Post on 15-Jul-2022
Primera edición:
Panamá, Panamá, 1991
Segunda edición (digital):
Managua, Nicaragua, 2020
© David C. Róbinson O.
© Ediciones Pensar, 2020
© Acción Creadora Intercultural, 2020
Diseño, diagramación:
Walter J. Petrie.
Diseño de portada:
Bárbara Reyes
Imagen de Portada:
Título: La maja desnuda /
Francisco de Goya
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser
reproducida de manera impresa, sin permiso previo por escrito de la editorial o del autor.
Título:
En las cosas del amor... David C. Róbinson O.
Mi graduación
Tetrahedro
Comiendo cabanga
¿Quién te mató, papá?
Canción de mariposas
Permíteme contarte
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ÍNDICE
«¿Lo creerás, Ariadna?, dijo Teseo. El minotauro apenas
se defendió».
Jorge Luis Borges
En las cosas del amor,
cuando este no existe,
hay cada desamor…
Mi graduación
...Nunca tuve en mi juventud graves
problemas, sólo el roce con aquel pedante
chico que tan mal me caía, por vanidoso,
hipócrita y egoísta. Antes del incidente no me
importaba su existencia, la indiferencia entre
ambos era mutua: él no se metía conmigo, yo
no con él; simplemente no me interesaba.
Todo fue así, hasta que él ‒que conste que fue
él‒ comenzó a entrometerse en mi vida. Sus
puyas empezaron a ser más seguidas, sus
burlas y estupideces me fueron colmando.
Claro, cómo no iba a interferir en mi
existencia, si era yo a quien él envidiaba; yo
poseía el mayor tesoro que había entonces en
el colegio: la tenía a ella, a Yiseika, la chica
más dulce y cariñosa que he conocido y que,
por mala suerte, él también conoció.
En realidad, Yiseika no era la gran beldad;
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En las cosas del amor...
David C. Róbinson O.
tampoco es que fuese fea, digamos que no
llegaba a monumento. No muy bajita, no muy
delgada, ojos negros, cara perfilada y
graciosa, con la piel algo bronceada y formas
lo suficientemente perceptibles. Sin embargo,
tenía la mirada profunda y sincera, una
sonrisa cautivadora y la virtud de poner en
cada palabra el tono capaz de calmar
tempestades y causar hondo placer en
cualquier hombre. Sus caricias y besos, su
cuerpo moviéndose entre mis brazos... ¡Ah...!
En fin, era la mujer de quien yo estaba
locamente enamorado.
Pero nada bueno dura para siempre. Tato,
así apodaban al pedante, un muchacho con
carro propio y otros lujos derivados del buen
salario de su padre; alto, aunque no mucho;
de pelo negro y con un don ‒que él llamaba
encanto y yo engaño‒ de conquistar a todas
las muchachas con las que se encaprichaba,
estaba dispuesto a saciar otro de sus apetitos:
Yiseika.
Mis planes eran muy grandes. Yiseika y yo.
Yo y Yiseika. Para toda la vida. Unos tíos me
habían prometido empleo en cuanto me
graduase del bachillerato y una vecina
alquilaba cuartos muy baratos. Luego buscaría
mi casita. Nuestra casita. Con lo que pude
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reunir de mi mesada aboné un anillo de
compromiso para nada lujoso, tenía la
esperanza de que llegado el momento
estuviese pagado. El momento sería en el
baile de graduación; en medio de la fiesta de
gala le declararía mi amor pidiéndole que
fuese mi esposa, sellando con el anillo el
compromiso y con un beso nuestro amor.
Imaginarme la escena me provocaba la más
grande de las alegrías. Yiseika sólo sonreía.
Pero el destino tenía otros planes. Tato hizo
lo necesario para que creciese la pugna; ya no
sólo era en el campo del amor, también en el
estudio, el deporte, incluso en la manera de
comportarse como hombre. Aquello de simple
pelea, pasó a guerra abierta.
Las insinuaciones de Tato no me
preocupaban. Yiseika siempre lo había
rechazado en público y supongo que también
en privado. Mi confianza en ella era
inquebrantable. Sus palabras me convencieron
de que en su vida sólo existía yo, yo, nadie
más que yo. Ver en la cara de Tato la
frustración y en sus ojos el odio que la envidia
le despertaba me convenció de que Yiseika no
mentía.
Fue transcurriendo el tiempo; la fecha del
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En las cosas del amor...
baile de fin de año se acercaba. Las
invitaciones me fueron entregadas, el traje de
Yiseika estaban por terminarlo y a mi
vestuario sólo le faltaba ponérmelo. El plazo
estaba por cumplirse y la noche gloriosa ya
pronto llegaba. Pero.
Unos días antes del magno acontecimiento,
cuando los diplomas habían sido entregados,
todo pareció cambiar y dar un revés. Yiseika
se volvió esquiva; algunos de mis amigos, los
más íntimos, me miraban con tristeza
tratando de decirme algo, pero el miedo
ahogaba las palabras en sus gargantas. Aún el
mismo Tato cambió, no andaba nervioso sino
tranquilo, ya no veía en su cara frustración, ya
no había odio en sus ojos, y su sonrisa era lo
que más me preocupaba y atormentaba, pues
veía en ella la traición del infame y el
desprecio del triunfador.
Desde unos meses atrás, con tanta tensión
y ajetreo, debido supongo a los estudios y a la
misma pugna en sí, venía sufriendo de agudos
dolores de cabeza. Eran terribles esos
malestares y me obligaban a ingerir fuertes
analgésicos. Ahora que presentía algo, que no
sabía que podía ser, mi alma no descansaba, y
mucho menos, mis dolores. Tuve que doblar la
dosis de calmantes.
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David C. Róbinson O.
El día de la fiesta, a la hora convenida, pasé
por Yiseika. Me recibió mi futura suegra y muy
extrañada me dijo que ella había partido con
unas amigas hacía un buen rato. Una punzada
en el cráneo comenzó a torturarme. Antes de
irme, la madre de Yiseika se despidió
diciéndome ‒como para tranquilizarme‒ que
quizás ella estaría en el baile esperándome
con una sorpresa. ¿Qué sería? ¿Por qué no me
llamaría? El dolor me martilló por un
momento, después se me quitó al pensar que
lo dicho por la señora sería cierto y luego de
tragarme dos comprimidos.
Dirigí mis pasos al lugar del festejo; por
suerte no era el único sin pareja; allí se
encontraba toda la palomilla tomando licor, un
nuevo privilegio de recién graduado, como
marino recién llegado a puerto. Los gritos, las
bromas, las risas hicieron que pronto me
hallara a mis anchas y más después de un par
de tragos y otra píldora. El dolor desapareció
por completo, hasta llegué a olvidarme de
Yiseika por un momento.
Más tarde, cuando el ron surtió efecto, Pittí,
uno de mis compañeros, desde la ventana
donde tomaba fresco gritó a todo pulmón, por
encima de la música y la algarabía: —¡Ey,
gente! Allí vienen las siete plagas de Egipto
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En las cosas del amor...
juntas, viene el perro de Tato.
En efecto, llegó la peste, pero estábamos en
tan buen ambiente que, incluso con él en la
fiesta, seguiríamos divirtiéndonos; vino en su
majestuoso carro, con un vestido muy
elegante que a lo mejor era prestado, y una
joven que, al parecer, rehusaba bajarse. Por la
distancia, la oscuridad o quizás la bebida, no
llegué a distinguirla. Cómo demoraba, fui a
sentarme a una mesa que daba la espalda a la
entrada principal.
Instantes después entró Tato y su
desconocida acompañante; era tanto el
interés que le tenía que, recostando la cabeza
sobre la mesa, me puse a dormitar la
borrachera. No sé cuánto tiempo pasó;
desperté al oír una canción que gustaba
mucho a Yiseika, aquella melodía romántica
que tanto ‒decía ella‒ le hacía acordarse de
mí.
