Post on 24-Dec-2015
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Catecismo para tiempos difíciles
por Jack Tollers
Copyright 2014 Jack Tollers
Smashwords Edition
Índice
Fe
Esperanza
Caridad
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Qué creer
Ni bien llegamos a este mundo, comienzan las sorpresas: todos nuestros sentidos se
ven asaltados simultáneamente por ruidos, colores, sonidos, perfumes, gustos y
diversas superficies, que se muestran ásperas o suaves al tacto.
Al principio, de bebés, no entendemos nada (y por eso lloramos a menudo). Pero, de
a poco, empezamos a entender (por ejemplo, que el que no llora, no mama).
Nos dan miedo la oscuridad y los ruidos inesperados.
Lloramos a menudo y nuestra madre nos consuela.
Tratamos de entender qué es todo esto, qué pasa, quiénes somos, dónde estamos,
quién es quién.
Y desde entonces, desde nuestros primeros días sobre la tierra, hasta el último antes
de morir, estamos tratando de entender.
Se podría decir que la vida de un hombre sobre la tierra está tejida de una enorme
sucesión de preguntas, de infinitos interrogantes que se nos plantean hora tras hora,
día tras día.
Y cuanto más grande es un hombre, más grandes son sus preguntas y más precisa
su formulación: ¿De dónde procedo? ¿Adónde voy? ¿Quién soy yo?
Pero la verdad es que nunca entendemos del todo, nada.
Nunca entendemos nada del todo.
Siempre nos haremos preguntas (y el que ya no se hace preguntas, el que está
cansado de interrogarse, de preguntarse por las cosas que son, por las cosas que le
pasan, está muerto en vida).
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Y eso, referido al aquende, a la vida terrenal, a lo que nos toca en suerte aquí abajo.
Por mucho que querramos averiguarlo, por mucho que preguntemos, leamos,
busquemos, conversemos, pensemos, siempre habrá mil y un asuntos que no
entendemos del todo.
Allí aparece la fe, en esa región, en el país del no-sabemos, no sé—en la parte que
no entendemos, allí necesariamente habrá fe, allí, en el país de nuestra ignorancia,
de nuestras limitaciones intelectuales, allí donde reina el misterio, allí justamente,
por fuerza, necesariamente, tenemos que creer.
Pongo ejemplo: no sé que me pasará cuando me muera, ni después.
Podré averiguar todo lo que quiera, aprenderé lo que han dicho sobre esto los
grandes sabios, los artistas, los literatos, los filósofos, los poetas, pero siempre
quedará una vasta región en sombras: cosas que no sé, cosas que no puedo ni
siquiera adivinar.
Y ahí entra lo que creo.
Mi fe.
Qué no creer
Algunos creen cosas horribles, hay quien cree que después de la muerte, el cuerpo
se descompone, se lo comen los gusanos y sanseacabó.
Otros creen que con la muerte nos mudamos a un nuevo mundo fantástico, lleno de
placeres y sin ninguna pena. Otros creen en disparates más grandes todavía, como la
reencarnación.
Y así sucesivamente, porque los hombres pueden creer lo que quieran, son libres de
poner su fe en lo que les venga en gana.
Y así como Chesterton dijo que los incrédulos creen en cualquier cosa, Castellani
escribió el "Credo del Incrédulo":
CREO en la Nada Todoproductora d'onde salió el Cielo y la Tierra.
Y en el Homo Sápiens su único Hijo Rey y Señor,
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Que fue concebido por Evolución de la Mónera y el Mono.
Nació de Santa Materia
Bregó bajo el negror de la Edad Media.
Fue inquisionado, muerto achicharrado
Cayó en la Miseria,
Inventó la Ciencia
Ha llegado a la era de la Democracia y la Inteligencia.
Y desde allí va a instalar en el mundo el Paraíso Terrestre.
Creo en el libre pensante
La Civilización de la Máquina
La Confraternidad Humana
La Inexistencia del pecado,
El Progreso inevitable
La Rehabilitación de la Carne
Y la Vida Confortable. Amén.
Y esto porque siempre, aún el más agnóstico, aún el más cínico de los hombres,
siempre tiene que creer en algo. Y cuanto más estúpido, más estúpidas las cosas en
que cree, por ejemplo, en "el cambio", como se cantaba hace unos años atrás:
"Yo tengo fe, que todo va a cambiar…"
Ahora, Dios sabe eso.
Y también sabe que con la inteligencia que nos dio, si la usáramos mucho y bien, a
fuerza de inquisiciones y estudio, después de mucha reflexión, de pensar mal y luego
de pensar bien, uno podría llegar a entender, a alcanzar, a las cansadas, a la larga,
algunas verdades, algunas conclusiones correctas.
Pero también sabe que no alcanza la vida entera de un hombre para establecer con
claridad las grandes respuestas a las grandes preguntas: ¿quién soy yo? ¿de dónde
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vengo? ¿adónde voy? ¿para qué estoy aquí? ¿qué tengo que hacer? ¿tiene sentido
todo esto que veo? ¿puedo averiguarlo? ¿qué hay del otro lado de la muerte?
Porque antes que nada, para tener fe, hay que usar la inteligencia, y hacerse las
preguntas inteligentes que todos los hombres, en todos los tiempos, se hicieron.
El testigo
Estamos como los ciegos de nacimiento: ellos oyen hablar de un montón de cosas
que no han visto, el color de las rosas, cómo son las olas del mar, cómo se pone el
sol en el horizonte, cómo se ve una catarata, qué es un bosque, cómo es un arroyo,
cómo cae un aguacero en el campo.
No han visto nada de eso, pero preguntan, y se les contesta.
Por eso dice San Pablo que
La fe procede del oído.
Y ellos, los ciegos de nacimiento, tienen que creer en lo que se les dice (y antes que
nada que ellos están ciegos, pero que los demás ven cosas que ellos no); tienen que
creer sobre todo en lo que les dicen sus seres más queridos, más próximos: su
mamá, su papá, sus hermanos, sus amigos; y tienen que creer que lo que se les dice
es verdad, porque siempre existe la posibilidad de que se les mienta, o se les diga
una cosa por otra: un compañerito malo de la escuela, por ejemplo, que para
embromar al pobre ciego le dice que no, que en realidad las cosas no son como se
las contaron, que el cielo es verde y las praderas del campo negras, que cuando
suena un trueno, el cielo se pinta de anaranjado, que la piel de los hombres es
violeta con rayas amarillas…
O que todo este asunto de que hay distintos colores es un cuento chino.
Porque son ciegos de nacimiento, no saben, en verdad cómo son las cosas. Y por
eso, no tienen más remedio que creerles a los más cercanos, a quienes los quieren
bien, creer que las cosas son como te la cuentan las personas que te aman y que,
por tanto, no te quieren engañar.
Creer en los testigos, en el testigo de las cosas que uno no ve.
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(Claro que si uno está en un país de ciegos—como Nuñez en el cuento de Wells—al
dar testimonio de lo que ve, corre serio peligro de que lo maten, o le arranquen los
ojos, para que no moleste más).
Pero los más sensatos, los más razonables, prestan atención al testimonio de quienes
quieren, a los testigos que les merecen respeto.
Esto le pasó, por ejemplo, a Natanael, San Bartolomé, que un día estaba a la sombra
de una higuera, pensando tranquilamente sobre todas estas cosas, cuando se le
acercó San Felipe.
San Juan nos contó cómo fue aquello:
Felipe encontró a Natanael y le dijo: «Hemos encontrado a Aquel de quien
habló Moisés en la Ley, y del que también hablaron los profetas: es Jesús,
hijo de José, de Nazareth».
Natanael, (San Bartolomé) se levantó y acudió al lugar donde estaba Jesús y, luego
de un breve diálogo, lo reconoció como Hijo de Dios y Rey de Israel.
Y Cristo le hizo una promesa:
Todavía verás más.
Porque la primera cosa que tenemos que aprender es que el mundo no está hecho
exclusivamente de cosas visibles: hay cosas que no se ven, para las cuales somos
como ciegos de nacimiento. Para aprender acerca de ellas, de su existencia, de cómo
son, alguien (el testigo que nos quiere, y que por tanto no nos va a engañar) nos lo
tiene que contar.
Por eso San Pablo dice por ahí:
Sé a quién he creído.
Dios, desde toda la eternidad, sabe eso, que necesitamos de testigos que saben
cosas del mundo invisible, y que nos pueden dar parte de lo que saben.
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Y por eso, Él mismo se tomó el trabajo de anoticiarnos de algunas de esas cosas, a
veces enviando mensajeros, como los ángeles, a veces enviando otra clase de
testigos, los profetas.
Y de esas noticias, la primera es que Él es Dios, creador y remunerador de los justos.
Y que no hay otro.
Los desatentos
Ahora, no hay nada que haga enojar más al que se toma el trabajo de enseñarte, de
explicarte alguna cosa, que el hecho de que no le prestes atención.
O que no le creas.
Y al final, si no le creés o no le prestás atención, dejará de contártelas.
Y quedará muy enojado, porque intentó hablarnos y no le prestamos atención.
Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado; entonamos lamentaciones, y
no llorasteis.
Ahora, toda esa gente que dice cosas "qué lindo es tener fe, a mí me gustaría tener
fe" o "yo querría tener fe como usted, pero no, no tengo", hace trampa.
Había gente así en tiempos de Cristo, no tengamos duda: gente que oye hablar de
Él, pero que (a diferencia de San Bartolomé) se queda en su casa, esperando que
Cristo se les presente, mientras están lo más panchos atareados en sus cosas; gente
que oye hablar de milagros y prédicas fabulosas, pero son tipos que no se acercan a
Él, a ver, a oír por sí mismos.
Gente mal dispuesta para la fe.
Disposiciones para la fe.
La fe es un regalo que nos dispensa Dios y que Él no le retacea a nadie. Por eso si
alguno recibe noticia acerca del Evangelio, acerca del mensaje cristiano, está
obligado a creer. Y si no cree, incurre en culpa.
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¿No cree por su culpa?
Así lo dice San Pablo, referido a los paganos de su tiempo, que por lo menos debían
creer en un poder eterno, divino, cosa que se ve por sus obras.
Y lo que no creen,
No tienen excusa. (Rm. I:20).
Es que el que no cree es porque está mal dispuesto y toma una decisión: rechaza el
don de la fe.
Ahora bien, la primera disposición para la fe es obedecer a la conciencia (el primer
testigo), que es la voz de Dios que le habla al hombre en todo tiempo: es una voz
exigente y que no siempre se entiende bien, es una voz severa y muchas veces
incómoda; pero si uno le hace caso, se dispone a recibir más noticias, más
novedades, más verdades que hasta entonces no conocía.
¿Qué fue lo que le dijo Cristo a Bartolomé?
Todavía verás más.
Esa es la condición indispensable para recibir este don precioso: hagan caso,
siempre, a la conciencia… y verán.
Por tanto, primero, antes que ninguna otra cosa, hay que prestarle atención a la voz
de la conciencia.
Porque es la voz de Dios.
Y si Él nos habla, estamos obligados a prestarle atención.
Y cuanto más, más: cuanto más nos habla, cuanto más nos revela, más atención
hemos de prestarle.
Sin eso, como hemos visto, incurrimos en su ira. Por eso San Pablo dice que
Sin la Fe es imposible agradar a Dios.
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¿Por qué? Bueno, para empezar, porque Él nos ofrece el don de la fe y si no la
tenemos es porque hemos rechazado ese don.
Y por eso Santo Tomás dice que la infidelidad es el máximo pecado, el pecado
máximo, pecado agravado en los casos en que Dios les habló y se negaron a
prestarle atención.
Ciegos que no quieren oír cómo son las cosas, que se complacen en su propia
ceguera (como los habitantes del país de los ciegos, en el cuento de Wells, del que
ya les hablé). Ciegos que oyen hablar sobre Él, y se quedan lo más panchos,
sentados en un sillón muelle, leyendo el diario (creyendo en lo que les dice el diario,
porque los incrédulos creen en cualquier cosa).
