Post on 12-Aug-2015
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El Secreto de Lena
Michael Ende
Ilustraciones de Jindra Capek
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Lena era una niña sumamente encantadora,
siempre, eso sí, que sus padres fuese
razonables e hiciesen. Obedientes, todo lo
que ella les pedía.
Pero, por desgracia, no lo hacían casi nunca.
Si la niña (que por cierto, se llamaba Elena) le
decía a su padre: “¡Dame cinco marcos para
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comprarme un helado grande!”, entonces él
contestaba: “No, porque ya te has comido
tres y tanto helado te hace daño”. O cuando
Lena le decía, con toda amabilidad a su
madre: “¡Mamá hazme el favor de limpiarme
los zapatos!”, entonces ella contestaba:
“¡Límpiatelos tú misma, que ya eres bastante
mayorcita!”.
O cuando la niña decía: “He decidido que
este año en vacaciones iremos a la playa”,
entonces los dos anunciaban: “Este año
iremos mejor a la sierra”.
Lena estaba convencida de que las cosas no
podían seguir así. Por eso u día decidió
buscar a un hada… Buena o mala, le traía
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realmente sin cuidado: lo principal era que
supiese de verdad hacer magia. Pero ¿dónde
encontrar una verdadera hada así, sin más ni
más, en una gran ciudad moderna? No es,
desde luego, nada fácil.
La niña recorrió un montón de calles
descifrando con alguna dificultad (pues aún
estaba aprendiendo a leer) los letreros que
había en las tiendas y en las puertas de las
casas. Allí, por ejemplo, ponía “LANAS
OTTO”, o “FRUTAS DEL SUR”, o
“DENTISTA”, o “ABOGADO”, o “Masajista
diplomada”, o “AURORA- Compañía
Fiduciaria S.L.”, o “GIXLMIPF” (o algo
parecido), pero en ningún sitio ponía
“HADA”.
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En lugar de eso, a la vuelta de una esquina se
encontró a un policía que en ese momento le
estaba poniendo una multa a un coche mal
aparcado.
Lena se acercó a él y le dijo:
- Querría preguntarle algo: ¿dónde hay por
aquí una verdadera hada?
- ¿Una verdaderada? –preguntó, distraído
el policía sin dejar de escribir
- No, un hada… una de ésas que hacen
magia –explicó Lena.
- ¡Ah…! –dijo el policía-, un hada de las que
hacen magia. Espera un momento. Terminó,
primero, de escribir, luego colocó la multa
sobre el limpiaparabrisas, sacó del bolsillo un
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pequeño librito y fue pasando hojas mientras
murmuraba:
- Habitaciones…, Hacienda…, Hachas…
¡ah, aquí: Hadas…! “Francisca
Interrogaciones. Asesoramiento en todas las
cuestiones de la vida. Todo tipo de magia,
maldiciones y desencantamientos a medida.
Consultas a cualquier hora del día. Calle de
la Lluvia nº 13. Ático”.
- ¿Y dónde está la Calle de la Lluvia? –
quiso saber Lena.
- Sigues por aquí, de frente, coges la
segunda calle a la izquierda, luego cruzas
por el paso subterráneo, tomas la siguiente
calle a la derecha, lego vuelves a hacer todo
exactamente igual a la inversa y das tres
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vueltas sobre ti misma –le explicó
amablemente el policía-. Pero quizás sería
mejor que te llevaras un paraguas
- Gracias –dijo Lena, y se puso en camino.
Siguiendo las precisas indicaciones, pronto
encontró la calle que buscaba, y que era fácil
de reconocer porque en ella, efectivamente,
siempre estaba lloviendo, Lena, que no
llevaba paraguas, estaba hecha una chupa
cuando por fin llegó al número 13.
Había que reconocer que era una casa
bastante extraña, pues solamente constaba de
una escalera al aire libre, y cinco plantas.
Arriba del todo había un ático, sostenido de
alguna manera encima de la escalera.
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Lena subió y llegó a la puerta de una
vivienda en la que se veía una placa de latón
con la siguiente inscripción:
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El que haya venido a verme,
Se encuentra en el sitio apropiado.
Pase sin llamar.
- ¿Cómo pudo saber el hada –se preguntó
Lema- que venía a verla? ¡Bueno, porque es
un hada, claro!
Y entró sin llamar.
A punto estuvo de caer en el agua, pues ante
sus pies había un lago de color azul celeste.
A lo lejos se divisaba una isla. Por suerte,
muy cerca de la orilla en la que ella estaba se
mecía una barca.
Lena se subió a ella y la barca se puso en
marcha sin necesidad de remar (además,
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tampoco había remos). Aumentó la
velocidad y las olas que levantaba la proa
comenzaron a salpicar a izquierda y a
derecha como si fuera una motora (aunque
un motor tampoco había). Los cabellos de
Lena flotaban al viento.
Pocos minutos después, la barca atracaba ya
en la otra orilla de la isla y a niña saltó a
tierra. Allí la playa se convirtió de pronto en
el suelo de una habitación, con alfombra y
todo, y en aquella habitación, sentada a una
mesita redonda de tres patas, había una
mujer tomando café. Por lo demás, la
habitación estaba bastante oscura, pues sólo
la iluminaban un par de trémulas velas que
había en los candelabros de las paredes. A
través de la ventana brillaba la luna llena. Un
reloj de cuco dio las doce, sólo que el cuco
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que salía de la casita no era un cuco, sino un
búho que graznó doce veces “¡Uhu!,
¡uhu…!”
- Siéntate conmigo, pequeña –dijo el hada-,
¡y habla!
- ¿Cómo es ya tan tarde? –preguntó Lena.
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- Es medianoche –contestó el hada- porque
aquí siempre es medianoche. No hay
ninguna otra hora.
Efectivamente, el reloj, en lugar de todas las
cifras, solamente tenía doce veces el doce.
- Es muy práctico –explicó el hada- porque,
como es sabido, sólo se puede hacer magia
de verdad a medianoche. Lo comprendes,
¿no?
Lena asintió a medias, pues aquello no lo
tenía del todo claro, ni mucho menos. -
Bueno, ¿de qué se trata? –preguntó Francisca
Interrogaciones.
