Post on 22-Dec-2015
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EL ARQUITECTO CAINITA (O CAÍN Y LA PRIMERA CIUDAD)
En el cielo de Grecia, así como en el de Cananea, debían sonar campanas. Un
rumor metálico recorría las alturas. El aire vibraba como si finas láminas de
cobre entraran en resonancia. Al contrario que en otras culturas, la tersa
bóveda celestial, reluciente bajo el impávido sol, no estaba hecha de bronce,
pero acogía una serie de refulgentes cuerpos siderales: palacios
deslumbrantes, forjados con metal, que divinidades herreras, como
Hefesto[1] en Grecia o Kothar[2] en Cananea, habían labrado para la divinidad
principal. Zeus no moraba a la intemperie en lo alto del Olimpo; del mismo
modo, Baal no podía yacer bajo las estrellas. Los dioses-padres merecían un
vasto palacio, suspendido en el aire, en el que recibían a la corte celestial. A
dichos poderes celestiales no les gustaban mansiones de piedra o de barro,
comunes entre los mortales, sino que sólo la luz o el metal reflectante era el
material adecuado para levantar los altísimos techos y paredes tras y bajo los
cuales los dioses supremos descansaban. La tarea de llevar a cabo la
construcción de estos deslumbrantes palacios había recaído en una divinidad
conocedora de los secretos de la forja, dominadora del fuego y de la sangre que
circula por las venas de la tierra, compuesta por frías nervaduras metálicas a
las que, en tanto que divinidad herrera y minera, tenía acceso. Del mismo
modo, ya en la tierra, los templos más suntuosos y descomunales, como el
santuario principal en la isla de la Atlántida, cuyas paredes eran cuidados
trabajos de orfebrería que combinaban metales y piedras preciosos con el
marfil, según cuenta Platón, estaban dedicados a aquellas divinidades
herreras, como Hefesto, en el caso del continente perdido.
Atenea o Prometeo fueron dioses constructores en la Grecia antigua.
Edificaron y enseñaron las técnicas edilicias a los hombres. Sin aquéllos, los
mortales no habrían podido sobrevivir en la tierra, azotada siempre por la
cólera divina ante la creciente pujanza humana. Pero ninguno construyó
palacio alguno para Zeus, pues sólo sabían trabajar el barro (Prometeo)[3] o la
madera (Atenea), pero no la materia con la que se edifican los soñadas
moradas divinas. Quizá por este motivo, el primer constructor humano griego,
Dédalo[4], era al mismo tiempo arquitecto, escultor y orfebre, diestro en los
trabajos con metales (hilos de oro que trenzaba, delgadas placas de metales
preciosos que martilleaba sobre una estructura de madera, pesados muros y
puertas broncíneos, como las murallas que rodeaban el Hades y los anchos
vanos que sellaban el paso a los Infiernos y retumbaban cavernosamente
cuando se cerraban para siempre tras las sombras en pena que abandonaban el
mundo de los vivos). Sus construcciones, como el laberinto, se asemejaban a
endiabladas filigranas que trenzaban, como si de finos hilos de oro se tratara,
pasadizos que atrapaban, al igual que una invisible redecilla metálica, a los
incautos. Incluso las primeras estatuas, obra de Dédalo, se componían de
delgadas láminas de cobre o de bronce dispuestos sobre una estructura de
madera. En el principio, las creaciones, arquitectónicas y escultóricas,
refulgían como duras pupilas divinas.
Mircea Eliade[5] defendía que los herreros fueron los primeros artistas, los
creadores del mundo. Apreciados, aunque temidos, por el control que ejercían
sobre el fuego y los metales –elementos antitéticos que contraponían la dureza
y lo danzante, lo gélido y lo ardiente-, los herreros vivían apartados,
encerrados en rugientes forjas de las que, sin que se supiera bien cómo se
lograba, salían joyas, armas, útiles cortantes, y las broncíneas paredes de los
templos principales y de las moradas celestiales que sólo las almas de los
difuntos alcanzaban a descubrir en su tránsito hacia lo más alto. Físicamente
eran casi unos monstruos. La noción romántica del genio, según la cual el
artista inspirado crea en connivencia con potencias infernales que le alientan,
le inspiran ideas endemoniadas, se enraíza en la primigenia concepción del
herrero, cuyos gestos aplacan o soliviantan las llamas. Pero este íntimo
contacto con la energía vital de la tierra dejaba graves secuelas físicas. Los
herreros vivían cerca del fuego al que no podían dejar de cuidar día y noche.
No podían abandonar la forja. Casi nadie había podía verles. Aquélla, en cuyo
oscuro interior resoplaban las llamas, estaba ubicada lejos del poblado, en los
límites mismo del espacio habitado, para evitar que las llamas, en un momento
de descuido, pudieran acaban con el pueblo. La lejanía, y el bramido de la
hoguera, que el espacio interior amplificaba, como una voz cavernosa, dotaban
a la forja y a los herreros de un aura temible. Nadie sabía a fe cierta que ocurría
en el interior del taller. La falta de ventanas impedía otear cómo se trabajaba,
se controlaba el fuego, se licuaban los metales que adoptaban mansamente las
formas más insospechadas. Hojas cortantes, puntas aguzadas, curvadas
cuchillas de hoces aceradas, de la forja salían inmisericordes útiles afilados
con los que se cultivaba la tierra y se cercenaban vidas.
El recinto aparecía como un espacio mágico, encantado, y aterrador.
Encerrados tras los gruesos muros del taller, carentes de oberturas, a fin que
las llamas no pudieran desmandarse, el espacio que los herreros ocupaban era
muy reducido. Por este motivo, las piernas, cuyos músculos apenas se
ejercitaban, se quedaban en los huesos. Por el contrario, los brazos, que debían
activar pesados sopletes y manejar gruesas pinzas de hierro, sin que el fuego
los alcanzase, se curvaban como garfios y se desarrollaban en exceso, como los
imponentes, y algo ridículos, músculos de Hércules. En Grecia, los míticos
primeros herreros, llamados los Carcinos, hijos de Hefesto, el dios de la forja
que, al igual que éstos, vivía en la isla de Lemnos, eran unos descomunales
cangrejos. El término griego karkinos (cangrejo) también significaba pinza[6].