¿Por qué, pues, no entendéis mi lenguaje?
Porque no podéis sufrir mi palabra.
El baile
Así que, antes que nada, tenemos que creerle a Él, al que nos sacó de la nada, al
que nos hizo, al que nos quiere bien y quien se toma el trabajo de hablarnos sobre Él
y todo lo que hizo, y cómo nos hizo a nosotros, y por qué estamos a cierta distancia
de Él, y cómo nos podemos acercar a Él y cómo son los pasos de este baile.
¿Baile? Sí, baile. En un baile el varón toma la iniciativa, invita a bailar a la elegida,
hace el primer paso, la mujer luego lo sigue con otro. Hasta que se entienden, paso a
paso.
Dios siempre da el primer paso: primero está Él, desde toda la eternidad, eligiendo a
quien Él quiere.
Porque primero hizo todas las cosas, sacándolas de la nada. Y luego nos hizo a
nosotros. Y luego nos envió a su Hijo para que nos acercáramos a Él.
El apóstol Santiago lo dice lindísimamente:
Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros.
Los ángeles ponen la música y Dios da el primer paso: te invita a bailar.
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Y con la conciencia uno oye algo de esto, remota, confusamente, pero
incontestablemente, recuerden sino cuando eran chicos… cómo nos pedía Dios que le
creamos, pide que pongamos nuestra confianza en Él, que le demos créditos, que
creamos que todo va a salir bien: como nuestro padre cuando nos enseñó a nadar.
Primero te invita a que te arrojes al agua; y luego él se ocupará de todo, y no habrá
temor de ahogarse, porque él se ocupa. Porque es un buen padre y sabe lo que hace.
Baile, natación… son sólo imágenes. Pero no hay otra manera de hablar de Dios y
nosotros.
Sin imágenes nuestra Fe se desencarna, se falsifica mucho más, se convierte en una
cosa inerte, se muere.
¿Y bien? Ya sé a quiénes tengo que creerles: primero al que me da noticia del mundo
invisible en donde reina Dios.
Un Dios todopoderoso, creador de todo, de lo visible y de lo invisible.
¿Y entonces? Pues entonces, hay que creerle a Dios.
Que nos anotició de una cantidad de cosas.
Una vez, un amigo mío me dijo que nuestro Dios era un Dios mudo. Es la peor de las
blasfemias que jamás escuché. En cualquier caso somos nosotros los que nos
hacemos los sordos; y ya se sabe, no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Un Dios mudo, ya te voy a dar a vos…
San Pablo lo precisó al comenzar su Carta a los Hebreos:
Dios, que en los tiempos antiguos habló a los padres en muchas
ocasiones y de muchas maneras por los profetas, en los últimos días
ha hablado a nosotros en su Hijo.
¿Muchas ocasiones?
Muchísimas.
¿De muchas maneras?
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De innumerables maneras, con narraciones y poesías, con gestas y obras milagrosas,
con historias y con discursos, con canciones y misteriosos enigmas.
¿A través de los profetas?
A través de innumerables profetas, empezando por Abrahám, nuestro Padre en la Fe
y terminando por Juan el Bautista…
¿Terminando por Juan el Bautista?
Bueno, no, en realidad, el no es el último profeta, pues, Dios, en los últimos tiempos
nos ha hablado por medio de Otro, que Juan el Bautista identificó como el mismísimo
Hijo de Dios…
Una palabra de Dios, hecha hombre, Jesucristo Nuestro Señor.
Que dijo, entre otras cosas, que seríamos enseñados por Dios y que todo el que
escucha a Dios y aprende, recurre a Él, a Jesucristo. (Jn. VI:45).
¿Un Dios mudo? ¿Estás loco vos? (así le dije a mi amigo).
Y Jesucristo, durante los tres años de su vida pública, se la pasó hablando.
Mientras lo dejaron.
En tiempos de Poncio Pilato.
Algunos escucharon, algunos lo seguían para escucharlo un poco más, algunos le
prestaron atención, algunos guardaban sus palabras en su corazón.
Los demás, los que no podían "soportar su lenguaje", los que no podían "sufrir su
palabra" (Jn. 8:43), los "hijos del diablo" que querían "cumplir los deseos de su
padre, el homicida desde el principio que no permaneció en la verdad" (Jn. 8:44),
esos lo mataron a Jesús.
Para que no hable más.
Él había venido a los suyos, y los suyos no lo recibieron.
Pero luego resucitó y está ahora a la derecha del Padre.
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Y un día va a volver y les dará su merecido, a todos esos que a lo largo de los siglos
no han querido escuchar lo que tenía para decirnos, a los que no han querido
prestarle atención, a quienes no han querido creerle (o porque no les gustaba lo que
decía, o porque simplemente creían que no les convenía, a porque tienen sus propios
planes y no quieren que nadie interfiera con eso).
En síntesis
De manera que, puesto todo lo más simplemente posible, tenemos que
a) Dios nos sacó de la nada y nos puso en este mundo.
b) Y luego nos habló de muchas cosas.
c) Y nosotros tenemos que prestarle atención a todo lo que dijo.
d) Y creer que todo eso que dijo es verdad.
e) Y amar esa verdad, esas cosas que Él dijo e hizo, con toda el alma, con
todo el corazón.
Un Evangelio distinto
Ese amor por la verdad, es como el Dios Jano: tiene, como todos los amores, dos
caras: una, pacífica, tierna, fiel y delicada para lo que ama. La otra, la del revés de
un amor, se muestra combativa, temible, fuerte en la defensa de lo que ama.
Pues bien, si uno ama su fe, no podrá tener sino estas dos caras.
Y aquí viene lo importante para todos los tiempos, pero que nunca fue más
importante que en los días que corren: hay que cuidar ese conjunto de verdades con
máximo empeño.
Todas esas verdades que nos vienen del tiempo de los apóstoles y que han sido
custodiadas con enorme empeño a lo largo de los siglos; todas las interminables
discusiones con los herejes, toda esa interminable sucesión de advertencias, de
condenas, de excomuniones, de inquisiciones, de concilios, de guerras, incluso, se
justifican ampliamente si se tiene esto en cuenta (cosa que hoy casi nadie tiene en
cuenta): y es que el error es peor que el pecado, que apartarse de la ortodoxia, de la
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fe de nuestros padres, por nimia que parezca la cuestión, es cosa terrible, es lo peor.
Por eso Santo Tomás justificaba la muerte del hereje: porque, decía él, que si se
condena a muerte al que falsifica la moneda, ¿qué no se haría con quien falsifica la
fe?
Ahora, nadie como San Pablo para insistir en esto, en esta recomendación que le
hacía a su discípulo preferido, Timoteo:
Guarda el depósito.
¡Y cómo se enoja el Apóstol cuando le da por hablar de esto!
Me maravillo de que tan pronto os apartéis del que os llamó por la gracia de
Cristo, y os paséis a otro Evangelio.
¿Otro Evangelio?
Pero el Apóstol continúa, inflexible:
Y no es que haya otro Evangelio, sino que hay quienes os perturban y
pretender pervertir el Evangelio de Cristo.
Y esto, señores, San Pablo no se lo permite a nadie:
Aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo, os predicase un
Evangtelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema.
Y no termina de decir esto, que vuelve a la carga con lo mismo, tanta es la
importancia que le atribuye a este asuntito:
Lo dijimos ya, y ahora vuelvo a decirlo: Si alguno os predica un Evangelio
distinto del que recibisteis, sea anatema (Gál. I:6-9)
Y el primer Papa, San Pedro, no es menos vehemente, cuando habla de lLos
ignorantes y superficiales que deforman las doctrinas de San Pablo,
Como lo hacen, por lo demás, con las otras Escrituras,
para su propia ruina. (II Pet. 3:16).
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Pues bien: sólo hay una prueba de que amamos esas verdades que Él nos enseñó y
es la de vivir según esas verdades en las que creemos, conformar nuestra existencia
según esas verdades, colgar nuestra propia existencia de lo que creemos, calcar
nuestra vida sobre este mapa, guiarnos por estas indicaciones, decidir a cada paso
en base a lo que se nos ha dicho, en base a la fe de nuestros padres, y siempre, en
todo tiempo y lugar, hacer caso.
Pero también defenderla hasta la muerte, si a mano viene.
Pensar la fe
Ahora, son tantas las cosas que hizo y dijo Cristo que los primeros cristianos se
tomaron el trabajo de resumirlas en doce proposiciones para que las aprendiéramos
de memoria.
Y eso es el Credo, una síntesis de lo que sí o sí tenemos que creer.
La fe, lo que tenemos que creer, está ahí, para que durante toda nuestra vida lo
repitamos una y otra vez, lo aprendamos de memoria para tratar de entender cada
día un poquito más, lo que quieren decir cada una de esas cosas, los artículos de
nuestra fe.
Ahora, en razón de que cada artículo de nuestro credo es un resumen, una muy
apretada síntesis de lo que hemos de creer, hay que pasarse una vida ahondando,
reflexionando sobre todo lo que contiene cada uno de esos artículos de fe.
O sobre uno sólo de ellos: pues es de saber que todos contienen virtualmente la
potencia de hacernos creer en todos los demás; ahondando en un solo artículo de fe,
nuestra fe se profundiza a la vez que echa luz sobre los demás artículos.
Por ejemplo: en ningún artículo del Credo se hallará referencia directa a la Misa, ni al
culto que debe tributarse a María, ni a la existencia de los santos ángeles, ni al
purgatorio, ni a la obligación que tenemos de rezar, ni cuáles son los tres enemigos
del alma (la carne, el mundo y el demonio), ni otras muchas, muchísimas más
verdades de fe.
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Y por ser también verdades de fe, a medida que se las descubre, también hay que
creerlas como cada uno de los doce artículos, porque, aunque esto no se vea
claramente, están incluidos, como una rama de un árbol en la semilla que dio lugar
al árbol: son verdades que se deducen de los artículos de la fe. Por ejemplo, el culto
de hiperdulía que se le debe a la Virgen, se sigue de que es Madre de Jesucristo. Y
que es Madre de Jesucristo lo dice el artículo correspondiente: "Nació de Santa María
Virgen". Otros desarrollos de la fe son menos fáciles de trazar, pero siempre se
pueden remontar a uno u otro artículo.
Y así, profundizando las verdades de la fe, repensándolas una y otra vez,
conectándolas unas a otras, pensando nuestra fe, echa raíces en el alma y crece, se
desarrolla y da frutos, como un árbol.
Siempre tendremos que recordar la gran pregunta del Apóstol Santiago:
¿De qué sirve que uno diga que tiene fe, si no tiene obras?
La fe, si no tiene obras, está muerta.
Pues bien, la primera obra de la fe, para que sea fe viva, consiste en esto de
pensarla, la obra del entendimiento, de tratar de entender lo más que se pueda
acerca de sus misterios.
Los cristianos estamos como estamos precisamente porque no hemos pensado
nuestra fe y la mayoría de nuestros contemporáneos llegan a la adultez con
conocimiento infantiles de su fe, a lo sumo unas vagas nociones adquiridas cuando
se prepararon para la Primera Comunión y nada más. Y así, de grandes saben
muchas, muchísimas cosas, menos acerca de su fe.
Pero Santo Tomás nos lo había indicado con toda claridad:
El más pequeño conocimiento de las cosas más altas,
vale infinitamente más que
el más extendido conocimiento de las cosas más bajas.
De manera que esto de pensar nuestra fe constituye una de las tareas más urgentes
y más importantes que nos podemos proponer en esta vida.
