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1 SEBASTIAN HAFFNER: ALEMANIA O LA ATRACCIÓN DEL ABISMO

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SEBASTIAN

HAFFNER:

ALEMANIA O

LA ATRACCIÓN

DEL ABISMO

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN ..... 3

BIOGRAFÍA ………. 4

HISTORIA DE UN ALEMÁN … 8

UN INDIVIDUO PARTICULAR CONTRA EL ESTADO ………. 17

EL JUEGO DE LA GUERRA … 10

LA EXCITACIÓN CONTINUA …… 11

EL NAZISMO COMO ELECCIÓN .. 13

EL NAZISMO COMO ENFERMEDAD MENTAL PELIGROSA … 15

JEKYLL Y MR. HYDE: LA VERDADERA ALEMANIA CONTRA EL REICH … 16

HAFFNER, DEFENSOR DE LA REPÚBLICA DE WEIMAR ……. 17

EL ÚLTIMO ACTO ………………………. 18

EN EL VIENTRE DE LA BESTIA: 1933, PRIMER AÑO NAZI ……. 21

PRIMERAS MEDIDAS ANTISEMITAS ……. 22

ACTITUDES PSICOLÓGICAS FRENTE AL NAZISMO ….. 24

LA TRAMPA DE LA CAMARADERÍA ……. 26

ACTUALIDAD DE HAFFNER …….. 27

OTRAS OBRAS DE SEBASTIAN HAFFNER ……… 29

BIBLIOGRAFÍA ………… 31

3

Sebastian Haffner,

un alemán muy peculiar

Ensayista, periodista e historiador, en Sebastian Haffner

(1907-1999) se reúne una imposible síntesis de opuestos:

prusiano y cosmopolita, patriota pero no antijudío, riguroso

en las ideas, pero a la vez ligero y brillante de estilo, fue una

de esas raras figuras intelectuales que produce, de tarde en

tarde, la cultura alemana (junto con un Goethe o un

Nietzsche) para compensar las brumas y la pesadez intelectual

a las que suele ir asociado lo germánico.

Pocos son los autores que consiguen hacer amenos los más

embrollados episodios de la historia contemporánea y menos

aún, quienes lo llevan a cabo sin renunciar a la profundidad

de sus planteamientos. Haffner es uno de esos privilegiados,

capaz de presentarnos las intrigas de la república de Weimar

como si fuera una cuestión vital nuestra, y de hacer que, al

término de la lectura, acabemos plenamente convencidos de

ello.

Aunque ya en vida gozara de prestigio, su fama póstuma

(última paradoja de su existencia) se debe ante todo a un libro

de juventud, que desechó y dejó sin terminar por no

considerarlo valioso. Sólo tras su muerte se descubrió esta

obra excepcional, mezcla de ensayo y autobiografía.

Publicada por vez primera en el año 2000, Historia de un

alemán fue traducida y aclamada de inmediato en todos los

países y está considerada en la actualidad un clásico de la

literatura.

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biografía

Raimund Pretzel (1907-1999), más

conocido por su nombre de pluma

Sebastian Haffner, nació en Berlín en el

seno de una familia acomodada y

protestante. Su padre era un alto

funcionario de la burocracia prusiana,

estricto en sus obligaciones, pero liberal

y humano en la intimidad. A pesar del

medio conservador del que proviene, el

joven Raimund es de ideas liberales y se

muestra muy alejado del chauvinismo

exacerbado de sus compatriotas. «Yo no

“amo” a Alemania, del mismo modo

que no me “amo” a mí mismo», llegará

a decir en Historia de un alemán; y

añade: «Si hay un país al que ame, ése es

Francia, pero también podría querer a

cualquier otra nación con más facilidad

que a la mía propia, aunque no existieran

los nazis.»

Para complacer a su padre, Raimund Pretzel estudia Derecho y ejerce de pasante en

tribunales, donde los jueces delegan considerables atribuciones en estos aprendices

(redactan sentencias, dirigen juicios, etc.), lo que le proporcionará una sólida formación

jurídica. Su verdadera vocación, no obstante, son las letras y el periodismo, que

comienza a ejercer con pequeñas colaboraciones en prensa.

Durante el turbulento año de 1933, una vez acabada la carrera, prepara sus

oposiciones al cuerpo jurídico. En Historia de un alemán, Haffner nos dibujará su

autorretrato al comienzo del nazismo:

«A comienzos de 1933 yo era un joven de veinticinco años bien alimentado, bien vestido, bien educado,

amable, correcto, ya algo más curtido y baqueteado, que había superado la etapa de auténtico zangoloteo

estudiantil, pero al que, en realidad, aún le faltaba experiencia; en conjunto era el producto medio de la

burguesía alemana culta y, por lo demás, un libro con bastantes páginas en blanco».

A pesar de no ser de izquierdas y del ambiente conservador en que se desenvuelve,

una repugnancia instintiva le mantendría alejado del nacionalsocialismo, al que la

mayoría de sus conocidos terminaría condescendiendo:

«Por entonces yo no tenía ninguna convicción política definitiva. Hasta me resultaba difícil decidir si

era de “derechas” o de “izquierdas” […]. Entre las formaciones políticas existentes no había ninguna que

me atrajera en especial, por mucho que hubiera donde elegir. De todos modos, ut exempla docent, la

pertenencia a una de ellas en ningún caso habría evitado que me convirtiese en un nazi.

Lo que sí pudo evitarlo fue mi nariz. Tengo un olfato intelectual bastante desarrollado o, dicho de otro

modo, un sexto sentido para reconocer los valores estéticos (¡y antiestéticos!) de una actitud o convicción

humana, moral o política. Desgraciadamente, la mayor parte de los alemanes carecen por completo de

este instinto. […].

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En cuanto a los nazis, la decisión de mi nariz fue inequívoca. […] No me equivoqué ni un solo instante

al pensar que los nazis eran unos enemigos para mí y para todo lo que yo apreciaba. En lo que sí erré por

completo fue al no pensar que fueran a convertirse en unos enemigos tan terribles. Por entonces seguía

inclinado a no tomarles muy en serio, una actitud muy extendida entre sus adversarios inexpertos…»

Los opositores que se preparan para el segundo examen de Estado (para entrar en la

carrera judicial), se ven de pronto convocados a un campamento nazi, denominado

«Convivencias para pasantes». Historia de un alemán se cierra precisamente con la

narración de esta delirante experiencia, que le enseña a su autor en carne propia la

imposibilidad de mantener el más mínimo resquicio de independencia personal en la

nueva Alemania de Hitler.

«Cuatro semanas más tarde llevaba botas con vuelta, uniforme y un brazal con la cruz gamada, marchaba

durante muchas horas al día por los alrededores de Jüterbog como parte de una columna militar y cantaba

a coro con el resto…».

Ya para entonces ha decidido

que no hay lugar para él en la

pervertida justicia nazi y, durante

los siguientes cinco años,

sobrevivirá con colaboraciones

en la prensa amordazada por las

nuevas autoridades.

«Cuanto más se alargaba aquel verano

de 1933, más irreal se volvía todo […]

Fue entonces cuando me inscribí para el

segundo examen de Estado, la prueba

final más importante para un jurista

alemán, que lo capacita para acceder al

cargo de juez, a una carrera en la alta

administración, a la abogacía, etc. Lo

hice sin la menor intención de recurrir

en ningún momento a estas facultades.

Nada me era más indiferente que saber

si aprobaría el examen o no.» (p. 244)

En 1938, tras la Noche de los

Cristales Rotos y temiendo por

la vida de su novia judía, Erika Hirsch ―con la que, según las leyes raciales de

Nuremberg, tiene prohibido el matrimonio―, decide marchar junto a ella al exilio;

primero a París y, posteriormente, a Londres, donde contraen matrimonio.

Allí la joven pareja lleva una vida muy precaria. Haffner ignora el idioma, que debe

aprender a marchas forzadas. Un editor le encarga entonces un libro sobre sus

experiencias en la Alemania nazi y el recién llegado comienza la redacción de Historia

de un alemán, que abandona ante el estallido de la guerra. La inacabada obra

permanecerá inédita hasta el año 2000, en que se publicará póstumamente después de

ser descubierta por su hijo entre los papeles dejados por Haffner.

Ante las nuevas prioridades que impone la guerra, se lanza a redactar un informe

menos personal sobre la Alemania de Hitler, destinado a despejar los tópicos y

malentendidos sobre su antiguo país y a facilitar armas dialécticas contra Hitler. Con el

título de Alemania: Jekyll y Hyde, se publica en 1940 y conoce un éxito inmediato, lo

que le facilitará su entrada en la prensa inglesa, tras aprender el idioma en un tiempo

récord. El propio Churchill recomendará la lectura del libro de Haffner a sus generales

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con objeto de entender al enemigo. Para evitar represalias a su familia en Alemania,

decide firmar con un pseudónimo que refleja su amor por la música: Sebastian (por el

nombre de Bach) Haffner (de la célebre sinfonía del mismo nombre de Mozart).

En el epílogo de la edición española de esta última obra, se nos informa de las

difíciles condiciones en que se llevó a cabo su escritura:

«¡Qué situación para escribir un libro! Un emigrante que todavía no domina la lengua del país de acogida

como para poder escribir, que escribe entre dos internamientos en calidad de “extranjero enemigo”, con

unos ingresos irregulares y modestísimos, que será padre y ha huido de los nacionalsocialistas, que están

a punto de conquistar toda Europa».

Inicia a partir de entonces una larga y brillante colaboración con The Observer, al

mismo tiempo que trabaja para el Foreign Office en labores de propaganda antinazi.

Durante años desarrolla una prestigiosa carrera como periodista independiente, de

posiciones de izquierda, que alternará con la publicación de ensayos históricos sobre la

Alemania del siglo XX.

En 1954 retorna a Alemania como corresponsal del The Observer y comienza también

a colaborar con la prensa alemana (Die Welt, Stern), donde sus influyentes artículos y

ensayos ayudaron a toda una generación de alemanes a enfrentarse de manera crítica y

poco complaciente con su propio pasado.

Haffner defendió siempre la necesidad de rescatar a la verdadera Alemania, el país de

la cultura, el humanismo y la honradez intelectual y moral, de las garras del

nacionalismo agresivo que se apoderó de ella a mediados del XIX y pervirtió su

carácter, convirtiéndola en un Reich depredador y sanguinario:

«En definitiva, la Alemania que yo y mis semejantes considerábamos “nuestro país” no era una

simple mancha en el mapa de Europa, sino una estructura compuesta por unos rasgos determinados y

característicos: uno de ellos era la humanidad, una actitud abierta a todos, una forma de pensar exacta y

cavilosa, una insatisfacción eterna respecto al mundo y a uno mismo, el valor de seguir intentándolo y

desechar el resultado una y otra vez, la capacidad de autocrítica, el amor a la verdad, la objetividad, la

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insuficiencia, la indispensabilidad, la variedad, una cierta torpeza, pero también el afán por la

improvisación más libre, la lentitud y la seriedad, así como el enriquecimiento que aporta toda creación

lúdica de formas nuevas para después volver a rechazarlas como intentos frustrados. El respeto por todo

lo que es particular y distinto, la bondad, la generosidad, el sentimentalismo, la musicalidad y, ante todo,

una gran libertad: algo que vaga, ilimitado, desmedido, que jamás se define ni se resigna. En secreto

estábamos orgullosos de que el país al que nos sentíamos vinculados fuese una nación de infinitas

posibilidades intelectuales. […] Esta Alemania ha acabado siendo destruida y pisoteada por los

nacionalistas…» (Historia de un alemán, p. 229).

