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1. Mundos de arte y actividad colectiva Solía sentarme ante mi mesa todas las mañanas a las 5:30, y también solía no darme tregua. Un viejo criado, cuya obligación era llamarme, y al que le pagaba cinco libras adicionales por la tarea, no se daba tregua. Durante todos esos años en Waltham Cross nunca llegó tarde con el café que era su deber traerme. No sé si no debería sentir que le debo más a él que a nadie por el éxito que tuve. Al empezar a esa hora podía completar mi trabajo literario antes de vestirme para desayunar (Anthony Trollope, 1947 [1883], p. 227). El novelista inglés puede haber contado la historia de forma jocosa, pero el hecho de que lo despertaran y le llevaran café era de todos modos parte de su forma de trabajar. Sin duda se lo podría haber pasado sin el café de haber tenido que hacerlo, pero no le hizo falta. Sin duda cualquiera podría haber desempeñado esa tarea pero, dada la forma en que Trollope trabajaba, alguien tenía que desempeñarla. Al igual que toda actividad humana, todo trabajo artístico comprende la actividad conjunta de una serie -con frecuencia numerosa- de personas. Por medio de su cooperación, la obra de arte que finalmente vemos o escuchamos cobra existencia y perdura. La obra siempre revela indicios de esa cooperación. Las formas de cooperación Pueden ser efímeras, pero a menudo se hacen más o menos rutinarias Y crean patrones de actividad colectiva que podemos llamar un mundo del arte. La existencia de los mundos del arte, así como la forma BECKER, H. (2008). Los mundos del arte. Ed. Universidad Nacional de Quilmes, Argentina. Capítulo 1: Mundos de arte y actividad colectiva

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1. Mundos de arte y actividad colectiva

Solía sentarme ante mi mesa todas las mañanas a las 5:30, y también solía no darme tregua. Un viejo criado, cuya obligación era llamarme, y al que le pagaba cinco libras adicionales por la tarea, no se daba tregua. Durante todos esos años en Waltham Cross nunca llegó tarde con el café que era su deber traerme. No sé si no debería sentir que le debo más a él que a nadie por el éxito que tuve. Al empezar a esa hora podía completar mi trabajo literario antes de vestirme para desayunar (Anthony Trollope, 1947 [1883], p. 227).

El novelista inglés puede haber contado la historia de forma jocosa, pero el hecho de que lo despertaran y le llevaran café era de todos modos parte de su forma de trabajar. Sin duda se lo podría haber pasado sin el café de haber tenido que hacerlo, pero no le hizo falta. Sin duda cualquiera podría haber desempeñado esa tarea pero, dada la forma en que Trollope trabajaba, alguien tenía que desempeñarla.

Al igual que toda actividad humana, todo trabajo artístico comprende la actividad conjunta de una serie -con frecuencia numerosa- de personas. Por medio de su cooperación, la obra de arte que finalmente vemos o escuchamos cobra existencia y perdura. La obra siempre revela indicios de esa cooperación. Las formas de cooperación Pueden ser efímeras, pero a menudo se hacen más o menos rutinarias Y crean patrones de actividad colectiva que podemos llamar un mundo del arte. La existencia de los mundos del arte, así como la forma

BECKER, H. (2008). Los mundos del arte. Ed. Universidad Nacional de Quilmes, Argentina. Capítulo 1: Mundos de arte y actividad colectiva

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en que su existencia afecta tanto la producción como el consumo de obras de arte, sugiere un abordaje sociológico de las artes. No se trata de un abordaje que produzca juicios estéticos, si bien muchos sociólogos se fijaron esa tarea como objetivo. En lugar de ello, genera una comprensión de la complejidad de las redes cooperativas a través de las cuales tiene lugar el arte, de la forma en que las actividades tanto de Trollope como de su servidor se entrelazaban con las de impresores, editores, críticos, bibliotecarios y lectores en el mundo de la literatura victoriana, así como de las redes similares y los resultados relacionados con todas las artes.

El arte como actividad

Hay que pensar en todas las actividades que deben llevarse a cabo para que cualquier obra de arte llegue a ser lo que por fin es. Para que una orquesta sinfónica interprete un concierto, por ejemplo, tuvieron que inventarse, fabricarse y cuidarse los instrumentos; debió crearse una notación y componerse música usando esa notación; hubo personas que tuvieron que aprender a tocar en los instrumentos las notas escritas; hicieron falta horarios y lugares de ensayo; hubo que distribuir anuncios del concierto, acordar publicidad y vender entradas, y también fue necesario reunir un público capaz de escuchar y, en cierto sentido, de entender y responder a esa interpretación. Puede elaborarse una lista similar para cualquiera de las artes interpretativas. Con leves variaciones (como sustituir instrumentos por materiales e interpretación por exposición), la lista se aplica a las artes visuales y (mediante el reemplazo de materiales por lenguaje e impresión y de exposición por publicación) a las artes literarias.

La lista de cosas a hacer varía, por supuesto, de un medio a otro, pero podemos enumerar de forma provisional la lista de tipos de actividades a realizarse. En primer lugar, alguien debe tener una idea de qué clase de trabajo hay que hacer y de su forma específica. Los creadores pueden tener la idea mucho antes de concretarla, o la idea puede surgir en el proceso de trabajo. La idea puede ser brillante y original, profunda y conmovedora, o trivial y banal, indistinguible a todos los efectos prácticos de miles de otras ideas que producen otros con la misma falta de talento y el mismo desinterés por lo que hacen. La

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producción de la idea puede exigir una enorme cuota de esfuerzo y concentración; puede llegar como un regalo, de la nada; o puede generarse de forma rutinaria, por medio de la manipulación de fórmulas bien conocidas. La forma en que se produce la obra no tiene una relación necesaria con su calidad. Toda forma de producir arte funciona para algunos y no para otros; toda forma de producir arte genera trabajos de todo grado imaginable de calidad, como quiera que ésta se defina.

Una vez concebida, la idea debe ejecutarse. La mayor parte de las ideas artísticas adopta algún tipo de forma física: una película, una pintura o escultura, un libro, danza, algo que pueda verse, escucharse, sostenerse. Hasta el arte conceptual, que aparenta consistir sólo en ideas, adopta la forma de un texto, una conversación, fotografías o alguna combinación de esas formas.

Los medios para la ejecución de algunas obras de arte parecen de acceso fácil y habitual, por lo que parte de la producción de la obra de arte no implica ningún esfuerzo ni preocupación especiales. Podemos, por ejemplo, imprimir o fotocopiar libros con relativamente pocas complicaciones. Otras obras de arte exigen una ejecución especializada. Una idea musical que adopta la forma de una partitura debe interpretarse, y esa interpretación musical exige formación, habilidad y juicio. Una vez que una obra teatral está escrita, debe representársela, y eso también exige habilidad, formación y juicio. (De hecho, también lo exige la impresión de un libro, pero tenemos menos conciencia de ello.)

Otra actividad que tiene gran importancia en la producción de obras de arte consiste en la fabricación y distribución de los materiales y el equipo necesarios para la mayor parte de las actividades artísticas. Los instrumentos musicales, las pinturas y telas, las zapatillas y el vestuario de los bailarines, las cámaras y la película; todo ello debe hacerse y estar a disposición de las personas que lo utilizan para producir obras de arte.

La producción de obras de arte lleva tiempo, así como también lo lleva la producción del equipo y los materiales. Ese tiempo se le resta a otras actividades. Por lo general, los artistas consiguen tiempo y equipo mediante la recaudación de dinero de una u otra forma y usan ese dinero para comprar lo que necesitan. Habitualmente, si bien no siempre, perciben dinero mediante la distribución de sus trabajos a un público a cambio de algún tipo de pago. Por supuesto, algunas sociedades, y algunas actividades artísticas, no operan en el marco de una

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economía monetaria. En lugar de ello, un organismo del gobierno central puede asignar recursos para proyectos artísticos. En otro tipo de sociedad, la gente que produce arte puede cambiar su trabajo por lo que necesita o producir su trabajo en el tiempo que le queda después de cumplidas sus otras obligaciones. Puede desarrollar sus actividades ordinarias de manera tal de producir lo que nosotros podríamos -o ellos podrían- llamar arte, por más que no se lo califique habitual' mente de tal, como cuando las mujeres producían colchas para uso de la familia. Como quiera que se lo haga, el trabajo se distribuye y la distribución genera los medios con los que pueden obtenerse más recursos para producir nuevos trabajos.

También deben realizarse otras actividades que podemos agrupar bajo el nombre de “apoyo”. Estas varían según el medio: barrer el escenario y servir el café, estirar y preparar las telas, así como enmarcar las pinturas terminadas, revisar y corregir pruebas. Comprenden todo tipo de actividades técnicas -manipular la maquinaria que las personas utilizan en la ejecución del trabajo-, así como aquellas que se limitan a liberar de las tareas domésticas habituales. Hay que pensar el apoyo como una categoría residual, pensada para facilitar todo lo que las demás categorías no hacen.

Alguien debe responder al trabajo terminado, experimentar una reacción

emocional o intelectual ante el mismo, “ver algo en él”, apreciarlo. El antiguo dilema -si se cae un árbol en el bosque y nadie lo oye, ¿produjo un sonido?- puede resolverse aquí mediante una definición simple: nos interesa el hecho que consiste en un trabajo que se hace y se aprecia; para que eso suceda, debe tener lugar la actividad de respuesta y apreciación.