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Ahora, la única prueba de que han pensado vuestra fe está en que son capaces de
hablar de estas realidades con lenguaje vuestro, con imágenes vuestras, con la
originalidad de la personalidad de cada cual: si uno tiene humor, su mirada tendrá
humor, si profundidad, profundidad, si sencillez, sencillez, si tienen talante estético,
quizás con poesía, si en cambio les gusta razonar, con razonamientos y así
siguiendo…
Todo el arte del Occidente cristiano, toda la música, la escultura, la arquitectura, la
literatura, toda la poesía, todo el gran teatro que procede de la cristiandad no da sino
testimonio de la fe: es la fe de pueblos enteros, de reyes y de clérigos, de gente
sencilla y de gran intelectuales los que han producido esto, el testimonio vivo de que
Cristo es Dios, de que se encarnó, murió por nosotros, resucitó y…
Que un día, el día menos pensado, volverá.
Ahora, Él dio a entender con una preguntita que por entonces no habría mucha fe.
Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿acaso hallará fe sobre la tierra?
Castellani dice que sí, pero
"Habrá fe verdadera en pocos, los cuales orarán a toda furia, y habrá en la mayoría
falta de fe y adulteración de la fe, herejía y apostasía. El texto griego dice:«¿Pensáis
que, viniendo, encontraré la fe sobre la tierra?». La fe estará como desaparecida;
pero los pocos «escogidos» que quedarán, orarán de tal modo que lo harán retornar
a Cristo."
¿Poca fe, en el fin del mundo, poca fe en el mundo actual? Poquísima, si nos
atenemos al arte de ahora, a la poesía, a la música, a la literatura y a la
arquitectura: la estética moderna toda da testimonio de que el mundo ya no cree en
Dios.
Ni tiene fe, ni piensa en ella; y así estamos.
Y es por esto que importa mucho no confundir la adhesión a la verdadera fe, no
confundir la ortodoxia con la repetición de fórmulas inertes: no señor, proceder así es
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señal de fe muerta, y no de fe viva. En cómo se expresa cada uno de ustedes al
hablar de Dios y de sus cosas, se verá quién cree de veras y quién no.
Ahora, además de todo esto, una vez que se ponen a pensar en vuestra fe, también
verán todas las cosas de otro modo, sub specie aeternitatis, como las ve Dios.
Así lo pensaba C. S. Lewis:
"Creo en el cristianismo, como creo en el sol que ha salido:
no sólo porque veo al sol mismo, sino que, por él, veo todo lo demás."
Y así, con fidelidad a la fe, a la luz de la fe, se verán también, claramente, eso que
San Pablo llamaba "fábulas de viejas".
Señores: a sus puestos
Pues bien, ahora mismo, mientras les hablo con máxima reverencia acerca de este
depósito que hemos recibido para custodiar, sobre este tesoro que llevamos en
vasijas de barro, hay quienes se empeñan en rebajar la fe de nuestros padres, en
aguarla, en adulterarla. Hay quienes la formulan confusamente, quienes se
pronuncian equívocamente, quienes la ensucian, la degradan, quienes
deliberadamente la mezclan con fábulas de viejas o doctrinas heterodoxas. Hoy
mismo, mientras les hablo, hay muchos que deliberadamente falsifican la fe, o la
ponen en ridículo, o la fraccionan silenciando partes esenciales, callando doctrinas
centrales, cuando no negando su fuerza y su verdad. En verdad, son muchos los que
así proceden (y muchos que así proceden tienen por incumbencia específica
custodiarla, guardarla, conservar su pureza, protegerla y defenderla de todos los
ataques que recibe a diario, ataques procedente de todas partes, de muchos y muy
diversos enemigos).
Pero al mismo tiempo, mientras aquí les hablo, hay muchísimos cristianos en
diversas partes del mundo que padecen toda clase de contrariedades por ser fieles a
su fe: gente que pierde el trabajo, que es humillada, que es desposeída por razón de
su fe. Hay muchísimos cristianos en el mundo entero que en los días que corren
entregan incluso su propia vida por defender su fe, son los que dan testimonio de
sangre y en los días que corren se cuentan por millares.
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Muchos, que como aquel tejedor inglés, un tal Roger Wrenno, que en el año 1616 fue
condenado a la horca por orden de las autoridades protestantes: lo colgaron nomás,
pero la soga se rompió y el pobre hombre quedó inconsciente sobre el piso del
cadalso. Cuando volvió en sí, se puso de pie y corrió por las escaleras para que lo
vuelvan a colgar. El sheriff que estaba a cargo de la ejecución le preguntó con sorna:
"¿Tanto apuro tiene en morir ahorcado?"
Wrenno, el tejedor, le contestó cortito y al pie: "Si Ud. hubiese visto lo que acabo de
ver yo, también querría lo mismo."
¿Y bien? ¿Cómo era eso que le decía Jesucristo a San Bartolomé?
¡Ah, sí!
Todavía verás más.
Pero sobre eso, más el miércoles que viene.
LAUS DEO
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Qué esperar
Aristóteles dijo una vez una cosa interesante: que nosotros los hombres somos libres
para todo, excepto una cosa: todos queremos, necesariamente, ser felices. Nadie
puede querer no-ser-feliz, querer ser infeliz. Incluso el más desesperado de los
hombres, el que se suicida, huye de este mundo buscando algo mejor:
necesariamente, todos, queremos ser felices. El deseo de felicidad está inscripto en
nuestras naturalezas con más fuerza que los instintos: el mártir quiere ser feliz, el
drogadicto quiere ser feliz, el abuelo en el geriátrico y el chico en el colegio, el
criminal y el santo, el bueno y el malo, todos, absolutamente todos quieren ser
felices.
De eso vamos a hablar hoy.
De qué cosa es la felicidad y de cómo alcanzarla.
Antes que viniera Cristo y nos lo dijera, antes de que Dios nos lo revelara, los
hombres se ajetreaban con este asunto y había centenares de definiciones, decenas
de escuelas de sabiduría que pretendían dar respuesta a todo esto: porque todos
querían ser felices y nadie acertaba con la clave.
Ahora bien, dando por supuesto que entendieron algo de la charla del miércoles
pasado y que tienen algo de fe, es importante que entiendan que en esta materia
también hemos sido anoticiados por Dios de qué cosa es la felicidad. El Evangelio,
que quiere decir "buena nueva" es una excelente noticia porque se dirige con toda
precisión a este asunto.
Status viatoris
Claro que para eso, para entender lo que nos dice la fe sobre todo esto, hay que ir
despacio.
Fíjense un poco, si quieren: nos traen a la existencia sin pedirnos permiso. Nos
llevan de este mundo sin pedir permiso. No hay nada que hacer, nadie puede impedir
su propio nacimiento, nadie impedir su propia muerte. Pero entre estos dos puntos,
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se desarrolla nuestra vida y allí sí, somos libres para tomar una cantidad de
decisiones.
Sobre las que se nos pedirá cuentas.
San Pablo lo formula cortito y al pie:
Está establecido que los hombres mueran una vez, y luego, juicio.
De manera que la primera noticia importante del cristianismo es que nuestra vida no
termina, ni mucho menos, con la muerte. Y que el tramo que va desde que nacemos
hasta que morimos, no constituye toda nuestra vida, sino una partecita: nos espera
la eternidad.
Que aquí estamos de paso nomás.
Como también lo dice, por si alguien se olvida, el mismo San Pablo:
Aquí no tenemos ciudad permanente, sino que buscamos la futura.
De manera que no fuimos hechos sólo para esta vida, esta vida terrenal en este
planeta sublunar.
Y si tenemos eso presente, nos cambia la perspectiva de las cosas.
Por ejemplo, miren lo que le pasó a un turista yanqui en Varsovia: le hablaron de un
rabino muy bueno y decidió visitarlo. El rabino lo hizo pasar a su cuarto y allí el
yanqui comprobó con asombro que sólo contaba con una cama, un cajón de
manzanas como silla y un par de libros, nada más.
- ¿Esto es todo lo que tiene?
- Sí—le contestó el rabino. Y luego, señalándolo con el dedo: ¿Y
usted? ¿Eso es todo lo que tiene? El yanqui estaba vestido como
turista y sólo contaba con una máquina de fotos, colgándole del
cuello.
- Bueno, sí—dijo—pero yo estoy de paso.
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- También yo, fue la respuesta.
Como se ve, cuando uno está de paso, cuando uno está en tránsito, de viaje,
peregrinando, se ven las cosas de otra manera.
Ahora, si uno cree, como creen los incrédulos, que no hay otra vida, que no hay
juicio (y a osadas, que no se van a morir), entonces los muebles, las casas, las
pertenencias tienen otro valor. Y uno se aferra a esas cosas de otro modo.
Que es precisamente lo que nos propone uno de los enemigos del alma: el mundo.
Newman lo dijo brevemente:
A pesar de que Dios quiere que vivamos para la vida venidera,
el mundo nos quiere hacer vivir para esta vida.
Y es, claro, un disparate.
El hotel
Por eso, a pesar de todas las cosas horribles que hay en esta vida, desde el cáncer y
del sufrimiento de los inocentes, hasta el simple hecho de envejecer, de comprobar a
diario cómo uno se va deteriorando, desde la interminable serie de injusticias con
que nos topamos a diario, las cosas feas y deprimentes, las cosas tristes y la enorme
sucesión de desilusiones que es, en síntesis, la vida del hombre en este mundo
sublunar, nada: el mundo quiere hacernos creer que aquí se juega todo, aquí, en el
más acá, en esta vida.
Y que no hay otra.
Entonces, ellos, los optimistas, se ponen a construir el paraíso terrenal.
Y hacer de este mundo un hotel 5 estrellas.
Y en cambio, para los cristianos, esta es una cárcel, ma' qué hotel ni qué niño
muerto.
Imagínense que me comprara yo un hotel y los invitara, hablándoles loas de mi
nueva propiedad. Y que ustedes cayeran para comprobar que las paredes están
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descascaradas, filtraciones de humedad por todas partes, puertas sin picaportes,
estufas que no funcionan, un menú fijo que consiste en una sopa grasosa y tibia con
pan duro y una jarra de agua, colchones con chinches, baños con algunas canillas sin
agua caliente y, sobre todo, un conserje malhumorado que te tira por la cabeza las
llaves del cuarto que te asignaron con un "arréglense como puedan".
¡Lindo hotel, ¿no?!
Y con todo derecho, me recriminarían haberles hecho ir hasta allí, de balde, que para
lo que es el hotel, se quedaban en casa.
Pues así es el mundo moderno: te promete el oro y el moro, una vida de placeres, de
dinero, de diversión y jauja. Y casi ninguno accede a todo eso. Pero, como dice Peter
Kreeft, los que acceden a todo eso, la pasan peor que los pobres todavía: porque los
pobres al menos todavía abrigan la esperanza de, qué sé yo, por ahí de ganarse el
Quini 6 y lograr la felicidad, en tanto que los ricos ya saben que no hay felicidad en
todo eso, ni en nada. Y desesperan de la vida.
En cambio, los cristianos dicen otra cosa. Dicen que esto es una cárcel y parecen
muy pesimistas.
Ahora, si yo los llevara a la misma propiedad que dije antes, pero en calidad de
detenidos, y en el viaje les contara que han sido condenados a prisión y que soy el
dueño de la cárcel, pues… otro gallo nos cantara.
Descubrirían entonces que como cárcel no está nada mal. Que no hay guardias y que
se come bastante bien. Que pueden elegir el cuarto que quieren (y que en algunos
hay canillas con agua caliente). Que nadie los atormenta y que pueden entretenerse
jugando a las cartas o guitarreando. Y que el conserje no es tan mal tipo, fijáte vos,
que el otro día estuve charlando con él y es macanudo, che, a pesar de la pinta de
malo…
Como cárcel, no está nada mal.
Y así este mundo, que tiene bosques y atardeceres, arrojos cristalinos y amigos,
música y vino, mujeres bonitas, fogones y libros e innumerables cosas más.
23
De manera que nosotros, los cristianos pesimistas, que decimos que este mundo es
una cárcel, la pasamos bastante mejor que los del mundo, los optimistas, los que
quieren hacer de todo esto un hotel de 5 estrellas y que, por errar así el vizcachazo,
terminan construyendo un infierno en la tierra.
