Tannery

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JULIO TANNERY

CIENCIA " y FILOSOFIA

CON UN JUICIO CRÍTICO POR

EMILIO BOREL PROFESOR EN LA SORBONA

TRADUCIDO POR

JUAN LUIS DE ANGELIS

ESPASA- CALPE ARGENTINA, S. A. BUENOS AIRES - MÉXICO

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IMPRESO EN LA ARGENTINA

Edición autorizada especialmente Primera edición para la colección Historia y Filosofía de la Ciencia

Queda hecho el depósito dispuesto por la ley número 11.7!8 Copyright by Compañía Editora Espasa-Calpe Argentina, S. A.

Bueno8 Aires, 1946

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lNDICE PAG.

Julio Ttm'llery (1848-1910) ....................................... . 9

PRIMERA PARTE ,

FILOSOFIA CAPfT.

l.-CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD EN LAS CIENCIAS Y EN EL ESPíRITU....................... ])

n.-EL PAPEL DEL NÚMERO EN LAS CIENCIAS...... ]7

IIl.-LA ADAPTACIóN DEL PENSAMIENTO........ ..... 4Ó

IV.-LA FILOSOFíA DE ENRIQUE POINCARÉ............ 65 ,. V.-LOS PRINCIPIOS DE LAS MA TEMATICAS

l.-Logística y aritmética............................... Ó9 l.-Geometría ..... ' ........ ' ...... '" ., ... . ..... ....... 81 3·-Mecánica ......... , ., ....... ' ............ '. .... .... . 87

VL-LA PSICOFíSICA ... ,................................ ... 105

SEGUNDA PARTE

ENSEÑANZAS y MÉTODOS

VII.-PARA LA CIENCIA LIBRESCA........................ 121)

VIIL-LAS MATEMATICAS EN LA ENSEÑANZA SECUN-DARIA .......................................... o', •••• 139

IX.-LA ENSElSrANZA DE LA GEOMETRíA ELEMENTAL 160

X.-LA ARITMÉTICA J.-La enseñanza de la aritmética en la e~cuela ... o .' •••• 185 2.-Sobre un teorema de aritmética ..... o ••• o ••••••••• ' 199

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8 tNDICE

P.lG. CAP.

XI.-EL ANALISIS l.-Prefacio de la inttoducci6n a la teoría de las funciones

de una variable ........... · .. ··· .. ··.··············· l.-Prefacio de las lecciones de álgebra y de análisis' ..... .

3.-Un libro de análisis ........ · ........ · .... ··········

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XII.-LA GEOMETRíA. ........................ ..... ..... ..... 209

XIII.-CUESTIONES DIVERSAS DE ENSEÑANZA Y DE MÉTODOS

l.-Una encuesta sobre el método de trabajo de los mate-máticos .......... ·.··· ... · .. ························ .

l.-La Economía política y las matemáticas ........... .

3.-Un libro de M. Laisant ............. · .. ···· .. ······• 4.-Sobre la definición de unidades derivadas ........... .

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XIV.-EVARISTO GALOIS ........ ···.·.· .. ·················· 135

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JULIO TANNERY (1)

24 de marzo de 1848 - II de noviembre de 1910

Fué un jueves. Pc,r la mañana, Julio Tannery había depar­tido familiarmente con los alumnos y con los colegas, inte­resándose por sus asuntos particulares, con aquella benevolen­cia siempre despierta y nunca trivial que era su rasgo distintivo. Al mediodía, en una reunión donde se trató de los asuntos generales de la Universidad, había hablado con la elevación de pensamiento que le era peculiar. En el curso de esa reunión notó los primeros síntomas de su afección y pudo, acompa­ñado en coche por uno de sus colegas, trasladarse hasta su domicilio; pero su estado no tardó en agravarse y a las tres de la mañana todo había concluído. Ese viernes permanecerá en el recuerdo de todos los que le amaron; en los pasillos de la Escuela Normal, en l;¡s calles cercanas, en toda la barriada uni­ve!sitaria, las personas se acetcaban como a una casa en duelo. No se quería creer en la repentina desgracia. Se recordaba có­mo, al reanudar las clases, después de las vacaciones, todós los amigos de Tannery se habían regocijado al encontrarlo aparen­temente en mejor estado de salud.

Nadie se asombró al saber que, desde hacía mucho tiempo, había dado a conocer su deseo de tener las exequias más sen­cillas que fuesen posibles; sin embargo, se juzgó que el reunir el domingo, antes de partir el cortejo fúnebre, a les alumnos de la Escuela Normal, en una ceremonia familiar sin aparato ni publicidad, no era quebrantar su voluntad. Ernesto Lavisse, director de la Escuela, y Pablo Painlevé, que fué uno de los primeros alumnos de Tannery en ella, a la vez que uno de sus meje>res e invariables amigos, tradujeron brevemente la emoción de todos los asistentes. Éstos habrían sido muy numerosos si no se hubiera dado a esta reunión el carácter íntimo con que se quería respetar la voluntad del llorado difunto. Ciertamente

(1) Este juicio crítico, publicado en la Revue du Mois, del 10 de enero de 19II, ha sido reproducido aquí, por deseo de la señora de Tannery .

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10 JULIO TANNERY

habría sido muy conmovedor saber cuántos de sus alumnos y amigos de provincias lamentaron no haber sido (¡visados a tiem­po para venir a rendirle un último homenaje; pero él no habría admitido que se les hubiera incitado, aunque fuera de la· ma­nera más discreta.

Quisiera que las pocas páginas que siguen respondieran Ínte­gramente a su ideal de verdadera simplicidad y sincera modes­tia. No puedo olvidar, sin embargo, que la primera de las, en­señanzas que me dió fué servir a la verdad y poner, como él decía con gusto, el mayor acuerdo posible entre los escritos y las realidades. Me esforzaré sobre todo en no dejar' que la emoción altere la sinceridad intelectual que Tannery aprecia­ba sobre todas las cosas.

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Julio Tannery nació el 24 de marzo de 1848 en Mantes (Se­na y Oise); hizo sus estudios en el liceo de Caen; en 1866, ape­nas alcanzada la edad de dieciocho años, fué ádmitido como

, alumrlO de la Escuela Normal Superior, en la sección de cien­cias. Había vacilado en presentarse a la sección de letras, para la cual sus aptitudes no eran mepos grandes. «Cuán pocos de entre nosotros -decía Lavisse- han conocido.· tal vacilación». Recibido de profesor agregado en 1869, después de tres años de Escuela, fué primeramente profesor del liceo de Rennes y después en Caen. Volvió a presentarse en 1872 en la Escuela Normal como profesor agregado del cur~o preparatorio de matemáticas y terminó su tesis en menos de dos años (1874). Al año siguiente (1875) se le asignó una cátedra de matemá­ticas especiales en el liceo de San Luis, y fué después suplente del profesor Bouquet en la Sorbona, en la cátedra de mecánica física y experimental (1875-1880). En 1881 'fué nombrado «maestro de conferencias» en la Escuela Normal, y tres años más tarde (1884), vicedirector de estudios científicos, doble función que debía conservar hasta sumucrte. Los cambios in­troducidos en 1904 en la organización administrativa de la Es­cuela Normal, modificaron sus títulos; fué profesor de cálculo diferencial e integral en la Facultad de Ciencias de la Univer­sidad de París, delegado en la Escuela Normal y vicedirector de la Escuela Normal Superior de la misma Universidad; pero, en realidad, estas fueron las mismas funciones que ejerció en la esfera docente y, aproximadamente, las mismas desde el pun­to de vista administrativo. Se puede resumir con una palabra

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CIENCIA Y FILOSOFIA 11

este largo período de su vida: amaba la Escuela Normal, ha­ciéndose a la vez amar y admirar.

No buscó jamás las ventajas materiales ni los honores, sino que los rehusó a menudo; si bien otras ocupaciones hubieron de sumarse a las que constituían el centro de su vida intelectual, cabe mencionar especialmente el Boletín de las Ciencias Mate­máticas, al cual, desde 1876, consagró mucho tiempo y talento. Desde 1877 hasta 1881 fué miembro del jurado para la desig­nación de profesores adscriptos de ciencias matemáticas. Des­pués de 1882, hasta el fin de su vida, fué maestro de confe­rencias en la Escue~a Normal Superior de Enseñanza Secunda­ria para mujeres (Escuela Normal de Sevres); tarea ímproba fuera enumerar todos los cargos y comisiones en los cuales la elevación de su espíritu y de su carácter, así como su per­fecto conocimiento de los hombres, han prestado servicios va­liosos. En 1907 fué elegido miembro libre de la Academia de Ciencias, para ocupar el sillón dejado vacante por Brouardel.

Tal fué su vida pública; creería traicionar su confianza si me refiriera aquí a su vida familiar: lo que yo podría decir bien lo saben todos sus amigos, y los otros no tienen ningún interés en saberlo. Séame, pues, permitido ofrecer simplemente a la señora de Tannery y a sus hijos el homenaje conmovido de ~i simpatía en la desgracia, cuya extensión sólo puede ser apre­CIada por ellos.

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«Son los princi¡:>ios de las matemáticas y la manera de expo­»nerlos los que sobre todo me han preocupado; particularmente » me he aplicado a meditar los fundamentos del análisis; he tra­»tado de profundizar los principios; he dirigido mis esfuerzos >.> hacia la enseñanza, la coordinación y divulgación de las ver­»dades adquiridas, aunque no haya perseguido descubrir no­»vedades en ellos».

Si se toma esta apreciación al pie de la letra, se corre el riesgo de formarse una idea singularmente incompleta de la influencia ejercida por Julio Tannery en el progreso del análisis mate­mático.

Aquí no podemos estudiar sus memorias originales (1); a1

(') Será suficient~ citar algunas para d~r una idea de la variedad y extensión de sus trabajos.

Sobre las ecuaciones diferenciales lineales de coeficientes variables (Te­sis de doctorado: Ana.les de la Escuela Normal, z .. serie, T. IV).

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12 JULIO T ANNERY

. lado de ellas convendría también citar las partes originales de las obras expositivas, de las que hablaremos más adel~ntce. Tan­nery no era de los que extraen, como vulgarmente se dice, mu­cha harina del mismo costal, y si en sus libros jamás dejaba de mencionar con minucioso cuidado que debía a tal de sus alumnos un fragmento fle demostración o la más clara inteli­gencia de una idea, estaba lejos de tener los mismos escrúpulos históricos cuando se trataba de él mismo. Por lo demás, mu­chos de sus lectores ignoran cuán grande es su parte perSonal en los capítulos donde la, perfección didáctica de la expresión induce a creer que se ocupa de asuntos desde antiguo conocidos. Determinar en detalle su aportación individual exigiría- un tra­bajo considerable que él no habría aprobado; pero es muy con­veniente señalar este rarísimo desinterés científico.

Finalmente, hay otra forma por la cual la influéncia de Julio Tannery ha sido considerable para el progreso de las matemá­ticas:por intermedio de algunos de sus discípulos. y no hablo aquí de la influencia general de su enseñanzá, cuya importan­cia trataré de indicar luego; aludo a precisos e importantes descubrimientos matemáticos que, probablemente, no habrían podido ser llevados a cabo si tal modo de razonamiento no lo hubiera sugerido precisamente Tannery.

Si algún día se llega a escribir una historia sincera sobre el desarrollo del pensamiento matemático de estos últimos treinta años, y de los que seguirán, esta influencia deberá ser señalada,

Sobre la ecuaClOn lineal diferencial que liga la función completa de primera especie al módulo. Sobre algunas propiedades de las funciones completas de primera especie (Informe de la Academia de Ciencias, T. LXXXVI). .

Sobre una ecuación diferencial lineal de segundo orden (Anales de la Escuela Normal, 2" Serie, T. VIII).

Carta a Weierstrass (Monatsberichte der Akademie der W issenschaften zu Berlín, 188!).

Sobre las integrales eulerianas (Informe, T. XCIV). Sobre la serie de Schwab (Boletín de Ciencias Matem:íticas, 2\1 Serie,

T. V). Nota relativa a las formas lineales de tercer grado (Bol. de C. Mate­

máticlls 2a. Serie, T. l.). Sobre las funciones simétricas de las diferencias de raíces de una ecua­

ción (l1lfonne, T. XCVIII). Sobre una superficie de revolución de cuarto grado cuyas líneas geo­

désicas son algébricas (Bol. de C.Matemát., 2' Serie, T. XVI) •.

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CIENCIA y FIWSOFIA 13

y el lu~ar que ocupará Julio Tannery entre los matemáticos de su epoca aparecerá entonces como más importante que el de otros sabios cuya producción visible ha sido más considerable.

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un profesor de matemáticas; su influencia sobre la enseñanza fué considerable y se hizo sentir en todos los grados. A veces ella ha sido criticada de buena fe por los amigos desinteresados de la ciencia. Creo que estas críticas provienen de un malenten­dido, que Tannery no creyó posible, e hizo todo cuanto pudo por evitar, apenas se dió cuenta de que su pensamiento podía haber sido mal interpretado. En efecto, jamás pensó que los más abstractos métodos de enseñanza fuesen los mejores; y nadie ha trabajado más que él en favor de reformas tendientes a lograr que la enseñanza de las matemáticas se aproximase a las realidades. y no es por su culpa si esas reformas no han dado todavía todo lo que se podría esperar y si ese movimiento, originado entre nosotros, está a punto -como acontece a me­nudo- de propagarse, sobre todo en el extranjero, de donde nos vendrá. .. más tarde. Lo que él siempre pensó es que los futuros profesores no deben ignorar los fundamentos lógicos de las ciencias que enseñan. Si no deben decir todo a sus jó-. venes alumnos, no es necesario que sea por ignorancia, sino por una clara conciencia de su deber en atención a las inteli­gencias en proceso de formación.