Otra actividad consiste en la creación y mantenimiento de la razón de ser en relación con la cual todas esas otras actividades -y su ejecución- cobran sentido. Lo más habitual es que esas razones adopten la forma -por más ingenua que ésta sea- de un tipo de argumento estético, una justificación filosófica que identifica lo que se está haciendo como arte, como arte bueno, y explica que el arte hace algo que es necesario para la gente y la sociedad. Toda actividad social implica esa razón de ser, necesaria para esos momentos en que quienes no participan de la misma preguntan qué sentido tiene. Siempre hay alguien que hace esas preguntas, aunque más no sea las personas involucradas en la actividad. Algo subsidiario a ello es la evaluación específica de las obras individuales a los efectos

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de determinar si cumplen con los parámetros de la justificación más general para esa clase de trabajo o si, tal vez, es necesario revisar la razón principal. Sólo mediante ese tipo de revisión crítica de lo que se hizo y se hace, los que participan en la producción de obras de arte pueden decidir qué hacer cuando pasan al trabajo siguiente.

La mayor parte de esas cosas no puede hacerse de forma impulsiva. Exige cierto entrenamiento. La gente tiene que aprender las técnicas del tipo de trabajo que va a realizar, ya se trate de la creación de ideas, de la ejecución, de algunas de las muchas actividades de apoyo, apreciación, respuesta y crítica. De la misma manera, alguien tiene que ocuparse de la educación y el entrenamiento por medio de los cuales se produce ese aprendizaje.

Por último, hacer todo eso supone condiciones de orden cívico como que la gente que hace arte pueda contar con cierta estabilidad, sentir que la actividad que desempeñan tiene determinadas reglas. Si los sistemas de apoyo y distribución se basan en los conceptos de la propiedad privada, los derechos a esa propiedad deben estar asegurados. El Estado, al que le interesan los fines por los que se moviliza a la gente para la acción colectiva, debe permitir la producción de los objetos y eventos que constituyen el arte, así como proporcionar una cuota de apoyo.

Una y otra vez hablo en imperativo: la gente debe hacer esto, el Estado no debe hacer aquello. ¿Quién lo dice? ¿Por qué cualquiera de esas personas debe hacer cualquiera de esas cosas? Es fácil imaginar o recordar casos en los que esas actividades no se llevaron a cabo. Recordemos cómo empecé: “Hay que pensar en todas las actividades que deben llevarse a cabo para que cualquier obra de arte llegue a ser lo que por fin es.” Vale decir que todos los imperativos operan si el hecho tiene lugar de una forma específica y no de otra. Pero el trabajo no tiene por qué ocurrir de esa manera, ni en ninguna otra forma en especial. Si alguna de esas actividades no se realiza, el trabajo tendrá lugar de alguna otra forma. Si nadie lo aprecia, existirá sin que se lo aprecie. Si nadie lo apoya, se hará sin apoyo. Si no se cuenta con elementos específicos, se hará sin ellos. Naturalmente, el hecho de no contar con esas cosas afecta la obra que se produce. No será la misma. Eso, sin embargo, difiere mucho de decir que no puede existir en absoluto a menos que se realicen esas actividades. Todas éstas pueden llevarse a cabo de una serie de formas y con la misma diversidad de resultados.

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Los poetas, por ejemplo, dependen de impresores, editores y editoriales para que su trabajo circule. Sin embargo, si no se cuenta con ellos por motivos políticos o económicos, pueden encontrar otras formas de hacerlo circular. Cuando los impresores del gobierno no admiten la impresión y distribución oficiales, los poetas rusos hacen circular su trabajo en manuscritos tipeados de manera privada, manuscritos que luego los lectores vuelven a tipear para ampliar la circulación. Si las editoriales comerciales de los países capitalistas no publican un libro, los poetas pueden, como suelen hacer los poetas estadounidenses, mimeografiar o fotocopiar su trabajo, tal vez dando un uso no oficial al equipamiento de alguna escuela u oficina para la que trabajan. Hecho eso, si nadie quiere distribuir el trabajo, pueden distribuirlo ellos mismos por medio del regalo de ejemplares a amigos y familiares o recurriendo a distribuirlos a desconocidos en las esquinas. También se puede no distribuir el trabajo y guardarlo para sí. Eso fue lo que hizo Emily Dickinson cuando, tras algunas experiencias desafortunadas con editores que modificaban su puntuación “igno-rante”, decidió que no podría publicar su trabajo de la forma que ella quería (Johnson, 1955).

Por supuesto, al utilizar medios de distribución no convencionales, o ningún canal de distribución, los artistas sufren algunas desventajas y su trabajo adopta una forma diferente a la que habría tenido de haber contado con una distribución convencional. Por lo general, los artistas consideran que esa situación es en extremo negativa y esperan tener acceso a canales convencionales de distribución o a cualquier otra vía convencional que les resulta inaccesible. De todos modos, como veremos, si bien los medios regulares de llevar a cabo actividades de apoyo limitan de manera sustancial lo que puede hacerse, no contar con las mismas -por más inconveniente y negativo que eso pueda ser- también abre posibilidades que de otro modo no surgirían. El acceso a los medios convencionales de hacer cosas tiene sus ambivalencias.

Esto no es, por lo tanto, una teoría funcionalista que sugiere que las actividades deben tener lugar de una forma específica para que el sistema social sobreviva. Los sistemas sociales que producen arte sobreviven de todo tipo de maneras, si bien no exactamente como lo hacían en el pasado. La idea funcionalista es válida en el sentido trivial de que las formas de hacer cosas no seguirán siendo siempre iguales a menos que todas las cosas necesarias para esa

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supervivencia sigan contribuyendo a ello. Es engañosa, en cambio, cuando sugiere que hay alguna necesidad de que esas formas sobrevivan sin experimentar cambio alguno.

La división del trabajo

Dado que deben llevarse a cabo todas esas cosas para que se produzca una obra de arte, ¿quién las realizará? Imaginemos un caso extremo, una situación en la que una persona hizo todo: creó todo, inventó todo, tuvo todas las ideas, ejecutó el trabajo, lo experimentó y lo apreció, todo ello sin asistencia ni ayuda alguna. Es muy difícil imaginar algo así, ya que todas las artes que conocemos, al igual que todas las actividades humanas que conocemos, comprenden la cooperación de otros.

Si otras personas realizan algunas de esas actividades, ¿cómo se dividen el trabajo los participantes? Pensemos en el extremo opuesto, una situación en la que cada actividad está a cargo de una persona distinta, un especialista que sólo cumple una función específica, como la división de tareas en una línea de montaje industrial. También esto es un caso imaginario, si bien algunas artes se aproximan a ello en la práctica. La lista de créditos que pone fin a las películas de Hollywood constituye un reconocimiento explícito de esa detallada división de tareas. Esa minuciosa división es algo tradicional en las películas de presupuesto elevado, en parte porque lo exigen los acuerdos gremiales jurisdiccionales y en parte también debido al tradicional sistema de créditos públicos sobre el que se basan las carreras en la industria cinematográfica (Faulkner analiza el papel de los créditos en la carrera de los compositores de Hollywood).

Parece no haber límite a la minuciosidad de la división de tareas. Basta con considerar la lista de créditos técnicos de la película Huracán (véase cuadro 1), de 1978. El film contó con un director de fotografía, pero Sven Nykvist no operó la cámara; Edward Lachman lo hizo. Lachman, sin embargo, no realizó todas las tareas relacionadas con la operación de la cámara; Dan Myhram la cargó y, cuando fue necesario cambiar el foco en el transcurso de una escena, Lars Karlsson lo hizo. Si había algún problema con la cámara, Gerhard Hentschel lo solucionaba. El trabajo de vestuario y maquillaje de los actores, de preparación y supervisión del guión, de preparar escenografía y utilería, controlar la

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continuidad del diálogo y la parte visual de la película, hasta el manejo de los temas financieros durante la filmación, todo ello estaba dividido entre una serie de personas cuyos nombres aparecieron luego en la pantalla. Los créditos, sin embargo, no son una expresión acabada de la infinita división del trabajo operada: alguien tuvo que tipear y duplicar copias del guión, alguien más copió las partes de la partitura de Niño Rota, y un director y músicos, a los cuales no se nombró, interpretaron esa música.

En realidad, las situaciones de producción de arte se encuentran en algún lugar entre los extremos en que una persona hace todo y en que diferentes personas realizan cada mínima actividad. Trabajadores de diversos tipos llevan a cabo un tradicional “conjunto de tareas” (Hughes, 1971, pp. 311-316). Al analizar un mundo de arte buscamos sus tipos característicos de trabajadores y el conjunto de tareas que cada uno de ellos realiza.

Nada en la tecnología de un arte hace que una división de tareas sea más “natural” que otra, si bien algunas divisiones son tan tradicionales que a menudo las atribuimos a la naturaleza del medio. Basta con considerar las relaciones entre la composición y la interpretación de la música. En la música de cámara y sinfónica convencional de mediados del siglo XX, las dos actividades tienen lugar por separado y se las considera dos tareas diferentes y de alto grado de especialización. Eso no fue siempre así. Beethoven, como la mayor parte de los compositores de su época, también interpretaba música, tanto la suya como la de otros, además de dirigir e improvisar al piano. Incluso en la actualidad hay ocasiones en que un intérprete compone, como lo hicieron los virtuosos pianistas Rachmaninoff y Paderewski. A veces los compositores interpretan, a menudo porque la interpretación se paga mucho mejor que la composición. Stravinsky, por ejemplo, compuso tres piezas para piano, dos con acompañamiento de orquesta, pensadas para que pudiera tocarlas un pianista no más virtuoso que él mismo (la que no tenía acompañamiento orquestal estaba compuesta para dos pianos a los efectos de que él y su hijo Soulima pudieran interpretarla en ciudades pequeñas que no contaban con una orquesta sinfónica). La interpretación de esas piezas (se reservó los derechos de interpretación durante varios años) y la dirección de sus propias composiciones le permitieron conservar el nivel de vida al que había accedido mediante su asociación profesional con Diaghilev y los Ballets Russes (véase White, 1966, pp. 65-66, 279-280 y 350).