Pero, y esto es la más importante de todo, nosotros, los pesimistas, que decimos que
el mundo es una cárcel, tenemos una excelente noticia, la mejor de todas: y es que
se puede salir.
Y que un día saldremos.
The four last things
Así que, bueno, hemos comparado esta vida terrenal a un viaje, San Pablo lo ha
hecho y sabemos de cierto que no tenemos aquí morada permanente, sino que
vamos en pos de otra cosa…
¿Qué cosa?
Bueno, si me apuran, eso que llamamos el cielo.
Antes de iniciar un viaje, uno fija con toda precisión su destino, estudia cuáles son
los mejores caminos para llegar y elige el modo de transporte, qué cosas llevar, qué
cosas dejar, cómo vestirse, etc.
Así lo dice Santo Tomás,
Así como uno se determina respecto del fin, así juzga de todas las cosas.
Nosotros los cristianos, peregrinos en camino hacia el cielo, juzgamos de las cosas de
aquí abajo con ese criterio, y este único criterio: si me ayudan a llegar, si me sirven
para llegar. Y si no, no me interesan.
Como si dijéramos, ¿para qué voy a remolcar una lancha si me dirijo a la cima de
una montaña? ¿Para qué llevar una estufa si donde voy hace calor todo el tiempo? ¿A
cuento de qué andar cargando con una carpa si me voy a alojar en una casa
fantástica?
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Así nosotros: sabemos cuál es nuestro destino, cuál es nuestro fin, y así juzgamos de
las cosas de acá.
Los ingleses acuñaron sintéticamente en una frase, "the four last things", las cuatro
últimas cosas que deberíamos tener presente en todo tiempo: las cuatro cosas que
nos esperan: muerte, juicio, cielo e infierno.
Son las cosas que están al final de camino, y entonces tenemos que afinar la
puntería. En griego la palabra pecado se dice "ham-ar'-tee'-ah" que equivale a errar
el blanco.
Y así es: si con nuestras vidas no ajustamos la puntería, pecamos, nos desviamos del
blanco y no alcanzaríamos nuestro destino, el cielo.
Por eso el libro del Eclesiástico en la Biblia, nos da una consejo infalible:
Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás.
¿Postrimerías?
Sí, las cuatro últimas cosas, the four last things.
¿Cómo eran? ¡Ah sí! Muerte, juicio, cielo e infierno.
Con eso, uno se pone en caja, como lo quiere el poeta:
Yo para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.
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Añoranzas
Ahora bien, el mundo se ríe de todo eso. Se ríe de la concepción misma del cielo, no
creen en nada de eso y se aferra con desesperación a esta pobre, miserable vida.
Y en cambio, los cristianos cultivamos el recuerdo de todo esto y de todas las cosas
hacemos una ocasión para recordarlo de nuevo.
Es, como digo una cuestión de mirada.
Y de hambre, como lo decía Pemán:
Todo yo soy un inmenso afán de infinito.
Como si dijéramos que fuimos hechos para mucho más. Los placeres de este mundo
están muy bien y no seremos nosotros los que los despreciemos (como decía
Chesterton, "no tengo nada contra los placeres extraordinarios, con tal de que sean
extraordinarios"). Pero no nos conformamos con eso, queremos más.
Y cuanta mayor es la fe, cuanta mayor es la esperanza de los cristianos, más se nota
eso: la carmelita descalza que renuncia a casarse, que se encierra de por vida en un
convento a hacer vida de penitencia y oración, ¿desprecia el matrimonio, el sexo, la
maternidad, la vida en familia, la amistad, el canto, los amigos y los paisajes de la
naturaleza? No, de ningún modo.
Sino que quiere algo más.
Y así los monjes de vida austera, los penitentes, los ascetas de toda laya.
A nosotros, los cristianos mediocres, estos tipos nos dan cátedra.
Como lo dijo C.S. Lewis:
Parecería que Nuestro Señor encuentra no que nuestros deseos sean
demasiado fuertes, vehementes, sino por el contrario, demasiado pálidos,
demasiado débiles. Somos creaturas tímidas, embromando con la bebida,
el sexo y las ambiciones, cuando se nos ofrece un júbilo infinito, como un
niño ignorante que quiere seguir jugando con sus tortas de barro porque
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no se imagina lo que significa el ofrecimiento que se le hace de unas
vacaciones al lado del mar. Nos conformamos con demasiada facilidad.
Ahora, estos tipos que habían calibrado bien las cosas, que tenían perfectamente en
claro que aquí sólo estaban de paso, en un cárcel, desterrados de la verdadera
patria, como les decía, nos dan cátedra.
San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, que la añoranza del cielo
les era tan pronunciada, la sentían tan agudamente, que llegaron a retarse en una
especie de duelo poético sobre este asunto:
Vivo sin vivir en mí,
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero.
Y así, Santa Teresa, por ejemplo, escribió:
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
Pero San Juan de la Cruz, no le va en zaga:
Esta vida que yo vivo
es privación de vivir;
y así, es continuo morir
hasta que viva contigo.
Oye, mi Dios, lo que digo:
que esta vida no la quiero,
que muero porque no muero.
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Para cultivar la esperanza es necesario cultivar esta añoranza… y todas las
añoranzas.
En los últimos años de su vida, San Francisco de Asís solía repetir una cosa rara:
Dios mío y todas las cosas.
Y nadie sabe muy bien qué quería decir con eso. Pero se puede colegir, se puede
adivinar. Y es que en todas las cosas hay rastros, huellas, vestigios de Dios.
Tenemos que aprender a contemplar la creación toda de este modo, pues todas las
cosas hablan de Dios, con tal de que sepamos verlo, con tal de que sepamos
escucharlo.
¿Todas las cosas? Sí, especialmente las cosas hechas directamente por él, como un
árbol, un atardecer, las aves del cielo, el mar o las montañas. Pero también los
demás hombres, los niños rientes, los ancianos cavilosos—todas las cosas, si
sabemos mirar, si sabemos escuchar, hablan de Dios.
Y nuestra propia existencia, nuestra vida pasada. Tenemos que ir acostumbrándonos
a repasar la infancia de uno, cómo nos cuidaba Dios, cómo estaba Él escondido aquí
y allá, cómo nos protegió de tantos males, de tantas desgracias.
Cómo no nos dejó pecar, por ejemplo. O cómo nos inspiró arrepentimiento cuando
pecamos, y las ganas de reparar el daño hecho, y la convicción de que por ahí
íbamos por mal camino.
Como dice la Escritura:
En todo tiempo hay Dios.
Claro que si me hacen caso y recuerdan a menudo todas estas cosas, crecerá,
inevitablemente una nostalgia indefinible, una cierta melancolía difícil de definir, un
cierto malestar, también.
Chesterton contó una vez, que viajando en ferrocarril por Bélgica con un amigo,
llegaron muy tarde, de noche, a un pueblito que estaba prácticamente a oscuras. Se
alojaron en un hotelito frente a la estación, pero el Gordo no podía conciliar el sueño,
sintiéndose raro, presintiendo que había algo que estaba mal. Entonces, después de
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horas de andar insomne, dando vueltas en la cama, se levantó, se cambió y salió a
caminar por aquel pueblo, siempre acompañado de esa rara sensación de que algo
estaba mal y él no sabía qué. Hasta que de regreso al hotel, ingresó a la estación y
vio el cartel que indicaba el nombre del pueblo. Entonces, con enorme alivio,
descubrió la causa de su malestar: ¡Estaba en el pueblo equivocado! Y él aprendió la
lección que nos quiso transmitir: nosotros también, si a veces sentimos malestar en
este mundo es porque estamos en el sitio equivocado.
Por eso Lewis dice que
A lo largo de mi vida, la cosa más dulce ha sido siempre la añoranza.
¿Qué te crees tú, que toda esa añoranza no significa nada?
Sí, viejo Jack, ya lo sabemos.
Significa que estamos en el lugar equivocado.
La oración
Pieper tiene una frase que me gusta mucho. Dice que
La oración es el lenguaje de la esperanza.
Y así es. Porque la esperanza tiene dos extremos contrarios: por un lado la
presunción, que cree que no hay nada que añorar, que estamos en el lugar correcto
y que aquí tenemos que instalarnos e instalar el paraíso terrestre. Y por el otro, la
desesperación: que no hay nada que hacer, que no hay salida, que es todo al cuete.
En nuestros contemporáneos se ven ambas cosas: se ve a los burgueses presumidos
tan contentos, entreteniéndose con tantas pavadas que van desde sus gadgets y
estúpidos juguetes (automóviles o celulares lo mismo da, dicen que la diferencia
entre un niño y un adulto es que los juguetes de este último son más caros) hasta
menesteres absurdos como ganar más dinero o viajar interminablemente por el
mundo. Pero también vemos a los desesperados, los drogadictos, los alcohólicos, los
suicidas.
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Gente sin esperanza en un mundo sin esperanza, que pone su esperanza en este
mundo o que simplemente desespera de todo (como aquel que decía "paren el
mundo, que me quiero bajar").
Ahora para eso se inventó la oración, para no caer ni en una cosa ni en la otra.
La s peticiones del Pater
San Pablo lo había dicho con todas las letras:
Vosotros no sabéis rezar como conviene.
Y es verdad, porque si la oración es el lenguaje de la esperanza, quiere decir que allí
tienen que estar incluidas todas las cosas que necesitamos, todas las cosas
importantes y jerárquicamente indicadas.
Pero nosotros, digamos la verdad, en el fondo no sabemos qué queremos, qué
necesitamos, cuánto, y en qué orden.
Así, cuando los discípulos le pidieron a Nuestro Señor que les enseñara a rezar, Él
indulgentemente aceptó la propuesta.
Y lo primero que nos dijo fue que usáramos de pocas palabras porque
Vuestro Padre sabe qué necesitáis.
Y luego, nos enseñó el "Padre Nuestro", la oración dominical en donde se ponen por
orden de importancia siete peticiones que hemos de hacerle a Dios, con la esperanza
de obtener lo que allí se pide.
Y antes que nada, la primera, la más importante, la que gobierna todas las demás:
Santificado sea tu nombre.
¿Qué quiere decir esto? Se trata de Dios. Se trata de su gloria y de su honor. Y de
que nos sumemos al tributo de los ángeles, de los profetas y de los santos. Se trata
de rendirle a Dios culto con reverencia, en forma decorosa, con temor y temblor.
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¿Temor? Sí, señor, temor de Dios, que es un don del Espíritu Santo, y más necesario
en nuestro tiempo que nunca: reconocer que Dios es Dios, alabarlo por eso, adorarlo
como el Dios que es.
Nos falta "Islam".
¿Islam? Sí, Islam, que quiere decir "sumisión", sumisión al Creador, al Dios
Todopoderoso.
Y luego pedirle perdón por nuestro pecados, prometer completa obediencia para el
futuro, celebrar su grandeza y bondad y agradecer todos los dones que de Él hemos
recibido.
Se trata, como ustedes ven, de la importancia de la liturgia, eso que vemos
manoseado en los días que corren, eso que se ha transformado en una directa
desecración, cuando estaba destinada, la liturgia, para muy otra cosa: las misas de
globo y payasadas, las misas "happy clappy", como les dicen los yanquis, las misas
en que se improvisan rúbricas, en las que se distorsionan los textos, se rebajan con
música profana, misas de menearse y aplaudir o de bailar, de hacer cualquier cosa,
menos "santificar el nombre de Dios".
Y eso es lo que debemos desear hacer nosotros, y lo que pedimos poder hacer cada
vez que rezamos el Padre Nuestro, ofreciendo en la misa el sacrificio de la alabanza
perfecta.
Pues es de saber que la misa es el sacrificio perfecto cuyas fórmulas y rituales
proceden de nuestros padres y algunas partes, como el Canon, desde los tiempos de
los mismísimos apóstoles. Necesitamos más misas celebradas con devoción y
respeto, con veneración, con mucho silencio ("el silencio es tu alabanza" dice un
salmo), con compunción por nuestros pecados, con temor y temblor al comprobar
cuán grande es Dios, y cuán miserables somos nosotros; y cómo Él nos perdona y
cómo Él nos quiere y cómo querríamos quererlo a Él.