En los 60 comenzó también a intervenir en diversos programas de la televisión

alemana en su papel de comentarista político. Una necrológica inglesa recordaba el

fuerte impacto que producía su aparición en la pantalla:

«Haffner podía parecer intimidante, especialmente a los alemanes que se sentían alarmados o

escandalizados por sus ideas. Bajo la

amplia bóveda de su frente, sus ojos

transmitían un extraño e hipnótico

brillo. Su presencia como figura en

solitario de la televisión resultaba

electrizante. Pero en privado podía

mostrarse ingenioso y cordial a un

tiempo, y su amabilidad era

proverbial; pocos conocen, por

ejemplo, el papel de padre adoptivo

que asumió durante un tiempo con una

joven Ulrike Meinhoff, antes de que

ésta se dedicara al terrorismo callejero

que finalmente acabaría con su vida».

(The Guardian, 14/01/1999)

Como comentarista político

de actualidad, fue un agudo y

pragmático observador de los

años de la guerra fría, cuyos puntos de vistas creaban opinión pública, tanto en

Inglaterra como en Alemania. Si en los 50 fue un firme defensor de una política de

contención y mano dura con la Unión Soviética, en los 60 se alineó con la política de

entendimiento con el Este del canciller socialista Willy Brandt, la llamada Ostpolitik.

Sus ensayos históricos sobre figuras y acontecimientos de la Alemania de preguerra

(traducidos al español durante los últimos años en su mayor parte) se convertían sin

excepción en éxitos editoriales y, polémicas aparte, eran unánimemente alabados por la

capacidad para presentar con claridad y elegancia de estilo los más embarullados

conflictos históricos, sin renunciar a la sutileza y la complejidad de la explicación.

En los 80, tras la muerte de su primera esposa con la que tuvo dos hijos, se fue

retirando de la escena política y de la escritura a una discreta vida privada. Se supo que

despreciaba a Gorbachov por ser un político chapucero y que, después de abogar toda su

vida por la reunificación de Alemania, acogió con escepticismo la caída del Muro, que

le tomó desprevenido, cuando ya daba por imposible el sueño de una sola Alemania.

Tras su muerte en 1999, la publicación póstuma de Historia de un alemán se convirtió

en un acontecimiento cultural en toda Europa y rescató el resto de sus obras,

ampliamente traducidas y consideradas hoy clásicos del ensayo histórico por la agudeza

y agilidad de su estilo, y la claridad de sus ideas.

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historia de un alemán

←[Signatura: N HAF his]

¿Cómo fue posible que Alemania se volviera nazi? ¿Cuál fue el

camino que condujo hasta ese callejón sin salida? O como lo expresa uno

de los personajes de El retorno, novela de Fred Uhlman, un exiliado del

nazismo: «Casi la mitad de los electores alemanes votaron por aquel

loco. ¿Cómo puedes explicar que la mitad de la población de un país que

produjo a Goethe y Schiller, a Beethoven y Bach, y las más hermosas

ciudades antiguas, y templos del saber, se dejase arrastrar por aquel demente?».

Tales son las preguntas que se hace todo el que se acerca a aquel periodo e Historia de

un alemán es sin duda uno de los mejores libros para responderlas. Su autor ―conviene

recordarlo― no se adscribía a ninguno de los grupos directamente amenazados por los

nazis: no era judío ni de izquierdas, sino un jurista «ario», de ideología liberal y

defensor de los valores burgueses. Pertenecía, pues, a una clase que se dejó arrastrar

masivamente por los cantos de sirena del totalitarismo, a los que él ―por puro olfato,

como señala en su libro― nunca sucumbió. Merced a ello, se hallaba en una situación

privilegiada para comprender desde dentro las motivaciones y claudicaciones morales

que llevaron al desastre a una mayoría.

Historia… es un libro excepcional por diversos motivos: no sólo por la manera en que

combina el análisis histórico con la vivencia privada, la crónica de primera mano con la

visión en profundidad, sino también por la complejidad y sutileza de unas explicaciones

que recurren a factores políticos, históricos y de psicología social, sin renunciar en

ningún momento a la claridad y belleza de estilo.

Teniendo en cuenta la fecha y

circunstancias de su escritura ―en 1939,

antes del estallido de la guerra, recién

instalado en un precario exilio en Inglaterra,

cuya lengua apenas conocía―, la lucidez y

penetración de sus apreciaciones (sobre la

importancia de una historia de la gente

corriente, el retrato psicológico de Hitler, su

teoría del totalitarismo nazi como un

fenómeno radicalmente nuevo, el

antisemitismo o la psicología social del

alemán de su época, entre otros asuntos)

resulta sorprendente y muy avanzada a su

tiempo. Tanto es así, que cuando el libro se

publicó póstumamente en Alemania en el año

2000, algunos críticos sospecharon que

pudiera tratarse de una falsificación. El

examen riguroso del manuscrito despejó

definitivamente cualquier duda y confirmó la

agudeza de sus predicciones y análisis.

La Alemania de Weimar, la edad inquietante→

(foto de August Sander)

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UN INDIVIDUO PARTICULAR CONTRA EL ESTADO

«La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se

trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente

poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y

desconocido».

Así comienza Historia de un alemán, con clarines que anuncian la entrada de los

combatientes en la arena y sitúa el texto desde un principio en el terreno de la vibrante

crónica personal, antes que en el del estudio aséptico. No se trata de una mera figura

retórica para llamar la atención; Haffner señala con esos términos dos asuntos

importantes: primero, que el verdadero enemigo de un estado totalitario es siempre el

individuo ―pequeño, anónimo y desconocido, pero también libre―, que el poder

totalitario pretenderá invadir a cualquier precio.

En segundo lugar, Haffner enfatiza la importancia del individuo particular en la

fabricación de los grandes acontecimientos históricos. «Mi duelo privado contra el

Tercer Reich no es un suceso aislado», advierte el autor y con ello pretende señalar que

la historia no la hacen sólo los grandes hombres, sino que también sucede en el interior

de las mentalidades de los hombres corrientes y anónimos. De este modo, se adelanta a

las nuevas corrientes historiográficas que ponen el acento sobre la actuación y la

mentalidad de la gente ordinaria en el origen de los cambios históricos, en lugar de

centrarse exclusivamente, como sucedía hasta ahora, en sus protagonistas políticos y

militares.

«Como he dicho antes, el relato científico-pragmático de la historia no dice nada acerca de esta

diferencia de intensidad en los sucesos históricos. Quien desee saber algo al respecto ha de leer

biografías, y no precisamente las de los hombres de Estado, sino las de individuos desconocidos, mucho

más escasas. » (p. 15, salvo que se indique lo contrario, todos los números de páginas corresponden a

Historia de un alemán).

Se trata, pues, de la historia vista desde abajo, desde la perspectiva de un particular

cualquiera. ¿Qué interés puede tener una visión semejante? ¿No sería preferible escoger

a los protagonistas y testigos de primera línea? Hacia la segunda mitad del libro, en el

capítulo 26, Haffner se preocupa una vez más de defender este punto de vista:

«Todo eso es cierto: no intervine en los acontecimientos, ni siquiera fui testigo presencial que disfrutara

de información privilegiada y no hay nadie capaz de valorar la importancia de mi persona con mayor

escepticismo que yo. Sin embargo, considero ―y ruego que no lo interpreten como una arrogancia― que,

a través de la historia particular y fortuita del individuo particular y casual que soy, estoy contando

una parte importante y desconocida de la historia alemana y europea, más trascendente y relevante

para el futuro que si contara quién prendió fuego al Reichstag o el contenido real de las conversaciones

entre Hitler y Röhm» (p. 186, subrayados míos).

Frente a la historia entendida «como una especie de torneo de ajedrez entre Hitler,

Mussolini, Chang Kai Chek, Roosevelt, Chamberlain, Daladier y unas cuantas docenas

de personas», donde el resto actúa de comparsa, «peones de una partida de ajedrez…»,

Haffner reivindica que «los acontecimientos históricos realmente importantes tienen

lugar entre nosotros, en los seres anónimos, en las entrañas de un individuo

cualquiera, y que ante decisiones masivas y simultáneas, cuyos responsables a menudo

no son conscientes de estar tomando, hasta los dictadores, los ministros y los generales

más poderosos se encuentran completamente indefensos» (pp. 186-187).

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«Por ejemplo, ¿cuál fue la causa de que Alemania perdiese la guerra y los aliados la ganasen en 1918?

[…] el hecho de que “el soldado alemán”, es decir, la mayor parte de la masa compuesta por diez

millones de personas anónimas, de pronto dejó de estar dispuesta a arriesgar su vida en cada ataque y a

mantener su posición hasta que cayera el último hombre» (p. 188).

Es en las actitudes y mentalidades de la gente corriente donde hay que buscar también,

según Haffner, el auge del nazismo.

«En la génesis del Tercer Reich hay un enigma no resuelto que me parece más interesante que la cuestión

de quién incendió el Reichstag. Es la siguiente: ¿qué les ha pasado a los alemanes? El 5 de marzo de 1933

la mayoría de ellos [56%] votó contra Hitler. ¿Qué ha sido de esta mayoría? ¿Acaso ha muerto? ¿Se la ha

tragado la tierra? ¿O es que se ha vuelto nazi tardíamente? ¿Cómo es posible que no se produjera ni la

más mínima reacción por su parte? […] Y no es posible acercarse a estos procesos sin seguirlos hasta el

lugar donde se desarrollan: en la vida privada, en los sentimientos y las ideas propias de cada alemán

[…] es ahí, en la máxima intimidad, donde hoy está teniendo lugar en Alemania el combate que

buscan en vano quienes ponen su mira en el terreno político» (pp. 189-190).

EL JUEGO DE LA GUERRA

La historia arranca con el estallido de la Primera Guerra Mundial. El joven Raimund

(su verdadero nombre) tiene siete años y se encuentra de vacaciones en el campo

cuando comienza la guerra. En lugar de percibirla como un trauma, la retaguardia de

Alemania vivirá el conflicto como una experiencia excitante y embriagadora. Raimund

se apasiona por las noticias del frente y sigue los acontecimientos bélicos con el mismo

entusiasmo que otros siguen los deportivos.

«Lo importante era la fascinación que ejercía el juego de la guerra: un juego en el que, según reglas

secretas, el número de prisioneros, los territorios invadidos, las fortalezas conquistadas y los barcos

hundidos desempeñaban aproximadamente el mismo papel que los goles en el fútbol o los “puntos” en el

boxeo. No me cansaba de organizar interiormente tablas de clasificación» (p. 23).

No se trata de un caso aislado. Una generación entera de alemanes pasó por las

mismas experiencias:

«La guerra como un gran juego entre naciones, excitante y entusiasta, que depara mayor diversión y

emociones más intensas que todo lo que pueda ofrecer un periodo de paz: ésta fue la experiencia diaria de

diez generaciones de niños alemanes entre 1914 y 1918, y se convirtió en la postura fundamental y

positiva del nazismo» (p. 24). La guerra como experiencia

excitante que engancha,

convirtió en adictos a ella a

muchos de los que entonces

eran niños.

