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Comunidad, democracia y política Samuel Cabanchik
Es interesante este evento de La Noche de la Filosofía. Es muy masivo y,
para los que nos dedicamos a la filosofía incluso en algún sentido
profesionalmente, es realmente sorprendente que tanta gente se sienta
convocada por un evento en nombre de la filosofía, con presencias filosóficas
de la Argentina y del extranjero. Hay una mayoría que no se dedica a la
filosofía en el sentido formal de la palabra dedicarse, pero que tiene su
pasión filosófica.
Yo les voy a exponer un trabajo que tiene relación con una experiencia doble,
que es el encuentro de alguien que se dedica de hace muchos años a la
filosofía y que se dedicó también a la política, como es mi caso. ¿Qué implica
dedicarse a la filosofía? Se estudia, se trabaja, se da clases, se investiga, se
escribe, se piensa. Hay una anécdota respecto del filósofo alemán Martin
Heidegger que cuenta que alguien lo fue a visitar y la mujer salió a decir que
estaba ocupado. Le respondieron “qué pena, ¿no tendrá un minuto para
nosotros?” y la mujer dijo “no, está pensando”. Es decir, pensar es en ese
caso un “dedicarse a”. Por un lado, algo de lo que les voy a leer tiene ese
testimonio, pero no vengo a comunicar aquí mi trabajo filosófico específico,
tal vez por una interpretación de que este contexto puede ser un encuentro
donde las mediaciones no se conocen. En una comunicación hay una
anticipación. El que habla, lo hace desde donde cree que va a ser escuchado
muchas veces. Por ejemplo en el campo de la docencia, el que da una clase
de filosofía ya tiene una anticipación respecto de desde dónde va a ser
escuchado o desde dónde o cómo va a ser recibida su enseñanza o su
intento de enseñanza. Aquí eso no ocurre. Incluso tenemos el espacio del
Ágora como un espacio diferenciado para la conversación, que no se da aquí
y asociada a lo que se escucha. Entonces es muy difícil, hay una barrera
comunicacional que se genera por el dispositivo en el que nos encontramos.
Pensando en eso y en el hecho de que yo hice una experiencia pública en la
política como senador nacional desde el 2007 hasta el 2013 -eso supongo
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que es más conocido por ustedes que el hecho de que sea filósofo- he escrito
un libro que se llama “Desde el palacio” donde doy cuenta de esa experiencia
filosófico política o político filosófica. En este libro que salió más o menos a
fin del año pasado, escribí que el senador le enseñó filosofía al filósofo; es
decir, hay un ida y vuelta, un encontrarse con una determinada dinámica
práctica de la cual me parece interesante dar cuenta en este encuentro de
hoy. En vez de venir a hablarles de un tema de investigación específico del
área filosófica y que ustedes tengan un fugaz contacto con ello y sospecho
sería poco productivo, elegí este tema: Comunidad, Democracia y Política.
No es una clase de filosofía política, es más bien una reflexión forjada dentro
de esa práctica en la que senador y filósofo se encontraron y terminaron
siendo uno en algunos tramos de tiempo. No solo como senador, también
conformé una fuerza política junto a otros, como fue la Coalición Cívica, que
cofundamos con varios de los que después no estuvieron más, como yo
mismo, y quienes quedaron allí o están ya en otra parte también. Voy a leer,
porque también esa es una manera de franquear esa dificultad
comunicacional donde uno no sabe muy bien desde dónde se lo escucha en
el aquí y ahora, así que ahora paso a leer, lo más pausadamente posible. “No
hay comunidad en Argentina, sentenció Héctor Álvarez Murena en unas
notas que publicara en Sur en 1957. El objeto de dichas notas era indagar en
la significación de la crisis argentina. ¿Está la Argentina en crisis? ¿Lo estaba
en 1957? ¿Y qué querría decir con que no hay comunidad?” Si yo pregunto a
ustedes aquí si conocen a Héctor Álvarez Murena, muy poca gente lo conoce
¿verdad? Pero Héctor Álvarez Murena es, diríamos, la encarnación de eso
que hoy y desde hace un tiempo se dio en llamar grieta en la Argentina. ¿Por