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Necessitamos misas celebradas en una lengua muerta que impide las deplorables
traducciones a las que asistimos desde que se permitió celebrarlas en lenguas
vernáculas: pongo ejemplo, en el Credo, en el centro del Credo, se dice en nuestras
versiones que Cristo es "de la misma naturaleza que el Padre". Pues bien, esa
rendición del vocablo griego "hypostasis", en latín había sido traducido como
"substancia" y es un término técnico, muy preciso. Y ahora miren lo que han hecho…
De hecho al afirmar que el Hijo es "de la misma naturaleza" que el Padre de hecho
estamos afirmando una herejía… ¡mientras rezamos el Credo!
Hay muchos ejemplos más, pero no es aquí donde hablaremos de todo eso, de las
blasfemias, desecraciones, estupideces y todo lo que acompaña el modo en que hoy
se pretende "santificar" el nombre de Dios.
Si Cristo se enojó mucho con los fariseos, con los que se contentan con meras
exterioridades, al decir
Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí.
¿Qué no diría hoy, cuando "este pueblo" ni siquiera lo honra con los labios?
No, hoy, como se pregunta por boca del profeta, hoy se preguntaría indignado,
¿Dónde está mi honra?
En efecto, busquen a vuestro alrededor, y pregúntense quién se ocupa de la honra
de Dios.
Y es que no hemos articulado nuestros deseos, no hemos jerarquizado nuestras
apetencias, nuestra voluntad. Y nos hemos olvidado que esta es la primera, la más
importante de todas las peticiones del Pater, y que ninguna otra puede precederla.
Pero el caso está más claro que el agua: si no intentamos rendirle tributo, celebrar
su gloria, reconocer su honra y suprema potestad mientras estamos de paso, aquí en
la tierra, ¿piensan ustedes que nos admitirán en el Cielo donde no se hace otra cosa,
32
donde se hace precisamente eso, eternamente? (La pregunta es de Newman, no
mía).
Convendría recordar el cartel que el Dante colocó sobre el dintel de las puertas del
infierno: "Todos los que entráis aquí, dejad fuera toda esperanza." Lasciati fuori ogni
speranza.
Segunda petición
Y luego viene la segunda petición del Padre Nuestro, la oración de nuestra
esperanza, la oración en la que, de mayor a menor, de más importante a menos
importante, se van formulando siete peticiones, siete cosas que hemos de desear y
de pedirle al buen Dios.
Adveniat regnum tuum
Y aquí también, el demonio ha hecho una obra muy fina, traduciendo y volviendo a
traducir esta fórmula a punto tal que muchos ni siquiera saben qué significa.
Cuando yo era chico, me lo enseñaron como "venga a nos tu reino" que es muy mal
castellano, pero que sonaba peor: "vénganos tu Reino" y para mí era como una
monserga, no significaba absolutamente nada. Hasta que me enseñaron,
providencialmente, el Pater en inglés:
Thy Kingdom come
Además de sonar muy lindo, se comprende perfectamente (además de rimar con la
petición que sigue, "the will be done").
Esta petición, por ser la segunda, por venir justo después de la primera, es
importantísima y de esto no se habla nunca: de la Segunda Venida de Cristo, de su
Parusía.
Como lo dijo memorablemente Castellani en uno de sus libros más importantes
(Cristo ¿vuelve o no vuelve?):
33
La enfermedad mental específica del mundo moderno
Es pensar que Cristo no vuelve más;
O, al menos, no pensar que vuelve.
Esto es tremendo, aquí el rasgo característico de nuestro tiempo, tan ocupado en
construir el paraíso en la tierra, tan olvidado de lo que nos prometió San Pedro,
El día del Señor vendrá como ladrón, y entonces pasarán los cielos con gran
estruendo y los elementos se disolverán para ser quemados, y la tierra y las
obras que hay en ella no serán más halladas.
Y nosotros, los cristianos herederos de la gran promesa, con nostalgia de Dios,
extrañándolo, hemos de suplicar todos los días que su reino venga y pronto. Y así,
haremos oídos sordos a todos los que olvidaron esta Gran Promesa del Gran Rey,
que vuelve y vuelve pronto.
San Pedro insiste en esto una y otra vez:
En los últimos días vendrán impostores burlones que, mientras viven según
sus concupiscencias, dirán: "¿Dónde está la promesa de su Parusía?".
Sí, los vemos, los oímos todos los días, a estos cristianos "anti-Parusíacos" que,
como el administrador infiel de la parábola de Jesucristo se dicen a sí mismos,
Mi amo tarda.
Y se dedican así a cualquier cosa, menos a implorar que se cumpla esta, la Gran
Promesa del Rey que Viene.
No hay tiempo en que siga desgranando todas y cada una de las siete peticiones de
la oración dominical, pero sólo quiero detenerme en una cosa: hay que enlazar una
petición con otra.
Y así, enlazando la segunda petición con la primera podemos considerar al Rey que
viene, cómo viene en gloria y majestad, sobre las nubes, y cómo entonces veremos
qué clase de Dios tenemos y cómo es santificado por los ángeles del cielo.
34
Pero no sabemos cuándo. No sabemos cuándo es la Parusía, sólo que, como lo
explicó San Pedro, nuevamente, Dios
No es moroso el Señor en la promesa, antes bien—eso que algunos
pretenden es tardanza—no es sino paciencia con vosotros, no queriendo Él
que algunos perezcan, sino que todos lleguen al arrepentimiento.
Ahora, si enlazan esta segunda petición del Pater, "adveniat regnum tuum" con la
que sigue, "fiat voluntas tua", hágase tu voluntad, vemos que Él vendrá cuando Dios
lo disponga, y ni un minuto antes: Cristo así se los dijo a los apóstoles, justo antes
de su Ascensión a los cielos:
No os corresponde conocer tiempos y ocasiones
que el Padre ha fijado con su propia autoridad.
Espoir y espérance
¿Y bien? Quiero hablarles, para terminar, de una cosa que me parece de la máxima
importancia.
Muchísimos cristianos, la mayoría, diría yo, confunde la virtud de la esperanza con el
optimismo. El optimismo y el pesimismo no son sino veleidosos estados de ánimo a
los que los cristianos verdaderos deben desatender con todo empeño.
Si fundamos nuestra vida espiritual sobre sentimientos como estos, estamos
construyendo nuestra casa sobre arena:
cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos,
irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.
Nuestras sensaciones, nuestros sentimientos, no son de fiar: cambian, están a
merced de los vientos, tienen poca raíz, nos engañan y si nos guiamos por ellos,
estamos listos. De un optimismo pueril, ante el menor contratiempo, pasaremos
rápidamente a la depresión (y de la depresión, como sabrán ustedes, no es fácil
salir).
35
Pero no podemos sujetar nuestra vida interior a semejantes vaivenes que no se
corresponden con una vida espiritual firme, sólida, constante—como una casa
construida sobre roca.
La roca es Cristo y Él es siempre el mismo, ayer, hoy y mañana.
La esperanza es una virtud teologal, con lo que queremos decir que está fundada en
Él, esta anclada en Él. No sé si recuerdan lo que les decía de San Pablo, la última
vez:
Sé a quién he creído.
Todo lo demás es un engaño del demonio.
Y porque la esperanza sólo mira a Dios, para el que tiene esta virtud todo lo demás
lo tiene sin cuidado. Como lo decía Job:
Aunque me diere la muerte, esperaré en Él.
Poner la esperanza en otra cosa que no sea Él, es disparate, es locura. No hay que
poner la esperanza en otra cosa, ni en otras personas. No pongan su esperanza en el
Papa, ni en el cura santito de la parroquia a la vuelta de casa, no pongan su
esperanza en vuestras devociones, ni en capillas, congregaciones u órdenes
religiosas.
Nuestro Dios es un Dios celoso, y sólo sirve la esperanza puesta en Él, y si la
ponemos en otra cosa, estamos listos.
Uno puede abrigar la "esperanza" de sacarse el Quini 6, o de conseguir trabajo, o de
conseguir novio, o de terminar el colegio, o de lo que sea. Y no está mal. Pero eso,
dirían los franceses es "espoir", no "esperance".
Y el que intenta construir su esperanza en base a sus deseos, ilusiones o apetencias,
está frito.
36
Que es lo que le pasó, si miran bien, al Evangelista San Juan, nada menos.
Última verba.
Fíjense bien. Él mismo lo contó. Que "el primer día de la semana" ante la noticia de
María Magdalena en el sentido de que habían quitado la loza del sepulcro donde
supuestamente yacía el cuerpo de Cristo, corrió con San Pedro hasta el lugar. San
Pedro entró primero, y luego el discípulo que Jesús amaba, el preferido, hizo otro
tanto.
Entró al sepulcro y entonces, según sus propias palabras,
Vio y creyó. Porque todavía no había entendido la Escritura,
de cómo Él debía resucitar de entre los muertos.
Así que, ya ven ustedes. Hasta ese momento, no había entendido nada. Había
acompañado a Jesús desde el Huerto de los Olivos hasta la Cruz, y no había
entendido nada. Sin entender nada de lo que estaba pasando.
Porque había abrigado esperanzas terrenales, no la virtud de la esperanza: espoir y
no espérance.
Y cuando lo acompañaba a Jesús en aquella fatídica noche de larga agonía,
seguramente se hizo ilusiones de que a lo mejor los soldados y los esbirros del
Templo no lo hallarían.
¡Qué esperanza! Ahí nomás, se veía aproximarse la facción con teas encendidas,
dirigiéndose con paso inequívoco al lugar indicado por Judas.
Pero luego, cuando Cristo le pregunta a los soldados a quién andan buscando y ellos
dicen "A Jesús el Nazareno", Él, con sólo decir, "Soy yo" y los soldados cayeron por
tierra.
Y entonces Juan abrigó la esperanza terrena, la ilusión de que a lo mejor
reconocerían al Mesías entonces y lo dejarían ir.
¡Qué esperanza! Lo ataron, lo llevaron ante Anás y luego ante Caifás, mientras Pedro
y Juan los seguían de lejos.
37
Y cuando compareció por fin ante Pilatos, después de declarar que no hallaba nada
para inculparlo de nada, lo mandó a azotar. Y luego lo escupieron, y lo golpearon con
una caña, y le colocaron una corona de espinas y lo vistieron de rey de befa y
finalmente Pilatos lo exhibió ante el pueblo, un hombre andrajoso, sanguinolento, un
estropicio, un gusano de hombre, el ecce homo.
Y entonces, acaso como Pilatos, Juan habrá esperado que el pueblo se compadeciese
de Él.
¡Qué esperanza! El pueblo empezó a los gritos de crucifícale, crucifícale y lo cargaron
con la cruz y lo condujeron hasta un lugar llamado "El Cráneo", en hebreo Gólgotha,
y lo crucificaron y alzaron la cruz para que lo vean todos.
Y los judíos gritaba, "¡Baja de la cruz y creeremos en ti!" y a osadas, Juan abrigó la
misma esperanza, que ya había sido todo demasiado, que Cristo había demostrado
paciencia extrema, que ya había dado un ejemplo sin par de humildad, de espíritu de
sacrificio, de obediencia perfecta.
¡Qué esperanza!
Con gran voz, Cristo exclamó
"Todo está consumado", e inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Todas las esperanzas de Juan, todas, una tras otra, habían sido defraudadas. En
silencio, tomó a la Madre y la condujo a la casa, seguramente perplejo, seguramente
muy triste, seguramente deprimido.
Porque había puesto sus esperanzas donde no debía.
Si hubiese recordado el salmo aquel, ¿no?
Yo pongo mi esperanza en Ti, Señor; y confío en tu palabra
otro gallo nos cantara. Porque Él había dicho, muchas veces, que era necesario que
el Hijo del hombre sufriera mucho, y fuera muerto.
Y que al tercer día resucitaría.