Si verdaderamente algunos se han equivocado, creyendo de buena fe que es necesario enseñar la teoría de las fracciones a los alumnos de la quinta clase de la misma manera que a los as­pirantes a profesores agregados, esto probaría simplemente que las cualidades del buen sentido no están siempre a la par con la profundidad de la inteligencia. Pero todo, en la enseñanza como en los escritos de Tannery, pone en guardia contra tal error, que ha sido muy raro, si realmente se ha producido, y que en ningún caso habría que reprocharle.

Su influencia sobre la enseñanza no se ejerció solamente por los consejos que dió a sus alumnos de la Escuela Normal; las lecciones que a veces él mismo dictaba sobre variados temas, son un excelente ejemplo de ello. Por otra parte, tenía su ex­periencia como profesor de enseñanza secundaria. Uno de sus ex alumnos de los cursos especiales en el liceo de Caen, hoy profesor en la Escuela Politécnica y miembro de la Academia

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1~ JULIO TANNERY

de Ciencias, me decía recientemente cuánto había contribuído Tannery a la formación de su espíritu, por su método de ense­ñanza. El curso, reducido a los temas verdaderamente esencia­les, fué terminado en cuatro meses, y la mitad del año escolar quedó para una revisión acompañada de numerosos ejercicios.

• • • Esta influencia pedagógica le sobrevivirá gracias a sus libros.

Sus Lecciones de aritmética, su Introducción a la teoría de las {unciones de una variable, sus Lecciones de Álgebra y de Aná­lisis, para no citar más que los principales, son modelos de claridad y precisión. Los Elementos de la teoría de las fun­ciones elípticas (en colaboración con Julio Molk) merecen men­ción especial, puesto que no es solamente un excelente texto de enseñanza, sino también una obra científica.

No es posible a un profesor consciente enseñar sobre temas que él ha tratado, sin haber estudiado sus iibros. Esto no quie­re decir que cada uno deba seguirlo paso a paso; nadie habría protestado más que él contra esta conclusión dogmática, pues sabía que la enseñanza es asunto esencialmente individual, desde el doble punto de vista del maestro y del alumno; lo que aquí es excelente puede ser detestable en otra parte. Pero. siempre es de gran provecho para un maestro inteligente entrar en contacto con un pensamiento tan lúcido y profundo como el de Tannery, aunque sus concepciones particulares o la natu­raleza de sus alumnos le obliguen a seguir otro camino.

Si me está permitido evocar recuerdos personales, quisiera expresar cuán particular reconocimiento guardo hacia el autor de la Introducción a la teoría de las {lmclones de una variable. He sentido la gran satisfacción de tener entre mis manos este libro antes de penetrar en las matemáticas especiales y encon­trarme, de esta manera, directamente en contacto con él. Esa fué ciertamente la· más intensa de las alegrías intelectuales que pudo haberme procurado una lectura científica. Creo que los que han leído este libro, después c;ue la materia ha perdido su novedad para ellos, no pueden formarse una idea completa del encanto que produce sobre un espíritu nuevo esta ordenación simple, clara y majestuosa, que se desarrolla como un torrente límpido, en el que el lector se deja arrastrar dulcemente por la corriente, sin fatiga, con una admiración siempre mis viva y una curiosidad siempre más despierta. Ninguna influencia ha contribuído tanto como ésta a orientarme hacia la ciencia

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CIENCIA y FILOSOFíA 15

pura r, entre todas las razones de los sentimientos de afectuoso reconocimiento que he de conservar siempre hacia mi maestro, ninguna puede ser tan profunda como la impresión producida por aquel libro (1). Sé que muchos de mis contemporáneos participan enteramente de estas impresiones.

•• • Julio Tannery fué también un funcionario administrativo y,

si bien se mira, los veintiséis años que pasó como vice director de la Escuela Normal constituyen lo esencial de su vida. Esta sería, empero, una idea muy incompleta acerca de una natu­raleza tan rica. Pero si las funciones administrativas no fueron toda su vida es porque, quizás, al lado del tráfago y de las pre­ocupaciones halló sus más grandes alegrías. En efecto, fue de aquellos para los que la dicha consiste sobre todo en el bien que se hace a los otros, y que, lejos de exigir reconocimiento al­guno, no lo toleran más c;ue entre aquellos a los que profesan un afecto particular. No tenía alma de administrador, si es necesario entender por tal una aptitud abstracta para resolver las cuestiones concernientes a las personas, olvidando que cada una de éstas es un individuo. Sin duda, esa aptitud es indis­pensable para los que son llamados a dirigir, desde altos cargos, las grandes organizaciones administrativas. Tannery era, por el contrario, absolutamente incapaz de comprender que pudie­ran existir dos casos idénticos; para él, A y B. .. jamás eran dos alumnos de la escuela, o dos profesores agregados de la cuarta clase; eran A... Y B ... , es decir, dos individuos, de los cuales uno tenía un espíritu distinguido V el otro un es­píritu mediocre, y mientras uno era buen profesor, el otro en­señaba bastante mal, etc. Ciertamente, es más fácil referirse siem­pre a un «precedente», porque no siempre es cómodo dar a entender a B... las razones por las que se decide en aquello que le concierne. Sin embargo, Tannery lo lograha casi siem­pre, y sabía no herir nunca a nadie, gracias :1 su finura y a su tacto excepcionales; no obstante, a veces sucedió que no fué comprendido por aquellos que estaban decididos, por adelan­tado, a no comprender ... , pero él no les demostró nunca me­nos estima, pese a su incomprensión.

En la Escuela Normal de Sevres no era menos querido que

{') L2 reciente edición de esta Introducción ha sido tot~lmente rehecha y ampliada; el segundo volumen ha aparecido muy recientemente. Esta fué la última obra de Tannery.

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en la de la calle Ulm' seda necesario citar íntegramente el e~­tudio de Ana Cartan' en el Boletín de los ex Alumnos de Se­vres; he aquí, por lo menos, algunas líneas:

«En Sevres nos con.ocía a todos; se interesaba por cada uno »de nosotros y nos testimoniaba una decidida benevolencia. » Sabía practicar el bien con una delicadeza tal, que los bene­»ficiados no osaba,n divulgar el favor recibido y guardaban >~ celosamente para ellos lo que no era conocido sino por el »maestro y el alumno. Los que tuvieron la dIcha de deberle »mucho sabían muy bien hasta qué punto fué bueno; sabían »también que, en cambio de los servicios prestados, Tannery »no deseaba más que un poco de afecto».

Característica de Tannery era elevar siempre el nivel de la discusión en las reuniones y asambleas donde se debaten, a me­nudo, importantes problemas. Por la nobleza de su pensamiento y su sinceridad, creaba verdaderamente una atmósfera más sa­na que aquella en la que solamente se agitaban los intereses personales. En estas discusiones, una de sus características era su absoluta incapacid;td para pasar por alto los buenos argu­mentos que militaban en favor de las opiniones que se le con­traponían; no era de aquellos que, después de haber pesado el pro y el contra y comprobado, al cabo de vacilaciones, que las razones parecen arrastrarl!Js, declaran fríamente, con toda su autoridad e influencia, que las razones contrarias jamlis han valido ante sus ojos. Esta sinceridad en la discusión sería, sin duda, una debilidad en una reunión pública; quizás no es lo mismo en una asamblea poco numerosa, donde los miembros se conocen y se aprecian en su justo valor.

Otra singularidad de Tannery era escuchar los argumentos y tenerlos en cuenta cuando le parecían justos. No se habría apropiado de la frase harto escéptica atribuída a un gran hom­bre de Estadoj se podrían citar ejemplos muy precisos acerca de cómo ciertos discursos han influído sobre sus decisiones.

En tiempos en que la séveridad relativa del reglamento de la Escuela Normal inducía a veces a los alumnos a desear al­guna lenidad en la regla, ellos lo encontraban siempre dispuesto a hacer doblegar las consignas cuyo carácter era visiblemente pueril y convencional. Por el contrario, era enérgico y severo cuando una seria cuestión de moralidad se haIlaba en juego. Podría citar un caso en el que, habiendo incurrido un alumno en una falta grave, Tannery no quiso sancionar el perdón in­dulgente del profesor de la Sorbona interesado en el asunto.

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Todos sus ex alumnos iban a él con confianza y él jamás los decepcionó. Muchos no se limitaban a conversar sobre cuestiones científicas o de la carrera; a menudo. "I'annery era su confidente en las más Íntimas cuestiones, y nadie supo cuán­tos y cuán delicados servicios prestó en esta forma. Filé uná­nimemente querido, .pero al mismo tiempo respetado, pues se sentía que su bondad natural nada tenía de común con la ficil condescendencia de las almas mediocres.

Su influencia sohre los alumnos de la Escuela Normal fué considerable durante esos veintiséis años. Ya he dicho que papel debe atribuírsele en el progreso de las matemáticas, pero también ejerció, a veces, una acción importante sobre los físi­cos y naturalistas. Muchos de ellos, y no los menores, no ocul­tan el reconocimiento que le profesan por los hábitos de disci­plina intelectual que les hizo adquirir.

A muchos de nosotros nos enseñó que la sinceridad intelec­tual, la clara comprensión del propio pensamiento, la desconfian­za frente a las palabras vacuas, no son solamente cualidades intelectuales, sino también cualidades morales. y si, en el momento de una crisis que dividió la conciencia francesa, con­sideró que sus funciones administrativas no le permitían una determinada forma de ucción -que no se avenía, por otra parte, con su temperamento-, y se contentó con hacer conocer pú­blica y claramente su opinión, se puede estar cierto de que 105"

hábitos d~ pemamiento que creó en torno suyo desempeñaron un papel esencial en el potente impulso que se produjo en la Escuela Normal en favor de la Justicia y de la Verdad.

,., '" '" Fué también U11. filósofo. Por una parte, se interesó sobre

todo en la lógica de la~ ciencias, y por otra, en lo que todavía puede llamarse metafísica, a falta de un vocablo mejor.

Sus escritos fihr;óficos se encuentran muy dispersos; había proyertado reunil los en un 7olu~en, proyecto que será pró­ximamente realizado con arreglo al mismo plan que él había concebido (1). Entonces se verá mejor la unidad e importancia

(1) Me refería, en la rc\'i"ta, a la presente obra. Tannery prometió entregarla para la Colección Científica en los primeros meses de 1911 Y ciertamc;nte debió de haber sido ofrecida con bact311te antic:plcrón, pues Tannery me había hablado a menudo de ello; proyectaba escribir algunas páginas para insertar entre ellas determinados fragmentos. Aquí se los ha suplido, reproduciendo extractos de sus análisis del Boletín de Ciencias

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18 JULIO TANNERY

de su doctrina. No intentaré resumirla aquí porque creo que es imposible hacerlo sin mutilarla;, prefiero remiti~ ~ los le~to­res de la Revue du Mois dos artIculas que pubhco en dIcha revista, de los cuales qno se refiere a la lógica de las ciencias (2), mientras que el otro es más bien metafísico (3). En este último muestra claramente su pensamiento sobre algunos de los gran­des problemas que han preocupado a los hombres. Esepcnsa­miento es complejo, pues su inteligencia era demasiado crítica y profunda como para satisfacerse con cualquier solución sim­plista. Pero si acaso ninguno mejor que él ha sentido los ma­tices de la vida interior, jamás sintió suficiente orgullo inte­lectual como para despreciar la razón. Además, su metafísica no podía contar con el sufragio de aquellos cuya admiración ciega e hiperbólica no está determinada más que por el deseo secreto de ver derribados los ídolos modernos en provecho de los antiguos. No satisfizo tampoco a aquellos para los cuales las explicaciones mecanicistas del universo son absolutamente claras y suficientes. Si no hubiera tenido verdadero horror a toda publicidad, si no se hubiera complacido, por el contrario, en no considerarse como creador metafísico, su nombre habría sido rápidamente conocido por el gran público como el de uno de esos filósofos que está de moda admirar, tanto más cuanto menos son leídos. No tenía gusto alguno por ese género de notoriedad.

Igualmente, no sin violencia, se había decidido a realizar el proyecto de reunir sus escritos, tan dispersos; juez siempre muy severo para consigo mismo, decía sinceramente que «aquello no valía la pena», pensamiento que le había llevado a dejar iné­ditos ciertos manuscritos, cuya publicación, por lo menos en

Matemáticas, en que los lectores apreciarán el gran interés e importancia que ofrecén ,para la historia de su pensamiento. A. fin de conservar el pemamiento propio de Tannery, en :OS extractos de análisis se ha su­primido, tamo como es posible, lo que no tenía interés más que como C011lpte rendu de libro.

e) Del Método en M::ctemáticas, Revista Mensual del ro de enero de 1«)08, T. V., p. 5. Este artículo ha sido reproducido en el Método en las Ciencias; s,e debe señalar también como muy importante el artículo sobre el papel del número en las ciencias (Revista de París, r895. T. IV).

(3) La adaptación del pensamiento (Revista Mensual del ro de agosto de 1906, T. 11, p. 129).

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CIENCIA y FILOSOFíA 19

parte, sería muy deseable (1). Solamente después de estas di­versas publicaciones se podrá intentar reconstituir su sistema filosófico. Tendré que manifestar mi asombro si esta obra no tienta a algún joven filósofo y no llega a ser para el pú­blico instruído una verdadera revelación.

