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Jean d´Hannut 1 (Juan Domingo Jiménez) Clep-clop; clep-clop. Un abecedario de estrellas recorriendo el cielo. Clep-clop; clep-clop, Ha llegado esta tarde hermosa la noche con los ojos pintados de azul. Clep- clop; clep-clop. Por la rúa desierta y estrecha, salpica el silencio un caballo que vuelve, clep-clop, clep-clop, con la pena cargada en la grupa y algunas hojillas de olivo en la crin. Clep-clop; clep-clop. Logronio duerme tranquilo. Clep-clop; clep-clop. El fresco se funde en las piedras redondas, clep-clop, clep-clop, del angostillo callizo que viene de Compostela. Clep-clop, clep-clop. Y siguen cayendo serenos los cascos de plata que tornan, clep-clop, clep-clop, hasta clavarse con un puñal de sigilo en la iglesia de Santiago. Dalmática blanca y, como un grito, túnica amapola cruzándole el pecho. Lacerías en el alma y el costal, descabalga agotado el jinete y arrodillándose con fervor 1 Jean d´Hannut consiguió el segundo premio en el “XIV premio de narración breve De Buena Fuente”, convocado en 1999 por el Ayuntamiento de Logroño. Las narraciones tenían que referirse como tema obligado a “El Camino de Santiago a su paso por Logroño”. El premio estaba patrocinado por la Fundación Caja Rioja, gracias a la cual reproducimos el relato. La ilustración es de Rubén Bergasa y forma parte de la edición original, que lleva el título del relato ganador: La decisión de Matías, de Juan Ugarte Pereira, ed. de Fundación Caja Rioja y Ayuntamiento de Logroño; ed. Quintana Industrias Gráficas, Logroño, 1999. 1

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Jean d´Hannut1

(Juan Domingo Jiménez)

Clep-clop; clep-clop. Un abecedario de estrellas recorriendo el cielo. Clep-clop;

clep-clop, Ha llegado esta tarde hermosa la noche con los ojos pintados de azul. Clep-

clop; clep-clop. Por la rúa desierta y estrecha, salpica el silencio un caballo que vuelve,

clep-clop, clep-clop, con la pena cargada en la grupa y algunas hojillas de olivo en la

crin. Clep-clop; clep-clop. Logronio duerme tranquilo. Clep-clop; clep-clop. El fresco

se funde en las piedras redondas, clep-clop, clep-clop, del angostillo callizo que viene

de Compostela. Clep-clop, clep-clop. Y siguen cayendo serenos los cascos de plata que

tornan, clep-clop, clep-clop, hasta clavarse con un puñal de sigilo en la iglesia de Santiago.

Dalmática blanca y, como un grito, túnica amapola cruzándole el pecho. Lacerías

en el alma y el costal, descabalga agotado el jinete y arrodillándose con fervor frente a

la todavía áspera puerta de la iglesia, se santigua diez veces. Entumecido por la larga

jornada recorrida, el caballero comprueba al ponerse en pie que apenas puede guardar el

equilibrio. Se hincha de aire y exhala profundamente en un crujir de costillas. Esta

noche Logronio huele a hierba y a flores con la nitidez de la fruta fresca. Luego el

noble enreda en un poste las riendas de su palafrén y con manos temblorosas desata del

arzón un relicario esmaltado con azules, verdes y gotas de púrpura. Es este relicario una

arqueta rectangular, con cubierta a dos aguas y rematada en una perforada cresta de oro

labrado. Sobre su tapa reina un cristo en majestad dentro de una mandorla sustentada

por cuatro ángeles flotantes. El caballero toma cuidadosamente la arqueta y balbucea

algunas jaculatorias. Mira al cielo todo goteado de estrellas e invocando al Cristo de

Namur, a san Martín de Tours, a san Hilario de Poitiers, a Notre Damme la Grande y al

apóstol Santiago, roza delicadamente con la palma de su mano derecha la piedra del

parteluz y se introduce en la iglesia.

1 Jean d´Hannut consiguió el segundo premio en el “XIV premio de narración breve De Buena Fuente”, convocado en 1999 por el Ayuntamiento de Logroño. Las narraciones tenían que referirse como tema obligado a “El Camino de Santiago a su paso por Logroño”. El premio estaba patrocinado por la Fundación Caja Rioja, gracias a la cual reproducimos el relato. La ilustración es de Rubén Bergasa y forma parte de la edición original, que lleva el título del relato ganador: La decisión de Matías, de Juan Ugarte Pereira, ed. de Fundación Caja Rioja y Ayuntamiento de Logroño; ed. Quintana Industrias Gráficas, Logroño, 1999.