38
Que es lo que, por fin, entendió Juan, aquella madrugada gloriosa del "primer día de
la semana".
Y es lo que tenemos que entender nosotros.
Newman dice que el soldado, mientras se encuentra a los mandobles en medio de la
batalla, no sabe cómo va la guerra. Sólo le incumbe pelear lo mejor que pueda y
después se verá.
A nosotros se nos ha prometido que Dios y su causa triunfará al fin y en esa su
palabra, ponemos nuestra esperanza.
En el mientras, mandoble va, mandoble viene, mientras esperamos al Rey, a ese Rey
que viene, que está viniendo…
Y repitiendo, como en una permanente letanía, el consejo de San Pedro:
Poned toda vuestra esperanza
en la gracia que se os traerá
cuando aparezca Jesucristo.
Y sabiendo, en todo tiempo, aquello que Péguy supo decir mejor que nadie:
La fe que más me gusta, dice Dios,
la fe que más me gusta es la esperanza.
LAUS DEO
39
Qué hacer
Santo Tomás dice que para salvarse, el hombre debe saber tres cosas, dos de las
cuales ya vimos: qué cosas creer y qué cosas desear.
Falta lo más importante: qué hacer, qué cosa debemos hacer.
Castellani dice que cada vez que terminó una conferencia y empezaban las
preguntas, invariablemente aparecía algún nacionalista para preguntar qué había que
hacer, qué hay que hacer.
Es lo que hizo el joven rico, cuando se le acercó a Jesucristo, preguntándole qué
debía hacer para obtener la vida eterna.
Cristo le contestó cortito y al pie:
Si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos.
Y en otra ocasión, un doctor de la ley, quiso saber cuál es el mayor, el más
importante de todos los mandamientos.
Jesucristo también suministró la respuesta:
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu
espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Y luego agregó una cosa llamativa:
De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas.
Como si dijéramos, que en estos dos mandamientos están incluídas todas las demás
obligaciones, absolutamente todos nuestros deberes, todo lo que tenemos que hacer
en resumidas cuentas está incluído aquí, que con cumplir estos dos mandamientos,
del amor a Dios y del amor al prójimo, no hace falta nada más.
40
Por eso San Agustín alguna vez dijo, "ama y haz lo que quieras", porque el que ama
bien y dendeveras no se equivocará nunca.
Lo más valioso
Estos dos mandamientos tratan sobre el amor de Dios, sobre el amor a Dios, que se
conoce con el nombre de caridad: y constituye una de las tres virtudes teologales, la
más importante de todas.
Y, en efecto, la palabra "caridad" procede de "caro", lo más valioso de todo, lo que
vale infinitamente más que todas las demás cosas. Si estuviese a la venta (y no, no
lo está) la caridad valdría tanto que nadie la podría comprar, por mucho que
ofreciese a cambio.
Por eso en la Escritura se dice que
Si un hombre diera todos los bienes de su casa a cambio del amor, sería sin
embargo sumamente despreciado.
Un amigo me contó que una vez fue a visitar a Juan Antonio Ballester Peña, ese gran
pintor argentino. Me contó que al entrar a su atelier, vio el retrato de un San Miguel
Arcángel de cuerpo entero que no podía dejar de admirar.
El pintor le preguntó:
-¿Te gusta?
-Sí, Juan Antonio, enormemente…
-Bueno, te lo vendo, vale cien mil dólares.
-Esteee… no, bueno, es que no dispongo de esa suma.
-Bueno, está bien, entonces te lo regalo.
Eso hace Dios con nosotros, nos regala la caridad, lo más valioso, lo más caro de
todo, una cosa que no podríamos comprar jamás, una cosa que no tiene precio.
Se cuenta de la Madre Teresa de Calcuta que una vez estaba limpiándole las llagas a
un leproso y que un periodista que la estaba entrevistando le dijo que él no haría eso
ni por un millón de dólares.
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"Yo tampoco", fue la respuesta de la monjita.
Una buena vida
Por aquello que decíamos la otra vez, por aquello de que queremos ser felices, todos
queremos tener una buena vida y para eso adquirimos cosas. Y si tenemos plata
compramos cosas caras. Y si no tenemos plata, tratamos de ganar más plata para
adquirir cosas más caras, y todo eso en la inteligencia de que cuantas más cosas
preciosas tengamos, mejor será nuestra vida.
El único problema con este razonamiento está en que las mejores cosas de esta vida
no se compran con plata: y sin esas cosas no hay buena vida posible.
Pongo ejemplo,
Se puede comprar una cama de lujo, con un colchón de lujo, pero no se puede
comprar el buen dormir, un sueño tranquilo.
Se puede comprar una casa lindísima, pero no una linda familia.
Se pueden comprar lindos autos, lindos caballos, buenos vinos, buena ropa… pero no
se puede comprar una conciencia tranquila, la paz del espíritu, el gozo de saberse
querido.
Y así sucesivamente: las mejores cosas de este mundo, no se pueden comprar.
Y la mejor de todas, la caridad, el amor de Dios, menos.
Porque es un don de Dios, te lo regalan.
Y por eso Santo Tomás dice que la caridad es el regalo esencial, el regalo por
excelencia.
Que nos regala Dios.
Y si aceptamos ese regalo, tendremos, por cierto que sí, una buena vida.
Y si no, no.
En un sermón, San Agustín lo dijo bien:
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Si te pregunto cómo quieres el vestido, respondes que bueno; cómo
quieres la casa de campo, respondes que buena; cómo quieres la
mujer, respondes que buena; cómo quieres los hijos, respondes que
buenos, cómo quieres la casa, respondes que buena…
¿Y tú quieres una mala vida?
¿Y qué es una mala vida?
Es una vida desamorada, una vida sin amor, una vida ingenerosa, egoísta,
individualista, triste, cerrada sobre sí misma, aislada de Dios y de los demás, una
vida clausurada sobre sí, una vida sin sentido, una vida desperdiciada… una vida
muerta.
Una vida sin caridad.
Pero, la otra, la vida del que acepta el amor de Dios, ahí sí que nos canta otro gallo:
una vida alegre, entusiasta, siempre joven, una vida repleta de iniciativas, llena de
sentido, una vida que anticipa la verdadera vida, la vida eterna.
Según hemos visto la vez pasada, una buena vida es una vida que te conduce por el
camino más corto, más seguro, más fácil a la vida eterna, a la vida verdadera, a la
vida perdurable: al cielo.
Casuística y preceptiva.
A nosotros los cristianos, se nos acusa de ser tristes, negativos, pesimistas y que
estamos abrumados por cientos de reglas y disposiciones que nos quitan la libertad.
Y eso parece, mirado con un ojo. Pero bien mirado, es al revés.
Chesterton acierta cuando dice que la brevedad de los 10 mandamientos (con sus
tres primeros síes y sus siete siguientes nones) constituye una evidencia, no de la
tenebrosidad y pesimismo de la religión, sino al contrario, de su liberalidad y
humanidad. Es más fácil establecer cuáles son las cosas que están prohibidas que
enumerar todas las que están permitidas, porque la mayoría de las cosas están
permitidas, y son sólo unas pocas las que no.
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Aunque también es cierto que en veinte siglos de cristianismo, los esfuerzos de
algunos cristianos por multiplicar los preceptos y las observancias, han oscurecido un
poco la buena nueva, transformando nuestra religión en una especie de interminable
reglamento, igual que la religión de los fariseos, que se empeñaban en multiplicar los
mandatos, mandatos de hombres, que dijo Cristo.
Castellani les picó el boleto:
La vida devota no es un conjunto de prácticas y reglas fastidiosas,
que fraccionan la vida, pero son ineludibles; una lucha contra los
deseos permitidos que es necesario trabar para vencerse; en fin, la
ejecución de lo más molesto para salir victorioso de sí mismo (y sin
confesarlo, ¡se saborea la victoria!).
Pues bien, ¡no, no y no!
Todo esto es estar en el abecé de la vida espiritual; es no haber
comprendido el amor, el esplendor de Dios y del hombre.
La verdadera piedad, el amor verdadero, es una vida: una vida
transformada, una vida apacible, llena de confianza en Dios; una vida
gozosa, porque es libre, una vida amante, porque se ha entregado,
una vida de maravillosa dilatación del alma… ¡una novedad de vida!
Una de las cosas más sorprendentes del Cristianismo, para el que lo
mirase como una mera regla moral, sin espiritualidad, es ver cuántas
veces los reprobados por Dios son precisamente los que quieren
multiplicar los preceptos, como los fariseos de austera y honorable
apariencia; mientras en la Epístola a los Gálatas San Pablo lucha por
quitar preceptos en vez de ponerlos, con gran escándalos del beaterío
de su época.
Es este un ejemplo notable para comprender que lo esencial, para el
Evangelio, está en nuestra espiritualidad; es decir, en la disposición
de nuestro corazón para con Dios. Lo que Él quiere, como todo padre,
es vernos en un estado de espíritu amistoso y filial para con Él, y de
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ese estado de confianza y de amor hace depender, como lo dice
Jesús, nuestra capacidad (que sólo de Él viene) para cumplir la parte
preceptiva de nuestra conducta.
Y sí, no es más que un comentario de Castellani a lo de San Agustín: ama y haz lo
que quieras.
Y tendrás entonces, una buena vida.
Él nos amó primero
Ahora, el gran capo en esto del amor de Dios, es el discípulo que Jesús amaba,
nuestro queridísimo San Juan Evangelista.
Y este apóstol, el preferido de Nuestro Señor, insistió mucho en un asunto tan
importante como fácil de ver. Que porque la caridad es un don del Padre de las luces
(en quien no hay sombra ni variación) de quien desciende todo don celeste, nadie
puede amar a Dios si no es por gracia de Dios, puesto que los que han recibido el
don de la caridad son elegidos.
Es lo que se lee al final de la misa, el famoso "Prologón" de San Juan:
A todos los que lo recibieron,
Les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios:
a los que creen en su nombre.
Los cuales no han nacido de la sangre,
Ni del deseo de la carne,
Ni de voluntad de varón, sino de Dios.
Y en su primera carta, este mismo apóstol, nos los explica a las claras:
En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que Él nos amó a nosotros.
O, un poquito más adelante, de manera más resumida:
Nosotros amamos porque Él nos amó primero.
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San Bernardo pone esto en su verdadera perspectiva, haciéndose tres preguntas que
parecen raras, pero que echan mucha luz sobre todo esto: la primera es ¿quién eres
tú? Y contesta clarito, tú eres vaso de estiércol y serás comida de los gusanos. Ajá.
¿Y la segunda? La segunda pregunta, es ¿quién es Dios? Contesta con una cita de un
salmo: "El que no te necesita". De manera que ahí estamos, nosotros y Dios. Dios no
nos necesita y nosotros no somos más que un montón de basura. Y entonces San
Bernardo no desayuna con la tercera pregunta: ¿Y cuándo te amó? ¿Cuándo "el que
no te necesita" te amó? Y contesta, "en el tiempo de la enemistad".
Si la caridad incluye el precepto de amar a los enemigos, digan ustedes si no empezó
con eso el mismísimo Dios, enviando a su propio hijo, en una especie de apuesta
loca. En efecto, en la parábola de los viñadores homicidas, Cristo mismo
Había un propietario que plantó una viña. La rodeó con una cerca, cavó en ella
un lagar y levantó una torre para vigilarla. Después la alquiló a unos
labradores y se fue a un país lejano. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, el
dueño mandó a sus empleados que fueran donde los labradores y cobraran su
parte de la cosecha. Pero los labradores agarraron a los enviados, apalearon a
uno, mataron a otro, y al otro lo apedrearon. El propietario volvió a enviar
nuevos y más numerosos empleados, pero los trataron igual que la primera
vez. Por último envió a su hijo, pensando: “Respetarán a mi hijo"…
Aquí, dice Frank-Duquesne, aquí está la palabra más importante del Evangelio:
"quizás", "tal vez" respeten a mi hijo.