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Lena se sentó enfrente del hada, en la silla
que había libre junto a la mesita, y la observó
detenidamente.
En realidad, la mujer tenía un aspecto
completamente normal…, como cualquier
otra mujer con que uno se cruzara por la
calle. A pesar de todo había en ella algo
especial, sólo que Lena en un principio no se
dio cuenta. Pero luego sí: el hada tenía seis
dedos en cada mano.
- No te preocupes por eso- dijo Francisca
Interrogaciones, que había advertido la
mirada de Lena-; nosotras las hada siempre
tenemos algo un poco distinto a las personas
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normales y corrientes. ¡Si no, no seríamos
hadas! Lo comprendes, ¿verdad?
Lena volvió a asentir con la cabeza.
- Se trata de mis padres –explicó después
suspirando-. No sé qué hacer con ellos.
Sencillamente, no quieren obedecerme bajo
ningún concepto…
- ¡Qué frescos! –opinó el hada poniéndose
de su parte-. ¿Qué puedo hacer por ti?
Y es que siempre están en mayoría…-
prosiguió Lena- Siempre son dos contra uno.
- Contra eso difícilmente se puede hacer
nada –murmuró pensativa el hada. -
Además, son más grandes que yo –añadió
Lena.
- Eso sucede con la mayoría de los padres –
corroboró el hada.
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- Si fueran más pequeños que yo –
reflexionó Lena en voz alta-, quizá lo de estar
en mayoría no sería tan importante…
- ¡Sin duda alguna! –intervino el hada.
- Por ejemplo, si fueran la mitad de
grandes…- propuso Lena. Francisca
Interrogaciones juntó sus doce dedos y
reflexionó durante un rato con los ojos
cerrados. Lena esperó. - ¡Ya lo tengo! –
exclamó finalmente el hada-. Te voy a dar
dos terrones de azúcar. Naturalmente, están
encantados. Échaselo a tus padres, sin que se
den cuenta, en la taza del té o café. No
sufrirán daño alguno, sólo que, en cuanto se
hayan tragado el azúcar, cada vez que no te
obedezcan se reducirán a la mitad del
tamaño que tenían antes. Cada vez se
reducirán a la mitad. Lo comprendes, ¿no? Y,
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por encima de la mesa, le tendió dos blancos
terrones de azúcar de aspecto
completamente normal que había sacado de
una caja especial.
- Muchas gracias –dijo Lena-. ¿Cuánto
cuestan?
- Nada –contestó el hada-. La primera
consulta es siempre gratis. La segunda, sin
embargo, será terriblemente caro.
- Eso ya no me importa –aseguró Lena-,
porque no necesitaré ninguna segunda
consulta. Bueno, pues muchas gracias.
- Adiós –dijo Francisca Interrogaciones
sonriendo enigmática.
Luego se oyó un ruido –“¡flor!”- como
cuando se descorcha una botella, y de golpe
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y porrazo, Lena estaba en el cuarto de estar
de su casa.
Sus padres también estaban allí, y ni
parecían haberse dado cuenta de que su hija
había estado fuera. Pero Lena tenía los dos
terrones de azúcar en la mano. Y ésa era la
mejor prueba de que todo lo anterior no
había sido un sueño. La madre entró en ese
momento con la tetera y luego volvió a la
cocina por el plato de las pastas. El padre,
entretanto se fue al dormitorio a ponerse su
cómodo batín. Lena aprovechó la ocasión y
echó los dos terroncitos de azúcar en las
tazas de té de sus padres. Durante unos
segundos sintió sus remordimientos de
conciencia, pero en seguida los reprimió. “La
culpa la tienen ellos mismos”, pensó.
“Además, el encantamiento no les hará
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ningún daño mientras no me lleven la
contraria. Y si lo hacen, les estará bien
empleado”. Sus padres se tomaron el té.
Lena dijo que ella no quería té, sino un
refresco.
- Está bien –dijo su madre-, coge uno de la
nevera.
Hasta aquí todo había ido bien, pero, apenas
unos minutos después, su padre dijo que
quería ver las noticias en la televisión. Justo,
precisamente, cuando Lena quería ver una
película de dibujos animados que ponían en
la otra cadena.
- ¡Pues yo quiero enterarme de las últimas
noticias! –dijo el padre cambiando de cadena.
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De pronto se oyó un “¡pfffft!”, como si se
hubiera pinchado la rueda de una bicicleta.
Su padre se redujo repentinamente y se
quedó muy pequeño, hundido en su sillón.
Parecía un liliputiense. Naturalmente, su
ropa no se había reducido con él, por lo que
ahora su cómodo batín y sus pantalones, y su
camisa, y su corbata… le sobraban por todas
partes. Antes medía 1.84 y ahora ya sólo
medía la mitad, o sea, 92 cm. Pueden
imaginar la cara de perplejidad que puso.
- ¡Por el amor de Dios, Kart! –exclamó la
madre-. ¿Me quieres decir qué te pasa?
- No tengo ni idea –contestó el padre-, pero
de alguna manera me siento raro.
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- ¡Si es que de pronto te has quedado muy
pequeño, Kurt! –le explicó la madre.
- ¿De veras? –preguntó el padre sin
podérselo creer- ¿Cómo de pequeño?
- La mitad que antes, por lo menos –declaró
la madre.
El padre fue a mirarse al espejo del vestíbulo,
a convencerse por sí mismo. Arrastraba toda
la ropa, y el espejo ahora le quedaba
demasiado alto, por lo que la madre tuvo
que auparlo.
- ¡Es verdad! –murmuró mientras se
observaba-. Esto me resulta de todo punto
inoportuno. ¿Qué van a decir los
compañeros de mi oficina? Justamente ahora
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que me iban a ascender a jefe de
departamento…
Lena, que hasta ese momento había hecho el
máximo esfuerzo por contenerse, ya no pudo
resistir más y estalló: se retorcía de risa en el
sofá.
- ¡No creo que sea precisamente motivo de
risa! –dijo muy seria su madre, mientras
volvía con el padre y lo sentaba en su sillón-.
Esto es muy grave. Tal vez se trata de una
enfermedad. Tenemos que llamar
inmediatamente al doctor.
- No –contestó Lena, que apenas podía
hablar de la risa-, no es ninguna enfermedad.