«Pero la auténtica generación del

nazismo son los nacidos en la década

que va de 1900 a 1910, quienes,

totalmente al margen de la realidad

del acontecimiento, vivieron la

guerra como un gran juego» (p. 25).

←Tropas de asalto alemanas

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LA EXCITACIÓN CONTINUA

Los grandes acontecimientos no paran de sucederse durante la infancia y la

adolescencia de Raimund Pretzel. Tras el término de la Gran Guerra, en el albor de la

República de Weimar, comienza un periodo de agitación revolucionaria seguido de

feroces represiones, que culminarán con el levantamiento espartakista de enero de 1919

y su sangrienta represión a manos de los Freikorps, unas organizaciones paramilitares

de extrema derecha que, en una alianza antinatural, se pusieron al servicio del gobierno

socialdemócrata. Haffner se muestra muy crítico con esta traición de los

socialdemócratas a sus hermanos de clase:

«Algo olía mal en el hecho de que los Freicorps, marciales y despiadados ―a quienes tal vez no habría

desagradado ver regresar a Hindenburg y al káiser― luchasen con tanto empeño a favor del “Gobierno”

[socialdemócrata, del SPD], es decir, a favor de Ebert y Noske, que a ojos vistas eran traidores a su propia

causa y, por cierto, se mostraban como tales» (p. 39).

Las consecuencias de aquella unión anti natura serían catastróficas para el futuro de la

República:

«… a partir de la primavera de 1919, la defensa de la República estuvo exclusivamente en manos de sus

enemigos, pues, por aquel entonces, todas las organizaciones revolucionarias militantes habían sido

abatidas, sus dirigentes estaban muertos, sus miembros diezmados y sólo los Freicorps llevaban armas;

los Freicorps que, en realidad, eran ya unos buenos nazis, sólo que sin ese nombre.» (p. 45)

Las intentonas golpistas de uno y otro signo (incluyendo la de Hitler en 1923, el

llamado putsch de la Cervecería), y sus correspondientes y brutales represiones (cuando

eran de izquierda), seguirían sucediéndose durante los primeros años de la República de

Weimar. Pronto, sin embargo, un nuevo acontecimiento acapararía la atención. Tras el

asesinato en 1922 de Walther Rathenau (una de las «cinco o seis grandes personalidades

de este siglo», al decir de Haffner), el poderoso ministro de Exteriores judío que había

mantenido hasta entonces a la República en precario equilibrio, los acontecimientos se

precipitan: Francia y Bélgica invaden el Ruhr ante la morosidad de Alemania con el

pago de indemnizaciones de guerra, el gobierno llama a la resistencia pasiva y, como

consecuencia de la cual, cae en picado la producción, y la inflación, ya endémica, se

dispara y se convierte en hiperinflación.

«Ninguna otra nación del mundo ha experimentado nada equivalente al acontecimiento alemán de

“1923” […], no sólo se devaluó la moneda sino todos los demás valores. El año 1923 preparó a Alemania

no para el nazismo en particular, sino para cualquier aventura fantástica […] Pero entonces sí que surgió

aquello que hoy confiere al nazismo su rasgo delirante: esa locura fría, esa determinación ciega,

imparable y desaprensiva de querer lograr lo imposible, la idea de que “justo es lo que nos conviene” y

“la palabra imposible no existe”» (pp. 58-59).

La cotización del dólar se dispara, el dinero «sólo conservaba su valor por espacio

de unas pocas horas»:

«En agosto [de 1923] el dólar alcanzó el millón de marcos. Lo leímos con la respiración ligeramente

entrecortada, como si se tratara de la publicación de un increíble récord. Dos semanas más tarde ya

tendíamos a tomárnoslo a broma, pues, tal y como si hubiese acumulado nuevas energías tras alcanzar la

cota del millón, el dólar multiplicó su velocidad de ascenso por diez y su valor comenzó a aumentar

rápidamente en unidades de cientos y luego de miles de millones. En septiembre el millón no tuvo ya

prácticamente ningún valor y el millardo se convirtió en la unidad de pago. A finales de octubre fue el

billón. » (p. 69).

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Las consecuencias fueron muy diferentes según las personas: unos, los jóvenes,

cínicos y oportunistas, acumularon fabulosas fortunas en poco tiempo; la mayoría, sin

embargo, vio como toda una vida dedicada al trabajo y al ahorro se perdía en cuestión

de horas.

«Todos los que tenían una cuenta de ahorro, una hipoteca o cualquier otro tipo de inversión vieron

cómo éstas desaparecían de la noche a la mañana. Pronto dejó de importar si se trataba de una calderilla

ahorrada o de un gran capital […] El coste de la vida había comenzado a dispararse, pues los

comerciantes le pisaban los talones al dólar. Medio kilo de patatas, que el día anterior costaba todavía

cincuenta mil marcos, al día siguiente valía ya cien mil; un sueldo de sesenta y cinco mil marcos traído a

casa un viernes el martes siguiente no llegaba para comprar un paquete de cigarrillos.» (p.61).

«Quienes peor lo pasaron fueron los viejos y los que vivían alejados de la realidad. Muchos fueron

arrastrados a la mendicidad, otros tantos al suicidio. A los jóvenes y a los más espabilados les fue bien.

De la noche a la mañana, se vieron libres, ricos e independientes. Era una situación en la que la inercia y

la confianza en las experiencias vividas se castigaban con el hambre y la muerte, mientras que la acción

por impulso y una rápida capacidad de respuesta ante una situación novedosa eran recompensadas

súbitamente con una riqueza increíble. Fue entonces cuando surgió la figura del director de banco de

veintiún años…» (pp. 62-63).

No sólo el dinero, sino cualquier otro valor (también el moral) se volvió frágil y

efímero:

«Incluso el amor había adquirido un carácter inflacionista. Había que aprovechar la oportunidad, la

masa tenía que ofrecerla. El “nuevo realismo” amoroso fue descubierto. Se produjo un estallido de

ligereza despreocupada, bulliciosa y alegre. Resultó característico que los amoríos se asemejaran a una

carrera en extremo veloz y sin rodeos. Los chicos que aprendieron a amar en aquellos días se saltaron el

romanticismo y recibieron el cinismo con los brazos abiertos.» (p. 63).

Con la llegada al gobierno del liberal Stresemann, la moneda se fija y comienza un

periodo de estabilidad que duraría un lustro (de 1924 a 1929).

«Entonces ocurrió algo extraño. Un día empezó a propagarse el increíble cuento de que pronto volvería

a haber dinero “de valor constante” y al poco tiempo el rumor se hizo realidad […]. El dólar dejó de

subir. Las acciones también. […] Unas semanas antes Stresemann se había convertido en canciller. La

política se volvió mucho más tranquila de repente.» (pp. 72-73).

←1923: billete de

500 millones de

marcos con la efigie

del filósofo

Schopenhauer: la

economía como

voluntad y

representación.

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EL NAZISMO COMO ELECCIÓN

Haffner descarta las habituales explicaciones del nazismo a partir de causas políticas y

económicas: la humillación del Tratado de Versalles, la inflación, el paro. Sin negar que

tales factores pudieran influir, afirma que la verdadera explicación hay que buscarla en

otra parte: en las ansias de aventura de toda una generación, que no participó por edad

en la guerra, que la vivió como un gran juego al igual que la aventura de la inflación,

donde los jóvenes trastocaron los valores aceptados y burgueses. Son estas ansias de

aventura, unida a la incapacidad para la vida privada (endémica en el pueblo alemán,

según Haffner), lo que, sumado a otros factores tradicionales (el autoritarismo de los

alemanes, su gusto por lo operístico y lo wagneriano, etc.), propició el clima en el que

alguien tan inútil y repelente como Hitler encontraría un eco inmediato.

Lo fundamental en la explicación de Haffner es la idea de que el nazismo no fue

una fatalidad histórica, propiciada por las circunstancias, sino una elección de toda

una generación de alemanes. «Sin embargo, en aquel momento [cuando la República de Weimar parecía estabilizada] sucedió algo

extraño ―y al decir esto considero que estoy revelando uno de los acontecimientos políticos

fundamentales de nuestro tiempo que no figuró en ningún periódico―: las nuevas posibilidades fueron

desestimadas en la gran mayoría de los casos. No hubo disposición para ello. Resultó que toda una

generación de alemanes no supo qué hacer con un regalo consistente en gozar de una vida privada

en libertad.

»Alrededor de veinte generaciones de niños y jóvenes alemanes habían estado acostumbradas a

que el ámbito de lo público les suministrara gratis, por así decirlo, todo el contenido de sus vidas, la

esencia de sus emociones más profundas, del amor y del odio, del júbilo y de la tristeza, pero también

todos los hechos excepcionales y cualquier estado de excitación, aunque vinieran acompañados de

pobreza, hambre, muerte, confusión y peligro. En el momento en el que dicho suministro fue

interrumpido bruscamente, ellos se quedaron ahí, bastante desamparados, empobrecidos, expoliados,

decepcionados y aburridos. Jamás habían aprendido a vivir por sí mismos, a hacer de una pequeña vida

privada algo grande, hermoso y lleno de compensaciones, a saber cómo disfrutarla y apreciar cuándo se

vuelve interesante. Así, no percibieron el fin de las tensiones públicas ni el regreso de la libertad

individual como un don, sino como una privación. Empezaron a aburrirse, se les ocurrieron ideas tontas,

se volvieron huraños y, finalmente, aguardaban casi con ansia a que se produjera el primer desorden, el

primer revés o incidente que les permitieran liquidar todo el periodo de paz y emprender nuevas aventuras

colectivas» (pp. 75-76).

En los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, la revolución izquierdista, la

inflación, las diferentes intentonas golpistas y la crisis del 29, los niños y jóvenes

alemanes se acostumbraron a las grandes excitaciones colectivas, y la paz y valores

burgueses les resultaban aburridos. Cuando esa generación llegó a la madurez siguió

buscando estas grandes aventuras colectivas como fuente de interés en su existencia.

Haffner abundó en esta interpretación en su siguiente libro, Alemania: Jekyll y Hyde,

de 1940:

«Fundamentalmente, [los nazis] eran personas de la generación que había nacido entre los años 1900 y

1910. De niños habían presenciado la primera Guerra Mundial; de escolares, el fracaso de la revolución

izquierdista, y de jóvenes, la inflación de 1923. No habían vivido la guerra como una realidad, como los

soldados del frente, sino como el espectacular acontecimiento deportivo en que la había convertido la

propaganda bélica alemana. Nunca volvieron a ser capaces de contemplar las naciones como otra cosa

que no fueran clubes gigantescos que servían para promover festejos deportivos-defensivos […] Sus

convicciones se vieron reforzadas por el fracaso de la confusa revolución izquierdista de 1918-1919 […]

Por último llegó la inflación, cuya consecuencia fue que, durante un disparatado año de carnaval, la gente

joven esgrimió el cetro y se rió de la larga experiencia de los ancianos. Esta orgía desenfrenada, en la que

todos los conceptos burgueses de orden ardieron como leña seca, fomentó la confianza de la juventud, su

14

irreflexión, su pasión por el desorden y su afán de aventura» (Alemania: Jekyll y Hyde, en adelante: AJH,

Barcelona, Destino, 2005, pp. 81-82).