• • • También debería decir qué escritor admirable fué Tannery,

Literato delicado, poeta a ratos, en él se unían de una manera singularmente rara la elegancia y la pureza del estilo con la precisión científica del pensamiento. A través de su larga cola­boracíón en el Boletín de Ciencias Matemáticas, realizó una obra crítica importante que merece un estudio particular. Ba­jo una forma siempre fina, con una ironía muy suave y una delicadeza muv sutil, sabía reunir la exactitud detallada del dic­[amen, la sincéridad del juicio y la originalidad de las reflexio­nes personales sugeridas por la, obra analizada. A veces le bastó una sola de estas tres cualidades para fundar una reputación

, de crítico. El trazo era a veces bastante tenue como para no ser notado sino por el lector avisado; no estoy seguro de que el autor de una compilación de problemas con soluciones haya tomado por un elogio esta conclusión: «El señor X ha dado a los aspirantes a la licenciatura excelentes ejemplos de las solu­ciones que se esperan de ellos».

El trabajo del Boletín habría bastado para absorber, toda la .lctividad científica de un hombre; empero, hablaba de él tan poco que muchos ignoraban su importancia. Por otra parte, era habitual en él esta manera de proceder; durante mucho tiempo asumió la pesada tarea anual de tomar los exámenes orales de ingreso a la Escuela, mientras que el segundo exami­nador de matemáticas no veía llegar su turno sino cada tres años; al mismo tiempo, cada año revisaba las pruebas escrita.~ del concurso para las becas de la licenciatura. Cuando As dos concursos reunidos representaron más que una doble carga, ,difícilmente se dejó persuadir de que se hiciese una distribu­ción más equitativa. No sin pesar se decidió a ello; pues no ignoraba que los exámenes eran mejor tomados por él que por cualquier otro, y sabía mejor que nadie que la calidad del re-

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(') Después de escrito esto, han aparecido sus Permnnientos en la Revista Mensual.

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cIutamiento de la Escuela Normal es, por decirlo así, toda· la Escuela Normal.

En julio de 1910 ~e empeñó en tomar los exámenes por úl­tima vez y no vacilo en violentar su naturaleza hasta el punto de tener que disimular. Para impedir que sus familiares y sus colegas pesaran sobre su decisión, no se la hizo conocer sino después de haber recibido la sanción oficial, y nada pudo, en­tonces, decidirlo a modificarla. Por otra parte, opuso siempre la misma resistencia a los que habrían experimentado una gran alegría en aliviarle parcialmente en su tarea: «Mi querido amigo, usted es muy gentil y sé que puedo contar con usted; le pro­meto recurrir a su ayuda cuando tenga necesidad, pero, afor­tunadamente, todavía me siento capaz de cumplir con mi de­ber y debo dar el ejemplo». No cabía más que acatar su de­cisión, y puede ser que Tannery haya sido· más feliz al poder decirse a sí mismo en su postrer instante que hasta eL último día fué un buen obrero.

,.. . . Después de haber hablado del matemático, del profesor, del

educador espiritual, del administrador, del filósofo, del escritor, del crítico, del examinador, será necesario hacer revivir al hom­bre. Pero tenia que en este particular la tarea sobrepase en mucho a mis fuerzas. Los que no le han conocido, jamás sabrán cuánta era la dulzura, la nobleza, la delicadeza de su fisonomía; no podrán imaginar aC'uella mirada velada y dulce, penetrante y fina sin embargo; jamás se darán cuenta cómo su conversa­ción podía mantenerse siempre elevada sin dejar de ser familiar, siempre seria sin ser jamás importuna, muy a menudo agrada­ble y amena sin ser jamás trivial. Ningún amigo fué más se­guro, ni carácter alguno fué más noble.

Durante mucho tiempo todavía sus alumnos y amigos se pre­gunt~n ante una dificultad cualquiera o un problema moral delicado: '¿Qué habría pensado, ·qué habría aconsejado en este caso Tannery? Durante mucho tiempo todavía difícilmente se concebirá que debamos prescindir de sus críticas o de su apro­bación indulgente y se sentirá hondamente el deseo de consul­tarlo; a pesar de la fuerza ton que se imponen las tristes rea­lidades, este deseo renacerá a menudo entre todos aquellos para quienes él fué la conciencia viviente.

EMILIO BOREL.

PRIMERA PAR T E

CAPÍTULO PRIMERO

CONTINUIDAD Y DISCONTINUIDAD EN LAS CIENCIAS Y EN EL ESPíRITU

- Ciertos espíritus se hallan muy aferrados a lo que distingue y separa las cosas, a los caracteres que parecen definir las es­pecies, a las combinaciones de formas y agrupamientos de fuer­zas que permiten el equilibrio, en general, a lo que es discon­tinuo. Otros, por el contrario, allí donde encuentran la discon-' tinuidad, buscan alguna conexión oculta: para ellos el equi­librio no es más que una forma del movimiento; la especie, no más sue un momento de reposo en la evolución, siendo relativas las distinciones.

Estos dos puntos ,de vista los hallamos en todas las ciencias, en matemáticas como en física y en la historia natural. Tam­bién existen mayores relaciones de lo que comúnmente se cree entre la~ ciencias que parecen más alejadas. La observación re­presenta el papel más importante en las investigaciones mate­máticas, y en ellas la inducción es constantemente empleada. El matemático observa las formas geométricas y analíticas como un naturalista observa los entes que estudia. La verdad parece tan exterior al uno como al otro. Las propiedades matemáticas aparecen a quien ha dado a sus facultades una educación su­ficiente con la misma claridad con que aparece la estructura más fina del organismo a quien tiene el hábito del microscopio. Mirándolas, tanto el uno como el otro no pueden dejar de ver lo que ven.

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En las ciencias matemáticas como en las ciencias físicas, se va ascendiendo poco a poco desde las verdades particulares a las verdades generales. Tan sólo después de largos y penosos es­fuerzos se llega a estas proposiciones, admirables por su sim­plicidad y generalidad, que hoy se establecen de una manera tan directa como natural, hasta el punto de dar la sensación de que ellas habrían debido ser halladas inmediatamente.

Pero hay una aproximación más estrecha y singular: el cálcu-

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~!t JULIO TANNERY

lo integral ha puesto en evidencia ,cie~t~s fu?ciones tra~cenden­tes que tienen algo así com~ una mdIvIdualIdad .. una vIda pro­pia; poseen caracteres, propIedades que las defmen netam,e!1te, se reúnen en grupos, en especies, en, géneros, y ~s cl~lfl~a­ciones que de ellas se hacen no son CIertamente mas arbItrarlas que las clasificaciones de la historia natural. Quizás aun hay más: a menudo se puede pasar de una manera continua de una de estas funciones a otra, de nno de estos individuos matemáti­cos a otro individuo que parece totalmente diferente, así como la teoría de la evolución permite pasar de una especie a otra. próxima, y, progresivamente, a una especie más alejada. Em­pero, los intermediarios no tienen la importancia de esos entes extraños que, sin otros órganos que símbolos abstractos, poseen sin embargo una fisonomía bastante típica como para hacerse reconocer en cualquier parte que se hallen. Ellos no desem­peñan más que un papel oscuro y a menudo' arbitrario. Igual­mente, en el orden de la vida real, los individuos que se supone han permitido la transición de una especie a otra, han desapa­recido sin dejar rastros, perdurando solamente aquellos en los que el agrupamiento de los diferentes órganos y una adaptación conveniente al medio satisficieron las condiciones de un equi-librio estable. .

La ciencia inicia sus pasos por el análisis, por las divisiones, por la afirmación de la discontinuidad. Sin duda, lo primero que ha de hacerse en toda ciencia es distinguir claramente los objetos de que se ocupa. En matemáticas, desde sus orígenes. es el estudio de las cosas discontinuas lo que ha hecho progre­sos más rápidos; la teoría de los números, la de los poliedros regulares, que figuraban en las cosmogonías de algunos filóso­fos, han sido llevadas muy lejos por los antiguos -los indios ya las conocían-, como resultado de la resolución de ecuaciones indeterminadas de primer grado, de métodos que no han vuelto a ser hallados sino por Euler. .

La idea de la continuidad, que ha dado nacimiento al cálculo diferencial 'e integral, no apareció claramente hasta el siglo XVII. Lo mismo ha sucedido en otros dominios. La transformación d~ fuerzas físicas y la de las especies --que todavía no es, de nmguna manera, completamente admitida-, son doctrinas muy recientes. Pero el análisis, las diferencias, la discontinuidad, no son más que los comienzos de la ciencia, continuando en todos los desarrollos y mezclándose en ellos; las síntesis, las interpo­laciones, las teorías transformistas, no las han borrado. La trans-

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CIENCIA Y FILOSOFíA !S

formación no es identidad, ni el calor es la electricidad o un trabajo mecánico; como un mono, aun sin cola, no es un hombre.

Los últimos resultados de la ciencia ilusionaron a algunos sa­bios y, sobre todo, a algunos filósofos que se unieron a ellos pretendiendo pasar por sabios. Se ha querido reducir los fe­nómenos físicos o químicos, e igualmente los vitales como los del pensamiento, a puro movimiento, a acciones mecánicas. Qui­zás no esté de más hacer resaltar lo que hay de aventurado, de poco científico en tal inducción, legítima para un pequeño nú­.mero de casos, cuando se la extiende inmediatamente a la in­

. finitud de las cosas. Mas, si esta pretensión es de hecho ligera-mente petulante, parec;e insostenible en teoría, al menos cuando se la examina en toda su crudeza.

Sin duda es cómodo substituir la realidad compleja, densa e inextricable, por las abstracciones simples de las matemáticas.

. Toda reducción a fórmulas, a identidades cuyo desarrollo lo explica todo, es seductora. No deja de ser grandioso suprimir todo desorden, toda contingencia, toda libertad y absorberse en la contemplación ·del orden, de la necesidad absoluta, sin echar nada de menos.

Encontrar, con la ayuda de un paciente trabajo de obser­vación, la explicación metafísica del mundo que los antiguos filósofos querían dar "a prioTi, es una quimera que se acaricia de buena gana y una esperanza que todavía abriga más de un sabio. El objeto es siempre el mismo, sólo que se espera al­canzarlo por otro camino, más largo seguramente, pero al que se considera más seguro.

La penosa ruta a lo largo de la cual las generaciones mueren y se suceden, no tiene término y se pierde en lo infinito; nin­gún sol se elevará para disipar la oscuridad que hay en el fondo de las cosas, ni nos alumbrará la divina e ideal cumbre desde donde se c;uisiera ver todo con plena luminosidad. No hay explicación, No existen más que hechos que, sin duda, parecen conexos, pero que quizás no están contenidos los unos en los otros. Se suceden, pero nada prueba que se engendren. Las puras abstracciones, las fórmulas lógicas, las identidades mate­máticas, jamás podrán adecuarse a la realidad múltiple y diversa. Admitamos que todo fenómeno esté unido a un movimiento definido de la materia, que se produzca todas las veces que este movimiento tenga lugar; no por eso hay identidad entre el fenómeno y el movimiento; el espíritu concebirá siempre las dos cosas como esencialmente distintas y como si no existiese

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entre ellas más que una pnión de hecho. Que estén así. ligadas es una maravillosa e inexplicable propiedad de la matena. Ella es así, pero podía haber sido de otra manera (1); no se puede hacer otra cosa que comprobarla y jamás la experiencia dará a una verdad ese carácter de necesidad, fuera de la cual no cabe buscar una explicación.

Esta concepción práctica de la necesidad, a la que nos con­duce la experiencia mostrándonos la repetición de, los mismos fenómenos, pierde todo su valor cuando se piensa en la tan corta duración de la humanidad en el tiempo indefinido. Esa constancia que observamos en las leyes físicas, ese orden que admiramos en el universo, no lo observamos más que nosotros. Morimos más a prisa de lo c:ue el mundo cambia.

Además de esto, si el progreso de las ciencias está lejos de hacer más cierta la invariabilidad, siquiera relativa, de las rela­ciones que las cosas presentan entre ellas, nuestro espíritu no concibe' claramente la relación entre dos cosas sino cuando se representa a la una como estando idénticamente contenida en la otra, y no parece que haya diferencia entre necesidad e identidad. Por consiguiente, si no hay ninguna identidad entre un fenómeno real y una abstracción como lo es el movimiento, es necesario abandonar la substancia vacía de toda cualidad, de la cual el puro movimiento deberá dar razón de lo que es. Es necesario restituir a la materia concreta, activa y viviente, sus múltiples propiedades contingentes, tan heterogéneas como los fenómenos que constituyen sus manifestaciones. Hasta ha­bría que confesar con cierta franqueza que, como no se sabe qué es la substancia y en qué consisten sus cualidades, no ade­lantaríamos gran cosa admitiendo una única substancia, dotada de diversas propiedades, más bien que dos o más substancias radicalmente diferentes.

«Dadme la materia y el movimiento -se ha dicho- y haré el mundo». Sería preciso decir más bien: «Dadme la materia. tal como es», o en otros términos: «Dadme el mundo tal como es». Nadie dudaría, entonces, que no fuera fácii reconstruirlo.

De nada va!e responder a los que, no queriendo admitir más realidad obj'etiva c:ue la del movimiento, sostienen que esta­blecemos diferencias que no existen en las cosas, sino en la es­fera de nuestras sensaciones, e igualmente si quieren que el

(') Véase el notable trabajo de M. E. BOUTROUX: Acerca de la con­tingencia de las leyes naturilles, París. Félix Alcán, 6a. edición, 1908.

