.

»Jean Neville pasó allí una semanaentera. Su madre se había complicado enun altercado en el mercado de LesHalles y la policía la encerró, junto conotros tantos, en una celda comunal.Cuando la soltaron, estuvo vagando porlas calles durante días.

»A su regreso, encontró la casavacía y la puerta del sótano atrancada.Unos vecinos la ayudaron a derribada.El sótano estaba desierto. No había

señal de Jean por ninguna parte…Lazarus hizo una pausa. Simone

guardó silencio, esperando a que elfabricante de juguetes finalizase surelato.

—Nadie volvió a ver a Jean Nevilleen el barrio. La mayoría de quienestuvieron conocimiento de la historiasupusieron que el muchacho había huidopor alguna trampilla del sótano y habíapuesto tanta distancia entre él y su madrecomo había podido. Supongo que eso eslo que sucedió, aunque si le hubiesepreguntado usted a su madre, que pasósemanas, meses, llorandodesconsoladamente la pérdida del

muchacho, estoy seguro de que lehubiese dicho que la sombra se lo habíallevado… Le he dicho antes que yo fuiprobablemente el único amigo de JeanNeville. Sería más justo decir que fue alrevés. Él fue mi único amigo. Años mástarde, me prometí que, si estaba en mimano, nunca jamás ningún niño quedaríaprivado de un juguete. Ningún niñovolvería a vivir la pesadilla queatormentó la infancia de mi amigo Jean.Todavía hoy me pregunto dónde estará,si vive todavía. Supongo que le pareceráuna explicación un tanto extraña…

—En absoluto —respondió ella, surostro camuflado en las sombras.

Simone salió a la luz y esbozó unaamplia sonrisa para recibir a Lazarus.

—Se hace tarde —dijo suavementeel fabricante de juguetes—. Debo ir aver a mi esposa.

Simone asintió.—Gracias por su compañía, madame

Sauvelle —dijo Lazarus, retirándose dela habitación en silencio.

Ella lo observó partir y respiróprofundamente.

La soledad trazaba extrañoslaberintos.

El sol empezaba a declinar sobre la

bahía y las lentes del faro destilabandestellos de ámbar y escarlata sobre elmar. La brisa era ahora más fresca y elcielo se teñía de un azul claro, surcadopor algunas nubes que viajaban perdidascomo zepelines de algodón blanco. Ireneyacía ligeramente apoyada contra elhombro de Ismael, en silencio.

El muchacho dejó que uno de susbrazos la rodease lentamente. Ella alzólos ojos. Sus labios estabanentreabiertos y temblabanimperceptiblemente. Ismael sintió uncosquilleo en el estómago y oyó unextraño repiqueteo en sus oídos. Era supropio corazón, martilleando a toda

velocidad. Paulatinamente, los labios deambos se aproximaron con timidez.Irene cerró los ojos. Ahora o nunca,parecía susurrar una voz dentro deIsmael. El muchacho optó por la opciónahora y dejó que su boca acariciase lade Irene. Los siguientes diez segundosduraron diez años.

Más tarde, cuando ambos sintieronque ya no existía una frontera entreellos, que cada mirada y cada gesto erauna palabra de un lenguaje que sóloellos podían comprender, Irene e Ismaelpermanecieron abrazados en silencio enlo alto del faro. Si hubiese dependido deellos, habrían seguido allí hasta el día

del Juicio.—¿Dónde te gustaría estar dentro de

diez años? —preguntó Irene deimproviso.

Ismael se paró a meditar larespuesta. No era fácil.

—Menuda pregunta. No lo sé.—¿Qué es lo que te gustaría hacer?

¿Seguir los pasos de tu tío en el barco?—No creo que fuese una buena idea.—¿Qué, entonces? —insistió ella.—No sé, supongo que es una

tontería…—¿Qué es una tontería?Ismael se sumió en un largo silencio.

Irene esperó pacientemente.

—Seriales para la radio. Megustaría escribir seriales para la radio—afirmó Ismael finalmente.

Ya lo había soltado.Irene le sonrió. Otra vez aquella

sonrisa indefinible y misteriosa.—¿Qué clase de seriales?Ismael la observó cuidadosamente.

No había hablado de ese tema con nadiey no se sentía en terreno seguro alhacerlo. Tal vez lo mejor era plegarvelas y volver a puerto.

—De misterio —contestófinalmente, dudando.

—Pensaba que no creías en losmisterios.

—No hace falta creérselos paraescribir sobre ellos —replicó Ismael—.Hace tiempo que colecciono recortessobre un individuo que hace seriales deradio. Se llama Orson Welles. Tal vezpodría intentar trabajar con él…

—¿Orson Welles? No he oído hablarde él, pero supongo que no será unapersona accesible. ¿Tienes alguna ideaya?

Ismael asintió vagamente.—Tienes que prometerme que no se

lo contarás a nadie.La muchacha alzó la mano

solemnemente. La actitud de Ismael leparecía infantil, pero el asunto la

intrigaba.—Sígueme.Ismael la condujo de vuelta a la

vivienda del farero. Una vez allí, elchico se acercó a un cofre que reposabaen uno de los rincones y lo abrió. Susojos brillaban de excitación.

—La primera vez que vine aquíestuve buceando y descubrí los restosdel bote en que se supone que se ahogóaquella mujer hace veinte años —dijoen tono enigmático—. ¿Te acuerdas dela historia que te conté?

—Las luces de septiembre. La damamisteriosa desaparecida en latormenta… —recitó Irene.

—Exacto. ¿Adivinas qué encontréentre los restos del bote?

—¿Qué?Ismael introdujo las manos en el

cofre y extrajo un pequeño libroencuadernado en piel, cobijado por unaespecie de caja metálica, apenas deltamaño de una pitillera.

—El agua ha borrado alguna de laspáginas, pero todavía hay fragmentosque pueden leerse.

—¿Un libro? —preguntó Irene,intrigada.

—No es un libro cualquiera —aclaró él—. Es un diario. Su diario.

El Kyaneos zarpó de vuelta a la

Casa del Cabo poco antes delcrepúsculo. Un campo de estrellas seextendía sobre el manto azul que cubríala bahía y la esfera sangrante del sol sesumergía lentamente en el horizonte,como un disco de hierro candente. Ireneobservaba en silencio a Ismael mientraspilotaba el velero. El muchacho lesonrió y siguió con la mirada en lasvelas, atento a la dirección del vientoque se despertaba a poniente.

Antes que a él, Irene había besado ados chicos.

El primero, el hermano de una de susamigas en el colegio, fue más unexperimento que otra cosa. Quería saber

qué se sentía al hacer aquello. No lehabía parecido gran cosa. El segundo,Gerard, estaba más asustado que ella, yla experiencia no había disipado sussospechas acerca del tema. Besar aIsmael había sido diferente. Habíasentido una especie de corrienteeléctrica recorriendo su cuerpo al rozarsus labios. Su tacto era diferente. Suolor era diferente. Todo en él eradiferente.

—¿En qué estás pensando? —lepreguntó esta vez a ella Ismael, intrigadoante su semblante meditabundo.

Irene compuso un gesto enigmático,alzando una ceja.

Él se encogió de hombros y siguiópilotando el velero rumbo al cabo. Unabandada de aves los escoltó hasta elembarcadero entre los acantilados. Lasluces de la casa dibujaban estelasdanzantes sobre la pequeña cala. A lolejos, los reflejos del pueblo trazabanuna senda de estrellas sobre el mar.

—Ya es de noche —observó Irenecon cierta preocupación—. No te pasaránada, ¿verdad?

Ismael sonrió.—El Kyaneos se sabe el camino de

memoria. No me pasará nada.El velero se posó suavemente contra

el embarcadero. Los graznidos de las

aves en los acantilados formaban un ecolejano. Una franja de azul oscurocoronaba ahora la línea incandescentedel crepúsculo sobre el horizonte, y laluna sonreía entre las nubes.

—Bueno…, se hace tarde —empezóIrene.

—Sí…La chica saltó a tierra.—Me llevo el diario. Prometo

cuidado.Ismael asintió a su vez. Irene dejó

escapar una pequeña risa nerviosa.—Buenas noches.Ambos se miraron en la penumbra.—Buenas noches, Irene.

Ismael soltó las amarras.—Había pensado ir a la laguna

mañana. Tal vez te gustaría venir…Ella asintió. La corriente se llevaba

el velero.—Te recogeré aquí…La silueta del Kyaneos se

desvaneció en la oscuridad. Irenepermaneció allí, viéndolo partir, hastaque la negrura de la noche lo huboengullido completamente. Luego, dospalmos por encima del suelo, seapresuró hacia la Casa del Cabo. Sumadre esperaba en el porche, sentada enla oscuridad. No hacía falta un diplomaen ingeniería óptica para adivinar que

Simone había visto, y oído, el episodiocompleto en el embarcadero.

—¿Qué tal tu día? —preguntó.Irene tragó saliva. Su madre sonrió

pícaramente.—Puedes contármelo.Irene se sentó junto a su madre,

dejándose abrazar por ella.—¿Y el tuyo? —preguntó la

muchacha—. ¿Qué tal te ha ido a ti?Simone dejó escapar un suspiro,

recordando la tarde en compañía deLazarus.

Abrazó en silencio a su hija y sonriópara sí.

—Un día extraño, Irene. Supongo

que me hago mayor.—Qué tontería.La joven miró en los ojos de su

madre.—¿Algo va mal, mamá?Simone sonrió débilmente y negó en

silencio.—Echo de menos a tu padre —

respondió finalmente, mientras unalágrima se deslizaba sobre su mejillahasta sus labios.

—Papá se fue —dijo Irene—.Tienes que dejarlo ir.

—No sé si quiero dejarlo ir.Irene la estrechó en sus brazos y oyó

cómo Simone derramaba sus lágrimas en

la oscuridad.

6. EL DIARIO DEALMA MALTISSE

El día siguiente amaneció envueltoen un manto de bruma. Las primerasluces del alba sorprendieron a Irenetodavía enfrascada en la lectura deldiario que Ismael le había confiado. Loque había empezado como simplecuriosidad horas atrás había idocreciendo a lo largo de la noche, hastatransformarse en una obsesión. Desde laprimera línea empañada por el tiempo,la caligrafía de aquella misteriosa damadesaparecida en las aguas de la bahía se

había revelado como un jeroglíficohipnótico, un enigma sin resolución quehabía alejado de la muchacha cualquieratisbo de sueño.

… Hoy he visto por vezprimera el rostro de la sombra.Me observaba en silencio desdela oscuridad, acechante einmóvil. Sé perfectamente loque había en aquellos ojos,aquella fuerza que la manteníaviva: odio. He podido sentir supresencia y he sabido que, tardeo temprano, nuestros días eneste lugar se convertirán en una

pesadilla. Es ahora cuando medoy cuenta de toda la ayuda queél necesita y de que, pase lo quepase, no puedo dejarlo solo…

Página tras página, la voz secreta deaquella mujer parecía hablarle ensusurros, entregándole las confidenciasy los secretos que habían permanecidosumergidos y olvidados durante años.Seis horas después de haber iniciado lalectura del diario, la dama desconocidase había convertido en una especie deamiga invisible, de voz varada en laniebla que, a falta de otro consuelo, lahabía escogido a ella para depositar sus

secretos, sus memorias, y el enigma deaquella noche que habría de llevarla a lamuerte en las frías aguas del islote delfaro, aquella noche de septiembre.

… Ha sucedido de nuevo.Esta vez han sido mis ropas.Esta mañana, al acudir a mivestidor, he encontrado lapuerta de mi armario abierta ytodos mis vestidos, los vestidosque él me ha regalado duranteaños, hechos jirones,destrozados como si el filo decien cuchillos los hubiesecercenado. Hace siete días fue

mi anillo de compromiso. Loencontré deformado ydestrozado en el suelo. Otrasjoyas han desaparecido. Losespejos de mi habitación estánrajados. Cada día su presenciaes más fuerte y su rabia máspalpable. Es sólo cuestión detiempo que sus ataques dejen deconcentrarse en mispertenencias y lo hagan en mí.Es a mí a quien odia. Es a mí aquien quiere ver muerta. No haysitio para ambas en estelugar…

El amanecer había tendido un tapizde cobre sobre el mar cuando Irenedesgranó la última página del diario.Por un instante pensó que jamás habíasabido tantas cosas acerca de nadie.Nunca persona alguna, ni su propiamadre, había revelado todos lossecretos de su espíritu ante ella con lasinceridad con que aquel diariodesnudaba los pensamientos de aquellamujer que, irónicamente, le eradesconocida. Una mujer que habíamuerto años antes de que ella viese laluz.

… No tengo a nadie con quien

hablar, nadie a quien confesar elhorror que me invade el alma día trasdía. A veces desearía volver atrás,rehacer mis pasos en el tiempo. Esentonces cuando más comprendo quemi miedo y mi tristeza no puedencompararse con los suyos, que él menecesita y que, sin mí, su luz seapagaría para siempre. Sólo pido aDios que nos dé fuerzas parasobrevivir, para huir del alcance de lasombra que se cierne sobre nosotros.

Cada línea que escribo en estediario me parece la última.

Por algún motivo Irene descubrió

que sentía ganas de llorar. En silencio,derramó sus lágrimas en recuerdo deaquella dama invisible cuyo diario habíaencendido una luz en su propio interior.Acerca de la identidad de su autora,cuanto el diario aclaraba era un par depalabras en el vértice de la primerahoja.

Poco después, Irene contempló lavela del Kyaneos desgarrar la neblinarumbo a la Casa del Cabo. Cogió eldiario y, casi de puntillas, se encaminóhacia su nueva cita con Ismael.

En tan sólo unos minutos, el barco seabrió camino entre la corriente que batíaen el extremo del cabo y se adentró en la

Bahía Negra. La luz de la mañanaesculpía siluetas en las paredes de losacantilados que formaban buena parte dela costa de Normandía, muros de rocaque se enfrentaban al océano. Losreflejos del sol sobre el agua dibujabandestellos cegadores de espuma y plataencendida. El viento del norte impulsabael velero con fuerza, la quilla segando lasuperficie como una daga. Para Ismael,aquello era simple rutina; para Irene, lasmil y una noches.

A los ojos de una marinera novatacomo ella, aquel desbordanteespectáculo de luz y agua parecía llevarla promesa invisible de mil aventuras y

otros tantos misterios que esperaban serdescubiertos bajo el manto del océano.Al timón, Ismael se mostrabainusualmente sonriente y encaminaba elvelero rumbo a la laguna. Irene, víctimaagradecida del embrujo del mar, siguiócon su relato de cuanto había averiguadoen su primera lectura del diario de AlmaMaltisse.

—Evidentemente, lo escribía para símisma —explicó la joven—. Es curiosoque nunca mencione a nadie por sunombre. Es como un relato de genteinvisible.

—Es impenetrable —apuntó Ismael,quien había dejado por imposible la

lectura del diario tiempo atrás.—En absoluto —objetó Irene—. Lo

que ocurre es que para entenderlo hayque ser una mujer.

Los labios de Ismael parecieron apunto de disparar una réplica ante laaseveración de su copiloto, pero poralgún motivo, sus pensamientos sebatieron en retirada.

Al poco, el viento de popa loscondujo hasta la boca de la laguna. Unestrecho paso entre las rocas esbozabauna bocana en un puerto natural. Lasaguas de la laguna, de apenas tres ocuatro metros de profundidad, eran unjardín de esmeraldas transparentes, y el

fondo arenoso parpadeaba como un velode gasas blancas a sus pies. Irenecontempló boquiabierta la magia que elarco de la laguna confinaba en suinterior. Una bandada de peces danzababajo el casco del Kyaneos, igual quedardos de plata brillandointermitentemente.

—Es increíble —balbuceó Irene.—Es la laguna —aclaró Ismael, más

prosaico.Después, mientras ella seguía bajo

los efectos de una primera visita a aquelparaje, el chico aprovechó para arriarlas velas y anclar el velero. El Kyaneosse meció lentamente, una hoja en la

calma de un estanque.—Bien. ¿Quieres ver esa cueva o

no?Por toda respuesta, Irene le ofreció

una sonrisa desafiante y, sin apartar losojos de los suyos, se despojó de suvestido lentamente. Las pupilas deIsmael se expandieron como platos. Suimaginación no había anticipadosemejante espectáculo. Irene,pertrechada con un sucinto bañador,cuya brevedad habría hecho que sumadre jamás lo hubiera consideradomerecedor de dicho nombre, sonrió anteel semblante de Ismael. Tras aturdirlo unpar de segundos con la visión, justo lo

necesario para no dejarlo acostumbrarsea ella, saltó al agua y se sumergió bajola lámina de reflejos ondulantes. Ismaeltragó saliva. O él era muy lento oaquella muchacha era demasiado rápidapara él. Sin pensado dos veces, saltó alagua tras ella. Necesitaba un baño.

Ismael e Irene nadaron hacia la bocade la Cueva de los Murciélagos. El túnelse adentraba en la tierra, como unacatedral labrada en la roca. Una tenuecorriente emanaba del interior yacariciaba la piel bajo el agua. Elinterior de la caverna marina se alzabaen forma de bóveda, coronada porcientos de largas astillas de roca que

pendían en el vacío como lágrimas dehielo petrificado. Los reflejos del aguadescubrían mil y un recovecos entre lasrocas, y el fondo arenoso adquiría unafosforescencia fantasmal que tendía unaalfombra de luz hacia el interior.

Irene se sumergió y abrió los ojosbajo el agua.

Un mundo de reflejos evanescentesdanzaba lentamente frente a ella,poblado por criaturas extrañas yfascinantes. Pequeños peces cuyasescamas cambiaban de color según ladirección en que reflejaban la luz.Plantas irisadas sobre la roca.Diminutos cangrejos correteando sobre

las arenas submarinas. La muchachapermaneció contemplando la fauna quepoblaba la caverna hasta que le faltó elaire.

—Si sigues haciendo eso… te saldrácola de pez, como a las sirenas —dijoIsmael.

Ella le guiñó un ojo y lo besó bajo latenue claridad de la caverna.

—Ya soy una sirena —murmuró,adentrándose en la Cueva de losMurciélagos.

Ismael intercambió una mirada conun estoico cangrejo que lo escrutabaacomodado sobre la pared de roca y queparecía tener una curiosidad

antropológica por la escena. La miradasabia del crustáceo no dejaba dudaalguna. Le estaban tomando el pelo denuevo.

Un día completo de ausencia, pensóSimone.

Hannah llevaba horas sin aparecer ysin dar noticias. Simone se preguntó sise enfrentaba a un problema puramentedisciplinario. Ojalá fuese así. Habíadejado pasar la jornada dominical a laespera de tener noticias de la chica,pensando que habría tenido que ir a sucasa. Una pequeña indisposición. Un

compromiso imprevisto. Cualquierexplicación le hubiese bastado. Trashoras de espera, decidió enfrentarse aldilema. Se disponía a tomar el teléfonopara llamar a casa de la muchachacuando una llamada entrante se leadelantó. La voz que sonó le resultabadesconocida y el modo en que su dueñose identificó hizo poco portranquilizada.

—Buenos días, madame Sauvelle.Mi nombre es Henri Faure. Soy elcomisario jefe de la gendarmería deBahía Azul —anunció, cada palabra máspesada que la anterior.

Un tenso silencio se apoderó de la

línea.—¿Madame? —inquirió el policía.—Lo escucho.—No me resulta fácil decirle esto…

Dorian había dado por concluida sujornada de mensajero por aquel día. Losencargos que Simone le había confiadoya estaban más que resueltos, y laperspectiva de una tarde libre sepresentaba prometedora y refrescante.Cuando llegó a la Casa del Cabo,Simone todavía no había vuelto deCravenmoore, y su hermana Irene debíade estar por allí, con aquella especie de

novio que se había granjeado. Trasapurar un par de vasos de leche frescauno tras otro, la extraña sensación de lacasa vacía de mujeres se le antojó untanto desconcertante. Uno llegaba aacostumbrarse tanto a ellas que, en suausencia, el silencio se hacía vagamenteinquietante.

Aprovechando que todavía quedabanunas horas de luz por delante, Dorianoptó por explorar el bosque deCravenmoore. En pleno día, tal y comohabía predicho Simone, las siluetassiniestras no eran más que árboles,arbustos y maleza. Con esto en su mente,el muchacho se encaminó hacia el

corazón de aquel bosque denso ylaberíntico que se extendía entre la Casadel Cabo y la mansión de Lazarus Jann.

Llevaba unos diez minutos sin rumboconcreto cuando advirtió por primeravez el rastro de unas huellas que seadentraban en la espesura desde losacantilados y que, inexplicablemente,desaparecían a la entrada de un claro. Elmuchacho se arrodilló y palpó lashuellas, más propiamente marcasconfusas, que horadaban el suelo delbosque. Quien fuera o lo que fuera quehabía dejado aquellas marcas tenía unpeso considerable. Dorian estudió denuevo el último tramo de huellas hasta el

punto en que desaparecían. Si tenía quedar crédito a los indicios, quien fueraque las hubiera hecho había dejado decaminar en aquel punto y se habíaevaporado.

Alzó la mirada y observó la red declaros y sombras que se tejía en lascopas de los árboles de Cravenmoore.Uno de los pájaros de Lazarus cruzóentre las ramas. El muchacho no pudoevitar sentir un escalofrío. ¿No había unsolo animal vivo en aquel bosque? Laúnica presencia tangible era la deaquellos seres mecánicos que aparecíany desaparecían en las sombras, sin queuno pudiese imaginar jamás de dónde

venían o adónde se dirigían. Sus ojossiguieron examinando el entramado delbosque y advirtieron entonces unaprofunda muesca en un árbol cercano.Dorian se acercó hasta el tronco yexaminó la marca. Algo había abiertouna profunda herida sobre la madera.Laceraciones semejantes jalonaban eltronco hacia su cima. El chico tragósaliva y decidió salir de allí a escape.

Ismael guió a Irene hasta unapequeña roca plana que sobresalía unpar de palmos en el centro de la cueva yambos se tendieron encima a tomar un

respiro. La luz que penetraba por laboca de la cueva reverberaba en elinterior trazando una curiosa danza desombras sobre la bóveda y las paredesde la gruta. El agua allí parecía máscálida que en mar abierto y emanaba unacierta cortina vaporosa.

—¿Hay más entradas a la cueva? —preguntó Irene.

—Una más, pero es peligrosa. Elúnico modo seguro de entrar y salir espor mar, desde la laguna.

La muchacha contempló elespectáculo de luz evanescente quedescubría las entrañas de la cueva.Aquel lugar destilaba una atmósfera

envolvente e hipnótica. Por unossegundos, Irene creyó estar en el interiorde una gran sala de un palacio tallado enel interior de la roca, un lugarlegendario que sólo podía existir ensueños.

—Es… mágico —dijo.Ismael asintió.—A veces vengo aquí y me paso

horas sentado en una de las rocas,viendo cómo la luz cambia de color bajoel agua. Es mi santuario particular…

—Lejos del mundo, ¿verdad?—Tan lejos como puedas imaginar.—No te gusta mucho la gente, ¿no?—Depende de qué gente —

respondió él con una sonrisa en loslabios.

—¿Es eso un cumplido?—A lo mejor.El muchacho desvió la mirada e

inspeccionó la boca de la cueva.—Es mejor que nos vayamos ahora.

La marea no tardará en subir.—¿Y eso?—Cuando sube la marea, las

corrientes empujan hacia el interior dela cueva y la caverna se llena de aguahasta la cima. Es una trampa mortal.Puedes quedarte atrapado y morirahogado como una rata.

De repente, la magia del lugar se

tornó amenazadora. Irene imaginó lacueva llenándose de agua helada sinposibilidad de escapatoria.

—No hay prisa… —puntualizóIsmael.

Irene, sin pensado dos veces, nadóhacia la salida y no se detuvo hasta queel sol le sonrió de nuevo. Él la observónadar a toda prisa y sonrió para sí. Lachica tenía agallas.

La travesía de vuelta transcurrió ensilencio. Las páginas del diarioresonaban en la mente de Irene como uneco que se resistía a desaparecer. Unespeso banco de nubes había cubierto elcielo y el sol se había ocultado,

confiriendo al mar un tono plomizo ymetálico. El viento era más frío e Irenese enfundó de nuevo su vestido. Esta vezIsmael apenas la observó mientras sevestía, señal de que el muchacho andabaperdido en sus propios pensamientos,fueran cuales fuesen.

El Kyaneos dobló el cabo a mediatarde y puso proa hacia la casa de losSauvelle, mientras el islote del faro sesumergía en la neblina. Ismael guió elvelero hasta el embarcadero y efectuó lamaniobra de amarre con su habitualpericia, aunque se diría que su menteestaba a muchas millas de aquel lugar.

Cuando hubo llegado el momento de

despedirse, Irene tomó la mano delmuchacho.

—Gracias por llevarme a la cueva—dijo, saltando a tierra.

—Siempre me das las gracias y nosé por qué… Gracias a ti, por venir.

Irene ardía en deseos de preguntarlecuándo volverían a verse, pero una vezmás su instinto le aconsejó guardarsilencio. Ismael liberó el cabo de proa yel Kyaneos se alejó en la corriente.

Mientras contemplaba el veleromarcharse, Irene se detuvo en laescalinata de piedra del acantilado. Unabandada de gaviotas lo escoltaba en surumbo hacia las luces del muelle. Más

allá, entre las nubes, la luna tendía unpuente de plata sobre el mar, guiando elvelero de vuelta al pueblo.

Irene recorrió el camino a través dela escalera de piedra luciendo unasonrisa en los labios que nadie podíaver. Demonios, cómo le gustaba aquelchico…

Nada más entrar en casa, Irene notóque algo andaba mal. Todo estabademasiado ordenado, demasiadotranquilo, demasiado silencioso. Lasluces del salón de la planta bajabañaban la penumbra azulada de aquellatarde de nubes. Dorian, sentado en unade las butacas, contemplaba las llamas

del hogar en silencio. Simone, deespaldas a la puerta, observaba el mardesde el ventanal de la cocina, con unataza de café frío en la mano. El únicosonido era el murmullo del vientoacariciando las veletas del techo.

Dorian y su hermana intercambiaronuna mirada. Irene se acercó hasta sumadre y posó una mano sobre suhombro. Simone Sauvelle se volvió.Había lágrimas en sus ojos.

—¿Qué ha pasado, mamá?Su madre la abrazó. Irene apretó las

manos de su madre entre las suyas.Estaban frías. Temblaban.

—Es Hannah —murmuró Simone.

Un largo silencio. El viento arañólos postigos de la Casa del Cabo.

—Ha muerto —añadió.Lentamente, como un castillo de

naipes, el mundo se derrumbó alrededorde Irene.

7. UN CAMINO DESOMBRAS

La carretera que corría junto a laPlaya del Inglés reflejaba la tez delcrepúsculo y tendía una serpentinaescarlata hasta el pueblo. Irene,pedaleando en la bicicleta de suhermano, volvió la vista hacia la Casadel Cabo. Las palabras de Simone y elhorror en sus ojos al ver a su hijaabandonar la casa precipitadamente alcrepúsculo todavía pesaban en ella,pero la imagen de Ismael navegandorumbo a la noticia de la muerte de

Hannah ejercía más fuerza que cualquierremordimiento.

Simone le había explicado que, unashoras antes, dos excursionistas habíanencontrado el cuerpo de Hannah cercadel bosque. Desde aquel momento, lanoticia había despertado la desolación,la murmuración y el dolor entre quieneshabían tenido la fortuna de tratar a ladicharachera muchacha.

Se sabía que su madre, Elisabet,había sufrido una crisis nerviosa alconocer los hechos y que permanecíabajo los efectos de sedantesadministrados por el doctor Giraud.Pero poco más.

Los rumores acerca de una antiguacadena de crímenes que habían turbadola vida local años atrás habían vuelto ala superficie. Había quienes querían veren la desgracia una nueva entrega en lamacabra saga de asesinatos sin resolverque habían tenido lugar en el bosque deCravenmoore durante la década de losaños veinte.

Otros preferían esperar a conocermás detalles acerca de lascircunstancias que habían rodeado latragedia. El vendaval de murmuraciones,sin embargo, no arrojaba luz algunarespecto a la posible causa delfallecimiento. Los dos excursionistas

que habían tropezado con el cuerpollevaban horas prestando declaración enlas dependencias de la gendarmería, ydos expertos forenses de La Rochelle —se decía— estaban en camino. A partirde ahí, la muerte de Hannah era unmisterio.

Apresurándose tanto como pudo,Irene llegó al pueblo cuando el disco delsol ya se había sumergido totalmente enel horizonte. Las calles estaban desiertasy las pocas siluetas que las recorrían lohacían en silencio, como sombras sindueño. La muchacha dejó la bicicletajunto a un viejo farol que alumbraba elpie del callejón, donde se ubicaba el

hogar de los tíos de Ismael. La casa erauna construcción sencilla y sinpretensiones, un hogar de pescadoresjunto a la bahía. La última mano depintura acusaba décadas, y la cálida luzde dos faroles de aceite desentrañabalos rasgos de una fachada labrada por elviento del mar y el salitre.

Irene, con el estómago encogido, seacercó al umbral de la casa, temerosa dellamar a la puerta. ¿Con qué derechoosaba turbar el dolor de la familia en unmomento así? ¿En qué estaba pensando?

De pronto detuvo sus pasos, incapazde avanzar ni de retroceder, varada entrela duda y la necesidad de ver a Ismael,

de estar a su lado en un momento comoaquél. En ese instante, la puerta de lacasa se abrió, y la silueta oronda ysevera del doctor Giraud, el galenolocal, descendió calle abajo. Los ojosbrillantes y escudados en lentes delmédico advirtieron la presencia de Ireneen la penumbra.

—Tú eres la hija de madameSauvelle, ¿verdad?

Ella asintió.—Si has venido a ver a Ismael, no

está en la casa —explicó Giraud—.Cuando ha sabido lo de su prima, hatomado su velero y ha partido.

El médico detectó que el rostro de la

muchacha se tornaba blanco.—Es un buen marinero. Volverá.Irene caminó hasta la punta del

muelle. La silueta solitaria del Kyaneosse recortaba sobre las brumas,iluminado por la luna. La muchacha sesentó sobre la cornisa del dique ycontempló cómo el velero de Ismaelponía rumbo hacia el islote del faro.Nada ni nadie podían rescatarlo ahorade la soledad que había escogido. Irenesintió deseos de coger un bote yperseguir al chico hasta los confines desu mundo secreto, pero sabía quecualquier esfuerzo era inútil ya.

Sintiendo cómo el verdadero

impacto de la noticia empezaba aabrirse camino en su propia mente, Ireneadvirtió que sus ojos se llenaban delágrimas. Cuando el Kyaneos se hubodesvanecido en la oscuridad, tomó denuevo la bicicleta y emprendió elcamino de vuelta a casa.

Mientras recorría la carretera de laplaya, podía imaginar a Ismael sentadoen silencio en la torre del faro, a solasconsigo mismo. Recordó las incontablesocasiones en que ella misma habíahecho ese viaje hacia su propio interior,y se prometió que, pasara lo que pasase,no dejaría que el muchacho seextraviase en aquel camino de sombras.

Aquella noche la cena fue breve. Unritual de silencios y miradas extraviadashizo las veces de anfitrión, mientrasSimone y sus dos hijos fingían tomar unbocado antes de retirarse a susrespectivas habitaciones. Al filo de lasonce, ni una alma recorría ya lospasillos, y tan sólo una lámparapermanecía encendida en toda la casa:la lamparilla de noche de Dorian.

Una brisa fría penetraba por laventana abierta de su habitación. Dorian,tendido en su lecho, escuchaba las vocesfantasmales del bosque con la miradaperdida en las tinieblas. Poco antes dela medianoche, el muchacho apagó la luz

y se acercó hasta la ventana. Un maroscuro de hojas se agitaba al viento enla espesura. Dorian clavó sus ojos en elremolino de sombras que danzaba en laespesura. Podía sentir aquella presenciamerodeando en la oscuridad.