Todavía en el letargo vi parejas bailar la
canción, entre ellas distinguía a Pittí y a una
muchacha que siempre demostró debilidad por
mi compañero. ¡Vaya! Al parecer el único que
no bailaba era yo. ¡Qué diablos! Si con quien
quería bailar no se encontraba.
Me retiré a un rincón lejano, no valía la
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David C. Róbinson O.
pena quedarse mirando a los danzantes; me
quedé meditabundo hasta que finalizó la
música, volví a acercarme al grupo mientras
lentamente las parejas iban abandonando la
pista; una de ellas llamó mi atención en
especial; andaban muy abrazados y melosos,
como pidiendo que todo el mundo los viera;
aguijoneado por la curiosidad, me acerqué
más aún para saber quiénes eran; primero lo
distinguí a él, que resultó ser el odioso de
Tato; a ella, por la penumbra y su propio
maquillaje no podía reconocerla. Pero bastó
que las luces cayeran sobre ella un segundo
para que su rostro quedara grabado en mi
mente.
Jamás olvidaré ese instante. El estómago
empezó a arderme y las manos a sudarme; el
corazón acelerado extenuaba mi respiración;
la boca me quedó reseca y con un sabor
amargo; pronto un taladro perforó mi cráneo.
El mundo se hundía a mis pies, y el cielo,
hecho añicos, caía sobre mí.
¡Mi amada Yiseika! Y ahora sus besos y
caricias eran dedicados a aquél que
consideraba un detestable enemigo. Tato
después de unir sus labios a los de ella, sus
sucios labios, levantó la vista hacia mí y,
dándose cuenta de lo que me ocurría,
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En las cosas del amor...
comenzó a sonreír de aquella misma forma
que tanto me hizo sospechar.
En esos momentos perdí la conciencia, o
por lo menos la memoria, pues no recuerdo
nada de lo ocurrido de allí en adelante. Dicen
que los ataqué como una fiera; dicen que con
mis propias manos derribé a Tato y comencé a
azotarle el cráneo contra el suelo, hasta que
lograron separarme de él. No me acuerdo
haber hecho eso, sólo recuerdo un inmenso
dolor de cabeza que cegaba mi razón, pero
dicen que así lo hice; también dicen que
cuando vi a Yiseika inclinarse sobre el cuerpo
inerte de Tato y llorar, con la más gigantesca
de las iras me liberé de quienes me
apresaban, y tomando una botella la quebré
buscando cortar con su filo el cuello de
Yiseika. ¿Por qué me hacía eso? Ella, a quien
yo amaba.
Dicen que Tato no llegó vivo al hospital y
que, por puro milagro, Yiseika no murió
desangrada; una fea huella quedó en su terso
cuello, un regalo de aquella terrible noche;
noche de traición. Eso es lo que dice la gente.
No sé nada de eso, pues de nada logro
acordarme; sólo de vez en cuando siento un
dolor de cabeza y a veces, por las noches,
despierto todo sudado después de haber
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David C. Róbinson O.
tenido una pesadilla que no recuerdo.
Ahora me tienen aquí encerrado, las
enfermeras y auxiliares temen pasar a mi
lado, no me explico por qué, si nada voy a
hacerles. Dicen que he tenido mis episodios. A
veces oigo a los doctores decir que soy un
caso perdido, no sé por qué lo dicen, sólo sé
que yo no lo creo, pues no creo nada de lo
que dicen...no recuerdo nada, ¿cómo voy a
creerles?
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En las cosas del amor...
Nada más fácil de
matar que el amor…
Tetrahedro
—¡Maldito hipócrita!
—Pero ¿por qué? Si yo no he hecho nada...
—¿Aún insistes en que eres inocente?
¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Tú engañaste
a mi niña!
Corren los aires navideños y ya en los
bolsillos se sienten los efectos de diciembre.
Mientras las calles llenas de neones convierten
las palabras paz y amor en meros anuncios
comerciales, en una de esas casas de buena
familia, doña Emilia de Widró y Nicolás
Caballero hacen caso omiso de los clichés de
fin de año. Ella es una señora que siempre
tiene presente que es una Widró. El González
de soltera cuenta poco. Es alta, muy delgada
y, a pesar de su esfuerzo, no puede ocultar su
origen de barrio al salivar cada vez que siente
el olor de un buen sao’s. ¡Ah! Verdad, ya no
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En las cosas del amor...
come sao’s, ahora come extremidades de
cerdo en vinagreta. Él es un joven profesional
que gracias a sus habilidades diplomáticas casi
ha logrado entrar a la rosca de la Jaigh
Societi. Es de cuerpo atlético, trigueño y de
fácil sonrisa, luce un corte de cabello que
recuerda su signo zodiacal.
Un problema grave, muy grave, que atañe a
la salud del buen nombre de los Widró, los
mantiene enfrascados en un arduo
intercambio de fuertes palabras; parecen
olvidar que la Noche de Paz está pronto por
llegar.
—¡Estúpido, idiota; tú y tu lujuria han
arruinado el futuro de mi niña!
—Señora, insisto en que no he hecho nada,
soy inocente.
—Si eres inocente, ¿cómo es que mi niña
espera un bebe?
En silencio, Nicolás recordó el día que
conoció a la niña de doña Emilia de Widró, a
Isaté, la versión chic y moderna de los Widró.
Fue en una de esas reuniones juveniles, esas
donde los jóvenes se ponen máscaras, donde
ocultan las diferencias de clase, donde los
colores no importan; no importan mientras
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David C. Róbinson O.
dura el evento, cuando finalizan, todo vuelve a
la cruel normalidad. Nicolás conoció a Isaté en
una de esas reuniones burbujas.
Un amigo de ambos los presentó, ella le
sonrió y él quedó deslumbrado. Isaté misma
le tomó la mano y, en lo que duró la famosa
reunión, para arriba y para abajo iban con los
dedos de diestra y siniestra entrelazados. Al
final de la excusa, de la reunión burbuja, él
dándole su teléfono, esperó igual
correspondencia, petición a la cual ella se
negó, por supuesto, pero prometió llamarlo.
Con un apretón y una sonrisa se despidieron.
—Honestamente, no entiendo nada, señora.
—Claro, que vas a entender, cerebro de
pollo.
—Por favor, deje de insultarme ya.
—¿Insultos? No son insultos, es la pura
verdad, pedazo de arrimado.
Nuevamente se abstrajo y volvió la vista
atrás, a su familia. Sus parientes nunca fueron
adinerados, pero tampoco se podría decir que
eran indigentes. Eran buhoneros,
comerciantes de la calle que vendían telas,
hilos, adornos caseros y toda clase de
chucherías; juguetes en navidad, tarjetas en
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En las cosas del amor...
el día de la madre, cohetes y baños para la
suerte en año nuevo; hasta escapularios del
último santo en fiesta. Sus estudios
secundarios y gran parte de los universitarios
los pagó vendiendo mercancía seca
precisamente en fiestas patronales. Él era el
primero de los suyos en recibir título
universitario. Ahora era el licenciado Nicolás
Caballero y no un simple arrimado.
—¿Arrimado? Sepa señora que no soy
ningún arrimado, lo que soy lo he ganado
quemándome las pestañas y con el esfuerzo
de mis padres.
—Gran cosa, obtiene un titulacho de
tinterillo y ya se cree que tiene a Dios en el
bolsillo.
—Es posible que mi título no sea lo más
grande del mundo, pero usted ni eso tiene;
sólo tiene un apellido adquirido por
matrimonio y pagado en la cama.
—¡Maldito perro! Ahora te atreves a
insultarme; no sé qué vio mi hija en ti.