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La formación de los músicos clásicos refuerza esa división del trabajo. Philip Glass, un compositor contemporáneo, explicó que quienes ingresan a la Escuela Juilliard de Música para estudiar composición por lo general ya son intérpretes competentes de algún instrumento cuando entran. Una vez que ingresan, sin embargo, dedican más tiempo a componer y menos a su instrumento, mientras que los que se especializan en interpretación siguen dedicándose de lleno a tocar. Pronto los especialistas en instrumentos tocan mucho mejor que los futuros compositores, lo que lleva a éstos a dejar de tocar: pueden componer piezas que a los intérpretes les resultan fáciles de tocar pero que ellos mismos no pueden interpretar (Ashley, 1978).

En el jazz, la composición tiene mucho menos importancia que la interpretación. Los standards que tocan los músicos (blues y viejos temas populares) no son más que el marco para la verdadera creación. Cuando los músicos improvisan, utilizan la materia prima del tema, pero muchos intérpretes y oyentes no saben quién compuso “Sunny Side of the Street" o “Exactly Like You”. Algunos de los marcos de improvisación más importantes, como el blues, no tienen autor en absoluto. Podría decirse que el compositor es el intérprete y considerarse que la improvisación es la composición.

En la música de rock, lo ideal es que la misma persona realice las dos actividades. Los intérpretes más competentes componen su propia música. De hecho, a los grupos de rock que interpretan música de otros suele aplicárseles el calificativo de “grupos de imitación”. Un grupo joven se consolida cuando empieza a tocar sus propios temas. Las actividades están separadas -la interpretación y la composición no son simultáneas, como en el jazz-, pero ambas corresponden al conjunto de tareas de una persona (Bennett, 1980).

Las mismas variaciones en la división de tareas pueden observarse en todas las artes. Algunos fotógrafos artísticos, como Edward Weston, siempre hicieron su propio revelado y consideran que éste forma parte integral de la creación de la foto. Otros, como Henri Cartier-Bresson, nunca hicieron el revelado, paso que dejaron en manos de técnicos que sabían cómo querían los fotógrafos que lo hicieran. Los poetas que escriben en la tradición occidental no suelen incorporar su propia letra al producto terminado y dejan que los impresores presenten el material en forma legible. Vemos manuscritos de su poesía sólo cuando estamos interesados en las revisiones que hicieron de su puño y letra en el manuscrito en

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cuestión (véase, por ejemplo, Eliot, 1971) o en un raro caso como el de William Blake, que hacía sus propios grabados, en los que los poemas aparecían con su letra, y los imprimía, de modo tal que su trabajo manual formaba parte del trabajo. En buena parte de la poesía oriental, sin embargo, la caligrafía es tan importante como el contenido del poema;1 hacerlo imprimir por medios mecánicos destruiría algo esencial. En otro plano, saxofonistas y clarinetistas compran las lengüetas en comercios de música, mientras que los intérpretes de oboe y fagot compran caña y se las hacen ellos mismos.

Cada tipo de persona que participa en la producción de obras arte, por lo tanto, tiene un conjunto específico de tareas a su cargo. Si bien la asignación de tareas a las personas es, en un sentido importante, arbitraria -podría habérselo hecho de otra manera y sólo se sostiene en el acuerdo de todos o la mayor parte de los participantes-, no es fácil modificarla. Las personas en cuestión consideran que esa división de tareas es cuasi sagrada, “natural” e inherente al equipo y el medio. Participan de la misma política del trabajo que Everett Hughes (1971, pp. 311-315) describe en relación con las enfermeras, que intentan deshacerse de tareas que consideran agotadoras, sucias o poco dignas y tratan de incorporar otras que les parecen más interesantes, gratificantes y prestigiosas.

Todo arte, entonces, se basa en una extendida división del trabajo. Eso es evidente en el caso de las artes interpretativas. Películas, conciertos, obras de teatro y óperas no pueden realizarse por medio de un único individuo que haga todo lo necesario por sí mismo. ¿Pero necesitamos todo ese aparato de división del trabajo para entender la pintura, que parece una ocupación mucho más solitaria? Sí. La división del trabajo no exige que todas las personas que participan en la producción del objeto artístico estén bajo el mismo techo, como trabajadores de una línea de montaje; ni siquiera que vivan en el mismo momento. Sólo exige que el trabajo de producir el objeto o la interpretación dependa de la persona que lleva a cabo la actividad en el momento indicado. Los pintores, entonces, dependen de fabricantes en lo relativo a telas, tensores, pintura y pinceles; de galeristas, coleccionistas y curadores de museos en lo que

1 Un ejemplo de ello es una página de Shokunin-e (“representaciones de distintas ocupaciones"),

período Edo (1615-1868), Japón (fuentes fotográficas en el Museo de Arte Asiático de San Francisco, Colección Avery Brundage).

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respecta a un lugar de exposición y apoyo económico; de críticos y estetas en lo que toca a la fundamentación de lo que hacen; del Estado para subsidios o leyes impositivas ventajosas que persuadan a los coleccionistas de comprar trabajos y donarlos; de espectadores que reaccionen de forma emocional ante la obra; y de los otros pintores, actuales y pasados, que crearon la tradición que constituye el telón de fondo contra el cual su trabajo cobra sentido (en lo relativo a la tradición, véase Kubler, 1962, y Danto, 1964, 1973 y 1974).

Algo similar ocurre con la poesía, que parece aún más solitaria que la pintura. Para trabajar, los poetas no necesitan equipo, no más que aquel al que pueden acceder de forma cotidiana todos los integrantes de la sociedad. Lápices, lapiceras, máquinas de escribir y papel bastan. Pero, aunque no hubieran existido, la poesía empezó como una tradición oral, y buena parte de la poesía folclórica contemporánea sigue existiendo sólo de esa forma (hasta que folcloristas como Jackson, 1972

1974, o Abrahams, 1970, la escriben y la publican). Esa apariencia de autonomía,

sin embargo, es también superficial. Los poetas dependen Je impresores y editores, como los pintores de distribuidores, y usan tradiciones comunes para el telón de fondo contra el cual su trabajo cobra sentido y para las materias primas con las que trabajan. Hasta una poeta tan autosuficiente como Emily Dickinson se basó en ritmos de salmos que un público estadounidense podía reconocer y apreciar.

Todas las obras de arte, entonces, excepto el trabajo por completo individualista, y por lo tanto ininteligible, de una persona autista, comprende cierta división del trabajo entre un buen número de personas. (Véase la discusión sobre la división del trabajo en Freidson, 1976.)

El arte y los artistas

Tanto quienes participan en la creación de obras de arte como los miembros de la sociedad suelen pensar que la producción del arte exige un talento especial, dones o habilidades que pocos tienen. Algunos están más dotados que otros, y son muy pocos los que tienen suficiente talento como para merecer el título honorífico de “artista”. Un personaje de Travestís, de Tom Stoppard, expresa la idea de forma sucinta: “Un artista es alguien que está dotado de forma tal que puede hacer más

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o menos bien algo que sólo puede hacer mal o no hacer en absoluto alguien que no está igualmente dotado” (Stoppard, 1975, p. 38). Sabemos quién tiene esos dones por el trabajo que hace, porque, sostienen esas creencias compartidas, la obra de arte expresa y encarna esas facultades especiales, poco comunes. Al examinar el trabajo vemos que lo hizo alguien especial.

Nos parece importante saber quién tiene ese don y quién no lo tiene porque

acordamos derechos y privilegios a las personas que lo tienen. En un extremo, el mito romántico del artista sugiere que las personas Que tienen ese talento no pueden estar sometidas a las limitaciones que se imponen a otros miembros de la sociedad: tenemos que permitirles violar las reglas del decoro, la corrección y el sentido común que todos los demás deben respetar a riesgo de ser castigados. El mito sugiere que, a cambio, la sociedad recibe un trabajo extraordinario y muy valioso. Esa convicción no existe en todas las sociedades, ni siquiera en la mayoría. Puede ser exclusiva de las sociedades europeas occidentales -y las sometidas a su influencia- a partir del Renacimiento.

Michael Baxandall (1972) destaca que el cambio que se produjo en este punto en el pensamiento europeo tuvo lugar en el siglo XV. Encuentra pruebas de ello en los cambios de los contratos entre los pintores y los compradores de sus trabajos. Llegado cierto momento, los contratos especificaron el carácter de la pintura, los métodos de pago y, sobre todo, la calidad de los colores a utilizar, insistiendo en el uso de oro y de las variedades más caras de azul (algunas eran consi-derablemente más baratas que otras). Así, un contrato de 1485 entre Domenico Ghirlandaio y un cliente especificaba, entre otras cosas, que el pintor debía: “colorear el panel de su propio bolsillo con buenos colores y con oro en polvo en los ornamentos que lo exijan [...] y el azul debe ser el ultramarino de valor de unos cuatro florines la onza” (citado en Baxandall, 1972, p. 6). Eso recuerda el contrato que se podría firmar con un constructor especificando la calidad del acero y el hormigón a utilizar.

En ese momento, o incluso antes, algunos clientes hacían menos hincapié en los materiales y más en la habilidad. Un contrato de 1445 entre Piero della Francesca y otro cliente eclesiástico, si bien no dejaba de especificar el oro y el ultramarino, hacía más énfasis en el valor de la capacidad del pintor e insistía en que “ningún pintor excepto el propio Piero debe tomar el pincel” (citado en Baxandall, 1972, p. 20). Otro contrato era más minucioso:

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El mencionado maestro Luca se compromete y queda obligado a pintar (1) todas las figuras a hacerse en la mencionada cúpula, y (2) especialmente los rostros y todas las partes de la mitad superior de las figuras, y (3) que no se pintará en absoluto sin que el propio Luca esté presente. [...] Y se acuerda (4)

que el propio maestro Luca hará todas las mezclas de colores (citado en Baxandall, 1972, p. 23).