Haffner atribuye a la incapacidad del alemán para encontrar gratificaciones en la vida

privada esta búsqueda desesperada de alicientes en lo colectivo:

«…qué le faltaba a esa generación. No era poco. Sobre todo les faltaba talento y aptitud para la vida

privada y para la felicidad personal, una aptitud que incluso en los mejores tiempos ha estado menos

desarrollada entre los alemanes que entre otros pueblos. Capacidad de amar, reflexión, laboriosidad

sosegada, goce del refinamiento de la civilización y de las “pequeñas alegrías”…: nada de eso existía.

[…] Estos valores eran tachados de “burgueses”. Bajo la rúbrica de “burgués” figuraban ―sin ánimo de

exhaustividad―, por ejemplo, el amor, la vida familiar, la religión, el sentido de la responsabilidad, la

modestia, el individualismo, el arte, los negocios, la honradez, los buenos modales, Beethoven, Goethe,

“esa palabrería sin ton ni son sobre la educación”, la autoridad, la tolerancia y la objetividad.[…]

Así pues, ¿qué podía suponer una vida satisfactoria, emocionante y que mereciera la pena? Sólo esas

diversiones excitantes e inolvidables que guardaban en la memoria desde la infancia y la juventud: jugar a

la guerra, alborotar tanto como fuera posible…» (AJH, pp.82-83)

«…el gran riesgo que siempre corre la vida en Alemania es y será el vacío y el aburrimiento (tal vez

a excepción de ciertas regiones geográficas fronterizas como Baviera o Renania, en las que algo del Sur,

de romanticismo y de humor forman parte del paisaje). En las grandes extensiones de la zona norte y este

de Alemania, en sus ciudades descoloridas, tras sus negocios y organizaciones gestionadas con tesón,

exactitud y sentido del deber acecha y acechará siempre la ignorancia y, al mismo tiempo, el horror vacui

y el deseo de “salvación”: una salvación a través del alcohol, de la superstición o, en el mejor de los

casos, de un gran estado de embriaguez masiva que lo inunde todo.» (p. 77-78).

Tal vez sea este el rasgo más endeble de la explicación de Haffner: atribuir a un

supuesto carácter nacional ―un concepto ya obsoleto― lo que es producto de unas

condiciones sociales e históricas muy concretas, y afecta a cualquier nación por igual.

No en vano fue Max Weber, uno de los padres de la constitución de Weimar, quien

acuñó el concepto de «desencanto del mundo», la sensación de desamparo que acecha al

individuo en un mundo reducido a explicaciones racionales, donde lo divino ya no tiene

cabida. La búsqueda de un sustitutivo de la religión en las «psicosis colectivas», como

las denomina Haffner, no es una «extraña habilidad alemana», sino universal; ni

tampoco es cosa del pasado, como lo demuestran los comentarios de Haffner sobre el

deporte de masas en la Alemania de Weimar, perfectamente extrapolables a nuestro

tiempo:

«Uno de estos presagios [de la catástrofe], malinterpretado en extremo e incluso fomentado y elogiado

públicamente, fue la obsesión por el deporte que se adueñó de la juventud alemana por aquella época.

Durante los años 1924, 1925 y 1926, Alemania evolucionó hasta convertirse de repente en una potencia

deportiva […] Lo raro fue que los políticos, empezando por los de derechas hasta los de izquierdas, no se

cansaban de alabar este llamativo ataque de atontamiento pasivo que sufría la juventud […] No se les

ocurrió que aquello era simplemente una forma de practicar y mantener vivo el encanto del juego de la

guerra y la antigua representación de un gran combate emocionante entre naciones, y que en modo alguno

se “liberaban” “instintos bélicos”» (pp. 79-82).

←El culto al cuerpo: hacia el

nazismo a través de los músculos

(del libro Der Mensch und die

Sonne [Los hombres y el sol], 1925,

de Hans Surén, naturista

reconvertido en nazi).

15

EL NACIONALISMO COMO ENFERMEDAD MENTAL

Frente a esta serie de causas más recientes, válidas especialmente para la generación

nacida a comienzos de siglo que proporcionaría sus primeras huestes y simpatizantes al

nazismo, Haffner destaca otra serie de causas más lejanas, que nos sirven para

comprender la pasividad de los alemanes ante el fascismo. Entre éstas sobresale muy en

primer lugar el nacionalismo exacerbado.

«El nacionalismo, es decir, la autocontemplación y egolatría nacionales, es en todas partes una

enfermedad mental peligrosa, capaz de desfigurar y afear los rasgos de una nación» (p. 230).

Pero si el chauvinismo resulta en todas partes dañino, en Alemania adquiere rasgos

patológicos:

«…en Alemania es precisamente el nacionalismo lo que mata el valor fundamental del carácter nacional.

Esto explica por qué los alemanes ―que en estado sano son sin lugar a dudas un pueblo fino, sensible y

muy humano― en el momento en que padecen la enfermedad nacionalista se deshumanizan totalmente y

desarrollan una fealdad propia de las bestias que no se observa en ninguna otra nación… Un alemán que

cae víctima del nacionalismo deja de ser alemán, apenas es persona» (p. 230).

Ahora bien, las raíces del mal eran remotas:

«Claro que no hay que pensar que Alemania y su cultura estaban ya ahí en 1932, florecientes y

maravillosos, y que de repente llegaron los nazis y lo arrojaron todo por la borda. La historia de la

autodestrucción de Alemania debido a un nacionalismo enfermizo se remonta mucho más atrás […]

Nietzsche fue el primero en reconocer cual profeta que la cultura alemana había perdido la guerra

contra el “Reich”.» (pp. 230-231).

En Alemania: Jekyll y Hyde, Haffner profundizaría en estas raíces antiguas del mal:

«Incluso ya antes de 1914 predominaban en Alemania algunos elementos característicos del

nazismo: el cansancio de la civilización, el cinismo, el nihilismo, que se da colorete en las mejillas para

aparentar vitalidad, las grandes ambiciones alemanas, el hartazgo de la paz y la alegre espera de la guerra

que, cuando llegó, fue recibida con vivas y gritos de júbilo.» (AJH, p. 97).

«Esta concepción del patriotismo ha predominado en Alemania desde los tiempos del Reich […] El

patriotismo alemán era el punto más débil de la época anterior a Hitler, por el que penetraron las toxinas

del nacionalismo. Y aún sigue siendo el único punto en el que realmente coinciden los nazis y muchos

alemanes civilizados que no son nazis» (AJH, pp. 125-126).

«Alemania fue la Hélade de Europa mientras constaba ―pese a la sana y nada exagerada

conciencia nacional de entonces― de una serie de estados pequeños y medianos. Desde que fue

“unificada” por Prusia ―la Macedonia moderna―, ha dejado de ser Alemania, del mismo modo

que Grecia dejó de ser la Hélade en los siglos IV y III antes de Cristo […] Sólo existe una diferencia:

hasta ahora, Prusia-Alemania no ha logrado ningún éxito en su papel de conquistadora del mundo. Y tras

cada nuevo intento fracasado, la vieja Alemania se impacienta y busca preocupada algo que ha perdido y

que, en lenguaje culto, se llama libertad, cultura y belleza de la vida y, en lenguaje llano, tranquilidad,

modestia y tranquilidad.» (AJH, p. 273)

La conclusión es un llamamiento a desandar el camino:

«…el Reich alemán tiene que desaparecer, y los setenta y cinco últimos años de la historia alemana

han de ser borrados. Los alemanes han de retroceder hasta el punto en que tomaron un camino

equivocado: hasta el año 1866. No cabe imaginar una paz con el Reich prusiano, que surgió entonces y

cuya última consecuencia lógica es la Alemania nazi. Y en ninguna parte se puede encontrar “otra”

Alemania vital, excepto la que fue vencida ese año por un capricho de la guerra y que nunca ha sido

sometida del todo» (AJH, p. 269).

16

JEKYLL Y MR. HYDE:

LA VERDADERA ALEMANIA CONTRA EL REICH

Una consecuencia de esta perversión nacionalista es la esquizofrenia moral que anida

en la conciencia de cada ciudadano. Haffner distinguía entre el «alemán», un tipo por lo

general íntegro, trabajador y de buenos sentimientos, y los «alemanes», una chusma

peligrosa, que no entendía de barreras morales:

«En su vida privada, el alemán no es más amoral que otro europeo. […] Pero es un hecho llamativo y

para muchos misterioso que de esa moralidad y esa decencia “del alemán” no queda nada cuando

salen a la palestra “los alemanes”: como masa política, con su extraordinaria falta de escrúpulos, de

formalidad, su malicia, sus mentiras y su barbarie, se diferencian de otras naciones civilizadas, y no sólo

desde la toma del poder de los nazis.

Lo curioso es que el alemán medio no es consciente de ello. No se da cuenta de que en política atenta

contra la moral; más bien le parece que la inmoral es la política. A sus ojos, la política es un terreno en el

que lo habitual es no tener escrúpulos, ser deshonesto y malicioso. En su opinión todas las naciones son

así…» (AJH, pp. 119-120).

«En lo que se refiere a la población leal alemana, los que escriben cartas a la prensa [inglesa] no son

conscientes de que unos y otros [es decir, los que piensan que todos los alemanes son nazis y los que

creen que son buenas gentes engañadas por el loco de Hitler] tienen razón, es decir, que estos alemanes

llevan una doble vida, como Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y son tanto personas amables y hospitalarias a las

que sus amigos ingleses y norteamericanos no creen, ni con la mejor voluntad, capaces de hacer nada

malo, como las personas que disculparon e incluso cometieron crímenes contra los belgas en el año 1914,

contra los judíos desde 1933 hasta 1939, contra los polacos y los checos en los años 1939 y 1940,

crímenes acerca de los cuales los mismos ingleses y americanos han leído con espanto en sus periódicos»

(AJH, p. 110).

Esta esquizofrenia cultural tiene su reflejo en la doble moral de la nación, una

privada y rigurosa, y la otra, la política, donde todo está permitido, sobre todo de cara al

exterior:

«Para el alemán medio existe una moral privada y otra política, siendo la moral política

exactamente la contraria a la privada. La traición, el chantaje, el latrocinio, el perjurio, el asesinato y el

robo no son, según la concepción alemana, delitos ni excesos en la vida política, como lo serían en la vida

privada. En su opinión, la política consiste precisamente en esas cosas» (AJH, p. 120).

←Los delirios del

patriotismo alemán: la

teoría de la puñalada por

la espalda según una

caricatura de 1919;

Alemania no perdió la

Gran Guerra, fue víctima

de la conspiración judía.

17

HAFFNER, DEFENSOR DE LA REPÚBLICA DE WEIMAR

Haffner combatió con contundencia un tópico: la democracia de Weimar no era un

régimen inviable; al contrario, demostró una y otra vez su capacidad para superar graves

crisis (la agitación revolucionaria, la hiperinflación). No había motivo para pensar que

no pudiera seguir haciéndolo con la crisis del 29 sin renunciar a sus principios, como

sucedió en Estados Unidos y Gran Bretaña, que optaron por Keynes en lugar de Hitler.

La explicación de la entrega al nazismo hay que buscarla más allá de las condiciones

económicas o políticas, en una tendencia patológica de los alemanes hacia las fantasías

nacionalistas más criminales.