- ¡Anda! ¿Qué entenderás tú, descarada? –
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replicó su madre dirigiéndose hacia el
teléfono.
- ¡No! –gritó Lena- ¡No, no y no! ¡Yo no
quiero que venga el doctor!
- ¡Lo que tú quieras o no ahora no nos
interesa! –dijo indignada la madre-. ¡Ahora
lo que importa es tu pobre padre!
Cuando iba a descolgar el auricular se oyó
un “¡pfffft!” igual que el de antes y la madre
se redujo también de tamaño, hasta que la
ropa le quedó colgando por todas partes.
Antes medía 1.68 y ahora ya sólo 84 cm.
- Pe… pero ¿cómo puede…? –fue todo lo
que logró articular antes de desmayarse.
El padre se tiró de su sillón de un salto y la
recogió en sus brazos en el último momento.
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Si no llega a hacerlo, se podía haber pegado
un buen batacazo contra el suelo y haberse
hecho daño, aunque, desde luego, ahora ya
no podía caer desde muy alto…
- ¡Hilde! –exclamó el padre dándole
cachetitos en las mejillas-. ¡Vuelve en ti,
tesoro! Ella abrió los ojos y se le llenaron de
lágrimas.
- ¡Ay, querido! –sollozó-, ¿quieres decirme
cómo voy yo a hacer la compra ahora? ¡Qué
pensará la gente!
- Bueno, por lo menos ahora los dos
volvemos a tener un tamaño proporcionado
–dijo el padre en un intento de consolar a su
mujer-. Algo es algo.
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- Pero ¿qué ropa me voy a poner? –se quejó
la madre-. ¡Incluso las cosas de Lena me
quedarán demasiado grandes!
- Ya encontraremos una solución, tesoro –
dijo el padre dándole un beso para que se
tranquilizara-. Todo se arreglará. Tenemos
que estudiar la situación a fondo. Seguro que
algo se nos ocurrirá.
La madre se enjugó las lágrimas y miró
agradecida a su pequeño marido, que incluso
en aquella situación tan inusitada era capaz
de mantener la calma
- ¿Cómo habrá podido ocurrir esto así, tan
de repente, Kurt? - Buena pregunta –dijo el
padre rascándose la barbilla.
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- Ha ocurrido –dijo Lena- porque no me
han hecho caso. Los padres la miraron con
cara de incredulidad.
- ¿Qué has dicho, niña? –preguntó la
madre.
- Es cosa de magia –explicó Lena-. Pero si
hacen todo lo que yo les diga y no me llevan
jamás la contraria, no les volverá a pasar
nada.
- Eso –dijo el padre- es imposible. No son
más que majaderías. Vivimos en el siglo de la
ciencia. De modo, Lena, que si has sido tú la
que ha preparado todo esto, ya puedes irlo
arreglando inmediatamente.
- Ustedes mismos tienen la culpa –contestó,
inflexible, Lena-. ¿Por qué no hacen nunca lo
que yo quiero?
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Los padres se miraron entre sí.
- Parece –dijo el padre- que efectivamente
ha sido ella.
- ¿No te da vergüenza? –exclamó la madre-.
¡Una niña bien educada no hace esas cosas!
Lena se echó a reír de nuevo.
- Les voy a hacer una fotografía –dijo-.
Como recuerdo para el álbum familiar.
- ¡De ninguna manera! –se negó en redondo
el padre- ¡con mi cámara de fotos desde
luego que no!
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- Deja eso, ¿me oyes? –dijo la madre
apoyando a su marido-. ¿Qué pretendes?
¿Qué todo el mundo se ría de nosotros?
Volvió a oírse aquel peculiar sonido -
“¡pfffft!”- y los padres se redujeron
nuevamente a la mitad del tamaño que en
ese momento tenían. Ahora el padre ya sólo
medía 46 cm., y la madre 42.
- ¿Lo ven? –dijo Lena-. Eso es a lo que se
exponen. Será mejor que de ahora en
adelante no me vuelvan a llevar nunca la
contraria.
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Los padres enmudecieron, sin poder salir de
su asombro. Lena cogió la cámara de su
padre y les sacó una foto.
- Y ahora –declaró- les permito que vean
conmigo la película de dibujos animados.
Aunque para eso realmente son un poco
pequeños.
Los padres dejaron correr la cosa sin hacer
objeción alguna. El padre intentó decir algo
un par de veces, pero en seguida la madre le
dio con el codo y le puso el dedo índice en
los labios.
Aquel día, para cenar, hubo sólo galletas y
leche que Lena fue a buscar a la nevera. Al
fin y al cabo, los padres ahora no necesitaban
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mucho, y Lena, por su parte, con eso ya tenía
más que de sobra.
El resto de la tarde-noche transcurrió más
bien pacíficamente, pues los padres se
sometieron sin objeción alguna a todo lo que
Lena ordenó…, incluso cuando se trató de
jugar al “Quartett”1 aunque, obviamente,
para el padre y la madre las cartas eran
demasiado grandes.
Finalmente. Lena decidió que ya era hora de
irse a dormir.
- Ahora se tienen que ir a la cama –dijo-,
pero de ahora en adelante en la cama grande
de matrimonio dormiré yo
1 N. de T.: “Quartett”: juego de cartas, especialmente para
niños, en el que cada jugador tiene que juntar cuatro cartas
iguales a base de acertar las que tienen los demás jugadores.
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- ¿Y nosotros? –preguntó la madre.
- Ustedes dormirán en mi cochecito de
muñecas –decidió Lena.
- ¡De eso nada! –exclamó el padre
poniéndose colorado-. ¡Nadie me puede
exigir una cosa sí! ¿Yo soy un hombre adulto!
¡No tolero que nadie me obligue a hacer eso!
- ¡Esto el colmo! –dijo la madre
defendiendo a su marido- ¿No puedes
hacernos una cosa así, hija! ¿Esto ya está
llegando demasiado lejos!
De nuevo se oyó el susodicho ruido -
“¡pfffft!”- tras el cual el padre ya sólo medía
23 cm. y la madre 21.
Lena fue por su osito Teddy, y su tigre de
peluche, y su marioneta y su elefante… y los
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trasladó a todos a la cama de matrimonio;
luego cogió a su padre y a su madre y los
metió en su cochecito de muñecas.