Ese es un tipo muy diferente de contrato. El cliente quiere asegurar- se de que con su dinero obtendrá algo más raro que el ultramarino de cuatro florines, a saber, la extraordinaria habilidad del artista. “El cliente del siglo XV parece haber acrecentado sus gestos de opulencia convirtiéndose en un conspicuo comprador de habilidad” (Baxandall, 1972, p. 23).

Ese cambio no llega a la convicción actual de que la obra de arte consiste sobre todo en la expresión de la habilidad y la visión de un gran artista. Reconoce que el artista es alguien especial, pero no le concede derecho especial alguno. Eso llegaría más adelante.

No obstante, como los artistas tienen dones especiales, como producen un trabajo considerado de gran importancia para una sociedad, y como tienen, por lo tanto, privilegios especiales, la gente quiere asegurarse de que sólo alcancen esa posición aquéllos que en verdad tengan los dones, el talento y la habilidad para ello. Hay mecanismos especiales que distinguen a los artistas de quienes no lo son. Las sociedades, y los medios de esas sociedades, varían en la forma en que hacen esto. En un extremo, un gremio o una academia (Pevsner, 1940) pueden exigir un largo aprendizaje y evitar que quienes no tienen una matrícula puedan ejercer. En los lugares en que el Estado no permite que el arte tenga demasiada autonomía y controla las instituciones a través de las cuales los artistas reciben una formación y trabajan, el acceso a esas habilidades puede tener restricciones similares. En otro extremo, que ejemplifican países como los Estados Unidos, todos pueden aprender: los que participan en la producción de arte dependen de los mecanismos del mercado para la distinción entre los talentosos y los otros. En esos sistemas, la gente conserva la idea de que los artistas tienen un don especial pero piensa que la única forma de determinar quiénes lo tienen es permitir que todos lo intenten y luego examinar los resultados.

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Los que participan en la creación de obras de arte, y los miembros de la sociedad en general, consideran que algunas de las actividades necesarias para la producción de una forma de arte son “artísticas", que exigen los dones especiales o sensibilidad de un artista. Estiman que esas actividades son las actividades centrales de un arte, que son necesarias para la producción de arte y no (en el caso de los objetos) de un producto industrial, artesanal o un objeto natural. El resto de las actividades es a sus ojos una cuestión de habilidad manual, sagacidad empresaria o alguna otra capacidad menos rara, menos característica del arte, menos necesaria para el éxito del trabajo, menos digna de respeto. Definen a las personas que realizan esas otras actividades como (para tomar un término militar) personal de apoyo, y reservan el título de “artista” para los que realizan las actividades centrales.

El estatus de una actividad específica -como actividad central que exige dotes artísticas o como mero apoyo- puede cambiar. Como vimos, en algún momento se consideraba que pintar era una tarea calificada, pero no más que eso, y pasó a definírsela como algo más especial en el Renacimiento. En otro capítulo analizaremos cómo las actividades artesanales pasaron a definirse como arte y viceversa. Por ahora bastará con citar el ejemplo del ingeniero de grabación y mezclador de sonido, la persona que maneja el extremo técnico de la grabación de música y prepara el resultado para la reproducción comercial y la venta. Edward Kealy (1979) documenta el cambio de jerarquía de esa actividad técnica. Hasta mediados de la década de 1940:

La habilidad del mezclador de sonido residía en aprovechar el diseño acústico del estudio, decidir la ubicación de un puñado de micrófonos y mezclar o equilibrar la salida de los micrófonos a medida que se grababa la ejecución musical. Se podía hacer muy poca edición, dado que la interpretación se grababa directamente en un disco o en una cinta de una sola pista. La principal cuestión estética era utilitaria: ¿qué tan bien registra una grabación los sonidos de una interpretación? (Kealy, 1979, p. 9).

Después de la Segunda Guerra Mundial, los avances técnicos hicieron posible la “alta fidelidad” y el “realismo de la sala de conciertos”.

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El buen mezclador se aseguraba de que no quedaran grabados sonidos no deseados, o por lo menos de que quedaran minimizados, de que los sonidos deseados se grabaran sin distorsiones y de que los sonidos estuvieran equilibrados. La propia tecnología de grabación y el trabajo del mezclador de sonido, debían ser fluidos, de modo tal de no romper la ilusión del oyente de que estaba sentado en la sala de conciertos en lugar de en su propia sala (Kealy, 1979, p. 11).

Con el advenimiento de la música de rock, los músicos cuyos instrumentos contaban con tecnología electrónica empezaron a experimentar con la grabación de la tecnología como parte del trabajo musical. Como a menudo habían aprendido a tocar imitando grabaciones con un alto grado de elaboración (Bennett, 1980), era natural que quisieran incorporar esos efectos a su trabajo. Equipos como las grabadoras de múltiples pistas hicieron posible editar y combinar por separado los elementos grabados y manipular de forma electrónica los sonidos que los músicos producían. Las estrellas de rock, relativamente independientes de la disciplina empresaria, empezaron a insistir en controlar la grabación y la mezcla de sus interpretaciones. Sucedieron dos cosas. Por un lado, dado los importantes créditos que se daba a los mezcladores en los discos, la mezcla de sonido empezó a ser reconocida como una actividad artística que exigía un talento artístico especial. Por otra parte, quienes se habían impuesto como artistas musicales comenzaron a realizar la tarea ellos mismos o a reclutar a ex músicos para ello. La mezcla de sonido, que era antes una mera especialidad técnica, se convirtió en parte integral del proceso artístico y se la reconoció como tal (Kealy, 1979, pp. 15-25).

La ideología planta una correlación perfecta entre realizar la actividad central y ser un artista. El que la lleva a cabo es un artista. A la inversa, si se es un artista, lo que se hace debe ser arte. Eso produce confusión cuando, ya sea desde el punto de vista del sentido común o desde la posición de la tradición del arte, esa correlación no se produce. Por ejemplo, si la idea de don o talento implica la idea de expresión espontánea o de inspiración sublime (como sucede para muchos), los hábitos empresariales de trabajo de muchos artistas generan una incongruencia. Los compositores que producen tantos compases musicales por día, los pintores que pintan tantas horas diarias -“tengan ganas o no”- generan ciertas dudas respecto de si pueden estar ejercitando un talento sobrehumano.

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Trollope, que se levantaba temprano para poder escribir tres horas antes de salir a trabajar como empleado público en el Correo Británico, era casi una caricatura de esa actitud ejecutiva, “antiartística”.

Creo que todos los que hayan vivido como hombres de letras -desempeñándose a diario como trabajadores literarios- coincidirán conmigo en que tres horas por día producen todo lo que un hombre debería escribir. Para ello, sin embargo, deberá tener tanta práctica que pueda trabajar sin pausa durante esas tres horas, tener la mente tan disciplinada que no le resulte necesario sentarse mordiendo el lápiz y mirando la pared que tiene ante sí hasta encontrar las palabras con las que quiere expresar sus ideas. En ese momento acostumbraba -y aún lo hago, si bien últimamente me he vuelto más complaciente conmigo mismo- escribir con el reloj delante de mí y exigirme 250 palabras cada cuarto de hora. Descubrí que las 250 palabras surgían con tanta regularidad como el funcionamiento de mi reloj (Trollope, 1947, pp. 227-228).

Otra dificultad surge cuando alguien que se proclama artista no hace algo que se considera el núcleo irreductible de lo que un artista debe hacer. Como la definición de la actividad central cambia con el tiempo, la división del trabajo entre el artista y el personal de apoyo también cambia, lo que da lugar a problemas. ¿Cuánto es lo mínimo que una persona puede hacer de la actividad central para poder seguir proclamándose un artista? El grado en que el compositor contribuye al material contenido en el trabajo final varió mucho. Los intérpretes virtuosos desde el Renacimiento hasta el siglo XIX ornamentaban e improvisaban sobre la partitura del compositor (Dart, 1967; Reese, 1959), de modo que hay precedentes del hecho de que los compositores contemporáneos preparen partituras que sólo dan directivas mínimas al intérprete (la tendencia opuesta, que los compositores restrinjan la libertad interpretativa del ejecutor mediante instrucciones cada vez más minuciosas, fue más fuerte hasta hace poco). John Cage y Karlheinz Stockhausen (Wórmer, 1973) son considerados com-positores en el mundo de la música contemporánea, si bien muchas de sus partituras dejan la ejecución de buena parte del material en manos del intérprete. Los artistas no necesitan manipular los materiales de que está hecha la obra de arte para seguir siendo artistas; los arquitectos rara vez construyen lo que

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diseñan. La misma práctica plantea preguntas, sin embargo, cuando los escultores realizan una pieza mediante el recurso de enviar una serie de especificaciones a una empresa de maquinaria, y muchos se resisten a conceder el título de artista a los autores de trabajos conceptuales que consisten en espe-cificaciones que nunca se corporizan en un objeto. Marcel Duchamp violó la ideología al insistir en que había creado una obra de arte legítima cuando firmó una pala de nieve de producción comercial o una reproducción de la Mona Lisa en la que había dibujado un bigote (véase figura 1), clasificando así a Leonardo como personal de apoyo junto con el diseñador y el fabricante de la pala de nieve. Por más que la idea pueda parecer escandalosa, algo como eso es lo habitual en la producción de collages, construidos por completo con el trabajo de otros.