Más allá del bosque se distinguía lasilueta sinuosa de Cravenmoore y unrectángulo dorado en la última ventanadel ala norte. Súbitamente, de la florestabrotó un halo parpadeante y áureo.Luces en el bosque. Las luces de unfarol o una linterna en la maleza. Elmuchacho tragó saliva. El rastro depequeños destellos aparecía ydesaparecía trazando círculos en el

interior del bosque.Un minuto más tarde, enfundado en

un grueso jersey y con sus botas de piel,Dorian se deslizó escaleras abajo, depuntillas, y con infinita delicadeza, abrióla puerta del porche. La noche era fría yel mar rugía en la oscuridad, al pie delos acantilados. Sus ojos siguieron elrastro que dibujaba la luna, una cintaplateada serpenteando hacia el interiordel bosque. Un cosquilleo en elestómago lo hizo recordar la cálidaseguridad de su habitación. Doriansuspiró.

Las luces horadaban las brumas,como alfileres blancos, entre el umbral

del bosque. El muchacho puso un piefrente al otro y así sucesivamente. Antesde darse cuenta, las sombras del bosquelo rodearon y la Casa del Cabo, a susespaldas, le pareció lejana,infinitamente lejana.

Ni toda la oscuridad ni todo elsilencio del mundo podían hacerconciliar el sueño a Irene aquella noche.Finalmente, al filo de las doce, renuncióal descanso y encendió la pequeña luzde su mesita de noche. El diario deAlma Maltisse reposaba junto aldiminuto medallón que su padre le había

regalado años atrás, una efigie de unángel labrada en plata. Irene cogió eldiario entre las manos y lo abrió denuevo por la primera página.

La caligrafía afilada y ondulante ledio la bienvenida. La hoja, impregnadade un tono ocre y mortecino, parecía uncampo de centeno agitándose al viento.Lentamente, mientras sus ojosacariciaban línea a línea, Ireneemprendió de nuevo su viaje a lamemoria secreta de Alma Maltisse.

Tan pronto volvió la primera página,el embrujo de las palabras la llevó lejosde allí. No podía oír el batir de las olas,ni el viento en el bosque. Su mente

estaba en otro mundo…

… Anoche los oí pelear en labiblioteca. Él le gritaba y le suplicabaque lo dejase en paz, que abandonasela casa para siempre. Le dijo que notenía ningún derecho a hacer lo queestaba haciendo con nuestras vidas.Nunca olvidaré el sonido de aquellarisa, un aullido animal de rabia y odioque estalló tras los muros. El estruendode miles de libros volando desde losestantes se oyó en toda la casa. Su iraes cada día mayor. Desde el momentoen que liberé a esa bestia de suconfinamiento, ha ido ganando fuerza

sin cesar.Él hace guardia al pie de mi lecho

todas las noches. Sé que teme que, sime deja sola un instante, la sombravendrá a por mí. Hace días que no medice qué pensamientos ocupan sumente, pero no me hace falta. No hadormido en semanas. Cada noche esuna espera terrible e interminable.Coloca cientos de velas en toda lacasa, tratando de sembrar de luz cadarincón, para evitar que la oscuridadsirva de amparo a la sombra. Su rostroha envejecido diez años en apenas unmes.

A veces creo que es todo culpa mía,

que si yo desapareciese, su maldiciónse esfumaría conmigo. Tal vez es eso loque debo hacer, alejarme de él y acudira mi cita inevitable con la sombra. Sóloeso nos dará la paz. Lo único que meimpide dar ese paso es que no soportola idea de dejarlo. Sin él, nada tienesentido. Ni la vida, ni la muerte…

Irene levantó la vista del diario. Ellaberinto de dudas de Alma Maltisse sele antojaba desconcertante y, al tiempo,inquietantemente cercano. La línea entrela culpa y el deseo de vivir parecíaafilada, como una cuchilla envenenada.Irene apagó la luz. La imagen no se

desvanecía de su mente. Una cuchillaenvenenada.

Dorian se adentró en el bosquesiguiendo el rastro de las luces que veíabrillar entre la maleza, reflejos quepodían venir de cualquier lugar de laespesura. Las hojas humedecidas por laneblina se transformaban en un abanicode espejismos indescifrable. El sonidode sus propias pisadas se habíaconvertido ahora en un angustiosoreclamo hacia sí mismo. Por fin, inspiróprofundamente y se recordó supropósito: no iba a salir de allí hasta

saber qué era lo que se ocultaba en elbosque. Eso era todo y no había más.

El muchacho se detuvo a la entradadel claro donde había encontrado laspisadas el día anterior. El rastro ahoraera borroso y apenas reconocible. Seacercó hasta el tronco lacerado y palpólas muescas. La idea de una criaturatrepando a toda velocidad entre losárboles, como un felino salido delinfierno, se filtró en su imaginación. Dossegundos más tarde, el primer crujido asus espaldas le advirtió de laproximidad de alguien. O algo.

Dorian se ocultó entre la maleza. Laspuntas afiladas de los arbustos lo

arañaban como alfileres. Contuvo larespiración y rezó para que quien fueraque se estaba acercando no oyese elmartilleo de su propio corazón como éllo oía en aquel momento. Al poco, lasluces parpadeantes que había avistado alo lejos se abrieron camino entre losresquicios de la maleza, transformandola neblina flotante en un aliento rojizo.

Se oyeron pasos al otro lado de losarbustos. El muchacho cerró los ojos,inmóvil como una estatua. Las pisadasse detuvieron. Dorian sintió la falta deoxígeno, pero, por lo que a élrespectaba, podía pasarse los próximosdiez años sin respirar. Finalmente,

cuando creía que sus pulmones iban aestallar, dos manos apartaron las ramasde los arbustos que lo ocultaban. Susrodillas se transformaron en gelatina. Laluz de un farol cegó sus pupilas. Tras unintervalo que al chico se le hizo infinito,el extraño posó el farol sobre el suelo yse arrodilló frente a él. Un rostrovagamente familiar brillaba a su lado,pero el pánico le impedía reconocerlo.El extraño sonrió.

—Vamos a ver. ¿Se puede saber quées lo que estás haciendo tú aquí? —dijola voz, serena y amable.

En algún momento Doriancomprendió que quien estaba frente a él

era simplemente Lazarus. Sólo entoncesrespiró.

Hubo de pasar un buen cuarto dehora antes de que el temblequedesapareciese de las manos de Dorian.Fue entonces cuando Lazarus puso enellas un tazón de chocolate caliente y sesentó frente a él. Lazarus lo habíaacompañado hasta el cobertizo contiguoa la fábrica de juguetes. Una vez allí,había preparado sendos tazones dechocolate sin prisa.

Mientras ambos sorbíanruidosamente y se observaban porencima de la taza, Lazarus se echó a reír.

—Me has dado un susto de muerte,

hijo —aseguró.—Si le sirve de consuelo, no ha sido

nada comparado con el que usted me hadado a mí —añadió Dorian, sintiendocómo el chocolate caliente irradiaba ensu estómago una cálida sensación decalma.

—De eso no me cabe duda —rióLazarus—. Ahora, dime qué hacías ahífuera.

—Vi luces.—Viste mi farol. ¿Y por eso saliste?

¿A medianoche? ¿Acaso has olvidado loque le sucedió a Hannah?

Dorian tragó saliva, aunque a él lepareció una canica de plomo, de alto

calibre.—No, señor.—Bien. Pues no lo olvides. Es

peligroso andar por ahí en la oscuridad.Hace días que tengo la impresión de quealguien merodea por el bosque.

—¿Usted también ha visto lasmarcas?

—¿Qué marcas?Dorian le relató sus temores e

inquietudes respecto a aquella extrañapresencia que intuía en el bosque. Alprincipio creía que no sería capaz, peroLazarus inspiraba la tranquilidad y laconfianza necesarias para que su lenguase soltase. Mientras el muchacho

desgranaba su relato, Lazarus loescuchaba con atención, pero sin ocultarcierta extrañeza e incluso alguna sonrisaante los detalles más fantásticos delrecuento.

—¿Una sombra? —preguntó depronto Lazarus sobriamente.

—No cree usted ni una palabra de loque le he dicho —apuntó Dorian.

—No, no. Te creo. O intento creerte.Comprende que lo que me dices es untanto… peculiar —dijo Lazarus.

—Pero usted también ha visto algo.Por eso estaba en el bosque. ¿No escierto?

Lazarus sonrió.

—Sí. También me ha parecido veralgo, pero no puedo dar tantos detallescomo tú.

Dorian apuró su chocolate.—¿Más? —ofreció Lazarus.El chico asintió. La compañía del

fabricante de juguetes le resultabaagradable. La idea de compartir una tazade chocolate con él, de madrugada, se leantojaba una experiencia excitante yeducativa.

Echando un vistazo al taller en elque se encontraban, Dorian advirtió, enuna de las mesas de trabajo, una siluetapoderosa y de gran envergadura tendidabajo un manto que la cubría.

—¿Está trabajando en algo nuevo?Lazarus asintió.—¿Quieres que te lo muestre?Los ojos de Dorian se abrieron

como platos. No era necesariarespuesta.

—Bueno, debes tener en cuenta quees una pieza inacabada… —dijo elhombre, aproximándose al manto yacercando un farol.

—¿Es un autómata? —inquirió elchico.

—A su modo, sí. En realidad, es unapieza un tanto extravagante, supongo. Laidea me ha rondado por la cabezadurante años. De hecho, fue un

muchacho más o menos de tu edad quienme la sugirió hace mucho.

—¿Un amigo suyo?Lazarus sonrió, nostálgico.—¿Listo? —preguntó.Dorian asintió con la cabeza

enérgicamente. Lazarus retiró el veloque cubría la pieza…, y el chico,sobrecogido, dio un paso atrás.

—Es sólo una máquina, Dorian. Nodebe asustarte…

Dorian contempló aquella poderosasilueta. Lazarus había forjado un ángelde metal, un coloso de casi dos metrosde altura dotado de dos grandes alas. Elrostro de acero brillaba cincelado bajo

una capucha. Sus manos eran inmensas,capaces de rodear su cabeza con elpuño.

Lazarus tocó algún resorte en la basede la nuca del ángel y la criaturamecánica abrió los ojos, dos rubíesencendidos como carbones ardientes.Estaban mirándolo. A él.

Dorian sintió que las entrañas se leretorcían.

—Por favor, párelo… —suplicó.Lazarus advirtió la mirada

aterrorizada del muchacho y se apresuróa cubrir de nuevo al autómata.

Dorian suspiró de alivio al perderde vista aquel ángel demoníaco.

—Lo siento —dijo Lazarus—. Nodebería habértelo mostrado. Es tan sólouna máquina, Dorian. Metal. No dejesque su apariencia te asuste. Es sólo unjuguete.

El chico asintió sin convicciónalguna.

Lazarus se apresuró a servirle unanueva taza repleta de chocolatehumeante. Dorian sorbió ruidosamenteel líquido espeso y reconfortante bajo laatenta mirada del fabricante de juguetes.Al apurar media taza, observó a Lazarusy ambos intercambiaron una sonrisa.

—Menudo susto, ¿eh? —preguntó elhombre.

El chiquillo rió nerviosamente.—Debe de pensar que soy un

gallina.—Al contrario. Muy pocos se

atreverían a salir a investigar por elbosque después de lo que ha pasado conHannah.

—¿Qué cree usted que pasó?Lazarus se encogió de hombros.—Es difícil de decir. Supongo que

tendremos que esperar a que la policíaacabe su investigación.

—Sí, pero…—¿Pero…?—¿Y si realmente hay algo en el

bosque? —insistió Dorian.

—¿La sombra?Dorian asintió gravemente.—¿Has oído hablar alguna vez del

Doppelganger? —preguntó Lazarus.El muchacho negó. Lazarus lo

observó de reojo.—Es un término alemán —explicó

—. Se usa para describir a la sombra deuna persona que, por algún motivo, se hadesprendido de su dueño. ¿Quieres oíruna curiosa historia al respecto?

—Por favor…Lazarus se acomodó en una silla

frente al muchacho y extrajo un largocigarro. Dorian había aprendido en elcine que aquella especie de torpedo

atendía al nombre de habano y que,amén de costar una fortuna, desprendíaun olor acre y penetrante al quemar. Dehecho, tras Greta Garbo, Groucho Marxera su héroe de los matinalesdominicales. El pueblo llano se limitabaa olfatear el humo de segunda mano.Lazarus estudió el cigarro y volvió aguardarlo, intacto, listo para emprendersu relato.

—Bien. La historia en sí me la contóun colega hace ya tiempo. El año es1915. El lugar, la ciudad de Berlín…

»De todos los relojeros de la ciudadde Berlín, ninguno era tan celoso de sulabor y tan perfeccionista en sus

métodos como Hermann Blocklin. Dehecho, su obsesión por llegar a crear losmecanismos más precisos lo habíallevado a desarrollar una teoría respectoa la relación entre el tiempo y lavelocidad a la que la luz se desplazabapor el universo. Blocklin vivía rodeadode relojes en una pequeña vivienda queocupaba la trastienda de suestablecimiento, en la Henrichstrasse.Era un hombre solitario. No teníafamilia. No tenía amigos. Su únicocompañero era un viejo gato, Salman,que pasaba las horas en silencio a sulado, mientras Blocklin dedicaba horasy días enteros a su ciencia, en su taller.

A lo largo de los años, su interés llegó aconvertirse en obsesión. No era raro quecerrase su tienda al público durante díascompletos. Días de veinticuatro horassin descanso, que dedicaba a trabajar ensu proyecto soñado: el reloj perfecto, lamáquina universal de medición deltiempo.

»Uno de esos días, cuando hacía dossemanas que una tormenta de frío ynieve azotaba Berlín, el relojero recibióla visita de un extraño cliente, undistinguido caballero llamado AndreasCorelli. Corelli vestía un lujoso traje deun blanco reluciente y sus cabellos,largos y satinados, eran plateados. Sus

ojos se ocultaban tras dos lentes negras.Blocklin le anunció que la tienda estabacerrada al público, pero Corelli insistió,alegando que había viajado desde muylejos sólo para visitarlo. Le explicó queestaba al corriente de sus logrostécnicos e incluso se los describió condetalle, lo cual intrigó sobremanera alrelojero, convencido de que sushallazgos, hasta la fecha, eran unmisterio para el mundo.

»La petición de Corelli no fue menosextraña. Blocklin debía construir unreloj para él, pero un reloj especial. Susagujas debían girar en sentido inverso.La razón de este encargo era que Corelli

padecía una enfermedad mortal quehabría de extinguir su vida en cuestiónde meses. Por ese motivo, deseaba tenerun reloj que contase las horas, losminutos y los segundos que le restabande vida.

»Tan extravagante petición veníaacompañada por una más que generosaoferta económica. Es más, Corelli legarantizó la concesión de fondoseconómicos para financiar toda suinvestigación de por vida. A cambio, tansólo debía dedicar unas semanas a crearaquel ingenio.

»Ni que decir tiene que Blocklinaceptó el trato. Pasaron dos semanas de

intenso trabajo en su taller. Blocklinestaba sumergido en su tarea cuando,días más tarde, Andreas Corelli volvió allamar a su puerta. El reloj estaba yaterminado. Corelli, sonriente, loexaminó y, tras alabar la labor realizadapor el relojero, le dijo que surecompensa resultaba más que merecida.Blocklin, exhausto, le confesó que habíapuesto toda su alma en aquel encargo.Corelli asintió. Después dio cuerda alreloj y dejó que empezase a girar sumecanismo. Entregó un saco de monedasde oro a Blocklin y se despidió de él.

»EI relojero estaba fuera de sí degozo y codicia, contando sus monedas

de oro, cuando advirtió su imagen en elespejo. Se vio más viejo, demacrado.Había estado trabajando demasiado.Resuelto a tomarse unos días libres, seretiró a descansar.

»Al día siguiente, un soldeslumbrante penetró por su ventana.Blocklin, todavía cansado, se acercó alavarse la cara y observó de nuevo sureflejo. Pero esta vez, unestremecimiento le recorrió el cuerpo.La noche anterior, cuando se habíaacostado, su rostro era el de un hombrede cuarenta y un años, cansado yagotado, pero todavía joven. Hoy teníafrente a sí la imagen de un hombre

rumbo a su sesenta cumpleaños.Aterrado, salió al parque a tomar elaire. Al volver a la tienda, examinó denuevo su imagen. Un anciano loobservaba desde el espejo. Presa delpánico, salió a la calle y se tropezó conun vecino, que le preguntó si había vistoal relojero Blocklin. Hermann, histérico,echó a correr.

»Pasó aquella noche en un rincón deuna taberna pestilente en compañía decriminales e individuos de dudosareputación. Cualquier cosa antes queestar solo. Sentía su piel encogerseminuto a minuto. Sus huesos se leantojaban quebradizos. Su respiración,

dificultosa.»Despuntaba la medianoche cuando

un extraño le preguntó si podía tomarasiento junto a él. Blocklin lo miró. Eraun hombre joven y bien parecido, deapenas unos veinte años. Su rostro leresultaba desconocido, a excepción delas lentes negras que cubrían sus ojos.Blocklin sintió que el corazón le daba unvuelco. Corelli…

»Andreas Corelli se sentó frente a ély extrajo el reloj que Blocklin habíaforjado días atrás. El relojero,desesperado, le preguntó qué extrañofenómeno era el que le estaba afectando.¿Por qué envejecía segundo a segundo?

Corelli le mostró el reloj. Las agujasgiraban lentamente en sentido inverso.Corelli le recordó sus palabras, eso deque había puesto su alma en aquel reloj.Por ese motivo, a cada minuto quepasaba, su cuerpo y su alma envejecíanprogresivamente.

»Blocklin, ciego de terror, le suplicóayuda. Le dijo que estaba dispuesto ahacer cualquier cosa, a renunciar a loque fuese, con tal de recobrar sujuventud y su alma. Corelli le sonrió y lepreguntó si estaba seguro de eso. Elrelojero se reafirmó: cualquier cosa.

»Corelli dijo entonces que estabadispuesto a devolverle el reloj y con él

su alma, a cambio de algo que, de hecho,no le era de utilidad alguna a Blocklin:su sombra. El relojero, desconcertado,le preguntó si ése era todo el precio quetenía que pagar, una sombra. Corelliasintió y Blocklin aceptó el trato.

»El extraño cliente extrajo un frascode vidrio, quitó el tapón y lo colocósobre la mesa. En un segundo, Blocklincontempló cómo su sombra se introducíaen el interior del frasco, igual que untorbellino de gas. Corelli cerró el frascoy, despidiéndose de Blocklin, partió enla noche. Tan pronto hubo desaparecidopor la puerta de la taberna, el reloj quesostenía en las manos invirtió el sentido

en que giraban las agujas.»Cuando Blocklin llegó a su casa, al

alba, su rostro era el de un hombre jovende nuevo. El relojero suspiró con alivio.Pero otra sorpresa lo esperaba aún.Salman, su gato, no aparecía por ningunaparte. Lo buscó por toda la casa y,cuando finalmente dio con él, unasensación de horror lo invadió. Elanimal pendía por el cuello de un cable,unido a una lámpara de su taller. Sumesa de trabajo estaba derribada y susherramientas esparcidas por la sala. Sediría que un tornado había pasado poraquel lugar. Todo estaba destrozado.Pero había más: marcas en las paredes.

Alguien había escrito torpemente sobrelos muros una palabra incomprensible:

»El relojero estudió aquel trazoobsceno y tardó más de un minuto encomprender su significado. Era supropio nombre, invertido. Nilkcolb.Blocklin. Una voz susurró a su espalday, cuando Blocklin se volvió, se vioenfrentado a un oscuro reflejo de símismo, un espejismo diabólico de supropio rostro.

»Entonces, el relojero comprendió.Era su sombra quien lo observaba. Supropia sombra, desafiante. Trató deatraparla, pero la sombra se rió comouna hiena y se esparció por los muros.

Blocklin, estremecido, vio cómo susombra asía entonces un largo cuchillo yhuía por la puerta, perdiéndose en lapenumbra.

»El primer crimen de laHenrichstrasse tuvo lugar aquella mismanoche. Varios testigos declararon habervisto al relojero Blocklin acuchillar asangre fría a aquel soldado que paseabade madrugada por el callejón. La policíalo aprehendió y lo sometió a un largointerrogatorio. A la noche siguiente,mientras Blocklin permanecía bajocustodia en su celda, dos nuevas muertestuvieron lugar. Las gentes empezaron ahablar de un misterioso asesino que se

movía en las sombras de la noche deBerlín. Blocklin trató de explicar a lasautoridades lo que estaba sucediendo,pero nadie quiso escuchado. Losperiódicos especulaban con lamisteriosa posibilidad de un asesino queconseguía, noche tras noche, escapar desu celda de máxima seguridad, paraperpetrar los más espantosos crímenesque recordaba la ciudad de Berlín.

»El terror de la sombra de Berlínduró veinticinco días exactamente. Elfinal de aquel extraño caso llegó taninesperada e inexplicablemente como suinicio. En la madrugada de aquel 12 deenero de 1916, la sombra de Hermann

Blocklin se introdujo en la tétricaprisión de la policía secreta. Uncentinela que montaba guardia junto a lacelda juró que había visto a Blocklinforcejear con una sombra y que, en unmomento de la refriega, el relojerohabía apuñalado a la sombra. Alamanecer, el cambio de guardia encontróa Blocklin muerto en su celda con unaherida en el corazón.

»Días más tarde, un desconocidollamado Andreas Corelli se ofreció apagar los gastos del entierro en la fosacomún del cementerio de Berlín paraBlocklin. Nadie, a excepción delenterrador y un extraño individuo que

portaba lentes negras, asistió a laceremonia.

»El caso de los crímenes de laHenrichstrasse sigue abierto y sinresolver en los archivos de la policía deBerlín».

—Guau —susurró Dorian alfinalizar el relato de Lazarus—. ¿Y esosucedió realmente?

El fabricante de juguetes sonrió.—No. Pero sabía que te encantaría

la historia.Dorian hundió los ojos en su taza.

Comprendió que Lazarus había urdidoaquel relato simplemente para borrarleel susto del ángel mecánico. Un buen

truco, pero un truco al fin y al cabo.Lazarus le palmeó el hombrodeportivamente.

—Me parece que se hace un pocotarde para jugar a detectives —observó—. Vamos, te acompañaré a casa.

—¿Me promete que no le dirá nada ami madre? —suplicó Dorian.

—Sólo si tú me prometes que novolverás a pasear por el bosque solo yde noche; no mientras no se aclare loque ha sucedido con Hannah…

Ambos sostuvieron la mirada.—Trato hecho —convino el chico.Lazarus estrechó su mano como un

buen hombre de negocios. Luego,

ofreciendo una sonrisa misteriosa, elfabricante de juguetes se acercó a unarmario y extrajo una caja de madera. Leofreció la caja a Dorian.

—¿Qué es? —preguntó el muchacho,intrigado.

—Misterio. Ábrela.Dorian procedió a abrir la caja. La

luz de los faroles reveló una figura deplata del tamaño de su mano. Dorianmiró a Lazarus, boquiabierto. Elfabricante de juguetes sonrió.

—Deja que te muestre cómofunciona.

Lazarus tomó la figura y la colocósobre la mesa.

A una simple presión de sus dedos,la figura se desplegó y reveló sunaturaleza. Un ángel. Idéntico al quehabía visto, a escala.

—A ese tamaño, no puede asustarte,¿eh?

Dorian asintió, entusiasta.—Entonces, éste será tu ángel de la

guarda. Para protegerte de lassombras…

Lazarus escoltó a Dorian a travésdel bosque hasta la Casa del Cabo,mientras le explicaba misterios ytécnicas de la fabricación de autómatasy de mecanismos cuya complejidad eingenio le parecían primos hermanos de

la magia. Lazarus parecía saberlo todo ytenía respuesta para las cuestiones másrebuscadas y tramposas. No había modode pillarlo. Al llegar al extremo delbosque, Dorian estaba fascinado yorgulloso con su nuevo amigo.

—Recuerda nuestro pacto, ¿eh? —susurró Lazarus—. No más excursionesnocturnas.

Dorian negó con la cabeza y saliórumbo a la casa. El fabricante dejuguetes esperó fuera y no se retiró hastaque el chico hubo llegado a suhabitación y lo saludó desde la ventana.Lazarus le devolvió el saludo y seinternó de nuevo en las sombras del

bosque.Tendido en la cama, Dorian llevaba

todavía la sonrisa pegada al rostro.Todas sus preocupaciones y angustiasparecían haberse evaporado. Relajado,el muchacho abrió la caja y extrajo elángel mecánico que le había regaladoLazarus. Era una pieza perfecta, de unabelleza sobrenatural. La complejidaddel mecanismo traía ecos de una cienciamisteriosa y cautivadora. Dorian dejó lafigura en el suelo, al pie de su lecho, yapagó la luz. Lazarus era un genio. Ésaera la palabra. Dorian la había oídocientos de veces y siempre le sorprendíaque se emplease tanto cuando en

realidad no se ajustaba a los aludidos deninguna de las maneras. Finalmente, élhabía conocido a un verdadero genio. Y,además, era su amigo.

El entusiasmo dio paso a un sueñoirresistible. Dorian se rindió a la fatigay dejó que su mente lo llevase a unaaventura donde él, heredero de laciencia de Lazarus, inventaba unamáquina que atrapaba sombras yliberaba al mundo de una siniestraorganización maléfica.

Dorian dormía ya cuando, sin previoaviso, la figura empezó a desplegar susalas lentamente. El ángel metálico ladeóla cabeza y alzó un brazo. Sus ojos

negros, dos lágrimas de obsidiana,brillaban en la penumbra.

8. INCÓGNITO

Tres días pasaron sin que Irenerecibiese noticia alguna de Ismael. Nohabía rastro del muchacho en el pueblo,y su velero no se veía en los muelles. Unfrente tormentoso barría la costa deNormandía y tendía un manto de cenizasobre la bahía que habría de prolongarsepor espacio de casi una semana.

Las calles del pueblo permanecíanaletargadas bajo la tenue llovizna lamañana en que Hannah hizo su últimoviaje hasta el pequeño cementerio, en loalto de la colina que se alzaba al noreste

de Bahía Azul. La procesión llegó hastalas puertas del recinto y, por expresodeseo de la familia, la ceremonia finalse celebró en la más estricta intimidad,mientras las gentes del pueblo volvían asus casas bajo la lluvia, en silencio, a lasombra del recuerdo de la muchacha.

Lazarus se ofreció a acompañar aSimone y a sus hijos de vuelta a la Casadel Cabo mientras la congregación sedispersaba como un banco de niebla alamanecer. Fue entonces cuando Ireneavistó la silueta solitaria de Ismael, enlo alto del risco que coronaba losacantilados que bordeaban elcementerio, contemplando el mar de

plomo. Bastó una mirada entre ella y sumadre para que Simone asintiera y ladejase marchar. Al poco, el coche deLazarus se alejaba por la carretera de laermita de Saint Roland e Irene ascendíala senda que conducía hasta losacantilados.

En el horizonte se distinguía elfragor de una tormenta eléctrica sobre elmar, encendiendo mantos de luz tras lasnubes, que semejaban tanques de metalcandente. La muchacha encontró aIsmael sentado sobre una roca, la miradaperdida en el océano. A lo lejos, elislote del faro y el cabo se perdían en laneblina.

De vuelta al pueblo y sin previoaviso, Ismael desveló a Irene suparadero durante los últimos tres días.El muchacho inició su relato desde elmomento en que tuvo conocimiento de lanoticia.

Había partido en el Kyaneos rumboal islote del faro, tratando de escapar deun sentimiento del que no habíaescapatoria posible. Las horas quesiguieron hasta el alba le permitieronaclarar su mente y concentrar suatención en una nueva luz al final deltúnel: desenmascarar al responsable deaquella desgracia y hacerla pagar porello. El anhelo de la venganza parecía el

único antídoto capaz de mitigar el dolor.Las explicaciones de la gendarmería

no le satisfacían en absoluto. Elsecretismo con que las autoridadeslocales habían llevado el caso leresultaba, cuando menos, sospechoso.En algún momento previo al amanecerdel siguiente día, Ismael ya habíadecidido iniciar sus propias pesquisas.A cualquier precio. A partir de ahí, nohabía reglas. Aquella misma nocheIsmael se coló en el improvisadolaboratorio forense del doctor Giraud.Con la ayuda de su audacia y un par detenazas segó eslabones de cadenas ytodo lo que se le interponía.

Irene escuchó, a medio camino entreel asombro y la incredulidad, cómoIsmael se había introducido en lasfúnebres dependencias, esperando a queGiraud se retirase, y entonces, entre laneblina de formal y una penumbraespectral, había buscadocuidadosamente en los archivos deldoctor la carpeta referente a Hannah.

De dónde había sacado la sangre fríanecesaria para semejante pirueta estabapor ver, pero evidentemente no se lahabía proporcionado el dúo decadáveres que se encontró, cubiertos porvelos. Pertenecían a un par de buzos quehabían tenido la mala fortuna de

sumergirse en una corriente submarinaen el estrecho de La Rochelle la nocheanterior, mientras trataban de recuperarla carga de un velero encallado en elarrecife.

Irene, pálida como una muñeca deporcelana, escuchó el macabro relato decabo a rabo, incluyendo el tropezón deIsmael con una de las mesas deoperaciones. Una vez que la narracióndel muchacho regresó al aire libre, lajoven suspiró. Ismael se había llevadola carpeta a su velero y había pasadodos horas tratando de desbrozar la selvade palabrería y jerga médica del doctorGiraud.

Irene tragó saliva.—¿Cómo murió, entonces? —

murmuró.Ismael la miró directamente a los

ojos. Un extraño brillo relucía en lossuyos.

—No saben cómo. Pero sí saben porqué. Según el informe, el dictamenoficial es paro cardíaco —explicó—.Pero, en su análisis final, Giraud anotóque, en su opinión personal, Hannah vioalgo en el bosque que le provocó unataque de pánico.

Pánico. La palabra se perdió en eleco de su mente. Su amiga Hannah habíamuerto de miedo, y lo que fuera que

había causado aquel terror seguía en elbosque.

—Fue el domingo, ¿no? —dijo Irene—. Algo tuvo que suceder durante esedía…

Ismael asintió lentamente. Era obvioque el muchacho había pensado lomismo mucho antes que ella.

—O la noche anterior —sugirióIsmael.

Irene le dirigió una mirada deextrañeza.

—Hannah pasó esa noche enCravenmoore. Al día siguiente, no habíaya rastro de ella. No hasta que laencontraron muerta, en el bosque —dijo

el chico.—¿Qué quieres decir?—Estuve en el bosque. Hay marcas.

Ramas rotas. Hubo una lucha. Alguienpersiguió a Hannah desde la casa.

—¿Desde Cravenmoore?Ismael asintió de nuevo.—Necesitamos saber qué es lo que

sucedió el día anterior a sudesaparición. Tal vez eso explique quiéno qué la persiguió en el bosque.

—¿Y cómo podemos hacer eso?Quiero decir que la policía… —apuntóIrene.

—Sólo se me ocurre un modo.—Cravenmoore —murmuró ella.

—Exactamente. Esta noche…El crepúsculo abría resquicios de

cobre entre el manto de nubestormentosas en tránsito desde elhorizonte. A medida que las sombras seextendían sobre la bahía, la nochedejaba ver un claro en la bóveda delcielo, a través del cual podía apreciarseel círculo de luz casi perfecto queperfilaba la luna creciente. Su lumbre deplata dibujaba un tapiz de reflejos en lahabitación de Irene. La muchacha alzópor un momento la vista del diario deAlma Maltisse y contempló aquellaesfera que le sonreía desde elfirmamento. Veinticuatro horas más y su

circunferencia sería completa. Latercera luna llena del estío. La noche delas máscaras en Bahía Azul.