«Uno de cada dos alemanes le contará muy convencido a quien quiera escucharle que durante la

República de Weimar había escasez de alimentos, de vivienda y miseria, mientras que ahora “todo ha

mejorado” y “nadie pasa hambre ni frío en Alemania”. […] Por más objeciones que se le hayan hecho a

la República de Weimar, lo cierto es que había alimentos para dar y tomar, los precios eran bajos,

los salarios y los sueldos estaban altos y había suficientes viviendas y tiempo libre. Ahora [1940], en

cambio, los alimentos son más escasos y más caros, los sueldos y los salarios más bajos, hay escasez de

vivienda y se hacen horas extraordinarias.» (AJH, pp. 114-115).

La República de Weimar sucumbió no por incapacidad, sino por «la traición cobarde

de los dirigentes de todos los partidos y organizaciones en quienes confió el cincuenta y

seis por ciento de los alemanes que votaron en contra de los nazis el 5 de marzo de

1933» (p. 138).

«…sólo esta traición puede explicar de una vez

por todas el hecho, a primera vista inexplicable,

de que una gran nación, que al fin y al cabo no

sólo está compuesta por cobardes, cayese en

semejante vergüenza sin oponer ninguna

resistencia.

La traición fue total, generalizada y sin

excepciones, desde la izquierda hasta la

derecha» (p. 139).

Unos, la izquierda, renunciaron a

movilizar a las masas y prepararon su

propia huida; otros, los partidos de

centro y de derecha, se aprestaron a

colaborar con los nazis a la menor

insinuación.

«En marzo de 1933 había millones de personas

dispuestas a combatir. De la noche a la mañana

se vieron traicionadas, sin dirigentes y sin

armas.» (p. 141).

←Franz von Papen, uno de los mayores

traidores a la República de Weimar. Suya

fue la idea de nombrar canciller a Hitler,

creyéndole fácilmente manipulable.

18

EL ÚLTIMO ACTO

La crisis de 1929 golpeó de lleno a Alemania, disparando el paro en poco tiempo

hasta alcanzar un tercio de la población laboral. A partir de 1930, los gobiernos

reaccionarios (Brüning, Papen,

Schleicher) que se suceden en el

poder, hacen amplio uso de la

posibilidad constitucional de

gobernar por decretos, facilitando

el camino que utilizaría

ampliamente Hitler. Con la excusa

de defender a la República, el

poder adquiere un perfil cada vez

más autoritario y semejante al que

propugnan sus enemigos:

Pelea de cervecería entre comunistas y

miembros del Reichsbanner, Berlín, 1930→

«Según tengo entendido el régimen de Brüning fue el primer estudio y, por así decirlo, el modelo de una

forma de gobierno imitada desde entonces en muchos países de Europa: una semidictadura ejercida en

nombre de la democracia como defensa frente a una dictadura auténtica. Si alguien se tomara el

esfuerzo de analizar detenidamente el periodo de gobierno de Brüning, encontraría un prototipo de todos

aquellos elementos que, en efecto, terminan convirtiendo inevitablemente esta forma de gobernar en una

escuela preparatoria de lo que en realidad se pretende combatir: el abatimiento de sus propios partidarios,

la socavación de su propia postura, la habituación a la falta de libertad, la indefensión ideal frente a la

propaganda enemiga, el traspaso de la iniciativa al adversario y, finalmente, el fracaso en el momento en

el que todo se agudiza y pasa a consistir en una mera cuestión de poder» (p. 94).

Las elecciones se suceden ante la imposibilidad de formar mayorías estables; el

parlamento resulta cada vez más inoperante y los gobiernos dirigen el país sin contar

prácticamente con él. Los nazis se adueñan violentamente de las calles ante la

resistencia cada vez más débil de los comunistas. En las elecciones de septiembre de

1930, con un programa basado en nacionalismo agresivo y antisemitismo radical, los

nacionalsocialistas, hasta entonces minoritarios, se disparan electoralmente y se

convierten en la segunda fuerza.

«En 1930 Hitler era aún para muchos una figura vergonzosa,

perteneciente a un pasado gris: el redentor muniqués de 1923, el hombre del

grotesco putsch de la cervecería. Además su aspecto le producía bastante

rechazo al alemán medio (no sólo a los “inteligentes”): ese peinado de

proxeneta, esa elegancia de pacotilla, el dialecto de los suburbios vieneses, esa

increíble verborrea unida a los ademanes de epiléptico, su gesticulación

desenfrenada, esos espumarajos, la mirada entre flameante y extraviada. Y

encima el contenido de sus discursos: ese gusto por la amenaza y la crueldad,

sus fantasías sobre ejecuciones sanguinarias. La mayoría de la gente que empezó

a vitorearle en el Palacio de los Deportes en 1930 probablemente habría evitado

pedir fuego por la calle a un hombre como aquél. Pero es ahí donde ya

empezaba lo raro: la fascinación que ejercía precisamente lo más repugnante, lo

nauseabundo, ese rezumadero de asco llevado al extremo» (p. 96).

Sorprende la fatalidad y resignación con que los alemanes marcharon al precipicio.

19

«El hecho de que a los alemanes, a cada uno de ellos le fuese arrebatada esa pequeña porción de

libertad personal y dignidad ciudadanas garantizada por la Constitución, fue aceptado con una

sumisión borreguil, como si no quedara otro remedio» (p. 130).

De hecho, el ascenso al poder de los nazis fue completamente «legal», no se trató

de ningún asalto revolucionario:

«Los expertos en Derecho político afirman lo siguiente: una revolución consiste en alterar una

Constitución a través de medios no previstos por ella. Si nos atenemos a una definición tan escueta, la

“revolución” nazi de marzo de 1933 no fue tal, pues todo transcurrió dentro de la más estricta

“legalidad”, a través de medios que sí estaban previstos por la Constitución: en un primer momento los

“decretos-ley” promulgados por el presidente del Reich y, más adelante, la decisión de traspasar al

Ejecutivo un poder legislativo ilimitado, tomada por una mayoría de dos tercios del Reichstag, la

necesaria para modificar la Constitución» (p. 132).

«Los nazis celebran el 30 de enero [día del nombramiento de Hitler como canciller] como el día de su

revolución. Se equivocan. El 30 de enero de 1933 no trajo consigo ninguna revolución, sino un cambio de

gobierno. Hitler se convirtió en canciller, pero, dicho sea de paso, en modo alguno lideró un gobierno

nazi…» (p. 114).

Hitler jurando la constitución de Weimar para convertirse en ciudadano alemán en 1932

(caricatura de Andreas Paul Weber)

Muchos, empezando por los partidos reaccionarios que le ayudaron a alcanzar la

cancillería, aún consideraban a Hitler un fantoche al que se podría domesticar

fácilmente una vez instalado en el poder. El propio Haffner cayó en este error de

menospreciar a los nazis:

«Por entonces yo no tenía ninguna convicción política definitiva. Hasta me resultaba difícil decidir si era

de “derechas” o de “izquierdas” […]. Entre las formaciones políticas existentes no había ninguna que me

atrajera en especial, por mucho que hubiera donde elegir. De todos modos, ut exempla docent, la

pertenencia a una de ellas en ningún caso habría evitado que me convirtiese en un nazi.

20

Lo que sí pudo evitarlo fue mi nariz. Tengo un olfato intelectual bastante desarrollado o, dicho de otro

modo, un sexto sentido para reconocer los valores estéticos (¡y antiestéticos!) de una actitud o convicción

humana, moral o política. Desgraciadamente, la mayor parte de los alemanes carecen por completo de

este instinto. […].

En cuanto a los nazis, la decisión de mi nariz fue inequívoca. […] No me equivoqué ni un solo instante

al pensar que los nazis eran unos enemigos para mí y para todo lo que yo apreciaba. En lo que sí erré por

completo fue al no pensar que fueran a convertirse en unos enemigos tan terribles. Por entonces seguía

inclinado a no tomarles muy en serio, una actitud muy extendida entre sus adversarios inexpertos,

que por entonces favoreció a los nazis sobremanera y sigue haciéndolo aún hoy» (pp. 112-113).

Sin embargo, bastó ver al líder nazi jurando el cargo de canciller para comprender el

error:

«Desconozco cuál fue exactamente la primera reacción general. La mía fue la correcta durante un minuto

aproximadamente: un gélido sobresalto. Claro que contábamos con ello desde hacía tiempo. No nos

quedaba otro remedio. Sin embargo era algo tan insólito, tan increíble, ahora que lo veíamos realmente

ante nosotros, escrito en negro sobre blanco. Hitler como canciller del Reich… Por un instante casi

percibí físicamente el olor a sangre y suciedad que rodeaba a ese hombre, a Hitler, y sentí algo parecido al

acercamiento amenazante y a la vez asqueroso de un animal mortífero, el contacto de una pezuña sucia

con garras afiladas en mi rostro» (p. 115).

El incendio del Reichstag, en febrero de 1933, facilitaría el pretexto para el recorte

de libertades y la persecución de

los comunistas, quienes, en

contra de lo esperado por todos,

apenas oponen resistencia. A

partir de entonces todo se

desarrollaría a velocidad de

vértigo ante la pasividad general.

Una libertad tras otra, una

parcela de privacidad tras otra,

fueron cayendo.

30 de enero de 1933, un Hitler recién

nombrado canciller, aclamado por los

suyos. A su lado Göring→

«La gente comenzó a participar [en los

desfiles y ceremonias nazis], primero

sólo por miedo. Sin embargo, tras haber tomado parte una primera vez, ya no quisieron hacerlo por miedo

―eso hubiera sido cruel y despreciable―, así que terminaron incorporando el convencimiento político

necesario. Éste es el mecanismo emocional básico del triunfo de la revolución nacionalsocialista.

Claro que tuvo que ocurrir algo más para que este mecanismo fuese perfecto: la traición cobarde de los

dirigentes de todos los partidos y organizaciones en quienes confió el cincuenta y seis por ciento de los

alemanes que votó en contra de los nazis el 5 de marzo de 1933» (p. 138).

A partir de marzo de 1933, una avalancha de afiliaciones (compuesta de oportunistas,

resignados o amedrentados) llenó el partido nazi de antiguos enemigos reconvertidos,

incluyendo a buen número de comunistas:

«Durante el mes de marzo de 1933 cientos de miles de personas se afiliaron de repente al partido nazi tras

haber estado en su contra hasta ese momento […] Sin embargo, por mucho que uno busque, no encontrará

ni un solo motivo de peso, bien fundado, sostenible ni positivo, ni uno solo que pueda mostrarse con

orgullo. Cada una de las manifestaciones de este proceso tuvo todas las características de un

inconfundible ataque de nervios.» (pp. 143-144).

21

EN EL VIENTRE DE LA BESTIA:

1933, PRIMER AÑO NAZI

Exteriormente, nada parecía haber cambiado tras la llegada al poder de los nazis:

«Al menos los primeros años de la época nazi se caracterizaron porque de puertas para afuera la vida

diaria apenas sufrió alteraciones: los cines, los teatros y los cafés estaban llenos, las parejas bailaban en

los jardines y en los dancings, los paseantes deambulaban ingenuos por las calles y los jóvenes se

tumbaban tranquilamente en las playas» (p. 165).

Bajo esta apariencia inalterable, sin embargo, los signos del terror se multiplicaban.

