Royal Apnea

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1 Título: Royal Apnea Autor: Luc Baum Edward había muerto, como cada noche desde hacía semanas. Despertó a la penumbra recordando cómo cesaba su respiración, cómo su corazón se detenía. El ciclo nocturno auguraba el recuerdo: los detalles eran preservados como retazos de una trama inabordable que mixturaba sueño y vigilia. Procuró, como siempre, descifrar a Richard en la negrura de la habitación. En el sueño, Richard moría primero; si su hermano vivía, él también. La respiración profunda del otro niño compraba tiempo para ambos. Sentado en la cama, Edward incorporaba con lentitud el aire en sus pulmones; necesitaba constatar que esa sensación —la del aire empujando vida en su cuerpo— era real. Pocas cosas lo habían parecido en los días recientes: la muerte de su padre, el viaje desde Ludlow, el inexorable ascenso al trono. Solo la figura de su tío, el duque de Gloucester, aparecía nítida en la cadena de hechos que los había depositado en la Torre. Tras la muerte del rey, la protección y la guía de un representante fuerte de la casa York había sido vital; después de todo, solo eran dos niños que habían perdido a su padre. Quiso recordar a su madre y a sus hermanas. La negrura de la habitación devoraba sus imágenes: le permitió ver apenas una mujer y unas niñas sin rostro, y luego nada; las caras y los cuerpos conocidos, con el correr de los días, habían ido disolviéndose en el repliegue hacia la seguridad de la Torre. En las cotidianas visitas de Sir James Tyrrell por comida, agua o ropa se condensaba, ahora, todo el afuera.

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Short story on Richard III and the murders of his nephews.

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Page 1: Royal Apnea

 

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Título: Royal Apnea Autor: Luc Baum

Edward había muerto, como cada noche desde hacía semanas.

Despertó a la penumbra recordando cómo cesaba su respiración, cómo su

corazón se detenía. El ciclo nocturno auguraba el recuerdo: los detalles eran

preservados como retazos de una trama inabordable que mixturaba sueño y

vigilia.

Procuró, como siempre, descifrar a Richard en la negrura de la

habitación. En el sueño, Richard moría primero; si su hermano vivía, él

también. La respiración profunda del otro niño compraba tiempo para

ambos.

Sentado en la cama, Edward incorporaba con lentitud el aire en sus

pulmones; necesitaba constatar que esa sensación —la del aire empujando

vida en su cuerpo— era real. Pocas cosas lo habían parecido en los días

recientes: la muerte de su padre, el viaje desde Ludlow, el inexorable

ascenso al trono.

Solo la figura de su tío, el duque de Gloucester, aparecía nítida en la

cadena de hechos que los había depositado en la Torre. Tras la muerte del

rey, la protección y la guía de un representante fuerte de la casa York había

sido vital; después de todo, solo eran dos niños que habían perdido a su

padre.

Quiso recordar a su madre y a sus hermanas. La negrura de la habitación

devoraba sus imágenes: le permitió ver apenas una mujer y unas niñas sin

rostro, y luego nada; las caras y los cuerpos conocidos, con el correr de los

días, habían ido disolviéndose en el repliegue hacia la seguridad de la Torre.

En las cotidianas visitas de Sir James Tyrrell por comida, agua o ropa se

condensaba, ahora, todo el afuera.

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Edward intuyó los pies en los peldaños, extrayendo del silencio el sonido

leve que producen los pasos calculados, y se acostó nuevamente con cierta

premura. Acaso sintiera que su insomnio representaba una infracción a las

leyes de la Torre.

Cerró los ojos y la boca con la misma fuerza, aprisionando el secreto de

su pesadilla con los párpados y los labios. La puerta se abrió tras el

necesario girar de llaves. Los mismos pies de la escalera —ahora dentro de

la habitación— marcaron un trayecto invisible. Eventualmente, los pasos se

detuvieron y, en el negro silencio, Edward percibió el sonido de tres

respiraciones.

Había permanecido quieto, ciego y mudo durante aquel deslizarse del

visitante. Cuando notó que de pronto escuchaba, además de su propia

respiración, solo una más, Edward supuso que los pies habían logrado salir

del cuarto sin producir sonido alguno.

Prolongó la ficción de su descanso, temiendo que sus terrores nocturnos

fuesen descubiertos. Sabía que eso evidenciaba la debilidad de un niño, y se

esperaba de él —un heredero al trono— la fortaleza de un hombre. Inspiró

profundamente, invocando en ese rito el coraje de los York, y retuvo el aire.

Se aferró a la sensación de la vida cautiva en sus pulmones cuando los

pies volvieron a escucharse, ahora deslizándose hacia él, y comprendió que

el visitante había permanecido en el cuarto. Incluso cuando algo que supuso

una almohada se posó violentamente sobre su cara, presionándola hasta el

dolor para impedir la entrada o la salida del aire, Edward pensó en la vida,

en el valor, en el trono.

A través de su ahogo sincopado, huérfano en el silencio desde que —

ahora lo sabía— su hermano había dejado de respirar, escuchó la voz —

acaso la de Tyrrell, o tal vez la de su tío Richard— que repetía, rabiosa y

calma a la vez:

—El rey ha muerto. Larga vida al rey.