Los antiguos germanos creían que todos los astros y planetas estaban sostenidos de las ramas de un árbol gigantesco. En la copa del árbol se hallaba el cielo y en las raíces, el infierno. Para ellos era como un dios (el dios Odín) al que se le rendía culto.

Cada año adornaban un roble con antorchas que representaban las estrellas, la luna y el sol, y en torno a ese árbol cantaban y bailaban.

Cuentan que San Bonifacio, evangelizador de Alemania, derribó este árbol y en su lugar plantó un abeto, símbolo del amor perenne a Dios (amor verdadero, amor para siempre).

Lo adornó de manzanas y velas dándole un simbolismo cristiano. Las manzanas representaban las tentaciones, los pecados de las personas, y las velas representaban a Cristo, la Luz del mundo.

Desde el siglo XVII, junto a las manzanas, y como contraposición a éstas, cada familia colgaba una oblea que representaba el Pan de vida. Y, poco a poco, se le han ido añadiendo dulces y golosinas, luces y colores, esferas y figuras. El Árbol de Navidad vuelve a ser el Árbol de la Vida.

Esta costumbre alemana se difundió por toda Europa en la Edad Media. Por medio de la Conquista española, la tradición llegó a América. Poco a poco fue evolucionando: se cambiaron manzanas por esferas (bolas, como normalmente las llamamos) y las velas por luces que representan la alegría y la luz que Cristo trajo al mundo.

Las esferas ya no simbolizan el pecado sino que ahora son símbolo de las oraciones que hacemos durante el tiempo de Adviento, teniendo sus colores también un significado simbólico:

- azules = oraciones de arrepentimiento

- plateadas = oraciones de agradecimiento

- doradas = oraciones de alabanza

- rojas = oraciones de petición

La estrella que se suele poner en la punta del pino representa la fe que debe guiar nuestras vidas.

Las diversas figuritas y cajitas de regalo que colgamos representan las buenas acciones y sacrificios. Son nuestro mejor “regalo” para Jesús en cada Navidad.