Algo tan sencillo como pasear por la calle estaba lleno de riesgos:

«Si uno se asomaba por la ventana, veía columnas del ejército vestidas de color pardo que iban avanzando

por la calle, interrumpidas por banderas con cruces gamadas; y allí por donde pasaran las banderas, la

gente que estuviese en las aceras a derecha e izquierda levantaría el brazo (habíamos aprendido que el que

no lo hiciera recibiría una paliza) […] A diario se veían desfiles y se oían canciones y uno debía estar

bien ojo avizor para poder desaparecer en el portal de una casa en el momento justo si no quería verse

obligado a saludar a la bandera.» (p. 245)

La justicia fue pervertida (los jueces «ya no tenían por qué atenerse tímidamente a la

ley. Es más, ni siquiera debían hacerlo»); la cultura, amordazada:

«La quema simbólica de libros ocurrida en mayo fue noticia en los periódicos, pero lo

verdaderamente palpable e inquietante fue que a partir de entonces los libros desaparecieron de las

librerías y de las bibliotecas. Al margen de lo buena o mala que fuera, se cargaron la literatura alemana

contemporánea de un plumazo […] Numerosos periódicos y revistas desaparecieron de los quioscos, pero

mucho más inquietante fue lo que ocurrió con los que permanecieron. Resultaban prácticamente

irreconocibles» (p. 200).

De manera ininterrumpida desaparecían conocidos (huidos o apresados) a los que no

se volvía a ver:

«Casi a diario podía notarse cómo desaparecía y se hundía un fragmento más de ese mundo […] Lo

menos grave casi ocurría en el ámbito de lo público, de manera visible y llamativa. Sí, los partidos fueron

disueltos, primero los de izquierdas y luego los de derechas, yo no había pertenecido a ninguno. Las

personas cuyos nombres habían estado en boca de todos, cuyos libros habíamos leído y cuyos discursos

habíamos comentado se esfumaron con rumbo a la emigración o a los campos de concentración; cada

cierto tiempo se oía hablar de alguien que “se había suicidado durante su cautiverio” o que había sido

“abatido mientras huía”» (pp. 198-199).

←Tropas SA

bloquean la

entrada de un

sindicato. Berlín,

mayo de 1933.

(foto: USHMM)

22

PRIMERAS MEDIDAS ANTISEMITAS

Desde el primer instante, los nazis acosaron a los judíos con un radicalismo que

siempre fue por delante del tradicional antisemitismo de la población. Haffner, con una

lucidez poco común en su tiempo ―y también en el nuestro― comprendió que para

explicar el antisemitismo había que hablar exclusivamente del antisemita, nunca del

judío. La única «cuestión judía» residía en la huida de la realidad del judeófobo, que

optaba por una fantasía delirante, inalterable durante siglos, antes que por enfrentarse a

la complejidad de los hechos.

«Lo más extraño y descorazonador fue lógicamente que ―más allá del terror inicial― este primer

anuncio generoso del advenimiento de una nueva mentalidad asesina desató una avalancha de

conversaciones y debates en toda Alemania, ya no sobre la cuestión antisemita, sino sobre la “cuestión

judía” […].

De repente todos se sintieron obligados y autorizados a formarse una opinión sobre los judíos y a hacer

gala de ella. Se efectuaban sutiles distinciones entre los judíos “decentes” y el resto; si unos apelaban a

los logros científicos, artísticos y médicos de los judíos con intención de justificarlos ―¿qué es lo que

había que justificar?―, los otros les reprochaban precisamente eso: haber “extranjerizado” la ciencia, el

arte y la medicina. Es más, enseguida surgió una práctica habitual y popular consistente en percibir el

ejercicio de profesiones decentes y de un alto rango intelectual por parte de los judíos como un crimen o,

cuando menos, como una falta de tacto. A los defensores de los judíos se les echaba en cara con el ceño

fruncido que éstos tuviesen la desfachatez de representar tal o cual porcentaje entre los médicos, los

abogados, los periodistas, etc. De hecho a la gente le encantaba opinar sobre la “cuestión judía”

basándose en porcentajes. Se ponían a calcular si la parte proporcional de judíos miembros del Partido

Comunista no era demasiado elevada y su equivalente entre los caídos en la Gran Guerra demasiado

baja…» (pp. 151-152).

Haffner adivinó enseguida, incluso antes de su puesta en práctica, el carácter genocida

del antisemitismo nazi. Y no sólo eso, sino que captó el papel esencial que jugaba el

asesinato en cualquier poder totalitario, puesto que su único modelo es la jauría, la

solidaridad que se crea entre los que matan en grupo.

«Sin embargo, hoy ya a nadie le cabrá la menor duda de que, en realidad, el antisemitismo nazi no

tiene prácticamente nada que ver con los judíos, ni con sus méritos ni con sus deméritos. Lo

verdaderamente interesante del propósito nazi, cada vez menos velado, de amaestrar a los alemanes para

que persigan a los judíos a lo largo y ancho del mundo y a ser posible los exterminen, no es ya su

justificación ―un disparate tan absurdo que el mero hecho de argumentar en su contra ya implica

una degradación―, sino el propósito en sí mismo. Éste constituye en efecto algo novedoso en la historia

de la humanidad: el intento de anular, en el caso del género humano, esa solidaridad primigenia que

comparten todos los miembros de una especie animal y que es lo único que los capacita para sobrevivir en

la lucha por la existencia; la pretensión de dirigir los instintos depredadores del hombre, que normalmente

sólo apuntan contra el mundo animal, contra miembros de su propia especie y de “azuzar” a toda una

nación contra determinadas personas, como si fuera una manada de perros. Una vez despierto el instinto

básico y perpetuo para asesinar el prójimo y transformado incluso en obligación, el hecho de

cambiar de objeto se reduce a un detalle sin importancia. Ya hoy resulta bastante evidente que donde

dice “judíos” se puede poner “checos”, “polacos” o cualquier otra cosa. De lo que se trata aquí es de la

vacunación sistemática de todo un pueblo ―el alemán― con un bacilo cuyo efecto consiste en que todos

los portadores actúan contra el prójimo con ferocidad, o dicho de otro modo: se trata de liberar y cultivar

aquellos instintos sádicos cuya represión y destrucción ha sido obra de un proceso civilizador de muchos

miles de años de duración» (pp. 153-154).

«De este breve esbozo ya se desprende que es precisamente el antisemitismo nazi lo que afecta a

cuestiones definitivas sobre la existencia ―y no sólo la de los judíos―, alcanzando un límite al que no

llegan los demás puntos del programa nazi. Y esto permite hacerse una idea de lo increíblemente

ridícula que resulta la opinión, hoy nada infrecuente en Alemania, de que el antisemitismo nazi es

un pequeño detalle secundario, o como mucho un defecto de forma que, según se tenga a los judíos en

mayor o menor estima, puede lamentarse o aceptarse con resignación, pero que “lógicamente no significa

23

nada en comparación con las grandes cuestiones nacionales”. Estas “grandes cuestiones nacionales” son

en realidad totalmente insignificantes, forman parte de la rutina diaria y del caos generado por un periodo

europeo de transición al que tal vez le queden unas décadas; pero en verdad no tienen nada que ver con el

peligro primigenio que supone el crepúsculo de la humanidad y es lo que el antisemitismo nazi

pretende» (pp. 154-155).

Su sensibilidad especial hacia los judíos (su prometida era judía), unida a su

pertenencia al medio social del que procedían los antisemitas, le facultaba como a nadie

para captar la naturaleza ritual del antisemitismo nazi, que no guardaba relación alguna

con la víctima, puesto que ésta puede ser intercambiable. Su verdadero propósito

consiste en servir de bautismo de sangre, que compromete de manera inexorable al que

lo perpetra y lo convierte en cómplice para siempre. Una prueba de ingreso que aún se

practica entre algunas bandas de matones, como sucede en nuestro país, por ejemplo, en

ciertas bandas latinas.

«Soy eso que los nazis denominan un “ario”; está claro que tengo tan poca idea como cualquiera de las

razas que forman parte de mi persona. No obstante, durante los doscientos o trescientos años que he

podido remontarme en mi genealogía no es posible detectar sangre judía en la familia. Sin embargo,

siempre he sentido una afinidad instintiva más fuerte hacia el mundo judío alemán, con el que

establecí vínculos estrechos y duraderos, que hacia el entorno alemán nórdico medio, en cuyo

centro crecí. Mi mejor y más antiguo amigo era judío. Incluso la pequeña Charlie, mi nueva novia, era

judía, y una cosa se hizo evidente: de pronto amé a aquella chica ―con la que en realidad seguía

jugueteando, algo indeciso― de una forma un poco más apasionada y orgullosa en el momento en que

supe que el infortunio se cernía sobre ella. Estaba convencido de que nadie iba a obligarme a boicotearla»

(p. 156).

«”¿Y qué hay de la cosmovisión nacionalsocialista?”. A lo que tenemos que responder que, salvo el

nombre, no existe tal cosmovisión. Detrás de ese ostentoso nombre, o no se oculta nada o, a lo sumo,

se oculta la doctrina que permite o incluso ordena robar torturar y matar a los judíos. ¡Qué

contenido más mezquino para una cosmovisión!» (AJH, p. 58).

«… hay algunas características inconfundibles para distinguir si la persona en cuestión es nazi. El

criterio más importante y más sencillo es su actitud hacia los judíos de Alemania. Muchas personas

leales secuaces del régimen desaprueban los excesos antisemitas, otras los ignoran, les restan importancia

o los disculpan (en casos excepcionales). Ninguna es nazi. Un nazi consiente sin reserva esa orgía sádica

general y permanente, y participa en ella. El objetivo principal del antisemitismo consiste, en primer,

lugar, en ser una especie de señal oculta y de secreto vinculante, como si se tratara de un asesinato ritual

permanente, y en segundo lugar, en anular la conciencia de la segunda generación nazi.

Este objetivo ha sustituido hace mucho al motivo original ―ser una válvula de escape de la

exasperación personal de Hitler […] Hace años que los nazis han dejado de esforzarse por inventar

pretextos para robar, torturar y asesinar a los judíos. Y lo han hecho calculadamente. Porque la gente que

necesita esas razones ficticias es la que se supone que se queda sin hacer nada y temblando de miedo. Sin

embargo, de los que son capaces de torturar, pegar, perseguir y asesinar a otras personas sin razón alguna,

se espera que, unidos por la férrea cadena de los delitos cometidos conjuntamente, formen ese orden nazi

que ha de someter al mundo y al que, por selección natural, pertenecen los más carentes de escrúpulos y

los más “dinámicos”.

Para los nazis, ése, y sólo ése, es el significado fundamental del antisemitismo, y no la “pureza de la

raza alemana”, la “represión de toda influencia no alemana”, la “defensa de la raza contra la conspiración

mundial judía” o cualquier otro sinsentido. Como ciertas pruebas de valor y acreditación que se utilizaban

para la admisión de candidatos en las antiguas órdenes de caballería y en las modernas sociedades

secretas para comprobar la discreción y la obediencia, también el antisemitismo sirve de examen y

selección. Pero el examen para verificar la idoneidad como nazi no es una prueba de valor, sino que sirve

para demostrar la falta de escrúpulos. El novicio tiene que estar dispuesto a perseguir, robar y asesinar a

los indefensos. Que el objeto de adiestramiento sean los judíos carece de importancia: son una

comunidad pequeña, sin raíces y, al mismo tiempo, inteligente que, por así decirlo, está a mano. También

podrían haber servido otros grupos, pero la casualidad ha querido que sean los judíos. […]

24

»Lo que hay que tomarse en

serio es el hecho de que

mucha gente en Alemania y

en otras partes estaba

dispuesta a obedecer a los

nazis y, por consiguiente, a

sancionar el asesinato» (AJH,

pp. 74-76).