En este momento, sin embargo, lasilueta de la luna adquirió otrosignificado para ella. Al cabo de pocosminutos acudiría a su cita secreta conIsmael en el umbral del bosque. La ideade atravesar la negrura e introducirse enlas profundidades insondables deCravenmoore le parecía ahora unaimprudencia. O mejor, un disparate. Porotro lado, se sentía tan incapaz defallarle a Ismael en esos momentoscomo se había sentido aquella mismatarde, cuando el muchacho había

anunciado su intención de acudir a lamansión de Lazarus Jann en busca derespuestas acerca de la muerte deHannah. Como no podía aclarar suspensamientos, la muchacha retornó eldiario de Alma Maltisse y se refugió ensus páginas.

… Hace tres días que no sé nada deél. Partió de improviso a medianoche,convencido de que, si se alejaba de mí,la sombra lo seguiría a él. No quisodecirme adónde se dirigía, perosospecho que buscó refugio en el islotedel faro. Siempre acudió a ese lugarsolitario en busca de paz, y tengo la

impresión de que esta vez ha regresadoallí, como un niño aterrorizado, aenfrentarse a su pesadilla. Su ausencia,sin embargo, me ha hecho dudar decuanto había creído hasta ahora. Lasombra no ha vuelto en estos tres días.He permanecido encerrada en mihabitación, rodeada de luces, velas yfaroles de aceite. Ni un solo rincón dela estancia permanecía en laoscuridad. Apenas he podido conciliarel sueño.

Mientras escribo estas líneas, enplena noche, puedo ver desde miventana el islote del faro entre laniebla. Una luz brilla entre las rocas.

Sé que es él, solo, confinado en laprisión a la que se ha condenado. Nopuedo permanecer ni una hora másaquí. Si debemos enfrentarnos a estapesadilla, deseo que lo hagamos juntosy si debemos perecer en el intento, queigualmente lo hagamos unidos.

Ya no me importa vivir un día más omenos de esta locura. Estoy segura deque la sombra no nos dará tregua. Nopuedo soportar otra semana más comoésta. Tengo la conciencia limpia y mialma está en paz consigo misma. Elmiedo de los primeros días es ahora yasólo cansancio y desesperanza.

Mañana, mientras las gentes del

pueblo celebren el baile de máscarasen la plaza principal, tomaré un boteen el puerto y partiré en su busca. Nome importan las consecuencias. Estoypreparada para aceptarlas. Me bastacon estar a su lado y serle de ayudahasta el último momento.

Algo dentro de mí me dice que talvez quede todavía una posibilidad paranosotros de volver a vivir una vidanormal, feliz, en paz. No aspiro a nadamás…

El impacto de una minúscula piedrasobre su ventana la arrancó de lalectura. Irene cerró el libro y echó un

vistazo al exterior. Ismael esperaba en elumbral del bosque. Lentamente, mientrasse ponía una gruesa chaqueta de punto,la luna se ocultó tras las nubes.

Irene observó cuidadosamente a sumadre desde lo alto de la escalera. Unavez más, Simone se había rendido alsueño en su butaca favorita, frente alventanal que contemplaba la bahía. Unlibro yacía sobre su regazo y sus lentesde lectura permanecían caídos sobre sunariz como un trineo en un trampolín. Enun rincón, una radio de madera labradacon caprichosos motivos de art nouveaususurraba los acordes tremendistas de unserial detectivesco. Aprovechando

semejante camuflaje, Irene pasó depuntillas frente a Simone y se coló en lacocina, que daba al patio trasero de laCasa del Cabo. Toda la operaciónapenas le llevó quince segundos.

Ismael la esperaba fuera provisto deuna escueta chaqueta de piel, pantalonesde trabajo y un par de botas queparecían haber hecho el camino de ida yvuelta a Constantinopla media docena deveces. La brisa nocturna arrastraba unafría neblina desde la bahía, tendiendouna guirnalda de tinieblas danzantessobre el bosque.

Irene se abotonó hasta arriba suchaqueta y asintió en silencio a la

mirada atenta del muchacho. Sin mediarpalabra, ambos se internaron en elsendero que atravesaba la espesura. Unagalería de sonidos invisibles poblabalas sombras del bosque. El roce de lashojas agitándose al viento enmascarabael rumor del mar rompiendo en losacantilados. Irene siguió los pasos deIsmael entre la maleza. El rostro de laluna se dejaba adivinar fugazmente entrela trama de nubes que cabalgaban sobrela bahía, sumergiendo el bosque en unfantasmal estado de penumbraparpadeante. A medio trayecto, Ireneasió la mano de Ismael y no la soltóhasta que la silueta de Cravenmoore se

alzó frente a ellos.A una señal del chico, se detuvieron

tras el tronco de un árbol herido demuerte por un rayo. Por espacio de unossegundos, la luna rasgó el cortinajeaterciopelado de las nubes y un halo declaridad barrió la fachada deCravenmoore, dibujando cada uno desus relieves y contornos y trazando elhipnótico retrato de una extraña catedralperdida en las profundidades de unbosque maldito. La fugaz visión seescindió en un estanque de oscuridad yun rectángulo de luz dorada se dibujó alpie de la mansión. La silueta de LazarusJann pudo apreciarse en el umbral de la

puerta principal. El fabricante dejuguetes cerró la puerta a sus espaldas ylentamente descendió los peldañosrumbo a la senda que bordeaba laarboleda.

—Es Lazarus. Todas las noches daun paseo por el bosque —murmuróIrene.

Ismael asintió en silencio y retuvo ala chica, sus ojos clavados en la figuradel fabricante de juguetes que seencaminaba hacia el umbral del bosque,en su dirección. Irene dirigió una miradainquisitiva a Ismael. El muchacho dejóescapar un suspiro y examinónerviosamente los alrededores. Los

pasos de Lazarus se hicieron audibles.Ismael cogió a Irene del brazo y laempujó hacia el interior del troncomuerto del árbol.

—Por aquí. ¡Rápido! —susurró.El interior del tronco estaba

impregnado de un profundo hedor ahumedad y a podredumbre. La claridadexterior se filtraba a través de pequeñosorificios practicados a lo largo de lamadera muerta y dibujaba unaimprobable escalera de peldaños de luzque ascendían por el interior del troncocavernoso. Irene sintió un hormigueo enel estómago. A dos metros por encimade ellos advirtió una fila de diminutos

puntos luminosos. Ojos. Un grito pugnópor escapar de su garganta. La mano deIsmael se le adelantó. Su alarido seahogó en su interior mientras el chico lamantenía sujeta.

—¡Son sólo murciélagos, por elamor de Dios! ¡Estate quieta! —lesusurró mientras los pasos de Lazarusrodeaban el tronco, rumbo al bosque.

Sabiamente, Ismael mantuvo lamordaza sobre la boca de Irene hastaque las pisadas del propietario deCravenmoore se perdieron bosqueadentro. Las alas invisibles de losmurciélagos se agitaron en la oscuridad.Irene sintió el aire sobre su rostro y el

hedor ácido de los animales.—Creí que no te asustaban los

murciélagos… —dijo Ismael—.Andando.

Irene lo siguió a través del jardín deCravenmoore en dirección a la partetrasera de la mansión. A cada paso quedaba, la chica se repetía que no habíanadie en la casa y que la sensación deser observada era una simple ilusión desu mente.

Alcanzaron el ala que conectaba conla antigua fábrica de juguetes de Lazarusy se detuvieron frente a la puerta de loque parecía un taller o una sala deensamblaje. Ismael extrajo una navaja y

desplegó la hoja. El reflejo del filobrilló en la oscuridad. El muchachointrodujo la punta del cuchillo en lacerradura de la puerta y palpócuidadosamente el mecanismo internodel cierre.

—Hazte a un lado. Necesito más luz.Irene se retiró unos pasos y escrutó

la penumbra que reinaba en el interiorde la fábrica de juguetes. Los cristalesestaban como nublados por años deabandono y resultaba prácticamenteimposible dilucidar las formas quehabía al otro lado.

—Vamos, vamos… —murmuróIsmael para sí, mientras seguía

trabajando en el cierre.Irene lo observó y acalló la voz

interior que empezaba a sugerir queirrumpir ilegalmente en propiedad ajenano era una buena idea. Finalmente, elmecanismo de la cerradura cedió con unchasquido casi inaudible. Una sonrisailuminó el rostro de Ismael. La puerta seseparó un par de centímetros.

—Pan comido —dijo, abriéndolalentamente.

—Démonos prisa —apuntó Irene—.Lazarus no estará fuera mucho tiempo.

Ismael penetró en el interior. Ireneinspiró profundamente y lo siguió. Elinterior estaba bañado por una densa

neblina de polvo atrapado en unaclaridad mortecina que flotaba como unanube de vapor. El olor a diferentesproductos químicos calaba el ambiente.Ismael cerró la puerta a sus espaldas yambos se enfrentaron a un mundo desombras indescifrables. Los restos de lafábrica de juguetes de Lazarus Jannyacían en la oscuridad, sumidos en unsueño perpetuo.

—No se ve nada —murmuró Irene,reprimiendo sus ansias por salir deaquel lugar cuanto antes.

—Tenemos que esperar a quenuestros ojos se acostumbren a lapenumbra. Es cuestión de segundos —

sugirió Ismael sin demasiadaconvicción.

Los segundos pasaron en vano. Elmanto de negrura que velaba la sala dela factoría de Lazarus no se desvaneció.Irene trataba de adivinar un camino porel que adentrarse cuando sus ojosrepararon en una figura erguida einmóvil que se alzaba unos metros másallá.

Un espasmo de terror le martilleó elestómago.

—Ismael, hay alguien más aquí… —dijo la muchacha, aferrándose al brazodel chico con fuerza.

Ismael escrutó la penumbra y tragó

saliva. Una figura con los brazosextendidos flotaba, suspendida. Lasilueta oscilaba lentamente, como unpéndulo, y una larga cabellera caíasobre sus hombros. Con manostemblorosas, el muchacho palpó elbolsillo de su chaqueta y extrajo unacaja de fósforos. La figura permanecíainmóvil, como una estatua vivadispuesta a saltar sobre ellos tan prontoprendiese la lumbre.

Ismael encendió la cerilla y eldestello de la llama los cegómomentáneamente. Irene se agarró a élcon fuerza.

Segundos más tarde, la visión que se

desplegó ante sus ojos le arrebató lafuerza de los músculos. Una intensaoleada de frío le recorrió el cuerpo.Ante ella, balanceándose a la luzparpadeante de la llama, se encontrabael cuerpo de su madre, Simone,suspendido del techo con los brazosextendidos.

—Dios mío…La figura giró lentamente sobre sí

misma y reveló el otro costado de susfacciones. Cables y engranajes brillaronen la tenue claridad. El rostro estabadividido en dos mitades y solamente unade ellas estaba finalizada.

—Es una máquina, simplemente una

máquina —dijo Ismael, tratando detranquilizarla.

Irene contempló la macabraimitación de Simone. Sus facciones. Elcolor de sus ojos, de su cabello. Cadamarca sobre la piel, cada línea de surostro estaban reproducidas en unamáscara inexpresiva y escalofriante.

—¿Qué está sucediendo aquí? —inquirió.

Ismael señaló lo que parecía unapuerta de entrada a la casa en el otroextremo del taller.

—Por aquí —señaló, alejando aIrene de aquel lugar y de la siniestrafigura suspendida en el aire.

La muchacha, todavía bajo el efectode aquella aparición, lo siguió, aturdiday aterrorizada.

Un instante después, la llama delfósforo que Ismael sostenía se extinguióy la oscuridad se hizo en torno a ellos denuevo.

Tan pronto alcanzaron la puerta queconducía hacia el interior deCravenmoore, el manto de sombras quese había extendido a sus pies sedesplegó a sus espaldas como una flornegra, adquiriendo volumen ydeslizándose sobre los muros. Lasombra se dirigió hacia las mesas detrabajo del taller y su rastro tenebroso

recorrió el manto blanco que cubría lafigura de aquel ángel mecánico queLazarus había mostrado a Dorian lanoche anterior. Lentamente, la sombra sefiltró bajo las comisuras de la sábana ysu masa vaporosa penetró a través de lasjunturas de la estructura metálica.

La silueta de la sombra desapareciócompletamente en el interior de aquelcuerpo de metal. Un vaho de escarcha seextendió sobre la criatura mecánicaformando una telaraña helada. Luego,los ojos del ángel se abrieron lentamenteen la oscuridad, dos rubíes encendidosbajo el manto.

La titánica figura se incorporó

lentamente y desplegó sus alas.Pausadamente, posó ambos pies sobre elsuelo. Las garras arañaron la superficiede la madera, dejando muescas a supaso. El manto de luz azulada queflotaba en el aire atrapó la espiral dehumo que ascendía del fósforo apagadoque Ismael había soltado. El ángel laatravesó y se perdió en la tiniebla,siguiendo los pasos de Ismael e Irene.

9. LA NOCHETRANSFIGURADA

El eco lejano de un repiqueteoinsistente arrancó a Simone de un mundode acuarelas danzantes y lunas que sefundían en monedas de plata candente.El sonido llegó de nuevo a sus oídos,pero esta vez Simone despertócompletamente y comprendió que denuevo el sueño había podido con ella ycon su intento de avanzar algún capítuloantes de la medianoche. Mientrasrecogía sus lentes de lectura, oyó denuevo aquel sonido y por primera vez lo

identificó. Alguien estaba golpeandosuavemente con los nudillos en laventana que daba al porche. Simone seincorporó y reconoció el rostrosonriente de Lazarus al otro lado delcristal. Al instante sintió que susmejillas se ruborizaban. Mientras abríala puerta observó su imagen en el espejodel recibidor. Un desastre.

—Buenas noches, madame Sauvelle.Tal vez no sea éste un buen momento…—dijo Lazarus.

—En absoluto. Me… Lo cierto esque estaba leyendo y me he quedadocompletamente dormida.

—Eso significa que debe usted

cambiar de libro —apuntó Lazarus.—Supongo que sí. Pero pase, por

favor.—No quisiera importunarla.—No diga tonterías. Adelante, por

favor.Lazarus asintió amablemente y entró

en la casa.Sus ojos trazaron un rápido

reconocimiento del lugar.—La Casa del Cabo nunca ha estado

mejor —comentó—. La felicito.—Todo el mérito es de Irene. Ella es

la decoradora de la familia. ¿Una tazade té? ¿Café?…

—Un té sería perfecto, pero…

—Ni una palabra más. También a míme vendrá bien.

Sus miradas se cruzaron por uninstante. Lazarus sonrió cálidamente.Simone, súbitamente azorada, bajó lamirada y se concentró en preparar el tépara ambos.

—Se preguntará el porqué de mivisita —empezó el fabricante dejuguetes.

Efectivamente, pensó Simone ensilencio.

—Lo cierto es que todas las nochesdoy un pequeño paseo por el bosquehasta los acantilados. Me ayuda arelajarme —llegó la voz de Lazarus.

Una pausa apenas marcada por elsonido del agua en la tetera medió entreambos.

—¿Ha oído hablar del baile anual demáscaras en Bahía Azul, madameSauvelle?

—La última luna llena de agosto…—recordó Simone.

—Así es. Me preguntaba… Bien,quiero que entienda que no haycompromiso alguno en mi proposición,de lo contrario no me atrevería aformularla, es decir, no sé si meexplico…

Lazarus parecía debatirse como uncolegial nervioso. Ella le sonrió

serenamente.—Me preguntaba si le apetecería ser

mi acompañante este año —concluyófinalmente el hombre.

Simone tragó saliva. La sonrisa deLazarus se desmoronó lentamente.

—Lo siento. No debería habérselopedido. Acepte mis disculpas…

—¿Con o sin azúcar? —cortóamablemente Simone.

—¿Perdón?—El té. ¿Con o sin azúcar?—Dos cucharadas.Simone asintió y diluyó las dos

cucharadas de azúcar lentamente. Unavez lista, tendió la taza a Lazarus y le

sonrió.—Tal vez la he ofendido…—No lo ha hecho. Es que no estoy

acostumbrada a que me inviten a salir decasa. Pero me encantaría acudir a esebaile con usted —respondió la mujer,sorprendida de su propia decisión.

El rostro de Lazarus se iluminó conuna amplia sonrisa. Por un instante,Simone se sintió treinta años más joven.Era una sensación ambigua y a mediocamino entre lo sublime y lo ridículo.Una sensación peligrosamenteembriagadora. Una sensación máspoderosa que el pudor, que el reparo oel remordimiento. Había olvidado lo

reconfortante que era sentir que alguiense interesase por ella.

Diez minutos más tarde, laconversación continuaba en el porche dela Casa del Cabo. La brisa del marbalanceaba los faroles de aceitesuspendidos en la pared. Lazarus,sentado sobre la baranda de madera,contemplaba las copas de los árbolesagitándose en el bosque, un mar negro ysusurrante.

Simone observó el rostro delfabricante de juguetes.

—Me alegra saber que se encuentrana gusto en la casa —comentó Lazarus—.¿Qué tal se adaptan sus hijos a la vida

en Bahía Azul?—No tengo queja. Al contrario. De

hecho, Irene parece que ya estátonteando con un chico del pueblo. Untal Ismael. ¿Lo conoce?

—Ismael…, sí, por supuesto. Unbuen muchacho, tengo entendido —dijoLazarus, distante.

—Eso espero. Lo cierto es que aúnestoy esperando que me lo presente.

—Los chicos son así. Hay queponerse en su lugar… —sugirió Lazarus.

—Supongo que hago como todas lasmadres: el ridículo, sobreprotegiendo ami hija de casi quince años.

—Es lo más natural.

—No sé si ella opina lo mismo.Lazarus sonrió, pero no dijo nada.—¿Qué sabe usted de él? —preguntó

Simone.—¿De Ismael?… Bien…, poca

cosa… —empezó él—. Me consta quees un buen marinero. Se lo tiene por unjoven introvertido y poco dado a haceramigos. Lo cierto es que yo tampocoestoy muy versado en los asuntos de lavida local… Pero no creo que tenga quepreocuparse.

El sonido de las voces trepaba hastasu ventana como la pira de humo de uncigarrillo mal apagado, caprichosa ysinuosamente; ignorarlo era imposible.

El murmullo del mar apenasenmascaraba las palabras de Lazarus ysu madre, abajo, en el porche, aunque,por un instante, Dorian habría deseadoque lo hiciera y que aquellaconversación jamás hubiese llegado asus oídos. Había algo que lo inquietabaen cada inflexión, en cada frase. Algoindefinible, una presencia invisible queparecía impregnar cada giro de laconversación.

Tal vez fuese la idea de escuchar asu madre charlar plácidamente con unhombre que no era su padre, aunque esehombre fuese Lazarus, a quien Doriantenía por amigo. Quizá fuese el color de

intimidad que parecía teñir las palabrasentre ambos. Quizá, se dijo por finDorian, eran tan sólo celos y unaestúpida obstinación por pretender quesu madre no podía volver a disfrutar deuna conversación de tú a tú con otrohombre adulto. Y eso era egoísta.Egoísta e injusto. Al fin y al cabo,Simone, además de su madre, era unamujer de carne y hueso, necesitada deamistad y de la compañía de alguien másque de sus hijos. Cualquier libro que sepreciase lo dejaba bien claro. Dorianrepasó el aspecto teórico de eserazonamiento. A ese nivel, todo leparecía perfecto. La práctica, sin

embargo, era otra cuestión.Tímidamente, sin encender la luz de

su habitación, Dorian se aproximó a laventana y echó un vistazo furtivo haciael porche. «Egoísta y, encima, espía»,pareció susurrar una voz en su interior.Desde el cómodo anonimato de lassombras, Dorian observó la sombra desu madre proyectada sobre el suelo delporche. Lazarus, de pie, miraba el mar,negro e impenetrable. Dorian tragósaliva. La brisa agitó las cortinas que loocultaban y el chico dio un paso atrásinstintivamente. La voz de su madrepronunció algunas palabrasininteligibles. No era asunto suyo,

concluyó, avergonzado de haber estadoespiando en secreto.

El muchacho estaba a punto dealejarse suavemente de su ventanacuando advirtió un movimiento en lapenumbra por el rabillo del ojo. Dorianse volvió en seco, sintiendo cómo todoslos cabellos de la nuca se le erizaban.La habitación estaba sumida en laoscuridad, apenas rasgada por retales declaridad azul que se filtraban entre lascortinas ondulantes. Lentamente, sumano palpó la mesilla de noche en buscadel interruptor de la lámpara. La maderaestaba fría. Sus dedos tardaron un par desegundos en dar con el botón. Dorian

presionó el interruptor. La espiralmetálica del interior de la bombillaprendió en una llama fugaz y seextinguió con un suspiro. El destellovaporoso lo cegó por un instante. Luego,la oscuridad se hizo más densa, como unprofundo pozo de agua negra.

«La bombilla se ha fundido —sedijo—. Algo común. El metal con el quese forja la espiral de la resistencia,wolframio, tiene una vida limitada». Enla escuela le habían explicado eso.

Todos estos pensamientostranquilizadores se desvanecieroncuando Dorian advirtió de nuevo aquelmovimiento entre las sombras. Más

concretamente, de las sombras.Sintió una oleada de frío al

comprobar que una forma parecíamoverse en la oscuridad, frente a él.

La silueta, negra y opaca, se detuvoen el centro de la estancia. «Me estáobservando», murmuró la voz interna ensu mente. La sombra pareció avanzarentre la oscuridad y Dorian comprobóque no era el suelo lo que se movía, sinosus rodillas, que temblaban de puroterror ante aquella forma espectral denegrura que se acercaba paso a paso.

Dorian retrocedió unos pasos hastaque la escasa claridad que penetraba porla ventana lo envolvió en un halo de luz.

La sombra se detuvo en el umbral de latiniebla. El chico sintió que sus dientespugnaban por rechinar, pero presionó lamandíbula con fuerza y reprimió susdeseos de cerrar los ojos. De pronto,alguien pareció pronunciar unaspalabras. Tardó unos segundos encomprobar que era él mismo quienestaba hablando. Con tono firme y sinrastro de temor.

—Fuera de aquí —murmuró Dorianen dirección a las sombras—. He dichofuera.

Un sonido escalofriante llegó hastasus oídos, un sonido que parecía el ecode una risa lejana, cruel y maléfica. En

aquel instante, las facciones de aquellasombra asomaron entre la penumbracomo un espejismo de aguas deobsidiana. Negras. Demoníacas.

—Fuera de aquí —se oyó decir a símismo.

La forma de vapor negro sedesvaneció ante sus ojos y la sombracruzó la habitación a toda velocidad,como una nube de gas candente, hasta lapuerta. Una vez allí la silueta formó unaespiral fantasmagórica que se filtró através del orificio de la cerradura, untornado de tinieblas succionado por unafuerza invisible.

Sólo entonces la resistencia de la

bombilla prendió de nuevo y, esta vez,la cálida luz bañó la habitación. Elimpacto súbito de la luz eléctrica learrancó un alarido de pánico que seahogó en su garganta. Sus ojosrecorrieron cada rincón de la estancia,pero no quedaba rastro de la apariciónque había creído ver segundos antes.

Dorian respiró profundamente y sedirigió hacia la puerta. Posó la manosobre el pomo. El metal estaba fríocomo el hielo. Armándose dedeterminación, la abrió y estudió lassombras del pasillo. Nada.

Suavemente, cerró de nuevo lapuerta de su habitación y volvió hasta la

ventana. Abajo, en el porche, Lazarus sedespedía de su madre. Justo antes departir, el fabricante de juguetes seinclinó y la besó en la mejilla. Un besobreve, casi un roce. Dorian sintió que elestómago se le encogía hasta el tamañode un guisante. Un instante después,desde las sombras, el hombre alzó lamirada y le sonrió. La sangre se le helóen las venas.

El fabricante de juguetes se alejólentamente rumbo al bosque, bajo la luzde la luna y, por más que Dorian lointentó, fue incapaz de ver dónde sereflejaba la sombra de Lazarus. Pocodespués, la oscuridad lo engulló.

Tras atravesar un largo corredor quecomunicaba la fábrica de juguetes con lamansión, Ismael e Irene se adentraron enlas entrañas de Cravenmoore. Bajo elmanto de la noche, la morada de Lazarusparecía un palacio de tinieblas, cuyasgalerías, pobladas por decenas decriaturas mecánicas, se extendían haciala oscuridad en todas las direcciones. Laluz central que coronaba la escalinata enespiral en el centro de la mansiónesparcía una lluvia de reflejos púrpuras,dorados y azules que reverberaban haciael interior de Cravenmoore, comoburbujas escapadas de un caleidoscopio.

A los ojos de Irene, las siluetasaletargadas de los autómatas y losrostros inanimados sobre los murossugerían un extraño encantamiento quehubiese apresado las almas de decenasde antiguos habitantes de la mansión.Ismael, más prosaico, no veía en ellasmás que el reflejo de la mentelaberíntica e insondable que los habíacreado. Y ello no lo tranquilizaba enabsoluto; al contrario, a medida que seaventuraban en los dominios privadosde Lazarus Jann, la presencia invisibledel fabricante de juguetes parecía másintensa que nunca. Su personalidadestaba en cada recóndito detalle de

aquella barroca construcción: desde eltecho, tramado en una bóveda de frescosque mostraban escenas de cuentoscélebres, hasta el suelo que pisaban, uninterminable tablero de ajedrez queformaba una red hipnótica y engañaba ala vista con un extravagante efectoóptico de profundidad infinita. Caminarpor Cravenmoore era como adentrarseen un sueño embriagador y a la vezaterrador.

Ismael se detuvo al pie de una de laescalera e inspeccionó cuidadosamenteel recorrido en espiral que se perdía enlas alturas. Mientras lo hacía, Ireneadvirtió que el rostro de uno de los

relojes mecánicos de Lazarus en formade sol abría los ojos y les sonreía. Altiempo que la manecilla de las horasalcanzaba la vertical de la medianoche,la esfera giró sobre sí misma y el sol diopaso a una luna que irradiaba una luzespectral. Los ojos oscuros y brillantesde la luna giraban de un lado a otrolentamente.

—Vayamos arriba —murmuróIsmael—. La habitación de Hannahestaba en el segundo piso.

—Aquí hay decenas de habitaciones,Ismael. ¿Cómo sabremos cuál era lasuya?

—Hannah me contó que su

habitación estaba en el extremo de uncorredor, de cara a la bahía.

Irene asintió, pese a que aquélla leparecía poca aclaración. El muchachoparecía tan abrumado por la atmósferadel lugar como ella, pero no lo admitiríani en cien años. Ambos echaron unúltimo vistazo al reloj.

—Ya es medianoche. Lazarusvolverá pronto —dijo Irene.

—Andando.La escalera ascendía en una espiral

bizantina que parecía desafiar la ley dela gravedad, arqueándoseprogresivamente como los conductos deacceso a la cúpula de una gran catedral.

Tras un vertiginoso ascenso, rebasaronla entrada al primer piso. Ismael aferróla mano de Irene y siguió subiendo. Lacurvatura de los muros se hacía máspronunciada ahora, y el trayecto setransformaba paulatinamente en unesófago claustrofóbico horadado en lapiedra.

—Sólo un poco más —dijo el chico,leyendo el angustioso silencio de Irene.

Una eternidad más tarde —enrealidad, unos treinta segundos—,ambos pudieron escapar de aquelasfixiante conducto y alcanzar la puertade acceso a la segunda planta deCravenmoore. Frente a ellos se extendía

el corredor principal del ala este. Unajauría de figuras petrificadas acechabaen las sombras.

—Sería conveniente que nosseparásemos —apuntó Ismael.

—Sabía que dirías eso.—A cambio, escoge tú qué extremo

quieres explorar —ofreció Ismael,tratando de bromear.

Irene dirigió una mirada en ambasdirecciones.

Hacia el este se distinguían loscuerpos de tres figuras encapuchadas entorno a una enorme marmita: brujas. Lamuchacha señaló en la direcciónopuesta.

—Hacia allí.—Son sólo máquinas, Irene —dijo

Ismael—. No tienen vida. Simplesjuguetes.

—Dímelo por la mañana.—Está bien, yo exploraré esta parte.

Nos encontraremos aquí dentro dequince minutos. Si no hemos encontradonada, mala suerte. Nos largamos —concedió—. Lo prometo.

Ella asintió. Ismael le tendió su cajade fósforos.

—Por si acaso.Irene la guardó en el bolsillo de su

chaqueta y dirigió una última mirada aIsmael. El muchacho se inclinó y la besó

ligeramente en los labios.—Buena suerte —murmuró.Antes de que pudiera responderle, él

se alejó hacia el extremo del corredorenterrado en la negrura. «Buena suerte»,pensó Irene.

El eco de los pasos del chico seperdió a su espalda. La muchacharespiró profundamente y se encaminórumbo al otro extremo de la galería queatravesaba el eje central de la mansión.El corredor se bifurcaba al llegar a laescalinata central. Irene se asomólevemente al abismo que descendíahasta la planta baja. Un haz de luzdescompuesta caía en vertical desde una

especie de linterna ubicada en lacúspide trazando un arco iris quearañaba las tinieblas.

Desde aquel punto, la galería seadentraba en dos direcciones: hacia elsur y hacia el oeste. El ala oeste era laúnica que tenía vistas a la bahía. Sindudarlo un instante, Irene se internó enel largo pasillo, dejando tras de sí lareconfortante claridad que emanaba dela linterna. Súbitamente, la muchachaadvirtió que un velo semitransparentecruzaba el pasillo, apenas una cortinillade gasa más allá de la cual el corredoradquiría una fisonomía ostensiblementediferente de la del resto de la galería.

No se veía la silueta de ninguna figuramás acechando en la sombra. Una letraaparecía bordada sobre la corona quesostenía la cortina divisoria. Unainicial:

AIrene separó con los dedos el velo

de la cortina y cruzó aquella extrañafrontera que parecía dividir en dos elala oeste. Un frío aliento invisible leacarició el rostro y por primera vez lamuchacha vislumbró que los murosestaban recubiertos por una complejamaraña de relieves labrados sobre lamadera. Sólo tres puertas podían versedesde allí. Dos a ambos lados del

corredor y una tercera, la mayor de lastres, situada en el extremo y marcadacon la inicial que había visto sobre lacortina a sus espaldas.

Irene se encaminó lentamente haciaaquella puerta. Los relieves a sualrededor mostraban escenasincomprensibles que personificabanextrañas criaturas. Cada una de ellas, asu vez, se yuxtaponía con otras, creandoun océano de jeroglíficos cuyosignificado se le escapabacompletamente. Para cuando Irene llegóa la puerta del extremo, la noción de queera improbable que Hannah hubieseocupado una estancia en aquel lugar ya

había tomado forma en su mente. Elembrujo de aquel espacio, sin embargo,podía más que la siniestra atmósfera desantuario prohibido que allí serespiraba. Una intensa presencia parecíaflotar en el aire. Una presencia casipalpable.

Irene sintió que el pulso se leaceleraba y posó su mano temblorosasobre el pomo de la puerta. Algo ladetuvo. Un presentimiento. Aún estaba atiempo de volver atrás, de reunirse denuevo con Ismael y escapar de aquellacasa antes de que Lazarus advirtiese suincursión. El pomo giró suavemente bajosus dedos, resbalando sobre la piel.

Irene cerró los ojos. No tenía por quéentrar allí. Le bastaba con rehacer suspasos. No tenía por qué ceder a aquellaatmósfera irreal, de ensueño, que lesusurraba que abriese la puerta ycruzase el umbral sin retorno. Lamuchacha abrió los ojos.

El corredor ofrecía el camino deregreso entre las tinieblas. Irene suspiróy, por un instante, sus ojos se perdieronen los reflejos que teñían la cortina degasa. Fue entonces cuando aquellasilueta oscura se recortó tras la cortina yse detuvo al otro lado.

