Post on 10-Oct-2019
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Además de enfrentar el cólera, durante las últimas décadas de
1800 los adelantos científicos ayudaron a combatir tan graves
padecimientos como el paludismo, la difteria, el tétanos, la pulmo-
nía, la meningitis, el botulismo, la disentería y la brucelosis. Por pri-
mera vez, las aulas universitarias acogieron a mujeres investigadoras
que, trabajando junto a sus colegas masculinos, dieron un ejemplo
de abnegación y perseverancia. Los esforzados científicos llegaron
incluso a exponerse ellos mismos a los peligrosos agentes patóge-
nos contra los cuales combatían, para erradicar de la faz de la
Tierra a algunas de las enfermedades más perniciosas que ha
conocido la historia de la humanidad.
Epidemias Masivas
Planeta
Una Lucha a través del
Un hospital de
campaña de la
Marina norteamericana
para tratar casos de
fiebre amarilla.
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Monos El caso de la brucelosis constitu-
yó un caso curioso. Su agente
patógeno había sido ya descubierto
por el médico británico de origen
australiano David Bruce en la isla
de Malta. A comienzos del siglo XX
se observó que los gérmenes de la
enfermedad –a la sazón denomina-
da "fiebre de Malta"– eran excreta-
dos por las ovejas y las cabras, y
que los seres humanos la adquirían
consumiendo la leche de dichos
animales.
Como médico de la guarnición
inglesa en la isla, Bruce había ini-
ciado sus investigaciones acerca de
la forma en que el microbio pasaba
de las ubres de las cabras a la san-
gre de los soldados.
Para ello experimentó con un con-
tingente de monos que su joven
esposa le ayudó a controlar. Una vez
de regreso en Gran Bretaña, fue
enviado a la Escuela de Sanidad
Militar de Netley para enseñar bac-
teriología, y desde allí se le ordenó
viajar a África para estudiar un
extraño mal que afectaba al gana-
do. Se trataba del Nagana –que sig-
nifica "depresión y abatimiento" en
el dialecto zulú–. En Occidente se
conocía como "enfermedad del
sueño" e incluso, "letargo negro",
pues sus víctimas caían en un sopor
tan intenso que no podían siquiera
alimentarse, llegando a morir.
En medio de un calor sofocante y del
precario recinto que le servía de labo-
ratorio, descubrió que en la sangre
de los caballos enfermos se movían
verdaderas huestes de pequeños
demonios provistos de aletas, que él
reconoció como tripanosomas. Pos-
teriormente, reveló su mecanismo de
transmisión, a través de la sangre
infectada o de la picadura de la
mosca tsé tsé.
Tras ello, Bruce comprobó que la
picadura del insecto guardaba tam-
bién relación con lo que luego se
denominó tripanosomiasis africana.
Esta sigue siendo una de las seis
enfermedades tropicales relevantes
definidas por la Organización Mun-
dial de la Salud, junto con la chisto-
somiasis, la malaria, la filariasis, la
leishmaniasis y la lepra. Durante los
últimos años, el estudio de los pará-
sitos ha recobrado interés gracias al
desarrollo de las recombinaciones
genéticas y de la biología tanto mole-
cular como celular –disciplinas que
permiten estudiarlos en dicho nivel.
David Bruce.
Contingente de
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D urante las décadas de los ’20 y
de los ’30, la compañía de
Joseph Nathan hizo considerables
progresos, inaugurando un sinnúmero
de subsidiarias, de las cuales una de
las más importantes era Laboratorios
Glaxo. En 1927, Alec Nathan fue
designado presidente, y en aquella
misma época se abrieron las nuevas
instalaciones de la empresa en las
cercanías de Londres.
En tanto, el financista Philip Hill repa-
ró en que el negocio de las píldoras
laxantes Beecham podía diversificar-
se, convirtiéndose en la base de una
empresa de mayor envergadura. Así,
adquirió la propiedad de la compañía
y expandió su ámbito,
produciendo los exitosos
Polvos Beecham, analgési-
cos y respiratorios. De ser un
pequeño puesto en el merca-
do, la compañía pasó en pocos
años a convertirse en un negocio
de extensión nacional.