Los garfios superiores de los cangrejos se asemejaban a los brazos deformes de
los herreros, endurecidos por el fuego, convertidos en eficacísimos
instrumentos, unidos indisolublemente con las tenazas metálicas que
manejaban, fusionados con éstas, curvados de tanto rodear el fuego. Al mismo
tiempo, los cangrejos se desplazan de lado, debido a la desproporción que
existe entre los miembros delanteros y posteriores, y sus movimientos
erráticos recuerdan los andares renqueantes de los herreros, incapaces de
desplazarse en línea recta debido a sus débiles piernas, cargadas por el
excesivo peso de los brazos hipertrofiados. Los Carcinos eran seres
primordiales, anteriores a las divinidades olímpicas. Cuando Hefesto nació, ya
recorrían las entrañas de la tierra desde tiempos inmemoriales. Al igual que
los Curetes (inventores del chalkos, el bronce), los Dactilos (cuyo nombre venía
de dactulos o dactilos, dedo, por la inaudita agilidad de las manos, hábiles en
los trabajos artesanos, especialmente los de la forja que requerían un control
certero sobre las extremidades superiores a fin de no acabar escaldado y poder
templar el metal) y los Telquines (del verbo thelgoo, encantar, operar mediante
ardides o sortilegios), el mundo ya les pertenecía cuando Zeus, a quien
cuidaron de niño, nació. Cuando el diluvio, del que sobrevivieron, ya poblaban
las tierra, y su sabiduría y sus ardides eran legendarios. Se les adoraba –y se
les temía como a magos cultos e inquietantes. Pero los hombres no podían vivir
sin ellos. Todo lo que los humanos sabían, todas las artes y las técnicas gracias
a las cuales domesticaron la tierra, les fue enseñado por estos genios
ancestrales que incluso construyeron los primeros templos.
Los herreros, cuyo trabajo no se distinguía del obrar de los magos, y que los
alquimistas, ya en época cristiana, prosiguieron (tratando de reencontrarse
con el metal primordial, áureo, cuando, debido a la caída, la materia opaca no
había eclipsado el eterno fulgor del oro, que era la carne de los dioses), eran,
entonces, considerados, en todas o casi todas las culturas, como unos héroes
fundadores o civilizadores, de quienes dependían los medios con los que los
mortales pudieron sobreponerse a todas los calamidades con los que los
nuevos dioses les afligieron.
Entre estos avances con los que la suerte de los humanos mejoró se hallaban
las ciudades. La organización del espacio, delimitándolo y parcelándolo, así
como la erección de muros defensivos, de un techo protector, fueron un
excelente método de supervivencia. Los hombres, hasta entonces
desperdigados, abandonados, pudieron reagruparse y cobijarse. El nacimiento
de la arquitectura, agudamente contado por Vitrubio (De architectura, II, 1),
culmina un proceso de lenta socialización, alrededor de un “hogar” –un fuego,
y también una morada. Un día, un rayo prendió en unas ramas muertas. Las
llamas se extendieron. El frío invernal cesó, y las tinieblas se disiparon. Los
hombres aprendieron a controlar el fuego, y luego a despertarlo. Se juntaron
formando corrillos alrededor de la lumbre. Las lenguas se soltaron. Los
humanos empezaron a comunicarse, a convivir, a compartir conocimientos,
bienes y espacios. Los primeros cantos se alzaron, y las danzas. Los pasos de
los bailarines trazaban líneas, al principio inconexas, semejantes a
enrevesados, laberínticos trazos, que poco a poco dibujaban, abrían caminos
en el la tierra, componían surcos que iban parcelando el suelo[7]. Fueron las
artes del fuego las que alumbraron un lugar, cálido y luminoso, donde
refugiarse, calentarse, sintiéndose protegido.
No sólo los dioses de la forja fueron arquitectos. También los ceramistas, que
necesitaban del fuego para cocer, y animar, sus creaciones, supieron crear
espacios de acogida. Así, Prometeo, en Grecia, modeló estatuas con barro, creó
incluso a los hombres, con la materia primera de la diosa-madre, y luego les
entregó el fuego, robado del carro solar, para que no se perdieran en la noche y
supieran, gracias a sus consejos, modelar y cocer ladrillos, y levantar paredes y
techumbres, componiendo moradas, al abrigo del destino inmisericorde:
“Prometeo: (…) en un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de
que oían, no oían nada, sino que, al igual que fantasmas de un sueño, durante
su vida dilatada, todo lo iban amasando al azar.
No conocían las casas de adobe cocidos al sol, ni tampoco el trabajo de la
madera, sino que habitaban bajo la tierra, como las ágiles hormigas, en el
fondo de grutas sin sol.
(…) Hice que vieran con claridad las señales que encierran las llamas, que
antes estaban sin luz para ellos. Tal fue mi obra.
Bajo la tierra hay metales útiles que estaban ocultos para los hombres: el
cobre, el hierro, la plata y el oro. ¿Quién podría decir que los descubrió antes
que yo? Nadie –bien lo sé-, a menos que se quiera decir falsedades”[8].
Prometeo, ¿un herrero? Bien lo tenía que ser, si quería edificar a y para los
seres humanos.
Esta equiparación entre el herrero y el arquitecto, que daba lugar a una visión
tan positiva del espacio construido, tan común en Grecia, ¿se podía aplicar al
mundo hebreo?
Es sabido que la imagen de la ciudad que la Biblia ofrece está torcida. La
Jerusalén celestial, que no requería templos para cobijar a la divinidad, era
equiparada al Paraíso (en el que, bien es cierto, no cabía ciudad alguna), pero
la misma ciudad terrenal, pese a estar bajo el influjo -o el embrujo- de su
modelo aéreo, no siempre fue bien recibida. Para Pablo (quien no se apartaba
de la tradición bíblica), la relación que la ciudad visible establecía con su
modelo celestial era la misma que Agar, la esclava de Abraham, mantenía con
Sara, su esposa: la Jerusalén celestial era una madre, libre; la terrenal estaba
reducida, esclavizada (Ga 4, 25-26). Isaías (Is 1, 21) se preguntaba cómo
Jerusalén había podido degradarse tanto hasta convertirse en una prostituta,
en un nido de asesinos. Sodoma y Gomorra, añade el profeta (Is 1, 9-11), se han
erigido en los modelos de las ciudades de Sión. Si las ciudades de Israel
merecían semejante consideración, las urbes extranjeras, de las grandes
potencias (Asiria, Babilonia), eran indefectiblemente proscritas. Habrá que
esperar la descripción del palacio del legendario rey-sacerdote Juan, ya en
plena Edad Media (s. XII), para que la ciudad Babilonia, convertida en una ala
de su gigantesco palacio celestial, construido mil años antes por el apóstol
Tomás, el patrón de los arquitectos, para Gundosforo, el rey de la India, dejara
de ser arrastrada en el lodo y mereciera un juicio positivo[9]. A la ciudad de
Damasco (también condenada por Jeremías a perecer por el fuego –Jr 49, 23-),
Isaías augura un final próximo entre escombros, abandonada a los rebaños (Is
17, 1-2). Todo el texto profético de Isaías es una invectiva contra algunas
grandes ciudades mesopotámicas: Babilonia, Tiro, Damasco, Asur (“Quebraré
Asur en mi país, la pisotearé sobre mis montañas” –Is 14, 24-). La ciudad es
sanguinaria, mancilla el suelo con deshechos, y mancilla su nombre, tan llena
de desórdenes como se halla, advierte Ezequiel (Ez 22, 2-4). El profeta
visionario se refiere a Jerusalén, la ciudad material, hecha carne, pero su
diatriba bien podría dirigirse hacia cualquier urbe.