Esa pregunta también se la hacía Nicolás. A
las semanas de aquella reunión, cuando ya
todo parecía olvidado, Isaté le telefoneó y
quedaron en verse en un café. Ella, como
siempre desbordaba belleza y ternura; él
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David C. Róbinson O.
volvió a deslumbrarse. Después de esa
primera cita siguieron otras y otras y otras. Y
el corazón de Nicolás se fue prendando,
prendando, prendando. Se fue enamorando de
su cara hermosa, de sus ojos y cabellos café
oscuro, de sus mejillas, las más finas del
mundo. Nicolás se enamoró de la chica de sus
sueños, la siempre elegante.
—¿Qué vio en ti? ¿Qué fue lo que vio?
—Es posible que Isaté buscara algo de
consuelo, pues no fui más que un pañuelo de
lágrimas.
Triste realidad, todo era muy bonito para
ser verdad. Por cosas del destino en una
ocasión le restregaron en la cara la noticia de
que el dueño de casa regresó a sus dominios
y de que él, Nicolás Caballero, no era más
que el otro.
¡Un mayordomo que cuidaba la hacienda,
mientras el amo estaba lejos!
Ahora lo comprendía todo: el por qué la
llamada fue después de tanto tiempo, porqué
Isaté insistía en que él le confesara
constantemente su amor, el porqué de su
melancolía. Su novio la había abandonado y
ella buscaba una aventura para consolarse.
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En las cosas del amor...
—¿Pañuelo de lágrimas? Tú ni para limpión
sirves. Pañuelo de lágrimas, ¡Ja!
—Usted sí sirve para muchas cosas, para
muchas cosas.
—¿Cómo para qué? A ver dime.
El tono de doña Emilia ya no era el mismo,
ahora ni para limpión servía y hace poco
tiempo, aparentemente, era todo lo contrario.
Antes era Nicolás el mejor, Nicolás el
campeón. En los litigios legales el licenciado
Nicolás Caballero era el caballito de batalla del
clan Widró. Pero a él siempre le llamó la
atención el modo que la señora le daba la
mano para saludarlo y despedirlo, era una
mano muerta, semejante a un pellejo, y lo
más curioso era que arrugaba la cara,
especialmente la nariz, tal cual oliese algo
desagradable a su fino gusto adquirido.
—Usted es una hipócrita y sepa que su hija
también lo es; hizo que me enamorara de ella
para luego abandonarme. Ella me engañó;
teniendo novio, logró hacerme creer que me
quería.
—¿Cómo te atreves a decir que mi hija es
una cualquiera?
Isaté de ninguna manera era una
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David C. Róbinson O.
cualquiera, una tonta sí, pero no una
cualquiera. Aceptó a Alan Berguido por novio,
sólo porque el consenso general lo
consideraba un buen partido, aunque era
grosero y egocéntrico. Sus relaciones eran tan
buenas que ella lo llamaba a él por su apellido
y no por su nombre de pila. Era ridículo verla
tras él diciendo: te quiero, Berguido.
—Yo he dicho que me engañó con ese tal
Alan.
—Pues para que sepas que ese tal Alan es
mejor que tú; sus padres son un matrimonio
muy honorable.
—Eso de que es mejor que yo, lo sabrá
Dios; pero aquello de sus padres, permítame
decirle que el honor no se transmite por los
genes.
Después del desengaño y de las veces que
tuvo que soportar que dejaran al aire y sin piel
su herida, Nicolás decidió olvidar a Isaté y,
como una mujer saca a otra mujer, buscó
llenar el vacío con Carmenza, una compañera
de trabajo que nunca ocultó su afección por él.
Además, el roce con el clan Widró le trajo
muchos contactos que supo aprovechar muy
bien.
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En las cosas del amor...
Carmenza era preciosa, de ojos verdes,
dientes de color marfil y bien alineados, algo
engreída en la superficie, pero encantadora en
el fondo. Sin escuchar a la prudencia, Nicolás
y Carmenza anunciaron su boda para una
fecha muy próxima. Cuál de los dos estaba
más apurado: él de resarcirse o ella de
atraparlo.
Repartir las invitaciones, confeccionar los
trajes y vestidos, estipular los contratos de
servicios de comida y bebida, buscar el templo
conveniente para la ceremonia y otros
preparativos ya estaban en marcha;
únicamente faltaba que se presentasen ante el
altar.
—Dígame, señora ¿y usted qué quiere que
yo haga?
—Que salves el nombre de los Widró.
—¿Qué?
—¡Salva a Isaté!
—Pero ese niño que está por venir no es
mío. Jamás fui su amante.
—¿Tú no dices que la amas? Demuestra tu
amor ahora...
Fue una rápida, discreta, sobria y muy
sombría boda. Nicolás asintió como con
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David C. Róbinson O.
malestar estomacal e Isaté lo hizo
mecánicamente. Durante la recepción, los
novios, sentados en un rincón, recibían muy
adustos las aún más adustas felicitaciones de
los pocos invitados. A Isaté le era más fácil
sonreír y atenderlos; Nicolás difícilmente podía
alzar la vista. Doña Emilia, como regalo a los
tórtolos, les consiguió reservaciones en un
lujoso y muy lejano hotel de las montañas.
Las montañas más apartadas que pudo
conseguir.
Todo el largo viaje fue en silencio. Al llegar
al hotel, luego de confirmar la reservación se
dirigieron a la habitación; antes de entrar, a
Isaté se le ocurrió que Nicolás tendría que
cargarla en brazos; él, ni corto ni perezoso, la
alzó y atravesó la puerta con ímpetu y vigor;
posiblemente con demasiado ímpetu y vigor,
pues casi desnuca a Isaté con el marco de la
puerta. Ya en la alcoba, solos por primera
vez, Nicolás un poco menos tenso, pensó que
después de todo la cosa no era tan mala.
Ahí estaba con la mujer que amaba, o por
lo menos que amó un día. Isaté, por su parte,
se mostraba dispuesta a cumplir su mejor
papel, convencida de que, si no había
conseguido el amor de su vida, por lo menos
sí la seguridad que tanto necesitaba. Por lo
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En las cosas del amor...
menos había una buena atmósfera para la
noche de bodas.
Isaté se cambió en el baño la ropa de viaje
por un amplio y transparente camisón negro;
metiéndose en la cama mientras apagaba las
luces atrayendo con los brazos a Nicolás. Pero
éste, firme, encendió las luces y, desnudando
a Isaté, contempló aquella curva que
empezaba a notarse en el blanco vientre de la
que ahora era su mujer; la curva de la trampa
en que había caído. Tras desnudarse, decidió
penetrar a Isaté y, por lo menos
simbólicamente, hacer suya aquella curvatura.
Pasó aquella noche y la luna de miel
también pasó. Sea como fuere, el tiempo no
se detiene y la vida, mientras no se agote,
continua su escabroso caminar hacia la
muerte. Pronto Nicolás se acostumbró al dolor
provocado por la presencia de aquella barriga
ajena, aunque, a decir verdad, los esfuerzos
de Isaté iban dirigidos a que su esposo se
sintiese el dueño de esa protuberancia. Ahora
con una clientela fija y con palancas y
contactos propios, su futuro económico
parecía pródigo.
Isaté era la pareja perfecta en asuntos de
relaciones públicas; entre una de sus proezas
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David C. Róbinson O.
estaba que, a seis meses de embarazo y tres
de matrimonio, todos creyeran que lo ocurrido
fue una travesura de ambos. Todos lo creían,
pero al estar solos, a pesar de lo bien que se
hablaban, difícilmente él podía sonreír. Pese a
todo, él la amaba y ya ella se estaba
acostumbrando a él.