A fines de los ’30, la Beecham realizó
dos movimientos fundamentales: en
primer lugar, adquirió una compañía
llamada Maclean’s, productora del
conocido dentífrico del mismo nombre
y la bebida energética Lucozade, que
en poco más de una década significó
casi la mitad de las ganancias de la
empresa.
La incorporación de ambos productos
selló la participación de la compañía en
el mercado de los refrescos y del cui-
dado oral. Posteriormente, se patentó la
Leche Malteada Horlicks, cuyo consu-
mo regular en la noche se promociona-
ba como un eficaz inductor natural del
sueño. También comenzó a fabricarse
el producto denominado Ribena, desa-
rrollado para la venta en hospitales
pediátricos por su alto contenido en
vitamina C.
La segunda adquisición relevante de la
Beecham fue la compra de la Eno,
fabricante de la célebre sal de fruta y
dueña de una enorme red de subsidia-
rias en América, Sudáfrica, Australia,
Nueva Zelanda y Europa Occidental.
Píldoras,sal de fruta
y leche malteada
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Mujeres al microscopio
Una de las enfermedades que pudie-
ron combatirse gracias a los avan-
ces de la virología fue la fiebre
amarilla, que había segado la vida de
miles de ciudadanos norteamerica-
nos antes y durante la Primera
Guerra Mundial.
La fiebre amarilla se caracterizaba
precisamente por altas temperatu-
ras y por la coloración cetrina que
adquiría la piel. Provocaba náuseas
y, en los casos más virulentos,
hemorragias con vómitos negros. Es
probable que procediese del África,
portada por los primeros esclavos de
aquel continente. A comienzos del
siglo XIX se estableció la primera
relación entre la enfermedad y los
mosquitos, pero aquellas conclusio-
nes no fueron desarrolladas hasta
casi un siglo después por los inves-
tigadores norteamericanos James
Carroll, Jesse Lazear, Arístides
Agramonte y Walter Reed.
En las bases estadounidenses situa-
das en el trópico se establecieron
intensas políticas de limpieza que per-
mitieron controlar el mal. Así, William
Gorgas, jefe de la Oficina Sanitaria
Americana en La Habana, ordenó cua-
rentena para todas las personas sos-
pechosas de padecer la fiebre
amarilla, y dispuso la destrucción de
todos los lugares donde se criaban
mosquitos. De esta forma, la enferme-
dad fue erradicada de aquella ciudad.
Entre tanto, la construcción del
Canal de Panamá había sido deteni-
da, pues en tan sólo un mes pere-
cieron cerca de mil trabajadores
reclutados por los franceses que
construían la obra. Poco tiempo des-
pués de que el proyecto fuese tras-
pasado a los norteamericanos en
1904, el mismo doctor Gorgas sos-
pechó que sobrevendría un desas-
tre. Debió enfrentar al gobernador de
la zona, quien decía que gastar un
dólar en sanidad equivalía a arrojar-
lo a la bahía. Sin embargo, la epide-
mia se inició a poco andar; el
funcionario debió tragarse sus pala-
bras y permitir un suministro de
agua con bombas, junto con la insta-
lación de trampas para mosquitos.
Letales
mosquitos
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Carroll heroicamente accedieron–.
Lazear se dejó picar por mosquitos
que, previamente, habían atacado a
pacientes de la enfermedad. Reclutó
también a siete voluntarios, pero nin-
guno de ellos enfermó.
James Carroll, por su parte, se dejó
atacar por un insecto que había pica-
do a cuatro enfermos –dos de ellos
graves–. "Si hay algo de cierto en la
teoría del mosquito, voy a tener un
buen ataque de fiebre amarilla", escri-
bió aquella misma noche, a pesar de
tener esposa y cinco hijos.
Efectivamente, Carroll contrajo la
dolencia, y su compañero Lazear lo
envió al pabellon de los pacientes,
donde permanceió varios días y
noches debatiéndose contra la muer-
te. No obstante, logró curarse, y
El grupo sufrió fracaso tras fracaso,
hasta que sus miembros decidieron
visitar al doctor Carlos Finlay, un
residente de La Habana poseedor de
gruesas patillas y de una dudosa
reputación como científico, quien
clamaba a quien quisiera escucharlo
que la causa de la enfermedad era
un mosquito.