La edificación, sin embargo, no estaba proscrita en la Biblia, siempre que el
arquitecto fuera Yahvé. Las ciudades de Judea, anunciaba un salmo (Sal lxix,
36), fueron construidas por Dios; los hombres no dejarán de construir en vano
si, previamente, Yavhé no ha levantado una casa (Sal cxxvii, 1), como si de un
acto modélico, y de una forma paradigmática, se tratara[10]. Tras la maldición
y la destrucción, Yavhé levantó de nuevo los muros de Jerusalén con piedras
preciosas, las almenas, con rubíes, y dispuso los cimientos de la muralla sobre
zafires (Is 54, 11-12). Las piedras se alzaban sobre quistes de luz. Del mismo
modo, restauró personalmente todas las ciudades de Judea convertidas en
ruinas (Is 44, 26). Desde luego, Pablo no dudó en presentar a Dios como
arquitecto y creador de una ciudad, dotada de todos los cimientos necesarios,
que tenía que ser entregada a Abraham (He 11:10)[11]
Sin embargo, la arquitectura era juzgada de manera muy distinta cuando
incumbía a los seres humanos. Cuando Yavhé construía, se consideraba que
ayudaba a su pueblo, mientras que la edificación por parte de los hombres era
juzgada como un acto de soberbia. El hecho de que importantes urbes se
asentaran en Asiria y en Babilonia, que asediaban a Israel, no debía contribuir
a mejorar la imagen de las grandes aglomeraciones urbanas.
En Sumer, en los inicios era la uru-ul-la (la ciudad eterna o de un tiempo
lejano)[12]. Antes de que Nammu, la diosa madre, confundida con Abzu[13],
las insondables aguas primordiales, diera a luz, en medio de un remolino
acuático, a los principales dioses celestiales (An, Enlil, Enki, etc.), antes de que
los ríos (id, que también denomina las aguas matriciales), las marismas, las
tierras y los juncales fueran establecidos, en la tierra se hallaba uru-ul-la; la
uru-ul-la era todo el espacio, como si el mundo en ciernes estuviera contenido
en lo que se podría traducir por la ciudad de los orígenes. Dioses y humanos
aún no existían y, sin embargo, la urbe primordial estaba habitada: las almas
de los difuntos moraban en ella. Y de la ciudad de los muertos, sumida en la
más absoluta oscuridad, la vida y la luz emergieron. La ciudad precedía la
creación del mundo. Según alguna cosmogonía sumeria, aquélla era
considerada como la condición para que el mundo visible e invisible llegara a
ser. Incluso en aquellos mitos de los orígenes en los que la ciudad no
preexistía, en los tiempos anteriores al diluvio, cuando los hombres no habían
aún sufrido un segundo y definitivo castigo, siete ciudades, creadas y habitadas
por divinidades, consideradas por este motivo sagradas, se destacaban muy
por encima del resto de las urbes fundadas tras el descenso de las aguas. Las
ciudades no fueron edificadas como un último refugio sino como un espacio
creador, en el que la vida se alumbraba.
Sin embargo, la concepción de la creación del mundo era, para los hebreos,
muy distinta a la que imperaba en Mesopotamia. El Paraíso, al igual que la
Edad de Oro en el mundo latino, carecía de ciudades. Los mortales, en ausencia
de enemigos (alimañas, espíritus y fantasmas, semejantes envidiosos y
divinidades airadas), no necesitan un techo protector ni muros de defensa
algunos. Toda la tierra, a la sombra del árbol de la vida, era perfectamente
habitable. Y dioses, hombres y animales moraban en absoluta armonía, como
lo muestran los nostálgicos cuadros norteños manieristas, pintados por
protestantes, que representan el Edén y evocan tiempos de pureza tan alejados
del boato católico romano.
Tras la caída, el hombre tuvo que esconderse y protegerse (de sí mismo y del
iracundo ojo divino[14]); necesitaba ocultarse y, al mismo tiempo, descansar
en un cobijo en el que, refugiado, pudiera detener su huida eterna a la que
dios, por haber cometido el primer crimen de la historia que determinaría el
destino de los mortales, le había condenado.
La primera ciudad, según la Biblia, fue obra de Caín[15]. Eva era su madre.
Sobre este punto, no caben dudas. Pero, ¿y el padre? ¿Acaso era Adán? El texto
bíblico nos explica que, tras haber dado a luz a Caín, su primer hijo, Eva
exclamó: “he ganado un hombre con Yavhé” (Gn 4:1). Yavhé, ¿padre de
Caín[16]? ¿Era, entonces, Eva, una diosa? ¡Cuánto no se ha escrito sobre esta
enigmática frase. ¿Enigmática? Quizá, por el contrario, demasiado clara. Se ha
comentado a menudo que la insólita creación de Eva, a partir de una costilla de
Adán, habría sido inspirada por un mito sumerio según el cual, Enki -el dios
que modeló al prototipo de los hombres, que les educó y les ayudó a
sobreponerse a su sino, enseñándoles, como más tarde haría el griego
Prometeo, a edificar templos y ciudades, a cultivar y a irrigar los campos y a
organizar equitativamente el espacio-, tras crear y ordenar el mundo, se
desmandó. Empezó a actuar sin respetar las leyes de la naturaleza. Como un
ser ensordecido, ingirió plantas primigenias, hijas de la diosa-madre, a la que
le faltó el respeto. Fue entonces cuando un atroz dolor le azuzó, entre otras
partes del cuerpo, el costado. La diosa-madre lo abandonó a su suerte. Había
violentado el ordenado reino natural. Enki supo hallar un remedio que
restableció el equilibrio: creó a una diosa, llamada Ninti, afín de que lo curara
y lo atendiera. Ti, en sumerio, significa costilla: Nin-ti era la Señora de la
costilla. Era, de algún modo, el hada madrina, la cuidadora del dios, que supo
serenarle[17].
Quizá queriendo hacer un juego de palabras, Eva, con su exclamación
desafiante, dio nombre a su hijo: Caín. En efecto, Eva afirmó: “ganiti, es decir,
he obtenido”. El verbo qanah (nhq), en hebreo, significa obtener, ganar. Pero
también nombra la acción gracias a la cual se obtiene una ganancia, un bien o
un ser: crear, incluso engendrar. El verbo no carece de importancia. Nombra la
creación por excelencia, la creación de vida. Así, la Sabiduría sostiene que
“Yavhé me creó (qnny), primicia de su actividad, antes de sus obras antiguas”,
que fue “engendrada (por Él) (concepta, en la Vulgata) cuando no existían los
océanos, cuando no había manantiales cargados de agua” (Pr 8: 22, 24). Del
mismo modo, David, confuso y maravillado, alababa a Yavhé “porque tú has
formado (qny) mi cuerpo, me has tejido (skny) en el vientre de mi madre” (Sal
139: 13). En este caso, el acto creativo era comparado o equiparado al de un
tejedor o una tejedora. Qanah (crear) equivalía a sakhak (tejer). Huesos,
ligamentos y músculos se entremezclaban como la trama y la urdimbre de una
tela. En este ejemplo, además, la creación evocaba el gesto del primer
arquitecto uniendo fibras vegetales, cañas, juncos o ramas para conformar la
estructura y los paramentos de la primera morada. Tejido también estaba el
cuerpo desgarrado de Job: “me tejiste (skkny) de huesos y tendones” (Jb
10:11).
