Post on 01-Feb-2016
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Título: Royal Apnea Autor: Luc Baum
Edward había muerto, como cada noche desde hacía semanas.
Despertó a la penumbra recordando cómo cesaba su respiración, cómo su
corazón se detenía. El ciclo nocturno auguraba el recuerdo: los detalles eran
preservados como retazos de una trama inabordable que mixturaba sueño y
vigilia.
Procuró, como siempre, descifrar a Richard en la negrura de la
habitación. En el sueño, Richard moría primero; si su hermano vivía, él
también. La respiración profunda del otro niño compraba tiempo para
ambos.
Sentado en la cama, Edward incorporaba con lentitud el aire en sus
pulmones; necesitaba constatar que esa sensación —la del aire empujando
vida en su cuerpo— era real. Pocas cosas lo habían parecido en los días
recientes: la muerte de su padre, el viaje desde Ludlow, el inexorable
ascenso al trono.
Solo la figura de su tío, el duque de Gloucester, aparecía nítida en la
cadena de hechos que los había depositado en la Torre. Tras la muerte del
rey, la protección y la guía de un representante fuerte de la casa York había
sido vital; después de todo, solo eran dos niños que habían perdido a su
padre.
Quiso recordar a su madre y a sus hermanas. La negrura de la habitación
devoraba sus imágenes: le permitió ver apenas una mujer y unas niñas sin
rostro, y luego nada; las caras y los cuerpos conocidos, con el correr de los
días, habían ido disolviéndose en el repliegue hacia la seguridad de la Torre.
En las cotidianas visitas de Sir James Tyrrell por comida, agua o ropa se
condensaba, ahora, todo el afuera.
2
Edward intuyó los pies en los peldaños, extrayendo del silencio el sonido
leve que producen los pasos calculados, y se acostó nuevamente con cierta
premura. Acaso sintiera que su insomnio representaba una infracción a las
leyes de la Torre.
Cerró los ojos y la boca con la misma fuerza, aprisionando el secreto de
su pesadilla con los párpados y los labios. La puerta se abrió tras el
necesario girar de llaves. Los mismos pies de la escalera —ahora dentro de
la habitación— marcaron un trayecto invisible. Eventualmente, los pasos se
detuvieron y, en el negro silencio, Edward percibió el sonido de tres
respiraciones.
Había permanecido quieto, ciego y mudo durante aquel deslizarse del
visitante. Cuando notó que de pronto escuchaba, además de su propia
respiración, solo una más, Edward supuso que los pies habían logrado salir
del cuarto sin producir sonido alguno.
Prolongó la ficción de su descanso, temiendo que sus terrores nocturnos
fuesen descubiertos. Sabía que eso evidenciaba la debilidad de un niño, y se
esperaba de él —un heredero al trono— la fortaleza de un hombre. Inspiró
profundamente, invocando en ese rito el coraje de los York, y retuvo el aire.
Se aferró a la sensación de la vida cautiva en sus pulmones cuando los
pies volvieron a escucharse, ahora deslizándose hacia él, y comprendió que
el visitante había permanecido en el cuarto. Incluso cuando algo que supuso
una almohada se posó violentamente sobre su cara, presionándola hasta el
dolor para impedir la entrada o la salida del aire, Edward pensó en la vida,
en el valor, en el trono.
A través de su ahogo sincopado, huérfano en el silencio desde que —
ahora lo sabía— su hermano había dejado de respirar, escuchó la voz —
acaso la de Tyrrell, o tal vez la de su tío Richard— que repetía, rabiosa y
calma a la vez:
—El rey ha muerto. Larga vida al rey.