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Celeste 65JoséC. Vales

Ediciones DestinoColección Áncora y DelfínVolumen 1407

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© José C. Vales, 2017c/o DOSPASSOS Agencia Literaria

© Editorial Planeta, S. A. (2017)Ediciones Destino es un sello de Editorial Planeta, S.A.Diagonal, 662-664. 08034 Barcelonawww.edestino.eswww.planetadelibros.com

Primera edición: septiembre de 2017

ISBN: 978-84-233-5274-6Depósito legal: B. 16.463-2017Impreso por Black PrintImpreso en España-Printed in Spain

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre decloro y está calificado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni suincorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquierforma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia,por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delitocontra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.como por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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Celeste 65Los pecados estivales 2

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«The big hotel de luxe is a very serious organisation;it is in my opinion a unique subject for a serious novel».

Arnold Bennett, Diaries, 1929

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Una polilla en St Christopher

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1. Lepidópteros

Es cómodo —pero injusto— culpar de todos mis pro-blemas a las polillas. Laurine decía que mis nervios y misangustias vacías tenían su origen en «esos bichos asque-rosos», que era su modo amable de describir a los lepi-dópteros, los pirálidos, los geléquidos, los tineidos y lostortrícidos. Laurine despreciaba lo que desconocía y, enmuchos casos, también lo que conocía. No creo que unprofundo estudio entomológico de la Tineola bisselliellahubiera despertado en ella la admiración que este insec-to merece: para Laurine siempre había sido, y siemprefue, «esa maldita larva» que se comía las camisas y losmanteles de tela. «Y a ti te están comiendo el cerebroigual que a mí me comen las servilletas de la tía Mildredque...». A Laurine no le gustaban las polillas ni los insec-tos en general.

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2. Hey, hey Paula

Por su parte, la doctora Simonette Val, adepta a la sectade los psicoanalistas, siempre había sospechado que to-das las quiebras de mi espíritu se debían a lo que elladenominaba «un trauma infantil». Decía que haber te-nido que meter en el cesto de la ropa sucia los restos des-pedazados de mi madre y mi hermana Rita después deque una zumbadora barriera del mapa nuestra casa deWrangham, cuando solo tenía once años, me había des-trozado los nervios para siempre. La doctora SimonetteVal tenía una manera encantadora de describir las afec-ciones nerviosas, y sus labios freudianos se ajustabanmuy bien a aquella labor. «Las V2 destrozaron los ner-vios de muchos británicos, señor Blint», me dijo la doc-tora Val en una de las primeras sesiones, «no se sientaúnico en su desgracia».

A mí tanto me daba estar solo o acompañado en ladesgracia. Y esta es otra de las consecuencias de mi debi-lidad nerviosa: que en ocasiones me abismo en lo que ladoctora Simonette Val denominaba «hibernación emo-cional», y entonces mi espíritu se asemeja a las vastas lla-nuras antárticas, yermas y desoladas, como dijo el capi-tán Scott. (Laurine no era tan generosa como la doctora,y con frecuencia comparaba mi corazón con una ciénagapestilente, llena de lodo y barro, donde no hubiera másque gusanos e insectos... Hay mucha diferencia higiéni-

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ca, me parece a mí, entre las llanuras antárticas y las cié-nagas pestilentes).

«Y no piense más en Paula, señor Blint», añadió enotra ocasión mi psiquiatra de freudianos labios; «si entraen una espiral de amor y rencor hacia esa mujer, nuncase curará». Aunque no creo que haya muchas cosas en elmundo que me asombren, reconozco que la doctora mesorprendió un tanto con aquella referencia a Paula Hen-rikson.

Las técnicas modernas de la psiquiatría y el psicoa-nálisis obligan a contar detalles de la vida privada quelos doctores utilizan maliciosamente para eternizar eltratamiento y las sesiones.

«Hábleme de esa joven», me había dicho la doctoraen cierta ocasión. «¿Quiere que le cuente lo de PaulaHenrikson?», le pregunté. «Creo que podría ser intere-sante». «Bueno. No sé. A mí me da igual. Si quiere se locuento. Y si no, no».