1 de abril de 1933, boicot a

comercios judíos en Berlín→

ACTITUDES PSICOLÓGICAS FRENTE AL NAZISMO

Sin embargo, no todos los alemanes sucumbieron al miedo, la propaganda o el

oportunismo. Para éstos, la situación no podía ser más desesperada y las únicas salidas

se revelaron ilusorias:

«La situación de los alemanes no nazis durante el verano de 1933 fue ciertamente una de las más

difíciles en las que se puede encontrar un ser humano: un estado de sometimiento total y desesperado

sumado a los efectos tardíos del shock que supone que los acontecimientos le pillen a uno totalmente

desprevenido. Los nazis nos tenían completamente en sus manos. Todos los baluartes habían caído, era

imposible cualquier resistencia colectiva y la oposición individual era una mera forma de suicidio. Nos

habían perseguido hasta llegar a los últimos recovecos de nuestra vida privada…» (p. 204).

La salida más fácil, adoptada por muchos, fue la de rendirse, «pasarnos al bando

contrario […] Ésta era la tentación más simple y más primitiva. Muchos cayeron en

ella.» (p. 204).

Para los que se negaban a claudicar, las opciones oscilaban entre el escapismo, «huir

hacia un mundo de ilusión, preferiblemente la ilusión de sentirse superiores» (205)

o la entrega a la desesperación, «el propio abandono masoquista al odio, al

sufrimiento y a un pesimismo sin barreras.» (pp. 207-208).

El propio Haffner optó por replegarse y hacer oídos sordos:

«Aún he de hablar de una tercera tentación. Se trata de aquella con la que yo mismo tuve que vérmelas

y, una vez más, en absoluto fui el único […] desviar la mirada, taparse los oídos y aislarse. Pero esto

sólo conduce a un endurecimiento producto de la debilidad y, en definitiva, a otra forma de delirio: la

pérdida del sentido de la realidad. […] Sin embargo, tal y como pensé entonces, la simple actitud de

ignorarlo todo y retirarse a una torre de marfil no funcionó» (p. 211).

Finalmente, lo único factible fue la huida:

25

«No, eso de replegarse en la vida privada no funcionó en absoluto. Daba igual dónde intentara

aislarse uno, pues en todas partes volvía a encontrarse con aquello de lo que pretendía huir. Me di

cuenta de que la revolución nazi había suprimido la antigua división entre política y vida privada […] Si de verdad se quería escapar a sus efectos, sólo había una solución posible: el distanciamiento

físico, la emigración, despedirse del país al que uno pertenece por nacimiento, idioma y educación y

renunciar a todo vínculo patriótico. En aquel verano de 1933 me dispuse a consumar también esta

despedida.» (p. 224).

«Quizás se pueda decir que el nazismo, reducido a la fórmula

más breve, es nihilismo en acción, dominio del mundo por

aburrimiento, algo completamente nuevo en la historia.»

(AJH, pp. 88-89).

26

LA TRAMPA DE LA CAMARADERÍA

Historia de un alemán se cierra con un deslumbrante análisis del instinto gregario,

que Haffner sufrió en propia carne. En medio de los exámenes de Estado para el acceso

a la carrera judicial, el joven licenciado es convocado por sorpresa a un campamento de

adoctrinamiento nazi. Lo que se preveía como un amenazante lavado de cerebro resulta

ser algo muy diferente. Es cierto que lo uniforman y recibe instrucción militar, pero en

lugar de pesadas charlas sobre el patriotismo y presión ideológica, Haffner se encuentra

conviviendo alegremente con

otros jóvenes de su edad, que

pronto se convierten en

camaradas. No es necesario

forzar a ninguno, todos los

participantes se prestan de

buena gana a las maniobras,

los desfiles y los cantos

fascistas. Haffner descubre

con estupor lo fácil que

resulta volverse uno de ellos.

¿Qué había sucedido, por

qué se lo estaba pasando tan

bien en ese ambiente

aborrecible? En parte por la

manía alemana de hacer bien

las cosas («no importa de qué se trate: una tarea decente e ingeniosa, una aventura o

acaso un delito»), en parte «por cobardía intelectual y moral», pero sobre todo por lo

que el autor alemán denomina la trampa de la camaradería, es decir, el placer de

disolverse y dejarse llevar en el rebaño, que exime de toda responsabilidad individual:

«La camaradería corrompe y deprava al ser humano como ningún otro alcohol u opio. Lo inhabilita para

llevar una vida propia, responsable y civilizada. Sí, en realidad es todo un instrumento deshumanizador.

La camaradería como forma de prostitución con la que los nazis han seducido a los alemanes ha

arruinado a este pueblo más que ninguna otra cosa […] …la camaradería anula por completo el

sentido de la responsabilidad propia, tanto en el terreno civil, como, lo que es peor, en el religioso.

Quien vive en un entorno de camaradería está exento de toda preocupación existencial, de la dureza

que conlleva la lucha por la vida […] Mucho peor resulta el hecho de que la camaradería exima al

individuo de asumir la responsabilidad sobre sí mismo, ante Dios y ante la propia conciencia. Él

hace lo que hagan los demás. No le queda alternativa. No hay tiempo de reflexionar (a menos que tenga la

mala fortuna de despertarse en soledad). La voz de la conciencia es la de los camaradas y lo absolverá de

todo siempre y cuando haga lo que hace el resto» (pp. 300-301).

Haffner describe como nadie, y en primera persona, esa nostalgia de la tribu que

tantos experimentan en las sociedades modernas y que nos empuja a claudicar de

nuestras convicciones más íntimas, pero también de la tarea más arriesgada de cualquier

individuo: la de dirigir nuestra vida y tomar a cada instante decisiones que ya otros

toman por nosotros. Es lo que el psicólogo Erich Fromm denominó miedo a la libertad.

Eso explica en buena medida cómo se puede uno convertir en genocida con buena

conciencia: este eximirse de responsabilidad en el colectivo fue el principal argumento

de defensa de los criminales nazis. Todo ―incluyendo los peores crímenes― se

convirtió en un asunto de «obediencia debida».

27

ACTUALIDAD DE HAFFNER:

LA PREPOTENCIA ALEMANA

Uno de los leit-motiv de Haffner es: «Alemania nunca aprende de sus errores». En el

epílogo de 1964 a Los siete pecados capitales del Imperio alemán en la Primera Guerra

Mundial, tras enumerar los errores cometidos en esa guerra, los aplica a su actualidad

(la República Federal de Alemania de 1964) y comprueba desolado que su país sigue

cometiendo los mismos errores fatales.

¿Cuáles eran estos pecados capitales?: la constante insatisfacción que codicia lo que

aún no posee; el militarismo y la política de fuerza como método de acción; la

prepotencia, que lleva a menospreciar al otro; el buenismo o soberbia moral, que

siempre encuentra justificaciones a las propias tropelías; la pérdida del sentido de la

realidad que conlleva todo delirio de grandeza; una errónea visión de su posición en el

mundo, una percepción equivocada de las relaciones internacionales; y por último, el

peor de todos, porque es el que hace posible los otros: la cobardía moral frente al uso de

la razón, la pusilanimidad frente a la sinrazón del patriotismo.

«La historia de la razón», concluye Haffner, «en gran medida la historia del SPD, es

penosa. La sinrazón se atrevió a todo; la razón a nada […] La razón se alió desde el

principio con la cobardía. Nada ha cambiado desde entonces.»

←Merkel con bigote: parecidos razonables

Aunque en el siguiente epílogo a la misma obra,

de 1981, Haffner reconoció que su país había

enmendado muchos de estos errores, podemos

preguntarnos si, tras la reunificación y su papel

preponderante en la economía de Europa, Alemania

no estará incubando de nuevo algunos de los vicios

históricos que le achacaba Haffner.

Un buen ejemplo de ello nos lo brinda una reciente

entrevista con el filósofo alemán Peter Sloterdijk,

publicada por El País. En ella, el célebre filósofo

(conocido por su ambigüedad ante ciertos temas

delicados, como la selección genética, y por sus posturas de derechas) expresa algunas

ideas que Haffner identificaba como ejemplos típicos del ego inflado de su país. Una de

ellas es el tópico del alemán noble e ingenuo, de quien todos se aprovechan, y a quien se

obliga, por eso mismo, a participar a su pesar en el sucio juego de la política, a fin de

imponer un poco de orden entre tanto sinvergüenza. Veámoslo:

«Un cierto sentido de la ironía impregna la obra de Sloterdijk y aflora cuando se pregunta si de verdad

Alemania desea mandar sobre Europa: “Todo esto es un malentendido trágico. Los alemanes rezan todas

las noches para no tener que gobernar Europa. Pero qué le vamos a hacer, son grandes y fuertes, y no se

pueden esconder como cuando uno es pequeñito y se mete detrás de un árbol. El problema no es que

Alemania quiera el poder, sino que se trata de una obligación a la que debe acostumbrarse. Pero los

alemanes son muy cuidadosos y muy respetuosos.»

Haffner describe este vicio con palabras asombrosamente parecidas a las de

Sloterdijk, sólo que él lo critica y en el caso de Sloterdijk la ironía no queda muy clara:

28

«[El alemán] Cree que la política es una imposición. El alemán es bueno y pacífico, pero el mundo

malvado le obliga a participar en ese juego perverso. Él, personalmente, no tiene ningún interés en ese

juego de la política » (AJH, pág. 120).

Y en otra parte del libro, Haffner abunda en esta caracterización autocomplaciente que

hace de sí el alemán:

«El alemán ―tanto el individuo como la nación― tiende siempre a sentirse perseguido, ofendido y

maltratado. Le gusta verse como el “típico alemán honrado, bueno y tonto”, del que el mundo malvado,

falso y envidioso siente celos y cuyo carácter bonachón es explotado continuamente» (pág. 35).

O como apostilla también en Los siete pecados capitales… (pág. 148), hablando del

«buenismo» alemán:

«Los alemanes, que tanto entonces como ahora

gustaban de mostrarse como unos buenazos,

tendían (y tienden) a creerse demasiado buenos

para este mundo cruel. Sobre esta base moral se

creyeron legitimados para hacer (y perdonarse a sí

mismos) cosas que el resto del mundo considera

crímenes y atrocidades».

Esa «obligación» de apoderarse de

Europa por motivos altruistas que

defiende Sloterdijk, ya la expresaba Hitler

en su época:

«¿La conquista del mundo? Sólo los necios y los

calumniadores creen que “nosotros los alemanes”

somos capaces de tal cosa. “Nosotros” amamos la

paz con la paciencia del santo Job. Estamos

dispuestos a firmar un pacto de no agresión con

cualquier Estado. ¿Acaso no lo ha repetido el

Führer en todos su discursos pacifistas? Si

sostenemos una guerra es sólo por los sublimes

motivos de Lohengrin: para salvar a las personas

oprimidas, inocentes, perseguidas y desvalidas.