- ¡Buenas noches! –dijo tapándolos bien a
los dos-. Y ahora a dormir, ¿entendido?
También ella se fue a la cama, aunque sin
haberse lavado las manos ni los dientes, pues
esas cosas ahora ya sólo las decidía ella
misma. Se acomodó entre todos sus
muñecos, y satisfecha, se durmió. Hasta el
último momento no dejó de oír nerviosos
cuchicheos en el cochecito de muñecas.
En mitad de la noche la despertó una
tormenta. Se sucedían unos truenos y unos
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relámpagos terribles, y a Lena le hubiera
gustado poder meterse con sus padres en la
cama para sentirse más segura, pero
arrebujarse ahora en el cochecito de muñecas
con sus padres era completamente imposible
por mucho que quisiera. Además, con unos
padres tan diminutos, no se habría sentido ni
un poquito más segura siquiera. Se vio
terriblemente sola y dejó rodar unas lágrimas
sobre la almohada. Pero a la mañana
siguiente el sol volvió a brillar y todo quedó
olvidado.
Lo primero que hizo fue ir a mirar al
cochecito de muñecas. Pero sus padres ya no
estaban allí… Habían atado todos los pañales
de muñeca que habían podido encontrar, y
utilizándolos a modo de escalera de cuerda,
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se habían descolgado hasta el suelo y habían
huido.
Lena buscó por toda la habitación
llamándolos:
- ¡Eh, papá, mamá! ¿Dónde se han metido?
Al cabo de un rato, oyó en alguna parte un
cuchicheo muy, muy bajito. Sonaba en el
rincón del sofá. Se fue hacia allí y levantó
todos los cojines, pero allí no había nadie. Se
agachó, miró debajo del sofá y allí los
descubrió a ambos, apretados contra el
último y más oscuro rincón.
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- ¡Salgan de ahí inmediatamente! –les
ordenó Lena, autoritaria-. No voy a hacerles
nada- añadió luego algo más amable.
- No –oyó que decían los dos al unísono-,
que nos das miedo. De aquí no salimos.
Y entonces volvió a oírse –sólo que esta vez
mucho más bajito- el peculiar “¡pfffft!” que
indicaba que sus padres habían vuelto a
quedar reducidos a la mitad del tamaño que
tenían antes.
Lena se fue a la cocina por una escoba y
escarbó y escarbó debajo del sofá con el
mango, para obligar a sus padres a que
salieran. Inmediatamente vio cómo dos
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salían corriendo por la alfombra e intentaban
buscar refugio debajo de la cómoda.
El padre ahora ya sólo medía 11 centímetros
y medio, y la madre 10 y medio. Ambos se
habían envuelto en unos pañuelos, a modo
de vestidos.
- Está bien –dijo Lena-, como ustedes
quieran. Entonces desayunaré yo sola.
Se fue a la cocina, sacó sus cereales y les
añadió la leche que quedaba. Luego se sentó
a desayunar, aunque sin olvidarse de poner
en el suelo un platito con cereales para que
sus padres también tuvieran algo que comer.
¡Y es que Lena era una niña muy previsora!
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Después se vistió –de nuevo sin haberse
lavado antes- y se fue a la escuela. Dejó la
puerta abierta, igual que hacía siempre.
Naturalmente, no les contó nada de esto ni al
maestro ni a los demás niños.
Cuando a mediodía regresó, el platito que
había dejado en el suelo de la cocina se lo
habían comido.
Pero a sus padres no se les veía por ninguna
parte.
Para comer, Lena se abrió una lata de
sardinas. Algo nada fácil al parecer, pues se
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hizo tal corte en el dedo con la lata que
comenzó a salirle sangre.
Corrió por el piso de un lado a otro
chillando:
- ¡Papá! ¿Mamá!
Tenía miedo de desangrarse.
Finalmente, su madre salió titubeante de
detrás de unos libros que había en el suelo.
El padre la siguió a cierta distancia. Y es que
ninguno de los dos podía soportar el llanto
de su pobre hijita.
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- ¿Te has hecho daño? –preguntó su madre.
Lena le enseñó el dedo que sangraba y
lloriqueo.
- Vete rápidamente al baño –dijo su padre-
y deja que te caiga el agua encima de la
herida.
- Luego coge el botiquín que hay en el
armarito blanco y tráelo –añadió su madre.
Lena se apresuró.
Como eran tan pequeños, sus padres
tuvieron que hacer denodados esfuerzos
para, juntando sus fuerzas, preparar un
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esparadrapo y ponérselo a su hija en el dedo.
Les faltó un pelo para quedarse pegados en
él.
- Y ahora –dijo el padre una vez que
terminaron de ponérselo y ya sin resuello –
podrías ser tan amable de acabar de una vez
con esta locura y devolvernos a nuestro
tamaño normal. Yo tengo sentido del humor,
pero me parece que ya es suficiente…
- No puede ser –explicó Lena-; aunque
quisiera hacerlo, no sé cómo.
Y entonces les contó que había ido a casa de
Francisca, que les había echado el azúcar en
el té y todo lo demás.
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- ¡Vaya un hada! –exclamó su madre-. ¡Te
digo yo que esa persona no es de fiar! ¡No
irás a verla nunca más!, ¿me oyes?
- Pero entonces no deberán llevarme la
contraria nunca, nunca, nunca más –
sentenció Lena-. De lo contrario, se volverán
cada vez más pequeños aún y al final
desaparecerán del todo.
- ¡Imposible! –aseguró su padre-. Si cada
vez nos quedamos reducidos a la mitad de lo
que éramos, jamás podremos desaparecer del
todo. Eso está científicamente demostrado.
Puede que lleguemos a tener el tamaño de
un átomo, pero siempre quedará algo de
nosotros.
- Probablemente tengas razón –terció la
madre-, pero ¿qué será entonces de Lena?
¿Quién cuidará de ella?
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- Buena pregunta –dijo el padre, como solía
decir siempre que no tenía respuesta.
En ese momento, llamaron al timbre de la
puerta.
- Será Max, que viene a jugar –dijo Lena.