A mediados de los años cincuenta, cuando cumplícon mis estudios de biología —«siempre rodeado de esospiojos repugnantes», en opinión de Laurine—, me per-caté de que todos mis compañeros experimentaban unaindescriptible tensión entre su deseo de prosperar en lavida y una imperiosa necesidad de arruinársela con elamor. Debo decir que la mayoría cedió a las debilidadessentimentales y destrozó su futuro embarcándose enproyectos de familias prósperas y abundantes. Inclusolos cantantes de moda parecían empeñados en que meabonara a la comedia de un noviazgo y a la tragedia deun matrimonio feliz. Pensé que no perdería nada porimitar a mis compañeros del college y me entregué conaire de inocente escolar a sucesivas debilidades senti-mentales. Mi debilidad sentimental definitiva tenía vein-tiún años, una coleta rubia, unos ojos azules y gélidos comoel Ártico, una blusa blanca y una falda de vuelo, y unospadres que trabajaban en la embajada americana. Me

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enamoré perdidamente de aquella jovencita, y lo sé por-que le compraba flores los martes y la invitaba al cine losdomingos. (Entre otras muchas razones que no vienen alcaso). Llegué a consultar con un camarero de CoventGarden si sería aconsejable casarme con Paula. Al cama-rero, como a mí, le daba igual. En aquella época habíauna canción en la que un melifluo Paul le pedía a una me-liflua Paula que se casara con él, y Paula, con voz de alum-na de colegio religioso, le contestaba que también deseabacasarse con él... ¡y hacer planes para toda la vida!

Como es habitual siempre que alguien se deja llevarpor sus debilidades sentimentales, el objeto de sus favo-res percibe dicha flaqueza, y se niega a continuar unarelación raquítica que se quiebra y desfallece por mo-mentos. Así que cuando la familia Henrikson decidióregresar a América, Paula prefirió volar con ellos a Flo-rida o a Georgia o a Luisiana o a alguno de esos lugaresespantosos llenos de caimanes y pantanos, donde segura-mente estaría esperándola un muchacho con camisa decuadros decidido a explicarle mil veces las incomprensi-bles reglas del béisbol y a atiborrarse de pavo en una deesas escandalosas celebraciones de los americanos.

De aquella despedida en el aeropuerto de Londresno recuerdo más que el delicioso sabor del helado de vai-nilla que compré en un puesto ambulante llamado Day’sCream. Todos los recuerdos de Paula Henrikson me pa-recen ahora animales disecados, polvorientos, llenos dechinches y pulgas que van devorando una piel muertay agrietada.

Pero a la doctora Simonette Val le parecía que Paulaera también un «trauma». (En aquellos días estaban muyde moda los traumas). Por mi parte, como no tenía in-tención de disgustar a la doctora, porque siempre habíasido muy amable conmigo, no la saqué de su error y dejéque se entretuviera con sus tiernas fantasías románticas.A cambio, ella me daba las pastillas de la felicidad.

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3. Influencia atmosférica

La doctora Val, como antes otros especialistas psiquia-tras a los que solía llevarme Laurine, creía que mis vacíosy sumideros emocionales se debían a traumas y frustra-ciones. Yo tengo otra teoría, relacionada con las cienciasatmosféricas. Creo que mis abismos racionales, mi inca-pacidad para percibir el transcurso del tiempo, mi difi-cultad para contar, el morboso placer en el abandono yla desidia, la indiferencia y el asco general, los terroresrepentinos, los encogimientos nerviosos, la abrumadoradesolación o el abatimiento y el vacío guardan relacióncon el barómetro, la presión atmosférica, los índices dehumedad y otras cuestiones vinculadas a la meteorolo-gía. Estoy muy seguro de ello, pero en aquel entonces erademasiado tímido como para debatir estas cuestionescon la doctora Val, de freudianos labios.