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hombre sea absolutamente distinto del medio que lo circunda y que. según ellos, lo constituye.

Fuera del dominio de las matemáticas. es necesario renunciar a toda explicación; es necesario observar los hechos y coordi­narlos. Por otra parte. su sucesión continua puede estar unida a transformaciones de movimiento. Las ciencias modernas pa­recen mostrarlo para algunas circunstancias, lo que es uno de sus más bellos resultados. Hasta cierto punto, ellas autorizan a los espíritus un tanto imaginativos a creer que siempre es así. De esta manera, los diferentes movimientos de la materia per­mitirían manifestarse a las diversas propiedades de la misma; poco más o menos como en un teatro, los movimientos de los

" tramoyistas hacen aparecer ante los espectadores -que no pue­den comprender por qué esos movimientos ocultos. que ni

>:: siquiera ven. pueden originar sobre la escena tal o cual deco­rado- paisajes o palacios, unos después de otros. Si las cosas

~I fueran así, d.e .ninguna ma~era se debería conceder el n;ismo .' ¡: valor a las dlstlOtas decoraCIOnes que nos ofrece el espectaculo

de la realidad. a los fenómenos físicos y químicos, a los vitales ya· los pensantes.

Sea como fuere y cualquiera sea el progreso eue hagan las ciencias, siempre se estudiarán los hechos aislados, los indivi­duos y las formas cómo se cambian unos en otros. Por otra parte. lejos de contradecirse, los resultados de este estudio se aclararán mutuamente. Empero, es curioso observar cómo el hábito de colocarse en uno u otro de estos puntos de vista modifica profundamente la naturaleza espiritual de los sabios, hasta el extremo de que sus cerebros no parecen organizados de la misma manera. Como se ha dicho al comienzo, los unos ven la discontinuidad en todas partes, los otros la continuidad. Todas las ideas filosóficas, religiosas, políticas, los mismos ca­racteres se moldean de acuerdo con ellas.

Los unos son dogmáticos y adoptan principios formales que proclaman como invariables. Los seres y los argumentos son

. :;. ordenados, ajustados, rotulados dentro de categorías, a su modo. ;\ Según· sus necesidades extraen las premisas mayor y menor para

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construir silogismos cuyas conclusiones creen inatacables. Mu­chos, llevados por el amor a lo discontinuo, a lo trunco, llegan a creer hasta en lo sobrenatural, en el milagro. Son católicos convencidos o protestantes ortodoxos. Algunos hacen meta-física y se complacen en combinaciones de palabras que toman por deducción de ideas. En política, como en otras cosas, son

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los hombres de si~tema: entre ellos encontramos legitimistas, revolucionarios socialistas. A veces sus caracteres tienen fir­meza y aun g;andiosidad. En la energía de sus convicciones poseen una gran fuerza de resistencia y más fác~f!1ente se quiebran .antes que doblarse. Por otra parte, son utIles. Los principios más opuestos contienen siempre una cierta dosis de la verdad que se halla esparcida en todas partes, condensada en una fórmula. Los hombres «que llegan al ridículo de tener principios» se figuran tener derecho a la autoridad y obran en consecuencia. Desde luego, son jefes de escuela, lo que halaga su deseo, y agrupan en su torno fuerzas que, dispersas, nada habrían producido. Toda organización sería imposible sin ellos. Se ha querido restringir su función a los orígenes de la orga­nización política o científica, y se les reputa perjudiciales en una sociedad suficientemente avanzada. Sin duda pueden re­sultar perturbadores, pero no se ha probado que allí haya, en verdad, un origen, cualquiera que sea, y que cada momento no dcba ser considerado como origen de lo que seguirá.

Los otros son a menudo un poco escépticos. No se detienen ni se dan reposo en la contemplación del continuo sucederse, del perpetuo fluir de las cosas, de las transformaciones incesan­tes e indefinidas. En el inmenso cuadro donde éstos o aquéllos quieren representar el mundo, los primeros buscan las líneas, las formas precisas, los contornos bien diseñados; los segundos se esfuerzan en aprisionar los colores fugaces, los reflejos, ·los matices que se funden, la vida que circula y da a los seres un aspecto movible, ondulante. Desconfían de las deducciones y no emplean el silogismo. Habitualmente ven en las religiones positivas la obra de nuestra actividad creadora; algunos se to­rrian el trabajo de estudiarlas, y otros ni siquiera se ocupan de ellas. Dudan mucho de la metafísica, tienen cierto desprecio por sus pretensiones y se mofan de sus fórmulas. Algunos de entre ellos toman la evolución por una explicación, y son los engañados por un dogma del cual sólo les convendría ser los apóstoles.

En política, j5eneralmente, son progresistas, a la vel. radica­Iísimos en teona y muy moderados en la práctica, pues saben que nada subsiste sino que todo cambia lentamente. No tienen confianza alguna en los sistemas absolutos ni en las panaceas sociales; saben bien todo lo que de miseria y sufrimiento hay en el mundo, pero sienten el pesar de no conocer sino remedios poco eficaces V creen '1ue los charlatanes no hacen otra cosa

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que empeorar los males que ellos pretenden curar. Desde luego, sostienen que es necesario estudiar los males en su raíz si se quiere disminuirlos un poco en un porvenir cuya lejanía les asusta. Algunos se consuelan fácilmente y llegan a considerar muy interesante el mundo tal como es, por cuanto no sienten la necesidad de su mejora. Todos reclaman una cierta movi­lidad en las instituciones, quieren que se abandone. su paulatina transformación al juego de las fuerzas naturales. Hasta suelen

. predecir los más graves desórdenes en las naciones donde im-'. "pere el despotismo, que las tendría inmóviles y encadenadas.

Su carácter no tiene siempre una inflexibilidad perfecta. Se les ve tener en cuenta las circunstancias y explicar las faltas de sus adversarios con mezcla de indulgencia y de desdén. Los unos y los otros siempre han luchado y lo seguirán haciendo. Nin­gún partido jamás será definitivamente vencedor. Por esta lucha se hace la ciencia y se transforma la sociedad. ¿Quiénes son los que sirven mejor a la causa del progreso? Se sabe que, general­mente, es inútil plantear preguntas de esta índole, pues los que las plantean, como los que las resuelven, pertenecen ellos mis­mos a una de las dos categorías y deciden la cuestión siguiendo la propia naturaleza de su espíritu.

CAPÍTULO JI

FUNCIóN DEL NúMERO EN LAS CIENCIAS

Dejemos a un lado al puro idealista para quien nada existe fuera de su propio pensamiento: abandonémosle a los sueños que, desde el nacimiento a la muerte, persigue en su soledad. Para otros que no sean este hombre, hay algo que es diferente de eUos: existe un universo del que son sólo una parte un poco distinta. Distinta sí, pero ¿en qué medida? No hay que esperar que yo responda a esta pregunta, ni que, después que tantos otros, intente aclarar u oscurecer el problema de la personalidad humana. Solamente quiero decir algunas palabras sobre la ma­nera según la cual los hombres conocen (o creen conocer) el mundo exterior.

Nos conocemos directamente a nosotros mismos y a nuestros estados de conciencia. En esos estados comprobamos persis­tencias, semejanzas y diferencias; queda por admitir que estos

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estados de conciencia, correspondan al mundo exterior, a los fenómenos que persisten, que se asem~jan, que difieren. ~i esta correspondencia fuera perfecta, sena tal que a cada di­ferencia del mundo exterior correspondería una diferencia en nuestro pensamiento, y recíprocamente. Entonces, nuestro pen­samiento, en donde cada fenómeno llegaría a representarse, equivaldría, en un determinado sentido, al conjunto de fenó­menos. La imperfección de nuestro conocimiento consiste esen­cialmente en confundir los objetos que son distintos, o en con­siderar como distintos los objetos que son idénticos.

En la medida en que la correspondencia entre los objetos ex­teriores y nuestros estados de conciencia satisface a las condi­ciones que he llegado a suponer como la perfección, llegamos a un conocimiento del mundo exterior que es independiente de nosotros, al menos cuando afirmamos en las cosas exteriores di­ferencias o analogías. Se dice comúnmente: el azul y el rojo no se hallan en los objetos, pues tal sensación de colores está en nosotros. De acuerdo, pero cuando afirmamos que un ob­jeto azul difiere de un objeto rojo, afirmamos otra cosa además de la diferencia entre dos sensaciones: afirmamos algo sobre el mundo exterior y que no depende de nosotros.

Sin embargo, en este conocimiento de las cosas, n('j de nos­otros, en este conocimiento que no depende de la manera por la cual los diferentes fenómenos del mundo exterior despiertan nuestras diferentes sensaciones, subsiste necesariamente una radi­cal ignorancia, contra la que no poseemos ningún medio para des­embarazamos. Concibamos dos universos, el uno que sea, si se quiere, . el universo real, el otro un universo imaginario, pero tal que cada fenómeno que allí suceda corresponda exactamente a un fenómeno del mundo real, y recíprocamente. No tengo, no puedo tener ninguna razón para creer en la existencia del pri­mero más bien que en la del segundo. No conozco el uno me­jor que el otro; para mí ellos son equivalentes como lo son dos libros escritos en dos idiomas, pero del que uno es la traduc-ción exacta del otro. ,

Comprender bien esta equivalencia implica comprender en qué cosa nuestro conocimiento del mundo exterior es relativo a nosotros y cómo este conocimiento es necesariamente rela­tivo, por más perfecto que se le suponga. Sin que aquÍ se in­sista, l~art.o se ':'~ que, ~esde este punto de vista, J;>ierde a menudo toda sigmÍlcaclOn la dIsputa sobre la preferencia que conviene

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.,-: concederá esta o aquella hipótesis .científica (1). Oos eüncep­clones que parecen muy distintas serán completamente equi-valentes, si se puede hacer corresponder cada elemento de la

·una.con cada elemento de la otra; ambas concepciones se ex-presarán exactamente con el mismo lenguaje, si se conviene

, . en señalar para las mismas palabras dos elementos correspon­, . dientes de aquéllas. :.i': . Si ,algún conocimiento del mundo exterior es posible, inde­

'~ndientemente de nosotros mismos, ¿cómo se forma?, ¿cómo se convierte en ciencia?, y ¿cómo esta ciencia elimina gradual­mente lo que es nuestro, lo que es nuestra sensación, para no conservar más c;ue el signo de relaciones entre cosas?

,~, Desde luego, a nuestras sensaciones las substituÍmos por sig­nos, por palabras' correspondientes. Aun cuando se trate de una

. sensación simple, es de gran importancia haber reemplazado esta sensación por una palabra que la aísla de las otras sensa­ciones. Aunque los hombres que hablan la misma lengua de­si~nan los mismos .colores con las ~ismas palabras, no. se puede áfirmar que un mIsmo color despierte en todos la mIsma sen­sación. Se puede afirmar solamente que cada uno distingue lo que los otros distinguen, o reconoce como análogo lo que los otros reconocen como análogo. Si uno de ellos viera rojo lo que los otros ven verde, y verde lo que los otros ven rojo, con­

, tinuaría llamando rojos a los objetos que los otros llaman rojos "" y repetiría las mismas palabras que ha aprendido. Esta adver­

tencia, harto trivial, muestra cómo, para la comunicación entre los hombres, importa poco la sensación que una palabra des­pierta en cada uno de ellos. Lo que importa es que cada uno aplic;ue las mismas palabras a los mismos objetos. En efecto, hay como una tendencia a eliminar las sensaciones individua-les en lo~ vocablos menos abstractos.

Por otra parte, a medida que las palabras se van haciendo ,más abstractas y más generales, se observa mejor que su ver­. dadera función es la de designar semejanzas o diferencias, agru­par los objetos por alguna relación común, que los distingue de los otros. Los grupos así formados son netamente separados, se hacen contener los unos en los otros o bien ocupan un lugar

(') Se encontrarán intere~ames ejemplos en un artículo de DUHEM,

inserto en la Revista de Cuestiones Científicas, (julio, 1894); por lo demás, algunas de las ideas desarro'ladas por DUHEM en este ártículo u otros, se encontrarán aquí .

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que no les corresponde. Las pal~bras abstractas despiertan en nuestro espíritu la idea de relaclOnes de esta naturaleza y los razonamientos científicos están fundados sobre estas relaciones.

S~guid algunos de estos ra~~namientos: ~p~nas si las palabras' haran nacer en vuestro espmtu algunas lmagenes vagas, que pronto se desvanecen; las palabras se siguen, la lógica regula la corrección de su ensambladura como la gramática regula la corrección de sus concordancias. Cuando un razonamiento es un razonamiento científico, un razonamiento de palabras o un razonamiento con signos, expresa por tales medios las relaciones que no dependen de quién lo haga o de quién lo cOJl,1prenda. Para contrastar, leed a un poeta: las imágenes y sensaciones van surgiendo de las palabras; el poeta quiere emocionaros, quiere emocionar a un alma gemela a la suya; si se sirve de cosas exterio­res no es sino para llegar hasta vosotros. Para él, ¿son signos las palabras? Sí, aun, pero lo olvidáis mientras os encanta su ar­monía- y os subyupan las sensaciones que evoca. Para el poeta, el poder de evocacion que hay en las palabras es muy débil; para el sabio, las palabras están aún excesivamente impregnadas de sensación, no están lo suficientemente decoloradas, designan más objetos o grupos particulares de lo necesario. Al expresar relaciones entre objetos o grupos, hacen pensar no solamente en estas relaciones, sino también en los objetos o grupos, yeso es demasiado. Lo que nos suministra un conjunto de signos verdaderamente apropiados para no expresar más que relacio­nes, es el número y la ciencia de los números.