- ¡Por todos los santos! –exclamó su padre-
¡Nadie debe vernos así! ¡No debes decírselo a
nadie! ¿Lo has entendido, hija mía?
- ¡Claro! –contestó Lena-. Escóndanse por
ahí.
Se fue hasta la puerta y abrió.
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Allí estaba Max, su amigo. Tenía
aproximadamente la misma edad que ella y
llevaba un aparato en la boca porque tenía
los dientes algo salientes.
- Mira lo que me han regalado –dijo Max
enseñándole un gatito negro que llevaba
entre sus brazos-. Se llama Zorro. Podemos
jugar con él.
- ¿Es gato? –preguntó Lena.
- Naturalmente –contestó max-; si no, no se
llamaría Zorro.
Se fueron al cuarto de estar.
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¿Estás tú sola? –quiso saber Max- ¿No están
tus padres en casa?
- Nnnn…, ssss… -tartamudeó Lena-, se…
se han ido a visitar a unos amigos.
- Pero su ropa está por ahí tirada…
- Es que se cambiaron rápidamente, tenían
mucha prisa. Además eso a ti no te importa.
Max dejó en el suelo a Zorro, que en seguida
comenzó a olisquear por todas partes.
- Bueno, ¿qué me dices? –preguntó
orgulloso Max-. ¡Tú no tienes nada así!
- ¡Tampoco quiero tenerlo para nada! –
replicó Lena.
- Es un gato estupendo –explicó Max-, de
una raza muy especial.
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- Ah, ¿sí? –dijo Lena-. Pues a mi me parece
absolutamente normal y corriente.
- Por eso precisamente se llama zorro –
continuó diciendo Max-. Mira, mira qué
bigotes tiene …Es algo único.
Lena no puso soportarlo más.
- Pues yo tengo algo mucho mejor –dijo.
- ¿Algo mejor? –preguntó Max sentándose
en el suelo junto a su gato y jugando con él-.
Eso no me lo creo. Te dejo que lo toques.
Estando yo, no te hará nada.
- Tengo algo mucho, mucho, mucho mejor
–repitió Lena.
- ¿El qué? –quiso saber Max.
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- No te lo digo –respondió Lena
acordándose de su promesa.
- Entonces seguro que no será nada del otro
mundo –dijo Max con arrogancia,
tambaleándose boca arriba ay poniéndose a
Zorro encima de la tripa.
- Algo muy, muy, muy especial –replicó
furiosa Lena-. Mucho más especial que un
gato.
- ¡Pues entonces de qué es!
- ¡No!
- ¡Eres tonta!
- ¡Tú si que eres tonta!
- ¡No tienes nada de nada!
- ¡Si que lo tengo!
- ¿Se puede saber de una vez qué es?
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- Enanos –dijo Lena.
Ya lo había soltado, aunque realmente no
quería.
Max la miró chupeteando su aparato
corrector.
- ¡Tonterías! –dijo finalmente-. ¡Eso no
existe!
- ¡Sí que existe! –contestó Lena.
- ¿Y cómo son de grandes? –quiso saber
Max.
Lena se lo indicó con los dedos pulgar e
índice.
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- ¿Y están vivos de verdad? –preguntó
inseguro Max.
- Mmmmmm –dijo afirmativamente Lena.
Max miró por toda la habitación.
- ¿Y dónde están?
- Se han escondido –declaró Lena-. Antes
estaban aquí. Hemos estado hablando.
Max se rió burlón.
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- Ya comprendo… Y luego te han regalado
una corona y una cadena de oro… Todo
invisible, claro.
En ese momento Zorro pegó un salto y se
metió como un rayo debajo del sofá. Allí lo
oyeron gruñir y bufar, luego sonó como una
especie de “¡Zis, zas!”; el gato soltó un
lastimero “¡Miau!” y salió visiblemente
cariacontecido.
Ya no tenía bigotes.
Max lo cogió entre sus brazos.
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- ¿Quién te ha hecho esto? –exclamó
furioso-. ¡Mi pobre zorro!
- Han sido mis enanos –contestó triunfal,
Lena-. ¡Tú mismo lo has visto! ¡Son bastante
peligrosos!
Max palidecía por momentos. Murmuró algo
así como que aún tenía que hacer unos
deberes y le entraron de repente prisas por
marcharse.
Una vez que se fue, Lena les dijo muy
orgullosa a sus padres:
- ¡Le han dado una buena lección! ¡Qué
pote se da con su estúpido gato…!
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Sus padres salieron de debajo del sofá. En
sus rostros aún se podía leer el miedo que
habían pasado.
- Pero ¿cómo has podido permitir que
entrara aquí un gato? –exclamó su madre-.
¡Le ha faltado un pelo para comernos!
- Eso nunca lo hubiera hecho –repuso Lena.
- ¡Sólo porque yo, afortunadamente, me
había llevado a rastras hasta allí las tijeras
del botiquín! –dijo su padre, visiblemente
indignado-. Tenía una especie de
presentimiento de que nos iban a hacer falta.
Sin esa arma hubiéramos estado perdidos.
- ¡Pero si los gatos no se comen a las
personas…! –objetó Lena.
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- Quizá nos ha tomado por ratones –dijo su
madre.
Lena entonces se asustó un poco.
- ¿Quieren decir que Zorro podía haberlos
comido por equivocación?
- Por equivocación o a propósito –contestó
su padre-, el caso es que nos habría comido si
no nos hubiéramos defendido
Lena se imaginó lo que los demás niños de la
escuela le dirían si se corriera la voz de que
un gato se había comido a sus padres.
Todos se reirían de ella.
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- Y a ti –dijo su madre- naturalmente te
habrían tenido que llevar a un orfanato. ¿Te
das cuenta?
Lena entonces se echó a llorar.
- ¡Pero yo no quiero ir a un orfanato!
- Si no quieres ir –aseveró su padre-, sólo
hay una solución: tu madre y yo tenemos
que recuperar nuestro tamaño normal.
Pero eso ahora tampoco lo quería Lena.
- Se me ocurre algo mejor –dijo.