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4. Mr. Moth

El profesor Wedell, que tenía su propio salón en las au-las de Ciencias Naturales, fue quien me propuso como«colaborador asistente» en el St Christopher College: elprofesor conocía sin duda mi buena disposición entomo-lógica y mis dificultades en otros planos de la actividadsocial e intelectual, me parece. El St Christopher estabaen St Giles con Banbury Rd. Aunque no era el mejorcollege, tampoco era el peor. Y olía a repollo cocido, quees a lo que huelen todos los colleges de Inglaterra. (Sedecía que la reina Victoria también olía a repollo cocidoy, en esta línea argumental, se dejaban caer ofensas gra-vísimas contra nuestra ilustre monarca). St Christopherera famoso porque allí tuvo su despacho el profesor Fen,aunque yo no llegué a conocerlo. Era el titular de Litera-tura Inglesa y —eso decía— disfrutaba con los ripios deEdward Lear, la poesía filosófica del siglo XVIII y losfragmentos más groseros de Shakespeare. Su famoso co-che, el Lily Christine III, estuvo durante muchos añosacumulando polvo en las caballerizas, hasta que el prin-cipal llamó al chatarrero de la ciudad y lo llevaron a des-guazar.

A pesar de mi confirmación como colaborador asis-tente de entomología —para mi querida Laurine, «reca-dero oficial de moscas y polillas»—, no esperaba que lascosas me fueran bien. Era previsible que acabara siendo

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Mr. Moth entre los alumnos. Y entre los profesores. Noes que me afectara en exceso, pero —en opinión de ladoctora Val— no hizo mucho bien a mi autoestima.

A mediados de los años cincuenta, quizá en 1956 o1957, me casé con Laurine, bibliotecaria del Newham deCambridge. Y eso tampoco contribuyó a mejorar mi au-toestima. Creo que en alguna ocasión incluso mi propiaesposa se refirió a mí como Mr. Moth cuando hablabacon sus amigas. En fin, para decirlo de una vez, creo quetoda su inquina contra mí y contra mis polillas tenía suraíz en la indiferencia con que acepté su proposición dematrimonio. Como si yo tuviera la culpa de esta indife-rencia mía por todo lo que me rodea. «Tienes el alma deuna de esas polillas», solía decirme. Asistía por aquel en-tonces como espectador a este teatro del mundo y, queyo recuerde, jamás me había interesado especialmentenada de lo que se representaba en la escena. La tempera-tura de mi alma jamás alcanzaba el punto de desconge-lación, y en aquel invierno perpetuo en el que vivía ape-nas quedaba sitio para más emociones que la desidiay una cierta lástima más bien raquítica...

Hasta el curso de 1963-1964 conseguí que mi oscurapresencia pasara desapercibida en el St Christopher.Pero aquella primavera olvidé cerrar convenientementelas colmenas de larvas de los isópteros llamados Crypto-termes brevis.

En una de las antiguas bodegas del college se me ha-bía ordenado vigilar los insectarios vivos del profesorWedell, y allí pasaba yo buena parte de mi tiempo, en-tregado a los estudios entomológicos y felizmente aleja-do del mundo. Pero aquel descuido primaveral, y la dra-mática coincidencia con la eclosión de las larvas de losisópteros, llenó en cuestión de horas las ancianas vigasdel St Christopher de termitas voraces y ávidas de made-ra antigua. Hubo que enviar a los estudiantes a sus casasy dar por concluido el curso, y los alaridos del presidente

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hicieron retumbar las vetustas paredes del college. Pormucho que se intentó encubrir la plaga, al final, desde laMagdalena hasta Jesus Christ, todo el mundo supo quelas termitas se estaban comiendo nuestra institución, yBalliol nos denunció, porque algunas de las termitas ha-bían volado hasta su columbario y lo habían perforadodesde los cimientos...

Durante el claustro excepcional que se celebró unmes después de la desinsectación, no negué que yo hubie-ra tenido alguna participación en aquel desastre. Y aun-que no fui yo quien devoró la madera, sino las termitas,yo cargué con toda la culpa. Por fortuna, a mí no me con-denaron a la misma pena que a las termitas: ellas abando-naron este triste mundo merced a una ejecución masivacon ácido bórico; a mí solo me condenaron a no volver apisar las instalaciones del St Christopher en lo que mequedara de vida. (El único que votó en contra de seme-jante condena fue mi amigo Douglas Doug Cmikiewicz,el libertario profesor polaco de Literatura y Estilística delcollege, con el que había trabado amistad en el Laeti Mus-telae). El claustro excepcional que juzgó mi descuido secerró con unas enigmáticas palabras del principal, el se-ñor Richmond, que se dirigió a mí afirmando que la vidaracional desaparecería de la faz de la Tierra por culpa de«lo invisible»: los virus y la estupidez humana. «Lárgue-se de aquí, señor Blint, y no vuelva jamás».