Qanah podría estar emparentado con bara (los especialistas discuten sobre
una posible raíz común). Este verbo, que se traduce por crear, nombra las
acciones de Yavhé descritas en el Génesis, desde la creación del mundo hasta
los seres vivos. Bara (y banah) tienen su equivalente en acadio: banû. Este
verbo común denomina toda una serie de empresas divinas que tienen como
fin el establecimiento del mundo. En el célebre poema cosmogónico babilónico
Enuma eliš, así como en otros textos, banû es reiteradamente empleado para
designar la aparición del cielo, el río cósmico, las aguas primordiales (el Apsû),
los dioses (Ee, I, 9; 12) los astros, las nubes (Ee, V, 48), el polvo de donde sale
todo y al que todo retorna (Ee, I, 107), las plantas, el ser humano (Ee, VI, 7; 33);
incluso fenómenos naturales como el diluvio, y las propias obras de arte (desde
edificios –Ee, IV, 145- hasta simples imágenes –Ee, V, 75-): todos han sido
“banû”, es decir, creados o engendrados[18]. Banû aún resuena en castellano:
la palabra “albañil” deriva, a través del árabe, del verbo acadio[19]. Es decir, se
trata, y Bottéro insiste en este punto, en un término procedente del
vocabulario arquitectónico, que nombra las acciones de un constructor, las
cuales son asumidas como un referente para toda clase de gestos creativos
(divinos y humanos) que tienen como fin el alumbramiento de seres y entes. En
tanto que ejerce la acción de banû, la divinidad o el hombre se comporta como
un constructor que da forma, crea formas. Así, en la traducción griega de la
Biblia hebrea, el verbo hebreo banah (crear) se traduce habitualmente (en la
descripción de los inicios en el Génesis, por ejemplo) por poiein (hacer,
fabricar, confeccionar objetos pequeños y obras de arte tales como estatuas, así
como edificar moradas, templos, altares; también significa inventar, incluso
crear, alumbrar), pero también por ktizein (fundar) y kataskeuazein (aparejar,
construir, amueblar): “Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha creado
(katédeizen; en hebreo bânâ) estas cosas?”, exclamaba Isaías (Is 40:26). “En él
(Cristo), fueron creadas (ektísthe; en la Vulgata, condita –fundadas-, lo que
corrobora el vocabulario arquitectónico) todas las cosas” (Col 1:16), sostenía
Pablo. Estos verbos pertenecen al vocabulario de la arquitectura; en particular,
ktizein se refiere sobre todo a los gestos de un fundador de ciudades[20]. Un
ktistes (un “escita”) no es un simple creador, sino que se trata de un fundador
de asentamientos humanos. Su tarea se centra en la preparación del terreno a
fin de permitir que los humanos se instalen para siempre. Así, el “escita”
desbroza el territorio, cultiva las tierras y funda ciudades, tres acciones que se
nombran, en griego, con el verbo ktizein, entre los que destacan, para nuestro
estudio, los que se refieren a la las fases iniciales de la edificación: delimitar,
parcelar y levantar estructuras. De lo que se deduce que la suerte de los
colonos depende del ktistes. Sin él, seguirían su vida errante, sin hallar donde
instalarse definitivamente, un destino no muy distinto al de Caín, condenado a
errar eternamente tras el fratricidio cometido, toda vez que los colonos han
sido desterrados de la metrópoli por los crímenes o faltas cometidos que
manchan el buen nombre de su ciudad natal (a la que no podrán retornar) y
causan toda clase de males, como los que asolaron la ciudad de Tebas tras los
actos impíos que Edipo llevó a cabo.
La posible etimología del nombre propio Caín con el verbo qana estrechaba
aún más la relación entre el primogénito de Eva y el acto fundacional. Algunos
estudiosos[21] piensan que existiría, gracias a una raíz común, una conexión
entre el verbo qana y el sustantivo qaneh (en acadio, qanû). Por lógica, dicha
conexión parece fundada. Podemos intuir el significado de qaneh (o qanû), ya
que varias lenguas modernas poseen una palabra que deriva de una lengua
semita (el árabe, sin duda, derivado del acadio): una caña (une canne, en
francés, a cane, en inglés, etc.). Los juncos eran materiales de construcción
básicos, no sólo en el Próximo Oriente antiguo sino, hasta el endurecimiento
del gobierno iraquí a mediados de los años noventa, en las marismas del delta
del Tigres y el Eúfrates (hoy en el sur de Irak), desecadas por orden de Sadam
Husein. Andamios, elementos estructurales e incluso paramentos estaban
hechos con cañas que se confundían con las que la brisa mecía sobre las
quietas aguas de las marismas, según cuenta la autobiografía del rey
Gudea[22]. Las construcciones, insertadas sobre islas artificiales, hechas de
cañas apiladas, en medio de los juncales, se mezclaban con éstos. La caña
erguida, con la que se fabricaba el bastón de mando real, era lo que ordenaba el
territorio. Qanû deriva del sumerio GI (caña). Este término entra en la
composición de la expresión sumeria gi-na, que se traduce por ser estable.
Ésta, a su vez, ha dado lugar al verbo acadio kunnu, de donde deriva kânu (que
no qanû –un sustantivo-, aunque la raíz sumeria es la misma, y ambos se
refieren a realidades interrelacionadas y poseen un abanico de significados
parecidos). Kânu quiere decir instalar, establecer. Designa la acción de un
arquitecto o un fundador cuando delimita un territorio, abre vías de
comunicación y traza canales, y enraíza una construcción cuyos cimientos se
adentran profundamente en el subsuelo. Así, por ejemplo, cuando, en una
oración en acadio, se alababa al dios de la arquitectura Ea (Enki, en sumerio)
por su acción creadora, cuando hubo fundado la tierra tras el primer gesto del
dios supremo o dios-padre Anu (An, en sumerio) con el que engendró (rehû) el
cielo, el verbo empleado, que es equiparado, puesto al mismo nivel, con rehû –
procrear-, es kunnu[23].