—¿Ismael? —murmuró Irene.La silueta permaneció allí por

espacio de unos instantes y, después, sinproducir sonido alguno, se retiró denuevo a las sombras.

—Ismael, ¿eres tú? —preguntó denuevo.

El lento veneno del pánico habíaempezado a insuflarse en sus venas. Sinapartar la mirada de aquel punto, abrióla puerta de la habitación y penetró en elinterior, cerrando a su espalda. Por unsegundo, la luz de zafiro que se filtrabadesde los grandes ventanales, altos yestrechos, la cegó. Luego, mientras suspupilas se aclimataban a la luminosidadevanescente de la cámara, Irene atinó aencender, con manos temblorosas, uno

de los fósforos que Ismael le habíaproporcionado. La lumbre cobriza de lallama la ayudó a desvelar una suntuosasala palaciega, cuyo lujo y esplendorparecían escapados de las páginas deuna fábula.

El techo, coronado por unartesonado laberíntico, dibujaba unremolino barroco en torno al centro dela estancia. En un extremo, un suntuosopalanquín del que pendían largos velosdorados albergaba un lecho. En el centrode la habitación una mesa de mármolsostenía un gran tablero de ajedrez,cuyas piezas estaban labradas en cristal.En el otro extremo, Irene descubrió otra

fuente de luz que contribuía a configuraresa atmósfera irisada: las faucescavernosas de un hogar donde ardíangruesos troncos en brasa pura. Encima,se alzaba un gran retrato. Un rostroblanco y dotado de las facciones másdelicadas que puedan imaginarse en unser humano rodeaba los ojos profundosy tristes de una mujer de conmovedorabelleza. La dama del retrato aparecíaenfundada en un largo atuendo blanco ytras ella podía distinguirse el islote delfaro en la bahía.

Irene se acercó lentamente hasta elpie del retrato, sosteniendo en alto elfósforo encendido hasta que la llama le

quemó los dedos. Lamiéndose laquemadura, la joven distinguió unportavelas sobre un escritorio. No lonecesitaba estrictamente, pero encendióla vela con otro fósforo. La llamairradió de nuevo un vaho de claridad entorno a ella. Sobre el escritorio, un librode piel aparecía abierto por la mitad.

Los ojos de Irene reconocieron lacaligrafía que le era tan familiar sobreel papel apergaminado y cubierto poruna capa de polvo que apenas permitíaleer las palabras escritas en la página.La muchacha sopló levemente y unanube de miles de partículas brillantes seesparció sobre la mesa. Cogió el libro

en sus manos y pasó las páginas hastallegar a la primera. Acercó el tomo a laluz y dejó que sus ojos leyesen laspalabras impresas en letras plateadas.Lentamente, a medida que su mentecomprendía lo que todo aquellosignificaba, un intenso escalofrío se leclavó como una aguja helada en la basede la nuca.

Alexandra Alma MaltisseLazarus Joseph Jann

1915

Una brizna de madera encendidachasqueó entre el fuego, escupiendo

pequeñas chispas que se desvanecieronal contacto con el suelo. Irene cerró ellibro y lo depositó sobre el escritorio.Fue entonces cuando advirtió que, en elotro extremo de la estancia, tras el veloque ondeaba en el palanquín querodeaba el lecho, alguien la observaba.Una silueta esbelta yacía tendida sobrela cama. Una mujer. Irene avanzó unospasos hacia ella. La mujer alzó unamano.

—¿Alma? —susurró Irene, aterradapor el sonido de su propia voz…

La muchacha recorrió los metros quela separaban del lecho y se detuvo alotro lado. El corazón le batía con fuerza

y respiraba entrecortadamente.Despacio, empezó a separar los

cortinajes. En aquel instante, una fríaráfaga de aire cruzó la estancia y agitólos velos suspendidos. Irene se volvió amirar a la puerta. Una sombra seextendía sobre el suelo, como un grancharco de tinta esparciéndose bajo lapuerta. Un sonido fantasmal, una vozlejana y llena de odio, pareció susurraralgo desde la oscuridad.

Un instante después, la puerta seabrió con una fuerza incontenible ygolpeó contra el interior de lahabitación, prácticamente arrancandolos goznes que la sujetaban. Cuando la

garra de uñas afiladas como largascuchillas de acero emergió de lassombras, Irene gritó hasta donde le llególa voz.

Ismael empezaba a pensar que habíacometido algún error al tratar de ubicarmentalmente la habitación de Hannah.Cuando ella le había descrito la casa, elmuchacho había trazado su propio planode Cravenmoore. Una vez en el interior,sin embargo, la estructura laberíntica dela mansión se le antojaba indescifrable.Todas las habitaciones del ala que habíadecidido explorar estaban cerradas a caly canto. Ni una sola de las cerradurashabía cedido a sus artes, y el reloj no

parecía mostrar compasión alguna paracon su completo fracaso.

Los quince minutos acordados sehabían evaporado en vano, y la idea deabandonar la búsqueda por aquellanoche empezaba a resultarle tentadora.Un simple vistazo al lúgubre decoradode aquel lugar le sugería mil y unaexcusas con tal de escapar de él. Yahabía tomado la decisión de abandonarla mansión cuando oyó el grito de Irene,apenas un hilo de voz atravesando lastinieblas de Cravenmoore desde algúnlugar recóndito. El eco se esparció envarias direcciones. Ismael sintió lapunzada de adrenalina quemándole las

venas y se lanzó tan de prisa como suspiernas se lo permitieron hacia el otroextremo de aquella monumental galería.

Sus ojos apenas se detuvieron en elsiniestro túnel de formas tenebrosas quese deslizaba a su alrededor. Cruzó bajoel halo espectral de la linterna en lacúspide y rebasó la encrucijada degalerías en torno a la escalinata central.El entramado de baldosas del sueloparecía extenderse bajo sus pies, y lavertiginosa fuga del pasillo se alargabafrente a sus ojos como un corredor quecabalgase hacia el infinito.

Los gritos de Irene llegaron denuevo a sus oídos, esta vez más

cercanos. Ismael atravesó el umbral decortinajes transparentes y por fin detectóla entrada a la cámara del extremo delala oeste. Sin pensarlo un segundo, elmuchacho se lanzó al interior,desconocedor de lo que lo esperaba allídentro.

La fisonomía velada de unamonumental habitación se desplegó antesus ojos a la luz de las brasas quechispeaban en el fuego. La silueta deIrene, recortada contra un amplioventanal bañado en luz azul, loreconfortó por un instante, pero prontopudo leer el terror ciego en los ojos dela muchacha. Ismael se volvió

instintivamente y la visión que descubriófrente a sí le nubló la mente,paralizándolo como hubiese hecho ladanza hipnótica de una serpiente.

Alzándose de entre las sombras, unatitánica silueta desplegó dos grandesalas negras, las alas de un murciélago. Ode un demonio.

El ángel extendió dos largos brazos,coronados por dos garras, a su vezformadas por dedos largos y oscuros, yel filo acerado de sus uñas brilló frentea su rostro, velado por una capucha.

Ismael retrocedió un paso endirección al fuego y el ángel alzó elrostro, desvelando sus facciones a la

claridad de las llamas. Había algo másen aquella siniestra figura que unasimple máquina. Algo se había refugiadoen su interior, convirtiéndola en un títereinfernal, una presencia palpable ymaléfica. El muchacho luchó por nocerrar los ojos y agarró el extremointacto de un tronco medio reducido abrasas. Blandiendo el tronco encendidofrente al ángel, señaló la puerta de lahabitación.

—Ve hacia la puerta lentamente —lemurmuró a Irene.

La muchacha, paralizada por elpánico, ignoró sus palabras.

—Haz lo que te he dicho —ordenó

Ismael enérgicamente.El tono de su voz despertó a Irene.

Asintió temblando e inició su camino endirección a la puerta. Apenas habíarecorrido un par de metros cuando elrostro del ángel se volvió hacia ellacomo un depredador atento y paciente.Irene sintió sus pies fundirse con elsuelo.

—No lo mires y sigue andando —indicó Ismael, sin cesar de blandir eltronco frente al ángel.

Irene dio un paso más. La criaturaladeó la cabeza hacia ella y la jovendejó escapar un gemido.

Ismael, aprovechando la distracción,

golpeó con el tronco al ángel en un ladode la cabeza. El impacto levantó unalluvia de briznas encendidas. Antes deque pudiese retirar el tronco, una de lasgarras aferró el madero y unas uñas decinco centímetros, poderosas comocuchillos de caza, lo hicieron añicosante sus ojos. El ángel dio un paso haciaIsmael. El muchacho pudo sentir lavibración sobre el piso bajo el peso desu oponente.

—Eres sólo una maldita máquina.Un maldito montón de hojalata… —murmuró, tratando de borrar de su menteel efecto aterrador de aquellos dos ojosescarlatas que asomaban bajo la

capucha del ángel.Las pupilas demoníacas de la

criatura se redujeron lentamente hastaformar un filamento sangrante sobrecórneas de obsidiana, emulando los ojosde un gran felino. El ángel dio otro pasohacia él. Ismael echó un rápido vistazoen dirección a la puerta. Mediaban másde ocho metros hasta ella. No teníaescapatoria posible, pero Irene sí.

—Cuando te lo diga, echa a correrhacia la puerta y no pares hasta queestés fuera de la casa.

—¿Qué estás diciendo?—No discutas ahora —protestó

Ismael, sin apartar los ojos de la

criatura—. ¡Corre!El muchacho estaba calculando

mentalmente el tiempo que podía tardaren correr hasta la ventana y tratar deescapar por los riscos de la fachadacuando sucedió lo inesperado. Irene, envez de dirigirse hacia la puerta y huir,asió un madero encendido del fuego y seencaró con el ángel.

—Mírame, mal nacido —gritó,prendiendo la capa que cubría al ángelcon las llamas del tronco y arrancandoun alarido de rabia a la sombra que seocultaba en su interior.

Ismael, atónito, se lanzó hacia Ireney llegó justo a tiempo de derribarla

sobre el suelo, antes de que las cincocuchillas de la garra la rebanasen en elaire. La capa del ángel se transformó enun manto de llamas y la colosal siluetade la criatura se tornó en una espiral defuego. Ismael agarró a Irene del brazo yla incorporó. Juntos trataron de correrhacia la salida, pero el ángel seinterpuso en su camino tras arrancarse lacapa de fuego que lo enmascaraba. Unaestructura de acero ennegrecido afloróbajo las llamas.

Ismael, sin soltar a la chica ni unsegundo (en previsión de nuevasintentonas de heroísmo), la arrastróhasta la ventana y lanzó una de las sillas

contra el cristal. Una lluvia de cristalesestalló sobre ellos y el frío viento de lanoche impulsó los cortinajes hasta eltecho. Sentían los pasos del ángelavanzando hacia ellos a su espalda.

—¡Rápido! ¡Salta a la cornisa! —gritó el muchacho.

—¿Qué? —gimió una incrédulaIrene.

Sin entretenerse en razonar, él laempujó hasta el exterior. La muchachacruzó las fauces abiertas en el cristal yse encontró con una caída en vertical decasi cuarenta metros. El corazón le dioun vuelco, convencida de que endécimas de segundo su cuerpo se

precipitaría al vacío. Ismael, sinembargo, no aflojó su presa ni un ápicey de un tirón la aupó de nuevo sobre laestrecha cornisa que bordeaba lafachada, como un pasillo entre lasnubes. Él saltó tras ella y la empujóhacia adelante. El viento le heló el sudorque le caía por el rostro.

—¡No mires abajo! —gritó.Habían avanzado apenas un metro

justo cuando la garra del ángel asomópor la ventana a su espalda; sus uñasarrancaron una lluvia de chispas sobrela roca, horadando cuatro cicatrices enla piedra. Irene gritó al sentir que suspies temblaban sobre la cornisa y su

cuerpo parecía balancearsepeligrosamente hacia el vacío.

—No puedo seguir, Ismael —anunció—. Si doy un paso más, mecaeré.

—Puedes. Y lo harás. Andando —laurgió él, aferrándola de la mano confuerza—. Si te caes, nos caemos los dos.

La muchacha trató de sonreírle. Depronto, un par de metros más adelante,una de las ventanas explotóviolentamente y proyectó mil pedazos devidrio hacia el exterior. Las garras delángel asomaron por ella y, un instantedespués, todo el cuerpo de la criatura seadhirió a la fachada como una araña.

—Dios mío… —gimió Irene.Ismael intentó retroceder, tirando de

ella. El ángel reptó sobre la piedra; susilueta se confundía casi con los rostrosdiabólicos de las gárgolas queapuntalaban el friso superior de lafachada de Cravenmoore.

La mente del chico examinó elcampo visual que se abría ante ellos atoda velocidad. La criatura avanzabapalmo a palmo en su dirección.

—Ismael…—¡Ya lo sé, ya lo sé!El muchacho calculó las

posibilidades que tenían de sobrevivir aun salto desde aquella altura. Cero,

siendo generoso. La alternativa devolver a entrar en la habitación requeríademasiado tiempo. En el intervalo quetardasen en rehacer sus pasos sobre lacornisa, el ángel estaría sobre ellos.Sabía que le quedaban apenas unossegundos para tomar la decisión, fueracual fuese. La mano de Irene se aferrócon fuerza a la suya; estaba temblando.El chico dirigió una última mirada alángel, que reptaba hacia ellos lenta peroinexorablemente. Tragó saliva y miró endirección contraria. El sistema decanalización del desagüe descendíajunto a la fachada a sus pies. La mitadde su cerebro se estaba preguntando si

aquella estructura podría soportar elpeso de dos personas, mientras la otramitad estaba tramando el modo de asirsea aquella gruesa cañería, su últimaoportunidad.

—Agárrate fuerte a mí —murmurópor fin.

Irene lo miró; luego miró hacia elsuelo, un abismo, y leyó su pensamiento.

—¡Ay, Dios mío!Ismael le guiñó un ojo.—Buena suerte —susurró.La garra del ángel se clavó a cuatro

centímetros de su rostro. Irene gritó y seaferró a Ismael, cerrando los ojos.Estaban cayendo en un descenso

vertiginoso. Cuando la muchacha volvióa abrirlos, ambos estaban suspendidosen el vacío. Ismael descendía por elcanal de desagüe prácticamente sinpoder frenar su trayectoria. El estómagose le subió a la garganta. Sobre ellos, elángel golpeó la cañería, aplastándolacontra la fachada. Ismael notó que elroce le arrancaba la piel de las manos ylos antebrazos sin piedad, produciendouna quemazón que, al cabo de pocossegundos, habría de convertirse en undolor agudo. El ángel reptó hacia ellos ytrató de agarrar el canalón… Su propiopeso lo arrancó de la pared y la masametálica de la criatura se precipitó al

vacío, arrastrando tras de sí toda lacañería. Ésta, con Ismael e Irene, trazóun arco en el aire hacia el suelo. Elmuchacho luchó por no perder elcontrol, pero el dolor y la velocidad a laque caían pudieron más que susesfuerzos.

La cañería resbaló entre sus brazos yambos se vieron cayendo sobre el granestanque que bordeaba el ala oeste deCravenmoore. El impacto sobre lalámina helada de agua negra los golpeócon rabia. La inercia de la caída lospropulsó hasta el fondo resbaladizo dela laguna. Irene sintió que el agua heladale penetraba por las fosas nasales y le

quemaba la garganta. Una oleada depánico la asaltó. Abrió los ojos bajo elagua y sólo vio un pozo de negrura entreel escozor. Una silueta apareció a sulado: Ismael. El muchacho la agarró y lallevó a la superficie. Ambos emergieronal aire libre con una exhalación.

—De prisa —urgió Ismael.Irene advirtió marcas y heridas en

sus manos y sus brazos.—No es nada —mintió el muchacho,

saltando fuera del estanque.Ella lo siguió. Sus ropas estaban

empapadas y el frío de la noche lasadhería a su cuerpo simulando undoloroso manto de escarcha sobre la

piel. Ismael escrutó las sombras a sualrededor.

—¿Dónde está? —preguntó Irene.—Tal vez el impacto de la caída lo

ha…Algo se movió entre los arbustos. En

seguida reconocieron los dos ojosescarlatas. El ángel seguía allí y, fueralo que fuese lo que guiaba susmovimientos, no estaba dispuesto adejarlos escapar con vida.

—¡Corre!Ambos se precipitaron a toda

velocidad hacia el umbral del bosque.Sus ropas empapadas dificultaban lamarcha, y el frío empezaba a calar sus

huesos. El sonido del ángel entre lamaleza llegó hasta ellos. Ismael tiró confuerza de la chica, dirigiéndose hacia lazona más profunda del bosque, donde laniebla se espesaba.

—¿Adónde vamos? —gimió Irene,consciente de que estaban internándoseen una parte del bosque que le eradesconocida.

Ismael no se molestó en contestar yse limitó a tirar de elladesesperadamente. Irene sintió la malezadesgarrándole la piel de los tobillos y elpeso de la fatiga consumiéndole losmúsculos. No podía mantener aquelritmo mucho más. En cuestión de

segundos, la criatura los alcanzaría enlas entrañas del bosque y losdespedazaría con sus garras.

—No puedo seguir…—¡Sí puedes!El muchacho la estaba arrastrando.

La cabeza le daba vueltas y podía oír lasramas rotas crujiendo a sus espaldas, aescasos metros de ellos. Por un instantepensó que iba a desvanecerse, pero unapunzada de dolor en la pierna ladevolvió a una dolorosa conciencia. Unade las garras del ángel había emergidode entre los arbustos y le había abiertoun corte en el muslo. La chica gritó. Elrostro de la criatura surgió tras ellos.

Irene intentó cerrar los ojos, pero nopudo apartar la mirada de aquel infernaldepredador.

En aquel momento, la entrada de unagruta disimulada en la maleza apareciófrente a ellos. Ismael se lanzó hacia elinterior, arrastrándola consigo. Luegoéste era el lugar hacia el que la estaballevando. Una cueva. ¿Acaso Ismaelcreía que el ángel no dudaría en darlescaza allí? Por toda respuesta, Irene oyóel sonido de las garras arañando lasparedes de roca de la gruta. Ismael laarrastró a través del angosto túnel hastadetenerse junto a un orificio en el suelo,un agujero en el vacío. Un frío viento

impregnado de salitre emanaba delinterior. Un rumor intenso rugía másallá, en la oscuridad. Agua. El mar.

—¡Salta! —le ordenó el chico.Irene observó el orificio negro. A

sus ojos, una entrada directa al infiernoresultaba más apetecible.

—¿Qué hay ahí abajo?Ismael suspiró, agotado. Los pasos

del ángel sonaban próximos. Muypróximos.

—Es una entrada a la Cueva de losMurciélagos.

—¿Ésta es la segunda entrada?¡Dijiste que era peligrosa!

—No tenemos elección…

Las miradas de ambos seencontraron en la penumbra. Dos metrosmás allá, el ángel negro hizo crujir susgarras. Ismael asintió. La chica tomó sumano y, cerrando los ojos, saltó alvacío. El ángel se lanzó tras ellos yatravesó la entrada a la gruta, cayendohacia el interior de la caverna.

El descenso a través de la oscuridadse hizo infinito. Cuando finalmente suscuerpos se sumergieron en el mar, unapunzada de frío se filtró por cada porode su piel, mordiente. Al emerger a lasuperficie, apenas un hilo de claridad sefiltraba desde el agujero en la cúspidede la gruta. El vaivén de la marea los

impulsaba contra unos muros de rocaafilada.

—¿Dónde está? —preguntó Irene,luchando por contener el temblor que leprovocaba la gélida temperatura delagua.

Durante unos segundos, ambos seabrazaron en silencio, esperando que encualquier momento aquella invencióninfernal emergiese de las aguas ypusiera fin a sus vidas en la oscuridadde aquella caverna. Pero ese momentonunca llegó. Ismael fue el primero enadvertirlo.

Los ojos escarlatas del ángelbrillaban con intensidad en el fondo de

la gruta. El enorme peso de la criatura leimpedía emerger a flote. Un rugido deira llegó hasta ellos a través de lasaguas. Aquella presencia quemanipulaba el ángel se retorcía de rabiaal comprobar que su títere asesino habíacaído en una trampa que lo hacíainservible. Aquella masa de metal jamásconseguiría llegar a la superficie. Estabacondenado a permanecer en el fondo dela cueva hasta que el mar lotransformase en un montón de chatarraoxidada.

Los muchachos se quedaron allí,observando cómo el brillo de aquellosdos ojos palidecía y se desvanecía bajo

las aguas para siempre. Ismael dejóescapar un suspiro de alivio. Irene lloróen silencio.

—Se acabó —murmuraba temblandola muchacha—. Se acabó.

—No —dijo Ismael—. Eso no eramás que una máquina, sin vida nivoluntad. Algo la movía desde elinterior. Lo que ha intentado matarnossigue ahí…

—Pero ¿qué es?—No lo sé…En aquel momento, una explosión se

produjo en el fondo de la caverna. Unanube de burbujas negras emergió a lasuperficie, fundiéndose en un espectro

negro que reptó sobre las paredes deroca hacia la entrada en la cúspide de lagruta. La sombra se detuvo y losobservó desde allí.

—¿Se marcha? —preguntó Irene,aterrada.

Una risa cruel y envenenada inundóla gruta. Ismael negó lentamente con lacabeza.

—Nos deja aquí… —dijo elmuchacho—, para que la marea haga elresto…

La sombra escapó a través de laentrada a la cueva.

Ismael suspiró y condujo a Irenehasta una pequeña roca que emergía a la

superficie y ofrecía el espacio justo paraambos. La aupó hasta la roca y la rodeócon los brazos. Temblaban de frío yestaban heridos, pero por unos minutosse limitaron a tenderse sobre la roca yrespirar profundamente, en silencio. Enalgún momento, Ismael advirtió que elagua parecía rozarle los pies de nuevo, ycomprendió que la marea estabasubiendo. No era aquel ser que losperseguía quien había caído en latrampa, sino ellos mismos…

La sombra los había abandonado amerced de una muerte lenta y terrible.

10. ATRAPADOS

El mar rugía al romper en la boca dela Cueva de los Murciélagos. Las fríascorrientes de la Bahía Negra irrumpíancon fuerza entre los canales de roca,creando un rumor estremecedor por eleco interno de la caverna, sumida en laoscuridad. El orificio de entrada en laroca se alzaba sobre ellos, lejano einalcanzable, simulando el ojo de unacúpula. En unos minutos el nivel delagua había ascendido unos centímetros.Irene no tardó en advertir que lasuperficie de roca que ocupaban, como

náufragos, se reducía. Milímetro amilímetro.

—La marea está subiendo —murmuró.

Ismael se limitó a asentir, abatido.—¿Qué nos va a pasar? —preguntó

ella, intuyendo la respuesta, peroesperando que el chico, inagotable cajade sorpresas, se sacase de la mangaalgún ardid de última hora.

Él le dirigió una mirada sombría.Las esperanzas de Irene sedesvanecieron al instante.

—Cuando sube la marea, bloquea laentrada de la cueva —explicó Ismael—.Y ya no hay otra salida de esta cueva

que ese orificio en la cúspide, pero noexiste modo alguno de llegar a él desdeaquí abajo.

Hizo una pausa y su rostro sesumergió en las sombras.

—Estamos atrapados —concluyó.La idea de la marea subiendo

lentamente hasta ahogados como ratas enuna pesadilla de oscuridad y frío le helóla sangre a Irene. Mientras huían deaquella criatura mecánica, la adrenalinahabía bombeado suficiente excitación ensus venas como para nublar sucapacidad de razonar. Ahora, temblandode frío en la oscuridad, la perspectivade una muerte lenta se le antojaba

insufrible.—Tiene que haber otro modo de

salir de aquí —apuntó.—No lo hay.—¿Y qué vamos a hacer?—De momento, esperar…Irene comprendió que no podía

seguir presionando al muchacho enbusca de respuestas. Probablemente él,consciente del riesgo que la cuevaentrañaba, estaba más asustado que ella.Y, pensándolo bien, un cambio deconversación tampoco les vendría mal.

—Hay algo… Mientras estábamosen Cravenmoore… —empezó—.Cuando entré en aquella habitación, vi

algo allí. Algo sobre Alma Maltisse…Ismael le dirigió una mirada

impenetrable.—Creo…, creo que Alma Maltisse y

Alexandra Jann son una misma persona.Alma Maltisse era el nombre de solterade Alexandra, antes de casarse conLazarus —explicó Irene.

—Eso es imposible. Alma Maltissese ahogó en el islote del faro hace años—objetó Ismael.

—Pero nadie encontró su cuerpo…—Es imposible —insistió el chico.—Mientras estuve en aquella

habitación, me fijé en su retrato y…Había alguien tendido en la cama. Una

mujer.Ismael se frotó los ojos y trató de

poner sus pensamientos en claro.—Un momento. Supongamos que

tienes razón. Supongamos que AlmaMaltisse y Alexandra Jann son unamisma persona. ¿Quién es la mujer queviste en Cravenmoore? ¿Quién es lamujer que durante todos estos años hapermanecido encerrada en ese lugar,asumiendo la identidad de la esposaenferma de Lazarus? —preguntó.

—No lo sé… Cuanto más sabemosde este asunto, menos lo entiendo —dijoIrene—. Y hay algo más que mepreocupa. ¿Qué significado tenía la

figura que vimos en la fábrica dejuguetes? Era una réplica de mi madre.Sólo de pensarlo se me ponen los pelosde punta. Lazarus está construyendo unjuguete con el rostro de mi madre…

Una oleada de agua helada les bañólos tobillos. El nivel del mar habíasubido por lo menos un palmo desde queestaban allí. Ambos intercambiaron unamirada angustiada. El mar rugió denuevo y una bocanada de agua atronó enla entrada de la caverna. Aquéllaprometía ser una noche muy larga.

La medianoche había dejado un

rastro de niebla sobre los acantiladosque trepaba escalón a escalón desde elembarcadero hasta la Casa del Cabo. Elfarol de aceite todavía se balanceaba enel porche, agonizante. A excepción delrumor del mar y el susurro de las hojasen el bosque, el silencio era absoluto.Dorian yacía en la cama sujetando unpequeño vaso de cristal en cuyo interiorsostenía una vela encendida. No queríaque su madre viese luz, y tampoco sefiaba de su lámpara después de loocurrido. La llama danzabacaprichosamente bajo su aliento como elespíritu de una hada de fuego. Un desfilede reflejos le descubría formas

insospechadas en cada rincón. Doriansuspiró. Aquella noche no podría pegarojo ni por todo el oro del mundo.

Poco después de despedir a Lazarus,Simone se había asomado a sudormitorio para asegurarse de queestaba bien. Dorian se había acurrucadobajo las sábanas completamente vestido,ofreciendo una de sus antológicasinterpretaciones del dulce sueño de losinocentes, y su madre se había retirado asu habitación complacida y dispuesta ahacer lo propio. De eso hacía ya horas,quizá años, según las estimaciones delchico. La interminable madrugada lehabía dado oportunidad de comprobar

hasta qué punto sus nervios estabantensos como las cuerdas de un piano.Cada reflejo, cada crujido, cada sombraamenazaba con dispararle el corazón algalope.

Lentamente, el aliento de la llama dela vela se fue extinguiendo hastareducirse a una diminuta burbuja azul,cuya palidez apenas conseguía penetraren la penumbra. En un instante, laoscuridad volvió a ocupar el espacio alque había renunciado a regañadientes.Dorian podía sentir el goteo de la ceracaliente endureciéndose en el vaso.Apenas unos centímetros más allá, sobrela mesilla, el ángel de plomo que

Lazarus le había regalado lo observabaen silencio. «Ya está bien», pensóDorian, resuelto a aplicar su técnicapredilecta para combatir insomnios ypesadillas: comer algo.

Apartó las sábanas y se levantó.Decidió no ponerse los zapatos, paraevitar los cien mil crujidos que parecíanacudir a sus pies cada vez que pretendíadeslizarse sigilosamente por la Casa delCabo y, reuniendo todo el valor que lequedaba intacto, cruzó de puntillas lahabitación hasta la puerta. Abrir lacerradura sin ofrecer el habitualconcierto de goznes herrumbrosos amedianoche le llevó unos diez segundos

largos, pero valió la pena. Abrió lapuerta con lentitud exagerada y examinóel panorama. El corredor se perdía en lapenumbra y la sombra de la escaleratrazaba una trama de claroscuros sobrela pared. No se apreciaba ni elmovimiento de una mota de polvo en elaire. Dorian cerró la puerta a su espalday se deslizó cuidadosamente hasta el piede la escalera, cruzando frente a lapuerta del dormitorio de Irene.

Su hermana se había retirado adormir hacía horas, con la supuestaexcusa de un terrible dolor de cabeza,aunque Dorian sospechaba que todavíaestaría leyendo o escribiéndole

detestables cartas de amor al noviomarinero con el que últimamente pasabamás horas de las que tenía el día. Desdeque la había visto enfundada en aquelvestido de Simone, sabía que sólo podíaesperarse una cosa de ella: problemas.Mientras descendía los escalones amodo de explorador indio, Dorian sejuró que, si algún día cometía la torpezade enamorarse, lo llevaría con másdignidad. Mujeres como Greta Garbo nose andaban con tonterías. Ni cartitas deamor, ni flores. Podía ser un cobarde;pero un cursi, jamás.

Una vez llegó a la planta baja,Dorian advirtió que un banco de niebla

rodeaba la casa y que la masa vaporosavelaba la visión desde todas lasventanas. La sonrisa que habíaconseguido a costa de burlarsementalmente de su hermana se esfumó.«Agua condensada —se dijo—. No esmás que agua condensada que sedesplaza. Química elemental». Con estatranquilizadora visión científica, ignoróel manto de niebla que se filtraba entrelos resquicios de las ventanas y sedirigió a la cocina. Una vez allí,comprobó que el romance entre Irene yel capitán tormenta tenía sus aspectospositivos: desde que se veía con él, suhermana no había vuelto a tocar la

deliciosa caja de chocolates suizos queSimone guardaba en el segundo cajóndel armario de provisiones.

Relamiéndose como un gato, Dorianatacó el primero de los bombones. Elexquisito estallido de trufa, almendras ycacao le nubló los sentidos. Por lo que aél respectaba, después de la cartografía,el chocolate era probablemente la másnoble invención del género humanohasta la fecha. Particularmente, losbombones. «Ingenioso pueblo, los suizos—pensó Dorian—. Relojes ychocolatinas: la esencia de la vida». Unsonido súbito lo arrancó de cuajo de susplácidas consideraciones teóricas.

Dorian lo oyó de nuevo, paralizado, y elsegundo bombón se le resbaló entre losdedos. Alguien estaba llamando a lapuerta.

El muchacho intentó tragar saliva,pero la boca se le había quedado seca.Dos golpes precisos sobre la puerta dela casa llegaron de nuevo a sus oídos.Dorian se adentró en la sala principal,sin apartar los ojos de la entrada. Elaliento de la niebla se filtraba bajo elumbral. Otros dos golpes sonaron al otrolado de la puerta. Dorian se detuvofrente a ella y dudó un instante.

—¿Quién es? —preguntó con la vozquebrada.

Dos nuevos golpes fueron toda larespuesta que obtuvo. El muchacho seacercó hasta la ventana, pero el mantode la niebla impedía completamente lavisión. No se oían pasos sobre elporche. El extraño se había ido.Probablemente un viajero extraviado,pensó Dorian. Se dispuso a volver a lacocina cuando los dos golpes sonaron denuevo, pero esta vez sobre el cristal dela ventana, a diez centímetros de surostro. El corazón le dio un vuelco.Dorian retrocedió lentamente hacia elcentro de la sala hasta topar con unasilla a su espalda. Instintivamente, elmuchacho aferró un candelabro de metal

con fuerza y lo blandió frente a él.—Vete… —susurró.Por una fracción de segundo, un

rostro pareció formarse al otro lado delcristal, entre la niebla. Poco después, laventana se abrió de par en par,impulsada por la fuerza de un vendaval.Una oleada de frío le atravesó loshuesos y Dorian contempló, horrorizado,cómo una mancha negra se expandíasobre el suelo. Una sombra.