Reed había observado que el pade-
cimiento no se registraba entre las
enfermeras que atendían a los
pacientes, por lo que descartaba que
se tratase de un bacilo.
Reed decidió escuchar a Finlay, pero
sin animales con los cuales experi-
mentar, las conclusiones eran esqui-
vas. Enfrentó a sus colaboradores, y
les pidió que fuesen conejillos de
Indias voluntarios –a lo cual Lazear y
Se controló así el padecimiento, aun-
que no se podía aún aislar al agente
patógeno. Para ello, el comandante
Walter Reed arribó a La Habana el día
25 de junio con la difícil misión de
"prestar especial atención a los asun-
tos relacionados con al causa y pre-
vención de la fiebre amarilla".
Nada de fácil resultaba su cometido,
considerando que ya el mismo
Pasteur se había ocupado del tema, y
que Reed no era especialmente des-
tacado en el campo de la bacteriolo-
gía. Iba acompañado del doctor
James Carroll, y a ambos los espera-
ba el bacteriólogo formado en Europa
Jesse Lazear, de 34 años. Allí estaba
también Arístides Agramonte, encar-
gado de las autopsias, quien había
sufrido en sí mismo los estragos de la
enfermedad.
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durante el resto de su vida asegu-
raría que aquéllos fueron los días
más orgullosos de su vida. "Fui el
primer caso de fiebre amarilla pro-
ducida por la picadura experimental
de un mosquito", solía repetir.
Lazear, sin embargo, permanecía
escéptico ante la pureza experi-
mental de la prueba, pues Carroll
había visitado zonas peligrosas
anteriormente. Pese a ello, él
mismo dio su vida para descubrir la
respuesta: un 13 de septiembre,
mientras pasaba visita a los enfer-
mos, un mosquito se posó en su
mano. El no hizo caso, ignorando la
posibilidad de que se tratase justa-
mente de uno de los animales
transmisores. Pero pronto comenzó
a mostrar síntomas inequívocos, y
doce días más tarde falleció.
Se levantó un campamento experi-
mental con soldados que, volunta-
riamente, se dejaban picar por
mosquitos –y aun inyectar sangre
contaminada– "por la causa de la
humanidad y en interés de la cien-
cia". Otros, inmigrantes empobreci-
dos, se sometían a las pruebas por
la suma de doscientos dólares.
Se descubrió así el diminuto virus
causante de la enfermedad, en lo
que constituyó el primer informe
acerca de un patógeno viral en
humanos. Posteriormente se elabo-
ró la vacuna y la fiebre amarilla
logró ser erradicada.
Walter Reed.
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E n tanto, la lucha contra el estrep-
tococo hemolítico mostró nuevos
avances. En 1936 el patólogo alemán
Gerhard Domagk comprobó que la sul-
fonamidocrisoidina, un tinte comercia-
lizado bajo la marca Prontosil, curaba
a los ratones infectados con dosis leta-
les de dichos microorganismos. En la
misma época, un grupo de investiga-
dores del Instituto Pasteur de París
lograron degradar la sustancia de la
misma forma en que era descompues-
ta por el organismo humano. Al aislar
su principio activo, comenzó una
nueva era –la era de las sulfas, que
demostraron ser útiles para combatir
un sinnúmero de gérmenes.
