Cuento 324

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NOCHE DE LUNA LLENA Laura Devetach

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Blanca vivía en un rancho que parecía un nido de hornero. Tenía el pelo muy negro y, para los días de calor, un sombreo igual al techo de paja del rancho. No muy lejos estaba el montecito, cueva verde y llena de pájaros. Allá iba Blanca al trote, cruzando el pastizal, en las tardes de verano. Era el lugar ideal para jugar sin que sus hermanos pequeños rompieran sus tesoros. Esos que ella guardaba en una caja desde hacía mucho. La caja cerrada y atada con dos vueltas de piolín era de cartón. Se la dieron en el almacén del pueblo y ahora, adornada con recortes que Blanca le pegó, vivía bien escondida debajo del catre que la niña compartía con su hermana pequeña.

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Eran seis hermanos y Blanca, la mayor. Ayudaba a su madre y trajinaba con los cinco chicos. Pero en las tardes de verano, no había fuerza que la hiciera quedarse en su casa. Sacaba la caja mientras todos estaban adormilados en los catres o bajo del naranjo y trotaba hacia el montecito. Ya se había ocupado antes de sacar una naranja del árbol para comérsela y convidarles algunas tajadas a los pájaros.

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Allí jugaba con las muñecas pequeñísimas que ella misma había hecho con rollos de trapos. Iba sacando de la caja dos cunas de latas de sardinas, vestiditos y zapatos de papel, una cinta para el pelo, hebillas, una tijera, un collar de colores, varias latitas de azafrán, un libro de cuentos que le habían regalado en la escuela, cinco carozos de duraznos bien lustrados para jugar a la payaba, y lo mejor de lo mejor: su espejo.

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Era un espejo redondo como la luna. Se lo había regalado una señora muy linda que una vez se acercó a su casa porque se le había roto el auto en medio del campo. Espero a la sombra y Blanca le convidó agua fresca del pozo. La señora tenía el mismo olor de los azahares del naranjo. Al despedirse, abrió la cartera y le regaló el espejo. Y fue algo maravilloso. Ella nunca había tenido un espejo. Poco sabía de su cara. En la casa había un trozo roto colgado muy alto, afuera, en la pared del rancho, pero no le había hecho demasiado caso.

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Ahora, en el montecito, se miraba, hacía muecas, ataba y desataba el pelo. Jugaba con los reflejos de sol. Lo que más les gustaba era ponerlo entre los árboles y ver cómo se alborotaban los pájaros. Temblaba de solo pensar que sus hermanos lo rompieran Aquella tarde en el montecito Blanca hizo hablar a las muñecas, las vistió con las ropas de papel, se pintó los labios con moras, leyó su cuento por vez número cien y de pronto se dio cuenta de que había caído la tarde y la luna llena estaba en lo alto como un farol. Apuradísima metió todo a medio guardar dentro de la caja y corrió hacia la casa donde, seguramente, la esperaban con cara de pocos amigos.

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No podía dormir aquella noche tan clara. Muy tarde, revisó silenciosamente las cosas de la caja y vio que el espejo no estaba. Por la ventanita alta del rancho entraba la luna a chorros. Blanca pensó que era como si su espejo se hubiera instalado en el cielo. Con pisadas de gato, salió a buscarlo por el campo.

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Dicen, quienes hablan con los animales, que las noches de luna llena suelen inquietarlos, y después se ponen a contar cosas extrañas. Aquella noche, muy tarde ya, se encontraron en el montecito el burro viejo, la vaquita de San Antonio y el tero. Todos excitados y atropellándose por contar. — Esta noche fue muy rara —dijo el burro. Vi algo brillante en el pasto… ¡Y resultó ser una tajada redonda de luna! Ahí estaba, chata. Yo digo que es por esas cosas que andan por los cielos y no son pájaros, puestas por los hombres. Van a terminar gastando la luna. Bueno, la lamí y tenía gusto fresco y plateado, nada del otro mundo. Siempre había querido probar la luna.

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—Debe ser una noche mágica —dijo la vaquita de San Antonio. Yo también andaba paseando cuando de pronto me encontré a la orilla de un mar. ¡Yo, que nunca había visto el mar! Era plateado y me metí para cruzarlo pensando que sería un largo viaje lleno de aventuras. Y sin embargo pronto llegué a la otra orilla. Después de todo, cruzar el mar, no es para tanto.

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—A mí también me pasó algo extraño —contó el tero. Encontré un charco que parecía un plato lleno de estrellas. Me puse a picotear no pero no logre picar ninguna. Lástima, siempre tuve el antojo de picotear estrellas.

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Arriba, el farol de la luna se despedía con todo su esplendor. Los animales se acomodaron aquí y allá. Ya faltaría poco para salir a buscar el primer alimento del día. A lo lejos, después de buscar y buscar, Blanca, alborozada, levantó del pasto la tajada de luna, el mar, el plato de estrellas. El campito era toda luz. Al mirar el espejo, le pareció ver un lengüetazo de burro, las pisadas de una vaquita de San Antonio y los picotazos de un tero.

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