La forma se detuvo frente a él y pocoa poco fue adquiriendo volumen,alzándose desde el suelo como un títerede tinieblas suspendido por hilosinvisibles. El chico trató de golpear al

intruso con el candelabro, pero el metalatravesó la silueta de oscuridad en vano.Dorian dio un paso atrás y la sombra secernió sobre él. Dos manos de vapornegro le rodearon la garganta; sintió elcontacto helado sobre su piel. Lasfacciones de un rostro se dibujaronfrente a él. Un escalofrío le recorrió elcuerpo de pies a cabeza. El semblantede su padre se materializó a un palmoescaso de su rostro. Armand Sauvelle lesonrió. Una sonrisa canina, cruel y llenade odio.

—Hola, Dorian. He venido a buscara mamá. ¿Me llevarás hasta ella,Dorian? —susurró la sombra.

El sonido de aquella voz le heló elalma. Aquélla no era la voz de su padre.Aquellas luces, demoníacas y ardientes,no eran sus ojos. Y aquellos dienteslargos y afilados que le asomaban entrelos labios no eran los de ArmandSauvelle.

—Tú no eres mi padre…La sonrisa lobuna de la sombra se

esfumó y las facciones se desvanecieroncomo cera al fuego.

Un rugido animal, de rabia y odio, ledesgarró los oídos y una fuerza invisiblelo lanzó hasta el otro extremo de la sala.Dorian impactó contra una de lasbutacas, que cayó al suelo.

Aturdido, el muchacho se incorporótrabajosamente a tiempo para ver cómola sombra ascendía por la escalera, uncharco de alquitrán con vida propia quereptaba sobre los peldaños.

—¡Mamá! —gritó Dorian, corriendohacia la escalera.

La sombra se detuvo un instante yclavó sus ojos en él. Sus labios deobsidiana formaron una palabrainaudible. Su nombre.

Los cristales de las ventanas de todala casa estallaron en una lluvia deastillas letales y la niebla penetrórugiendo en la Casa del Cabo mientrasla sombra seguía ascendiendo hacia el

piso superior. Dorian se lanzó tras ella,persiguiendo aquella forma espectralque flotaba sobre el suelo y avanzaba endirección a la puerta del dormitorio deSimone.

—¡No! —gritó el chico—. Notoques a mi madre.

La sombra le sonrió y, un instantedespués, la masa de vapor negro setransformó en un torbellino que se filtróa través de la cerradura de la puerta deldormitorio. Un segundo de silencio letalsiguió a la desaparición de la sombra.

Dorian corrió hacia la puerta pero,antes de que pudiera alcanzada, lalámina de madera salió impulsada con la

fuerza de un huracán, arrancada de susgoznes, y se estrelló con furia en el otroextremo del pasillo. Dorian se lanzó aun lado y consiguió esquivarla porescasos milímetros.

Cuando se incorporó, una visión depesadilla se desplegó ante sus ojos. Lasombra corría sobre los muros de lahabitación de Simone. La silueta de sumadre, inconsciente sobre el lecho,proyectaba su propia sombra en lapared. Dorian observó cómo la negrasilueta se deslizaba sobre los muros ycómo los labios de aquel espectroacariciaban los de la sombra de sumadre. Simone se agitó violentamente en

su sueño, atrapada misteriosamente enuna pesadilla. Dos garras invisibles laaferraron y la alzaron de entre lassábanas. Dorian se interpuso en sucamino. Una vez más, una furiaincontenible lo golpeó y lo lanzó fuerade la habitación. La sombra, portando aSimone en sus brazos, descendió laescalera a toda velocidad. Dorian luchópor no perder el sentido, se incorporóde nuevo y la siguió hasta la planta baja.El espectro se volvió y, por un instante,ambos se contemplaron fijamente.

—Sé quién eres… —murmuró elmuchacho.

Un nuevo rostro, desconocido para

él, hizo su aparición: las facciones de unhombre joven, bien parecido y de ojosluminosos.

—Tú no sabes nada —dijo lasombra.

Dorian observó que los ojos delespectro barrían la estancia y sedetenían en la puerta que conducía alsótano. La puerta de madera envejecidase abrió de repente y el muchacho sintiócómo una presencia invisible loempujaba hacia allí sin que pudierahacer nada por remediado. Cayóescaleras abajo, hacia la oscuridad. Lapuerta se cerró de nuevo, al igual queuna losa de piedra inamovible.

Dorian supo que en cuestión desegundos perdería la conciencia.Acababa de oír la risa de la sombra,como un chacal, mientras se llevaba a sumadre hacia el bosque, entre la niebla.

A medida que la marea ganabaterreno en el interior de la cueva, Irene eIsmael sentían el cerco mortalestrechándose en torno a ellos, unatrampa claustrofóbica y letal. Irene yahabía olvidado el momento en que elagua les había arrebatado su refugiotemporal sobre la roca. Ya no habíapunto de apoyo bajo sus pies. Estaban a

merced de la marea y de su propiacapacidad de resistencia. El frío laazotaba con un intenso dolor en losmúsculos, el dolor de cientos dealfileres clavándose en su interior. Lasensibilidad en las manos empezaba adesvanecerse y la fatiga desplegabagarras de plomo que parecían asidos porlos tobillos y tirar de ellos. Una vozinterior les susurraba que se rindiesen yse uniesen al plácido sueño que losesperaba bajo el agua. Ismael sostenía aflote a la chica y sentía su cuerpotemblar en sus brazos. Cuánto tiempopodía aguantar así ni él mismo lo sabía.Cuánto faltaba para el alba y la retirada

de la marea, menos aún.—No dejes los brazos caídos.

Muévete. No dejes de moverte —gimió.Irene asintió, al borde de la

inconsciencia.—Tengo sueño… —susurró la

muchacha, casi delirando.—No. No puedes dormirte ahora —

ordenó Ismael.Los ojos de Irene lo observaban

entreabiertos sin verlo. Él alzó el brazoy palpó el techo rocoso hasta el que loshabía empujado la marea. Las corrientesinternas los alejaban del orificio en lacúspide y los adentraban en las entrañasde la cueva, velando la única posible

vía de escape. Pese a todos susesfuerzos por mantenerse bajo elorificio de entrada, no había modo desujetarse y evitar que la fuerzaimparable de la corriente los alejase deallí a su capricho. Apenas les quedabaya espacio para respirar. Y la marea,inexorable, seguía subiendo.

Por un momento, el rostro de Irenese precipitó sobre el agua. Ismael laagarró y tiró de ella. La muchachaestaba completamente aturdida. Sabía dehombres más fuertes y experimentadosque habían perecido de igual modo, amerced del mar. El frío podía hacer esocon cualquiera. El manto letal entumecía

primero los músculos y nublaba lamente, esperando pacientemente que lavíctima se rindiese a los brazos de lamuerte.

Ismael agitó a la chica y la encaróhacia sí. Ella balbuceó palabras sinsentido. Sin pensarlo dos veces, Ismaella abofeteó con fuerza. Irene abrió losojos y dejó escapar un alarido depánico. Durante unos segundos no supodónde estaba. En la oscuridad, rodeadade agua helada y sintiendo unos brazosextraños que la rodeaban, creyódespertar en la peor de sus pesadillas.Luego, todo volvió a su mente.Cravenmoore. El ángel. La cueva.

Ismael la abrazó y ella fue incapaz decontener el llanto; gemía como una niñaasustada.

—No me dejes morir aquí —susurró.

El muchacho recibió sus palabrascomo una puñalada envenenada.

—No vas a morir aquí. Te loprometo. No voy a permitirlo. La mareabajará pronto y quizá la cueva no secubra totalmente… Tenemos queaguantar un poco más. Sólo un poco másy podremos salir de aquí.

Irene asintió y se abrazó con másfuerza a él. Ojalá Ismael hubiera tenidola misma fe en sus palabras que su

compañera.

Lazarus Jann ascendió lentamentelos peldaños de la escalinata principalde Cravenmoore. El aura de unapresencia extraña flotaba bajo el halo dela lámpara ubicada en la cúspide. Podíapercibirlo en el olor del aire, en elmodo en que las partículas de polvotejían una red de motas plateadas al seratrapadas por la luz. Al llegar alsegundo piso, sus ojos se posaron sobrela puerta del extremo del corredor, másallá de los velos. La puerta estabaabierta. Sus manos empezaron a temblar.

—¿Alexandra?El frío hálito del viento alzó los

visillos que pendían en la galería enpenumbra. Un oscuro presentimiento seabatió sobre él. Lazarus cerró los ojos yse llevó la mano al costado. Unapunzada de dolor se le había abierto enel pecho y se prolongaba hasta el brazoderecho, en un reguero de pólvoraencendida, pulverizando sus nervios concrueldad.

—¿Alexandra? —gimió de nuevo.Lazarus corrió hasta la puerta de la

habitación y se detuvo en el umbral,observando los signos de lucha y lasventanas rotas, abandonadas a la fría

neblina que cabalgaba desde el bosque.Apretó el puño hasta sentir cómo lasuñas se clavaban en la palma de sumano.

—Maldito seas…Luego, limpiándose el sudor frío que

le cubría la frente, se acercó hasta ellecho y, con infinita delicadeza, apartólas cortinas que pendían del palanquín.

—Lo siento, querida… —dijo altiempo que se sentaba al borde de lacama—. Lo siento…

Un extraño sonido captó su atención.La puerta de la habitación se balanceabalentamente a un lado ya otro. Lazarus seincorporó y se acercó cautelosamente al

umbral.—¿Quién anda ahí? —preguntó.No obtuvo respuesta, pero la puerta

se detuvo.Lazarus se adelantó unos pasos hacia

el corredor y oteó la oscuridad. Cuandosintió el siseo sobre él, ya era tarde. Ungolpe seco en la nuca lo derribó alsuelo, semiinconsciente. Sintió cómounas manos lo asían por los hombros ylo arrastraban por el pasillo. Sus ojosconsiguieron captar una visión fugaz:

Christian, el autómata que guardabala puerta principal. El rostro se volvióhacia él. Un brillo cruel relucía en susojos.

Poco después, perdió el sentido.

Ismael presintió la llegada del albaen la retirada de las corrientes quehabían estado empujándolos sin remediohacia el interior de la caverna durantetoda la noche. Las manos invisibles delmar fueron relajando su presalentamente, permitiéndole arrastrar a unainconsciente Irene hacia la parte másalta de la caverna, donde el nivel delmar les concedía un escaso hueco deaire. Cuando la claridad quereverberaba sobre el fondo arenosotendió un sendero de luz pálida hacia la

salida de la cueva y la marea se batió enretirada, Ismael dejó escapar un alaridode júbilo que nadie, ni siquiera sucompañera, pudo oír. El muchacho sabíaque una vez que el nivel del mar iniciaseel descenso, la propia cueva lesmostraría el camino de salida hacia lalaguna y el aire libre.

Hacía ya un par de horas, quizá, queIrene se sostenía a flote puramente conla ayuda de Ismael. La joven apenaslograba mantenerse despierta. Su cuerpoya no temblaba; sencillamente, se mecíaen la corriente como un objetoinanimado. Mientras esperabapacientemente que la marea les dejase el

paso libre, Ismael comprendió que, deno haber estado él allí, Irene habríamuerto hacía horas.

Mientras la sostenía a flote y lesusurraba palabras de ánimo que lamuchacha no podía comprender, el chicorecordó las historias que las gentes delmar contaban sobre los encuentros conla muerte y sobre cómo, cuando alguiensalvaba la vida de un semejante en elmar, sus almas permanecían unidaseternamente por un vínculo invisible.

Poco a poco, la corriente se fueretirando e Ismael consiguió arrastrar aIrene hacia la laguna, dejando atrás laboca de la gruta. Mientras el amanecer

dibujaba una trenza de ámbar sobre elhorizonte, el chico la condujo hasta laorilla. Cuando la muchacha abrió losojos, aturdida, descubrió el rostrosonriente de Ismael, que la observaba.

—Estamos vivos —murmuró él.Irene dejó caer los párpados,

agotada.Ismael alzó la vista por última vez y

contempló la luz del alba sobre elbosque y los acantilados. Era elespectáculo más maravilloso que habíapresenciado en toda su vida. Luego,lentamente, se tendió junto a Irene en laarena blanca y se rindió a la fatiga.Nada podría haberlos despertado de

aquel sueño. Nada.

11. EL ROSTROBAJO LA MÁSCARA

Lo primero que Irene vio aldespertar fueron dos ojos negros eimpenetrables que la observaban conparsimonia. La muchacha se retiró deuna sacudida y la gaviota, asustada, alzóel vuelo. La chica sintió los labiosresecos y doloridos, una ardientetirantez en la piel y las punzadas deescozor en todo el cuerpo. Sus músculosle parecían de trapo, y su cerebro, puragelatina. Una oleada de náuseas lainvadió, desde la boca del estómago

hasta la cabeza. Al tratar deincorporarse, comprendió que aquelextraño fuego que parecía carcomerle lapiel como ácido era el sol. Un amargosabor afloró a sus labios. El espejismode lo que semejaba ser una pequeña calaentre las rocas flotaba a su alrededorcomo un tiovivo. No se había sentidopeor en su vida.

Se tendió de nuevo y advirtió lapresencia de Ismael a su lado. De no serpor su respiración entrecortada, Irenehubiese jurado que estaba muerto. Sefrotó los ojos y posó una de sus manosllagadas sobre el cuello de sucompañero. Pulso. Irene acarició el

rostro de Ismael y poco después elmuchacho abrió los ojos. El sol lo cegópor un instante.

—Estás horrible… —murmuró él,sonriendo trabajosamente.

—Pues tú no te has visto —replicóla muchacha.

Como dos náufragos a los que elvendaval hubiese escupido en la playa,se levantaron tambaleándose y buscaronla protección de la sombra bajo losrestos de un tronco caído entre losacantilados. La gaviota que había estadovelando su sueño volvió a posarse sobrela arena, su curiosidad insatisfecha.

—¿Qué hora debe de ser? —

preguntó Irene, combatiendo el martilleoque le golpeaba las sienes a cadapalabra.

Ismael le mostró su reloj. La esferaestaba llena de agua, y el segundero,desprendido, emulaba una anguilapetrificada en una pecera. El muchachose protegió los ojos con ambas manos yobservó el sol.

—Ha pasado ya el mediodía.—¿Cuánto tiempo hemos estado

durmiendo? —preguntó ella.—No el suficiente —replicó Ismael

—. Podría dormir una semana seguida.—No hay tiempo para dormir ahora

—urgió Irene.

Él asintió y estudió los acantiladosen busca de una salida practicable.

—No va a ser fácil. Yo sólo séllegar hasta la laguna por mar… —empezó.

—¿Qué hay tras los acantilados?—El bosque que atravesamos

anoche.—¿Y a qué estamos esperando?Ismael examinó de nuevo los

acantilados. Una selva de perfilesafilados en la piedra se alzaba frente aellos. Escalar aquellas rocas iba allevar tiempo, por no hablar de lasnumerosas posibilidades que tenían desufrir un grave encuentro con la ley de la

gravedad y romperse la crisma. Laimagen de un huevo estallando sobre elsuelo desfiló por su mente. «Perfectofinal», pensó.

—¿Sabes trepar? —preguntó Ismael.Irene se encogió de hombros. El

chico observó sus pies desnudoscubiertos de arena. Brazos y piernas depiel blanca sin protección alguna.

—Hacía gimnasia en la escuela y erade las mejores subiendo la cuerda —dijo ella—. Supongo que es lo mismo.

Ismael suspiró. Sus problemas nohabían acabado.

Por espacio de unos segundos,Simone Sauvelle volvió a tener ochoaños. Volvió a ver aquellas luces decobre y plata que trazaban caprichosasacuarelas de humo. Volvió a sentir elintenso aroma de la cera quemada, delas voces susurrando en la penumbra, yla danza invisible de cientos de ciriosardiendo en aquel palacio de misterios yencantamientos que había embrujado losrecuerdos de su infancia: la antiguacatedral de Saint Étienne. El hechizo, sinembargo, no duró más que eso, unossegundos.

Poco después, a medida que sus ojoscansados recorrían la tenebrosa tinieblaque la rodeaba, Simone comprendió queaquellas velas no eran las de capillaalguna, que las manchas de luz quedanzaban en los muros eran viejasfotografías y que aquellas voces,susurros lejanos, sólo existían en sumente. Supo instintivamente que noestaba en la Casa del Cabo, ni en ningúnlugar que pudiese recordar. Su memoriale devolvió un eco confuso de lasúltimas horas. Recordaba haberconversado con Lazarus en el porche.Recordaba haberse preparado un vasode leche caliente antes de acostarse, y

recordaba las últimas palabras quehabía leído en el libro que presidía sumesilla de noche.

Después de apagar la luz, evocóvagamente haber soñado con los gritosde un niño y una absurda sensación dehaberse despertado en plena madrugadapara contemplar cómo las sombrasparecían caminar en la oscuridad. Másallá, su memoria se extinguía como losbordes de un dibujo inacabado. Susmanos palparon un tejido de algodón yadvirtió así que todavía vestía sucamisón de dormir. Se incorporó ylentamente se acercó al mural quereflejaba la luz de decenas de velas

blancas, pulcramente alineadas en losbrazos de candelabros surcados porlágrimas de cera.

Las llamas susurraban al unísono;aquel sonido eran las voces que le habíaparecido oír. La lumbre áurea de todasaquellas luces ardientes le dilató laspupilas y una rara lucidez penetró en sumente. Los recuerdos parecieron volveruno a uno, como las primeras gotas deuna lluvia al alba. Con ellos, cayó elprimer golpe de pánico.

Recordó el frío contacto de unasmanos invisibles arrastrándola en lastinieblas. Recordó una voz que lesusurraba al oído mientras cada músculo

de su cuerpo quedaba petrificado,incapaz de reaccionar. Recordó unaforma forjada en sombras que la llevabaa través del bosque. Recordó cómohabía murmurado su nombre aquellasombra espectral y cómo ella,paralizada por el terror, habíacomprendido que nada de todo aquelloera una pesadilla. Simone cerró los ojosy se llevó las manos a la boca, ahogandoun grito.

Su primer pensamiento fue para sushijos. ¿Qué había sido de Irene y deDorian? ¿Seguían en la casa? ¿Los habíaalcanzado aquella apariciónindescriptible? Una fuerza desgarradora

marcó a fuego cada uno de estosinterrogantes en su alma. Corrió hacia loque parecía una puerta y forcejeó con lacerradura en vano, gritando y aullandohasta que la fatiga y la desesperaciónpudieron más que ella. Paulatinamente,una fría serenidad la devolvió a larealidad.

Estaba presa. Quien la habíasecuestrado en mitad de la noche lahabía encerrado en aquel lugar y,probablemente, también había capturadoa sus hijos. Pensar que podría haberlosdañado o herido estaba fuera deconsideración en aquel momento. Siesperaba poder hacer algo por ellos,

debía anular cualquier nuevo espasmode pánico y mantener el control de cadauno de sus pensamientos. Simone apretólos puños con fuerza mientras se repetíaestas palabras. Respiró profundamentecon los ojos cerrados, sintiendo cómo sucorazón recuperaba un pulso normal.

Poco después abrió de nuevo losojos y observó la habitación condetenimiento. Cuanto antescomprendiese lo que estaba sucediendo,antes podría salir de allí y acudir enayuda de Irene y Dorian.

Lo primero que sus ojos registraronfueron los muebles, pequeños y austeros.Muebles de niño, de construcción

sencilla, rayana en la pobreza. Estaba enla habitación de un niño, pero su instintole decía que hacía mucho tiempo queningún niño la ocupaba. La presenciaque impregnaba aquel lugar, tangible,fuera lo que fuese, desprendía vejez,decrepitud. Simone se acercó al lecho yse sentó sobre él, contemplando lahabitación desde allí. No habíainocencia en aquella alcoba. Cuantopodía presentir era oscuridad. Maldad.

El lento veneno del miedo empezó acorrer por sus venas, pero Simoneignoró sus señales de aviso y, tomandouno de los candelabros, se aproximó a lapared. Infinidad de recortes y fotografías

formaban un mural que se perdía en lapenumbra. Advirtió la rara pulcritud conque todas aquellas imágenes habían sidoadheridas a la pared. Un siniestro museode recuerdos se desplegaba ante susojos, y cada uno de aquellos recortesparecía proclamar en silencio laexistencia de algún significado paratodo ello. Una voz que trataba dehacerse oír desde el pasado. Simoneacercó la vela a un palmo escaso de lapared y dejó que el torrente defotografías y grabados, de palabras ydibujos, la inundase.

Sus ojos captaron al vuelo unnombre familiar en una de las decenas

de noticias: Daniel Hoffmann. Elnombre despertó su memoria con unrelámpago. El misterioso personaje deBerlín cuya correspondencia debíaseparar, según sus instrucciones. Elextraño individuo cuyas cartas, tal comoSimone había averiguadoaccidentalmente, iban a parar a lasllamas. Sin embargo, había algo en todoaquello que no cuadraba. El hombre delque hablaban aquellas noticias no vivíaen Berlín y, a juzgar por las fechas depublicación de los periódicos, deberíacontar ahora con una edadimprobablemente avanzada. Confundida,Simone se sumergió en el texto de la

reseña.El Hoffmann de los recortes era un

hombre rico, fenomenalmente rico.Centímetros más allá, la primera páginade Le Fígaro publicaba la noticia de unincendio en la factoría de juguetes.Hoffmann había muerto en la tragedia.Las llamas consumían el edificio y unamultitud se agolpaba, paralizada por elespectáculo infernal. Entre ellos, un niñode ojos asustados miraba a la cámara,perdido.

La misma mirada aparecía en otrorecorte. Esta vez, la noticia explicaba latenebrosa historia de un muchacho quehabía permanecido siete días encerrado

en un sótano, abandonado en laoscuridad. Agentes de la policía lohabían encontrado al hallar a su madremuerta en una de las habitaciones. Elrostro del niño, que apenas debía decontar siete u ocho años, era un espejosin fondo.

Un intenso escalofrío le atenazó elcuerpo, mientras las piezas de unsiniestro rompecabezas empezaban ainsinuarse en su mente. Pero había más,y el fascinante poder de aquellasimágenes era hipnótico. Los recortesavanzaban en el tiempo. Muchos deellos hablaban de personasdesaparecidas, de gentes que Simone

nunca había oído mencionar. Entre ellos,destacaba una muchacha de bellezaresplandeciente, Alexandra AlmaMaltisse, heredera de un imperio deforjadores de Lyon, a la que una revistade Marsella se refería como laprometida de un joven pero prestigiosoingeniero e inventor de juguetes, LazarusJann. Junto a aquel recorte, una serie defotografías mostraba a la deslumbrantepareja entregando juguetes en unorfanato de Montparnasse. Los dosrebosaban felicidad y luminosidad. «Esmi firme propósito que todos los niñosde este país, sea cual sea su situación,puedan tener un juguete», declaraba el

inventor en el pie de foto.Más adelante, otro periódico

anunciaba la boda de Lazarus Jann yAlexandra Maltisse. La fotografíaoficial del compromiso estaba tomada alpie de la escalinata de Cravenmoore.

Un Lazarus repleto de juventudabrazaba a su prometida. Ni una solanube enturbiaba aquella imagen deensueño. El joven y emprendedorLazarus Jann había adquirido la suntuosamansión con la intención de queconstituyese su hogar nupcial. Diversasimágenes de Cravenmoore ilustraban lanoticia.

La sucesión de imágenes y recortes

se prolongaba más y más, agrandandoaquella galería de personajes yacontecimientos del pasado. Simone sedetuvo y volvió atrás. El rostro de aquelniño, perdido y aterrado, no laabandonaba. Dejó que sus ojospenetraran en aquella mirada desolada y,lentamente, reconoció en ella la miradaen la que había puesto esperanzas yamistad. Aquella mirada no era la deaquel Jean Neville del que Lazarus lehabía hablado. Aquélla era una miradaconocida para ella, dolorosamenteconocida. Era la mirada de LazarusJann.

Una nube de negrura corrió un velo

sobre su corazón. Inspiró profundamentey cerró los ojos. Por alguna razón, antesde que la voz sonase a su espalda,Simone supo que había alguien más en lahabitación.

Ismael e Irene alcanzaron la cima delos acantilados poco antes de las cuatrode la tarde. Testigos de la dificultad delascenso eran las magulladuras y loscortes que la piedra había labradocruelmente en sus brazos y sus piernas.Aquél era el precio por permitirlescruzar la senda prohibida. Pordificultoso que Ismael hubiese esperado

que fuese el ascenso, la realidaddemostró ser peor y más peligrosa de loque podía imaginar. Irene, sin rechistarun segundo, ni despegar los labios paraquejarse de los arañazos que hacíanmella en su piel, le había demostrado unvalor que no había visto antes enpersona alguna.

La muchacha había trepado y sehabía aventurado por riscos dondenadie, en su sano juicio, hubiese puestolos pies. Cuando finalmente llegaron alumbral del bosque, Ismael se limitó aabrazarla en silencio. La fuerza queardía dentro de aquella chica no laapagaría ni toda el agua del océano.

—¿Cansada?Sin aliento, Irene negó con la

cabeza.—¿Nunca te han dicho que eres la

persona más tozuda que hay en esteplaneta?

Media sonrisa asomó a los labios dela muchacha.

—Espera a conocer a mi madre.Antes de que Ismael pudiese

replicar, ella lo tomó de la mano y tiróde él hacia el bosque. A sus espaldas, unabismo más abajo, se distinguía lalaguna.

Si alguien le hubiese dicho que undía treparía por aquellos acantilados

infernales, no lo habría creído. Respectoa Irene, sin embargo, estaba dispuesto acreer cualquier cosa.

Simone se volvió lentamente hacialas sombras. Podía sentir la presenciadel intruso; podía incluso oír el susurrode su respiración pausada. Pero nopodía verlo. El aura de las velas sedesvanecía en un halo impenetrable, másallá del cual la habitación setransformaba en un vasto escenario sinfondo. Simone escrutó la penumbra queenmascaraba al visitante. Una raraserenidad la dominaba y le otorgaba una

lucidez de pensamiento que lasorprendía. Sus sentidos parecíanrecoger cada minúsculo detalle de loque la rodeaba con una precisiónescalofriante. Su mente registraba cadavibración del aire, cada sonido, cadareflejo. De este modo, atrincherada enaquel extraño estado de calma,permaneció en silencio enfrentada a latiniebla, esperando que el visitante sediese a conocer.

—No esperaba verla aquí —dijofinalmente la voz desde las sombras, unavoz débil, distante—. ¿Tiene miedo?

Simone negó con la cabeza.—Bien. No debe tenerlo. No debe

tener miedo.—¿Va a seguir ahí escondido,

Lazarus?Un largo silencio siguió a su

pregunta. La respiración de Lazarus sehizo más audible.

—Prefiero estar aquí —respondiófinalmente.

—¿Por qué?Algo brilló en la penumbra. Un

destello fugaz, casi imperceptible.—¿Por qué no se sienta, madame

Sauvelle?—Prefiero estar de pie.—Como quiera. —El hombre hizo

una nueva pausa—. Probablemente se

preguntará qué ha sucedido.—Entre otras cosas —cortó Simone,

el filo de la indignación asomando en sutono de voz.

—Tal vez lo más sencillo es que meformule usted esas preguntas y que yotrate de responderlas.

Simone dejó escapar un suspiro deira.

—Mi primera y última pregunta esdónde está la salida —espetó.

—Me temo que eso no es posible.No todavía.

—¿Por qué no?—¿Es ésa otra de sus preguntas?—¿Dónde estoy?

—En Cravenmoore.—¿Cómo he llegado hasta aquí y por

qué?—Alguien la trajo…—¿Usted?—No.—¿Quién?—Alguien a quien usted no

conoce… aún.—¿Dónde están mis hijos?—No lo sé.Simone avanzó hacia las sombras, su

rostro rojo de ira.—¡Maldito bastardo!…Encaminó sus pasos hacia el lugar

de donde provenía la voz.

Paulatinamente, sus ojos percibieron unasilueta sobre una butaca. Lazarus. Perohabía algo extraño en su rostro. Simonese detuvo.

—Es una máscara —dijo Lazarus.—¿Por qué razón? —preguntó ella,

sintiendo que la serenidad que habíaexperimentado se evaporabavertiginosamente.

—Las máscaras revelan elverdadero rostro de las personas…

Simone luchó por no perder lacalma. Rendirse a la ira no la conduciríaa nada.

—¿Dónde están mis hijos? Porfavor…

—Ya se lo he dicho, madameSauvelle. No lo sé.

—¿Qué va a hacer conmigo?Lazarus desplegó una de sus manos,

enfundada en un guante satinado. Lasuperficie de la máscara brilló denuevo. Aquél era el reflejo que habíaadvertido antes.

—No voy a hacerle daño, Simone.No debe tener miedo de mí. Ha deconfiar en mí.

—Una petición un tanto fuera delugar, ¿no le parece?

—Por su propio bien. Trato deprotegerla.

—¿De quién?

—Siéntese, por favor.—¿Qué diablos está sucediendo

aquí? ¿Por qué no me dice lo que estápasando?

Simone notó cómo su voz seconvertía en un hilo quebradizo einfantil. Reconociendo el umbral de lahisteria, apretó los puños y respiróprofundamente. Retrocedió unos pasos ytomó asiento en una de las sillas querodeaban una mesa vacía.

—Gracias —murmuró Lazarus.Ella dejó escapar una lágrima en

silencio.—Antes que nada, quiero que sepa

que siento profundamente que se haya

visto envuelta en todo esto. Nunca penséque llegaría este momento —declaró elfabricante de juguetes.

—Nunca existió un niño llamadoJean Neville, ¿no es así? —preguntóSimone—. Ese niño fue usted. Lahistoria que me contó… era una verdada medias de su propia historia.

—Veo que ha estado leyendo micolección de recortes. Probablementeeso la ha llevado a formarse algunasideas interesantes, pero equivocadas.

—La única idea que me he formado,señor Jann, es que es usted una personaenferma que necesita ayuda. No sé cómoha conseguido traerme hasta aquí, pero

le aseguro que tan pronto salga de estelugar, mi primera visita va a ser lagendarmería. El rapto es un delito…

Sus palabras le sonaron tan ridículascomo fuera de lugar.

—¿Debo intuir entonces que tieneintención de renunciar a su empleo,madame Sauvelle?

Aquella rara punta de ironía dibujóuna señal de alerta en el ánimo deSimone. Aquel comentario no se diríapropio del Lazarus que conocía.Aunque, a decir verdad, si algo estabaclaro es que no lo conocía en absoluto.

—Intuya lo que quiera —replicófríamente.

—Bien. En ese caso, antes de queacuda a las autoridades, para lo cualtiene mi venia, permítame que completelas piezas de la historia que sin dudausted ha hilvanado ya en su mente.

Simone observó la máscara, pálida ydesprovista de cualquier expresión. Unrostro de porcelana del que emergíaaquella voz fría y distante. Sus ojosapenas eran dos pozos de oscuridad.

—Como verá, apreciada Simone, laúnica moraleja que se puede sacar deesta historia, o de cualquier otra, es que,en la vida real, a diferencia de laficción, nada es lo que parece…

—Prométame una cosa, Lazarus —lo

interrumpió ella.—Si está en mi mano…—Prométame que, si escucho su

historia, me dejará marchar de aquí conmis hijos. Yo le juro que no acudiré alas autoridades. Tan sólo cogeré a mifamilia y abandonaré este pueblo parasiempre. No volverá a saber de mí —suplicó Simone.

La máscara guardó unos segundos desilencio.

—¿Es eso lo que desea?Ella asintió, conteniendo las

lágrimas.—Me decepciona, Simone. Creí que

éramos amigos. Buenos amigos.