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Como una lluvia de pentecostés, en el interior del templo brillan anaranjadas, aquí

y allá, centenares de llamitas inmóviles, semejantes a almas purificándose en el

silencio y la penumbra. También se sienten, tibios, el incienso, el cinamomo y la cera.

Junto a la pared que está enfrente de la entrada, un bulto de peregrinos duerme sus

sueños acurrucados, mientras en el presbiterio, sobre el altar adornado con conchas, una

imagen serenamente estática de la Virgen y el niño, cromada de oros, verdes y azules,

preside toda la nave.

El caballero se acerca hasta la misericordiosa valedora y, sin soltar su relicario,

queda arrodillado ante ella, humilde el testuz, sumergido en una remotísima plegaria.

Al cabo de un plazo indeterminable chirría una cerradura, cruje una madera, se estampa

poderosa una puerta. Desde el recóndito fondo del templo se acerca un débil farol. Un

clérigo con estameña parda se llega hasta el noble y alza la linterna por ver si lo

conoce:

-¡Bendito sea Dios! ¡Don Juan!

-Bendito sea, Pere Roberto.

-No lo esperábamos antes del verano.

-Es que tenía que abrazar a mi esposa.

Pere Roberto hace un gesto a Don Juan para que le siga. Los dos hombres salen

del templo en silencio. Calladamente rodean la iglesia hasta toparse con el postigo de

una larga cancela de hierro. Pere Roberto rebusca debajo de su sotana. Por fin, su mano

lanuda saca un manojo de llaves reumáticas y las acerca a la luz del farol. Entonces el

clérigo duda, zozobra un instante, y al final se decide por la más herrumbrosa de todas

ellas. Después de algún intento, la cerradura, quejándose, cede. Tras la puerta se

extiende un jardín todo plantado de rosas y cruces...

* * *

Cuando, al primer barrunto de aquella primavera, Jean dHannut y su esposa,

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Elianor de Gembioux, se asomaron a Logronio, las patas de sus caballos ya traían

enrollado el hilo de media Europa. Jean d'Hannut y Elianor de Gembioux procedían de

Flandes. El escudo tatuado en las gualdrapas de sus caballerías representaba una

herradura y un yunque con un martillo, lo que indicaba su calidad de "mariscales

herreros", profesión de gentes que sabían herrar y tenían alguna práctica con las

enfermedades de las bestias. Jean dHannut y Elianor de Gembioux peregrinaban a

Compostela inspirados exclusivamente por su fervor a Santiago. Habían partido de

Namur el día de la epifanía de Nuestro Señor con dirección a París, donde llegaron

diecinueve días más tarde. Allí Jean d'Hannut pretendía entrevistarse con Suger, el

carismático abad de Saint Denis, y conseguir de él un salvoconducto que le permitiese

continuar el camino sin verse obligado a pagar portazgos ni aduanas.

La audiencia tuvo lugar en la girola del coro de la basílica durante la madrugada

del martes de carnaval. Desde el ventanal, un tímido rayo de sol se descolgaba

oblicuo acariciando con su luz blanda los nuevos arcos apuntados, las columnas, los

capiteles, las revolucionarias bóvedas de arista, cuando las venerables manos del abad

depositaron en las de Jean una licencia manuscrita por aquél para facilitar la

peregrinación. También le entregó el prelado una relación de los varones de confianza

a quienes podría pedir ayuda, caso de necesitarlo, a lo largo del camino; y una misiva

dirigida a la abadía de Santa Cruz, en Burdeos, alentando a sus carísimos hermanos

benedictinos a ser más rigurosos en el ejercicio de la regla y menos condescendientes

con las pasiones mundo. El día siguiente, miércoles de ceniza, después de oir misa, los

dos esposos prosiguieron su camino.