qué? Porque Héctor Álvarez Murena es un ignorado por el gran público, aun
el público culto, como ustedes, que a las 7 de la tarde vinieron y a la 1 de la
mañana me están escuchando en la Noche de la Filosofía. Murena fue un
enorme escritor argentino, novelista, poeta, dramaturgo, ensayista y sobre
todo como ensayista un filósofo, porque creo que nuestra tradición de
pensamiento filosófico está en nuestra ensayística más que en otra parte, a lo
largo y a lo ancho de Latinoamérica. Cuando digo nuestra me refiero a
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Latinoamérica y Murena es un gran exponente de eso, así que los invito a
leer a Murena. Por mucho tiempo la palabra crisis dijo algo sobre la
Argentina, pero en los últimos años perdió vigencia. ¿Vieron que se dejó de
hablar de crisis de golpe y por mucho tiempo? ¿La habremos superado,
consistiera en lo que consistiera? El gobierno de Alfonsín terminó en una
crisis económica y de gobernabilidad. A fin del primer mandato de Menem y
comienzos del segundo pudo haberse creído que ya no había crisis, aunque
sí mucha muerte oscura, cargada de significaciones políticas de dimensiones
trágicas, y en el plano económico social una sospechosa y extrema burbuja
neoliberal. Se barría debajo de la alfombra cuando la desocupación crecía y
la economía se mantenía atada con alambre, aprisionada dentro de un
corset. En cuanto a la política y la institucionalidad, el empeño en forzar un
tercer mandato era un síntoma de lo que merecía ser llamado crisis en otro
tiempo. Estaba plenamente vigente. El interregno de la Alianza fue
meramente crítico y nadie duda de que en 2001 esa corta palabra se escuchó
y se escribió con justicia en todos lados. Que se vayan todos, dijo el pueblo
en estado de agitación asambleística. Ahora, después de tres gobiernos de
los Kirchner, después de un largo tiempo en el que la palabra había caído en
desuso, parece que muchas de las circunstancias nacionales que nos
hicieron hablar de crisis en el pasado quieren insistir, forzarnos a decir “una
vez más estamos en crisis”. ¿Pero qué hay detrás de esto? ¿Es falso hablar
de crisis? Y si fuera verdadero, ¿lo sería porque primero nos encargamos de
ponernos en crisis, para que nunca termine, para vivir en su suspenso, en su
“éxito”, que es nuestro fracaso? Freud habló de los que fracasan al triunfar, a
los argentinos se nos aplica más bien el dictum complementario, descriptivo
de una condición igual de patológica que la que Freud recoge en esa
expresión, somos los que triunfamos al fracasar. En el texto referido, Murena
sostuvo que somos un pueblo suicida, desmintiendo el viejo refrán que
Menem repetía hasta el cansancio y afirma lo contrario, que los pueblos no
se suicidan, repetido por muchos, en épocas justamente de crisis. Nos
preguntamos entonces cuánto hay de impulso autodestructivo en nuestras
crisis, de qué zona oscura de nuestra existencia colectiva surgen. Para
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Murena, nuestra crisis hunde sus raíces en tiempos fundacionales, es una
dimensión constitutiva de nuestra vida en común o de nuestras dificultades
para tener una, para aceptar en su plenitud las dimensiones de la existencia
en las que se cifra el destino humano de nuestra vida, el tiempo, la historia, la
Patria como una memoria y una sensibilidad nutricias y envolventes. Claro
que entonces como ahora, diríamos con Murena, podemos identificar
manifestaciones de esa crisis en síntomas sociales, económicos y culturales,
pero no dejan de ser insuficientemente comprendidas si no se las vincula a
los elementos primordiales con los que se hace una comunidad, y que
proveen a esta los medios para su organización y vitalidad políticas. No es
que no exista comunidad en la Argentina, pero existen condiciones crónicas
que dificultan la expresión organizada de la vida colectiva. Sin embargo, no
estamos en la misma situación que en tiempos de Murena pero sí a menor
distancia de lo que sería deseable, después de una continuidad democrática
de más de 30 años, algo inédito en toda nuestra historia nacional, si somos
estrictos. Veamos cómo describe Murena los rasgos de esa no comunidad.