Otra confusión surge cuando nadie puede decir quién o quiénes de las varias

personas involucradas en la producción del trabajo tiene el don especial y, por lo tanto, el derecho tanto a recibir el crédito de la esencia de la obra como de dirigir las actividades de los demás. Eliot Fteidson (1970) destacó que en la actividad cooperativa del ámbito médico los participantes coinciden en que el médico tiene ese don especial y esos derechos también especiales. ¿Pero cuál de los distintos Aportantes tipos de participantes en la creación de una película ocupa un papel similar de liderazgo indiscutido? Los teóricos del auteur insisten en que las películas deben entenderse corno la expresión de la visión controladora de un director, por más trabas que le hayan impuesto las restricciones de los ejecutivos de los estudios o la falta de cooperación de los actores. Otros consideran que es el guionista, cuando se lo permiten, el que controla la película, mientras que hay quienes piensan que el cine es un medio de actores. Supongo que nadie sostendría que el auditor de producción o el operador de foco tienen una visión que conforma la película, pero Aljean Harmetz (1977) señala, y con razón, que E. Y. Harburg y Harold Arlen, los responsables de la música de El mago de Oz, proporcionaron la continuidad de la película.

Este problema reviste una forma especial en la pregunta que se plantea respecto de si, al reaccionar ante una obra de arte, debemos dar especial importancia a las intenciones del autor o si es posible hacer una serie de interpretaciones sin privilegiar la del autor (Hirsch, 1979). Podemos reformularlo: ¿reconocemos que el autor aporta algo especial en la producción del trabajo, algo que nadie más puede aportar? Si el público cree que sí, naturalmente antepondrá

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las intenciones del autor en su respuesta. Pero puede no ser así: es evidente que los intérpretes y oyentes de jazz no piensan que los compositores de los standards de jazz merecen deferencia especial alguna en relación con cómo deben ejecutarse sus temas. Quienes participan en la producción de obras de arte pueden coincidir respecto de a qué intenciones -las del autor, las del intérprete o las del público- dar prioridad, en cuyo caso el tema no genera dificultades teóricas ni prácticas. Los problemas surgen cuando los participantes no están de acuerdo y la práctica habitual produce conflictos irresolubles. El problema filosófico y estético se soluciona entonces mediante un análisis sociológico. Por supuesto, esa solución no resuelve el problema. Simplemente lo convierte en objeto de estudio.

Por último, como la posición del artista depende de la producción de obras de arte que encaman y expresan sus dones y talentos especiales, los participantes de los mundos del arte se preocupan por la autenticidad de sus trabajos. ¿El artista hizo en verdad el trabajo que se supone que hizo? ¿Alguien más interfirió con el trabajo original, lo alteró o editó de alguna forma e hizo que lo que el artista ideó y creó no sea lo que tenemos ante nosotros? Una vez creada la obra, ¿el artista la modificó a la luz de experiencias o críticas posteriores? De ser así, ¿qué significado tiene eso en relación con la habilidad del artista? Si juzgamos al artista sobre la base del trabajo, tenemos que saber quién hizo en realidad el trabajo y merece, por lo tanto, el juicio que hagamos de su valor y del valor de su creador. Es como si la producción de obras de arte fuera una competencia, como un examen escolar, y tuviéramos que generar un juicio justo basados en la totalidad de los hechos. Como consecuencia de esa ecuación trabajo-persona, disciplinas académicas enteras se dedican a establecer quién pintó qué pinturas y si las pinturas que se exponen con el nombre de X son en realidad obra de X, si las partituras que escuchamos son en realidad las composiciones de la persona que se piensa las compuso, si las palabras de una novela salieron de la pluma de la persona de la persona cuyo nombre figura en la tapa o fueron plagiadas de otra persona que merece el crédito o la condena.

¿Por qué tienen importancia esas cosas? Después de todo, el trabajo no cambia si nos enteramos de que es obra de otra persona. Las obras de teatro tienen las mismas palabras, las hayan escrito Shakespeare o Bacon, ¿verdad? Sí y no. El relato de Borges (1962) sobre Pierre Menard destaca esa ambigüedad. Pierre Menard, dice, es un escritor francés que, luego de escribir muchas novelas y

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libros convencionales, decide escribir Don Quijote, no una nueva versión de la historia, sino el Don Quijote de Cervantes. Después de mucho trabajar, logra escribir dos capítulos y un fragmento de un tercero. Las palabras son idénticas a las de Cervantes. Sin embargo, señala Borges, Cervantes escribía en el lenguaje de su época, mientras que Menard lo hace en un lenguaje arcaico que, además, no es su lengua nativa. Quién escribe las palabras y cuándo se las escribe son cosas que afectan nuestro juicio respecto de en qué consiste el trabajo y, por lo tanto, sobre qué eS lo que éste revela de la persona que lo produjo. (Para más detalles sobre el

relato de Borges, véase Danto, 1973, pp. 6-7.) No sólo tiene importancia porque apreciamos y juzgamos el trabajo de forma

diferente, sino también porque la reputación de los artistas es una suma de los valores que asignamos a los trabajos que produjeron. Cada trabajo que puede atribuirse sin duda alguna a Ticiano suma o resta en relación con el total de aquello por medio de lo cual decidimos la importancia de Ticiano como artista. Es por eso que el plagio provoca reacciones tan violentas. No se trata sólo de un robo de propiedad, sino también de los fundamentos de una reputación.

El trabajo y la reputación del artista se refuerzan mutuamente: valoramos más un trabajo de un artista que respetamos, así como respetamos más a un artista cuyo trabajo admiramos. Cuando la distribución del arte implica el intercambio de dinero, el valor de la fama puede traducirse en un valor económico, de modo que la decisión de que un artista conocido y respetado no es el autor de una pintura que se le había atribuido, significa que la pintura pierde valor. Museos y coleccionistas sufrieron graves pérdidas financieras como consecuencia de tales cambios de atribución, y a menudo los especialistas son objeto de intensas presiones para que no retiren atribuciones sobre cuya base se hicieron importantes inversiones (Wollheim, 1975).

Trollope consideró que el problema de la importancia del nombre del artista para la evaluación del trabajo era lo suficientemente interesante como para llevar a cabo un experimento:

Desde el comienzo de mi éxito como escritor [...] sentí siempre que en los asuntos literarios había una injusticia que a mí nunca me había afectado, que ni siquiera se me había esbozado, cuando no tenía éxito. Me parecía que, una vez ganado, un nombre conllevaba demasiada aprobación. [...] Sentía que los aspirantes que venían detrás de mí podían hacer un trabajo tan bueno como

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el mío, y probablemente mucho mejor, pero que sin embargo no lograban que se lo apreciara. A los efectos de comprobarlo, decidí que me convertiría en un aspirante y empezaría un curso de novela de forma anónima para ver si podía obtener una segunda identidad y, si así como me había destacado por la habilidad literaria que tenía, podría tener éxito una vez más (Trollope, 1947, pp. 169-170).

Escribió y publicó de forma anónima dos relatos, en los cuales trató de cambiar su estilo y su forma de narrar una historia:

Una o dos veces oí que lectores que no sabían que yo era el autor [de los relatos] los mencionaban, y siempre en términos elogiosos; pero no tuvieron verdadero éxito. [...] Blackwood [el editor], que, por supuesto, conocía al autor, se mostró dispuesto a publicarlos, confiando en que los trabajos de un escritor experimentado se abrirían paso, incluso sin el nombre del autor. [...] Pero descubrió que su especulación no hallaba eco, por lo que declinó un tercer intento, si bien le había escrito un tercer relato. [...] Por supuesto, no hay en esto prueba alguna de que no habría tenido éxito una segunda vez, como lo obtuve antes, de haber seguido adelante con la misma perseverancia. [...] Otros diez años de trabajo incansable y no rentado podrían haber construido una segunda reputación. En todo caso, hubo algo que me resultó muy claro: que con todas las ventajas que me debía haber dado la práctica de mi arte, no podía inducir a los lectores ingleses a leer lo que les daba, a menos que lo hiciera con mi nombre (Trollope, 1947, pp. 171-172).

Trollope concluyó:

Es habitual que en todos los ámbitos el público confíe en la reputación establecida. Es tan natural que un lector novel que quiera novelas pida a una biblioteca las de George Eliot o Wilkie Collins, como que una señora que quiera un pastel vaya a Fortnum y Masón- Fortnum y Masón sólo puede ser Fortnum y Masón mediante la combinación de tiempo y buenos pasteles. Si Ticiano nos mandara un retrato desde el otro mundo [...] pasaría un tiempo antes de que el crítico de arte del Times descubriera su valor. Podemos criticar la

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falta de juicio que se hace evidente, pero esa lentitud de juicio es algo

humano, y siempre existió. Digo todo esto porque pensar sobre el tema me llevó a la convicción de que los amargos sentimientos de los autores decepcionados deben ser objeto de mucha consideración (Trollope, 1947, p. 172).

Vínculos cooperativos

Todo aquello que el artista -definido como la persona que realiza la actividad central sin la cual el trabajo no sería arte- no hace, debe hacerlo alguien más. El artista, entonces, trabaja en el centro de una red de personas que colaboran, cuyo trabajo es esencial para el resultado final. Dondequiera que el artista dependa de otros existe un vínculo cooperativo. La gente con la que colabora puede compartir plenamente su idea de cómo hay que hacer el trabajo. Ese consenso es probable cuando todos los participantes pueden realizar cualquiera de las actividades necesarias de modo tal que, si bien hay una división del trabajo, no se desarrollan grupos funcionales especializados. Eso puede ocurrir en formas de arte simples compartidas, como el baile de figuras, o en segmentos de una sociedad cuyos miembros comunes reciben una formación en actividades artísticas. Los estadounidenses educados del siglo XIX, por ejemplo, sabían lo suficiente de música como para interpretar las canciones de salón de Stephen Foster, así como sus equivalentes del Renacimiento podían interpretar madrigales. En esos casos, la cooperación se produce rápido y de forma simple. Cuando los grupos profesionales especializados se hacen cargo de s realización de las actividades necesarias para la producción de una obra de arte, sus miembros desarrollan intereses de carrera, económicos y estéticos que difieren mucho de los del artista. Los músicos de orquesta, por ejemplo, se preocupan más de cómo suenan en la interpretación que del éxito de un trabajo específico, y con buenas razones, que su Propio éxito depende en parte

de impresionar con su habilidad a quienes los contratan (Faulkner, 1973a, 1973b). Pueden sabotear un nuevo trabajo que los hace sonar mal debido a su dificultad, por lo cual sus intereses de carrera se oponen a los del compositor.