—Por favor…La máscara cerró el puño.—Está bien. Si lo que quiere es

reunirse con sus hijos, lo hará. A sudebido tiempo…

—¿Recuerda a su madre, madameSauvelle? Todos los niños tienen en sucorazón un lugar reservado para lamujer que los trajo al mundo. Es comoun punto de luz que nunca se apaga. Unaestrella en el firmamento. Yo he pasadola mayor parte de mi vida intentandoborrar ese punto. Olvidarlo porcompleto. Pero no es fácil. No lo es.Espero que, antes de juzgarme ycondenarme, tenga a bien escuchar mi

historia. Seré breve. Las buenashistorias necesitan de pocas palabras…

»Vine al mundo la noche del 26 dediciembre de 1882, en una vieja casa dela más oscura y retorcida calle deldistrito de Les Gobelins, en París. Unlugar tenebroso e insalubre, ciertamente.¿Ha leído a Victor Hugo, madameSauvelle? Si lo ha hecho, sabrá de quéle hablo. Fue allí donde mi madre, conayuda de su vecina Nicole, dio a luz a unpequeño bebé. Era un invierno tan fríoque, al parecer, tardé minutos enprorrumpir en el llanto que se espera detodo bebé. Tanto es así que, por uninstante, mi madre estuvo convencida de

que había nacido muerto. Cuandocomprobó que no era así, la pobreinfeliz lo interpretó como un milagro ydecidió, divina ironía, bautizarme con elnombre de Lazarus.

»Evoco los años de mi infanciacomo una sucesión de gritos en lascalles y de largas enfermedades de mimadre. Uno de mis primeros recuerdoses el estar sentado sobre las rodillas deNicole, la vecina, y escuchar cómo labuena mujer me contaba que mi madreestaba muy enferma, que no podíaatender a mis llamadas y que debía serbueno e ir a jugar con los otros niños.Los otros niños a los que se refería eran

un grupo de chiquillos harapientos quemendigaban de sol a sol y aprendíanantes de los siete años que lasupervivencia en el barrio pasaba porconvertirse en criminal o en funcionario.No es necesario aclarar cuál de las dosalternativas era la favorita.

»La única luz de esperanza enaquellos días en el barrio larepresentaba un personaje misteriosoque ocupaba nuestros sueños. Su nombreera Daniel Hoffmann y era sinónimo defantasía para todos nosotros, hasta elpunto de que muchos dudaban de suexistencia. Según contaba la leyenda,Hoffmann recorría las calles de París

con diferentes disfraces y simulandodistintas identidades, repartiendo entrelos niños pobres juguetes que él mismohabía construido en su fábrica. Todoslos chiquillos de París habían oídohablar de él y todos soñaban con que,algún día, ellos serían los elegidos porla fortuna.

»Hoffmann era el emperador de lamagia, de la imaginación. Sólo una cosapodía vencer a la fuerza de sufascinación: la edad. A medida que losmuchachos crecían y su espíritu quedabadesprovisto de la capacidad deimaginar, de jugar, el nombre de DanielHoffmann se borraba de su memoria;

hasta que un día, ya adultos, eranincapaces de identificarlo cuando looían de labios de sus propios hijos…

»Daniel Hoffmann fue el mayorfabricante de juguetes que jamás haexistido. Poseía una gran factoría en eldistrito de Les Gobelins. Su fábrica dejuguetes semejaba una gran catedral quese alzaba entre las tinieblas de aquelbarrio fantasmal y plagado de peligros ymiserias. Una torre afilada como unaaguja se alzaba en el centro y se clavabaen las nubes. Desde ella, las campanasseñalaban el alba y el crepúsculo todoslos días del año. El eco de aquellascampanas se oía en toda la ciudad.

Todos los muchachos del barrioconocíamos el edificio, pero los adultoseran incapaces de verlo y creían que suemplazamiento lo ocupaba un inmensopantano impenetrable, una tierra baldíaen el corazón de las tinieblas de París.

»Nadie había visto jamás elverdadero rostro de Daniel Hoffmann.Se decía que el creador de los juguetesocupaba una sala en lo más alto de latorre y que apenas salía de allí; menoscuando se aventuraba, disfrazado, porlas calles de París al anochecer yregalaba juguetes a los niñosdesheredados de la ciudad. A cambio,tan sólo pedía una cosa: el corazón de

los muchachos, su promesa eterna deamor y obediencia. Cualquier chico delbarrio le hubiese entregado su corazónsin dudado. Pero no todos escuchaban lallamada. Los rumores hablaban decientos de diferentes disfraces queocultaban su identidad. Había quien seaventuraba a declarar que DanielHoffmann jamás empleaba dos veces unmismo atavío.

»Pero volvamos a mi madre. Laenfermedad a la que Nicole se refería espara mí todavía un misterio. Imagino quealgunas personas, como ciertos juguetes,a veces nacen con una tara de origen. Dealgún modo, eso nos convierte a todos

en juguetes rotos, ¿no le parece? El casoes que la dolencia que padecía mi madrese tradujo con el tiempo en una paulatinapérdida de sus capacidades mentales.Cuando el cuerpo está herido, la menteno tarda en desviarse del camino. Es leyde vida.

»Fue así como aprendí a crecer conla soledad como única compañía y asoñar con que algún día DanielHoffmann vendría en mi ayuda.Recuerdo que todas las noches, antes deacostarme, le pedía al ángel de la guardaque me llevase hasta él. Todas lasnoches. Y fue así también como,supongo que llevado de la fantasía de

Hoffmann, empecé a fabricar mispropios juguetes.

»Para ello empleaba despojos queencontraba en las basuras del barrio. Yconstruí mi primer tren, y un castillo detres niveles. A eso le siguió un dragónde cartón y, más adelante, una máquinade volar, mucho antes de que losaeroplanos fuesen una visión habitual enel cielo. Pero mi juguete favorito eraGabriel. Gabriel era un ángel. Un ángelmaravilloso que forjé con mis propiasmanos para que me protegiese de laoscuridad y de los peligros del destino.Lo construí con los restos de unamáquina de planchar y quincallería que

conseguí de un telar abandonado, doscalles más abajo de donde vivíamos.Pero Gabriel, mi ángel de la guarda,tuvo una vida corta.

»El día en que mi madre descubriótodo mi arsenal de juguetes, Gabrielquedó condenado a muerte.

»Mi madre me llevó al sótano de lacasa y allí, susurrando y sin dejar demirar hacia todas partes, como sitemiese que alguien estuviese acechandoen la sombra, me contó que alguien lehabía estado hablando en sueños. Suconfidente le había hecho la siguienterevelación: los juguetes, todos losjuguetes, eran una invención del

mismísimo Lucifer. Con ellos esperabacondenar las almas de los niños delmundo. Aquella misma noche, Gabriel ytodos mis juguetes fueron a parar alhorno de la caldera.

»Mi madre insistió en que debíamosdestruirlos juntos, asegurarnos de que sereducían a cenizas. De lo contrario, lasombra de mi alma maldita, explicó ella,vendría a por mí. Cada mancha en miconducta, cada falta, cadadesobediencia, quedaba marcada enella. Una sombra que llevaba siempreconmigo y que era un reflejo de lomalvado y desconsiderado que yo eracon ella, con el mundo…

»Por aquel entonces, yo tenía sieteaños.

»Fue alrededor de aquella épocacuando la enfermedad de mi madre seagudizó. Empezó a encerrarme en elsótano, donde, según ella, la sombra nopodría encontrarme si venía a por mí.Durante esos largos encierros, apenasme atrevía a respirar, temiendo que missuspiros llamasen la atención de lasombra, aquel malvado reflejo de mialma débil, y me llevase directamente alinfierno. Todo esto le resultará cómico,a lo peor, triste, madame Sauvelle, peropara aquel chiquillo de pocos años, erala escalofriante realidad de cada día.

»No quisiera aburrirla con detallessórdidos de aquellos tiempos. Bastedecir que, durante uno de esos encierros,mi madre perdió definitivamente el pocojuicio que le quedaba y yo permanecíuna semana entera atrapado en aquelsótano, solo en la oscuridad. Ya lo haleído usted en el recorte, imagino. Unade esas historias que a las gentes de laprensa les complace colocar en laprimera página de sus ediciones. Lasmalas noticias, especialmente si sonescabrosas y espeluznantes, abren losbolsillos del público con eficaciapasmosa. A todo esto, usted sepreguntará, ¿qué hace un niño encerrado

durante siete días y siete noches en unsótano oscuro?

»En primer lugar, permítame decirleque, pasadas unas horas privado de luz,el ser humano pierde el sentido deltiempo. Las horas se transforman enminutos o segundos. O semanas si loprefiere. El tiempo y la luz estánestrictamente relacionados. El caso esque durante ese período de tiemposucedió algo realmente prodigioso. Unmilagro. Mi segundo milagro, si ustedquiere, después de aquellos minutos enblanco al poco de nacer.

»Mis plegarias tuvieron efecto.Todas aquellas noches orando en

silencio no habían sido en vano.Llámelo suerte, llámelo destino.

»Daniel Hoffmann vino a mí. A mí.De entre todos los niños de París, yo fuiel elegido aquella noche para recibir sugracia. Todavía recuerdo aquella tímidallamada en la trampilla que daba alexterior de la calle. Yo no podía llegarhasta ella, pero sí pude contestar a lavoz que me habló desde el exterior; lavoz más maravillosa y bondadosa que heoído jamás. Una voz que desvanecía laoscuridad y que fundía el miedo de unpobre niño asustado como el sol acabacon el hielo. Y, ¿sabe una cosa, Simone?Daniel Hoffmann me llamó por mi

nombre.»Y yo le abrí la puerta de mi

corazón. Poco después, una luzmaravillosa se hizo en el sótano yHoffmann apareció de la nada, vistiendoun deslumbrante traje blanco. Si usted lohubiese visto, Simone. Era un ángel, unverdadero ángel de luz. Nunca he visto anadie que irradiase aquella aura debelleza y de paz.

»Aquella noche, Daniel Hoffmann yyo conversamos en la intimidad, comousted y yo lo estamos haciendo ahora.No hizo falta que le contase lo deGabriel y el resto de mis juguetes; yaestaba al corriente. Hoffmann era un

hombre informado, entiéndalo. Tambiénestaba al tanto de las historias que mimadre me había relatado acerca de lasombra. Lo sabía todo al respecto.Aliviado, le confesé que esa sombra metenía realmente aterrorizado. No puedeimaginar la compasión, la comprensiónque emanaba aquel hombre. Escuchópacientemente el relato de cuanto mesucedía, y podía sentir que se hacíapartícipe de mi dolor, de mi angustia. Y,especialmente, comprendía cuál era elmayor de mis temores, la peor de mispesadillas: la sombra. Mi propiasombra, aquel espíritu maligno que meseguía a todas partes y que cargaba con

todo lo malo que había en mí…»Fue Daniel Hoffmann quien me

explicó lo que debía hacer. Hastaentonces yo era un pobre ignorante,compréndalo. ¿Qué sabía yo desombras? ¿Qué sabía yo de aquellosmisteriosos espíritus que visitaban a lagente en sus sueños y les hablaban delfuturo y del pasado? Nada.

»Pero él sí sabía. Él lo sabía todo. Yestaba dispuesto a ayudarme.

»Aquella noche, Daniel Hoffmannme reveló el futuro. Me dijo que yoestaba destinado a sucederlo al frente desu imperio. Me explicó que todos susconocimientos, todo su arte sería mío

algún día, y que el mundo de pobrezaque me rodeaba se desvanecería parasiempre. Puso en mis manos un porvenirque jamás me hubiera atrevido a soñar.Un futuro. Yo no sabía lo que eso era. Yél me lo brindó. Tan sólo debía haceruna cosa a cambio. Una pequeñapromesa insignificante: debía entregarlemi corazón. Sólo a él y a nadie más quea él.

»El fabricante de juguetes mepreguntó si comprendía lo que esosignificaba. Respondí que sí, sin dudarloun instante. Por supuesto que podíacontar con mi corazón. Él era la únicapersona que se había portado bien

conmigo. La única persona a la que lehabía importado. Me dijo que, si lodeseaba, muy pronto saldría de allí, quenunca más volvería a ver aquella casa niaquel lugar, ni siquiera a mi madre. Y, lomás importante, me dijo que no deberíapreocuparme nunca más por la sombra.Si hacía lo que él me pedía, el futuro seabriría frente a mí, limpio y luminoso.

»Me preguntó si confiaba en él.Asentí. En aquel momento, extrajo unpequeño frasco de cristal, parecido alque usted emplearía para contenerperfume. Sonriendo, lo destapó y misojos asistieron a una visiónsobrecogedora. Mi sombra, mi reflejo

en la pared, se tornó una manchadanzante. Una nube de oscuridad que fueabsorbida por el frasco, capturada parasiempre en su interior. Daniel Hoffmanncerró entonces el frasco y me lo tendió.El cristal estaba frío como el hielo.

»Me explicó entonces que, desdeaquel momento, mi corazón ya lepertenecía y que pronto, muy pronto,todos mis problemas se desvanecerían.Si no faltaba a mi juramento. Le dije quejamás podría hacer una cosa así. Mesonrió cariñosamente de nuevo y meentregó un obsequio. Un caleidoscopio.Me pidió que cerrase los ojos y pensasecon todas mis fuerzas en lo que más

deseaba en el universo. Mientras lohacía, se arrodilló frente a mí y me besóen la frente. Cuando abrí los ojos, ya noestaba allí.

»Una semana después, la policía,alertada por un anónimo informante quelos puso al corriente de lo que sucedíaen mi casa, me rescató de aquel agujero.Mi madre había muerto…

»De camino a la comisaría, lascalles se inundaron de coches debomberos. El fuego podía olerse en elaire. Los policías que me custodiaban sedesviaron de la ruta y entonces pudeverlo: alzándose en el horizonte, lafábrica de Daniel Hoffmann ardía en uno

de los incendios más pavorosos que havisto la historia de París. Las gentes quejamás habían reparado en ellaobservaban la catedral de fuego. Todosrecordaron entonces el nombre de aquelpersonaje que había sembrado de sueñossu infancia: Daniel Hoffmann. El palaciodel emperador ardía…

»Las llamas y la pira de humo negrose alzaron hacia el cielo durante tresdías y tres noches, como si el avernohubiese abierto sus puertas en el negrocorazón de la ciudad. Yo estaba allí y lovi con mis propios ojos. Días después,cuando sólo quedaban cenizas para dartestimonio del impresionante edificio

que se había alzado allí, los periódicospublicaron la noticia.

»Con el tiempo, las autoridadesencontraron a un pariente de mi madreque se hizo cargo de mi custodia, y metrasladé a vivir con su familia en Capd'Antibes. Allí crecí y me eduqué. Unavida normal. Feliz. Tal y como DanielHoffmann me había prometido. Inclusome permití inventar una variante de mipasado para contármela a mí mismo: lahistoria que le narré.

»El día en que cumplí los dieciochoaños recibí una carta. El matasellos erade ocho años antes, de la oficina postalde Montparnasse. En ella, mi viejo

amigo me anunciaba que la firma denotarios de un tal monsieur GilbertTravant, en Fontainebleau, tenía en supoder las escrituras de una residencia enla costa de Normandía que pasaba a serlegalmente de mi propiedad al cumplirla mayoría de edad. La nota, enpergamino, venía firmada con una «D».

»Tardé varios años en tomarposesión de Cravenmoore. Paraentonces yo ya era un prometedoringeniero. Mis diseños de juguetessobrepasaban cualquier proyectoconocido hasta la fecha. Prontocomprendí que había llegado elmomento de crear mi propia fábrica. En

Cravenmoore. Todo estaba sucediendotal y como se me había anunciado. Todo,hasta que sucedió el accidente. Ocurrióen la Porte de Saint Michel, un 13 defebrero. Ella se llamaba AlexandraAlma Maltisse y era la criatura másbella que jamás había visto.

»Durante todos aquellos años, habíaconservado conmigo aquel frasco queDaniel Hoffmann me había entregado enel sótano de la rue des Gobelins aquellanoche. Su tacto seguía siendo tan fríocomo entonces. Seis meses después,traicioné mi promesa a Daniel Hoffmanny entregué mi corazón a aquella joven.Me casé con ella. Fue el día más feliz de

mi vida. La noche antes de la boda, quehabría de celebrarse en Cravenmoore,tomé el frasco que contenía mi sombra yme dirigí a los acantilados del cabo.Desde allí, condenándola para siempreal olvido, la lancé a las oscuras aguas.

»Por supuesto, rompí mi promesa…

El sol había iniciado ya su declivesobre la bahía cuando Ismael e Ireneavistaron entre los árboles la fachadaposterior de la Casa del Cabo. Elagotamiento que ambos arrastrabanparecía haberse retirado discretamente aalgún lugar no muy lejano, a la espera de

un momento más oportuno paraemprender su regreso. Ismael había oídohablar de ese fenómeno, una suerte desoplo que experimentaban algunosatletas una vez rebasado el límite de supropia capacidad de cansancio. Pasadoese punto, el cuerpo seguía adelante sinmuestras de fatiga. Hasta que la máquinaparaba, claro está. Una vez el esfuerzoacababa, el castigo caía de una sola vez.Un préstamo de los músculos, por asídecirlo.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Irene, advirtiendo el semblantemeditabundo del chico.

—En que tengo hambre.

—Y yo. ¿No es raro?—Al contrario. Nada como un buen

susto para abrir el apetito… —sepermitió bromear Ismael.

La Casa del Cabo estaba en calma yno había signo aparente de presenciaalguna. Dos guirnaldas de ropa seca,suspendida en los tendederos, ondeabanal viento. Ismael captó una visión fugazde lo que a todas luces parecía ropainterior de Irene por el rabillo del ojo.Su mente pasó a considerar el aspectoque tendría su compañera enfundada ensemejantes atavíos.

—¿Estás bien? —inquirió ella.El muchacho tragó saliva, pero

asintió.—Cansado y hambriento, eso es

todo.Irene le dirigió una sonrisa

enigmática. Por un segundo, Ismaelconsideró la posibilidad de que todaslas mujeres fuesen, secretamente,capaces de leer el pensamiento. Mejorno perderse en semejantesconsideraciones con el estómago vacío.

La joven trató de abrir la puertatrasera de la casa, pero al pareceralguien había echado el cerrojo pordentro. La sonrisa de Irene se tornó enuna mueca de extrañeza.

—¿Mamá? ¿Dorian? —llamó

mientras se retiraba unos pasos yexaminaba las ventanas del pisosuperior.

—Probemos por delante —dijoIsmael.

Ella la siguió, rodeando la casahasta el porche.

Una alfombra de cristales rotosafloró a sus pies. Ambos se detuvieron yla visión de la puerta destrozada y todaslas ventanas astilladas se desplegó anteellos. A simple vista, parecía que unaexplosión de gas hubiese arrancado lapuerta de los goznes al tiempo queescupía una tormenta de cristal hacia elexterior. Irene trató de frenar la oleada

de frío que le ascendía desde elestómago. En vano. Dirigió una miradaaterrorizada a Ismael y se dispuso aentrar en la casa. Él la retuvo, ensilencio.

—¿Madame Sauvelle? —llamódesde el porche.

El sonido de su voz se perdió en elfondo de la casa. Ismael se adentrócautelosamente en el interior y examinóel panorama. Irene se asomó tras él. Elsuspiro de la muchacha tocó fondo.

La palabra para describir el estadode la vivienda, si es que había alguna,era devastación. Ismael jamás habíavisto los efectos de un tornado, pero

imaginó que se parecían a lo que susojos le estaban transmitiendo.

—Dios mío…—Cuidado con los cristales —

advirtió el muchacho.—¡Mamá!El grito reverberó por la casa, un

espíritu vagabundo de habitación enhabitación. Ismael, sin soltar a Irene niun segundo, se aproximó al pie de laescalera y echó un vistazo al pisosuperior.

—Subamos —dijo ella.Ascendieron por la escalera

lentamente, examinando los rastros queuna fuerza invisible había dejado a su

alrededor. La primera en advertir que eldormitorio de Simone no tenía puerta fueIrene.

—¡No!… —murmuró.Ismael se apresuró hasta el umbral

de la estancia y la examinó. Nada. Una auna, ambos registraron todas lashabitaciones del piso superior. Vacío.

—¿Dónde están? —preguntó lachica con voz temblorosa.

—Aquí no hay nadie. Volvamosabajo.

Por lo que podía ver, la lucha o loque fuese que había acontecido en aquelescenario había sido violenta. Elmuchacho se reservó cualquier

observación al respecto, pero unaoscura sospecha acerca de la suerte dela familia de Irene cruzó su pensamiento.Ella, todavía bajo los efectos del shock,lloraba en silencio al pie de la escalera.«En cuestión de minutos —pensó Ismael—, la histeria se abrirá paso». Másvalía que pensara algo, y rápido, antesde que eso sucediese. Su mente barajabauna docena de posibilidades, a cuálmenos efectiva, cuando ambos oyeronpor primera vez los golpes. Un silenciomortal los siguió.

Irene alzó la mirada, llorosa, y susojos buscaron la confirmación enIsmael. El muchacho asintió, alzando un

dedo en señal de silencio. Los golpes serepitieron, secos y metálicos, viajando através de la estructura de la casa. Lamente de Ismael tardó unos segundos enrastrear aquellos impactos sordos yapagados. Metal. Algo, o alguien, estabagolpeando sobre una pieza de metal enalgún lugar de la casa. El sonido serepitió mecánicamente. Ismael sintió lavibración viajar bajo sus pies y sus ojosse detuvieron sobre una puerta cerradaen el pasillo que conducía a la cocina enla parte posterior.

—¿Adónde da esa puerta?—Al sótano… —respondió Irene.El chico se aproximó a la puerta y

auscultó el interior pegando el oído a lalámina de madera. Los golpes serepitieron por enésima vez. Ismael tratóde abrir, pero la manija estabaatrancada.

—¿Hay alguien ahí dentro? —gritó.El sonido de unas pisadas

ascendiendo por la escalera llegó hastasus oídos.

—Ten cuidado —dijo Irene.Ismael se separó de la puerta. Por un

instante, la imagen del ángel emergiendodel sótano de la casa inundó su mente.Una voz quebradiza se oyó al otro lado,distante. Irene se alzó de un salto ycorrió hacia la puerta.

—¿Dorian?La voz balbuceó algo.Irene miró a Ismael y asintió.—Es mi hermano…El muchacho comprobó que derribar

una puerta o, en ese caso, destrozarlaera una tarea bastante más compleja delo que los seriales radiofónicos daban aentender. Pasaron unos buenos diezminutos antes de que, con la ayuda deuna barra de metal que encontraron enlas alacenas de la cocina, la puerta serindiese por fin. Ismael, cubierto desudor, se retiró unos pasos e Irene dio eltirón de gracia. La cerradura, un amasijode astillas de madera emergiendo del

mecanismo herrumbroso y trabado, cayóal suelo. A ojos del chico, parecía unerizo.

Un segundo después, un muchachode complexión pálida emergió de laoscuridad. Su rostro estaba atenazado enuna máscara de terror y sus manostemblaban. Dorian se cobijó en losbrazos de su hermana, como un animalasustado. Irene dirigió una mirada aIsmael. Fuera lo que fuese lo que elmuchacho había visto, había hecho mellaen él. Irene se arrodilló frente a él y lelimpió el rostro manchado de suciedad ylágrimas secas.

—¿Estás bien, Dorian? —le

preguntó con calma, palpando el cuerpodel chico en busca de heridas ofracturas.

Dorian asintió repetidamente.—¿Dónde está mamá?El muchacho alzó la mirada. Sus

ojos estaban estancados de terror.—Dorian, es importante. ¿Dónde

está mamá?—Se la llevó… —balbuceó él.Ismael se preguntó cuánto tiempo

llevaría atrapado allí abajo, en laoscuridad.

—Se la llevó… —repitió Dorian,como si estuviese bajo los efectos de uninflujo hipnótico.

—¿Quién se la ha llevado, Dorian?—preguntó Irene con fría serenidad—.¿Quién se ha llevado a mamá?

Dorian les dirigió una mirada aambos y sonrió débilmente, como si lapregunta que le formulaban fueseabsurda.

—La sombra… —respondió—. Lasombra se la llevó.

Las miradas de Ismael e Irene seencontraron. Ella respiró profundamentey puso las manos sobre los brazos de suhermano.

—Dorian, voy a pedirte que hagasalgo que es muy importante. ¿Mecomprendes?

Él asintió.—Necesito que vayas corriendo al

pueblo, a la gendarmería, y que le digasal comisario que un accidente terrible haocurrido en Cravenmoore. Que mamáestá allí, herida. Que vengan cuantoantes. ¿Me has comprendido?

Dorian la observó, desconcertado.—No menciones la sombra. Di sólo

lo que yo te he dicho. Es muyimportante… Si lo haces, nadie tecreerá. Menciona sólo un accidente.

Ismael asintió.—Necesito que hagas esto por mí, y

por mamá. ¿Podrás hacerlo?Dorian miró a Ismael y luego a su

hermana.—Mamá ha tenido un accidente y

está herida en Cravenmoore. Necesitaayuda urgente —repitió el muchachomecánicamente—. Pero ella está bien…,¿no?

Irene le sonrió y lo abrazó.—Te quiero —le susurró.Dorian besó a su hermana en la

mejilla y, tras dirigir un saludo decamarada a Ismael, echó a correr enbusca de su bicicleta. La encontró juntoa la barandilla del porche. El obsequiode Lazarus había quedado reducido auna red de alambres y metal retorcido.El muchacho contempló los restos de su

bicicleta mientras Ismael e Irene salíande la casa y reparaban en el macabrohallazgo.

—¿Quién es capaz de hacer algoasí? —preguntó Dorian.

—Es mejor que te des prisa, Dorian—le recordó Irene.

Él asintió y partió a escape. Tanpronto como hubo desaparecido, Irene eIsmael salieron al porche. El sol seponía sobre la bahía, trazando un globode tinieblas que sangraba entre las nubesy teñía el mar de escarlata. Ambos semiraron y, sin necesidad de palabras,comprendieron lo que les esperaba en elcorazón de la oscuridad, más allá del

bosque.

12.DOPPELGÄNGER

—Nunca hubo una novia más bellaal pie de un altar, ni la habrá jamás —dijo la máscara—. Nunca.

Simone podía oír el llanto silenciosode las velas ardiendo en la penumbra y,más allá de aquellos muros, el susurrodel viento arañando el bosque degárgolas que coronaba Cravenmoore. Lavoz de la noche.

—La luz que Alexandra trajo a mivida borró cuantos recuerdos y miseriashabían poblado mi memoria desde la

infancia. Aún hoy, pienso que pocosmortales llegan a conocer ese umbral defelicidad, de paz. De algún modo dejéde ser aquel muchacho del distrito másmísero de París. Olvidé aquellos largosencierros en la oscuridad. Dejé atráspara siempre aquel sótano negro dondesiempre creía oír voces, donde la voz demis remordimientos me decía que vivíaaquella sombra a la que la enfermedadde mi madre había abierto una puertadesde los infiernos. Olvidé aquellapesadilla que me persiguió duranteaños… En ella, una escalera descendíadesde las profundidades del sótano denuestra casa en la rue des Gobelins hasta

las cuevas de la laguna Estigia. Todoaquello quedó atrás. ¿Y sabe usted porqué? Porque Alexandra Alma Maltisse,el verdadero ángel en mi vida, meenseñó que, en contra de lo que mimadre me había repetido desde que tuveuso de razón, yo no era malo.¿Comprende, Simone? No era malo. Eracomo los demás, como cualquier otro.Era inocente.

La voz de Lazarus se detuvo uninstante. Simone imaginó lágrimasdeslizándose en silencio tras la máscara.

—Juntos exploramos Cravenmoore.Muchas personas piensan que todos losprodigios que contiene esta casa son

creación mía. No es cierto. Apenas unapequeña parte ha salido de mis manos.El resto, galerías y galerías demaravillas que ni yo mismo acierto acomprender, ya estaba aquí cuando entrépor primera vez. Cuánto tiempo llevabanen esta casa nunca lo sabré. Hubo unaépoca en que pensé que otros antes queyo habían ocupado mi lugar. A veces, sime detengo a escuchar en silencio por lanoche, creo oír el eco de otras voces, deotros pasos, que pueblan los pasillos deeste palacio. En ocasiones pienso que eltiempo se ha detenido en cadahabitación, en cada corredor vacío, yque todas las criaturas que habitan este

lugar fueron un día de carne y hueso.Como yo.

»Dejé de preocuparme por esosmisterios hace mucho tiempo, inclusodespués de comprobar que, tras mesesde vivir en Cravenmoore, aún descubríanuevas estancias en las que no habíaestado jamás, nuevos pasadizos queconducían a alas desconocidas… Creoque algunos lugares, palacios milenariosque se pueden contar con los dedos deuna mano, son mucho más que unasimple construcción; están vivos. Tienensu propia alma y su propio modo decomunicarse con nosotros. Cravenmoorees uno de esos lugares. Nadie sabe

cuándo fue construido. Ni quién lo hizo,ni por qué. Pero cuando esta casa mehabla, yo escucho…

»Antes del verano de 1916, en lacúspide de nuestra felicidad, sucedióalgo. En realidad, había comenzado yaun año antes, sin que yo tuvieseconocimiento de ello. Al día siguientede nuestra boda, Alexandra se levantó alalba y acudió a la gran sala oval paracontemplar los cientos de regalos quehabíamos recibido. De entre todos ellos,llamó su atención un pequeño cofrelabrado a mano. Una joya. Alexandra,cautivada, lo abrió. Contenía una nota yun frasco de cristal. La nota, dirigida a

ella, le decía que aquél era un obsequioespecial. Una sorpresa. Le explicabaque el frasco contenía mi perfumepredilecto, el perfume que empleaba mimadre, y que debía guardarlo hasta eldía de nuestro primer aniversario antesde usarlo. Pero tenía que ser un secretoentre ella y el firmante, un viejo amigode mi infancia, Daniel Hoffmann…

»Siguiendo fielmente lasinstrucciones, con el convencimiento deque de ese modo me haría feliz,Alexandra guardó el frasco durante docemeses hasta la fecha señalada. Llegadoel día, lo rescató del cofre y lo abrió.No hace falta decirle que aquel frasco

no contenía perfume alguno. Aquél erael frasco que yo había lanzado al mar enla víspera de nuestro enlace. Desde elinstante en que Alexandra destapó elfrasco, nuestra vida se convirtió en unapesadilla…

»Fue por entonces cuando empecé arecibir la correspondencia de DanielHoffmann. Esta vez me escribía desdeBerlín, donde me explicaba que teníauna gran labor por delante que algún díahabría de cambiar el mundo. Millonesde niños estaban recibiendo sus visitas ysus obsequios. Millones de niños quealgún día formarían el mayor ejércitoque haya conocido la Historia. Hasta la

fecha, todavía no he comprendido a quéhacía referencia con esas palabras…

»En uno de sus primeros envíos, meobsequió con un libro, un tomoencuadernado en piel que parecía másviejo que el mismo mundo. Una solapalabra se podía leer en su cubierta:Doppelgänger. ¿Ha oído usted hablar delDoppelgänger, querida amiga? Porsupuesto que no. Las leyendas y losviejos trucos de magia no interesan ya anadie. Es un término de origengermánico; designa a la sombra que sedesprende de su dueño y se vuelve en sucontra. Pero eso, por supuesto, no esmás que el principio. Así lo fue para mí.

Para su información, le diré que enesencia el libro era un manual acerca delas sombras. Una pieza de museo.Cuando empecé su lectura, ya era tarde.Algo crecía oculto, amparado en laoscuridad de esta casa; mes a mes, comoel huevo de una serpiente que espera elmomento de eclosionar.