Aquí, en el tiempo de la enemistad, Dios hace la gran apuesta.
Y, mirado con un ojo, parecería que perdió.
Cristo mismo, completó la parábola:
Pero los labradores al ver al muchacho, se dijeron: “Ese es el heredero;
matémoslo y así nos quedamos con su herencia. Y así lo hicieron.
No respetaron a su hijo: no sólo eso, lo mataron.
Pero Dios no perdió la apuesta, en verdad la ganó y cómo. En esta misma parábola,
Nuestro Señor lo dice a las claras:
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Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿que hará con esos labradores? Le
contestaron: –Hará morir sin compasión a esa gente tan mala y arrendará la
viña a otros labradores, que le paguen a su debido tiempo.
Jesús les respondió: –Ahora yo les digo a ustedes: se les quitará el Reino de
los Cielos, y se le entregará a un pueblo que le hará producir sus frutos.
Y así fue. Porque el amor de Dios es más fuerte que la muerte, y así, durante
generaciones de generaciones, a lo largo de 2000 años, un pueblo, conmovido por lo
que había hecho Dios, que tanto nos había amado que nos envió su propio Hijo,
produjo muchos frutos, como que la cristiandad inventó cien formas de caridad que
se derramaron sobre los hombres, desde la hospitalidad hasta la cortesía, desde la
limosna hasta el respeto a la mujer, desde el derecho de asilo hasta el cuidado de los
niños, cien formas de caridad que proceden, todas ellas, del amor de Dios, en
cumplimiento de lo que pedía San Juan:
Si de tal manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos
mutuamente.
El amor de los enemigos
Y es raro, pero el cristianismo inventó entonces una cosa inaudita, que nunca se
había oído cosa parecida: el amor de los enemigos.
Lo inventó Dios.
Y esto tiene, ¿no?, el amor de los enemigos: que a la corta no parece que sirva de
gran cosa, pero a la larga se impone siempre, de una manera u otra.
Por eso, este amor supremo, el de los enemigos, tiene que estar firmemente
arraigado en las otras dos virtudes, en la fe y en la esperanza, que sino flaqueará.
Y constituye parte esencial de este primer mandamiento: porque como dice
Castellani, Cristo no dijo que no habíamos de tener enemigos: eso lo dijo el Swami
Vivikenanda (y con él todos los progres).
No, si somos cristianos dendeveras, por fuerza tendremos enemigos.
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Y se nos manda, entre otras cosas, amarlos, fíjense un poco ustedes y pónganse a
pensar cómo puede ser que se nos mande semejante cosa.
Y al rato, nomás, verán que Dios nos amó así.
En el tiempo de la enemistad.
Amor no correspondido
Ahora, Pieper señala con acierto que, cuando de amores se trata, hay una cosa peor
que la enemistad y que es la indiferencia: el gran tema literario del amor no
correspondido, sobre el cual se han escrito infinidad de historias, que ha dado lugar a
infinidad de poesías, canciones (y sobre todo, tangos).
Y es un asunto que hay que mirar de cerca, porque todos ustedes ya lo
experimentaron o lo van a experimentar (a menos que no quieran a nadie—y hay
quienes, créanlo o no, que no quieren arriesgarse a amar, para no tener que pasar
por esta experiencia).
Porque las proporciones de este asunto pueden ser gigantescas: pues, cuanto más
ama uno, más le duele el amor no correspondido.
Pongo ejemplo, blá, blá, blá.
Daría la impresión de que ese amor no vale la pena, que no tiene ningún sentido,
que toda la pena, todo el dolor acumulado al amar a alguien y no verse
correspondido es al cuete, es un tormento insano, que produce una tristeza como de
muerte y no se ve que sirva para nada.
Y cuanto más intenso el amor, más intenso el dolor.
Algunos concluyen entonces, como les digo: mejor no arriesgarse.
C.S. Lewis habló sobre esto de manera inmejorable:
El sólo hecho de amar nos vuelve vulnerables. Ama de cualquier manera y
seguramente vuestro corazón sufrirá de una u otra manera—cuando no resulte
quebrantado. Si queréis aseguraros de mantenerlo intacto, no debéis dárselo a nadie,
ni siquiera a un animal. Envolvedlo cuidadosamente con pasatiempos y pequeños lujos;
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encerradlo bajo llave en el casquete o ataúd de vuestro egoísmo. Pero en aquel féretro
—seguro, oscuro, inmutable, sin aire—cambiará. No se quebrantará; se convertirá en
algo irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa a la tragedia, o al menos, al
riesgo de padecer una tragedia, es la condenación. El único lugar fuera del Cielo donde
podéis estar enteramente al abrigo de todos los peligros y perturbaciones del amor es
en el Infierno.
¿Entonces? ¿Vale la pena arriesgarse así? ¿Vale la pena enamorarse si luego uno
corre el riesgo de resultar no correspondido?
La respuesta de Lewis es que sí, que es la única manera de aprender qué le pasa a
Dios. Nadie nos ama más que Dios. Y nadie padece más indiferencia. Somos nosotros
los indiferentes y eso a Él, créanme, le duele.
Y como su amor es infinito, la pena que le infligimos en cierto modo también lo es.
Y como saben todos los que han padecido esta experiencia del amor no
correspondido, no hay mucho que se pueda hacer al respecto, sino intentar excitar
compasión de la otra parte.
Es lo que hizo Cristo en su pasión y muerte, con detalles tan truculentos como
conmovedores.
Excitar compasión de nuestra parte: Dios es tan humilde que incluso aceptaría eso
de nuestra parte: un cachito de compasión.
Se cuenta de Vladimir Lossky que una vez, caminando con un seminarista del
Instituto de Teología Ortodoxa de París, este le planteó el viejo sofisma de que si
Dios fuera Todopoderoso, podría hacer una piedra inamovible, que ni Él mismo
pudiera mover. Lossky se detuvo y lo reprendió:
-¡Calla! No sabes lo que dices…
-Pero, pero…
-Dios hizo esa piedra: es el corazón del hombre.
Y en efecto, así es: no sólo no correspondemos al amor a Dios, sino que nos
mostramos indiferentes, somos ingratos y a veces, cosas peores.
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Como hacernos los distraídos…
Amor al prójimo
¿Y bien? Tenemos un problema: no es fácil amar a Dios, sobre todo porque es
invisible, porque aparentemente no está.
Y Santo Tomás dice que nos está mandado amar a Dios sobre todas las cosas,
precisamente porque es invisible, que si no, por la inclinación de nuestro afecto hacia
las cosas visibles, pues… amaríamos más lo que vemos que lo que no vemos.
Me contaron que una vez un chico que padecía el síndrome de Down entró en una
Iglesia con sus padres y en primer lugar señaló el crucifijo, diciendo: "Aquí pareciera
que está, pero no está"; y luego, señalando el Santísimo: "Aquí, pareciera que no
está, y está."
Pero no es fácil de ver todo esto, qué va a serlo.
Habría que contar con la santidad de ese inocente…
Y a veces ni siquiera sabemos si lo amamos, si lo amamos bien, si suficientemente…
Para eso Cristo mismo nos indicó dos cosas: la primera es que el que lo ama guarda
sus mandatos. Nada de sentimientos, acá, ni de afectos, ni nada (que si están,
mejor, pero si no, no tiene importancia). Guardar sus mandatos.
Y eso es lo que tenemos que hacer, cumplir con los mandamientos y observarlos con
reverencia y gratitud, puesto que con eso solo, obtendremos el regalo más grande
del mundo que es el amor de Dios.
La segunda cosa que nos enseñó Cristo, con el ejemplo y que se reitera una y otra
vez en el Evangelio, es que no podemos amar a Dios (a quien no vemos) si no
amamos a sus amigos (a quienes sí vemos).
¿Y quiénes son esos, los amigos de Dios?
Pues, señores, todos nuestros contemporáneos, sobre todo, los que, precisamente,
vemos. El prójimo, el que está cerca, nuestros vecinos.
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(Chesterton dijo que el cristianismo enseña dos amores, el amor a los enemigos y el
amor al prójimo. Y el Gordo dijo que eso es porque generalmente es la misma
gente.)
Pero en esto el Evangelio es inflexible, como lo dice San Juan:
Si alguno dice: "Yo amo a Dios", y odia a su hermano, es un mentiroso; pues
el que no ama a su hermano a quien ve, no puede a amar a Dios, a quien
nunca ha visto. Y este es el mandamiento que tenemos de Él: que quien ama
a Dios ame también a su hermano.
(Ejemplo de la cárcel).
Hay, en efecto, en el cristianismo, una dimensión política (y nunca se insistirá
bastante sobre esto), todas las oraciones litúrgicas son en plural, nadie se salva solo
entre los que se salvan se teje una misteriosa urdimbre que invisiblemente une
nuestros destinos y es eso, y no otra cosa, lo que hace llevadera la vida en este
mundo sublunar: todos esos parentescos, amistades, noviazgos, todos esos
compañeros de trabajo, vecinos, el guarda del tren, el carnicero, la cajera del
supermercado, el compañero de colegio, la maestra de la escuela, el viejo gruñón de
la esquina, el policía, el bombero y la empleada doméstica… todos, todos los elegidos
se hallan unidos por hilos invisibles: todo un trenzado de simpatías, de afectos, de
amores efectivos, de limosnas, de cortesía y de palabras amables, de gestos y de
recuerdos… porque aquí también hay otros sujetos que también nos aman y que
hemos de amar, aunque no los veamos, como las almas del purgatorio y los
mismísimos ángeles… todos unidos, secretamente, por estos hilos invisibles, que son
los lazos de amor.
Y por eso, Dios, por boca del profeta Oseas, dice que Él nos atraerá con lazos
invisibles, con vínculos de amor.
Y también por eso Péguy dice que debemos salvarnos por junto, debemos volver
todos juntos a la casa del Padre.
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Para lo cual, como el buen Samaritano, hemos de "aproximarnos" al que nos necesita
y todos los que tenemos al alcance de la mano y ver en qué podemos ayudar, si
acaso no hay algo que podamos hacer por cada cual.
Y entonces, la Caridad se encenderá en nuestro corazón con una fuerza desconocida.
Contemplando un fogón, una vez, San Efrén el Sirio observó que el fuego es Dios
Padre, que la luz es el Hijo y que el calor es el Espíritu Santo…
Bueno, ya saben ustedes, de esto sólo se puede hablar con metafóras.
San Pablo no hizo otra cosa:
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el
Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Y eso, claro que sí, quema.
La caridad y nuestros otros amores
Ahora, ¿qué hacer con nuestros otros afectos cuando compiten con la Caridad? No
sé, el amor conyugal, el amor a la Patria, el amor a los amigos, el amor por la
naturaleza, por el jardín de casa, por el perro que siempre estuvo conmigo… Es cierto
que a veces estos amores, más o menos grandes, más o menos ardientes, más o
menos apasionados, a veces se encuentran en pugna con el amor de Dios…
No negaremos que eso puede suceder en algunos casos. Pero para nosotros los
modernos, es el menor de los problemas. Como lo señala Lewis, otra vez:
Resulta harto peligroso presionar a un hombre con esto del deber que tiene de pasar
más allá de los amores terrenales, cuando en realidad su dificultad principal consiste en
que ni siquiera ha llegado a tanto…
Esto es muy importante en los tiempos que corren, pues abundan los tipos de
cristiano que creen que aman mucho a Dios porque han renunciado a casarse, por
ejemplo, y jamás han querido, considerado ni valorado al matrimonio.
Castellani los llama "fetos con alas", y a fe mía no está mal.
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Porque en esto hay que andar con tiento, siguiendo la regla del Kempis que Lewis
citaba una y otra vez: que no va lo más alto sin lo más bajo. Es como subir una
escalera, no se puede acceder al escalón siguiente sin dejar el anterior: pero
tampoco se asciende una escalera sin ir, peldaño tras peldaño.