Una noche en la alcoba, por pura
curiosidad, a Nicolás se le ocurre preguntarle
a Isaté el nombre del futuro retoño; ella le
contestó: si es niña, se llamará como mi
madre, Emilia, y si es varón, será Alan. A la
mente de Nicolás vinieron los más negros
pensamientos, mientras su corazón se retorcía
por el malestar. Incorporándose, sin decir
palabra, salió de la habitación y rápidamente
bajó las escaleras interiores que daban a la
sala. Se detuvo a poca distancia del último
escalón al oír la voz de Isaté que, dándose
cuenta de la crueldad cometida, salió tras él.
Con los ojos fijos en ella, Nicolás vio cómo
Isaté comenzó a bajar los primeros escalones,
vio cómo su pie derecho pisaba la pantufla del
pie izquierdo, mientras que éste intentaba dar
un paso. Nicolás vio cómo Isaté cayó rodando,
escalón por escalón, hasta llegar
prácticamente a sus pies; al acercarse a
ayudarla, escuchó, y escuchó muy bien, como,
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En las cosas del amor...
invadida ya por los dolores, Isaté gritaba: ¡Mi
bebe, mi bebe! Y sin que Isaté se percatara,
Nicolás no pudo menos que sonreír.
—Deja algo para mañana, Nicolás.
—¿Y si me muero?
—Si te mueres, yo me encargo de revivirte.
Carmenza nunca aceptó perder a Nicolás; y
menos por la imagen inmaculada de Isaté.
—Te amo.
—Yo también te amo.
Aún siente resonar dentro de sí las palabras
de despedida, las lágrimas y el sufrimiento
causado por la humillación de haber perdido.
Pero entre el perder y el ganar a veces hay
una línea tenue, capaz de confundir a
cualquiera. Sin embargo, ver a Nicolás
apesadumbrado, a pesar de estar casado con
la mujer que supuestamente amaba, le alentó
a ella a entrar de nuevo al juego y mover sus
fichas. Dejó de preocuparse mucho por
esconder sus profundas esperanzas, y
comenzó a observar todo movimiento de la
pareja, procurando estar en el sitio adecuado,
en el momento justo, con los gestos y
palabras acordes con la situación.
Un paso en falso y perdería la competencia
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David C. Róbinson O.
definitivamente. Darse el lujo de lastimar el
ego de su acechado o crearle cargos de culpa,
serían jugadas de extremo riesgo. Tenía que
hacer sentir a Nicolás que el haberse decidido
por Isaté y no por ella fue un error que
todavía podía enmendar. Él debía enmendarlo,
claro que motivado por ella.
—Así, así.
—¿Así?
—Sí...
Algo que empañaba sus deseos era la
respuesta a la pregunta de por qué era Isaté
quien compartía el lecho de Nicolás y no ella.
Cuando ya todo marchaba sobre ruedas,
éstas se pincharon y desinflaron, así, sin más
explicación. ¿Sería que Nicolás amaba
realmente a Isaté tanto como ella a él?
Carmenza no soportaba la idea de perder lo
que se había propuesto obtener. Amar a quien
ama a otra o querer poseer a alguien tan
egoísta como una misma, no eran alternativas
muy alentadoras que digamos; pero al
corazón de Carmenza ya no le importaban los
detalles; una mezcla de pasión, deseos de
venganza y triunfo le impedían ver cualquier
peligro.
28
En las cosas del amor...
Poco a poco, cuando las cosas volvían a la
normalidad, Carmenza fue infiltrándose en la
vida no sólo de Nicolás, sino hasta la de Isaté,
tomando nota de sus fallas y vacíos, para ella
no cometerlos y ofrecer a Nicolás lo que su
esposa no le daba. Así pasó de novia
abandonada, a compañera de trabajo, luego a
confidente y amiga íntima, y por último...
amante.
—¡Ah!
—Te quiero.
—Yo también te quiero, pero sigue...
Nicolás, con sólo verla, se encendía; las
zonas erógenas de Carmenza se combinaban
para convertirse en una sola: su cuerpo
entero. Eran dos tizones que, al juntarse, se
convertían en fuego que todo lo quemaba. Sus
manos palparon cada centímetro de sus
cuerpos, sus lenguas conocieron el sabor de la
piel en llamas. Sus bocas fueron una, los
senos y las manos se soldaron; él penetrando
y ella tragando, crearon un solo cuerpo.
Al fin, Carmenza logró lo que quería; como
nunca recordó tomar ninguna píldora, ya
sentía gestarse la vida en su vientre. Ahora,
había que ser realista; esperar el divorcio era
una gran ingenuidad, pero ser la amante de
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David C. Róbinson O.
un profesional con el mejor de los futuros era
buena alternativa. ¿Qué importaba compartir
al hombre que amaba si no hacía mucho lo
había perdido del todo?
Además, ahora ella poseía la mejor de las
armas: le iba a dar a Nicolás lo que ya Isaté
no podía darle: un hijo, el primer hijo de
Nicolás Caballero. Isaté podría tener más
hijos, pero ella, Carmenza, siempre habría
sido la primera.
Después de perder al niño, Isaté demostró
en su más alto grado lo débil e indefensa que
era. Nicolás, libre ya del karma y peso que
representaba el inocente, se comportó a la
altura dedicándose a proteger y consolar a su
cónyuge; claro está, siempre y cuando sus
múltiples ocupaciones se lo permitiesen.
Doña Emilia de Widró no quedó convencida
completamente de que el accidente fuera
efectivamente algo del azar. Sólo la actitud de
su hija, acercándose más a Nicolás, la
tranquilizaba momentáneamente. No
pudiendo probar nada contra su yerno, el
veneno de sus pensamientos fue
acumulándose sin poder escapar, hasta que a
su mente vino un nombre casi olvidado: Alan.
Después de una larga desaparición,
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En las cosas del amor...
interrumpida por la noticia de la defunción del
pequeño, Alan comenzó a frecuentar sus
antiguos círculos sociales; provocando, con el
roce, el odio de la doña y su hija, contagiada
ésta por la cicuta mental de su madre.
Nicolás, sabiendo el malestar que provocaba
en su suegra y con la esperanza de humillarlo,
aparentaba tolerar a Alan. Isaté,
sintonizándose con su esposo, adoptó igual
actitud: esperar.
Alan, confiado en su encanto personal,
convencido de que Isaté aún lo amaba y de
que Nicolás era un perfecto pazguato, trazó su
plan de ataque: reconquistar a Isaté, sangrar
a Nicolás, abatir el orgullo de la doña y
hacerle tragar su apellido de una buena vez.
Eso sí, sus diligencias tenía que hacerlas con
suma cautela, cuidándose de no darle la
espalda a la vieja arpía, que era la única que
no ocultaba la aversión que despertaba en
ella.
Alan seguía siendo el mismo; de gustos y
modales refinados, el conversador perfecto,
preocupado por vivir del sudor de otras
frentes y maestro de la filosofía del
caradurismo. Por supuesto, lo que él no
sospechaba era que, fuera del escozor que
provocaba, se había convertido en factor de
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David C. Róbinson O.
unión entre Nicolás e Isaté, pues si el dolor los
había acercado, el deseo de venganza los
ponía en el mismo camino: aplastar al gusano
de la discordia. Porque ocurría que Nicolás
jamás logró que Isaté lo prefiriese realmente
a él e Isaté no pudo olvidar el abandono.
Incluso, antes de dormir, ambos pensaban en
alguna acción que, por falta de valor y
experiencia, nunca llegaban a realizar. Sólo se
dedicaban a roer sus pensamientos y esperar
el momento del zarpazo.