La noción de número entero, sea que se la extraiga de la noción de colección, sea que se la confunda con la noción de orden, de números que se siguen en un orden determinado, es suficiente para engendrar la aritmética, el álgebra, el aná­lisis entero. En verdad, estas ciencias se han desenvuelto lo más a menudo con vistas a aplicaciones reales, pero ellas son inde­pendientes de estas aplicaciones, pues que se bastan a sí mis­mas. Los problemas que tratan se engendran el uno del otro y se eslabonan el uno después del otro, llegando a ser cada vez más complejos, de más en más generales, y su única materia se reduce siempre al número que, en último análisis, se refiere siempre al número entero. Haced con los números tales o cua­les operaciones y encontraréis siempre el mismo resultado: a eso es a lo que la matemática pura se reduce. Que semejante estudio preocupe a los hombres desde hace miles de años, que haya producido dos mil volúmenes, número que aumenta con--

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tiílUa~ente; que los gobiernos paguen a personas para que a él se dediquen Y lo enseñen, tal cosa no puede sino causar cierta idItliración, tanto más cuanto que los que a ese estudio se con-

~ ~rancon la más grande pasión, obteniendo de él los más .bellos resultados, fatigados de vivir en un mundo donde casi 'toda realidad ha sido desterrada, disgustados de no manejar ináSque símbolos, no pueden menos de pensar, a veces, que todo su trabajo no es más que un juego inútil.

. :., ¿De qué sirve construir laboriosamente ese templo de la Necesidad lógica? ¿De qué sirve saber cómo se disponen y en­'SarDblan sus diversas partes, sus bóvedas, sus pisos y sus mo­iadas particulares, si el templo debe permanecer vacío? y la Necesidad lógica, diosa del templo, ¿qué es lo que gobiemar Naoa más que consecuencias originadas en suposiciones: «su­puesta tal cosa, resulta tal otra». La necesidad lógica encadena <te una manera rigurosa esas consecuencias, reina sobre ellas de manera absoluta, ineluctable. Pero, ¿qué materia hay en ellas? ¿No es un poco quimérica, como las suposiciones que la

. Juln engendrado? No obstante, nuestro conocimiento del mun-.do exterior irá a ordenarse y organizarse en ese templo.

¿Cómo puede hacerse eso? Simplemente, substituyendo, en . virtud de ciertas definiciones, las cosas por los números que le <,:orrespondcn. Si se puede concebir a priori que semejante co­rrespondencia sea posible, y que las diferencias entre las cosas

.. se traduzcan por diferencias entre números; si se concibe igual­é ·s;nentc que ella puede hacerse de infinitas maneras, subsiste como

hecho asombroso el que nos sirva para algo y que no nos alu­~cine en las inextricables complicaciones de las que nuestra in­.. . teligcncia no puede librarse. Asombro que igualmente subsiste

cuando se comprueba que este mundo numérico por el que substituímos a la realidad, está lejos de corresponderle exacta­mente, y no puede construírsele sino a costa de grandes sim­plificaciones. Este mundo simplificado que el trabajo científico de cada día complica continuamente para mejor adaptarlo a la realidad, nos representa cada vez mejor el mundo real, de igual modo que una serie de mapas, en un principio muy sim­ples y de mas en más detallados, nos hace conocer cada vez mejor la superficie del globo terrestre y, finalmente, nos per­mite viajar sobre ella con la ventaja de saber a cada instante dónde estamos, siempre que sepamos leer estas cartas geográ­ficas y conozcamos el sistema de proyección conforme al cual han sido trazadas.

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Para construir una carta hay una infinidad de sistemas d.e proyección, entre los que se escogen aquellos que nos suml­nistr<m las representaciones más fácilmente inteligibles. La cien­cia del mundo exterior será posible siempre que ella se resuma en fórmulas suficientemente simples como para que nuestro espíritu las pueda dominar. Por consiguiente, la obra esencial del genio científico será escoger, entre los modos de corres­pondencia entre los números y los objetos ,exteriores, aquellos que conducen a las leyes más simples. Que eso sea posible, por lo menos en una cierta medida y entre ciertos límites aproxima-dos, es un hecho, puesto que la ciencia existe. ,

Esta simplicidad de lo que se llama leyes de la naturaleza, a propósito de la cual se me permitirá una corta digresión, es una condición de nuestro conocimiento del mundo exterior; quizás no se relacione más que con nosotros, y con razón se ha dicho que su existencia no importaría a una inteligencia capaz de seguir los fenómenos en su infinita complejidad. Todos han leído la elocuente página, vulgar a fuerza de ser citada, con la cual Laplacc termina ]a Exposición del sistema del mundo: «Se­»ducido por las ilusiones de los sentidos y del amor propio, »durante largo tiempo el hombre se ha considerado como el »centro del movimiento de los astros... Al fin, varios siglos »de trabajo han hecho caer ante sus ojos el velo que cubría »el sistema del mundo. Entoncés se ha visto sobre un planeta »casi imperceptible en el sistema solar, cuya vasta extensión »no es mis que un punto insignificante en la inmensidad del »espacio. Los sublimes resultados a los que este descubrimien­»to ha conducido bien pueden consolarle de la humilde cate­»goría que el nuevo sistema ha asignado a la Tierra, mostrán­»dole su propia grandeza en la extremada pec;ueñez de la base »que le ha servido para medir los cielos».

En verdad, en la concepción de Copérnico y en sus conse­cuencias, no hay ni humillación ni consuelo. No es el cuerpo de] hombre, sino su pensamiento el que es siempre el centro del universo, del universo que él conoce. Por eso el hombre ha adoptado el sistema de Copérnico, el que le ha dado una re­presentación muy simple del movimiento .de los astros, más conforme con la debilidad de su inteligencia, que la que podía tener considerándose como centro inmóvil. Pero, ¿qué se en­tiende cuando se dice que un sistema es más verdadero que otro? Ya se relacione el movimiento de los astros a la Tierra o al Sol, ¿no se puede deducir un movimiento del otro? Este es

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':"/;:l¡~:problema que los astrónomos deben resolver continuamente. \:~';ifAs do¡; concepciones son equivalentes, sólo que la una es más :{{::mmoda que la otra. A la verdad, el sistema de Copérnico, aun \\~irompletado por las leyes de Keplcr, representa de una manera <~': bastante grosera el movimiento de los astros. Pero, ¿qué decir :f((fe la ley"de Newton, de una fórmula ta!1 breve y que permite "-: 'representarse de una manera tan precisa tantos movimientos

{"~e complicados? Si, empero, tal fórmula es la sola de esta especie, , la simplicidad de la ley inhibe la admiración y detiene la sonrisa ,del filósofo frente a las personas c;ue sueñan no sé en qué mis­teriosas correlaciones entre las cosas y nuestro pensamiento.

" ,'.' Allí hay un hecho: alguna ciencia del mundo es posible. En ,1< la infinita complejidad de las cosas es posible desentrañar cier­';~ 'tas correspondencias, que se traducen ?or fórmulas simples sus­:~:Kceptibles de ser fácil~ente apre.hen~i~as po; nues:ro ,espíritu. ;':::;}i!J~ menudo no se obnene esta slmphcIdad S100 reslgnandose a ',:!.~epresentar imperfectamente las cosas, como se reSi!!!13, para ;~i;¡:;:'enseñarles geografía a los niños, a poner cartas simplifIcada~ en .~~~¡~'!l1s manos; en algunos casos esta.s !órmulas simples penniten I~;:*:~':fvanzar notabl~me~te en ~l conOCImIento de las cosas.. . :\~~!;' Llego a las CIenCIaS partIculares, las que se ordenan slgl11endo, <.:)(CPOCO más, o. menos, la importancir. del papel que desempeñan ,f}',~~S matematIcas en ellas. ~¡ < ,:l.ji U no de nuestros más ilustres geómetras se complace en re­

. que la geometría es la primera de las ciencias experimen-En efecto: hay en el origen de la geometría un cierto

... {-, ..... ,,~~ de nociones que tienen un carácter indiscutiblemente tales como la extensión, la distancia, la solidez,

desplazamiento de los sólidos, la línea rectl. Estas nociones tan simples, tenemos en lo tocante a ellas un hábito tan

do, nos resultan tan claras, que puede parecer legítimo as tan primitivas como la noción de número enteiO y

derar, desde luego, la geometría, como formando parte las matemáticas puras con la misma legitimidad que la arit­. ca, el álgebra o el an1lisis. Por otra pane, es lo que se ha

:It,,:~.,""-1l0 durante mucho tiempo: históricamente, la geometría pa­h.iberse desarrol!ado más rápidamente que la ciencia pura

" número, vesta última misma no alcanzó toda su evolución "l,!Sin? después de la invención de la geometría analítica, que unió

Itl algebra con la geometría. ,No' puede caber en el espíritu de nadie poner en duda los

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servicios que la geometría ha prestado al análisis, cuyos des~ arrollas, sin la geometría, habrían sido de hecho imposibles, pero no en teoría. Sin embargo, cuando se permanece en el dominio de la geometría pura, es muy difícil distinguir claramente las nociones existentes en el origen;' discernir aquellas que son in~ dispensables, irreductibles las unas a las otras. Por otra parte, que la geometría puede ser construída con la sola noción de número, independientemente de la noción de espacio, es algo que modernamente está fuera de duda. Es suficiente llamar punto a un sistema de tres números cualesquiera, y definir los elementos ~eométricos, la distancia en particular, por opera­ciones anahticas que se efectuarán sobre los sistemas de tres números. Así se constituirá un capítulo del análisis, relativo a sistemas de tres variables, donde las denominaciones serán exac­tamente las mismas que las de la geometría y donde se volverán a encontrar todos los teoremas de la ciencia del espacio. De más está decir que las definiciones deberán ser halladas de ma~ nera que· satisfagan a las condiciones que impone la experien­cia; la definición de distancia y la condición que el desplaza­miento de un sólido sea posible, formarán el núcleo de esta ál­gebra geométrica, que de ninguna manera tengo la pretensión de desarrollar aquí.

Pero como el lector comprenderá po: sí mismo, esta manera de proceder, que a primera vista parece muy artificial, permi­te distinguir claramente -por lo mismo que en modo alguno se recurre a la intuición- las hipótesis fundamentales de la geo­metría, es decir, las restricciones particulares que es necesario hacer para extraer de la teoría analítica de sistemas de tres variables esa ciencia especial que es la geometría de tres di­mensiones. Otro punto ha sido puesto en evidencia, y es el que, además de las restricciones que es necesario hacer ineludible­mente al principio para constituir una ciencia que corresponda a la geometría, sería inexcusable formular una restricción más particular para reencontrar la teoría de las paralelas. Aparece­ría claramente, entonces, el verdadero carácter del postulado de Euclides, carácter que, por otra parte, los geómetras puros ha­bían comenzado a aclarar. En otros términos, se pueden conce­bir diversas geometrías, entre las cuales la denominada eucli­diana -aquella a la cual estamos habituados y que conserva la teoría ordinaria de las paralelas- no es sino un caso particular. Como se ha mostrado, aquí todavía no se plantea la cuestión de

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CIENCIA Y FILOSOFtA Ii

saber si una es más verdadera que la otra (1). Ambas son equi­valentes en el sentido de que se puede pasar de la una a la otra, traducir la una en la otra, sin que sea preciso para el estudio del mundo exterior, rechazar la geometría euclidiana, excepto en el caso que resultara de ello alguna importante simplificación.

También se concibe que se pueda construir una geometría de cuatro dimensiones, considerando cuatro variables en lugar de tres e introduciendo, en el estudio de los sistemas de cuatro variables, restricciones y definiciones análogas a las que se llegó

\ a' establecer al principio de la geometría de tres dImensiones; así se puede constituir un capitulo de álgebra no carente de interés.

Si se quiere, se admitirá que ella corresponde a alguna realidad que, en verdad, somos incapaces de imaginar, pero que es ló­gicamente posible. Ciertos físicos, cuyo genio no conoce la timidez, tratan ya de sacar partido de esta concepción para la representación d~l mund~ exterior. Pero es lícito r;o ver aquf mas que un capItulo de algebra pura. Por 10 de mas, se podra multiplicar las dimensiones tanto como se quiera.

Reducida así la geometría a no ser más que un capítulo de la ciencia del número, es claro que, si se hace ahora correspon­der a un objeto cualquiera un símbolo puramente geométrico, eso implicará hacerle corresponder una combinación numérica.

En la cinemática o estudio geométrico del movimiento se introduce una variable numérica que no desempeña el mismo papel que las variables que sirven para fijar los puntos en el espacio: me refiero al tiempo. Pero mientras no se trate de las aplicaciones de la mecánica, la naturaleza de esta variable es enteramente indeterminada, salvo la condición de variar siempre ene) mismo sentido. Ese es el carácter, de alguna manera pri­mordial, que no podemos arrebatar al tiempo; huye siempre en el mismo sentido, sin volver jamás hacia atrás. De una manera precisa, si se consideran tres acontecimientos, y si el segundo es posterior al primero y el tercero al segundo, nos vemos forzados a concebir el tercero como posterior al primero. Esta noción es tan primitiva que muchos filósofos y matemáticos (y no de los menores), sostienen que la idea de número se halla ligada de manera indisoluble a la idea de esta sucesión en el

. tiempo.