El episodio de las termitas impidió que mi populari-dad mejorara los meses posteriores, ni en los estableci-mientos de la ciudad, donde me amenazaban con ácidobórico, ni en el seno de la comunidad educativa, dondeya se me podía considerar un exiliado, ni en mi propiacasa, donde me había convertido en una polilla molestade un tamaño descomunal. Pero aunque nadie ocultabaya su desprecio y todos se dirigían a mí con los modalesmás desagradables, aún no caí en las garras del existen-cialismo.

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5. Fertilizantes Blint

Cuando nací, mi padre —como todos los padres delmundo, supongo— habría querido ahogarme en unarroyo como a una inoportuna camada de gatos, pero lasconvenciones sociales lo obligaron a darme cobijo, ali-mento y educación.

Recuerdo perfectamente la cara de asco que pusocuando le comuniqué que quería dedicarme al estudiode los insectos. «¡Maldito retrasado!», gritó, «¿has esta-do alimentándote toda tu asquerosa vida gracias a lospesticidas de Fertilizantes Blint y ahora te vas a dedicara estudiar a esas repugnantes larvas?».

Fertilizantes Blint solía cambiar de nombre de tantoen tanto, sobre todo durante los conflictos bélicos. Untatarabuelo con bigote blanco y gesto altivo —al que mipadre veneraba, y del que tenía un retrato enmarcado enmadera dorada— había fundado la empresa a mediadosdel siglo pasado. Al principio se dedicaba a facilitar lostrabajos campesinos con los primeros fertilizantes y pes-ticidas industriales, pero en cuanto comenzó la guerrade Crimea, modificó sus presupuestos y se concentró enla fabricación de sofisticadas armas venenosas (Pestici-das de Guerra Blint). Años después, la empresa volvió atomarla con los pulgones y las langostas, hasta que esta-lló la Gran Guerra, y mi abuelo se ajustó entonces a latradición de sus mayores, modificando la infraestructu-

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ra de la fábrica para producir los gases letales que se ibana utilizar en el frente (Gases Antiprusianos Blint). Fina-lizado el conflicto, la empresa regresó a los fertilizantes,hasta que Adolf Hitler empezó a lanzar bombas sobreLondres. Mi padre fue el encargado de transformar denuevo la fábrica, convirtiendo la factoría en una de lasempresas más importantes del «esfuerzo bélico británi-co». Cuando aquella maldita zumbadora hizo volar porlos aires nuestra casa de Wrangham, mi padre me en-contró entre los escombros con el cesto de la ropa suciaen una mano y recogiendo los harapos sanguinolentos ychamuscados de mi hermana Rita y de mi madre: mien-tras se mesaba los cabellos se preguntó a voz en grito porqué Satanás había tenido la maligna idea de dejarme amí con vida mientras se llevaba al otro mundo a su espo-sa y a su adorada Rita. Mi padre se tomó el ataque a sucasa como un asunto personal entre Adolf Hitler y él, ytransformó la fábrica de fertilizantes en una factoría delas bombas incendiarias que algún tiempo después nues-tros aviones iban a lanzar cada noche sobre las ciudadesalemanas. Cuando se supo lo que había ocurrido enDresde, mi padre compró una página impar en el DailyExpress, en la que celebró que el armamento Blint hubie-ra servido para «freír nazis» y para «purificar con fuegobritánico» el Continente. El anuncio terminaba con unrencoroso y vengativo recuerdo que la mayoría de loslectores no entendería: «Los habitantes de Dresde recor-darán siempre a Rita Blint».