Por los senderos nevados de Chartres tomaron la ruta de Tours. En Poitiers

besaron las reliquias de san Hilario, catequizador de herejes. Siguieron hasta Aulnay,

Saint Jean d' Angely, Saintes, donde a la vera de las ruinas romanas rezaron a san

Eutrope, su primer obispo y mártir. En Pons, a las puertas de la Gironda, Elianor tuvo

un primer acceso de tos sofocante y seca que se repitió en Burdeos mientras cruzaban el

Garona. Los "monjes negros" de Santa Cruz, sin embargo, aliviaron aquellos ahogos

con brebajes tomados de la Collectio Salernitana y de las recetas que del árabe había

traducido en Toledo Gerardo de Cremona; de modo que, después de tres soleados días

de reposo, el matrimonio pudo proseguir apaciblemente su romería.

Pisaron Saint Paul les Dax, cuya iglesia se estaba construyendo; la abadía de

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Sorde, también en plena restauración; igual que Saintes, que el hospital de Pons... Era

como si un incendio de piedra se hubiera extendido por toda Europa.

Sin descanso, con miedo a las gentes de Ostabat, llegaron extenuados a Saint Jean

de Pied de Port. Al día siguiente, a pesar de su cansancio, Jean y Elianor emprendieron

la ascensión al grandioso Port de Cize. Fue aquella una jornada oscura, tenebrosa,

apocalíptica: las nubes oprimían la montaña con grisienta crueldad; implacable, una

lluvia insistente calaba hasta los tuétanos y de la tierra mojada emergía un vapor

asfixiante. Elianor traía en el rostro una lividez de luna llena amenazada por unas ojeras

feroces y su pecho silbaba asmático en cada espiración. La frente ardiendo, tiritando de

frío; de vez en vez, una cabalgata de tos galopante y seca le abrasaba la garganta. Jean

la miraba con piedad y la animaba dulcemente. Hubo un momento en el que los dos

esposos perdieron el camino. Elianor, agotada, cayó de su montura. Jean acudió pronto

a socorrerla. Ella se había desmayado. Entonces, desasistido, abandonado en aquella

oscuridad, con su mujer tiernamente recogida en sus brazos y sin más sonido que el

rumor de la lluvia peinando los abedules, Jean, aún implorando al santo patrón, sintió en

su pecho la muda desnudez del hombre frente al universo.

Arañaba con garras afiladas el viento húmedo. Por el rostro de Jean se deslizaba

el agua, que dejaba caer suavemente sobre la frente de Elianor para bajarle la fiebre. En

la hondonada del valle, como un hilván de esperanza, como una plegaria

misteriosamente escuchada, las graves campanadas del Gran Hospital de Roncesvalles

empezaron a sonar.

Jean y Elianor permanecieron solamente dos días con los agustinos de

Roncesvalles. El frío y las últimas lluvias del invierno exhortaban a la salud de Elionor a

cruzar cuanto antes los Pirineos y buscar para su reposo tierras más cálidas.

En dos jornadas bajaron hasta Pamplona. En otra más, se acercaron a Estella. El

día siguiente, sin beber gota de agua en el trayecto, como aconseja el Codex Calixtinus,

llegaron a Logronio.

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Sinfonía de aromas y colores de abril. Melodía reverberante en el río. Logronio se

engastaba como una piedra preciosa en la pulsera de la naturaleza. Las doradas murallas

acostadas sobre el Ebro; las antiguas torres de Santiago y Santa María; las cigüeñas

sangrando las nubes; y el puente... El puente color de hogaza recién hecha; el puente

sabor a pan candeal; la envidia de Cahors; la frontera perfecta: diecisiete arcos

caminando sobre las aguas y tres castillos rozando el cielo.

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Los esposos entraron en la villa. Dentro de las murallas, un vivo frenesí

contaminaba la actividad de las callejuelas. Aquí unos obreros transportaban piedras y

maderas; allá una mujer ofrecía truchas y barbos a bajo precio. Clan, clan, el martillo de

un herrero; tin, tin, también a ritmo el cincel del escultor. La ciudad anunciaba una

caótica armonía al punto de germinar. Gente de todo el mundo a ras del nuevo fuero:

castellanos, franceses, germanos, flamencos, catalanes, judíos; cambistas, mercaderes,

curtidores, alfayates o sastres, eclesiásticos, peregrinos.

En.;Logronio, Jean y Elianor se hospedaron en la casa de Gualterio esperoner,

fabricante de espuelas, en la calle de las Herrerías, donde habían determinado

permanecer todo el tiempo que fuera necesario para reponer la maltrecha salud de

Elianor.