Cito: “Qué quiere este país. Un rey, una monarquía, un poder absoluto que
represente al bando al que se pertenece y aplaste a los contrarios. La otra
mitad del país fomentará la anarquía hasta que logre deponer a ese rey y
montar en el trono al que ella sostiene. Y así, monárquico anarquistas, eso
somos, por darle un nombre”. Esto lo escribe Murena en 1957. ¿No es esta
acaso una descripción en la que nos reconocemos? ¿No es nuestro tiempo
ese mismo tiempo? En algunas cosas, no en muchas, claro, pero es una
patología del poder cuya víctima permanente es la democracia. Claro que no
estamos como en el 57’ ya que superamos las crónicas dictaduras militares,
hay que ver a qué precio y en qué circunstancias, pero lo hicimos, como
también ajustamos cuentas con su criminalidad. Sin embargo, al mismo
tiempo, la utopía democrática triunfante en los 80’ no logró organizarse aún
en instituciones políticas a través de las cuales las distintas partes del todo
comunitario convivan en estructuras estables. Y en eso, sesenta años
después de la violencia política de Estado, la que nos infringió la dictadura
que se autodenominó Revolución Libertadora, que es la época en que
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Murena escribió lo que leí, sus palabras se siguen aplicando bastante bien a
nosotros. Y cito un texto más de Murena: “En una comunidad real, tiene que
haber partidos que pugnen en sentidos diversos. De ello depende el
movimiento, la vida misma de la comunidad. Pero esos partidos perciben que
forman parte de un todo, o sea, que el movimiento no es caos ni anarquía.”
Fíjense esta sutil distinción. Cuando una situación no es resoluble dentro del
cuadro de la comunidad, se apela a una revolución; para modificar dicho
cuadro, la pugna partidaria y la revolución son los recursos que aseguran la
vida de la comunidad. Observen aquí otra enorme sutileza: no es que la única
forma de verificar la vida en común sea ser una parte del todo, también
puede ser hacer una revolución, eso es también algo conectado con la
comunidad.
¿Qué pasa en la Argentina, según Murena, que en lugar de esa vida
comunitaria lo que tenemos es un enconado caos faccioso? De un lado
tenemos una comunidad que es políticamente vital porque tiene partidos que
pugnan dentro de una especie de todo, entre comillas, porque en tal
totalización sería también cuestionable aplicar este concepto, pero digamos
que somos partes de algo, aunque ese algo no pueda ser totalizado, es una
manera en donde la comunidad se verifica. La otra manera es hacer una
revolución. La revolución cubana fue una conexión profundamente vital del
pueblo con su condición comunitaria, no una ruptura con su condición
comunitaria ¿se entiende? Ahora, entre esas dos modalidades ¿dónde está
la Argentina? Si estamos en un caos faccioso, entonces no estamos en este
ser en común del cual deben vivir la democracia y la política. Este es el
diagnóstico de Murena y yo realmente creo y siento que todavía está
bastante vigente, después de sesenta y pico de años. Lo que Murena
describía era un inveterada dificultad para instalarnos plenamente en la vida
democrática. Si bien superamos los golpes y dictaduras militares que
constituyeron el aspecto manifiesto más oprobioso de ese odio a la
democracia, no lo hemos hecho a favor de un sistema de representación
política que contenga la división del todo comunitario en partidos que regulen
y estabilicen la división, es decir que hagan posible la administración del
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conflicto en términos menos conflictivos, pues de lo contrario comienzan a
fracturarse y deslegitimarse a sí mismos, hasta volverse insignificantes,
impotentes, hasta parecer estar de más, que es precisamente lo que piensa y
quiere el demonio golpista. Preguntémonos, más allá de sus figuraciones
históricas concretas, ¿hay condiciones formales de la democracia y de las
variantes dentro del régimen de su representación? Si quisiéramos establecer
rasgos mínimos para hablar de democracia, ¿cuáles serían? Yo les voy a
proponer tres: primero, la comunidad como totalidad unificada o identificable
con una voluntad general en el sentido rousseauniano de voluntad general.