En una ocasión, unos amigos en su
hacienda organizaron una barbacoa, a la que
invitaron al matriarcado Widró y, sin saber que
podían ofenderlo, también a Alan Berguido. La
hacienda era preciosa, con huerto de
legumbres, pastizales con ganado, establos
con cabalgaduras, gallinero con toda clase de
aves de corral y un chiquero, que era la gran
atracción, con sus puercos gigantescos de
colmillos emergentes entre los labios de sus
trompas; principalmente, una enorme cerda
recién parida, con nada menos que trece
vástagos, rechonchos y rollizos, que eran
mantenidos junto con su madre en un cubil
aparte.
Los invitados la pasaban de lo lindo; la
hacienda tenía, además, piscina y área de
32
En las cosas del amor...
picnic, aparte de que no faltaban los paseos a
caballo, la comida y el licor. A Alan le atrajeron
mucho los mojitos y el saoco, tanto que,
pasado de tragos, le dio por comportarse no
muy adecuadamente, y entre sus
impertinencias, intentó propasarse con Isaté,
cosa que Nicolás no soportó. Reaccionó
violentamente, sin quedarse atrás ni Isaté ni
doña Emilia. Después de los golpes, y sin
bajar de intensidad, pasaron a los gritos
dejando entrever los caballeros sus
verdaderas intenciones.
Los amigos se llevaron a rastras a Nicolás,
mientras éste vociferaba cuanto le esperaba a
Alan. Isaté, histérica, demostró un vocabulario
desconocido en ella, a la vez que seguía a su
esposo y a su madre que era presa de un
ataque. Tanto esperar el momento de la
venganza y echarlo a perder en un instante de
emotividad. Al marcharse los ofendidos,
alguien por ahí dejó escapar el siguiente
refrán: La familia que pelea unida, permanece
unida.
A todo esto, Alan fue a ocultarse en el lugar
más adecuado que se le pudo ocurrir, el
chiquero. Dentro de éste, intentó sentarse en
el barandal del cubil de la puerca recién
parida, con tan mala suerte que cayó de
33
David C. Róbinson O.
espaldas en medio de la porqueriza. Su mente
comenzó a dar vueltas y pronto quedó
inconsciente, eructó y se le cubrió el rostro de
una masa extraña. Los puerquitos se le
acercaron lamiéndole la porquería regurgitada
de la cara, mientras la enorme cerda comenzó
a olfatearlo: primero por el cuello y de ahí
hacia abajo. Al llegar a las ingles, nuevamente
volvió a olfatearle el cuerpo entero más
detenidamente. Al olerle otra vez entre las
piernas, se detuvo aspirando profundamente y
hurgando con la trompa, primero suavemente
y luego con más fuerza, para finalmente, y ya
decidida, empezar a masticar...
34
En las cosas del amor...
Nada más difícil de
tragar que el orgullo…
Comiendo cabanga
—Haló
—Buenas, ¿se encuentra Charitín?
—Sí, ella habla.
—Hola, habla Chombo.
—¡Eh, Chombo! ¿Cómo estás?
—Aquí comiendo cabanga desde la última
vez que nos vimos.
—¿Cabanga? ¿Y eso?
—Nom'be, que mi hermana fue al interior y
trajo varias, me he dado una jartá que ni te
imaginas.
—Bueno, ¿y cuando me traes un pedazo?
—¿Así que quieres comer cabanga? No te lo
recomiendo, en exceso puede hacer daño;
pero algún día vas a comer de la cabanga que
yo te dé.
Esa misma noche, Charitín Córdoba partió
al extranjero a terminar estudios en ingeniería
con especialización sabe Dios en qué cosa y
esperó en vano la despedida de su amigo
36
En las cosas del amor...
Chombo Martínez. Él, más adelante, le explicó
en una carta el porqué de su ausencia en el
aeropuerto; según sus propias letras: resulté
no ser tan fuerte para la despedida.
Días después de la partida, Chombo se
encontró solo, como si algo le faltara; buscó
refugio en el pasado y se puso a recordar. Se
acordó de cuando conoció a Charitín; al
principio le cayó mal por ser muy hablantina,
pero al escuchar lo que decía halló que tenía
sentido y comenzó a simpatizarle. De a
poquitos fue queriéndola y apegándose a ella.
Todo lo de ella le caía bien, incluso cuando lo
llamaba chiquillo. Sólo le llevaba 27 días y ya
se creía muy mayor. Aunque nunca soportó
cuando venía a contarle problemas que tenía
con su novio y mucho menos cuando ella le
contestaba NO a sus propuestas. Incluso,
intentando ser poeta, le cantó así a ella:
Ojalá que estuviese
el mundo entero contra mí.
Pero no, no es así.
No son los demás,
los que me hacen sufrir.
Eres tú la que me persigue y reprime,
sólo tú estás en contra mía…
37
David C. Róbinson O.
¡Ah, sí! De mil maneras él le declaró su
amor y de mil modos ella le respondió con un
no. Se acordó de la última vez que lo hizo, y
de las palabras de Charitín:
—Mira, ¿tú eres necio o bobo? ¿Cuándo vas
a entender que yo a ti no te veo como
hombre? Es más, no creo que seas la
suficiente para mí. ¿Eso era lo que querías que
te dijera? ¿Cuándo te he insinuado algo, para
que te creas con derecho? Estás engañado,
mi'jito, y perdiendo tu tiempo.
Después de esa trapeada, el espíritu de
Chombo quedó bajo la planta del pie
izquierdo, prometiéndose para sus adentros
jamás volver a tocarle el susodicho tema.
Los días se fueron sumando en meses y
estos a su vez en años, y mientras Chombo se
convertía en un reconocido reportero, Charitín
recibía su diploma y título en ingeniería, con
especialización en sabe Dios qué cosa.
Llegado el día de recibirla en el aeropuerto,
Chombo esperó en un rincón. Ahí se quedó
incluso cuando ella, pasando la aduana, fue a
saludar con besos a familiares, amigos y, por
supuesto, a su novio, y ahí se hubiera
quedado de no ser porque ella, al reconocerlo,
38
En las cosas del amor...
lo llamó por su nombre y lo saludó muy
efusivamente, estrechándole la mano.
Con el correr del tiempo, su amistad se hizo
más grande, tanto fue así que el día en que su
novio por fin decidió proponerle matrimonio y
ella a él si le contesto afirmativamente, fue a
él, Chombo Martínez, a quien Charitín le pidió
fuese su padrino de bodas. Él, al dudar un
momento, se vio convencido por las siguientes
palabras: Si me vuelves a hacer la del
aeropuerto, olvídate para siempre de mí.
Palabras sugestivas y muy persuasivas.
Muy rápido llegó el día de la boda y al
finalizar esta, mientras todos disparaban el
tradicional arroz sobre los novios, estaba
Chombo mirando fijamente a una muchacha
que sollozaba. Se acercó como para consolarla
y ésta se le abalanzó al pecho, golpeándolo y
gritando: Por tu culpa, por tu culpa. Él,
tratando de cubrirse, le contestó: Pégale a él,
que se casa, y no a mí, a la vez que, a
empujones, se la quitaba de encima. Por un
instante pensó: Si lo hubiese intentando una
vez más, pero luego se acordó de su promesa
y decidió olvidar el asunto.
Como el tiempo no espera a nadie, siguió
corriendo sin detenerse. La vida de casada
39
David C. Róbinson O.
que al principio parecía un sueño para
Charitín, fue convirtiéndose en pesadilla. Pero
siempre allí estaba Chombo, escuchándole sus
problemas y siempre viéndola reconciliarse.
Un día, Charitín descubrió a su amantísimo
esposo en brazos de aquella muchacha del
incidente en la boda. Al parecer, al contrario
de Chombo, ella nunca se rindió. Así acabó un
matrimonio de cuatro años, cuatro años de la
vida de Charitín y, por supuesto, cuatro años
de la vida de Chombo.