»En mayo de 1916, algo me empezóa suceder. La luminosidad de aquelprimer año con Alexandra se extinguiólentamente. Comencé a sospechar de laexistencia de la sombra poco después.Cuando lo hice, sin embargo, ya no teníaremedio. Los primeros ataques nopasaron de ser sustos. Las ropas de

Alexandra aparecían destrozadas. Laspuertas se cerraban a su paso y manosinvisibles empujaban objetos contraella. Voces en la oscuridad. Apenas elprincipio…

»Esta casa tiene miles de rinconesdonde una sombra puede ocultarse.Comprendí entonces que no era más queel alma de su creador, de DanielHoffmann, y que la sombra crecería enella, haciéndose más fuerte día a día. Yyo, por el contrario, me transformaría enun ser más débil. Toda la fuerza quehabía en mí pasaría a ser suya y,lentamente, mientras caminaba de vueltaa la oscuridad de mi infancia en Les

Gobelins, yo pasaría a ser la sombra, yél, el maestro.

»Decidí cerrar la fábrica de juguetesy concentrarme en mi vieja obsesión.Quise volver a dar vida a Gabriel, aquelángel de la guarda que me habíaprotegido en París. En mi regreso a lainfancia, creía que, si era capaz devolver a darle vida, él nos protegería amí y a Alexandra de la sombra. Fue asícomo diseñé la criatura mecánica máspoderosa que jamás hubiera soñado. Uncoloso de acero. Un ángel paraliberarme de mi pesadilla.

»¡Pobre ingenuo! Tan pronto aquelmonstruoso ser fue capaz de levantarse

de la mesa de mi taller, cualquierfantasía de obediencia que podía haberalbergado se esfumó. No era a mí aquien escuchaba, sino al otro. A sumaestro. Y él, la sombra, no podíaexistir sin mí, pues yo era la fuente de laque absorbía toda su fuerza. No sólo elángel no me liberó de aquella vidamiserable, sino que se transformó en elpeor de los guardianes. El guardián deaquel secreto terrible que me condenabapara siempre, un guardián que selevantaría cada vez que algo o alguienpusiera en peligro ese secreto. Sinpiedad.

»Los ataques a Alexandra se

recrudecieron. La sombra era ahora másfuerte y su amenaza crecía día a día.Había decidido castigarme a través delsufrimiento de mi esposa. Habíaentregado a Alexandra un corazón queya no me pertenecía. Aquel error habríade ser nuestra perdición. Cuando estabaa punto de perder la razón, comprobéque la sombra sólo actuaba cuando yoestaba en las inmediaciones. No podíavivir lejos de mí. Por este motivo,decidí abandonar Cravenmoore yrefugiarme en la isla del faro. A nadiepodía dañar allí. Si alguien tenía quepagar el precio de mi traición, ése erayo. Pero subestimé la fortaleza de

Alexandra. Su amor por mí. Superandoel terror y la amenaza a su vida, acudióen mi auxilio la noche del baile demáscaras. Tan pronto el velero en el quesurcaba la bahía se aproximó al islote,la sombra cayó sobre ella y la arrastró alas profundidades. Aún puedo oír su risaen la oscuridad cuando emergió de entrelas olas. Al día siguiente, volvió arefugiarse en aquel frasco de cristal.Durante los próximos veinte años novolví a verla…

Simone se alzó temblando de la sillay retrocedió paso a paso hasta que suespalda topó con la pared de lahabitación. No podía seguir escuchando

una sola palabra de los labios de aquelhombre, de aquel… enfermo. Sólo unacosa la mantenía en pie y le impedíarendirse al pánico que le inspirabaaquella figura enmascarada una vezescuchado su relato: la ira.

—Amiga mía, no, no… No cometaese error… ¿No comprende qué es loque sucede? Cuando usted y su familiallegaron aquí, no pude evitar que micorazón se fijase en usted. No lo hiceconscientemente. Ni siquiera me dicuenta de lo que estaba sucediendo hastaque fue demasiado tarde. Traté deapagar ese hechizo construyendo unamáquina a su imagen y semejanza…

—¿Qué?—Creí… Al poco tiempo de que su

presencia volviese a dar vida a estacasa, la sombra que había permanecidoveinte años de nuevo dormida en aquelfrasco maldito despertó de su limbo. Notardó en encontrar una víctima propiciapara liberarla de nuevo…

—Hannah… —murmuró Simone.—Sé lo que ahora debe de sentir y

pensar, créame. Pero no hay escapatoriaposible. He hecho cuanto he podido…Debe creerme…

La máscara se incorporó y caminóhacia ella.

—¡No se acerque ni un paso más! —

estalló Simone.Lazarus se detuvo.—No quiero hacerle daño, Simone.

Soy su amigo. No me dé la espalda.Ella sintió una oleada de odio que

nacía en lo más profundo de su espíritu.—Usted asesinó a Hannah…—Simone…—¿Dónde están mis hijos?—Ellos han elegido su propio

destino…Un puñal de hielo le desgarró el

alma.—¿Qué… qué ha hecho con ellos?Lazarus alzó las manos enguantadas.—Han muerto…

Antes de que Lazarus pudiesefinalizar sus palabras, Simone dejóescapar un alarido de furia y, asiendouno de los candelabros de la mesa, selanzó contra el hombre que teníaenfrente. La base del candelabro seestrelló con toda su fuerza en el centrode la máscara. El rostro de porcelana serompió en mil pedazos y el candelabrose precipitó hacia la penumbra. Nohabía nada allí.

Simone, paralizada, concentró losojos en la masa negra que flotaba frentea ella. La silueta se despojó de losguantes blancos, desvelando únicamenteoscuridad. Sólo entonces Simone pudo

advertir aquel rostro demoníacoformarse frente a ella, una nube desombras que adquiría lentamentevolumen y siseaba como una serpiente,furiosa. Un alarido infernal rasgó susoídos, un aullido que extinguió cada unade las llamas que ardían en lahabitación. Por primera y última vez,Simone oyó la verdadera voz de lasombra. Después, las garras la atraparony la arrastraron hacia la oscuridad.

A medida que se adentraban en elbosque, Ismael e Irene advirtieron que latenue neblina que cubría la maleza se

iba transformando paulatinamente en unmanto de claridad incandescente. Laniebla absorbía las luces parpadeantesde Cravenmoore y las expandía en unespejismo espectral, una verdaderaselva de vapor áureo. Tan prontorebasaron el umbral del bosque, laexplicación de aquel extraño fenómenose reveló desconcertante y, de algúnmodo, amenazadora. Todas las luces dela mansión brillaban con gran intensidadtras los ventanales, confiriendo a lagigantesca estructura la apariencia de unbuque fantasmal alzándose de lasprofundidades.

Los dos muchachos se detuvieron

frente a las compuertas de lanzas quefranqueaban el paso hasta el jardín,contemplando aquella visión hipnótica.Envuelta en aquel manto de luz, lasilueta de Cravenmoore parecía todavíamás siniestra que en la oscuridad. Losrostros de decenas de gárgolas aflorabanahora como centinelas de pesadilla.Pero no fue esa visión la que detuvo suspasos. Algo más flotaba en el aire, unapresencia invisible e infinitamente másescalofriante. Los sonidos de decenas,de cientos de autómatas moviéndose ydesplazándose en el interior de lamansión se filtraban en el viento; lamúsica disonante de un tiovivo y las

risas mecánicas de una jauría decriaturas ocultas en aquel lugar.

Ismael e Irene escucharonparalizados la voz de Cravenmooredurante unos segundos, rastreando elorigen de aquella cacofonía infernalhasta la gran puerta principal. Laentrada, ahora abierta de par en par,escupía un vaho de luz dorada tras elcual las sombras palpitaban y danzabanal son de aquella melodía que helaba lasangre. Irene apretó instintivamente lamano de Ismael y el muchacho le dirigióuna mirada impenetrable.

—¿Estás segura de querer entrarahí? —preguntó él.

La silueta de una bailarina rotandosobre sí misma se recortó en una de lasventanas. Irene desvió la mirada.

—No tienes por qué venir conmigo.Al fin y al cabo, es mi madre…

—Es una oferta tentadora. No me larepitas dos veces —dijo Ismael.

—De acuerdo —asintió Irene—. Ypase lo que pase…

—Pase lo que pase.Apartando de su mente las risas, la

música, las luces y el macabro desfilede siluetas que poblaba aquel lugar, losdos muchachos enfilaron la escalinata deCravenmoore. Tan pronto sintió elespíritu de la casa envolviéndolos,

Ismael comprendió que cuanto habíanvisto hasta ahora no era más que elprólogo. El ángel y las demás máquinasde Lazarus no eran lo que lo asustaba.Había algo en aquella casa. Unapresencia palpable y poderosa. Unapresencia que destilaba odio y rabia. Y,de algún modo, Ismael supo que losestaba esperando.

Dorian golpeó una y otra vez lapuerta de la gendarmería. El muchachoestaba sin aliento y sus piernas parecíana punto de derretirse. Había corridocomo un poseso a través del bosque,

hasta la Playa del Inglés, y después a lolargo de la interminable carretera quebordeaba la bahía hasta el pueblo,mientras el sol se ocultaba en elhorizonte. No había parado ni unsegundo, consciente de que, si sedetenía, no volvería a dar un paso endiez años. Un solo pensamiento loimpulsaba hacia adelante: la imagen deaquella forma espectral portando a sumadre hacia las tinieblas. Le bastabarecordarla para correr hasta el fin delmundo.

Cuando la puerta de la gendarmeríase abrió finalmente, la oronda silueta delagente Jobart se adelantó dos pasos al

frente. Los ojos diminutos del gendarmeexaminaron al muchacho, que parecíaque fuera a desplomarse allí mismo.Dorian creyó estar observando a unrinoceronte. El gendarme ofreció unasonrisa sardónica y, hundiendoprofesionalmente los pulgares en losbolsillos del uniforme, blandió su muecade qué-horas-son-éstas-de-molestar.Dorian suspiró y trató de tragar saliva,pero no le quedaba una gota.

—¿Y bien? —escupió Jobart.—Agua…—Esto no es un bar, camarada

Sauvelle.La fina muestra de ironía

probablemente pretendía evidenciar lasenvidiables dotes de reconocimiento einstinto de sabueso del paquidérmicopolicía. Con todo, Jobart dejó pasar almuchacho y procedió a servirle un vasode agua de la cisterna. Dorian jamáshubiera sospechado que el agua pudieseser tan deliciosa.

—Más.Jobart le tendió otro vaso, esta vez

ofreciéndole su mirada de SherlockHolmes.

—De nada.Dorian apuró hasta la última gota y

se encaró al policía. Las instruccionesde Irene saltaron a su memoria, frescas y

sin mácula.—Mi madre ha tenido un accidente y

está herida. Es grave. En Cravenmoore.Jobart necesitó unos segundos para

procesar tanta información.—¿Qué tipo de accidente? —

inquirió con tono de fino observador.—¡Muévase! —estalló Dorian.—Estoy solo. No puedo dejar el

puesto.El chico suspiró. De entre todos los

cretinos que había en el planeta habíaido a dar con un ejemplar de museo.

—¡Llame por radio! ¡Haga algo!¡Ahora!

El tono y la mirada de Dorian

desprendieron cierta alarma capaz dehacer que Jobart desplazase suconsiderable trasero hacia la radio yconectase el aparato. Por un instante sevolvió a mirar al muchacho, con aire desospecha.

—¡Llame! ¡Ya! —gritó Dorian.

Lazarus recuperó el sentidobruscamente, notando un dolor punzanteen la nuca. Se llevó la mano hasta esepunto y palpó la herida abierta. Recordóvagamente el rostro de Christian en elpasillo del ala oeste. El autómata lehabía golpeado y lo había arrastrado

hasta este lugar. Lazarus miró a sualrededor. Se encontraba en una de lashabitaciones sin utilizar que poblabanCravenmoore.

Lentamente, se incorporó y trató deponer en orden sus pensamientos. Unprofundo cansancio le asaltó tan prontose sostuvo sobre sus pies. Cerró los ojosy respiró profundamente. Al abrirlos,reparó en un pequeño espejo que pendíade una de las paredes. Se acercó a él yexaminó su propio reflejo.

Luego, aproximándose hasta unadiminuta ventana que daba a la fachadaprincipal, observó cómo dos figurascruzaban el jardín en dirección a la

puerta principal.

Irene e Ismael franquearon el umbralde la puerta y penetraron en el haz de luzque emergía de las profundidades de lacasa. El eco del tiovivo y el traqueteometálico de miles de engranajesdevueltos a la vida caló en ellos comoun aliento helado. Cientos de diminutosmecanismos se movían en los muros. Unmundo de criaturas imposibles seagitaba en las vitrinas, en los móvilessuspendidos en el aire. Resultabaimposible dirigir la vista a cualquierpunto y no encontrar una de las

creaciones de Lazarus en movimiento.Relojes con rostro, muñecos quecaminaban como sonámbulos, rostrosfantasmales que sonreían como loboshambrientos…

—Esta vez no te separes de mí —dijo Irene.

—No pensaba hacerlo —replicóIsmael, abrumado por aquel mundo deseres que latían a su alrededor.

Apenas habían recorrido un par demetros cuando la puerta principal secerró con fuerza a sus espaldas. Irenegritó y se aferró al chico. La silueta deun hombre gigantesco se alzó frente aellos. Su rostro estaba cubierto por una

máscara que representaba un payasodemoníaco. Dos pupilas verdes seexpandieron tras la máscara. Losmuchachos retrocedieron ante el avancede aquella aparición. Un cuchillo brillóen sus manos. La imagen de aquelmayordomo mecánico que les habíaabierto la puerta en su primera visita aCravenmoore golpeó a Irene. Christian.Ése era su nombre. El autómata alzó elcuchillo en el aire.

—¡Christian, no! —gritó Irene—.¡No!

El mayordomo se detuvo. El cuchillocayó de sus manos. Ismael miró a lachica sin comprender nada. La figura,

inmóvil, los observaba.—Rápido —instó la muchacha,

adentrándose en la casa.Ismael corrió tras ella, no sin antes

recoger el cuchillo que Christian habíasoltado. Alcanzó a Irene bajo la fugavertical que ascendía hacia la cúpula. Lajoven miró alrededor y trató deorientarse.

—¿Dónde ahora? —preguntó Ismael,sin dejar de vigilar a su espalda.

Ella dudó, incapaz de optar por uncamino a través del cual adentrarse en ellaberinto de Cravenmoore.

Súbitamente, un golpe de aire fríolos sacudió desde uno de los corredores

y el sonido metálico de una vozcavernosa llegó hasta sus oídos.

—Irene… —susurró la voz.Los nervios de la muchacha se

trabaron en una red de hielo. La vozllegó de nuevo. Irene clavó los ojos enel extremo del corredor. Ismael siguió sumirada y la vio. Flotando sobre el suelo,envuelta en un manto de neblina, Simoneavanzaba hacia ellos con los brazosextendidos. Un brillo diabólico bailabaen sus ojos. Unas fauces surcadas decolmillos acerados asomaron tras suslabios apergaminados.

—Mamá —gimió Irene.—Ésa no es tu madre… —dijo

Ismael, apartando a la chica de latrayectoria de aquel ser.

La luz golpeó aquel rostro y lodesveló en todo su horror. Ismael seabalanzó sobre Irene para esquivar lasgarras del autómata. La criatura girósobre sí misma y se les encaró de nuevo.Tan sólo medio rostro se habíacompletado. La otra mitad no era másque una máscara de metal.

—Es el muñeco que vimos. No es tumadre —dijo el muchacho, que tratabade arrancar a su amiga del trance en quela visión la había sumido—. Esa cosalos mueve como si fuesen marionetas…

El mecanismo que sostenía al

autómata dejó escapar un chasquido.Ismael pudo ver cómo las garrasviajaban hacia ellos de nuevo, a todavelocidad. El muchacho cogió a Irene yse lanzó a la fuga sin saber a cienciacierta hacia adónde se dirigía. Corrierontan rápidamente como se lo permitieronsus piernas a través de una galeríaflanqueada por puertas que se abrían asu paso y siluetas que se descolgabandel techo.

—¡Rápido! —gritó Ismael, oyendoel martilleo de los cables de suspensióna sus espaldas.

Irene se volvió a mirar atrás. Lasfauces caninas de aquella monstruosa

réplica de su madre se cerraron a veintecentímetros de su rostro. Las cincoagujas de sus garras se lanzaron sobre surostro. Ismael tiró de ella y la empujó alinterior de lo que parecía una gran salaen la penumbra.

La chica cayó de bruces sobre elsuelo y él cerró la puerta a su espalda.Las garras del autómata se clavaronsobre la puerta, puntas de flecha letales.

—Dios mío… —suspiró—. Otra vezno…

Irene alzó la vista; su piel del colordel papel.

—¿Estás bien? —le preguntó Ismael.La muchacha asintió vagamente para

luego mirar a su alrededor. Paredes delibros ascendían hacia el infinito. Milesy miles de volúmenes formaban unaespiral babilónica, un laberinto deescaleras y pasadizos.

—Estamos en la biblioteca deLazarus.

—Pues espero que tenga otra salida,porque no pienso volver a mirar ahídetrás… —dijo Ismael señalando a suespalda.

—Debe de haberla. Creo que sí,pero no sé dónde está —dijo ella,aproximándose al centro de la gran salamientras el chico trababa la puerta conuna silla.

Si aquella defensa resistía más dedos minutos, se dijo, empezaría a creeren los milagros a pies juntillas. La vozde Irene murmuró algo a su espalda. Elmuchacho se volvió y la vio junto a unamesa de lectura, examinando un libro deaspecto centenario.

—Hay algo aquí —dijo ella.Un oscuro presentimiento se

despertó en él.—Deja ese libro.—¿Por qué? —preguntó Irene, sin

comprender.—Déjalo.La joven cerró el volumen e hizo lo

que su amigo le indicaba. Las letras

doradas sobre la cubierta brillaron a lalumbre de la hoguera que caldeaba labiblioteca: Doppelgänger.

Irene apenas se había alejado unospasos del escritorio cuando sintió queuna intensa vibración atravesaba la salabajo sus pies. Las llamas de la hoguerapalidecieron y algunos de los tomos enlas interminables hileras de estanteríasempezaron a temblar. La muchachacorrió hasta Ismael.

—¿Qué demonios…? —dijo él,percibiendo también aquel intenso rumorque parecía provenir de lo más profundode la casa.

En ese momento, el libro que Irene

había dejado sobre el escritorio se abrióviolentamente de par en par. Las llamasde la hoguera se extinguieron,aniquiladas por un aliento gélido. Ismaelrodeó a la joven con sus brazos y laapretó contra sí. Algunos librosempezaron a precipitarse al vacío desdelas alturas, impulsados por manosinvisibles.

—Hay alguien más aquí —susurróIrene—. Puedo sentirlo…

Las páginas del libro empezaron avolverse lentamente al viento, una trasotra. Ismael contempló las láminas delviejo volumen, que brillaban con luzpropia, y advirtió por primera vez cómo

las letras parecían evaporarse una a una,formando una nube de gas negro queadquiría forma sobre el libro. Aquellasilueta informe fue absorbiendo palabraa palabra, frase a frase.

La forma, más densa ahora, le hizopensar en un espectro de tinta negrasuspendido en el vacío.

La nube de negrura se expandió y lasformas de unas manos, unos brazos y untronco se esculpieron de la nada. Unrostro impenetrable emergió de lasombra.

Ismael e Irene, paralizados por elterror, contemplaron electrizadosaquella aparición y cómo, alrededor de

ella, otras formas, otras sombrascobraban vida de entre las páginas deaquellos libros caídos. Lentamente, unejército de sombras se desplegó ante susojos incrédulos. Sombras de niños, deancianos, de damas ataviadas conextrañas galas… Todos ellos parecíanespíritus atrapados, demasiado débilespara adquirir consistencia y volumen.Rostros en agonía, aletargados ydesprovistos de voluntad. Alcontemplarlos, Irene sintió que seencontraba frente a las almas perdidasde decenas de seres atrapados en unterrible maleficio. Los vio extender susmanos hacia ellos, suplicando ayuda,

pero sus dedos se escindían enespejismos de vapor. Podía sentir elhorror de su pesadilla, del sueño negroque los atenazaba.

Durante los escasos segundos queduró aquella visión, se preguntó quiéneseran y cómo habían llegado hasta allí.¿Habían sido alguna vez incautosvisitantes de aquel lugar, como ellamisma? Por un instante esperó reconocera su madre entre aquellos espíritusmalditos, hijos de la noche. Pero, a unsimple gesto de la sombra, sus cuerposvaporosos se fundieron en un torbellinode oscuridad que atravesó la sala.

La sombra abrió sus fauces y

absorbió todas y cada una de esasalmas, arrancándoles la poca fuerza quetodavía vivía en ellas. Un silenciomortal siguió a su desaparición. Luego,la sombra abrió los ojos y su miradaproyectó un halo sangrante en la tiniebla.

Irene quiso gritar, pero su voz seperdió en el estruendo brutal quesacudió Cravenmoore.

Una a una, todas las ventanas y laspuertas de la casa se estaban sellandocomo lápidas. Ismael oyó aquel ecocavernoso recorrer los cientos degalerías de Cravenmoore, y sintió quesus esperanzas de salir de aquel lugarcon vida se evaporaban en la oscuridad.

Tan sólo un resquicio de claridadtrazaba una aguja de luz a través de labóveda del techo, una cuerda floja deluz suspendida en lo alto de aquellasiniestra carpa circense. La luz se grabóen la mirada de Ismael, y el muchacho,sin esperar un segundo más, asió lamano de Irene y la condujo hacia elextremo de la sala, a tientas.

—Quizá la otra salida esté ahí —susurró.

Irene siguió la trayectoria queseñalaba el índice del chico. Sus ojosreconocieron el filamento de luz, queparecía emerger del orificio de unacerradura. La biblioteca estaba

organizada en óvalos concéntricosrecorridos por un estrecho pasillo queascendía en espiral por la pared y hacíalas veces de distribuidor a las diferentesgalerías que partían de él. Simone lehabía hablado de ello, comentándoleaquel capricho arquitectónico: si alguienseguía aquel corredor hasta el fin,llegaba casi hasta el tercer piso de lamansión. Una suerte de torre de Babelde puertas adentro, imaginó. Esta vez fueella quien guió a Ismael hasta elcorredor y, una vez en él, se apresuró aascender.

—¿Sabes adónde vas? —preguntó elmuchacho.

—Confía en mí.Ismael corrió tras ella, sintiendo

cómo el suelo ascendía lentamente bajosus pies a medida que se adentraban enel corredor. Una fría corriente de aire leacarició la nuca e Ismael observó laespesa mancha negra que se esparcíasobre el suelo a su espalda. La sombratenía una textura casi sólida, y sólo sucontorno parecía fundirse con laoscuridad. La mancha espectral sedesplazaba como una lámina de aceite,espeso y brillante.

Al cabo de unos segundos, aquelente de negrura líquida se extendió bajosus pies. Ismael sintió un espasmo

gélido, similar al de caminar en aguasheladas.

—¡Rápido! —exclamó.El origen de la línea de luz nacía, tal

como habían supuesto, en la cerradurade una puerta que apenas se encontrabaa media docena de metros de ellos.Ismael apretó el paso y consiguiórebasar el rastro de la sombra bajo suspies por unos instantes. Lasprobabilidades de que aquella puertaestuviese abierta se le antojaban nulas.De poco les serviría alcanzar la puertasi ésta no conducía a ninguna parte.

Irene palpó la cerradura en lapenumbra, en busca de un resorte que le

permitiese abrirla. El muchacho sevolvió para comprobar dónde seencontraba la sombra y sus ojosdescubrieron el manto de azabache quese alzaba frente a él, una escultura degas espeso que adquiría formalentamente. Un rostro de alquitrán sematerializó. Un rostro familiar.

Ismael creyó que sus ojos le estabanengañando y parpadeó. El rostro seguíaallí. El suyo propio.

Su oscuro reflejo le sonriómalévolamente y una lengua de reptilasomó entre los labios. Instintivamente,Ismael extrajo el cuchillo que habíaarrebatado al autómata del vestíbulo y lo

blandió frente a la sombra. La siluetaescupió su gélido aliento sobre el armay una red de escarcha y astillas de hieloascendió desde la punta del filo hasta laempuñadura. El metal congelado letransmitió una fuerte sensación dequemazón en la palma de la mano. Elfrío, un frío intenso, quemaba tanto omás que el fuego.

Ismael estuvo a punto de soltar elarma, pero resistió el espasmo muscularque le agarrotó el antebrazo y trató dehundir la hoja del cuchillo en el rostrode la sombra. La lengua se desprendióde ella al contacto con el filo y cayósobre uno de sus pies. Instantáneamente,

la pequeña masa negra le rodeó eltobillo como una segunda piel y empezóa ascender lentamente. El contactoviscoso y helado de aquella materia leprovocó náuseas.

En ese momento, oyó el crujido de lacerradura con la que Irene estabaforcejeando a su espalda y un túnel deluz se abrió ante ellos. La chica corrióhacia el otro lado de la puerta e Ismaella siguió, cerrando de nuevo la puerta ydejando a su perseguidor al otro lado.La porción desprendida de la sombratrepó por su muslo y adquirió la formade una gran araña. Una punzada de dolorle sacudió la pierna. Ismael gritó e Irene

trató de expulsar aquel monstruosoarácnido. La araña se volvió contra lamuchacha y saltó sobre ella. Irene dejóescapar un alarido de terror.

—¡Quítamela!Ismael, desconcertado, miró a su

alrededor y descubrió cuál era la fuentede luz que los había guiado. Una hilerade velas se perdía en la penumbra, enuna procesión fantasmal.

El chico agarró una de las velas yacercó la llama a la araña, que buscabala garganta de Irene. Al simple contactocon el fuego, aquel ser profirió un siseode rabia y dolor y se descompuso en unalluvia de gotas negras que cayeron al

suelo. Ismael soltó la vela y apartó aIrene del alcance de aquellosfragmentos. Las gotas se deslizarongelatinosamente sobre el suelo y seunieron en un solo cuerpo que reptóhasta la puerta y se filtró de vuelta alotro lado.

—El fuego. El fuego le asusta… —dijo Irene.

—Pues eso es lo que vamos a darle.Ismael recogió la vela y la colocó al

pie de la puerta mientras Irene echaba unvistazo a la estancia en la que seencontraban. El lugar parecía más unaantesala semidesnuda, sin muebles, ycubierta por décadas de polvo.

Probablemente, aquella cámara habíaservido en algún tiempo como almacén odepósito adicional a la biblioteca. Unanálisis más atento, sin embargo,revelaba formas sobre el techo.Pequeñas tuberías. Irene tomó una de lasvelas y, alzándola sobre su cabeza,examinó la sala. El brillo de azulejos ymosaicos sobre los muros se encendió ala llama de la vela.

—¿Dónde diablos estamos? —preguntó Ismael.

—No lo sé… Parecen, parecen unasduchas…

La lumbre de la vela reveló losaspersores metálicos, redes de cientos

de orificios en forma de campana quependían de las cañerías. Las bocasestaban herrumbrosas y tramadas de unaciudadela de telarañas.

—Sea lo que sea, hace siglos quenadie las…

No había acabado de pronunciar estafrase cuando se oyó un quejido metálico,el sonido inconfundible de un grifooxidado que giraba. Allí dentro, junto aellos.

Irene apuntó la vela hacia la paredde azulejos y ambos vieron cómo dosllaves de paso estaban girandolentamente.

Una profunda vibración recorría los

muros.Luego, tras unos segundos de

silencio, los dos muchachos pudieronrastrear aquel sonido, el sonido de algoque se arrastraba a través de lastuberías, sobre sus cabezas. Algo seestaba abriendo camino en las estrechascañerías.

—¡Está aquí! —gritó Irene.Él asintió, sin apartar los ojos de los

aspersores.En cuestión de segundos, una masa

impenetrable empezó a filtrarselentamente a través de los orificios.Irene e Ismael retrocedieron despacio,sin apartar la vista de la sombra que se

formaba poco a poco frente a ellos,como las partículas de un reloj de arenaforman una montaña al caer.

Dos ojos se dibujaron en laoscuridad. El rostro de Lazarus, afable,les sonrió. Una visión tranquilizadora,de no haber sabido antes que aquelloque tenían frente a sí no era Lazarus.Irene avanzó un paso hacia él.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó, desafiante.

Una voz profunda, inhumana, se dejóoír.

—Está conmigo.—Apártate de él —dijo Ismael.La sombra clavó sus ojos en él y el

muchacho pareció entrar en trance. Irenesacudió a su amigo y quiso apartarlo dela sombra, pero él permanecía bajo elinflujo de aquella presencia, incapaz dereaccionar. La chica se interpuso entreambos y abofeteó a Ismael, lo queconsiguió arrancarlo de aquel estado. Elrostro de la sombra se descompuso enuna máscara de rabia, y dos largosbrazos se extendieron hacia ellos. Ireneempujó a Ismael hasta la pared y trató deesquivar la presa de aquellas garras.

En ese momento, una puerta se abrióen la oscuridad y un halo de luz aparecióal otro lado de la estancia. La silueta deun hombre sosteniendo un farol de aceite

se recortó en el umbral.—¡Fuera de aquí! —gritó,

permitiendo a Irene reconocer su voz:era Lazarus Jann, el fabricante dejuguetes.

La sombra profirió un alarido deodio y una a una las llamas de las velasse extinguieron. Lazarus avanzó hacia lasombra. Su rostro parecía el de unhombre mucho mayor de lo que Irenerecordaba. Sus ojos, inyectados ensangre, acusaban un terrible cansancio,los ojos de un hombre devorado por unacruel enfermedad.

—¡Fuera de aquí! —gritó de nuevo.La sombra dejó entrever un rostro

demoníaco y se transformó en una nubede gas, filtrándose entre los resquiciosdel suelo, hasta escapar por una grietaen los muros. Un sonido similar al delviento azotando tras las ventanasacompañó su huida.

Lazarus permaneció observandoaquella grieta por espacio de variossegundos y, finalmente, dirigió supenetrante mirada hacia ellos.

—¿Qué creéis que estáis haciendoaquí? —preguntó sin ocultar su ira.

—He venido a buscar a mi madre yno me iré sin ella —declaró Irene,sosteniendo aquella mirada intensa yescrutadora sin parpadear.

—No sabes a lo que te estásenfrentando… —dijo Lazarus—.Rápido, por aquí. No tardará en volver.

Lazarus los guió al otro lado de lapuerta.

—¿Qué es eso? ¿Qué es lo quehemos visto? —preguntó Ismael.

Lazarus lo observó detenidamente.—Soy yo. Eso que has visto soy

yo…Lazarus los condujo a través de un

intrincado laberinto de túneles queparecía recorrer las entrañas deCravenmoore, a modo de estrechosconductos paralelos a galerías ycorredores. El camino estaba flanqueado

por numerosas puertas cerradas a amboslados, dobles entradas a las decenas dehabitaciones y salas de la mansión. Eleco de sus pasos quedaba confinado aaquel angosto pasaje, y daba lasensación de que un ejército invisiblelos estuviese siguiendo.

El farol de Lazarus esparcía unanillo de luz ámbar sobre los muros.Ismael observó su propia sombra y la deIrene caminar junto a ellos en la pared.Lazarus no proyectaba sombra alguna.El fabricante de juguetes se detuvofrente a una puerta alta y estrecha, yextrajo una llave con la que abrió elcerrojo. Oteó el extremo del corredor

por el que habían llegado hasta allí y lesindicó que entrasen.

—Por aquí —dijo nerviosamente—.No volverá aquí, al menos durante unosminutos…

Ismael e Irene intercambiaron unamirada de sospecha.

—No tenéis más alternativa queconfiar en mí —añadió Lazarus,advirtiéndolos.