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En el cuarto de estar había una vitrina en la
que se guardaban toda clase de recuerdos,
así como valiosas copas y figuras de
porcelana. Por ejemplo, un gordo Buda que
asentía con la cabeza cuando se le movía;
una bola de cristal con Venecia dentro, en la
que nevaba si uno la agitaba; una jardinera
con una cesta de flores; el primer premio que
le habían dado a su padre en el club de
ajedrez de Königspring, en forma de
caballito dorado… Y Lena colocó allí dentro
a sus padres.
- Aquí estarán seguro –les dijo-, pero
tengan cuidado de no tirar algo y romperlo.
Si viene alguien, tienen que hacer como si
fueran de porcelana.
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Dicho esto, cerró la puerta de cristal. Sus
padres gesticulaban desesperados, pero ya
no se le oía. Lena se fue a la cocina, y con un
tenedor, fue sacando las sardinas de la lata
medio abierta, pues tenía hambre. Y puso la
radio.
- ¡Hola, Lena! –dijo una voz de mujer-. Te
habla Francisca, ¿me recuerdas? Francisca
Interrogaciones, el hada. Si por algún motivo
tuvieras que buscarme, has de saber que he
cambiado de casa. Ahora vivo en la Calle del
Viento nº 7, en el sótano. Si necesitas una
segunda consulta…, bueno, ya te dije que te
costaría bastante. Pero tendrás que decidirte
pronto o será demasiado tarde. Fin del
mensaje.
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Lo que luego venía era una aburrida música.
Lena apagó la radio, y pensativa, se hurgó la
nariz con el dedo.
Aquello ya comenzaba a resultarle
desagradable. Pero tenía muy clara una cosa:
una segunda consulta era completamente
innecesaria. Jamás volvería a ir a verla. En
este punto coincidía por una vez con su
madre. Además, Lena no tenía ni idea de
dónde buscar la Calle del Viento.
Fuera hacía buen tiempo. Lena salió
corriendo, cerró la puerta de casa y se fue al
parque infantil con los otros niños, que
jugaban en alegre bullicio. Poco después, ya
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se había olvidado de todo aquel
desagradable asunto.
No se volvió a acordar hasta que regresó a su
casa a eso de las siete y llamó al timbre.
Naturalmente, nadie pudo abrirle, pues sus
padres estaban encerrados en la vitrina… y a
Lena ni se le había ocurrido llevarse la llave,
pues nunca antes había tenido que hacerlo.
Ahora sí que sentía miedo. Se sentó en la
escalera y rompió a llorar muy bajito, para sí,
a pesar de que aquello tampoco le sirviera de
mucho.
Se imaginó que tendría que pasarse allí toda
la noche completamente sola y abandonada,
y le dio mucha, mucha, mucha pena de sí
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misma. Ni siquiera llevaba un pañuelo para
limpiarse la nariz.
Tenía hambre, pero, en cualquier caso,
tampoco habría nada de comer, pues su
madre ya no podría cocinar, no ahora ni
nunca. Tampoco tenía dinero para
comprarse nada, aparte de que a esas horas
todas las tiendas estaban ya cerradas… En
resumen, ¡una auténtica y tremenda
desgracia!
La culpa de todo la tenían única y
exclusivamente su padre y su madre, pues si
hubieran hecho siempre lo que ella les había
exigido, aquello jamás habría llegado tan
lejos.
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En ese momento, una ráfaga de viento
introdujo por la ventana de la escalera, que
estaba abierta, un trozo de papel, que
después de unos cuantos revoloteos, fue a
aterrizar junto a los pies de Lena. Vio que
tenía algo escrito, lo cogió del suelo y lo leyó
letra por letra: Venga, venga, ahora ya está
bien.
Tú misma sabes bien que eso no es cierto.
Tus padres, de verdad, no pueden hacer
nada,
Así que vente y hablaremos del asunto
¿Quién había escrito aquello? Lena le dio la
vuelta a la hoja y vio que en la parte de atrás
ponía: Haz un avión con esta hoja
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Y síguelo
Lo comprendes, ¿no?
Date prisa.
H.F.I.
H.F.I. sólo podía significar Hada Francisca
Interrogaciones. Y la frase de “Lo
comprendes, ¿no?” también hacía pensar que
era ella la que había mandado aquel mensaje.
Lena se sintió inmediatamente aliviada. Dejó
de sollozar, hizo un avión con la hoja lo
mejor que pudo (no demasiado bien, pues,
con las prisas, se puso muy nerviosa), bajó a
la calle y lo echó a volar.
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Un viento lo recogió y se lo llevó consigo; tan
pronto volaba muy alto como caía en picado,
pero, en esta última caso, siempre lograba
remontar sin tocar el suelo.
Lena iba corriendo tras él.
Afortunadamente (¿o era quizá una
misteriosa providencia?) la mayoría de las
veces el avión volaba en círculo muy por
encima de las cabezas de la gente, sobre todo
en los cruces de las calles; de no haber sido
así, seguro que la niña hubiera cruzado la
calle corriendo imprudente detrás de él, sin
fijarse en los coches. Pero, en definitiva, no le
pasó nada, sólo un par de veces en que pisó
un charco o, en su carrera, fue a chocar
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contra algún peatón que la increpó mientras
ésta desaparecía.
Se fue haciendo poco a poco de noche, y
Lena aún seguía detrás del avión. Éste giraba
de improviso en una calle o en otra, y
cuando su perseguidora no era capaz de
seguirlo de cerca, la esperaba planeando y
volando en círculo hasta que ella lo volvía a
ver. Lena ya sentía punzadas en el costado y
resoplaba como una locomotora, pero no se
rindió.
Las calles se fueron volviendo cada vez más
oscuras y silenciosas. Al final, ya no se veía
ni un alma por ninguna parte, el viento
soplaba cada vez más fuerte, silbaba y daba
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verdaderos bufidos, llevando literalmente en
volandas a la niña.
Finalmente, Lena a punto estuvo de darse de
narices contra una puerta que, por lo que
pudo juzgar en medio de la oscuridad, no
pertenecía a ninguna casa.
La puerta estaba allí así, sola, y en el dintel
aparecía un gran número 7 pintado de color
negro. Debajo había una placa de latón con la
siguiente inscripción:
A la segunda consulta,
Si lo tienes a bien.