Los resultados fueron incorporados
rápidamente a la industria, y asimilados
casi como un milagro. A partir del
hallazgo de la sulfanilamida, se desen-
cadenó una búsqueda febril de sustan-
cias semejantes. Se pudieron elaborar
así la sulfapiridina, la sulfadiazina y el
sulfisoxazol. Dichos compuestos se
caracterizaban por su gran eficacia no
sólo para curar infecciones, sino tam-
bién para prevenirlas. Por primera vez
había medicamentos capaces de incidir
positivamente en diversos padecimien-
tos causados por estreptococos
–fiebre puerperal, erisipela,
meningitis meningocócica y gonorrea,
entre otras–. Aunque no curaban todas
las infecciones, a menudo acortaban su
duración y reducían las complicacio-
nes. Por su parte, en el tratamiento de
la neumonía, las sulfas reemplazaron a
la sueroterapia utilizada hasta enton-
ces. En 1939, recibiría el Premio Nobel
por sus descubrimientos, aunque el
gobierno nazi le prohibió aceptarlo. Ya
comenzaba la investigación para des-
cubrir una nueva sustancia –la penicili-
na– que terminaría por destronar a la
mayoría de los fármacos descubiertos
hasta entonces.
La Invaluable
Sulfa
El Prontosil se comercializaba
en diversas presentaciones.
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Sus habilidades de investigador y su metó-
dica sensatez lo llevaron a descubrir un
medicamento contra las infecciones que
salvaría millones de vidas y que produciría
una inédita revolución en la medicina.
Alexander Fleming nació en 1881, en la
localidad escocesa de Ayrshire. Brillante
alumno universitario, ganó varios premios
en su clase y sobresalió en las áreas de
fisiología, farmacología, patología y medi-
cina forense. Aunque su propósito inicial
era convertirse en cirujano, luego se inte-
resó en la investigación y en dicho campo
hizo su más valioso aporte científico, tra-
bajando en el laboratorio del St. Mary
Hospital de Londres. Allí obtuvo una
medalla de oro por un estudio titulado “El
diagnóstico de la infección bacteriana
aguda”, que sugería ya el camino por el
cual se enfilarían sus intereses científicos.
Durante la Primera Guerra Mundial fue
destinado al frente galo. Allí estudió el
comportamiento de los antisépticos, y
demostró que la gangrena y el tétanos
resultantes de las heridas eran causados
por agentes patógenos hallados en el
campo. Comprobó además que los anti-
sépticos que se utilizaban en aquel enton-
ces no lograban penetrar del todo los
tejidos lesionados y, más aún, reducían el
poder bactericida natural de la sangre. Sin
embargo, el drama bélico desmoralizó al
científico, sobre todo por el hecho de que
no le fue posible prever y curar las infec-
ciones, causa primordial de las bajas.
Motivado por su experiencia como médi-
co militar, comenzó a investigar sustan-
cias antibacterianas y su influencia sobre
los tejidos animales, para tratar las heri-
das infectadas.
Durante los años ’20 se produjo el pri-
mero de sus grandes descubrimientos.
Con su propia secreción nasal, extraída
durante un catarro, develó la existencia
de la lisozima, una enzima que destruía
tanto las bacterias de la mucosidad nasal
como aquellas de ciertos fluidos corpo-
rales. No obstante, nunca consiguió ais-
lar la sustancia, lo que hubiese
significado un gran aporte, pues ésta no
destruía los tejidos vivos.
Tras más de una década de investi-
gaciones, reiterados fracasos y difi-
cultades que parecían infranqueables,
el primer antibiótico hizo su entrada en
el mundo en el momento más indica-
do: cuando la Segunda Guerra produ-
cía miles de víctimas a causa de las
infecciones.
Una fría mañana de primavera,
Alexander Fleming, de vuelta de vacacio-
nes, ingresó a su laboratorio en el
Hospital St. Mary. Durante su ausencia,
un viento húmedo entró por la ventana e
Durante algunos años previos a la
segunda Guerra Mundial, se confeccio-
nó una multiplicidad de fármacos en
base a los bacteriófagos. Sin embargo,
el desarrollo de dichas sustancias se
interrumpió con el descubrimiento de
otras sustancias de insospechada
potencia.
Antes de que la industria farmacológica
fijara pruebas clínicas establecidas,
Alexander Fleming, bacteriólogo esco-
cés y ganador del Premio Nobel en
1945, era aficionado a autoinocularse, y
elaboraba vacunas cada vez que un
miembro de su familia podecía dolen-
cias simples, como una amigdalitis o un
resfrío común.
de la Penicilina
El milagro
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Milagro de la penicilina
infiltró una de las cápsulas donde criaba
estafilococos –microorganismos
en los cuales a la sazón trabaja-
ba, y que extraía de furúnculos y
abscesos varios–. Con su flema
típicamente británica, el bacte-
riólogo analizó la muestra con-
taminada y se dio cuenta de
que, donde el moho se había
instalado, las colonias de bacte-
rias habían desaparecido.