Había llegado la hora de recuperar el tiempo
perdido. Una noche, después de la cena, de
una espléndida cena preparada por Charitín en
su casa, sentados muy juntos en el sofá,
mientras una música suave se escurría en el
ambiente, Chombo abrazó a la mujer de sus
sueños a la vez que ésta, dócilmente, permitía
que sus bocas se uniesen. Él vio en ese
momento la oportunidad de su vida: Charitín,
solitaria y desamparada, lo veía de otra forma,
como el mejor de los refugios; todavía la
amaba y este era el mejor momento, no para
decírselo, sino para recordárselo.
—Charitín, yo quiero que tú sepas...
40
En las cosas del amor...
De pronto, a la mente de Chombo vino el
sufrimiento: de cómo llegó a ser padrino de
bodas y el incidente que hubo en ella, de las
constantes discusiones y reconciliaciones de
Charitín con su marido...
—Dilo, Chombo, déjame escucharlo de tus
labios.
Recordó de las veces que se había tragado
las lágrimas al verse rechazado; de cuántas
veces había orado cada vez que Charitín le
dijo que no, para que ella nunca se
arrepintiese de su respuesta...
—Dilo, tú que eres a quien de verdad
siempre he querido.
Chombo recordó la promesa que él mismo
se hiciera y, poniéndose de pie, se marchó de
la vida de Charitín, diciendo:
—¡Lo siento!
41
David C. Róbinson O.
Y nada más cruel que
hacer llorar a quien se
ama…
¿Quién te mató, papá?
Hasta ahora el día no tiene nada fuera de lo
común: salió el sol y pronto, sin bombos ni
platillos, volverá a ocultarse. Un día más, un
día menos.
Después de una rutinaria jornada de
trabajo, donde lo extraordinario fue no
enloquecer de aburrimiento; Rosita, una joven
y sensual secretaria del sector bancario,
encamina sus pasos a la esquina más cercana,
donde pretende abordar un taxi y dirigirse,
como de costumbre, al lugar de la cita. Hasta
eso se ha vuelto rutina.
Hoy es lunes, único día en que, por razones
fuera de su control, puede encontrarse con
Darío: otro joven oficinista que se ha
convertido en quien llena su vida, su ilusión y,
por supuesto, su vientre. ¡Darío! Cuánto diera
ella por hacer de la semana un lunes y no
separarse nunca de su amante. Pero ya que
no es así, debe conformarse con ser su amada
43
David C. Róbinson O.
eventual y esperar que cada semana llegue el
lunes.
A pesar de lo ordinario del día, hay algo
diferente: son los pensamientos de Rosita
que, pese a ir a los brazos de su hombre, se
halla meditabunda y algo preocupada.
Mientras tanto, en el cuarto de la pensión
de siempre, Darío espera con ansias la llegada
de su aventura permanente, planeando cómo
borrar la palabra traición de su conciencia y
escribir el vocablo pasión en el cuerpo de
Rosita. En situación normal jamás hubiese
aprobado el adulterio; es más, cuánto criticó a
sus amigos al ser infieles a sus esposas; pero,
enloquecido como estaba y siendo más fácil
ser juez de otros que propio, tuvo que
tragarse toda su retórica, pues cayó en lo
mismo.
Al aproximarse a la pensión, Rosita se baja
del taxi, a una distancia prudente y no entra
hasta estar segura de no ser reconocida. Ya
dentro se apresura a buscar el cuarto 92, el
mismo de siempre, y no bien ha entrado
cuando Darío ya la está cubriendo de besos y
rodeándola con sus brazos.
Rosita por un momento se hincha de deseo,
pero al recordar sus pensamientos de hace un
44
En las cosas del amor...
rato, reacciona intentando soltarse y habla de
este modo:
—Hoy no, mi amor, hoy no.
—¿Ah? ¿Qué dices? ‒responde Darío,
mientras sigue tratando de desnudar a Rosita.
—Que te estés quieto —responde Rosita
enojada, a la vez que empuja la barbilla de
Darío fuertemente hacia atrás.
—¿Qué te ocurre?
—Nada.
—¡Cómo que nada! ¿Por qué estás tan
irritada?
—Ya te dije que simplemente hoy no quiero.
—¿No? Entonces ¿qué quieres? ‒pregunta
Darío, y nerviosamente enciende un cigarrillo.
—Quiero hablar.
—¿Hablar? Hablemos pues. ¿De qué quieres
hablar?
Rosita hace silencio clavando sus hermosos
ojos cafés en los de Darío; simultáneamente,
acaricia con su fresca mano la cara ardorosa
de su hombre: cuántas veces sus cuerpos
formaron uno solo y sus almas fueron aguas
del mismo manantial que desemboca en
violenta cascada incontenible. Pero hoy, hoy
no había lugar para el placer, pues el futuro
peligraba.
45
David C. Róbinson O.
—Dime ¿de qué quieres hablar?
—En estos días no me he sentido bien, por
lo que asistí al médico...
—¿Y?
—Después de los exámenes, resultó ser lo
que temía...
—¿Qué?
—¿Acaso no entiendes?
—No, no entiendo.
—Darío, estoy embarazada, espero un hijo
tuyo.
—¿Mío?
—Claro. ¿De quién más va a ser?
—¡Mío!
—Sí, tuyo.
—¿Y?
—¿Y? ¿Y?
—¿Y tú que quieres que yo haga?
—¿Cómo que qué quiero que tú hagas?
—Eso mismo, ¿qué quieres que yo haga?
—¿Me traicionas? ¿Ya no me amas?
—Claro que te amo.
—¿Y entonces?
—Lo que ocurre es que...
—¿Qué ocurre?
—Ocurre que te amo, pero ‒dejando
escapar una bocanada de humo‒ ¿no
recuerdas que estás casada, casada con otro
hombre...?
46
En las cosas del amor...
¿Habrá algún error? ¿No será una
equivocación? ‒se pregunta perplejo Jorge
Ramírez, un hombre joven y trabajador, luego
de venir del consultorio médico‒.
Aparentemente no lo hay, según el doctor, las
pruebas confirman la sentencia de siempre.
Señor Ramírez, los gametos que produce su
organismo son insuficientes y mal formes, por
lo cual fallecen en el trayecto hacia el óvulo
femenino. La historia ya conocida.
Un día nos enteramos de un tío estéril y
primos, hermanos y yo nos hicimos examinar,
nada más por curiosidad. Por pura curiosidad
me enteré de que uno de mis primos y yo
éramos estériles por algo de la morfología
testicular. Consulté varios médicos y todos
llegaron a la misma conclusión. ¡Estéril!
En un principio fue difícil amoldarme a la
idea, pero ya casi me había resignado. Casi
resignado y ahora me pasa esto, un chispazo
de luz para luego sumergirme en una
oscuridad mayor que la anterior. Ojalá nunca
me hubiese enterado de nada. Antes de este
día mi matrimonio poseía algo de luz. Mi
esposa, la luz del hogar, había comprendido y
aceptado que yo no sería padre; mi esposa, la
que endulzó mis dolores, que llenó un vacío en
mi espíritu; sí aceptó que yo no sería padre; lo
47
David C. Róbinson O.
que secretamente nunca aceptó fue que ella
no sería madre.
Ahora me toca decidir: mi orgullo de macho
herido me ordena repudiarla y abandonarla;
por el otro lado, también está el orgullo
diciéndome que no me ponga en evidencia y
así evitar el ridículo. ¡Qué dilema!
La mente me pesa. ¿Por qué me traicionó?
¿Acaso no signifiqué nada para ella? Tan
grandes eran sus ansias de ser madre que no
meditó mi sugerencia de adoptar un niño. Con
tantos necesitados de amor que hay. ¿Y con
quién sería? ¿Con algún conocido? ¿Algún
desconocido?