Tras la guerra, Fertilizantes Blint proporcionó a mipadre tanta riqueza como tumores a las naciones a lasque exportábamos nuestros venenos y pesticidas. En losúltimos años cincuenta, mientras yo me dedicaba a libe-rar termitas (involuntariamente), mi padre se empeñabaen expandir su negocio de pesticidas y fertilizantes a lospaíses «en vías de desarrollo». (En su opinión, siempreresultaba más fácil vender veneno a los países subdesa-

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rrollados; por alguna razón, los países «en vías de de-sarrollo» empezaban a desconfiar de los productos Blint).En 1959 mi padre tuvo que hacer frente a la demanda deuna asociación agropecuaria india que acusaba a Ferti-lizantes Blint de haber envenenado sus plantaciones decacahuetes con DDT y de haber causado enfermedadesterribles en los campos de Hyderabad o algún lugar pare-cido, con nombre exótico y mendigos. Por fortuna para laempresa familiar, los abogados demostraron en Londresy en Bombay que el DDT es un producto perfectamentefiable y saludable, como todo el mundo sabe.

Aunque no me hubiera importado en exceso, nopude cumplir el deseo de mi padre de morir antes que él.Falleció, curiosamente, cuando concluyó la fumigacióndel St Christopher, y ascendió al Cielo junto a todas lastermitas madereras. Algunas semanas después mi espo-sa Laurine y yo acudimos a la oficina del notario londi-nense (Pelton, Pelton & Solomon Kippendell), dispues-tos a averiguar qué me correspondía como herederoúnico y universal de... Y lo que me correspondía comoheredero único y universal era el imperio de los Fertili-zantes Blint. Abracé mi herencia con la misma pasiónque abrazaría el cadáver de un leproso. Mi esposa Lauri-ne, que siempre tuvo más presencia de ánimo, afirmó enel mismísimo despacho del señor Solomon Kippendellque definitivamente debería abandonar mi manía ento-mológica («la asquerosa manía de criar piojos», lo llama-ba ella) para dedicarme a exterminarlos con los pesticidasBlint. Murmuré que abandonar mi pasión entomológicasería muy doloroso. «No hay dolor que no curen los fer-tilizantes», dijo Laurine.

Desde que fui investido director general de Fertili-zantes Blint solo tuve tres propósitos esenciales: organi-zar la empresa de tal modo que mi presencia en las ofici-nas fuera completamente innecesaria, que no se mevinculara con ninguna de las actividades pestíferas de la

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industria paterna (empresa de responsabilidad limitada)y, al mismo tiempo, que me reportara las suficientes ga-nancias como para que pudiera olvidarme por completode su existencia y de la de su fundador.

Los tres propósitos se cumplieron con precisión cien-tífica pocos meses después, porque mi esposa decidió ha-cerse con las riendas del negocio. «Querido Linton», medijo mi cuñado Dick en cierta ocasión, «tienes que reco-nocer que tú no sirves para los negocios: las cuestionesprácticas no son tu fuerte». Y Laurine era de la mismaopinión: decía que los números, las gestiones, el dinero,las facturas, los bancos, los seguros, la compañía del gasy de la luz y del teléfono, las solicitudes, los ingresos, losrecargos, el correo postal y otras tantas burocracias de lavida me hacían mucho daño y perjudicaban mi saludnerviosa. Así que pocos meses después mi esposa meaconsejó, por el bien de mi salud, desvincular para siem-pre mi nombre de la empresa; y firmé la cesión de todosmis derechos a favor de Laurine y de la tía Mildred. Fueuna suerte, porque Dick —el hermano mayor de Lauri-ne— y todos nuestros conocidos aprobaron aquella ope-ración; y, aunque a mí me desposeía temporalmente detodo, aseguraba la continuidad de la fábrica de fertili-zantes y pesticidas, que, según la tía Mildred, «era lo im-portante».

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6. Douglas Cmikiewicz,Doug

Mi amigo Douglas Cmikiewicz, Doug, profesor de Lite-ratura y Estilística en el St Christopher, tenía ideas par-ticulares —y no muy agradables— sobre mi esposaLaurine, sobre la tía Mildred y sobre el mundo en gene-ral, y como su lenguaje —a pesar de las disciplinas queimpartía en la universidad— no era precisamente refi-nado, solíamos evitar los temas particulares de mi vida,por considerarlos especialmente conflictivos. «Queridoamigo Linton: esas dos zorras te están arrebatando lavida», solía decirme Doug con su ternura característica.«Tienes que huir cuanto antes: ve a Londres. No, a Lon-dres no. Más lejos. A París. A Roma. A El Cairo. A AdísAbeba».