También se producen conflictos estéticos entre el personal de apoyo y el

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artista. Se invitó a un escultor que conozco a utilizar los servicios de un grupo de impresores litográficos expertos. Como éste sabía muy poco de la técnica de la litografía, le alegró contar con esos artesanos experimentados para la impresión, ya que se trataba de una división del trabajo habitual y que había generado una técnica de impresión muy especializada. Dibujó diseños con grandes zonas de color, creyendo que así simplificaría el trabajo del impresor. En lugar de ello, lo hizo más difícil. Cuando el impresor entinta la piedra, una zona grande exige más de una pasada para quedar bien entintada, por lo que puede revelar las marcas del rodillo. Los impresores, que estaban orgullosos de su trabajo, le explicaron que podían imprimir sus diseños, pero que las zonas de color podrían ocasionarles dificultades con las marcas del rodillo. El escultor no sabía nada de marcas de rodillo y propuso usarlas como parte del diseño. Los impresores se negaron y le dijeron que no podía hacer eso porque las marcas de rodillo eran un indicio evidente (para otros impresores) de un trabajo de mala calidad y ellos no permitirían que saliera de su taller una impresión con marcas de rodillo. La curiosidad artística del escultor fue víctima de los parámetros del oficio de los impresores, un claro ejemplo de cómo los grupos de apoyo especializados desarrollan sus propios criterios e intereses (véase Kase, 1973).

El artista quedó a merced de los impresores porque no sabía cómo imprimir litografías por sí solo. Su experiencia constituye un ejemplo de las alternativas que enfrenta el artista en todo vínculo cooperativo. Puede hacer las cosas como están dispuestos a hacerlas los grupos de personal de apoyo establecidos; puede tratar de que esas personas hagan lo que él quiere; puede formar a otros para que trabajen como él quiere; o puede hacerlo él mismo. Todas las opciones menos la primera exigen una inversión adicional de tiempo y energías para hacer lo que podría hacerse con más facilidad de la forma habitual. La participación del artista en vínculos cooperativos y su dependencia de los mismos, por lo tanto, limita el tipo de arte que puede producir.

Pueden hallarse ejemplos similares en todos los campos del arte. Cummings tuvo problemas para publicar su primer libro de poesía porque a los impresores les daba miedo seguir sus diseños bizarros (Norman, 1958; véase figura 2). Hacer una película supone múltiples dificultades de este tipo: actores que sólo aceptan que se los fotografíe de forma favorecedora,

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guionistas que no quieren que se cambie ni una palabra, camarógrafos que se niegan a usar procesos con los que no están familiarizados.

Los artistas a menudo crean trabajos que los elementos de exhi- ‘ción o producción existentes no pueden manejar. Intentemos este experimento. Imaginemos que, como curador de escultura de un museo de arte, invitamos a un distinguido escultor a exponer un nuevo trabajo. Llega al volante de un camión con plataforma sobre la que descansa una construcción gigantesca que combina varias piezas de maquinaria industrial pesada de grandes dimensiones en una forma interesante y agradable. Nos parece emocionante; nos conmueve. Le pedimos que la traslade hasta el sector de carga del museo, donde los dos descubrimos que la puerta del sector no admite nada más alto de cuatro metros y medio. La escultura mide mucho más que eso. El escultor sugiere eliminar la pared, pero para ese entonces ya nos dimos cuenta de que, incluso si lográramos entrarla al museo, atravesaría el piso y caería al sótano. Es un museo, no una fábrica, y el edificio no soportaría tanto peso. Irritado, el escultor finalmente se lleva su trabajo.

De la misma manera, los compositores componen música que exige más intérpretes que los que pueden pagar las organizaciones existentes. Los dramaturgos escriben obras tan largas que el público no termina de verlas. Los novelistas escriben libros que a los lectores competentes les resultan ininteligibles o que exigen técnicas de impresión innovadoras para las que las editoriales no están equipadas. Esos artistas no son desquiciados rebeldes. El punto no es ese. El punto es que las esculturas que ya están en nuestro museo pasaron por la puerta del sector de carga y no atravesaron el piso. Los escultores saben cuáles son las dimensiones y el peso apropiados para una pieza de museo, y trabajan teniendo eso en cuenta. Las obras de Broadway tienen una duración acorde al público, y las composiciones que interpretan las orquestas sinfónicas no exigen más músicos que los que la organización puede pagar.

Cuando los artistas hacen algo que las instituciones existentes no pueden asimilar, sean esos límites físicos o convencionales (el peso de la escultura o la duración de las obras teatrales), sus trabajos no se exponen ni se interpretan. Ello no se debe a que los directores de las organizaciones son conservadores anticuados, sino a que sus organizaciones están equipadas para albergar formatos estándar y a que sus recursos no permiten el gasto

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sustancial necesario para presentar elementos no estándar ni para absorber las pérdidas que supone presentar trabajos que el público no apoya.

¿Cómo llegan a exponerse, interpretarse o distribuirse las obras que no son

estándar? Abordaré ese tema más adelante. Por ahora diré sólo que suele

haber canales de distribución no estándar alternativos, así como empresarios y públicos audaces. Los primeros proporcionan métodos de distribución; los segundos aceptan riesgos. Las escuelas a menudo brindan tales oportunidades. Tienen espacio y los alumnos son personal más o menos gratuito, por lo que pueden reunir fuerzas que las presentaciones más comerciales no podrían permitirse: multitudes para las escenas multitudinarias, grupos extravagantes de instrumentistas y vocalistas para experimentos musicales.

Son más los artistas que se adaptan a lo que las instituciones existentes pueden manejar. Al adaptar sus ideas a los recursos disponibles, los artistas convencionales aceptan las limitaciones producto de su dependencia de la cooperación de los miembros de la red cooperativa existente. Dondequiera que los artistas dependen de otros para algún componente necesario, tienen que aceptar las limitaciones que éstos imponen o dedicar el tiempo y la energía que se necesitan para obtenerlo de otra forma.

Convenciones

La producción de obras de arte exige una elaborada cooperación entre personal especializado. ¿Cómo llegan a los términos sobre cuya base cooperan? Podrían, por supuesto, decidir todo en cada ocasión. Un grupo de músicos podría discutir y acordar qué sonidos se usarán como recursos tonales, qué instrumentos se construirían para produce esos sonidos, cómo se combinarían dichos sonidos para crear un lenguaje musical, cómo se usaría el lenguaje para crear obras de determinada duración que exigen un número dado de instrumentos, que pueden interpretarse para un público de cierta magnitud reclutado de determinada manera. Algo de eso sucede siempre, por ejemplo, en la creación de un nuevo grupo teatral, si bien en la mayor parte de los casos sólo se empieza de cero en lo relativo a una cantidad reducida de temas.

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Por lo general, las personas que cooperan para producir una obra de arte no deciden todo de nuevo cada vez. En lugar de ello, se basan en acuerdos previos que se hicieron habituales, acuerdos que pasaron a formar parte de la forma convencional de hacer las cosas en ese arte. Las convenciones artísticas abarcan todas las decisiones que deben tomarse en relación con los trabajos producidos, por más que una convención específica pueda revisarse para un trabajo específico. Las convenciones dictan los materiales a utilizar, como cuando los músicos acuerdan basar su música en las notas de una serie de modos, o en las escalas diatónica, pentatònica o cromática y sus correspondientes armonías. Las convenciones dictan las abstracciones a usarse para transmitir ideas o experiencias específicas, como cuando los pintores utilizan las leyes de la perspectiva para transmitir la ilusión de las tres dimensiones o cuando los fotógrafos usan el negro, el blanco y gamas del gris para transmitir el juego de luz y masa. Las convenciones dictan la forma en que se van a combinar los materiales y las abstracciones, como en el soneto en poesía o en la sonata en música. Las convenciones sugieren las dimensiones apropiadas de un trabajo, la duración adecuada de una interpretación, las dimensiones y la forma indicadas de una pintura o una escultura. Las convenciones regulan las relaciones entre los artistas y el público, especificando los derechos y obligaciones de ambos.

Los académicos humanistas -historiadores del arte, musicólogos y críticos literarios- encontraron que el concepto de convención artística les resultaba útil para explicar la habilidad de los artistas para producir obras de arte que generan una reacción emocional por parte del público. Al utilizar una organización convencional de tonos como la escala, los compositores pueden crear y manipular las expectativas de los oyentes en relación con el sonido siguiente. Pueden postergar - frustrar la satisfacción de esas expectativas, generando tensión y alivio cuando la expectativa por fin se satisface (Meyer, 1956, 1973; Cooper y Meyer, 1960). La obra de arte produce un efecto emocional sólo porque el artista y el público comparten el conocimiento y la experiencia de las convenciones invocadas. Barbara H. Smith (1968) mostró cómo los poetas manipulan los medios convencionales cor- porizados en la dicción y las formas poéticas para llevar los poemas a una conclusión clara y satisfactoria, en la cual las expectativas que generó la letra en un primer momento se resuelven de forma simultánea y satisfactoria. E. H. Gombrich

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(1960) analizó las convenciones visuales que usan los artistas para crear en los espectadores la ilusión de que están viendo una representación realista de algún aspecto del mundo (véase figura 3). En todos esos casos (y en otros como el diseño de escenografía, la danza y el cine), la posibilidad de la experiencia artística surge de la existencia de un cuerpo de convenciones al que artistas y público pueden referirse al dar sentido al trabajo.