Sería de ser posible una construcción, pues como punto de partida es un
mito; es decir, no partimos de que hay algo esencial, que es la comunidad de
los X, donde los X son argentinos o cualquier otro X, sino que eso en todo
caso es un horizonte compartido, en movimiento y en construcción. Dos, la
democracia no es una forma de gobierno particular, sino el conjunto de los
procedimientos a través de los cuales una comunidad regula sus procesos de
diferenciación y homogeneización. En ese sentido, al igual que la comunidad
misma, más que un régimen de gobierno es una dinámica de relaciones, sin
identidad sustancial ni forma a priori. Sigo insistiendo con esta dimensión
constructivista de la democracia. Haciéndole un reportaje a Pierre
Rosanvallon, un gran historiador y estudioso francés de la democracia, él me
decía que en realidad el concepto de democracia se fue llenando con
diferentes significados a lo largo de la historia de una manera totalmente
diversa, y la palabra estuvo casi ausente en la Revolución Francesa, que uno
puede pensar es sinónimo de una forma de democracia, aunque es un
proceso revolucionario ciertamente. Tres, la política es una instancia de
articulación de reglas, normas y formas, pero también de dispositivos abiertos
a su transformación permanente para que la comunidad encuentre en sus
procesos democráticos la vía por la cual establecer puentes vitales entre la
esfera social, donde el individuo mayormente habita, y su poder para
subjetivar pero también agenciar objetivamente la significación y el valor de la
vida comunitaria. Estas son tres premisas generales para hablar de
democracia. Cada una de ellas pone un acento distinto en lo mismo: el hecho
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de que la democracia es una construcción del ser de la vida en común, que
no tiene una definición originaria, no tiene una esencialidad ni un formalismo
que la garantice, sino que es una construcción histórica, dada, contingente,
pero que tiene como particularidad ser una autogeneración de gobierno que
no tienen otras formas de gobierno. O sea que la democracia no es un
régimen, es más bien una sustancia. Las que actualmente llamamos
democracias son más bien oligarquías, que pueden incluso obstaculizar el
proceso democrático. Pero ¿no habría que preguntarse cuáles son las
condiciones mínimas que cualquier democracia tendría que satisfacer? Y en
este tan internacional encuentro donde hay franceses y alemanes, es muy
interesante leer un pasaje de un filósofo francés, uno de los pensadores más
interesantes de la política, Jacques Ranciére, que escribió algo como esto:
“Podemos enumerar las reglas que definen el mínimo por el cual un sistema
representativo puede declararse democrático: mandatos electorales cortos,
no acumulables, no renovables, monopolio de los representantes del pueblo
en la elaboración de las leyes, prohibición a los funcionarios del Estado de
ser representantes del pueblo, reducción al mínimo de las campañas y de los
gastos de estas, y control de la injerencia de potencias económicas en los
procesos electorales.” Esto está escrito y publicado en un libro que se llama
“El odio a la democracia”. La inspiración de estas reglas es obvia: la
estructuración de un sistema en el que se limite al máximo la capacidad de la
formación de élites, corporaciones o facciones minoritarias; en la dirección
contraria, un sistema que favorezca ese empoderamiento de cualquiera.