(') Vé~se en la Revista general de las Ciencias (diciembre de 18

91),

un artículo de H. POllcaré sobre las Geometrías no el.lclidianas.

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8~ JULIO TANNERY

En la mecánica racional, la nOCIon de materia no interviene más que por sus propiedades geométricas, y por un número con signiticación particular, la masa, que se supone ligada a cada partÍcula material, la cual sigue tras ella todos sus movi­mientos. Insistiré en seguida sobre la determinación de este número. En la definición de fuerzas, c;ue también se considera en mecánica, no entra ningún otro concepto fuera de la masa, el tiempo y los elementos geométricos. Aparte de sus aplica­ciones, también la mecánica racional puede ser considerada como un capítulo especial de la ciencia del número, como el estudio de un cierto sistema de ecuaciones diferenciales. Y más particularmente todavía, la mecánica celeste trata de casos en los que se considera que las fuerzas obedecen a la ley de Newton; esa mecánica se vincula, en consecuencia, con un sistema más particular de ecuaciones diferenciales.

Si se quiere aplicar estas ciencias a la realidad, el tiempo ya no podrá ser una variable cualquiera, pues será una variable determinada, a la que será necesario valuar con un péndulo determinado. I!?,ualmente, las masas ya no serán números cuales­quiera, sino numeros determinados que también es necesario valuar.

Teóricamente, se podrá medir el tiempo no importa con qué péndulo, con tal que las agujas se muevan siempre en el mismo sentido. Una vez escogido este péndulo, se dira que dos inter­valos de tiempo son iguales cuando, durante estos intervalos, la aguja haya girado dentro de un mismo ángulo. Por definición, el movimiento de la aguja de este péndulo será llamado unifor­me. Otro péndulo regul~do en forma diferente marcará otro tiempo; las duraciones que, valuadas sobre el primer péndulo eran iguales, no lo serán se si las valúa asimismo con el segundo. Poco importa si se sabe, en cada instante, los números que marcan los dos péndulos, siempre que, conociendo uno de estos números se pueda deducir el otro, sea por medio de un cuadro convenientemente compuesto, sea por medio de una fórmula. Se tendrán entonces todos los elementos necesarios para hacer lo c;ue en matemáticas se llama un cambio de variable. Pero acontece (1) que este cambio de variable modifica profunda­mente las ecuaciones de la mecánica; si ellas eran simples con la primera variable, serán complicadas con la segunda. Estas ecua-

n Vé~se el "Estudi.:> crítico sobre la Mecánica" de CALINON (ver más adelante, pág. 101).

CIENCIA Y FILOSOFtA 87

ciones adquieren toda su simplicidad cuando se elige un péndulo especial, el péndulo sideral, regulado por el movimiento apa­rente de las estrellas, o si se quiere, por el movimiento de la Tierra.

Para pasar de la hora señalada por el péndulo sideral a la que señalan nuestros péndulos ordinarios, no hay que hacer, por otra parte, sino un cambio insignificante, insignificante porque no altera la igualdad. Dos duraciones que son iguales cuando se Jas valúa con un péndulo sideral, todavía son iguales cuando se las valúa con un péndulo ordinario, que marca lo que se llama el tiempo medio. Aquéllas no serían las mismas si se utilizara un péndulo regulado por el movimiento aparente del Sol. Las leyes de la mecánica, simples cuando se emplea el péndulo sideral, se complicarían singularmente con el péndulo solar. Esta simplicidad es la que ha determinado la elección.

':. ¿Cómo se ha llegado a reconocerla? Por numerosas observa-ciones, algunas de las cuales son muy vulgares. Estamos habi­ruados a la repetición de una muchedumbre de fenómenos, los que se asemejan de tal manera, que los consideramos casi como idénticos. Es cómodo decir que exigen el mismo tiempo para cumplirse, lo que significa, en el fondo, que se supone la exis­tencia de un péndulo que marcha de tal manera que marcaría siempre tiempos iguales para la duración de esos fenómenos.

He aquí un reloj de arena: admito de buena gana que crmpleará . el mismo tiempo en vaciarse hoyo mañana, en este cuarto o en . otro cualquiera; dígase lo mismo para un conjunto de fenómenos . físicos. Este hábito es tan familiar que se ha pretendido encon-trar allí una definicIón para la igualdad de dos duraciones. Se dice que dos duraciones son iguales, si durante cualquiera de ellas se cumplen dos fenómenos idénticos. Tomada como defi­nición, esta proposición implica un contrasentido, o por lo menos un círculo vicioso. En primer lugar, propiamente hablando, no hay dos fenómenos idénticos; si son dos, si se les diferencia,

. -es que son distintos en algo; ¿por qué no difieren por sus du­,raciones? Como se ha dicho, 10 que caracteriza a un fenómeno son las circunstancias de ese mismo fenómeno, y la duración de un fenómeno es una de esas circunstancias; ¿por qué aislarla de las otras? ¿Se c;uiere significar que si todas las circunstancias de dos fenómenos, aparte de la duración, son las mismas, las duraciones serán también las mismas? Habría gran dificultad

. en encontrar semejantes fenómenos; y la definición, así enten-

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88 JULIO T ANNERY

dida, sería poco aplicable. Sin duda, se quiere decir algunas circunstancias, pero ¿cuáles?

El sol sale y se pone todos los días; dos días solares son fenómenos bastante semejantes, ¿por qué no consideráis como iguales sus duraciones? Empero, no se puede, sin incurrir en círculo vicioso, extraer una definición de esta proposición, que no deja de tener algún valor práctico. Los fenómenos que se ase­mejan mucho -de los cuales estamos acostumbrados a decir que se repiten- existen en muy grande número y, de ordinario, la simple suposición de que se verifican en el mismo tiempo está de acuerdo con ella misma. En lugar de un reloj de arena, tomad dos; por ejemplo, habéis observado que' emplean el mismo tiempo en vaciarse; volved a realizar la experiencia; los· habéis dado vuelta al mismo tiempo y en ese mismo instante serán vaciados. Esta observación -u otras análogas- os es tan familiar que desdeñaréis recomenzar la experiencia. Experien­cias de esta naturaleza, y otras infinitamente más delicadas, están compleramente de acuerdo con la definición que quiere que dos intervalos de tiempo sean iguales, si r;I.urante cualquiera de los dos intervalos la Tierra ha girado dentro de un mismo ángulo alrededor de su eje, valor que la astronomía nos permite medir. Y, finalmente, conviene detenerse en esta definición: ella es la que permite establecer el más simpk y completo acuerdo entre las teorías mecánicas y los hechos, e igualmente introducir la desigualdad de los días solares en el dominio de las leyes simples, como también esa igualdad de duración que la costumbre nos induce a atribuir a esos fenómenos, que no hacen, por así decirlo, más que repetirse. Hay razones, origi­nadas en la mecánica misma, para creer que si se la aplica a períodos extremadamente largos, extraordinariamente más largos que los que la observación nos permite considerar, esta definición ya no permitiría conservar su forma simple a las ecuaciones de la mecánica; y entonces convendría cambiar, no a ella, sino a las ecuaciones, si la ciencia abarcara, algún día, períodos tan considerables.

La masa de un cuerpo es el número que se mide con una balanza, y que en el lenguaje corriente se denomina su peso. Si peso un cuerpo con una balanza -que lo pese aquí o allá, en París o en Marsella, en el fondo de un valle o en lo más alto de una montaña- encontraré siempre el mismo peso. Si, por ejemplo, ese cuerpo es una cierta cantidad de agua contenida en un recipiente cerrado, si caliento esta agua para reducirla

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CIENCIA Y FILOSOFIA SI

a vapor. y peso éste, encontraré siempre el mismo número, que se volverá a encontrar, por otra parte, aun después de complejas transformaciones muy distintas de las que he descripto. Allí hay un hecho de la experiencia que concuerda con la definición de materia de la mecánica racional, por existir un número fijo ligado a cada una de sus partículas. En realidad se puede medir, por medio de ciertas experiencias precisas, un número que per­manece fijo para cada parte de la materia: este es el principio de conservación de la masa.

A este mismo cuerpo c:ue, desde luego, ha sido pesado con una balanza, será suficiente subirlo desde el fondo del valle

· hasta la cumbre de la montaña; llevarlo un poco lejos hacia el norte o hacia el sur para ver variar su peso si, en lng-ar de una balanza, uno se sirve de una romana muy sensible. ¿Cómo sos-

· tener después de esto que el principio de conservación de la . masa tenga en sí alguna evidencia metafísica que deba hacerlo

admitir a priori, y que él exprese la indestructibilidad de la 'materia, la imposibilidad de que la nada se transforme en ser · o que el ser vuelva a la nada? Es asombroso que haya pensado­res que han sostenido esta opinión. Pero, ¿por qué, entonces, ese

. nllmero medido de cierta manera, y no otro, medido de manera :.distinta, es el que permanece constante? ¿Qué es lo que puede ':':'~:ju~tificar a priori el empleo de la balanza en vez de la romana?

, .i Y aun con la balanza, ¡cuántas precauciones es necesario tomar! , ,Entrad en un laboratorio y mirad al físico que realiza una deli­

cada pesada en el vacío, que observa pacientemente las lentas os­, cilaciones de una aguja montada sobre un instrumento cuya com­o plicación os admirará; nos os mováis porque agitaréis el aire del

. ~" .. cuarto, haréis temblar el entarimado, perturbaréis el instrumento, ¡""cambiaréis el número que el físico acecha y existe el peligro de .. ; '~ue le haríais realizar una experiencia en que el principio de

',1;1 conservación de la masa perdiese su exactitud. Sin duda, el físico sabrá daros cuenta de todas las precauciones

. ,que toma, pero sus explicaciones se hallan ligadas a una infinidad

., ,de experimentos minuciosos que nada tienen Que ver con la evid~ncia a priori. Las experiencias groseras, hechas con ap:lra­tos Imperfectos, dan desde luego la idea de invariabilidad de la masa. Solamente permitirían afirmar que la masa varí:l muy poco, pero como no hay ley matemática más simple que la de

"é la constancia del número, en ella se busca apoyo; y cuando se ~h~ . en.~ontrado que dicha ley falla, en lugar de admitir la :Vanaclon de la masa, o admitir que ella depende de la tempera tu·

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",O JULIO TANNERY

ra ~ de la presión atmosférica, se ha puesto ingenio en realizar la experiencia en condiciones especiales en las que la constancia de la masa es conservada. La mejor hipótesis es considerar la masa como constante, porque ella nos permite la representación mas simple del universo. Pero, lógicamente, otras hipótesis, que no harían más que complicar los cálculos, serían también legí­timas.

Y, para terminar con este asunto, ¿qué decir de aquellos que pretenden justificar a priori el principio de la c. )nservación de la energía? Es suficiente pensar en lo complicado de las ecuacio­nes por las que se expresa este principio para sonreír ante la idea de una justificación metafísica. Quizá se os ditá: ignoro si eso que llamáis la masa yeso que vosotros llamáis energía permanece constante, pero sé que hay algo que es constante, sé qu~ hay leyes; y esto me basta. Entonces, la pretensión es muy modesta, tan modesta que aquí es insignificante; ¿qué es eso de decir que alguna cosa es constante, si no se sabe qué? y, ¿por qué sería tan claro que nada se pierde y que nada se crea? Todo cambio, ¿no es la destrucción de lo que era y creación de lo ('ue será?

El astrónomo no pesa con una balanza las masas con las que opera. Si él conociera exactamente ciertos números, entre los cuales las masas del Sol y la de los planetas figuran en primer término, las fórmulas de la mecánica celeste, admitiendo su perfecta rigurosidad, le permitirían calcular, con una aproxi­mación indefinida, la posición de los astros en cualquier momen­to. Por medio de estas fórmulas, el astrónomo se ingenia para definir otros números, accesibles a la observación, y que le permiten determinar los que busca. Los números suministrados por la observación no son más que aproximados en todos los casos, lo mismo que los números que el astrónomo deduce por medio de largos cálculos. Por tanto, ello no puede ser cuestión de una aproximación indefinida en las consecuencias, y los pe­ríodos durante los cuales las fórmulas de la astronomía, redu­cidos a número" representan el movimiento de los astros con exactitud suficiente, son necesariamente limitados.

En las partes de la física que tienen un carácter decididamente matemático, por ejemplo, en las teorías de la termodinámica, de la electricidad, de la luz, el proceso es siempre el mismo: llegar a definiciones puramente matemáticas, que substituyen a las cosas y que permiten una representación suficientemente simple. Estas definiciones son su,geridas por largas reflexiones

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CIENcrA y FILOSÓF1A ,H

sobre los resultados de la experiencia, por ideas preconcebidas que han surgido de la organización anterior de la ciencia. Gra­cias a ellas, toda una clase de fenómenos se hallan reemplazados por una breve fórmula y separados de la infinitud de otros 'fenómenos que se mezclan con ellos en la realidad. Esta simpli­ficación es esencial. ¿Qué haría el geómetra si quisiera pensar al mismo tiempo c;ue en sus formas abstractas, en el color de los cuerpos, en su 'materia, en las accione? Y reacciones físicas, químicas o biológicas que allí ocurren, en el universo entero que hay en cada una de sus partes? No, él aparta todo esto de su pensamiento para no retener más que las definiciones.