Si mi padre me viera. Mi añorado viejo; fui
el único hijo que mi padre logró retener
después de un aparatoso fracaso matrimonial,
cuando apenas yo era un niño. Aún recuerdo
sus esfuerzos por hacerme llevaderos los años
después de la separación, su sinceridad de
presentarse ante mí tal y como era, con sus
dones y flaquezas. Como me explicó el porqué
del divorcio: sus enormes errores, los
sacrificios de mi madre y de él para construir
un hogar y al final darse cuenta de que no se
soportaban. Todo el tiempo que me dedicaba:
los paseos y juegos cuando niño, las fiestas
48
En las cosas del amor...
cuando crecidito. Pero, lo más valioso y
atesorado eran los momentos en el hogar.
Éramos algo más que padre e hijo, éramos
amigos. Cuando quise retribuirle, no aceptó,
pues él se sentía satisfecho con haberme visto
crecer y hacerme hombre.
¿Acaso no quiero esa experiencia? ¿Tener
un hijo del cual ser su amigo? ¿Verlo crecer y
hacerse hombre? Claro que quiero, aunque la
naturaleza me priva de ese privilegio, no
puede matar mis ilusiones. Entonces, nada
más puedo tomar una decisión: encaminar
mis pasos al hogar, los pormenores se
arreglarán más tarde, a su tiempo se
aclararán las cosas; quizás ya no pueda ser
esposo, pero aún puedo ser un verdadero
padre...
—Soy tu madre.
—Y yo un hijueputa.
Desde el día de su nacimiento, Jorgito fue
rodeado de los más atentos cariños y las más
delicadas consideraciones por parte de aquel
que sería su mejor amigo: su padre, quien, a
pesar de la herida, volcó sobre el infante todo
el amor que un día fue de su cónyuge.
49
David C. Róbinson O.
—¿Cómo pudiste?
—Fácil, él me apartó.
Jorge aceptó la triste realidad, Rosita le fue
infiel por algo más que el simple hecho de
querer ser madre, amaba a otro. Un tal Darío
se atravesó entre los dos, un tal Darío que
resultó no ser un tal Darío, sino un compañero
de trabajo del mismo Jorge. Los dos
contadores de la misma empresa, uno traidor
y el otro bobo. Relacionados por el trabajo y
por una mujer, pronto ambas razones serían
de separación.
—Me apartó, se convirtió en un hielo, dejé
de existir para él.
—Mejor hubiese sido que dejaras de existir
para todos.
Cuando el niño cumplió cuatro añitos, Jorge
no cabía dentro de sí; rodeado de amigos hizo
la gran fiesta, que ya se estaba haciendo
costumbre, y todos festejaron ese año con
más ganas. Todos menos Rosita, que buscaba
ocultar su tristeza. En la compañía donde
Jorge era contador hubo acontecimientos del
tenor siguiente: una auditoría, libros
arreglados, un desfalco, un contador detenido,
acusado y sentenciado, mientras el otro
50
En las cosas del amor...
festejaba el cumpleaños de su hijo.
—¿Por qué no te divorciaste?
—Cariño, le pedí la separación, pero él no
accedió a menos que me fuera y renunciara a
ti, y yo no estaba dispuesta a perderte.
La situación entre Jorge y Rosita se hizo
cada día más pesada. Bueno, en realidad, no
había tal situación, pues para Jorge, Rosita no
existía, ya que ni la volteaba a ver. Para Rosita
esto era insoportable, pero su miedo a perder
a Jorgito y enfrentarse sola a la vida, eran
suficientes para aguantar lo inaguantable.
Darío todavía estaba tras las rejas y a ella le
encontraron un quiste que resultó ser muy
grande y adiós a toda la tripa procreadora.
—¿Por qué?
—Sólo te amaba a ti, no a él.
—¿Cómo no me di cuenta?
—Decidimos no involucrarte.
Darío el exconvicto, precisamente, no era
un primor de dulzura; como contador, su
carrera había terminado, en parte por su
historial policivo y en parte porque no volvió a
intentar nada al respecto. Al parecer, antes de
llegar a cualquier lugar, ya todos sabían que él
51
David C. Róbinson O.
era un expresidiario. Y sin crimen cometido,
por lo menos sin cometer aquel del que se le
acusó. Incluso, el verse con Rosita ya no tenía
la antigua satisfacción de la pasión. Darío
mentalmente estaba castrado y se había
convertido en un impotente afectivo, por lo
cual nunca se decidió a quitarle la mujer a su
antiguo compañero.
—¿Por qué no te marchaste?
—No entiendes, soy débil, sola no iba a
poder.
Jorge, en el silencio de su frialdad, sentía
hondo deleite por la manera en que se
desarrollaron los acontecimientos. Pero él no
había salido totalmente ileso, pues amargarle
la vida a Rosita le amargó la suya. Ambos
eran unos amargados, con la diferencia que
cada uno tenía su propio consuelo. Ella corría
a brazos de Darío, y a los brazos de él corría
Jorgito. Su amor por el niño era lo único que
daba color a su vida, no correría el riesgo de
perderlo y menos que tuviese otro padre. La
legislación favorecía a Rosita, a menos que
ella abandonase el hogar. Tarde o temprano
ella lo haría, era cuestión de esperar y,
mientras, hacer feliz a Jorgito.
52
En las cosas del amor...
—No entiendo.
—No entiendas, compréndeme.
Un día dispuso el hado que las tres infelices
almas se enfrentaran. Todo empezó con el
deseo de Rosita de ser madre y todo
terminaría en un cumpleaños de Jorgito. Como
era costumbre, llegada la fecha, Jorge echaba
la casa por la ventana; pero al parecer, al
dejarla abierta, un intruso aprovechó para
entrar. En medio de la fiesta, Darío decidió
presentarse ante Jorge y, por supuesto, ante
Jorgito, intención ésta que Rosita no permitió,
pues se llevó al ahora muchacho para dentro
de la casa. Jorge y Darío, al estar frente a
frente, se comportaron tal como lo habían
hecho durante años: como si nada hubiese
pasado. Por lo menos, así lo intentaron, pero
el rencor de dieciséis años es difícil de ocultar
y el odio que ambos se tenían muy pronto
afloró.
Primero fueron los gritos, luego, los puños.
Mutuamente se acusaban de traición. Jorge
gritaba: Arruinaste mi matrimonio, me
traicionaste. Darío contesta: Tú me mandaste
a la cárcel y arruinaste mi vida. La furia de los
dos era incontenible. Este espectáculo era
incomprensible para Jorgito, y más al ver a su
53
David C. Róbinson O.
madre que desde la ventana, llorando,
gritaba: No, Darío; déjalo, Jorge.
—Y todo fue por mi culpa.
—No, no fue tu culpa. La culpa la tuvo el
miedo.
Al día siguiente, después de una noche
lluviosa que siguió a la tormenta pasional,
Jorge fue encontrado muerto a causa de una
puñalada en la tetilla izquierda, y a pocos
metros, el arma homicida encharcada en lodo
y sangre. El principal sospechoso era Darío,
quien, al ser arrestado, vociferaba ser
inocente y no estar dispuesto a ir a la cárcel
nuevamente por un crimen no cometido.
Primero muerto que encerrado.
—Ojalá ese maldito se pudra en la cárcel.
—Jorgito, ese hombre es tu padre.
—No, él mato a mi padre.
—No, no fue él...
54
En las cosas del amor...
Hablar del amor
cuando éste no existe,
es como contar
cuentos desde una
cama triste...
Canción de mariposas
Aunque la puerta por donde acaba de pasar
dice: Prohibida la entrada de menores. Fede
no hace el menor caso y entra al mundo de la
media luz y olor a desinfectante. Ya bien sabe
el cuento que echarle a la guardia: hombre,
¿qué quiere? ¿Qué robe?, mientras sigue con
su pregón: ¡Ceviche, ceviche bien picante!