Ocurre que el participio pasado acadio kunnu, fijo, fijamente establecido,
traduce las nociones englobadas por el término sumerio zid, que son no sólo de
orden físico, diría que arquitectónico o espacial, sino moral –si es que se
pueden separar, ya que la verticalidad siempre se asocia a nociones de rectitud,
y lo curvo o lo torcido, a lo impuro, lo desviado o lo siniestro-. Desde luego, nos
encontramos nuevamente con un término propio del vocabulario
arquitectónico, que alude a los beneficios de la construcción. Zi o zid significa
recto o derecho, firme, bien hecho, con todas las connotaciones que aún
imperan hoy en día, como ya hemos mencionado. No debería extrañarnos,
entonces que zi también significase vida, la vida que el trabajo (recto) del
arquitecto, organizando el espacio y erigiendo abrigos y techos protectores,
aporta y garantiza. Estas instalaciones están sólida y firmemente colocadas. La
desdibujada, ensombrecida vida del nómada cobra vigor y nitidez cuando halla
por fin un espacio donde detenerse. El gesto o la gesta del fundador y del
constructor es una apuesta por la vida y permite que ésta pueda desarrollarse,
creando espacios iluminados en medio de la noche.
Lo que se desprende de estas consideraciones es una ruptura entre intenciones
y logros. El dios sumerio de la arquitectura Enki (o Ea) era un maestro en
ardides que algunos han comparado con los tricksters de las culturas
tradicionales[24], dioses o genios maestros en las artes del engaño y la ilusión,
capaces de imponerse, no por la fuerza, sino por la astucia, aprovechándose de
la situación. Del mismo modo, Caín no es una figura luminosa. El crimen que
comete precede la construcción de la primera ciudad. Pensamientos retuertos
dan lugar a obras rectas. Los creadores o fundadores, ¿tienen que ser seres
dúplices o criminales? La rectitud ¿solo incumbe a las acciones de una figura
caracterizada como siniestra? Si Caín no hubiera cometido el primer crimen,
¿seríamos aún unos seres errantes, perdidos en el desierto?
El nombre de Caín podría tener otro origen –que, pese a la diferencia con el
origen comentado hasta ahora, no se aparta del perfil establecido, al que
matiza y dota de una mayor complejidad-. Según algunos estudiosos, se habría
originado a partir de una raíz distinta. Caín provendría del hebreo qayin, el
cual, a su vez, sería una traducción del sumerio (si es que el término es
sumerio) tibira: escultor o metalista, herrero, en suma[25]. Tibira se escribe
mediante dos signos cuneiformes: DUB y NAGAR. El primero, leído como urdu
o urudu, significa cobre; el segundo, carpintero. Este último signo, en acadio
(se leía alluttu o kušu), servía para denominar al cangrejo, las pinzas o tenazas
(del herrero) y, finalmente, precedido del determinativo mul (estrella, en
sumerio), que designaba las constelaciones, la constelación de Cáncer : en
sumerio mulAL.LUL, “sede de Anu”, el dios-padre[26]. Al es azada –cuya
forma curva recuerda la de las pinzas del cangrejo-; lul, se traduce por falso,
engañoso, criminal incluso. La imagen del gran cangrejo es despiadada,
semejante a las del dios griego Marte cuando cruza la constelación-. La figura
de Caín, el agricultor, cuyos frutos fueron rechazados por Yavhé a favor del
sacrificio de corderos recién nacidos por parte de su hermano gemelo Abel, no
está lejos.
Retornamos a territorios ya explorados. Caín era el herrero –y, por este
motivo, podríamos pensar, lógicamente edificó la primera ciudad. Cáncer luce
en julio, el mes durante el cual una divinidad menor sumeria, creada por Enki,
llamada Kulla, podía secar al sol los ladrillos hechos con barro moldeado, y
empezar a levantar muros sin problemas ya que el suelo, tras las importantes
lluvias primaverales que llegaban a provocar inundaciones, estaba seco. Por
otra parte, se trataba de una constelación con muy pocas estrellas, cuyo brillo
es débil. Se consideraba entonces que el cangrejo celestial era negro (como la
piel requemada del herrero) y ciego (como todos los que trabajan encerrados y
ante un potente foco de luz como un hogar, cuyas llamas queman las pupilas).
Puede sorprender que al herrero se le denominase mediante la unión de las
palabras cobre y carpintero; sin embargo, los primeros trabajos de metal,
como los que, en Grecia, efectuaría Dédalo, no eran productos de fundición,
sino que estaban compuestos por finas láminas metálicas martilleadas y
clavadas sobre un andamiaje, oculto, de madera. Dado que las primeras
edificaciones eran de madera, el carpintero era un constructor en el
imaginario antiguo. Atenea, una de las divinidades griegas protectoras de los
constructores, también lo era de los carpinteros. La arquitectura, como el
primer templo de Delfos, obra de Apolo (el dios de la arquitectura griego), se
componía mediante un recubrimiento vegetal o de barro, un trenzado vegetal
sobre un perfecto entramado de vigas y pilares de madera.
Caín mató a su hermano Abel. El motivo del crimen no está claro. Yavhé habría
aceptado las ofrendas de este último, y rechazado las de Caín[27]. Se ha dicho
que Caín sintió celos de su hermano, mas el texto del Génesis es alusivo; nada
aclara sobre la causa del crimen. Lo único que se sabe es que Caín cometió un
fratricidio. Condenado a errar, fue expulsado del Paraíso. Huyó hacia el este
del Edén, donde fundó una ciudad. La primera ciudad. ¿Existe una lógica que
justifique esta sucesión de acciones: del crimen a la fundación[28]?
Tras el fratricidio, Yavhé condena a Caín al destierro: el suelo fértil cesa de
acogerlo. Por más que se esfuerce cultivando la tierra, ésta se volverá
súbitamente yerma. Caín sabe que se convertirá en un ser errante recorriendo
la tierra sin rumbo. Después de obtener la protección de Yavhé a fin de impedir
que cualquiera lo mate (la tierra, al parecer, estaba ya poblada, no se aclara
por quienes), Caín se refugió en el País de los Errantes (llamado Nod, de nud,
ir de un lado para otro), al este del Edén. Desde luego, en esta tierra se daban
las condiciones para instalar una ciudad. Nadie descansaba aún ni tenía un
espacio propio donde asentarse y morar. La ciudad iba a convertirse en lo que
detendría el incesante y errático deambular, constituyéndose en una meta que
orientaría y finalizaría el movimiento sin rumbo. “Caín conoció a su mujer que
dio a luz a Enoch. Se convirtió en un constructor de ciudades y dio el nombre
de su hijo a la ciudad, Enoch. A Henoch le nació Irad…” (Gn 4: 17-18). Como
Hallo[29] ha observado agudamente, el texto (tanto en lenguas modernas
como el español, el inglés o el francés, como en la Vulgata o en los Setenta –la
Biblia griega-) es ambiguo. No queda claro que el constructor sea Caín. Podría
ser Enoch. El nombre Enoch, con el que concluye la primera frase antes citada,
podría ser una exclamación. En este caso, la ciudad, levantada por el hijo de
Caín, llevaría el nombre del nieto de éste, Irad, palabra que Hallo asocia al de
la ciudad sumeria de Eridu. En el imaginario sumerio, ésta era considerada
como una de las siete ciudades antediluvianas, a las que precedía. Estaba
situada en las aguas primordiales del Abzu, y Enki, el dios-constructor
mesopotámico, quien inventó las artes edilicias y enseñó a los hombres a
edificar, era su divinidad tutelar. La primera ciudad, ¿era Enoch (palabra,
derivada del verbo hanak que significa empezar, dedicar, por lo que Enoch
sería la ciudad de los inicios, pero también la ciudad bendecida) o Irad
(también la ciudad de los comienzos)? Desde luego se trataba de una creación
ligada al origen mismo del mundo.