Es necesario que el físico proceda de igual manera, pero en un mundo de complejidad diferente. El físico no se mueve libre­mente en el espacio puro y no juega con los símbolos que se entretiene en crear. Las cosas le estrechan, y siente su presión por doquiera. ¿Qué desatenderá, qué retendrá en su pensamien­to? Me parece que las dificultades matemáticas no son nada frente a la elección de estas definiciones que son la esencia de las teorías físicas, y permiten poner en ecuación los problemas reales. Es de admirar, pues, a los primeros físicos y geómetras

, que tuvieron éxito en esta tarea. En las ciencias experimentales y sobre todo en aquellas que

tratan de fenómenos relativamente simples, las matemáticas des­empeñan un papel todavía más modesto; permiten un principio de organización en virtud de formular leyes empíricas que traducen una correspondencia entre dos series de números obtenidos por medida, experimentales. Estas leyes sólo hacen añadir a las series de números la suposición de una cierta con-' tinuidad en la variación de los fenómenos, suposición que ex­presamente se halla en casi todos los dominios de las ciencias físicas. '

Aunque la costumbre de esta continuidad la haya hecho eri­gir en principio a p¡·iori, nada nos obliga a creer que ella resida en el fondo de las cosas; simplemente, nos resulta cómodo supo­,nerla y no hay ningún inconveniente en ello, si las discontinui­dades son tan pequeñas que no pueden ser observadas. Se trata

. d.e simplificar la expresión de estas leyes empíricas, de manera, sm embargo, que el error que resulte de su aplicación sea del ,?lismo orden de los errores que, necesariamente, suponen los

.dnstrumentos de medida con los cuales se han obtenido los nú­ltleros cuya correspondencia estas leyes expresan. Las diversas

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'u JULIO TANNERY

expresiones oue satisfacen esta condición son tan excelentes la una como la otra, ~i bien se e'icoO'e h más sim.,le. Los límites entre Tos cuales se puede así simplificar la exnresión de bs leves empíricas son t:mto más amplias v permiten obtenpr expresiones tanto más simp]ec; cuanto los instrnmentos de mpciicla son ¡nás toscos. También la imperfección de nUf'stros seT"ticlos V de los primeros instrumentos de medicia ha cle<empeñ.,do un p'm~l útil en la constitución de la ciencia empírica, pues ha conducido a enunciados muv simples, (me no representaban las cosas, sin duda, sino con grosera aproximación.

Pero estas leyes, de una simplicidad tentadora, condujeron a un primer grupo de fenómenos permitiendo orier'ltar las ulte­riores investigaciones. A la vez que se perfeccionaban los ins­trumentos de medida. ha sido necesario, poco a poco, comnlicar las leyes empíricas. Por muv complejas -que sean, son infinita­mente más simoles que los fenómenos ('ue representan. de los cuales constituyen signo,>, y suministran a la reflexión científica una materia Que le es m1s aproniada. A vecec;. un:'! visión genial viene a agruparlas, las Iiqa mediante una feliz definición y las hace penetrar, bajo una forma mejor. en la ciencia teórica. Por lo demás, importa observ:1r Que esta última ciencia, por lo mis­mo que es la mejor organizl'!da -como la mecánica celeste-, y no implica, fuera de sus definiciones, más que una cadena riQ'n­rosa de deducciones matemáticas, no puede iamás prescindir de la experiencia. Si ella quiere ser una remesent:1ción de lo real. no ha de aplicarse expresiones numéricas arbitrarias sino a números particulares. La ciencia teórica siempre tendrá ne­cesidad de datos experimentales y estos datos siempre serán imperfectos, puesto que ellos resultan invariablemente de medi­das. Jamás estará terminada la tarea del experimentador; ~iempre tendrá necesidad de ingeniarse para encontrar nuevos números, menos inexactos que los que habían obtenido sus predecesores.

Trátese, pues, de la geometría, de la mecánica, de la astro­nomía o de la física matemática, siempre es un capítulo especial de la ciencia de los números que lleva el nombre de un capítulo de la ciencia de lo real. Cuanto mej or se halla constituída una ciencia, más claramente aparece que es una ciencia de signos; una vez admitidas sus definiciones, tal ciencia no es más que una serie de deducciones lógicas, absolutamente necesarias. Pero es preciso no olvidar que esta necesidad lógica que aquí domina soberanamente, no concierne ¡¡ino a los signos; nada autori-

CIENCIA y FILOSOFtA ~

za para transferirla a las. cosas, sin cambiar su carácter (1). El papel que en estas ciencias desempeñan las matemáticas

no debe ilusionarnos. Sin duda, las deducciones matemáticas son de un rigor absoluto, pero a condición de que permanez­can en el dominio de las matemáticas. En tanto que aquí se permanezca, no se pueden impug-nar las conclusiones a menos

" de impugnar a la misma razón. Si hacéis tales cálculos con ta­les números, encontraréis tales resultados; he ahí, una vez más,

,lo que afirman las matemáticas, lo que es de una necesidad ló­igica. Nada más pueden afirmar y tampoco pueden afirmar la

conformidad entre los resultados de un cálculo y los resultados de una experiencia. Este acuerdo es un hecho, y no tiene, ni puede tener, otra importancia que la de un hecho, repetido tan­

,tas veces como se quiera. Que se diga, si se quiere, que este acuerdo nos revela la ne­

.ccsidad que se halla en el fondo de las cosas regulando su ,curso; es nna creencia como otra cualc;uiera y, seguramente,

';nadie buscará en la ciencia razones para impugnarla. Pero na­'die tiene tampoco derecho para querer imponerla en nombre ,_L la ciencia, y es necesario entenderse sobre este acuerdo, se­

mente admirable, entre los resultados de la teoría y los de experiencia. Una vez más, este acuerdo no es más que onvitnado, ni puede serlo de otra manera, puesto que una

no puede ser más que aproximada. Para el físico es ","".,t'" .. ecto cuando la diferencia entre los resultados de la teoría

:y IQs de la experiencia no es más grande que los errores que se,originan de la experiencia. Desde luego, lo que conviene in­ducir del acuerdo entre la teoría y la experiencia es que los

.,fenómenos están determinados por leyes teóricas dentro de ) ciertos límites, límites que conoceremos si conocemos los ins­

.';:'tfUmentds de medida, en lo cual todavía no hay más que una ",:':Jnducción. El valor de esta inducción no puede ser discutido, :~F'pero no es necesario llevarla muy lejos; si se afirmara que el

'ac,uerdo entre la teoría y la experiencia debe perseguirse inde­finidamente, se trascendería infinitamente los límites entre los cuales es leg-ítima aquella inducción.

" Resumiendo: en ciertos capítulos expresamente constituIdos de la ciencia de los números, hay algunas cIases de fenómenos

simples, y que, de hecho, simplificamos aún

, (1) Sin duda, no es necesario exponer aquí la tesis de BOUTROUX: ,"Acerca de la contingencia de las leyes de la naturaleza".

ItzelAguilera
Resaltado
ItzelAguilera
Resaltado

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.u JULIO T ANNERY

más con cierta arbitrariedad de los que podemos hallar una re­presentación aproximada, aunque plenamente· inteligible y ló­gicamente encadenada. Este es un hecho admirable, pleno de promesas; seguramente es legítimo esperar e igualmente afir­mar que esta representación pueda llegar a ser mucho más apro­ximada pudiendo extenderse a otras muy distintas clases de fe­nómenos de los que hasta aquí han podido ser estudiados. Pero si se estuviera tentado de creer que este progreso no puede ser indefinido y que hay fenómenos que no entran en los dominios de ninguna ciencia posible, queda la libertad de sostener esta opinión, y se podra defenderla siempre, retrocediendo, si es necesario, paso a paso. Pues, de la infinidad de fenómenos exis­tentes, la ciencia jamás habrá estudiado más que un fragmento Ínfimo, y no lo habrá estudiado sino imperfectamente; siempre habrá tantos fenómenos alejados como se quiera, tan complejos o tan pequeños que la ciencia no podrá aprisionarlos.

Permítaseme penetrar por breves instantes en los dominios del sueño e imaginar, al contrario de cuanto acabo de decir, que este progreso sea posible y sea realizado, que un hombre semejante a nosotros, pero infinitamente superior por su inte­ligencia, fuera capaz de disponer de una ciencia eeuivalente a la realidad exterior, en el sentido de que para él todos los fenómenos correspondiesen a transformaciones numéricas, de las que tuviera la más clara comprensión. Si la magnitud de su inteligencia le dejara lugar para alguna de esas inquietudes que cultivamos bajo el nombre de filosofía, quizás quedaría aún descontento y diría que la ciencia de los números no es· más que una abstracción, que corresponde perfectamente a las cosas pero que no las explica; que se explica solamente a ella misma y que, igualmente, no responde a esta pregunta: ¿por qué en el dominio infinito de las transformaciones numéricas que mi pen­samiento puede asir, son éstas más bien eue aquéllas las que corresponden a la realidad?, y ¿por qué los números, por medio de los cuales designo y reconozco las cosas, corresponden a las sensaciones que experimento antes que a otras?

Cualquiera que sea la concepción puramente aritmética de la ciencia del mundo exterior, por lo menos, me parece ofrecer una ventaja en lo cual no cabe engaño posible: nadie se ima­ginará, sin duda, que el mundo exterior no es más que una serie de operaciones aritméticas. Por mi parte, creo que es el placer de dejarse engañar lo que hace que habitualmente sólo se llegue a una concepción intermedia a la concepción mecá-

l.

CIENCIA Y FILOSOF1A .u

nica. Aquí se repite que nuestras sensaciones no se hallan más que en nosotros, que no es necesario, como lo hacemos, llenar el universo donde no hay color ni sonidos, donde no hay más c¡ue movimiento. El movimiento -se dice- es la sola realidad exterior. Por la variedad de sus formas ella sola explica todo y muchos se complacen en imaginar pequeños puntos que cir­

. culan en el espacio girando los unos alrededor de los otros. Los servicios que ha prestado y que todavía prestará esta con­cepción son indiscutibles. No es aconsejable privarse de elios, aSl como ningún sabio -por más persuadido que esté de la sub­jetividad de sus sensaciones- se halla dispuesto a pasar por alto

- esas sensaciones, a cerrar los ojos y taparse los oídos; empero, considerada en sí misma, no veo que esta concepción sea per­fectamente inteligible y que se gane gran cosa conservando esta última y vaga intuicion del movimiento, para no atribuir

. realidad objetiva más que a ella sola. Si se quiere que exteriormente a nosotros no haya azul ni

rojo ¿por qué se quiere que haya movimiento?, ¿movimiento -de qué?, ¿de la materia? Empero, no puedo imaginar la mate­

.. ria despojada de sus propiedades y, justamente, son estas pro­piedades las eue pretendéis reducir al movimiento. Si trato de borrar el recuerdo de mis sensaciones, de esas sensaciones de luz y tacto de las que la materia es inseparable, entonces, ya no

. distingo la materia de la pura extensión, y la misma extensión se desvanece en mi pensamiento, lo que me ocurre al concebir la materia carente de propiedades. Admitamos que la luz no sea más que un movimiento, ¿cómo imaginaré esa extensión oscura, donde la luz está presente? ¿Cómo distinguiré las par­tículas q\le se mueven? Y si se me dice que esas partículas no pueden penetrarse, ¿qué entenderé por ello, puesto que no las distingo de lo que ellas no son? i Vosotros me convertís en tiego! ¡Elimináis en mí el sentido del tacto y pretendéis ha­cerme especular sobre intuiciones que no puedo tener! Pues bien: aun en tal caso, la sucesión de mis estados de conciencia me permite conservar la idea de número y reconstruir la larga y múltiple serie de deducciones que contiene; entre esas de­ducciones infinitas se han elegido algunas, y se me dice que éstas corresponden a algo que no soy yo: a las posibilidades de otros estados de conciencia. No se me dice absolutamente nada que sea ininteligible y, si me devolvéis la vista, el oído y el tacto, si reconozco eue las sensaciones que me invaden Corresponden a esa ciencia de los números que antes tenía,

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"ti JULIO TANNERY

no me imaginaré que el mundo exterior sea esta ciencia, pues bien sabré que ella no es más que un signo. No despreciaré este signo, seré como un hombre que, instantáneamente, hu­biera aprendido música, hubiera leído y releído tal partitur:l, hubiera tenido la paciencia de ver en cada línea qué nota ha­bría seguido a otra. Ahora, si aprendo la música, la partitura me parecerá, por el contrario, admirable; hojeándola oigo can­tar los violines, gemir la flauta o el oboe, resonar los cobres.

CAPÍTULO III

LA ADAPTACIóN DEL PENSAMIENTO

Al señor Félix Le Dantec Mi querido amigo: Sabéis cuánto placer tengo en leeros; sois uno de los raros

amigos cuya palabra impresa evoca en mí el recuerdo de acen­tos familiares. Al leeros os escucho. Si a veces vuestras opi­niones me desazonan y chocan. no me enfadnn, V ¿cómo po­dría ser así? ¿No resultan eI1as de un encadenamiento de causas al que nadie puede hacer variar, vos menos que cual­quier otro, ya que estáis tan seguro de que ese encadenamien· to es necesario? Es prudente, acaso, contentarse con la bella franqueza y claridad con que expresáis vues~ras opiniones dán­doles apariencia de gozo.

A menudo me he preguntado cómo vos, c;ue sostenéis que na conocemos las cosas sino solamente nuestra propia conciencia y las modificaciones que a eIla trae el mundo exterior, podéis complaceros en rebajar el pensamiento, considerarlo como un «epifenómeno» sin importancia, cuya supresión no traería gran cambio en el Universo. No hay necesidad de deciros que ten­go la misma opinión que vos sobre la relatividad de nuestros conocimientos, y hasta me asombro de aquellos (me son capa­ces de comprender esta doctrina, sin que inmediatamente les penetre su evidencia; ella me inclina a considerar como muy esencial al pensamiento.