¡Cómo nos hubiera gustado dejar intactas Austria,

Checoslovaquia y Polonia!» (AJH, p. 116).

Sloterdijk, nuevo chauvinismo alemán ↑

No hace mucho, en un agudo artículo de El País (30/10/2013), se preguntaba Félix de

Azúa: «¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al

cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el

continente?». Y la conclusión no puede ser más demoledora:

«Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la

historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de

unos escasos 50 años… ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que

Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía?»

[La entrevista de Sloterdijk puede consultarse en:

http://cultura.elpais.com/cultura/2013/10/30/actualidad/1383165263_629032.html

El artículo de Azúa en El País:

http://elpais.com/elpais/2013/12/10/opinion/1386700379_514771.html]

29

otras obras de Haffner

Sebastian Haffner, Alemania: Jekyll y Hyde, Destino, 2005

[Signatura 329(09) HAF]

Publicada un año después de abandonar la redacción de Historia de un alemán, es

como la continuación natural de esta última. Si en Historia…, Haffner recorría el

camino que conducía al nazismo, en Alemania: Jekyll y Hyde, con el partido de Hitler

ya consolidado y en plena guerra, se aplica a analizar la estructura del régimen y sus

diferentes apoyos sociales y posibles resistencias.

Mientras que Historia de un alemán era un libro de combate, escrito con urgencia y

desesperación, en este su siguiente libro, de un año después, el autor matizaría mucho

más su teoría y examinaría a los alemanes por sectores, afinando las causas de su

comportamiento.

Sin embargo, el núcleo de su explicación continúa inalterable: no es posible

comprender el compromiso de una parte mayoritaria del pueblo alemán con el

nazismo recurriendo exclusivamente a motivos económicos o políticos. Es preciso escarbar en las

mentalidades, muy diversas, pero unidas por ciertos vicios comunes: una tradición de autoritarismo, de

creencia en el hombre providencial, que se remonta a la era Bismarck; un nacionalismo agresivo,

convertido casi en religión nacional; una adicción a las psicosis colectivas y aventuras nacionales,

especialmente a la aventura imperial, a la que Alemania llegó tarde en comparación con otras potencias

europeas; una clase política que, en su mayor parte, no creía en la democracia, y eso vale tanto para la

derecha como para la izquierda, que, llegado el momento de la verdad, traicionó a ese 56 % que no quería

a Hitler en las últimas elecciones semilibres; y, por supuesto, un antisemitismo extendido a todos los

sectores de la población, incluyendo a la clase obrera, que funcionaba desde hacía mucho a la manera de

un comodín para explicar todos los males...

Haffner dibujó en este obra un retrato despiadado del soplón fracasado que fue Hitler:

«…es lo más bajo que puede caer una persona: el soplón y delator profesional ocupa un peldaño aún más

bajo que el profesional del crimen. La vida y la sociedad siempre habían arrinconado a Hitler. Primero la

burguesía le expulsó de su comunidad y, luego, el proletariado; finalmente, la plebe le escupió de su

hampa […] Esta triple condena de la sociedad es una prueba demoledora de lo que realmente vale este

hombre».

Sebastian Haffner, Los siete pecados capitales del Imperio alemán en la primera

guerra Mundial, Destino, 2006

[Signatura 94 CON HAF]

Uno de los leit-motiv de Haffner es: «Alemania nunca aprende de sus errores». En

el epílogo de 1964 a la presente obra, tras enumerar los errores cometidos en esa

guerra, los aplica a su actualidad (la República Federal de Alemania de 1964) y

comprueba desolado que su país sigue cometiendo los mismos errores fatales.

¿Cuáles eran estos pecados capitales?: la constante insatisfacción que codicia lo

que aún no posee; el militarismo y la política de fuerza como método de acción; la

prepotencia, que lleva a menospreciar al otro; el buenismo o prepotencia moral, que

siempre encuentra justificaciones a las propias tropelías; la pérdida del sentido de la

realidad que conlleva todo delirio de grandeza; una errónea visión de su posición en

el mundo, una percepción equivocada de las relaciones internacionales; y por último; el peor de todos

porque es el que hace posible los otros: la cobardía moral frente al uso de la razón, la pusilanimidad frente

a la sinrazón del patriotismo.

«La historia de la razón», concluye Haffner, «en gran medida la historia del SPD, es penosa. La

sinrazón se atrevió a todo; la razón a nada […] La razón se alió desde el principio con la cobardía. Nada

ha cambiado desde entonces».

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Sebastian Haffner, La Revolución alemana de 1918-1919, Inédita, 2005

[Signatura 94 CON HAF]

Haffner investiga las raíces del fracaso de la República de Weimar en la

traición del partido socialista alemán a la clase obrera. Convertidos en los

garantes de un orden caduco, el SPD le volvió la espalda a los suyos y a la

revolución de los consejos obreros, para ponerse en manos de las fuerzas más

reaccionarias de la nación. El pacto anti natura de los dirigentes socialistas con

los Freikorps, cuerpos paramilitares de extrema derecha, para reprimir a los

revolucionarios, dejó hipotecado el futuro de la recién nacida república y

significaría, finalmente, su condena.

Con estilo ágil y claridad portentosa, Haffner disecciona los confusos

acontecimientos que llevaron a la derrota de Alemania en la primera Guerra Mundial y a la sustitución del

Reich por una república.

«La Revolución alemana de 1918 fue una revolución socialdemócrata sofocada por los dirigentes

socialdemócratas: un suceso sin par en la Historia» (p. 12).

«…el pueblo alemán en su conjunto, incluyendo a las clases burguesas que entonces celebraron el fracaso

de la revolución con un alivio comprensible, alegrándose del mal ajeno, ha pagado un altísimo precio por

dicho fracaso: con el Tercer Reich, con la repetición de una guerra mundial, con una segunda y aún más

terrible derrota y con la pérdida de su unidad nacional y su soberanía. La contrarrevolución

desencadenada por los líderes socialdemócratas ya contenía en germen todo esto. Y una victoria de la

revolución hubiera podido ahorrarle a Alemania todo esto.» (pp. 221-222).

«… lo que el SPD aplastó y, si se quiere, aquello de lo que “protegió” o “salvó” a Alemania no fue una

revolución comunista, sino socialdemócrata. […] Fue aplastada con la violencia más extrema, más

despiadada, y no mediante una lucha leal, cara a cara, sino por la espalda, a traición.

Da igual de qué parte estemos, o si lamentamos o celebramos el resultado final: se trata de un

acontecimiento que asegura una inmortalidad ignominiosa a los nombres de Ebert y Noske.» (pp.

217-218).

Sebastian Haffner, Winston Churchill: una biografía, Destino, 2002

[Signatura B CHU]

El autor de Historia de un alemán fue un formidable psicólogo, de una penetración

poco común. En esta biografía disecciona sin complacencias, pese a toda su

admiración, a uno de los personajes más fascinantes, contradictorios y

providenciales de nuestra historia contemporánea. Aristócrata y populista, astuto y

apasionado, responsable tanto de errores garrafales como de decisiones salvadoras,

Winston Churchill (1874-1965) fue el hombre que, con un valor temerario, evitó que

Europa cayera en manos de Hitler.

«Hasta 1940, la historia del mundo e incluso la de Inglaterra resultarían

concebibles sin Churchill […] Y eso mismo vuelve a ser el caso a partir de 1942 […]

Pero en los años de 1940 y 1941, Churchill fue el hombre del Destino. En ellos, su

biografía se funde con la historia universal y resultaría imposible hablar por separado

de cualquiera de las dos. Si extirpáramos a Churchill del transcurso de estos dos años decisivos… nuestra

historia ya no sería la misma» (p. 163).

Con el estilo ágil y apasionante del resto de sus obras, Haffner conecta la compleja psicología del

político inglés con cada una de sus decisiones trascendentales, acompañándole a través de una carrera de

estadista llena de altibajos que culminó en la gloria.

Igual de magistral en el análisis de la alta política como en el retrato propiamente humano, en el cuadro

general y en el detalle, la obra de Haffner constituye una de los grandes hitos del género biográfico. Sirva

como muestra esta pincelada:

«Churchill, aun siendo un guerrero nato, era de una gran humanidad y a veces incluso se mostraba

blando de corazón, como un cazador apasionado que, al mismo tiempo, es un gran amante de los

animales. Churchill odiaba a muerte cualquier rasgo de crueldad contra los débiles y vencidos, y ése era

precisamente uno de los rasgos de carácter más destacados de Hitler» (p. 173).

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bibliografía

OBRAS DE SEBASTIAN HAFFNER EN ESPAÑOL

1939: Historia de un alemán, Barcelona, Destino 2001

1940: Alemania: Jekyll y Hyde: 1939, el nazismo visto desde dentro, Barcelona,

Destino, 2005

1964: Los siete pecados capitales del Imperio alemán en la Primera Guerra

Mundial, Barcelona, Destino, 2006

1967 Winston Churchill: una biografía, Barcelona, Destino, 2002

1968: El pacto con el diablo: 50 años de las relaciones germano-rusas,

Barcelona, Destino, 2007

1969: La Revolución alemana de 1918-1919, Barcelona, Inédita, 2005

1978: Anotaciones sobre Hitler, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2002

[Recopilación de artículos escritos en la

prensa alemana entre 1933 y 1938]: La

vida de los paseantes, Barcelona,

Destino, 2010

Placa conmemorativa dedicada a Sebastian Haffner en

Berlín→

HAFFNER EN INTERNET

Pueden consultarse dos magníficas necrológicas en sendos periódicos ingleses, que

proporcionan abundantes datos sobre la vida de Sebastian Haffner:

http://www.theguardian.com/news/1999/jan/14/guardianobituaries

http://www.independent.co.uk/arts-entertainment/obituary-sebastian-haffner-

1046357.html

Los siguientes tres enlaces pertenecen a diferentes reseñas de Historia de un alemán, las

dos primeras en español:

http://www.letraslibres.com/revista/libros/historia-de-un-aleman-de-sebastian-

haffner

http://www.yadvashem.org/yv/es/education/books/sebastian_haffner.asp

http://www.hislibris.com/historia-de-un-aleman-1914-1933/

32

EL CAMINO HACIA HITLER ― INTERNET

http://germanhistorydocs.ghi-dc.org/section.cfm?section_id=12

Sobre la Alemania de Weimar. Se trata de una extraordinaria web, disponible en

alemán e inglés, realizada por historiadores alemanes, y que cuenta con artículos

especializados y numeroso material anejo (documentos de época, fotografías, mapas).

Muy recomendable.

http://es.wikipedia.org/wiki/Republica_de_Weimar

El artículo de wikipedia en español también proporciona un útil resumen del periodo.

http://www.lecturasdelholocausto.com/uploads/1/0/9/6/10969104/msica_deg

enerada.pdf

También en nuestra web, puede consultarse la guía Música degenerada, sobre la

música en la República de Weimar y durante el régimen nazi

http://perseo.sabuco.com/historia/Weimar.pdf

Un útil dosier sobre la época de Weimar, elaborado por un instituto de Albacete.

August Sander,

Parado (1928)

33

www.lecturasdelholocausto.com

Felix Nussbaum (1904-1944), Autorretrato en el campo de concentración, 1940