El viejo Gualterio y su hija Bibiana, que eran dos de aquellas personas de

confianza incluidas en la relación que el abad Suger confiara a Jean en Saint Denis,

instalaron a Elianor en una habitación amplia y clara, sobre una cama

primorosamente trenzada en su cabezal, con mullido colchón de lana, sábanas de lino,

dos mantas y una colcha de seda musulmana bordada con hilos de plata y oro.

Inmediatamente también, Gualterio mandó llamar al médico judío Ibn Yuçuf, el

más prestigioso en Logronio por su ciencia, y quien apenas en el tiempo que se tardó en

calentar un cazón de leche se allegó a casa del esperoner, vestido con lujoso brial verde

y manto opaco, para explorar a la enferma.

Ibn Yuçuf encontró a Elianor exhausta y boqueando con ruido y con fatiga; tenía

la frente ardiendo, los pies fríos y las manos heladas. El médico se quitó de encima el

manto y se remangó solemnemente. Luego le tomó el pulso, acercó su oreja al pecho

de escarcha y le examinó sus pupilas. Después escribió una receta sobre una pizarra

negra:

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Hiera Pigra

una parte cinamomo

una parte goma

una parte carpobálsamo

una parte azafrán

una parte canela

dos partes áloe

"Que beba y le unten el pecho y la espalda, cuatro veces al día", dijo mientras se

lavaba delicadamente las manos en un aguamanil de cobre. "Y que en la frente tenga

siempre un paño de agua fría". Cuando salía por el portal alguien también le oyó

murmurar que por los ojos de aquella mujer ya se estaba asomando la muerte.

Durante los días que siguieron a la visita de Ibn Yuçuf, Jean apenas se apartó del

costado de su mujer. Era él y solo él quien amorosamente le extendía el emplasto;

quien le acercaba el agua a sus ayer frescas cerezas y hoy mortales labios amoratados;

quien le arropaba cuando por las noches ella tiritaba de miedo y de frío. Fueron tiempos

en los que Jean, a la vera de su esposa, no hacía otra cosa que rezar: empecinadamente

invocaba al santo patrón, imploraba a Cristo, pedía ayuda a la Virgen de la agonía;

prometía su vida a cambio de la de Elianor. Jean llegó a transmudar sus horas de sueño

en horas de plegaria. Entregó toda su esperanza por la vida de su esposa en el poder

omnipotente del cielo; pero solo Dios tiene nuestro destino en sus manos y el sábado de

gloria de aquel año ya oxidado, el sábado de gloria por la mañana, después de

recibir los santos sacramentos, bajo la protección del apóstol Santiago, Elianor expiró.

Con liturgia de peregrina enterraron, aquella misma tarde, en el cementerio de la

iglesia de Santiago, el cuerpo de Elianor. Su cadáver fue transportado desde la calle

Herrerías por cuatro cofrades, precedidos de otro que llevaba una cruz alzada y dos

acólitos con un cirio ardiendo cada uno. En la capilla del cementerio, Pere Roberto

cantó una misa de réquiem con una vigilia de tres lecciones: una por las ánimas de los

fundadores del hospital, otra por sus bienhechores y otra por el alma de Elianor. Por

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último, dispusieron la sepultura en el tapial del norte, justo bajo las olorosas ramas

floridas de un cerezo que crecía del otro lado de la pared. Mientras caían las últimas

paletadas de tierra, se derramaron espaciadas, roncas, confiadas, las campanadas de la

iglesia de Santiago.

Por la noche, Jean d'Hannut confesó sus tentaciones y pecados a Pere Roberto y,

sin esperar la mañana, partió solo hacia Compostela...

* * *

Pere Roberto acompañó a Jean d'Hannut hasta la cruz donde yacía su esposa y,

después de santiguarse ante ella respetuosamente, se marchó. Cuando, al albor de la

mañana, Pere Roberto regresó para buscar a Jean, encontró su cadáver abrazado a la

tumba de Elianor y a su lado, abierto, un esmaltado relicario todo lleno de conchas de

oro, de conchas de plata, de conchas de nácar.

Sobre los cuerpos de Jean y Elianor, una brisa de primavera se había enredado en

el cerezo, ahora todo cuajado de fruta fresca y roja. Los pajarillos revoloteaban y

trinaban alegremente dentro de él, llevando la sangre de sus cerezas en el pico. Contra el

azul del cielo, como dos almas bendecidas, estrellaban su pureza dos palomas blancas.

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