Os concedo el mérito de haher desenvuelto la idea de un Universo donde no brillaría ning6n sol, donde el mar y el vien­to no ru{!ieran, lo que sería como un Universo que no existiera. No tendríais inconveniente en h::tcer filosofar al señor de la Palisse sobre este hermoso tema que tan bien se presta a la elo-

CIENCIA y FILOSOF1A 4.7

cuencia. Empero, si no conozco más que mi pensamiento, sólo él puede interesarme. Lo que me desagrada es que se le humille

se le trate de «epi fenómeno». A menudo he dC:ieado hablaros re este descontento. Las vacaciones pasadas juntos «en el do de un golfo lleno de islotes», no se han repetido. ¡Cómo

lejos y a la vez cerca! ¿No hace de ello veinte años? ¡Ah! ¡Las largas y bellas ch1r1as cue hemos sostenido, tendi·

sobre la hierba en un repliegue de, la ribera, respirando el able olor del mar, mirando correr las nubes, sonriendo a

estras ideas que corrían también y trataban de alcanzarse! no creáis que las vacaciones de aquel entonces hayan sido

únicas que he pasado en vuestra compañía; tenía vuestros ros que para mí son libros de vacaciones: helos aquí, com­

te borroneados con marcas de lápiz, de notas rnargi­o repletos de tirillas de papel que a veces he tenido suma

en leer. No quiero volver a abrirlos, me enfrascaría nuevo en ellos, los garabatearía con nuevas notas y no sé

cuando os remitiría esta carta que os he prometido. Sí, mucho charlado silenciosamente con vos. He aquí (me cierro vues- . libro para pasearme, entablo una conversación trepando por

. sendero. la continúo sentado en una piedra, escucho vos el minuto glorioso para gustar el cual he llegado hasta El sol se ha ocult3do detrás de las cimas del oeste, por un te, muy alto en el cielo. bien uor encim'l de las nubes que

extienden sobre las montañas violáceas; sus rayos hacen sur­el ventiSQuero que observo y resplandecerá ihiminado. Cuan· la gloria se ha extinguido y las nieves lej3llns se h:m vuelto

y lívidas prosigo la charla, adelantándome rápidamente el camino, para reavivarme y no llegar con retardo al al-

1,lluerzo f~miliar, cuyo detalle comienza a preocupar mi estó­(N",IDago vacío.

libro sobre las Leyes naturales me ha explicado alg-o lo que me asombra en vuestra opinión: «No es nec('sario

ilusionarnos con nuestro pel1':amiento y nuestra cien­: ellos están hechos a nuestra medid:l». Lo entiendo per-

fectamente. pero no sé hien dónde comienzo o termino v si barco todo lo que pienso. Estov bastante crecido v he ido

aumentando de talla mientras más pensaba y más sabía. En .efecto, he leído recientemente, en la cuarta p:ígina de lln ue­l'lódico, que se podía crecer algunos centímetros aun después de los cincuenta año~, edad que ha quedado bastante atrás.

Habéis tomado CalDO epígrafe «una materia de breviario»,

-'8 JULIO TANNERY

que habéis traducido bastante libremente: Recuerda que estás en la naturaleza. No he olvidado eso, pero también creo que la naturaleza está en mí. Me ha parecido que al recoIdar­nos el medio en el cual vegetamos, no habéis distinguido mucho ese mismo medio. No hay un medio en nosotros, sino lo que pensamos y quienes piensan por nosotros. En consecuencia, sobre este punto profeso vuestro parecer, si ello es posible, más que vos mismo. No estoy seguro aún de que mi reproche sea justo, pues, a pesar de mis esfuerzos, seguramente mereceré el mismo reproche que os dirijo, tan imposible es hablar sin hacer esa I disti¡tción que censuro.

Tenéis una manera, que mucho me agrada, de presentar nues­tros títulos de nobleza, que encontráis en la larga serie de nues­tros antepasados. Todos estos antepasados, hombres, animal~s superiores o inferiores, hasta aquellos seres en los que la vida apenas se percibe, todos, masculinos y femeninos, -y aun aque­llos, si los ha habido, que pertenecían a vuestro tercer sexo-, han tenido el mérito singular de vivir, del que, en otros tiem­pos, Siéyes se hizo un título de gloria. Y no es un escaso mérito, pues ellos, seguramente, han tenido que atravesar pe­ríodos más difíciles todavía que Siéyes; por lo menos han sa­bido vivir hasta llegar a la edad en que se han reproducido. Tenemos detrás de nosotros millones de años y, en noso::ros, la experiencia de miles de siglos. ¿No es nada esto?, y, ¿no nos consolaremos fácilmente si no llegamos a encontrar los nom­bres de nuestros abuelos de anteayer, de los c;ue vivieron en tiempos de las Cruzadas? Todos esos seres que nos han pre­cedido estaban adaptados al· medio en que vivían, bastante adap­tados como para poder vivir y reproducirse; adquirieron la fuerza, la astucia y las armas necesarias, trasmitiéndonos el te­soro que recibieron y acrecentaron poco a poco. Los que no lograron acostumbrarse a los usos del mundo (exterior), los que no pudieron adaptarse a las cosas, han desaparecido sin de·, jar rastros. No han dejado inquietos descendientes que filo­sofen y se propongan problemas. Nosotros somos los elegidos: he aquí por qué nos hallamos tan estimables a nosotros mismos. Pienso con satisfacción en e~ linaje de ascendientes y en el mérito que han adquirido viviendo. Ya voy procurando imi­tarlos también un poco.

Acepto de muy buena gana vuestro modo de exaltar nues­tra dignidad. Mas he aquí que vos menoscabáis mi orgullo. ¿Qué prueba todo eso sino que somos seres posibles? Nuestro

CIENCIA Y FILOSOF1A u

conOCImIento del mnndo exterior no tiene otro valor que el práctico. Nos ¡¡yuda a seguir adelante y nuestra larga expe-

:: riencía no es más que el conocimiento de lo que nos es útil. ~ 'dañoso. Sólo que esta experiencia ha podido repetirse bast:lntes veces para modificarnos e instruirnos. Por más que nuestrlJ~ 'sentidos han tendido a especializarse y afinar,e, no penetran más

una ínfima parte de la realidad, aquella que tenemos necf'­d de explorar a fin de poder vivir en ella. Nuestros ante·

nos han dejado en la ignorancia de todo lo que no na ~ indispensable para nuestra perpetuación. Esta ciencia, de b

estamos tan orgullosos, fundada sobre una experiencia ica, construída con nuestros sentidos, que son instrumen­

prácticos, no tiene ningún valor como teoda. Con respecto de esto tendría que hacer algunas reservas, tan­más si creyera firmemente, como vos, en una absolutl co­

\~~rlexión entre los fenómenos, puesto que, entonces, el conoci­de una parte podría conducir al conocimiento del todo,

el conocimiento de lo que nos es útil, al conocimiento de demás. Empero, suiero congratularme, de paso, un instante

vos del número y la multitud de aquellos que pretenden conceder a la ciencia más que un valor utilitario; por lo

estáis vos, que amáis apasionadamente la ciencia y le consagrado toda vuestra vida; están aquellos que des-

....... "ian cuanto es útil para los otros y que vierten lágrimas la decadencia de los estudios desinteresados en los cuales

formaron; están aún los neopositivistas, que son gente dis­y sabia, que me merece buen concepto, pero que

no tendrían inconveniente en destruir la ciencia en pro­de las razones del corazón que la razón no conoce. Por

me alegro extraordinariamente al veros en esa compañía. l,.'~'''<l'', dejemos esto: no quiero imitar a esos diputados que cuan­

un colega se levanta a su lado para pronunciar palabras de sentido y coraje, no encuentran otra respuesta 0ue mas­los adversarios que le aplauden. Profesáis tal culto a

. verdad, que si tuvierais enemig-os, no dei~ríais de reconorerla 'n,'.y amarla aun entre ellf)s. Y ni los neo positivistas, ni los viejos

ofesores que continúan su coqueteo con la antigüedad, son vuestros enemigos. Me figuro que no los tenéis.

¿Queréis que volvamos a nuestros antepasados? Hace mu­cho tiempo que el pensamiento se ha despertado entre ellos,

pequeño, mezquino, oscuro y tembloroso. N o se sabe Se. ha «rozado con las cosas». Empero, es bastante sor-

:;-)

Ir'

50 JULIO T.4NNERY

prendente que este rozamiento contra las asperezas de las cosas no haya hecho de aq,:él algún g;Iijarral !nfo~me, y que haya sabido, por el contrariO, destruyendo lo sm pIedad cuando ya nada valía, lograr complicar el pensamiento tan singularmente y hacerlo tan diverso. Pero no nos pasemos el tiempo mara­villándonos, pues no terminaríamos jamás. Los perfeccionamien­tos adc;uiridos o realizados por los individuos se trasmiten al­gunas veces a sus descendientes y se fijan en las especies. Ad­mitámoslo. Los perfeccionamientos se añaden porque los in­dividuos menos imperfectos tienen más probabilidades para so­brevivir. Yo lo entiendo asÍ. Poco a poco aparecen la memo­ria consciente, la adaptación de los actos al fin, el razonamiento, la razón.

Sin duda, ni vos ni yo tenemos, de ningún modo, idea de la manera cómo se realiza todo esto; pero no importa, me resulta cómodo pensar que así sucedieron las cosas, y, para convence­ros, vos tenéis mejores razones que yo, deducidas de vuestro saber. Me dejo llevar por la seducción de las hipótesis que vos desarrolláis. ¿Por qué me seducen ellas? A causa de la manía de la continuidad, de la enfermedad que Hermite, nuestro co­mún maestro, denunció con risueño vigor entre la mayor parte de los que se ocupan de matemáticas y que sólo se dedican a las funciones continuas. Recordaréis que rell.utaba a los mate­máticos como responsables de todas las sinrazones de los na­turalistas; los matemáticos son los que han comenzado.

En ese largo rozamiento -que vos describís- del mundo ex­terior sobre el pensamiento de nuestros antepasados, en ese tra­bajo en que el obrero (esto es, el mundo exterior) rechaza los módulos imperfectos y llega, a fuerza de tiempo y de ensayos frustrados, a construir el complicado organismo nuestro, me pa­rece que mucho descuidáis al pensamiento mismo; ¿qué es el pensamiento para haber soportado tan maravilloso trabajo? ¿So­bre ("ué ha sido ejercitado? No me basta que llaméis epife­nómeno a ese no sé qué: debe ser alguna cosa que existe también en la naturaleza, por lo menos como una posibilidad de lo que es; es capaz de existIr y manifestarse a su manera, de adaptarse a las cosas y penetrarlas. Si ese algo no es distinto del mundo exterior, hay en él una actividad propia que no se asemeja a las otras; esta actividad propia es la que no veo por ninguna parte en vuestro libro.

No os pido su definición; todo lo que sabéis no sería sufi­. ciente para formularla. Lamento que la tengáis oculta, que el

CIENCIA y FILOSOFIA ¡/

01

. pensar aparezca en su desenvolvimiento siempre en forma pa­siva y no se perfeGcione más que por la acción de algo que

es él mismo; imagino que, en su propio perfeccionamiento, existe para nada.

Los sere~ vivientes y pensantes (por pocos que sean), de don­hemos salido, tenían al menos una propiedad, que resulta de

vos decís: se reproducían en los seres que conservaban carácter de sus abuelos, los que eran diferentes; una ma­

complicación, un progreso, fueron posibles en la descen­. que uno y otro han ocurrido. Ahora bien: esta

esta potencia de variación y de progreso me pa-en el fondo más esenciales que el papel negativo repre-o por el mundo exterior. Imaginemos un mundo -vrs is a esto «imaginación verbal»-, un mundo donde n las causas de destrucción, pero en el que los seres i-posean esa propiedad de diversificación y de progresión

sus descendientes, lo mismo que la de legarles las cualidades iridas. Entre los millares de individuos mediocres que se

rán y reproducirán lo mismo que en nuestro mundo, seres superiores; porque, en fin, para ser consecuente

mi hipótesis, no debo suponer que la superioridad de estos constituya una razón para que sean eliminados y no se

Me diréis que los seres vivientes se perfeccio­tratando de evitar las causas de la destrucción. Bien lo

; empero, por una parte este esfuerzo se hallaba en ellos que en la presión realizada por las causas destruc­y por otra parte, si éstas han podido acelerar el progreso,

creado, en tanto ("ue causas déstructivas, ·la variación. millones de siglos, si lo queréis; con respecto de

a los demás no les incomodará que tenga el derecho de que el progreso acaba por realizarse, que aparece el

.. re y, asimismo, el superhombre. En efecto, en nuestro mundo real, aquellos que fueron capa­

de dar nacimiento al superhombre y a la supermujer, qui­han desaparecido sin dejar descendientes. Sabéis que ciertas

.uperioridades, cuando no surgen en momento oportuno, son ~ para aquellos que las poseen. Con motivo de esto, al­

y selectas han vertido muchas lágrimas en sus tin­Ved a Alfredo de Vigny y a otros románticos, passhn.

quizá, los parientes de esos antepasados en potencia han trnmodado a uno en la Capilla Sixtina, o encerrado a otro en

claustro? En mi universo, donde cada uno viviría y se