«¿Qué lengua se habla en Adís Abeba?».«El amárico. Pero en Etiopía hay trescientas lenguas.

Puedes aprender la que te resulte más sencilla».A pesar de su inquietante y nada apropiada pasión

por las estudiantes asiáticas, árabes, laponas, amerindias,indostaníes o de cualquier etnia minoritaria, Doug siem-pre me había parecido una de las mentes más preclarasdel college. Era el único que comprendía mi pasión ento-mológica; no es que se refiriera a los insectos con cariño,porque él también los llamaba «bichos asquerosos», peroal menos entendía que hay personas que pueden apasio-narse por lo que otras consideran repugnante. «Yo tengo

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que leer novelas. ¿Cómo no voy a comprender que teinteresen los gusanos y los insectos...?». Decía cosas ho-rribles —e irreproducibles— de los escritores, sobretodo de aquellos que conformaban «la secta de losbloomsburianos», a quienes acusaba de los peores viciosliterarios y carnales que uno pueda imaginar, ignoro sicon razón o no. En cambio le gustaba mucho Thomp-son, porque, en su apreciación personal, era «un poetacientífico». Siempre era un placer oírlo hablar de arqui-tectura, de música, de geografía, de numismática y deindumentarias exóticas... Había escrito tres novelas ex-perimentales, tan ofensivas que nunca se llegaron a pu-blicar en Inglaterra y solo encontraron cierta aceptaciónen círculos anarquistas belgas y holandeses, y una colec-ción de relatos (Pudridero, 1958) que había tenido ciertoéxito. Su obra más importante fue una versión anotadadel Grandison, en la que había empleado los últimosquince años de su vida. Llegó a presentarla en un pro-grama nocturno de la BBC a las 4:50 de la madrugada.

Creo que fue en 1961 o 1962 cuando Douglas Cmi-kiewicz anunció con toda solemnidad en el pub LaetiMustelae de Oxford, ante la atenta mirada del propieta-rio del establecimiento, del borracho local John Krauz-miller y de un servidor, que no volvería a escribir nove-las, aunque no se sabía que jamás hubiera escrito unaque pudiera merecer ese nombre. Él, sus enemigos y yoestábamos convencidos de que la Historia de la Literatu-ra agradecería semejante decisión. Entre los pocos quehabíamos leído sus ofensivos textos (el relato «Mahomalisérgico» era particularmente despectivo con la religiónmusulmana) no hubo intención ninguna de quitarle esaidea de la cabeza. Cuando se difundió tan irrelevantenoticia, uno de los compañeros de la universidad tuvo lapoca delicadeza de preguntarle a Doug si era cierto quehabía decidido dejar de escribir novelas... «por fin».Douglas Cmikiewicz aseguraba que su decisión no solo

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sería saludable para aquellos a quienes su sintaxis o susimaginaciones molestaban sobremanera: también per-mitiría que los críticos no pudieran redactar reseñas yopiniones, «por lo cual los lectores siempre estarán endeuda conmigo». En la ciudad universitaria, como en lamayoría de los lugares civilizados del mundo, siempre seha considerado que fustigar a los críticos no solo es elo-giable y digno de encomio, sino que puede estimarsecomo una actividad caritativa y filantrópica.

«Ahora no tienes trabajo en el St Christopher y tehas dejado robar la fábrica de pesticidas, Linton», medecía Douglas Cmikiewicz. «¿Qué va a ser de ti? ¿Vas aescribir novelas, como toda esa gente que no tiene unoficio digno?».

«Bueno, Doug», solía contestarle, «jamás se me ocu-rriría dedicarme a esas invenciones impropias de perso-nas...». Desde luego, siempre tuve el íntimo convenci-miento de que las novelas y las ficciones imaginativascarecen de verdadera sustancia intelectual, son extraor-dinariamente aburridas y no sirven sino para aturdir ce-rebros juveniles que podrían ocuparse con más provechoen los ensayos científicos y otras disciplinas de investiga-ción técnica y humana.

Hubo un tiempo en que pensé redactar una gran obrasobre los insectos: Entomología general práctica. Abando-né el proyecto porque mi Laurine decía que no tenía «su-ficiente espíritu» para concluir un trabajo tan importante.

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