Esta noche habrá bastante negocio; es sábado
de quincena y hay un barco atracado en el
puerto. Por lo tanto, el local está al tope tanto
de naturales como de acamaronados, ansiosos
todos de descargar dentro de las damas del
deseo.
Mariposas de la noche
de colores brillantes y ojos dormidos.
Aves del placer de carnes sin sol
y sonrisas automáticas.
Aves sin ruta fija
siempre complacientes con quien paga su precio.
56
En las cosas del amor...
Entre el gentío se distinguen tres tipos de
clientes: los locales, en su mayoría jóvenes,
parados en las sombras, a la expectativa de
aquella que más los excita, mientras hablan
entre ellos de cómo lo hicieron la última vez;
vienen por mujeres y no tienen plata para los
tragos. Entre los de piel de camarón, hay unos
sentados alrededor de varias mesas que ellos
mismos unieron con algarabía, hablando en un
idioma raro, gritando y vociferando quién sabe
cuántas vulgaridades en esa jerigonza que
nadie entiende: deben ser los marinos del
barco y quién sabe de dónde sean, pero
tienen plata y hay que ayudarlos a gastarla. El
resto de los acamaronados son armis y
tampoco entienden qué dicen los del barco.
Estos gringos son clientes habituales; ellos
son los únicos que vienen a bailar y, cuando
ya se cansan, echan su polvo y repiten la
rutina hasta que amanezca, se les acabe el
dinero o ya no respondan. También, son los
únicos que pelean entre ellos por las damitas.
Por supuesto, hay algunos viejos solitarios,
sentados en mesitas con sendas frías frente a
ellos y tremendas hembras a su lado, que
esperan en silencio que el espíritu se les
caliente.
También, por ahí anda el tipo aquel que se
57
David C. Róbinson O.
les declara a las chichis, luego les paga y sube
con ellas para, al día siguiente, llenarse la
boca con la historia del levante. Algunas lo
comprenden y le siguen la corriente, otras ya
lo han mandado al carajo y lo tienen
amenazado.
Y ellos, ellos son los peores.
Hombres incoherentes que aman a la virgen
pero buscan la ramera.
Hombres lujuriosos y encima perezosos
que prefieren pagar por no convencer con amor.
Entre las chicas se escuchan los más
variados acentos: las hay del Caribe, Centro y
Sur América; claro que, eventualmente, es
posible encontrar una que otra cholita nativa,
que corta de nalgas y pródiga de pechos,
navega entre la clientela, buscando pescar
cuanto tiburón se le pegue.
También entre ellas es posible distinguir
varios grupos; las hay desde aquellas que le
basta con pasearse entre la jauría y con una
mirada escoger con quién se acuestan, hasta
las que tienen que ir de oído en oído
repitiendo: Subamos, papi, y te la convierto
en biberón.
58
En las cosas del amor...
Por lo general, mientras más jóvenes y
buenonas levantan más rápido. Se visten con
bikinis, por un lado, para lucirse mejor y por
otro, porque como para copular sólo usan la
entrepierna, no tienen que desnudare el
pecho, evitando así que le manoseen y
baboseen los senos. De este modo salvan su
honra, sin importar cuántos la penetren. Otras
visten como de fiesta y cuando suben, con
tanto trapo se pasa el tiempo desnudándose y
no echando el polvo. Las más véteras visten
con vestidos de baños enteros y se desnudan
completamente ante el cliente, sin que por
esto se dejen manosear y menos babosear por
cualquier pelagato. ¡Ah!, pero eso sí, los besos
de amantes son tabú, preferible un pene a
una boca; eso es trofeo, si es que se
arriesgan, de aquellos que han sabido llenar
sus vaginas con algo más que esperma.
Los cantineros y mesoneros, siempre
callados y mustios, cierran el cuadro de
personajes del mundo de la media luz y olor a
desinfectante, junto con el tipo que cerca de
los cuartos lleva el tiempo y que siempre está
dispuesto a rajarle la cara a cualquier atrevido
que se sobrepase con las chicas.
Fede, entretenido con las maquinitas,
pregona esporádicamente su producto,
59
David C. Róbinson O.
mientras las damiselas se ganan la vida
repitiendo una y otra vez el mismo ritual:
abordan al parroquiano, cruzan breves
palabras, él le da la plata y ella paga en la
caja, se dirigen al cuarto pasando frente al
tipo que mide el tiempo. Al poco rato,
regresan donde se separan como si nada
hubiese pasado. Lo más probable es que, en
realidad, eso sea lo que ha acontecido: nada.
En este mundo
siempre lo mismo;
no sol, sí carne,
donde nada se posee y todo se pierde
donde lo único que existe es la noche.
Esta noche no es de placer, sino de
negocios, por lo que, adiós maquinita, y a
vender ceviche. La venta iba más o menos;
como siempre, los armis son los que más
compraban; los marineros y su jerigonza
namás era joder, y los limpios parados en la
sombra, ni se inmutaba en mirarlos.
Así marchaba la cosa, hasta que oyó un
alboroto en una de las esquinas: un tipo
perseguido por una de las damas es
interceptado por uno de los saloneros y le dan
tal nudera que hasta Fede aprovecha para
meterle un par de cochazos. Todavía estarían
60
En las cosas del amor...
dándole golpes si no es porque llegó la chota.
La ley, por supuesto, le dio un par de
toletazos. Entre la algarabía, Fede pudo
enterarse de que el fulano decidió no pagar e
irse a la oscuridad y autoservirse. Fue
descubierto por la fulana y ya sabemos el
cuento. A la pregunta de por qué hizo esa
cochinada, el tipejo contestó: Lo que pasa es
que las camas son muy duras. Al escuchar
eso, reído Fede, se marcha con su pregón:
Ceviche, ceviche bien picante...
61
David C. Róbinson O.
Permíteme contarte…
Los cuentos aquí
recogidos los escribí
entre 1978 y 1990,
específicamente, entre
las clases de español
que recibí de la
profesora Leticia de
Pardos (Q. E. P. D.), en
el último año de mis
estudios secundarios en
el Colegio José Antonio
Remón Cantera y el 20
de octubre de 1990,
fecha en la que culminé el primer taller
literario al que asistí. Esta última fecha la
considero el inicio de mi historia en las letras;
es decir, que este cuentario recoge mi
prehistoria literaria. Estos cuentos fueron
publicados en un libro titulado En las cosas
del amor, en 1991. Tanto el facilitador del
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En las cosas del amor...
taller, como el editor fue el escritor Enrique
Jaramillo Levi. En su momento, el poeta Pablo
Menacho dijo que lo escribí guiado por el
instinto y el profesor Ricardo Segura (Q. E. P.
D.) afirmó que, pese a que era evidente mi
falta de lecturas, estos cuentos mostraban
cierto talento literario. Con ese libro me
presenté en el mundo de los literatos y
aprendí un par de lecciones: la primera, la
literatura es un oficio y la segunda, la
literatura, por lo menos la que yo quería (y
aún quiero) hacer es para tender puentes.
Ahora bien, debo confesarte algo, revisé los
cuentos y corregí muchas de las novatadas de
los textos originales. También, lo que era un
libro, lo dividí en dos libros: En las cosas del
amor… y La pequeña vereda. Esta edición es
parte del proyecto Orquídea 60-30, por el
cual pretendo plasmar y distribuir toda mi
obra escrita en libros digitales. Orquídea por
mi sello editorial Casa de las Orquídeas; 60
por mi edad y 30 por los años de carrera
literaria que celebro este 2020. Me
acompañan en esta aventura el poeta Henry
A. Petrie y el pintor Manuel E. Montilla. El
tiempo pasa y quiero ser leído en vida.
David C. Róbinson O.
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David C. Róbinson O.