¿Qué es la democracia entonces? Un sistema que permite que cualquiera se
empodere de algo dentro de la democracia, dentro de un juego en el que
cada uno sabe de los otros que son también eso. Ese sistema estará
expuesto a la formación de grupos, pues el individuo por sí mismo, aislado,
pierde las condiciones o la potencia política. ¿Cómo andamos ahora por casa
respecto de estas reglas, de este espíritu, de esta sustancia que estamos
identificando como democracia? ¿Estamos más cerca, igual o más lejos de la
democracia verdadera -entendiendo por democracia verdadera la que
satisface estas condiciones mínimas- que cuando Murena escribió el texto del
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que partimos? Si partimos de que entonces reinaba el ciclo de las dictaduras,
parece que estamos más cerca, pero si vamos a hurgar más a fondo, creo
que no tanto. Volvamos a la definición comunitaria y veamos qué tiene para
decirnos ese texto de Murena al que me estoy refiriendo sobre qué es
entonces vivir en comunidad. Definirlo es difícil, pero vamos a seguirlo a
Murena brevemente en una pincelada, de la descripción a la interpretación y
de esta a una hipótesis interpretativa. Murena afirma dos tesis: una acerca de
la comunidad y otra acerca del argentino arquetípico. En cuanto a la
comunidad, argumenta que una comunidad se hace con la parte de
sentimientos y esperanzas que cada uno delega en los demás. Fíjense qué
idea precisa. Verificamos que somos una comunidad cuando cada uno de
nosotros siente que se prolonga, que siente a través del otro y que tiene
expectativas a través del otro y las delega. Siente no solo que es una parte
de un todo -y nunca el todo- una parte que se hace, que se apodera del todo,
sino que su propio todo se hace con la parte del otro. Eso es entonces vivir
en comunidad. Refiriéndose a los argentinos, atribuye un arquetipo en el que
todos nos reconoceríamos pero que funcionaría como un presupuesto que
subyace en nuestros comportamientos espontáneos: cada uno de nosotros
cree que debe y puede ser superior a todos. Cómo entonces vamos a ser una
comunidad, si la condición comunitaria es precisamente sentir que en el otro
hay una parte de mí, y yo siento que debo y puedo ser superior a todos los
demás. No por nada hay un chiste sobre los argentinos que dice que el gran
negocio es comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree
que vale. Ir más lejos con esto sería aplicar psicoanálisis a los vínculos que
mantenemos entre nosotros. No tenemos tiempo ni oportunidad para hacerlo
aquí, tal vez si nos reencontramos en el Ágora podamos hablar algo más de
esto. Aquí vemos entonces que podemos concluir con Murena en que la
comunidad, hoy como entonces, es la crisis que compartimos. Yo preguntaba
al comienzo si estamos en crisis y en qué sentido. Este es el problema,
compartimos la crisis. Esa es nuestra forma de ser comunitarios, una forma
patológica. ¿Puede la política democrática ayudar a superar esta crisis? ¿Lo
está haciendo hoy? No es simple la respuesta, la discusión está abierta.
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Paradójicamente por ejemplo, el triunfo del populismo en la Argentina
reciente, con los gobiernos de Kirchner pero muchas veces reencontrado, fue
un paso dialéctico tal vez positivo pero insuficiente. Algo de populismo tuvo el
alfonsinismo, mucho el menemismo y el kirchnerismo, desde signos
ideológicos opuestos pero populismos al fin. Lo que hay que decir es que el
salto cualitativo entre la democracia que hasta ahora hemos conseguido, que
es populista, no puede venir de una reedición de viejas antinomias o de un
aggiornamiento entre un republicanismo difuso, que se sostiene además en
gran medida en una demanda comunicacional, y un partido de gobierno que
devenga de una facción minoritaria que habla en nombre del todo, que es el
populismo autoritario del cual el peronismo se ha hecho carne muchas veces.
El populismo no es una herramienta adecuada para incrementar la
democracia en el sentido señalado por el texto de Ranciere que citamos. Es
todo lo contrario. Pero es un gesto resignado, es la democracia que hasta
ahora supimos conseguir y, cuando en el movimiento democrático
predominan las demandas emancipatorias, se producen convergencias; lo
contrario puede ocurrir en una época populista como la menemista, en donde
eso más bien se disgrega. Por eso lo que finalmente digo que tenemos que
transformar es cada uno. Cada uno debe poner algo y transformarse a sí
mismo en el vínculo con el otro, de modo tal de no creerse ya el todo, ni uno
individualmente, ni el grupo de pertenencia con el que uno tenga alguna
identidad, porque sin eso no hay comunidad. Sin comunidad no hay
democracia verdadera y sin democracia verdadera, la política toma atajos y
formaciones que en gran medida son más psicopatológicas que vehículos de
construcción y crecimiento colectivos. Para más desarrollo de todo esto, los
remito a la lectura de “Desde el Palacio”, donde desarrollo mucho más estas
cosas, además de la historia de la política reciente en que me tocó participar.
Y los invito nuevamente a leer a Murena y una página que tenemos en
Internet que se llama Espacio Murena y es un lugar de cultura donde Murena
de alguna manera es una figura convocante. Muchas gracias por estar aquí.