Fleming decidió examinar al
vándalo en su microscopio y
descubrió que se trataba de un
vulgar y bien conocido tejido de
hongos, los Penicillium notatum.
Intrigado, el bacteriólogo realizó
varios experimentos. Comprobó que
donde pasaba el Penicillium, morían
las bacterias. En 1929 comunicó a la
prensa sus primeras impresiones. Sin
embargo, sus estudios con hongos, como
los de sus predecesores, fracasaron –ya
en 1895, un obscuro estudiante de medi-
cina de la Marina italiana, Vincenzo
Tiberio, había observado que ciertos
mohos torpedeaban despiadadamente a
las bacterias, aunque no había persevera-
do en su investigación–. Fleming, más
tenaz, no dejó enmohecer sus descubri-
mientos y se lanzó al ataque en 1936 con
ocasión del Congreso Internacional de
Microbiología organizado en Londres.
Sufrió un nuevo revés que, sin embargo,
no le impidió seguir adelante –convenci-
do de que la penicilina, fabricada por sus
hongos, será algún día un medicamento
universal–. Contaminados por fin, otros
sabios se lanzaron al cultivo intensivo de
la penicilina y elaboraron un método para
extraer sus sustratos nutritivos.
La penicilina como medicamento no se
habría hecho tan popular si no hubiese
sido por el trabajo del patólogo australia-
no Howard Florey, quien, en 1935, fue
nombrado director de la escuela Dunn de
Patología de Oxford. Florey contrató al
bioquímico Ernst Chain, un judío alemán
que acababa de huir de los nazis, y
ambos se dedicaron a estudiar sustancias
antibacterianas. Al iniciar el trabajo con
la penicilina de Fleming, descubrieron
las dificultades que se presentaban al
aislar el ingrediente activo del líquido
producido por el moho. Estaban a
punto de abandonar el asunto cuando
otro bioquímico del equipo desarrolló
un método para pasar la penicilina
nuevamente al agua, cambiando su
acidez. De esta forma, Howard Walter
Florey y Ernst Boris Chain compartieron
en 1945 el Premio Nobel de Medicina
junto a Fleming.
Durante la Segunda Guerra Mundial,
Glaxo jugó un papel fundamental en la
producción de penicilina, llegando a ser
responsable del 80 por ciento de las
dosis del medicamento en el Reino
Unido. Por su parte, la Beecham adqui-
rió una gran extensión de terreno en el
sur de Inglaterra, en la cual montó sus
prestigiosos laboratorios de investiga-
ción farmacéutica –en los cuales reali-
zaron cruciales descubrimientos para
el progreso de la medicina–: ya por la
década de los ’50, el uso indiscrimina-
do de la penicilina había generado
alarmantes brotes de resistencia, al
punto que algunos hospitales debieron
clausurar alas completas de atención.
A fines de la década, los científicos de
Beecham habían descubierto la mane-
ra de fabricar penicilina sintética, lo
que soslayaba el problema. Con los
años, la compañía se convertiría en
una empresa líder en tratamientos de
combate a las infecciones.
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A mediados de los ’60 se hizo
evidente que la producción de
beta-lactamasa constituía tam-
bién un importante mecanismo
de resistencia entre bacilos Gram
negativos –tales como las espe-
cies Klebsiella y la E. coli–, y que
casi todas las penicilinas eran
susceptibles a él en mayor o
menor medida.