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La puerta se abrió por sí sola y una ráfaga de
viento empujó a Lena dentro. Bajó a
trompicones unos cuantos escalones que
conducían al sótano, y cuando llegó abajo, a
punto estuvo de resbalar, pues se encontró
con una capa de hielo lisa como un espejo.
El lago, que ya conocía de la primera visita,
también estaba allí esta vez, pero ahora
helado. La barca también aparecía, pero
ahora inmovilizada. Allí era invierno, y los
alrededores conformaban un paisaje nevado.
Esta vez Lena tuvo que recorrer a pie el largo
camino hasta la isla, y además con mucho
cuidado, paso a paso, no sólo por lo
resbaladizo que era, sino también porque no
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sabía si el hielo sería capaz de resistir su peso
en todos los sitios; de vez en cuando crujía y
restallaba de la manera más sospechosa.
Cuando, por fin, ya medio congelada, puso
el pie en la isla, se volvió a encontrar de
repente sobre la alfombra de la habitación
del hada, con Francisca Interrogaciones
sentada ante su mesita redonda de tres patas.
Ahora, curiosamente, entraba por la ventana
un sol de mediodía, y el cuco que con tanto
ímpetu salía del reloj de pared esta vez sí que
era un cuco de verdad: cantó doce veces:
“¡Cucú!”
Todos los números del reloj eran, también en
esta ocasión, doces.
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- La segunda consulta- dijo sin preámbulos
Francisca Interrogaciones- tiene lugar
siempre y por principio a las doce del
mediodía. Así debe ser.
Lena se abstuvo de preguntar por qué razón
o motivo era así.
- Ahora tienes que decidirte –prosiguió el
hada-. ¿Cómo quieres que evolucione el
asunto? El tiempo en el que aún se puede dar
marcha atrás a los acontecimientos se va a
acabar enseguida. Lo comprendes ¿no?
- No del todo –admitió Lena.
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- ¿Te lo has pasado bien, hija mía? –
preguntó el hada.
- Sí… -dijo, titubeante, Lena-, por lo menos
al principio.
- Bueno, pues si tú quieres –declaró el
hada-, de ahora en adelante seguirá siendo
siempre así. Tus padres se irán haciendo
cada vez más y más pequeños. Podría, por
ejemplo, hacer que vivieran en una caja de
cerillas. Más tarde, probablemente, ya sólo
podrías verlos a través de un cristal de
aumento, o con un microscopio. Todo muy
divertido, ¿no te parece?
Lena, desconcertada, no dijo nada y se
encogió de hombros.
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- El caso –añadió el hada- es que te tienes
que decidir ya, pues, a partir de un
determinado momento, había transcurrido
demasiado tiempo como para poder volver
al principio. El que ha llegado demasiado
lejos tiene que seguir adelante. Eso es lo que
ocurre a menudo en la vida. Lo comprendes,
¿no? Pero ¿te gustaría realmente seguir
adelante? Eso eres tú la única que tiene que
decidirlo, hija.
Lena miró indecisa al hada.
- ¡Oh! Yo, de verdad, no quiero influir
sobre ti, querida mía –aseguró Francisca
Interrogaciones-. Debes decidir única y
exclusivamente en virtud de lo que tú
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consideres oportuno. Yo sólo quería decirlo,
ateniéndome a la verdad, lo que se derivaría
de ello. Lo comprendes, ¿no?
- Sí –contestó Lena, y tragó saliva- ¿Y cuál
sería la otra posibilidad?
- La otra posibilidad –repuso el hada
arrastrando las palabras y mirando
misteriosamente a la niña –me temo que no
te va a gustar. Es muy desagradable…, por lo
menos para ti. No creo que te interese en
absoluto.
- Aun así, dígamelo –le rogó Lena.
- Bien; yo ahora –le explicó el hada- aún
podría darle marcha atrás al tiempo
transcurrido desde nuestra primera
consulta…, o sea, para ser más exactos, hasta
el instante justo antes de que les echaras a tus
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padres los terrones de azúcar en sus tazas.
Entonces, para todos los demás, sería como si
entretanto no hubiera ocurrido
absolutamente nada. Tampoco hubieras
hecho jamás la foto, naturalmente, no habría
absolutamente ninguna prueba de toda esta
historia. Sólo tú sabrías lo que ha ocurrido…,
o más bien lo que iba a ocurrir, pues en ese
instante también para ti misma volvería a ser
todo futuro. Lo comprendes ¿no? Entonces,
naturalmente, tú podrías tomar la decisión
contraria y no echar los terrones de azúcar en
el té.
- ¿De verdad? –preguntó Lena-. ¿Sería
posible?
- Segurísimo –contestó el hada-, pero la
cosa tiene su pequeño intríngulis; claro que
en estas historias de magia no cabe esperar
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que sea de otra manera. Ya te dije desde el
principio que la segunda consulta te iba a
resultar cara…, hagas lo que hagas.
Francisca Interrogaciones tamborileó,
expectante, con sus doce dedos en el tablero
de la mesa.
- ¿Y cuál es el intríngulis? –quiso saber
Lena.
- Bueno, pues… -dijo el hada arqueando
significativamente las cejas-, tendrías que
tomarte tú misma los terrones de azúcar y
además en el acto. Ésa sería la única
posibilidad.
- ¿No podría sencillamente tirarlos?
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- No, desgraciadamente no, hija mía. No
serviría de nada. Volverían a ir a parar
siempre a aquél al que estaban destinados.
Incluso si los tiraran al mar a cien mil
kilómetros de distancia, en el mismo
momento de tirarlos estarían ya otra vez en
la taza de té de tus padres. ¡Es que no son
terrones de azúcar vulgares y corrientes! Lo
comprendes, ¿no?
- Sí, pe… pero… -balbuceó Lena-, si me los
trago, entonces me pasará lo mismo que a
papá y a mamá. Entonces sería yo quien me
iría haciendo cada vez más y más pequeña.
- Irremediablemente –contestó el hada-, a
no ser que…
- A no ser que… ¿qué?
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- A no ser –repitió Francisca Interrogaciones-
que tú jamás les llevaras la contraria.
Entonces, naturalmente, tampoco te pasaría
nada. Así de sencillo.
- ¡ah, vaya…! –dijo Lena.
Se quedó callada durante un rato, lo mismo
que el hada.