Sin embargo, un quiebro se habría producido en el proceso de creación del
mundo. La ciudad no era obra de Yavhé sino de Caín, o un descendiente suyo,
perteneciente a un linaje maldito (la posteridad de Caín es pródiga en
criminales, como Lamek, quien mató a un hombre y a un niño –Gn 4: 23-).
La figura excepcional del héroe civilizador y del héroe fundador, marcada por
la “gemelidad”, un nacimiento extraordinario anunciado por hados (Jesús,
Semiramis), casi siempre funestos (Segismundo, Perseo), una infancia rica en
acontecimientos extraordinarios (como la expulsión, encerrado en una cesta,
común a Moisés, Perseo, Sargón I, y Rómulo; la entrega al espacio indómito,
asilvestrado, de la selva, el río o el mar), y la capacidad de cometer actos
excepcionales, desde luchas dantescas con monstruos descomunales (a
menudo serpientes o dragones espantosos), que incluso violan las reglas de
convivencia (cometiendo crímenes horrísonos), que son rasgos que definen a
menudo estas figuras, está presente en muchas culturas[30]. Recordemos
incluso los enfrentamientos cósmicos entre Yavhé y Leviatán, Zeus y Tifón, o
Apolo y Pitón. Esta figura mítica está marcada por la alternancia de actos
destructivos y constructivos, de asesinatos seguidos, expiados por acciones
que, de alguna manera, devuelven la vida que ha sido truncada. Estos actos
tienen como fin la fundación de una ciudad. De Caín a Hércules, pasando por
Edipo, Orestes, Sargón I, Seminaris, Alejandro (lista en la que héroes míticos
alternan con figuras legendarias y personajes reales cuya vida adquirió pronto
tintes heroicos), gran parte de los fundadores de ciudades presentan una
biografía bastante común que, pese a las diferencias culturales y locales,
parece seguir un guión parecido (en el que, no obstante, no siempre figuran
todos los motivos míticos que componen la biografía de, por ejemplo, Cadmo,
el mítico fundador de Tebas[31]). La turbia personalidad del fundador era lo
que le facultaba para emprender una tarea tan hercúlea como la fundación de
una ciudad que solía concluir un viaje errático tras la expulsión de la ciudad
natal debido a los desmanes cometidos o los negros presagios que invitaban a
deshacerse de una figura tan potencialmente conflictiva. El mismo dios griego
de la arquitectura, Apolo, no era la luminosa y mesurada figura concebida en el
Clasicismo, sino un dios ávido de sangre que recorría Grecia puñal en mano,
como ha mostrado Detienne. Sin embargo, si bien algunos historiadores
romanos se sentían incómodos ante la personalidad del fundador de Roma
(quien asesinó a su hermano gemelo Remo antes de –o a fin de- emprender la
delimitación del espacio urbano), rasgos que los Padres de la Iglesia no
dudaron en destacar para denunciar el paganismo, la criminal figura del
fundador no parecía causar problemas de conciencia alguno en el mundo
antiguo. El destino de estas figuras era excepcional porque así lo habían
decidido las potencias celestiales, y no les cabía más que cumplir con lo que el
hado había determinado. Cualquier intento de torcer la suerte estaba
condenado al fracaso, como bien experimentó Edipo.
Lo que caracteriza la imagen de Caín es el repudio que le afecta. La Biblia lo
condena, pese a que su crimen es consecuencia de la indiferencia divina, como
si Yavhé hubiera retado, hubiera empujado a Caín a cometer un crimen
anunciado. El que Caín sea una figura patética y siniestra no es extraño. En
esto coincide con la personalidad de muchos fundadores. Que la ciudad se cree
como consecuencia o a continuación de la falta tampoco es singular. Sí lo es el
descrédito, el repudio del espacio urbano, marcado por la figura del fundador;
¿acaso un juicio propio de una sociedad nómada? O quizá ¿un juicio marcado
por la consideración que la construcción de la ciudad sólo puede ser una tarea
divina que, cuando es emprendida por un mortal, conlleva y simboliza un
enfrentamiento con Dios, y es causa y consecuencia de que el hombre se
presente como el rival del cielo?[32] Quizá Caín pueda ser considerado el
primer hombre en tanto que hombre porque se atrevió a edificar un mundo,
una ciudad –recordemos que Enoch, nombre de la ciudad que fundara Caín,
significa comienzo, y aparece como el inicio de unos nuevos tiempos que
clausuran la edad de la gracia, inaugurada por Dios-. La fundación de la ciudad
marcaría así el inicio de la edad del hombre, caracterizada no sólo por la
aparición de la muerte sino por la conciencia de la propia condición mortal,
como comenta Azúa : ante Dios, el hombre bajó los ojos; no quiso verse
reflejado en la dura mirada divina que le devolvía su imagen súbitamente
quebrada. La arquitectura era una prerrogativa divina. Cuando el hombre la
asumió, se hizo Dios –o pretendió erigirse en Dios[33]. La ciudad, entonces,
debía ser proscrita, y el hombre debía retornar a su condición de ser errante a
la que Dios le condenó. La ciudad pretendía constituirse como un nuevo
Paraíso con el que concluyera la maldición divina. Ponía en jaque la decisión
de Yavhé. ¿Podía ser defendida entonces? ¿Es extraño que, desde entonces, el
diablo, el gran destructor –diabole significa división, destrucción-, haya sido
considerado como el instigador, el inspirador de los grandes constructores,
quebrando la ley divina[34]?
[1] DELCOURT, Marie: Héphaistos ou la légende du magicien, Les Belles
Lettres, París, 1982, ps. 62-63.
[2] OLMO, Gregorio del: Mitos y leyendas de Canaan según la tradición de
Ugarit, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1981, p. 128.
[3] LURI, Gregorio: Biografías de un mito. Prometeos, Trotta, Madrid, 2001,
ps. 17-22.