Las convenciones hacen posible el arte en otro sentido. Como las decisiones pueden tomarse con rapidez y los planes pueden hacerse mediante la simple referencia a una forma convencional de hacer las cosas, los artistas pueden dedicar más tiempo al trabajo. Las convenciones hacen posible una coordinación eficiente y fácil de la actividad entre artistas y personal de apoyo. William Ivins (1953), por ejemplo, mostró cómo, al usar una vía convencional para presentar sombras, modelar y otros efectos, varios artistas gráficos pudieron colaborar en la producción de un mismo grabado. Las mismas convenciones hacen posible que los espectadores lean signos arbitrarios como sombras y figuras. Visto de ese modo, el concepto de convención proporciona un punto de contacto entre humanistas y sociólogos, ya que es intercambiable con ideas sociológicas tan familiares como norma, regla, comprensión compartida, costumbre o tradición, todo lo cual hace referencia a las ideas que las personas tienen en común y a través de cuales realizan la actividad cooperativa. Los cómicos de revista podían representar elaboradas escenas de tres personajes sin ensayo previo porque no tenían más que referirse a un cuerpo convencional de escenas que todos conocían, elegir una y asignar los papeles. Músicos de baile que no se conocen entre sí pueden tocar toda la noche sin más acuerdo previo que mencionar un título (“Sunny Side of the Street”, en do) y contar cuatro compases para dar el ritmo. El título indica una melodía, su correspondiente armonía y tal vez hasta las figuras de fondo habituales. Las convenciones de personaje y estruc-tura dramática, en un caso, y de melodía, armonía y ritmo, en el otro, son lo suficientemente familiares para que el público no tenga dificultad alguna en reaccionar de forma apropiada.

Si bien las convenciones están estandarizadas, rara vez son rígidas e inmutables. No especifican una serie inalterable de reglas a las que todos deben referirse para zanjar las cuestiones de qué hacer. Incluso en los casos en que las directivas parecen muy específicas, dejan mucho margen para

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resolver cosas por referencia a los modos de interpretación habituales y mediante la negociación. Una tradición de la practica interpretativa, que suele estar codificada en forma de libro, dice a los intérpretes como ejecutar las partituras musicales o representar los guiones dramáticos. Las partituras del siglo xv por ejemplo, contenían relativamente poca información, pero los libros contemporáneos explicaron cómo manejar las cuestiones, que la partitura no contesta, de la instrumentación, el valor de las notas u improvisación y la ornamentación. Los intérpretes leían la música a la luí de todos los estilos habituales de interpretación y podían así coordinar sus activdades (Datt, 1967). Lo mismo ocurre en las artes visuales. Buena parte del contenido, el simbolismo y el color de la pintura religiosa del Renacimiento italiano era algo que determinaban las convenciones pero una serie de decisiones quedaba en manos del artista, de modo que incluso en el marco de esas convenciones estrictas podían producirse trabajos diferentes. La adhesión a los materiales convencionales, sin embargo, permitía a los espectadores percibir la emoción y el sentido del trabajo Incluso donde hay interpretaciones habituales de las convenciones, como éstas también pasaron a ser convenciones los artistas pueden aceptar hacer las cosas de otra manera, la negociación hace posible el cambio

Las convenciones suponen una fuerte limitación para el artista. Resultan especialmente limitadoras porque no existen aisladas, sino que forman parte de complejos sistemas interdependientes, de modo tal que un pequeño cambio puede exigir una serie de otros cambios. El sistema de convenciones está presente el equipo, los materiales, la formación, los lugares e instalaciones disponibles, los sistemas de notación, etc., todo lo cual debe modificarse si cambia cualquiera de los elementos (cf. Danto, 1980).

Basta con considerar el cambio que implica el paso de la escala musical cromática de doce tonos convencional en Occidente a una que comprende cuarenta y dos tonos entre las octavas. Ese cambio caracteriza las composiciones de Harry Partch (1949). Los instrumentos musicales occidentales no pueden producir esos microtonos con facilidad, y algunos no pueden producirlos en absoluto, de modo que hay que reconstruir los instrumentos convencionales o es necesario inventar nuevos instrumentos. Como los instrumentos son nuevos, nadie sabe cómo tocarlos y los músicos

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tienen que aprender a hacerlo. La notación convencional occidental es inadecuada para escribir música de cuarenta y dos tonos, por lo que es necesario crear una nueva notación y los intérpretes tienen que aprender a leerla. (Todo el que escribe para los doce tonos cromáticos convencionales puede dar por descontados recursos comparables.) Por lo tanto, mientras que la música escrita para doce tonos puede interpretarse de forma adecuada luego de relativamente pocas horas de ensayo, la música de cuarenta y dos tonos exige mucho más trabajo, tiempo, esfuerzo y recursos. La música de Partch solía interpretarse de la siguiente forma: una universidad lo invitaba a pasar un año. En otoño, Partch reunía un grupo de estudiantes interesados que construían los instrumentos (que él ya había inventado) bajo su dirección. En invierno aprendían a tocar los instrumentos y a leer la notación que había creado. En primavera ensayaban varias composiciones y por fin hacían una presentación. Siete u ocho meses de trabajo culminaban en dos horas de música, horas que podrían haberse ocupado con música más convencional después de ocho o diez horas de ensayo con músicos sinfónicos experimentados que tocaran un repertorio estándar. La diferencia de recursos necesarios da la pauta de la fuerza de la limitación que impone el sistema convencional.

De manera similar, las convenciones que especifican qué aspecto debe tener una buena fotografía implican no sólo una estética más o menos aceptada por los que participan en la producción de fotografía artística (Rosenblum, 1978), sino también las limitaciones incorpora- das en el equipo y los materiales estandarizados que hacen los grandes fabricantes. Las cámaras, lentes, velocidades de obturación, aperturas, películas y papel de impresión disponibles constituyen una pequen3 parte de las cosas que podrían hacerse, y se trata de una selección i que puede usarse para producir trabajos aceptables. Con ingenio, también puede utilizársela para producir efectos que sus fabricantes no contemplaron. Otra cara de la limitación es la estandarización y la confiabilidad de los materiales de producción masiva que los fotógrafos necesitan. Un rollo de película Kodak Tri.X tiene aproxi-madamente las mismas características en todo el mundo y brinda los mismos

resultados que cualquier otro rollo. Las limitaciones de la práctica convencional no son totales. Siempre se

puede hacer las cosas de otra forma si se está dispuesto a pagar el precio del

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mayor esfuerzo o la menor circulación del propio trabajo. La experiencia del compositor Charles Ivés es un ejemplo de esta última posibilidad. Experimentó con la politonalidad y los poli- rritmos a principios del siglo XX,

antes de que éstos pasaran a formar parte de la competencia habitual de un intérprete. Los músicos de Nueva York que trataban de tocar su música orquestal y de cámara le decían que era imposible hacerlo, que sus instrumentos no podían producir esos sonidos, que no se podía tocar esas notas de ninguna forma. Ivés terminó por aceptar su opinión, pero siguió componiendo ese tipo de música. Lo que su caso tiene de interesante es que, si bien también abrigaba un sentimiento de amargura, la experiencia era muy

liberadora (Cowell y Cowell, 1954). Si nadie podía tocar su música, entonces ya no tenía que escribir lo que los músicos pudieran tocar, ya no tenía que aceptar las convenciones que regulaban la cooperación entre compositor e intérprete contemporáneos. Como su música no iba a tocarse, nunca se vio obligado a terminarla, y ^o quiso confirmar que la lectura pionera de John Kirkpatrick de Sonata Concord era correcta porque eso habría significado que ya podría modificarla. Tampoco tenía que adaptar su escritura a las limitaciones prácticas de lo que podía financiarse con los medios convencionales, por lo que compuso su Cuarta Sinfonía para tres orquestas.

(Ese grado de impracticabilidad disminuyó con el tiempo: Leonard Bernstein presentó la obra en 1958 y desde entonces se ha presentado muchas veces.)

Por lo general, romper con las convenciones existentes y sus mani-festaciones en la estructura social y los objetos materiales acrecienta los problemas de los artistas y reduce la circulación de su trabajo, pero al mismo tiempo aumenta su libertad de elegir alternativas no convencionales y de apartarse de la práctica habitual. Si es así, es posible entender todo trabajo como el producto de una elección entre comodidad convencional y éxito, y problemas no convencionales y falta de reconocimiento.

Los mundos del arte

Los mundos del arte consisten en todas las personas cuya actividad es necesaria para la producción de los trabajos característicos que ese mundo, y tal vez también otros, definen como arte. Los miembros de los mundos del

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arte coordinan las actividades por las cuales se produce el trabajo haciendo referencia a un cuerpo de convenciones que se concretan en una práctica común y objetos de uso frecuente. Las mismas personas a menudo cooperan de forma reiterada, hasta rutinaria, de formas similares para producir trabajos similares, de modo que puede pensarse un mundo de arte como una red establecida de vínculos cooperativos entre los participantes. Si las mismas personas no actúan juntas en todas las instancias, quienes las reemplazan también están familiarizados con esas convenciones y con el uso de las mismas, por lo que la cooperación puede llevarse a cabo sin dificultad. Las convenciones hacen que la actividad colectiva sea más simple y tenga un costo menor en términos de tiempo, energías y otros recursos, pero no hacen imposible el trabajo no convencional; tan sólo lo hacen más caro y difícil. Puede haber cambios, y de hecho los hay, cuando alguien idea una manera de obtener los mayores recursos necesarios o reformula el trabajo de modo tal que éste no exija lo que no puede conseguirse.