Por fin Lena sacudió la cabeza y dijo:
- Imposible. Eso, sencillamente, es
demasiado difícil para mí.
- Ya me lo figuraba yo –observó el hada-.
Bueno, pues entonces dejémoslo todo como
está. A mí, al fin y al cabo, me da
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exactamente igual. No pretendo convencerte
de nada.
Miró el reloj y añadió:
- Justo en este momento quedan todavía
diez segundos. Después, ya estará todo
decidido y será demasiado tarde.
Lena libraba una terrible batalla consigo
misma.
- ¡Por favor! –gritó de repente- ¡De marcha
atrás al tiempo! ¡Por favor, hágalo! ¡ahora
mismo!
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Francisca Interrogaciones se levantó de un
salto, y estirando el dedo, comenzó a girar
hacia atrás las manecillas del reloj. Eso fue lo
último que Lena le vio hacer.
Oyó de nuevo aquel extraño ruido –“¡flor!”-,
como cuando se saca el tapón de una botella,
y después se encontró de nuevo en el cuarto
de estar de su casa, justo en el momento en
que su madre se había ido a la cocina por las
pastas, y su padre al dormitorio a ponerse su
cómodo batín.
En su mano tenía los dos terrones de azúcar
que le demostraban que todo había sido
realidad. Se los metió en la boca, los masticó
bien y se los tragó.
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- Lena –dijo su madre, entrando en ese
momento-, no comas tanta azúcar, que eso te
daña los dientes.
- Sí, mamá –contestó Lena.
- Me gustaría ver las noticias. ¿Tiene
alguien algo en contra? –preguntó su padre
sentándose en el sillón.
- No, papá –dijo Lena.
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Sus padres intercambiaron una mirada de
asombro.
- ¿Qué te pasa, Lena? –preguntó su padre-.
¿Estás enferma?
Ella sacudió la cabeza.
- ven, tómate una taza de té con nosotros –
propuso su madre-. Te sentará bien.
- Sí, gracias –dijo Lena.
Y a partir de entonces todo siguió así. De allí
en adelante la vida para los padres resultó
mucho más fácil, claro. “La niña poco a poco
se está volviendo razonable”, decían.
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Pero cuál era el verdadero motivo nunca lo
supieron: eso seguía siendo el secreto de
Lena. O, al menos, lo siguió siendo durante
una temporada increíblemente larga… para
ser más exactos, hasta el viernes siguiente.
Aquel día dijo su padre:
- Hija, no puedes seguir así.
- Sí, papá –contestó obediente Lena.
- A ti… -opinó la madre-, a ti te pasa algo.
Estás muy rara. Ya no pareces nuestra Lena.
- Cualquier niño normal lleva la contraria
de vez en cuanto –continuo su padre-. ¿Es
que ya no tienes ninguna opinión propia?
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- No, papá.
- ¡Estamos preocupados! –exclamó su
madre-. ¿no podrías llevar la contraria un
poco, al menos de vez en cuando?
Simplemente por darnos la alegría de tener
una hija normal…
Ahora Lena ya no sabía qué decir. Si decía
que no, le llevaba la contraria y las
consecuencias serían inevitables-, y si decía
que sí, estaba permitiendo que le iba a llevar
la contraria, lo cual conducía exactamente a
lo mismo. En lugar de responder, rompió a
llorar.
- ¡Cielo Santo! –Exclamaron sus padres-,
¿tan malo es? Si hay algo que te preocupe,
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habla, hija. A nosotros puedes contárnoslo
todo.
Y entonces Lena les explicó, entre sollozos, lo
que sucedía con los terrones de azúcar y todo
lo demás.
- ¡Eso es inaudito! –exclamó su madre-. ¡Esa
hada es una persona repulsiva!
- Sí –corroboró su padre-, habría que
prohibir su oficio por ley.
- ¡Pobrecita niña mía! –la consoló su madre
cogiendo a Lena en brazos-; tú no te
preocupes, que tu padre que es muy listo,
seguro que encuentra una solución. ¿No es
verdad, Kurt, querido? La vas a encontrar, ¿a
qué si?
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- ¡Por supuesto! –contestó su padre
carraspeando-. Pero primero vamos a
pensarlo.
Caminó por la habitación arriba y abajo,
mientras su mujer y su hija lo seguían con la
vista.
- ¡Ya lo tengo! –dijo al dar la vuelta por
quinta vez-. En el fondo la cosa es muy
sencilla… el cuerpo consume el azúcar igual
que el motor de un coche consume gasolina.
Eso está científicamente demostrado, los
terrones de azúcar sólo pueden hacer efecto
mientras están en tu cuerpo. El azúcar los
músculos lo consumen muy deprisa. Así que
hacer ya mucho que no lo tienes dentro…
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Lena dejó de llorar y se limpió la nariz.
- ¿Lo crees de verdad?
- ¡Claro! –aseguró su padre-. Llévame la
contraria. Merece la pena intentarlo.
- Sí, papá –dijo obediente Lena-, pero ¿y si
sale mal?
- No –dijo su madre-, tienes que llevarnos
la contraria de verdad. No sólo a medias…
- Pues entonces primero tienen que
ordenarme algo de verdad- dijo Lena
sorbiéndose los mocos.
Su padre se puso tieso y adoptó una cara
severa.
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- Está bien; entonces te ordeno que des
ahora mismo una voltereta.
- No –dijo vacilante Lena-, no quiero. No
tengo ninguna gana de dar volteretas.
Los tres esperaron expectantes… y no
ocurrió nada. Entonces se abrazaron entre
gritos de alegría. Su padre tenía razón.
Realmente era un hombre muy listo.
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Así se daba por concluido tan azaroso
asunto. Peo al final todo aquello sí que había
servido para una cosa, a partir de entonces,
Lena sólo les llevaba la contraria a sus
padres, y sus padres se la llevaban a Lena,
cuando era verdaderamente necesario, y no
como antes, sin ton ni son.
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Y por eso de allí en adelante la familia vivió
en perfecta armonía, y recordando, a pesar
de todo, al hada Francisca Interrogaciones
con cierta gratitud.
¡Ah por cierto!: Lena dio después muchas
volteretas, unas veces ordenándoselo y otras
sin que se lo ordenaran.