[4] FRONTISI-DUCROUX, Françoise: Dédale. Mythologie de l´artisan en Grèce
ancienne, François Maspéro, París, 1975, ps. 35-44.
[5] ELIADE, Mircea: Herreros y alquimistas, Alianza, Madrid, 1990 (1ª ed.
francesa, 1956).
[6] DETIENNE, Marcel, VERNANT, Jean-Pierre: “Los pies de Hefesto”, Las
artimañas de la inteligencia. La metis en la Grecia clásica, Taurus, Madrid, 1988,
p. 241 (1ª ed. Francesa, 1974).
[7] POLIGNAC, François de: La naissance de la cité grecque, Ediciones La
découverte, París, 1995.
[8] ESQUILO: Prometeo encadenado, 448-454, 498-504, PEREA, Bernardo
(trad.): Esquilo. Tragedias, Gredos, Madrid, 1993, p. 559-560.
[9] TARDIEU, Michel: “”Sabbatiser suspendus au ciel”. Exercice du pouvoir et
inventions technologiques dans l´architecture des résidences du Prêtre Jean »,
en : AZARA, Pedro, FRONTISI-DUCROUX, Françoise, LURI, Gregorio (eds.):
Arquitecturas celestiales. Actas del coloquio internacional, Ediciones UPC,
Barcelona, 2008 (en prensa).
[10] Ambas citas de los Salmos proceden de ELLUL, Jacques: Sans feu ni lieu.
Signification biblique de la Grande Ville, Gallimard, 1975, ps. 57-58.
[11] Citado por GELIN, A. : « Jérusalem dans le dessein de Dieu », La vie
spirituelle, 372 (1952), p. 374.
[12] DIJK, J. van : « Le motif cosmique dans la pensée sumérienne », Acta
Orientalia, 28, 1-2 (1964), p. 13. La traducción de uru-ul-la como ciudad eterna
es de HALLO, William W. : Origins. The Ancient Near Eastern Background of
Some Modern Western Institutions, E.J. Brill, Leiden, Nueva York y Colonia,
1996, p. 13.
[13] BENITO, Carlo Alfredo : « Enki and Ninmah » and « Enki and the World
Order ». A Dissertation in Oriental Studies, Ph.D., University of Pennsylvania,
1969, University Microfilms, Ann Arbor, Michigan, p. 12.
[14] « Hénoch dit : " Il faut faire une enceinte de toursSi terrible, que rien ne
puisse approcher d'elle.Bâtissons une ville avec sa citadelle,Bâtissons une ville,
et nous la fermerons. "Alors Tubalcaïn, père des forgerons,Construisit une ville
énorme et surhumaine.Pendant qu'il travaillait, ses frères, dans la
plaine,Chassaient les fils d'Enos et les enfants de Seth ;Et l'on crevait les yeux à
quiconque passait ;Et, le soir, on lançait des flèches aux étoiles.Le granit
remplaça la tente aux murs de toiles,On lia chaque bloc avec des noeuds de
fer,Et la ville semblait une ville d'enfer ;L'ombre des tours faisait la nuit dans les
campagnes ;Ils donnèrent aux murs l'épaisseur des montagnes ;Sur la porte on
grava : " Défense à Dieu d'entrer. "Quand ils eurent fini de clore et de murer,On
mit l'aïeul au centre en une tour de pierre ;Et lui restait lugubre et hagard. " Ô
mon père !L'oeil a-t-il disparu ? " dit en tremblant Tsilla.Et Caïn répondit : "
Non, il est toujours là. "Alors il dit: " je veux habiter sous la terreComme dans
son sépulcre un homme solitaire ;Rien ne me verra plus, je ne verrai plus rien.
"On fit donc une fosse, et Caïn dit " C'est bien ! "Puis il descendit seul sous cette
voûte sombre.Quand il se fut assis sur sa chaise dans l'ombreEt qu'on eut sur
son front fermé le souterrain,L'oeil était dans la tombe et regardait Caïn. »
(HUGO, Victor : « La conscience », La légende des siècles)
[15] AZÚA, Félix de: La invención de Caín, Alfaguara, Madrid, 1999.
[16] Según la secta de los Cainitas, Eva tuvo a Caín con Sophia, el dios superior y
bueno, mientras que Yavhé, cruel y colérico, causante de sembrar resentimiento
entre los hombres, era una divinidad inferior y maligna (BEREILLE, G.:
“Cainites”, en VACANT, A., MANGENOT, E., AMANN, E. (eds.): Dictionnaire de
Théologie Catholique, II, 2, Librería Letouzey et Ané, París, 1932, cols. 1307-
1309).
[17] KRAMER, Samuel Noah : L´histoire commence à Sumer, Flammarion, 1994
(1ª ed. 1954 ; existe edición española), p. 198.
[18] BOTTÉRO, Jean: Mythes et rites de Babylone, Slatkine Reprints, Ginebra,
1996 (1ª ed. 1985) , p. 323. El hebreo banah y el acadio banû estarían
emparentados con el acadio bunnû, crecer o hacer crecer plantas. Se diría
entonces que el crecimiento vegetal es el paradigma de todo crecimiento; los
edificios se alzarían como las plantas y los árboles se desarrollan, lo que explica
que el Paraíso sea la tierra primordial y que la arquitectura, contrariamente a lo
que acontece en la Biblia, no desentone en este espacio primigenio (LAMBERT,
Wilfred G.: “Technical Terminology for Creation in the Ancient Near East”, en
PROSECKY, Jiri (ed.): Intellectual Life in the Ancient Near East: ponencias
presentadas en la 43º Reencontré Assyriologique Internationale, Praga, 1-5 de
julio de 1996, Praga, Academy of Sciences of the Czech Republic, Oriental
Institute, 1998, p. 193)
[19] Debo esta información al Dr. Gregorio del Olmo.
[20] CASEVITZ, M.: Le vocabulaire de la colonisation en grec ancien. Étude
lexicologique, Klincksieck París, 1985. Véase también : DETIENNE, Marcel : «
Défricher, fonder », Apollon le couteau à la main, Gallimard, París, 1998, ps. 26-
28.
[21] Sin embargo, el Dr. Gregorio del Olmo considera que esta relación no está
fundada.
[22] “Cilindro A de Gudea”, xxi, 17-18; véase la hermosa traducción de
JACOBSEN, Thorkild: The Harps That Once…Sumerian Poetry in Translation,
Yale University Press, New Haven y Londres, 1987, p. 414.
[23] BOTTÉRO, Jean: Op. Cit., p. 292
[24] DICKSON, Keith: “Enki and Ninhursag: The Trickster in Paradise”, Journal
of the Near Eastern Studies, 66, 1 (2007), ps. 1-32.