Las obras de arte, desde este punto de vista, no son los productos de individuos, de “artistas” que poseen un don raro y especial. Son más bien productos colectivos de todas las personas que cooperan por medio de las convenciones características de un mundo de arte para concretar esos trabajos. Los artistas son un subgrupo de los participantes del mundo, que, de

común acuerdo, tienen un don especial y hacen, por lo tanto, un aporte

extraordinario e indispensable al trabajo y lo convierten en arte. Los mundos de arte no tienen límites, de modo que no puede decirse que

un grupo de personas pertenece a un mundo de arte particular al que otras personas no pertenecen. Mi objetivo no es trazar una línea divisoria que separe a un mundo de arte de otros sectores de una sociedad. En lugar de ello, lo que buscamos son grupos de personas que cooperan para producir cosas que por lo menos ellas llaman arte. Una vez encontradas, buscamos otras personas que también son necesarias para esa producción, con lo que vamos construyendo gradualmente un panorama lo más completo posible de la red cooperativa que irradia el trabajo en cuestión. El mundo existe en la actividad cooperativa de esas personas, no como una estructura ni una organización, y usamos esas palabras sólo para dar idea de redes de personas que cooperan. Por motivos prácticos, por lo general reconocemos que la cooperación entre muchas personas es tan periférica y relativamente poco

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importante que no hace falta considerarla, teniendo en cuenta que esas cosas cambian y que aquello que hoy no es importante puede serlo, y mucho, mañana, cuando de pronto ese tipo de cooperación puede resultar difícil de obtener.

Los mundos de arte no tienen límites claros también en otro sentido. Para los sociólogos que estudian los mundos de arte es tan claro, Pero no más que para quienes participan en los mismos, como si los objetos o hechos específicos son “en verdad arte” o si son artesanía 0 trabajos comerciales, o tal vez una expresión de cultura folclórica, o quizá sólo producto de los síntomas de un loco. Los sociólogos, sin embargo, pueden resolver ese problema con más facilidad que los participantes del mundo de arte. Un aspecto importante de todo análisis sociológico de un mundo social es percibir cuándo, dónde y cómo los participantes establecen las líneas que distinguen lo que quieren que se tome por característico de lo que no se quiere que se tome como tal. Los mundos de arte siempre dedican considerable atención a tratar de decidir qué es arte y qué no lo es, qué es y qué no es su tipo de arte, quién es un artista y quién no lo es. Por medio de la observación de la forma en que un mundo de arte establece esas distinciones, no tratando de establecerlas nosotros mismos, podemos entender buena parte de lo que pasa en ese mundo. (Para un ejemplo de ese proceso en la fotografía artística, véase Christopherson, 1974a y 1974b.)

Por otra parte, los mundos de arte se caracterizan por tener relaciones muy frecuentes y estrechas con los mundos de los que tratan de diferenciarse. Comparten fuentes de abastecimiento con esos otros mundos, reclutan personal en los mismos, adoptan ideas que se originan en esos mundos y compiten con éstos por público y apoyo económico. En cierto sentido, los mundos del arte y los mundos del comercio, la artesanía y el folclore son partes de una organización social más amplia. Así, por más que todos entienden y respetan las distinciones que los separan, un análisis sociológico debe dar cuenta de cómo, después de todo, no están tan separados.

Además, los mundos del arte llevan a algunos de sus miembros a crear innovaciones que luego no aceptan. Algunas de esas innovaciones desarrollan pequeños mundos propios; algunas permanecen inactivas y luego se las acepta en un mundo del arte más amplio años o generaciones

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más tarde; algunas se convierten en curiosidades magníficas o en poco más que objetos de interés de anticuarios. Esos destinos reflejan tanto los juicios sobre calidad artística que hacen los mundos de arte contemporáneos como las operaciones azarosas de una serie de otros factores.

La unidad básica de análisis, entonces, es un mundo del arte. Tanto el carácter de “arte” como el de “mundo” son problemáticos, ya que el trabajo que proporciona el punto de inicio de la investigación puede producirse en una variedad de redes cooperativas y según una variedad de definiciones. Algunas redes son grandes, complejas y se dedican específicamente a la producción de trabajos del tipo que investigamos. Las más pequeñas pueden tener sólo parte del personal especializado que caracteriza a las más grandes y elaboradas. En el caso extremo, el mundo consiste sólo en la persona que hace el trabajo, que depende de materiales y otros recursos que proporcionan otros que no tratan de cooperar en la producción de ese trabajo ni saben que lo están haciendo. Los fabricantes de máquinas de escribir participan en los pequeños mundos de muchos aspirantes a novelistas que no tienen conexión alguna con el mundo literario definido en términos más convencionales.

De la misma forma, la actividad cooperativa puede llevarse a cabo en nombre del arte o según alguna otra definición, si bien en ese último caso podríamos pensar que los productos se parecen a los que se hacen como arte. Como “arte” es un título honorífico y poder dar ese nombre a lo que se hace tiene sus ventajas, la gente suele querer que se llame así a lo que hace. Con la misma frecuencia, a la gente no le importa si lo que hace es o no arte (como en el caso de muchas artes domésticas o folclóricas, como por ejemplo la decoración de tortas, el bordado o la danza folclórica) y no le resulta degradante ni interesante que sus actividades sean reconocidas como arte por parte de aquellas personas que dan importancia a esas cosas. Algunos miembros de una sociedad pueden controlar la aplicación del término honorífico “arte” a los efectos de que no todos estén en posición de tener las ventajas que éste implica.

Por todas esas razones, no queda claro qué incluir y qué dejar afuera en un análisis de los mundos del arte. Limitar el análisis a lo que una sociedad define en la actualidad como arte excluye demasiadas cosas que son interesantes: todos los casos marginales en los que la gente busca ese nombre pero se le niega, así como aquellos en los que haY personas que hacen un

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trabajo que en la opinión de observadores externos podría encuadrarse en la definición pero no están interesadas en esa posibilidad. Eso permitiría que el proceso de definición P°r parte de los miembros de la sociedad, que en realidad debería ser el objeto de nuestro estudio, fijara sus términos. Por otro lado, estudiar todo lo que se encuadre en la definición de arte de una sociedad comprende demasiado. Casi todo podría cumplir con esa definición si se la aplicara con suficiente ingenio. No acepté en el análisis las definiciones estándar de arte. No incluí todo, y me atuve a los casos marginales en los que la clasificación está en discusión o a aquellos en los que la gente hace algo que parece tener un parecido significativo con cosas a las que se califica de “arte”, a los efectos de que el proceso de definición adquiera relevancia como problema.

En consecuencia, presté mucha atención a trabajos a los que convencionalmente no se les asigna importancia o valor artístico. Me interesaron los “pintores de domingo” y los tejedores de colchas tanto como los pintores y escultores reconocidos en términos convencionales, los músicos de rock and roll tanto como los concertistas, los aficionados que no son lo suficientemente buenos como para ser ninguna de las dos cosas tanto como los profesionales que lo son. Al hacerlo, espero permitir que el carácter problemático tanto del “arte” como del “mundo” permee el análisis, así como evitar tomar demasiado en serio los parámetros de aquéllos que fijan las definiciones convencionales de arte para una sociedad.

Si bien los mundos del arte no tienen límites definidos, éstos varían en lo que respecta a su grado de independencia y operan con relativa libertad de interferencias por parte de otros grupos organizados de su sociedad. Para decirlo de otra manera, las personas que cooperan en el trabajo estudiado pueden tener la libertad de organizar su actividad en nombre del arte, como sucede en muchas sociedades occidentales contemporáneas, utilicen o no esa posibilidad. Pueden, sin embargo, descubrir que deben tener en cuenta otros intereses, representados por grupos organizados en tomo de otras definiciones. El Estado puede ejercer tal control sobre otras zonas de la sociedad, que los participantes más destacados de la producción de arte pueden orientarse ante todo a complacer al aparato estatal que a las personas que se definen como interesadas en el arte. Las sociedades teocráticas pueden organizar la producción de lo que nosotros, desde la perspectiva de nuestra

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sociedad, reconoceríamos como obras de arte como una actividad subordinada definida en términos religiosos. En las sociedades fronterizas la subsistencia puede ser tan problemática, que las actividades que no contribuyan directamente a la producción de alimentos u otras necesidades pueden considerarse lujos inalcanzables, de modo tal que el trabajo que desde una posición contemporánea ventajosa definiríamos como arte, se hace en esos casos por una necesidad doméstica. Lo que no puede justificarse de esa forma, no se hace. Para que la gente pueda organizarse como un mundo justificado de manera explícita por la producción de objetos o hechos definidos como arte, necesita suficiente libertad política y económica para hacerlo, y no todas las sociedades la proporcionan.

Es necesario destacar este punto, ya que muchos escritores de lo que suele llamarse sociología del arte tratan el arte como algo relativamente autónomo, libre de los tipos de limitaciones organizacionales que rodean otras formas de actividad colectiva. No consideré aquí esas teorías porque abordan ante todo cuestiones filosóficas muy diferentes de los problemas organizacionales sociales concretos que me ocupan (véase Donow, 1979). Dado que mi posición cuestiona la presunción de libertad de limitaciones organizacionales, políticas y económicas, necesariamente implica una crítica a los estilos de análisis que se basan en ello.

Los mundos del arte producen trabajos y también les dan un valor estético. Este libro no formula juicios estéticos, como lo sugieren las afirmaciones anteriores. En lugar de ello, trata los juicios estéticos como fenómenos característicos de la actividad colectiva. Según ese Punto de vista, la interacción de todas las partes involucradas produce un sentido compartido del valor de lo que producen de manera colectiva. La mutua apreciación de las convenciones que comparten, así como el apoyo mutuo que se brindan, las convence de que lo que hacen tiene valor. Si actúan en el marco de la definición de “arte”, su interacción as convence de que lo que producen son obras de arte legítimas.