El muchacho suspiró y se adelantóhacia el interior de la cámara. Irene yLazarus lo siguieron y él cerró de nuevola puerta. La luz del farol desveló unmuro cubierto por multitud defotografías y recortes. En un extremo se

apreciaba una pequeña cama y unescritorio desnudo. Lazarus dejó reposarel farol sobre el suelo y observó cómolos dos muchachos examinaban todosaquellos pedazos de papel adheridos ala pared.

—Debéis abandonar Cravenmooremientras todavía estéis a tiempo.

Irene se volvió hacia él.—No es a vosotros a quienes quiere

—añadió el fabricante de juguetes—. Esa Simone.

—¿Por qué? ¿Qué pretende hacercon ella?

Lazarus bajó la mirada.—Quiere destruirla. Para

castigarme. Y hará lo mismo convosotros si os interponéis en su camino.

—¿Qué significa todo eso? ¿Quépretende decirnos? —preguntó Ismael.

—Cuanto tenía que deciros os lo hedicho ya. Debéis salir de aquí. Tarde otemprano volverá, y esta vez yo nopodré hacer nada por protegeros.

—Pero ¿quién volverá?—Lo has visto con tus propios ojos.En ese momento, un estruendo lejano

se oyó en algún lugar de la casa.Aproximándose. Irene tragó saliva ymiró a Ismael. Pisadas. Una tras otra,estallando como disparos, cada vez máscerca. Lazarus sonrió débilmente.

—Ahí viene —anunció—. No osqueda mucho tiempo.

—¿Dónde está mi madre? ¿Adóndela ha llevado? —exigió la muchacha.

—No lo sé, pero aunque lo supiera,de nada serviría.

—Usted construyó esa máquina consu rostro… —acusó Ismael.

—Creí que le bastaría con eso, peroquería más. La quería a ella.

Las pisadas infernales se oyeronentonces detrás de la puerta, enfilando elcorredor.

—Al otro lado de esa puerta —explicó Lazarus— hay una galería queconduce a la escalera principal. Si os

queda una gota de sentido común, corredhasta allí y alejaos de esta casa parasiempre.

—No iremos a ninguna parte —dijoIsmael—. No sin Simone.

La puerta por la que habían entradosufrió una fuerte sacudida. Un instantedespués, una lámina negra se esparcióbajo el umbral de la entrada.

—Salgamos —urgió Ismael.La sombra rodeó el farol y

resquebrajó el cristal.Con una bocanada de aire helado, la

llama se extinguió. Desde la oscuridad,Lazarus contempló cómo los muchachosescapaban por la otra salida. Junto a él,

se alzaba una silueta negra e insondable.—Déjalos en paz —murmuró—. Son

sólo dos chicos. Déjalos marchar.Tómame a mí de una vez. ¿No es eso loque buscas?

La sombra sonrió.La galería en la que se encontraban

cruzaba el eje central de Cravenmoore.Irene reconoció aquel enclave decorredores y guió a Ismael hasta la basede la cúpula. Las nubes en tránsitopodían verse a través de las vidrieras,grandes gigantes de algodón negro quesurcaban el cielo. La linterna, una suertede émbolo que coronaba la cúspide dela cúpula, desprendía un hipnótico halo

de reflejos caleidoscópicos.—Por aquí —indicó la chica.—Por aquí, ¿adónde? —preguntó

Ismael nerviosamente.—Creo que sé dónde la tiene.Él echó un vistazo a su espalda. El

corredor permanecía a oscuras, sinseñal aparente de movimiento, aunque elmuchacho comprendió que la sombrapodía estar avanzando en aquelladirección sin que pudieran advertido.

—Espero que sepas lo que estáshaciendo —dijo, ansioso por alejarse deallí cuanto antes.

—Sígueme.Irene enfiló una de las alas que se

extendía en la penumbra e Ismael lasiguió. Lentamente, la claridad de lalinterna se fue adormeciendo y lassiluetas de las criaturas mecánicas quepoblaban ambos flancos se convirtieronapenas en perfiles oscilantes. Las voces,las risas y el martilleo de los cientos demecanismos ahogaban el sonido de suspasos. El chico volvió la vista atrás denuevo, escrutando la boca de aquel túnelen el que se estaban aventurando. Unabocanada de aire frío penetró en lagalería. Mirando a su alrededor, Ismaelreconoció las cortinas de gasa ondeandoal frente, grabadas con aquella inicialque se mecía lentamente:

A—Estoy segura de que la tiene ahí

—dijo Irene.Más allá de los cortinajes, la puerta

de madera labrada se alzaba cerrada enel extremo del corredor.

Una nueva bocanada de aire frío losenvolvió, agitando los visillos.

Ismael se detuvo y clavó la miradaen la negrura. El muchacho, tenso comoun cable de acero, trataba de dilucidarentre la penumbra.

—¿Qué pasa? —preguntó Irene,advirtiendo el desconcierto que se habíaapoderado de él.

El chico despegó los labios para

responder, pero se detuvo. Ella observóel corredor tras ellos. Un simple puntode luz en el extremo del túnel. El resto,tinieblas.

—Está ahí —dijo el muchacho—,observándonos.

Irene se aferró a él.—¿No lo sientes?—No nos detengamos aquí, Ismael.Él asintió, pero su pensamiento

estaba en otro lugar. Irene tomó su manoy lo condujo hasta la puerta de lahabitación. El chico no apartó los ojosdel corredor a su espalda en todo eltrayecto. Finalmente, cuando ella sedetuvo frente a la entrada, ambos

intercambiaron una mirada. Sin mediarpalabra, Ismael posó la mano sobre elpomo y lo hizo girar lentamente. Lacerradura cedió con un débil chasquidometálico y el propio peso de la gruesalámina de madera hizo que la puerta sedesplazase hacia adentro, girando sobrelos goznes.

Una bruma teñida de azulevanescente velaba la habitación,apenas interrumpida por los destellosescarlatas que emanaban del fuego.

Irene avanzó unos pasos hacia elinterior de la estancia. Todo estabacomo lo recordaba. El gran retrato deAlma Maltisse brillaba sobre el hogar y

sus reflejos se esparcían por la densaatmósfera de la cámara, insinuando loscontornos de las cortinas de sedatransparente que rodeaban el palanquíndel lecho. Ismael cerró cuidadosamentela puerta tras ellos y siguió a Irene.

El brazo de la muchacha lo detuvo.Señaló una butaca orientada frente alfuego, de espaldas a ellos. De uno de losbrazos pendía una mano pálida, caídasobre el suelo como una flor marchita.

Junto a ella brillaban los fragmentosrotos de una copa sobre una lámina delíquido, perlas candentes sobre unespejo. Irene sintió que el corazón se leaceleraba en el pecho. Soltó la mano de

Ismael y se acercó paso a paso a labutaca. La claridad danzante de lasllamas iluminó su rostro aletargado:Simone.

Irene se arrodilló junto a su madre ytomó su mano. Durante unos segundosfue incapaz de encontrarle el pulso.

—Dios mío…Ismael se apresuró hasta el

escritorio y cogió una pequeña bandejade plata. Corrió hasta Simone y lacolocó frente a su rostro. Una tenue nubede vaho tiñó la superficie de la placa.Irene respiró profundamente.

—Está viva —dijo Ismael,observando el rostro inconsciente de la

mujer y creyendo ver en ella a una Irenemadura y sabia.

—Hay que sacarla de aquí.Ayúdame.

Cada uno se apostó a un lado deSimone y, rodeándola con sus brazos,trataron de izarla de la butaca.

Apenas la habían levantado unoscentímetros cuando un susurro profundo,escalofriante, se oyó en el interior de lahabitación. Ambos se detuvieron ymiraron a su alrededor. El fuegoproyectaba múltiples visiones fugacesde sus propias sombras sobre lasparedes.

—No perdamos tiempo —lo urgió

Irene.Ismael izó de nuevo a Simone, pero

esta vez el sonido se oyó más próximo ysus ojos lo rastrearon. ¡La lámina delretrato! En un instante, el velo querecubría el óleo se combó en unaplancha de oscuridad líquida,adquiriendo volumen y desplegando doslargos brazos acabados en garrasafiladas como estiletes.

Ismael trató de retirarse, pero lasombra saltó desde la pared como unfelino, trazando una trayectoria en lapenumbra y posándose a su espalda. Porun segundo, lo único que el muchachopudo ver fue su propia sombra

observándolo. Después, del contorno desu propia silueta emergió otra quecreció gelatinosamente hasta engullircompletamente su propia sombra. Elmuchacho sintió que el cuerpo deSimone se le resbalaba de los brazos.Una poderosa garra de gas helado lerodeó el cuello y lo lanzó contra lapared con una fuerza incontenible.

—¡Ismael! —gritó Irene.La sombra se volvió hacia ella. La

joven corrió hacia el otro extremo de lahabitación. Las sombras a sus pies secerraron sobre ella dibujando una flormortal. Sintió el contacto helado,estremecedor, de la sombra envolviendo

su cuerpo y paralizando sus músculos.Trató de forcejear inútilmente mientrascontemplaba horrorizada cómo, desde eltecho, se desprendía un manto deoscuridad que tomaba la forma delrostro familiar de Hannah. La réplicaespectral le dirigió una mirada de odio ylos labios de vapor dejaron entreverlargos colmillos húmedos y relucientes.

—Tú no eres Hannah —dijo Irene,con un hilo de voz.

La sombra la abofeteó y un corte seabrió sobre su mejilla. En un instante,las gotas de sangre que afloraban de laherida fueron absorbidas por la sombra,como si una fuerte corriente de aire las

aspirase. Un espasmo de náusea lagolpeó. La sombra blandió dos dedoslargos y puntiagudos, como dagas, frentea sus ojos, aproximándose.

Ismael oyó aquella voz ronca ymaléfica mientras se incorporaba denuevo, aturdido por el golpe. La sombrasostenía a Irene en el centro de lahabitación, dispuesta a aniquilarla. Elmuchacho gritó y se abalanzó contra lamasa. Su cuerpo la atravesó y la sombrase escindió en miles de diminutas gotasque cayeron sobre el suelo en una lluviade carbón líquido. Ismael levantó aIrene y la retiró del alcance de lasombra. Sobre el pavimento, los

fragmentos se unieron en un torbellinoque sacudió las piezas del mobiliarioque la rodeaban y las propulsó haciaparedes y ventanas, convertidas enproyectiles mortales.

Ismael e Irene se tiraron al suelo. Elescritorio atravesó una de las cristalerasy la pulverizó. Ismael rodó sobre Irene,cubriéndola del impacto. Cuando alzóde nuevo la vista, el torbellino deoscuridad se estaba solidificando. Dosgrandes alas negras se extendieron y lasombra emergió, mayor que nunca y máspoderosa. Alzó una de sus garras ymostró la palma abierta. Dos ojos y unoslabios se desplegaron sobre ella.

Ismael extrajo de nuevo su cuchillo ylo blandió frente a él, situando a Irene asu espalda. La sombra se alzó y sedesplazó hacia ellos. Su garra asió lahoja del cuchillo. Ismael percibió lacorriente helada ascendiendo por susdedos y su mano, paralizándole el brazo.

El arma cayó al suelo y la sombraenvolvió al chico. Irene trató de asirloen vano. La sombra conducía a Ismaelhacia el fuego.

Justo entonces, la puerta de laestancia se abrió y la silueta de LazarusJann apareció en el umbral.

La luz espectral que emergía delbosque se reflejó sobre el parabrisas delcoche de la gendarmería, que abría laformación. Tras él, el vehículo deldoctor Giraud y una ambulanciareclamada del dispensario de LaRochelle cruzaban la carretera de laPlaya del Inglés a toda velocidad.

Dorian, sentado junto al comisariojefe, Henri Faure, fue el primero enadvertir el halo dorado que se filtrabaentre los árboles. La silueta deCravenmoore se adivinó tras el bosque,un gigantesco carrusel fantasmal entre la

niebla.El comisario frunció el ceño y

observó aquella visión que jamás habíacontemplado en cincuenta y dos años devida en aquel pueblo.

—¡Más de prisa! —instó Dorian.El comisario miró al muchacho y,

mientras aceleraba, empezó apreguntarse si la historia de aquelsupuesto accidente tenía algo de cierta.

—¿Hay algo que no nos hayasdicho?

Dorian no respondió y se limitó amirar al frente.

El comisario aceleró a fondo.

La sombra se volvió y, al ver aLazarus, dejó caer a Ismael como unpeso muerto. El muchacho golpeó contrael suelo con fuerza y profirió un gritoahogado de dolor. Irene corrió asocorrerlo.

—Sácalo de aquí —dijo Lazarus,avanzando lentamente hacia la sombra,que se retiraba.

Ismael notó una punzada en unhombro y gimió.

—¿Estás bien? —preguntó lamuchacha.

El chico balbuceó algoincomprensible, pero se incorporó yasintió. Lazarus les dirigió una mirada

impenetrable.—Lleváosla y salid de aquí —dijo.La sombra susurraba frente a él

como una serpiente al acecho. De prontosaltó hacia el muro y el retrato laabsorbió de nuevo.

—¡He dicho que os marchéis deaquí! —gritó Lazarus.

Ismael e Irene cogieron a Simone yla arrastraron hacia el umbral de lahabitación. Justo antes de salir, Irene sevolvió a mirar a Lazarus y vio cómo elfabricante de juguetes se acercaba allecho protegido por los velos y losapartaba con infinita ternura. La siluetade aquella mujer se perfiló tras las

cortinas.—Espera… —murmuró Irene con el

corazón en un puño.Tenía que ser Alma. Un escalofrío le

recorrió el cuerpo al advertir laslágrimas en el rostro de Lazarus. Elfabricante de juguetes abrazó a Alma.Jamás en la vida Irene había visto aalguien abrazar a otra persona consemejante cuidado. Cada gesto, cadamovimiento de Lazarus denotaba uncariño y una delicadeza que sólo unavida entera de veneración podíanotorgar. Los brazos de Alma lo rodearontambién y, por un instante mágico, ambospermanecieron unidos en la penumbra,

más allá de este mundo. Sin saber porqué, Irene sintió deseos de llorar, perouna nueva visión, terrible yamenazadora, se cruzó en su camino.

La mancha se estaba deslizando,sinuosamente, desde el retrato hacia ellecho. Una punzada de pánico invadió ala joven.

—¡Lazarus, cuidado!El fabricante de juguetes se volvió y

contempló cómo la sombra se alzabafrente a sí, rugiendo de rabia. Sostuvo lamirada de aquel ser infernal durante unsegundo, sin mostrar temor alguno.Luego, los miró a ellos dos; sus ojosparecían transmitirles palabras que no

acertaban a comprender. Súbitamente,Irene entendió lo que Lazarus sedisponía a hacer.

—¡No! —gritó, sintiendo que Ismaella retenía.

El fabricante de juguetes se acercó ala sombra.

—No te la llevarás otra vez…La sombra alzó una garra, dispuesta

a atacar a su dueño. Lazarus introdujo lamano en su chaqueta y extrajo un objetobrillante. Un revólver.

La risa de la sombra reverberó en laestancia como el aullido de una hiena.

Lazarus apretó el gatillo. Ismael lomiró, sin comprender. Entonces, el

fabricante de juguetes le sonriódébilmente y el revólver cayó de susmanos. Una mancha oscura se esparcíasobre su pecho. Sangre.

La sombra dejó escapar un alaridoque estremeció toda la mansión. Unalarido de terror.

—¡Oh Dios!… —gimió Irene.Ismael corrió a socorrerlo, pero

Lazarus alzó una mano para detenerlo.—No. Dejadme con ella. Y

marchaos de aquí… —murmuró,dejando escapar un hilo de sangre por lacomisura de los labios.

Ismael lo sostuvo en sus brazos y loacercó al lecho. Al hacerlo, la visión de

un rostro pálido y triste le golpeó comouna puñalada. Ismael contempló a AlmaMaltisse cara a cara. Sus ojos llorososlo miraron fijamente, perdidos en unsueño del que nunca podría despertar.

Una máquina.Durante todos esos años, Lazarus

había vivido con una máquina paramantener el recuerdo de su esposa, elrecuerdo que la sombra le habíaarrebatado.

Ismael, paralizado, dio un pasoatrás. Lazarus lo miró, suplicante.

—Déjame solo con ella, por favor.—Pero… no es más que… —

empezó Ismael.

—Ella es todo lo que tengo…El chico comprendió entonces por

qué nunca se encontró el cuerpo deaquella mujer ahogada en el islote delfaro. Lazarus lo había rescatado de lasaguas y le había devuelto la vida, unavida inexistente, mecánica. Incapaz deafrontar la soledad y la pérdida de suesposa, había creado un fantasma apartir de su cuerpo, un triste reflejo conel que había convivido durante veinteaños. Y mirando sus ojos agonizantes,Ismael supo también que, en el fondo desu corazón, de algún modo que noacertaba a comprender, Alexandra AlmaMaltisse seguía viva.

El fabricante de juguetes le dirigióuna última mirada llena de dolor. Elmuchacho asintió lentamente y volviójunto a Irene. Ella advirtió su rostroblanco, como si hubiera visto a lapropia muerte.

—¿Qué…?—Salgamos de aquí. Pronto —

apremió Ismael.—Pero…—¡He dicho que salgamos de aquí!Juntos arrastraron a Simone hasta el

corredor. La puerta se cerró a susespaldas con fuerza, sellando a Lazarusen la habitación. Irene e Ismaelcorrieron, como pudieron, a través del

pasillo hacia la escalinata principal,tratando de ignorar los aullidosinhumanos que se oían al otro lado deaquella puerta. Era la voz de la sombra.

Lazarus Jann se incorporó del lechoy, tambaleándose, se enfrentó a lasombra. El espectro le dirigió unamirada desesperada. Aquel diminutoorificio que la bala había practicadoestaba creciendo, y la devoraba tambiéna ella a cada segundo. La sombra saltóde nuevo para refugiarse en el cuadro,pero esta vez Lazarus cogió un maderoencendido y dejó que las llamasprendiesen el óleo.

El fuego se esparció sobre la pintura

como las ondas en un estanque. Lasombra aulló y, en las tinieblas de labiblioteca, las páginas de aquel libronegro empezaron a sangrar hasta prenderen llamas.

Lazarus se arrastró de nuevo hasta ellecho, pero la sombra, henchida de ira ydevorada por las llamas, se lanzó trasél, dejando un rastro de fuego a su paso.Las cortinas del palanquín prendieron ylas lenguas ardientes se esparcieron porel techo y el suelo, devorando con rabiacuanto encontraban. En apenas unossegundos, un infierno asfixiante seextendió por la habitación.

Las llamas asomaron por una de las

ventanas y el fuego hizo saltar por losaires los pocos cristales que quedabanintactos, succionando el aire nocturnocon fuerza insaciable. La puerta de lacámara salió despedida en llamas haciael corredor y, lenta peroinexorablemente, el fuego, como unaplaga, fue apoderándose de toda lamansión.

Caminando entre las llamas, Lazarusextrajo el frasco de cristal que habíaalbergado a la sombra durante años y loalzó en sus manos. Con un alaridodesesperado, la sombra penetró en él.Las paredes de cristal se astillaron enuna telaraña de hielo. Lazarus tapó el

frasco y, contemplándolo por última vez,lo arrojó al fuego. El frasco estalló enmil pedazos; como el aliento moribundode una maldición, la sombra se extinguiópara siempre. Y con ella, el fabricantede juguetes sintió cómo la vida se leescapaba lentamente por aquella heridafatal.

Cuando Irene e Ismael emergieronpor la puerta principal llevando aSimone inconsciente en brazos, lasllamas asomaban ya por los ventanalesdel tercer piso. En apenas unossegundos, las vidrieras fueron estallandouna a una, despidiendo una tormenta decristal ardiente sobre el jardín. Los

muchachos corrieron hasta el umbral delbosque y sólo cuando estuvieron alamparo de los árboles se detuvieron amirar atrás.

Cravenmoore ardía.

13. LAS LUCES DESEPTIEMBRE

Una a una, las criaturas maravillosasque habían poblado el universo deLazarus Jann fueron despedazadas porlas llamas aquella noche de 1937.Relojes parlantes vieron sus agujasdoblegarse en filamentos de plomocandente. Bailarinas y orquestas, magos,brujas y ajedrecistas, prodigios quenunca habrían de ver la luz de otrodía…; no hubo piedad para ninguno deellos. Planta a planta, habitación porhabitación, el espíritu de la destrucción

borró para siempre cuanto conteníaaquel lugar mágico y terrible.

Décadas de fantasía se evaporaron,dejando apenas un rastro de cenizas trasde sí. En algún lugar de aquel infierno,sin más testigos que las llamas, seconsumieron las fotografías y losrecortes que atesoraba Lazarus Jann, ymientras los coches de la policíallegaban al pie de aquella pirafantasmagórica que encendió el alba amedianoche, los ojos de aquel niñoatormentado se cerraron para siempre enuna habitación en la que nunca hubojuguetes y nunca los habría.

Nunca en su vida Ismael podría

olvidar aquellos últimos momentos deLazarus y su compañera. Lo último quehabía podido ver había sido cómoLazarus la besaba en la frente. Se juróentonces que guardaría su secreto hastael fin de sus días.

Las primeras luces del día habríande revelar una nube de cenizas quecabalgaba hacia el horizonte sobre labahía púrpura. Lentamente, mientras elalba esparcía las brumas sobre la Playadel Inglés, las ruinas de Cravenmoore sedibujaron sobre las copas de losárboles, más allá del bosque. El rastrode espirales evanescentes de humomortecino ascendía hacia el cielo,

dibujando caminos de terciopelo negrosobre las nubes, caminos apenasquebrados por las bandadas de pájarosque volaban hacia el oeste.

El telón de la noche se resistía aretirarse, y la neblina cobriza queenmascaraba el islote del faro en ladistancia se fue descomponiendo en unespejismo de alas blancas que alzaba elvuelo a la brisa del amanecer.

Sentados sobre el manto de arenablanca, a medio camino a ninguna parte,Irene e Ismael contemplaban los últimosminutos de aquella larga noche delverano de 1937. En silencio, unieron susmanos y dejaron que los primeros

reflejos rosados del sol que rompíanentre las nubes trazasen una senda deperlas encendidas mar adentro. La torredel faro se irguió entre la niebla, oscuray solitaria. Una débil sonrisa afloró alos labios de Irene al comprender que,de algún modo, aquellas luces que loslugareños habían contemplado brillandoen la neblina se apagarían ahora parasiempre. Las luces de septiembre sehabían marchado con el alba.

Ya nada, ni siquiera el recuerdo delos sucesos de aquel verano, podríaretener el alma perdida de AlmaMaltisse suspendida en el tiempo.Mientras estos pensamientos se perdían

en la marea, Irene miró a Ismael. Elamago de una lágrima asomó a sus ojos,pero la chica supo que no la derramaríajamás.

—Volvamos a casa —dijo él.Irene asintió y juntos rehicieron sus

pasos por la orilla, hacia la Casa delCabo. Mientras lo hacían, un solopensamiento cruzó la mente de lamuchacha. En un mundo de luces ysombras, todos, cada uno de nosotros,debía encontrar su propio camino.

Días más tarde, cuando Simone lesrevelase las palabras que la sombra lehabía dirigido, la verdadera historia deLazarus Jann y Alma Maltisse, todas las

piezas del rompecabezas empezarían aencajar en sus mentes. Sin embargo, elhecho de poder arrojar luz sobre lo querealmente había sucedido no cambiaríaya el curso de los acontecimientos. Lamaldición había perseguido a LazarusJann desde su trágica infancia hasta sumuerte. Una muerte que él mismo, en elúltimo momento, comprendió que era laúnica salida. No le restaba ya más quehacer el último viaje para reunirse conAlma más allá del alcance de su sombray del maleficio de aquel desconocidoemperador de las sombras que seocultaba bajo el nombre de DanielHoffmann. Incluso él, con todo su poder

y sus engaños, no podría destruir jamásel vínculo que unía a Lazarus y a Almamás allá de la vida y la muerte.

Paris, 26 de mayo de 1947.Querido Ismael:Ha pasado mucho tiempo desde la

última vez que te escribí. Demasiado.Finalmente, hace apenas una semana,sucedió el milagro. Todas las cartasque durante estos años has estadoenviando a mi antigua dirección hanvuelto a mí gracias a la bondad de unavecina, ¡una pobre anciana de casi

noventa años!, que las ha guardadodurante todo este tiempo, esperandoque algún día alguien viniese arecogerlas.

Durante todos estos días las heleído, releído y leído otra vez hasta lasaciedad. Las he guardado como el másvalioso de mis tesoros. Las razones demi silencio, de esta larga ausencia, meson difíciles de explicar. Especialmentea ti, Ismael. Especialmente a ti.

Poco imaginaban aquellos dosmuchachos en la playa que la mañanaque la sombra de Lazarus Jann seapagó para siempre una sombra muchomás terrible se cernía sobre el mundo.

La sombra del odio. Supongo que todospensamos en aquellas palabras acercade Daniel Hoffmann y su «labor» enBerlín.

Cuando perdí el contacto contigodurante los terribles años de la guerra,te escribí cientos de cartas que jamásllegaron a ninguna parte. Me preguntotodavía dónde están, adónde fueron aparar tantas palabras, tantas cosas quetenía que decirte. Quiero que sepasque, durante aquellos terribles tiemposde oscuridad, tu recuerdo, la memoriade aquel verano en Bahía Azul, fue lallama que me mantuvo viva, la fuerzaque me ayudaba a sobrevivir día a día.

Sabrás que Dorian se alistó y sirvióen el norte de África por espacio dedos años, de los que regresó con unmontón de absurdas medallas dehojalata y con una herida que le harácojear el resto de sus días. Él fue unode los afortunados. Regresó. Tealegrará saber que, finalmente,consiguió trabajo en el gabinete decartógrafos de la marina mercante yque, en los ratos que su novia Michellelo deja libre (tendrías que verla…),recorre con su compás el mundo depunta a punta.

De Simone qué te voy a contar.Envidio su fortaleza y esa entereza que

nos sacó a todos adelante tantas veces.Los años de la guerra han sido durospara ella, quizá más que para nosotros.Nunca habla de eso, pero a veces,cuando la veo en silencio, junto a laventana, mirando a la gente pasar, mepregunto qué es lo que ocupa supensamiento. Ya no quiere salir de casay pasa las horas con la única compañíade un libro. Es como si hubiese cruzadoal otro lado de un puente, al que no sécómo llegar… A veces, la sorprendocontemplando viejas fotos de papá,llorando en silencio.

En cuanto a mí, estoy bien. Hace unmes dejé el hospital de Saint Bernard,

en el que he estado trabajando duranteestos años. Van a derribarlo. Esperoque con el viejo edificio se vayantambién todas las memorias delsufrimiento y el horror que presenciéallí durante los días de la guerra. Creoque yo tampoco soy la misma, Ismael.Algo me ha pasado por dentro.

Vi muchas cosas que jamás creí quepudieran ocurrir… Hay sombras en elmundo, Ismael. Sombras mucho peoresque cualquier cosa contra la que tú yyo luchamos aquella noche enCravenmoore. Sombras al lado de lascuales Daniel Hoffmann es apenas unjuego de niños. Sombras que vienen de

dentro de cada uno de nosotros.A veces me alegro de que papá no

esté aquí para verlas. Pero vas apensar que me he convertido en unanostálgica. Nada de eso. Tan pronto leítu última carta, el corazón me dio unsalto. Era como si el sol hubiese salidodespués de diez años de días negros ylluviosos. Volví a recorrer la Playa delInglés, la isla del faro, y volví a surcarla bahía a bordo del Kyaneos. Siemprerecordaré aquellos días como los másmaravillosos de mi vida.

Te confesaré un secreto. Muchasveces, durante las largas noches deinvierno de la guerra, mientras los

disparos y los gritos resonaban en laoscuridad, dejaba que el pensamientome llevase otra vez allí, a tu lado, aaquel día que pasamos en el islote delfaro. Ojalá nunca nos hubiéramos idode aquel lugar. Ojalá aquel día jamáshubiese terminado.

Supongo que te preguntarás si mehe casado. La respuesta es no. No mefaltaron pretendientes, no vayas apensar. Todavía soy una joven de ciertoéxito. Hubo algunos novios. Idas yvenidas. Los días de la guerra eranmuy duros para pasarlos en soledad, yyo no soy tan fuerte como Simone. Peronada más. He aprendido que la soledad

es a veces un camino que conduce a lapaz. Y durante meses no he deseadomás que eso, paz.

Y eso es todo. O nada. ¿Cómoexplicarte todos mis sentimientos,todos mis recuerdos durante estosaños? Preferiría borrarlos de unplumazo. Quisiera que mi últimamemoria fuese la de aquel amanecer enla playa y descubrir que todo estetiempo no ha sido más que una largapesadilla. Quisiera volver a ser unamuchacha de quince años y nocomprender el mundo que me rodea,pero eso no es posible.

No quiero seguir escribiendo ya.

Quiero que la próxima vez quehablemos sea cara a cara.

Dentro de una semana, Simone iráa pasar un par de meses con suhermana en Aix-en-Provence. Esemismo día, volveré a la estación deAusterlitz y tomaré el tren deNormandía, como lo hice hace diezaños. Sé que me esperarás y sé que tereconoceré entre la gente, como tereconocería aunque hubiesen pasadomil años. Lo sé desde hace tiempo.

Hace una eternidad, en los peoresdías de la guerra, tuve un sueño. En él,volvía a recorrer la Playa del Ingléscontigo. El sol se ponía y el islote del

faro se distinguía entre la bruma. Todoera como antes: la Casa del Cabo, labahía…, incluso las ruinas deCravenmoore sobre el bosque. Todomenos nosotros. Éramos un par deviejecitos. Tú ya no estabas paranavegar y yo tenía el pelo tan blancoque parecía ceniza. Pero estábamosjuntos.

Desde aquella noche he sabido quealgún día, no importaba cuándo,llegaría nuestro momento. Que en unlugar lejano, las luces de septiembre seencenderían para nosotros y que, estavez, ya no habría más sombras ennuestro camino.

Esta vez sería para siempre.

CARLOS RUIZ ZAFÓN, nació enBarcelona en 1964. Se educó en elcolegio de los jesuitas de San Ignacio deSarrià, después se matriculó en Cienciasde la Información y ya en el primer añole surgió una oferta para trabajar en elmundo de la publicidad. Llegó a serdirector creativo de una importante

agencia de Barcelona hasta que en 1992decidió abandonar la publicidad paraconsagrarse a la literatura.

Comenzó con literatura juvenil: suprimera novela, El príncipe de laniebla, la publicó en 1993 y fue unéxito: obtuvo el premio Edebé. CarlosRuiz Zafón, que desde pequeño habíasentido fascinación por el cine y LosÁngeles, usó el dinero del galardón paracumplir su sueño y partió a EstadosUnidos, donde se radicó; pasó allí losprimeros años escribiendo guiones altiempo que continuaba sacando nuevasnovelas. Las tres siguientes tambiénestuvieron dedicadas a lectores jóvenes:

El palacio de la medianoche (1994),Las luces de septiembre (1995) (estas,con su primera novela, forman Latrilogía de la niebla que posteriormenteserían publicadas en un solo volumen) yMarina (1999).

La consagración como escritorsuperventas vino en enero de 2002, conla publicación de su primera novela'para adultos', La sombra del viento.Traducida a numerosos idiomas, lanovela, cuya introducción en España fueen un principio difícil y lenta, se haconvertido en una de las españolas másvendidas en el mundo, con más de 10millones de ejemplares.

La segunda novela 'para adultos' Eljuego del ángel, salió en 2008 y,teniendo en cuenta el éxito de Lasombra del viento, la tirada inicial fuede un millón de ejemplares acompañadade una campaña mediática sinprecedentes. Planeta no se equivocó y ellibro se convirtió de inmediato en unbest seller.

Ambas novelas forman parte de latetralogía que Ruiz Zafón dedica a suciudad natal. El tercer libro, «másoptimista y menos derrotista que laanterior» según afirman los editores, setitula El prisionero del cielo (2011).