[25] Entre los descendientes de Caín se halla Tubal-Caín, al que la Biblia señala
explícitamente como “el antepasado de todos los herreros que trabajan el cobre
y el hierro” (Gn 4:22) (Tubal, del hebreo yabal –Iby- significaría encabezar,
dirigir. Se acentuaría así el parecido entre el herrero y el “ecistes”, el fundador
que guía a los colonos hacia la tierra prometida donde se creará una nueva
ciudad).
[26] “MUL.APIN”, tablilla I i7, en HUNGER, H., PINGREE, D.: MUL.APIN: An
astronomical Compendium in Cuneiform, Archiv für Orientforschung,
suplemento 14 (1989), p. 20.
[27] La ruptura entre los hombres y el cielo es consecuencia de un primer
sacrificio mal ejecutado. Del mismo modo que, en Grecia, el engaño al que los
hombres, encabezados por Prometeo, someten a Zeus, sacrificándole las partes
innobles de la víctima sacrificada, desencadena la irrupción de los males que
Pandora aporta y la apresurada entrega del fuego a los hombres para ahuyentar
a aquéllos, irreparablemente sembrados en la tierra, y protegerse, la entrega de
los peores frutos por parte de Caín, según algunos padres de la iglesia (PALIS,
E.: “Cain”, Dictionnaire de la Bible, II, 1, Librería Letouzey et Ané, París, 1926,
p. 37) desencadena la maldición de la humanidad y de todos sus esforzados
trabajos. Es el sacrificio, que busca sellar una nueva alianza entre la tierra y el
cielo, el que separa al hombre de dios, y está en el origen de la condición mortal
de aquél y de la consiguiente necesidad de un techo protector, un hogar o una
ciudad en el que refugiarse. El altar (y el fuego) son el punto central, y el origen
del espacio urbano.
[28] LÉONARD-ROQUES, Véronique: “ »À l´Est d´Éden ». Du meurtre à la
fondation », Caïn et Abel. Rivalité et responsabilité. Figures & Mythes, Ediciones
du Rocher, París, 2007, ps. 105-150
[29] HALLO, William W.: Op. cit., ps. 11-12.
[30] RANK, Otto: El mito del nacimiento del héroe, Paidós, Barcelona, 1981 (1ª
ed. alemana, 1922); DOUGHERTY, Carol: “Murderous Founders”, The Poetics of
Colonisation. From City to Text in Archaic Greece, Oxford University Press,
Oxford y Nueva York, 1993, ps. 31-44; AZARA, Pedro: “¿Por qué la fundación de
la ciudad?, en AZARA, Pedro, MAR, Ricardo, RIU, Eduardo, SUBÍAS, Eva (eds.):
La fundación de la ciudad, Ediciones UPC, Barcelona, 2000, ps. 157-162.
[31] VIAN, Francis: Les origines de Thèbes. Cadmos et les Spartes, Librería C.
Klincksieck, París, 1963.
[32] Esta visión tan negativa de la actividad constructora y de la ciudad
desaparece con el Cristianismo (para el cual Cristo es una piedra fundacional o
una piedra de ángulo sobre la que la Iglesia, compuesta por las piedras vivientes
que son los hombres, se asienta. De todos modos, Yavhé ya era considerado
como un “santuario”, “un abrigo”, “una fortaleza” o “un refugio” en el Antiguo
Testamento, por ejemplo en Ezequiel -Ez 11:16-, o en los Salmos –Sal 90:1; 91:2-.
Igualmente, Cristo será considerado portador de un “santuario”, su cuerpo, o se
presentará a sí mismo como el templo verdadero de la Jerusalén celestial –Jn
2:19-21; Ap 21:22-; mientras, los cristianos primitivos poseerán un templo que
es su cuerpo donde morará el espíritu o el dios viviente, según Pablo -1Co 3:16-
17; 6:19; 2Co 6:16). Así, Basilio de Cesárea, tras alabar las habilidades del ser
humano, considera que la mejor parte de tierra donde mora el hombre “ha
recibido todo lo que conviene al hábitat” (oikesin, de oikos, casa). Las moradas
son el símbolo de la dignidad, la perfección del mundo. En cuanto a la segunda
mejor parte, es indispensable para la agricultura (BASILIO DE CESÁREA: Sur
l´origine de l´homme (Hom. X et XI de l´Hexaéméron), 272 B, en SMETS,
Alexis, VAN ESBROECK, Michel (trads.), Sources Chrétiennes, vol. 26 bis,
Ediciones du Cerf, París, 1970, p. 203). Basilio recupera, sin duda sin saberlo,
las antiguas nociones sumerias de la ki-tuš y sobre todo de la ki-ùr. Ki-ùr,
literalmente tierra (ki)-techo(ùr) es la tierra originaria en tanto que tierra
protectora, habitable; tierra maternal (más que tierra-madre), que ofrece un
techo, un abrigo, en la que uno se siente cobijado. Esta tierra es como una casa;
es una verdadera morada. La arquitectura no se opone al espacio virgen sino
que, muy por el contrario, lo califica en tanto que espacio de acogida. La tierra
donde viven los hombres, que en los inicios de la historia, se confundía con
Sumer, es un lugar concebido como un lugar recoleto y seguro. De ahí que ki-ùr
también signifique ciudad, como observa van Dijk (DIJK, J. van: Op. cit., ps. 47-
48). Igualmente, ki-tuš, aunque nombre espacios construidos por los dioses o
por los hombres, también se refiere a la tierra entendida como un lugar de
acogida y de recogida. Tuš significa tanto casa como habitar, establecerse,
asentarse. La ki-tuš es la tierra hogareña, aquella que Enki, el dios de la
arquitectura, habilita, como se canta en unos hermosos versos del mito “Enki y
la habilitación del mundo”: “Lograste (oh Enki) que la gente se sienta segura en
sus tierras o moradas –(…) ukù ki-tuš-ba bí-in-ge-en´” (“Enki y la habilitación
del mundo” –Enki and the World Order-, 51, en BENITO, Carlo Alfredo: Op. cit.,
p. 116)
[33] San Agustín insiste reiteradamente (Ciudad de Dios, libros XV, XVI y
XVIII) que Caín está en el origen de la ciudad de los hombres, de la que
Babilonia, y posteriormente Roma (a la que llama la “nueva Babilonia”), son dos
muestras destacables.
[34] Según Basilio, Caín era el “primus ille diaboli discipulus”, carcomido por la
envidia ante la creación divina: BASILIUS MAGNUS: “Homilía de invidia”,
Homilía XI, Homiliae et Sermones, en MIGNE, J.-P., MIGNE (ed.): Patrologiae
Graeca PG, 31 (1857), 92D, col. 376. Esta opinión era compartida por Juan
Crisóstomo: A Caín, al igual que al demonio, le movía el odio y la envidia (“nam
sicut diabolus, odio et invidia motus…”): SAN JUAN CRISÓSTOMO: “In Cap. IV.
Genes Homil.XIX”, Homiliae in Genesin, en MIGNE, J.-P.: Op. cit., 53(1862),
col. 162.