El altamente exitoso programa de
investigación basado en el 6-APA
de la BRL, había mejorado la
capacidad de absorción oral de
ciertas penicilinas, su estabilidad
frente a las beta-lactamasas y su
amplitud de espectro. Sin embar-
go, el equipo no había podido
desarrollar un agente que pose-
yese las tres propiedades en con-
junto, lo que habría ofrecido la
posibilidad de combatir las bacte-
rias Gram negativas, algunas de
las cuales son productoras inna-
tas de beta-lactamasas o han
adquirido la capacidad de produ-
cirlas mediante la transferencia
plasmática. La modificación quí-
mica de la molécula de penicilina
con el fin de obtener estabilidad
frente a las beta-lactamasas con-
tinuó siendo una importante línea
de investigación, aunque comen-
zaron a buscarse vías alternativas
de acción.
En 1967 se diseñó un programa
para identificar compuestos que
pudiesen inhibir a la beta-lacta-
masa y que, por lo tanto, prote-
giesen de la degradación a
aquéllas de amplio espectro,
dejándolas en libertad para dar
en el blanco e inhibir la prolifera-
ción bacteriana.
En 1968, sus esfuerzos fueron
recompensados. Después de
analizar mil quinientos caldos
de cultivo, la muestra número mil
627 –proveniente de un cultivo
de Streptomyces olivaceous–
exhibió una marcada actividad
inhibitoria de la beta-lactamasa.
En estudios posteriores se com-
probó que tal compuesto –deno-
minado MM4550–, era también
antibiótico, y los químicos del
equipo de investigadores espe-
cularon que podía tratarse de un
compuesto de beta-lactamasa.
En 1971 se publicó un informe
sobre una nueva clase de anti-
bióticos de beta-lactamasas de
Streptomyces spp. –las cefami-
cinas-. Los investigadores del
BRL se preguntaron si el
MM4550 que ellos habían descu-
bierto en forma independiente a
través de su programa de moni-
toreo de beta-lactamasa, era
también una cefamicina. Sin
embargo, los cromatogramas
demostraron que no lo era, a par-
tir de una muestra de la cepa de
Streptomyces –la Streptomyces
clavuligerus– que obtuvo el bio-
químico Martin Cole, del BRL.
Pese a ello, también se observó
que la Streptomyces clavuligerus
producía por sí misma un inhibi-
dor de la beta-lactamasa, aun-
Beecham Amplía el Espectro
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producidas por bacterias Gram-posi-
tivas y Gram-negativas de importan-
cia clínica. Una posibilidad era la
combinación de ácido clavulanato
con amoxicilina –la mejor penicilina
oral de amplio espectro disponible
en aquel momento–. La conversión
de clavunalato en bruto en un pro-
ducto medicinal presentaba un enor-
me desafío científico, pues la
sustancia era muy sensible a la
humedad. Es por ello que los miem-
bros del equipo se encontraban tre-
mendamente descorazonados, y
llegaron a pensar en la eventual
imposibilidad de formular un medi-
camento viable.
que uno diferente al del MM4550, al
que llamaron ácido clavulánico, el
nuevo inhibidor de beta-lactamasa.
El desarrollo de MM4550 fue poste-
riormente abandonado debido a pro-
blemas de toxicidad y de rapidez
metabólica. Sin embargo, se trató del
primer ejemplo de una nueva familia
de compuestos de beta-lactamasas
–los ácidos olivánicos.
El descubrimiento del ácido clavulá-
nico en 1972 condujo a una intensa
investigación por parte de científicos
de la Beecham acerca de sus carac-
terísticas y propiedades. La fármaco-
quinética, la farmacología, la
toxicología y las propiedades farma-
céuticas fueron también rigurosa-
mente estudiadas como precursores
esenciales del aún no concebido
Augmentin.
Durante los ’70, la incidencia de la
producción de beta-lactamasas en-
tre patógenos respiratorios comunes
se convirtió en un problema clínico
en potencia. La esporádica presencia
de brotes de beta-lactamasa en bro-
tes de Haemophilus influenzae se
hacía cada vez más frecuente. Ello
hacía más urgente la necesidad de
una penicilina de amplio espectro
que mostrase estabilidad frente al
rango en aumento de beta-lactamasas
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Diseño Editorial:Rodrigo BarreraCarlos Vidal
Editor:Edmundo Tapia
Infectología, 150 años de Hallazgos y Personajes
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