¿Quiere decir esto que para profesar el celibato, antes hay que casarse? No señor, no
digamos disparates: significa que no se puede acceder al estado más alto de la
virginidad, sino después de conocer, considerar y valorar en su justa medida el
estado menos elevado, el del matrimonio (que es puesto por Dios, también).
El catolicismo actual pulula con tipos así, gente que cree que ama a Dios, a quien no
ven y que no ama lo que tiene ante la vista: gente que se aísla y reza mucho, pero
que no sabe conversar con amigos; gente capaz de ayunar, pero que no valora la
comida; gente que no se casa, pero desprecia al sexo; gente que se priva de
contemplar la naturaleza, pero que nunca contempló la gloria de Dios que se
extiende desde oriente hasta occidente; gente que renuncia a vivir en su país, pero
es un país que no conocen, ni quieren; gente que renuncia al convivio, al canto y a la
risa de los amigos, pero que nunca conocieron, ni apreciaron eso mismo.
Mejor lo de Belloc, ¿no?, que no hay nada mejor para el hombre que la risa y el amor
de los enemigos…
Ese era un cristiano de verdad, el que dijo,
There's nothing worth the wear of winning,
But laughter and the love of friends.
Porque la caridad es jerárquica, esto no es enteramente cierto, como hemos dicho
antes, nada es más caro que el amor de Dios, nada vale más que eso. Pero lo que
Belloc, Chesterton, Lewis y tantos más han querido enfatizar es que no hay lo uno
sin lo otro, se accede al don de la caridad, se conoce el amor de Dios sólo a través de
estos amores menos grandes, menos notables, si ustedes quieren.
Y de ahí la oración sapientísima de San Francisco de Asís que les decía el otro día:
"Dios mío y todas las cosas".
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Porque no va lo más alto sin lo más bajo.
La caridad no es "democrática"
Y así como en el orden del conocimiento mediante lo conocido se accede a lo
desconocido, así sucede en el orden de la caridad, amando a quien vemos,
llegaremos un día, quizás, a amar a quien no vemos.
Tal vez por eso, Santo Tomás siguiendo a Aristóteles, prefiere comparar la caridad, el
amor de Dios, el amor a Dios, con la amistad. Y así parece que lo prefirió Cristo,
cuando les declaró a los apóstoles en la Última Cena que de ahí en más los llamaría
amigos.
Y algo parecido parece proponernos a nosotros mismos: una amistad, sellada en una
cena.
Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré, y cenaré con él, y él conmigo.
Muchos otros pensaron igual, como Santa Teresa de Jesús, que define a la oración
como
"Estar tratando de amistad a solas, muchas veces, con quien sabemos nos ama."
La expresión es linda, "tratando de amistad", porque incluye muchas connotaciones:
la amistad supone elección, supone predilección: y así es. No podemos amar a todos
por igual y siempre tendremos preferencias, lo cual se corresponde con la naturaleza
misma del amor: toda pretensión de un amor indiferenciado, esa filantropía universal
que predican los masones, esa especie de general benevolencia para el mundo
entero, es una cosa falsa, engañosa.
No señor, de ningún modo. Y hay que saber que así nos ama Dios, que también tiene
sus preferidos, como su Mamá y el Evangelista San Juan, qué se creen ustedes.
Pero nada impide que uno pretenda ser incluído entre los preferidos, con tal de que
prefiera a unos sobre otros, a los más cercanos, a los que Dios nos pone en el
camino, sobre los que están más lejos.
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Y entonces sí, si uno ama a quienes ve, puede luego "aproximarse", como el Buen
Samaritano, a los extraños (visitar los enfermos de un hospital, por ejemplo) y si
logra algo de esto, encontrará un día que ha sido incluído en una lista muy particular
que tiene Dios.
La lista de sus preferidos.
El rostro airado de la caridad
¿Y bien? Como ven, la caridad tiene muchos rostros, muchas facetas, muchas
apariencias.
Y no hay que confundirse, a veces la caridad aparece con rostro afable, amable,
delicado, tierno, atento y dulce. Quizás, las más de las veces. Pero no siempre, no
siempre, no señor. Tiene, como el dios Jano, una cara que mira hacia las cosas que
ama; y otra que las defiende a golpes de puño, a palos si a mano viene.
Porque hay amores que exigen ira y si no, no serían verdadero amor: el de
Jesucristo, por ejemplo, enamorado de la casa de su Padre; pero de igual modo y por
lo mismo indignado, y que de tal modo se indigna ante la desecración del templo a
cuenta de los cambistas y mercaderes que ahí nomás, con toda deliberación, se hace
un mozo de cordel y de ahí los echa a latigazos. ¿Creen que no hubo caridad en eso?
Ahora está de moda decir que no hay que discriminar, pero no hace más de veinte
años se lo consideraba una virtud, esta de distinguir entre una persona y otra (en
inglés se decía como alabanza: "He's a discriminating person").
Y así es: en todo debe haber caridad, pero siempre habrá que distinguir (Chesterton
decía que distinguir es propio de gente distinguida).
Por eso, ojo con la caridad indiscriminada, porque esa no es verdadera caridad.
Fíjense lo que nos manda San Judas en su epístola, la última carta pastoral de la
Escritura, tan poco mentada y sin embargo, palabra de Dios, también, fíjense lo que
nos recomienda:
Permaneced en el amor de Dios,
esperando la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo
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para la vida eterna.
Y a unos desaprobadlos, como ya juzgados;
a otros salvadlos arrebatándolos del fuego;
a otros compadecedlos, mas con temor
aborreciendo hasta la túnica contaminada por su carne.
Aborreciendo…
Eso también es caridad.
Y en igual sentido, el mismísimo apóstol de la caridad, San Juan Evangelista, en su
primera carta que tanto hemos mentado a propósito de todo esto. Al final, ¿qué nos
dice?
Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no es para muerte,
ruegue, y así dará vida a los que no pecan para la muerte. Porque hay un
pecado para muerte; por él no digo que ruegue.
Tomá mate.
La caridad escondida
Ahora, yo querría destacar una caridad en particular, especialmente olvidada en
nuestro tiempo, especialmente relegada en nombre de no sé qué consideraciones de
tipo más o menos tolerantes, más o menos relativistas: la caridad de la verdad.
El amor a la verdad. Si Cristo Nuestro Señor dijo que Él era el camino, la verdad y la
vida, habrá que amarlo a Él "andando como Él anduvo" que dice San Juan, sabiendo
que Él es la fuente de la vida eterna, pero también, amando las verdades que Él dijo,
la verdad en todos sus aspectos, en todos los registros.
Hay poco de esto en los días que corren y así andamos. A pesar de que Jesús mismo
dijo que su Padre quería adoradores "en espíritu y en verdad". Hay, en nuestro
tiempo, muy poco amor a la verdad.
La verdad no parece interesarle ni a los políticos, ni a los periodistas. Pero tampoco
parece interesarle demasiado a los historiadores, a los artistas, ni a los publicistas
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que con tal de vender dicen cualquier verdura (Chesterton llamaba a la publicidad
"mendicidad de los ricos"). No, difícil encontrar en estos días, gente que ame
apasionadamente a la verdad, con ese amor que inclina fuertemente a su búsqueda,
a la investigación, al estudio, a la reflexión; con ese amor que induce a esa cosa tan
caritativa como es la corrección fraterna, el buen consejo, el magisterio, la
enseñanza.
Contemplata aliis tradere, como quería Santo Domingo, contemplar y dar a los
demás de lo contemplado. Esa es la caridad de la verdad.
Y es, insisto, caridad grande.
Sobre todo en nuestro tiempo. No vivimos tiempos de dictadura, diría yo, sino de
tiranía: la tiranía del relativismo; el relativismo que es engendrada por esa cosa
vidriosa, melosa, que llamamos "tolerancia" y que no es más que indiferencia ante la
verdad; con esa especie de ecuanimidad que no es más que una ignorancia culpable,
una ignorancia deliberada o semi-deliberada, producto de la falta de amor a la
verdad.
Y por nadie habla de esta caridad tan, pero tan importante, que es el amor
apasionado, intenso, constante, inquieto, pertinaz, tozudo, implacable, por la verdad.
Quien cree amar la verdad un poco, un poquito, la ama relativamente—cosa que,
como sabemos, es imposible.
Se la ama o no. Aquí no hay término medio, no hay moderación posible.
¿Y bien? Que nos llamen fundamentalistas o fanáticos, lo mismo da. Porque siempre
regirá, hasta el fin de los tiempos, la admonición de San Pablo a Timoteo (que
también es palabra de Dios):
Vendrá el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina,
antes bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglos a sus
concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído, pero se volverán a las
fábulas.
Y la tremenda cautela, la tremenda advertencia a los Tesalonicenses (que también es
palabra de Dios), respecto del tiempo en que aparezca el Anticristo,
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Cuya aparición—dice él—es obra de Satanás,
El Anticristo aparecerá,
con todo poder y señales y prodigios de mentira y con toda seducción de
iniquidad para los que han de perderse como retribución…
¿Retribución? Sí, como castigo…
¿Castigo por qué cosa?
En retribución—dice San Pablo, dice Dios—por no hacer aceptado para su
salvación…
¿Qué cosa?
Por no haber aceptado para su salvación el amor de la verdad.
El amor triunfante de Dios
Pues bien, voy terminando.
¿Cómo alcanzar este amor, el más caro de todos, el amor de caridad, el amor de
Dios?
Sobre todo, contemplando lo que hizo Dios por nosotros.
Y se os lo diré en forma de cuento, tal como me lo enseñó un teólogo danés cuyo
nombre es difícil, Kierkegaard, pero que me ha enseñado muchas cosas.
Hay que imaginarse a un gran rey que se enamoró de una campesina. Abriga la
esperanza de casarse con ella, pero se da cuenta de que tiene un problema, porque
el amor quiere igualar al amante con la amada: para que ese amor sea perfecto tiene
que haber igualdad entre las partes y aquí la distancia es infinita. Al principio, el rey
pensó solucionar esto elevando a la campesina al estado real, pero pronto se dio
cuenta de que con eso, no arreglaba las cosas del todo: muy posiblemente, ya
casados, la campesina recordaría que no era más que eso, que había sido elevada al
rango de reina, pero que la distancia que la separaba del rey era infranqueable,
porque él era rey desde siempre y ella no era reino sino como de carnaval, de baile
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de máscaras, de mentira. Había sido elevada al estado de reina, pero en verdad no lo
era.
El rey pensaba con pensamientos reales, y pensó que eso no serviría, que siempre
planearía entre él y la campesina la sombra de la desigualdad. Entonces concibió otro
plan. Él bajaría y se convertiría en un campesino, en uno igual a su amada. Es lo que
nos dice San Pablo, hablando de Jesucristo Nuestro Señor:
Siendo su naturaleza la de Dios, no miró como botín el ser igual a Dios, sino
que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a
los hombres.
Y he allí el misterio de la Encarnación del Verbo. Pero, por las dudas, para asegurarse
de la perfecta igualdad con todos nosotros, bajó un poco más, como lo dice este
mismo Apóstol:
Hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz…
Esto es lo que tenemos que contemplar nosotros los hombre, cómo este rey se
anonadó para lograr con nosotros la perfecta igualdad…
Como lo quiere Newman,
El Verbo de Dios hecho carne, odiado por el mundo, vendido por treinta monedas de
plata, sudando sangre en su agonía, traicionado por Judas, abandonado por sus
discípulos, abofeteado, acusado por falsos testigos, escupido, negado por Pedro,
burlado por Herodes, flagelado por Pilatos, rechazado en favor de Barrabás, coronado
de espinas, cargado con una cruz, desnudado, clavado a un árbol, insultado por los
judíos, hecho objeto de befa por los ladrones, derramando hasta la última gota de
sangre, herido en un costado, muriendo por nuestros pecados, abandonado por el
Padre…
¿Qué más podía hacer el rey por igualarse con el último de los hombres, con
nosotros?
Pero Newman sigue con su descripción, este rey es
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Bajado de la cruz, colocado en un sepulcro, del que resucita glorioso y asciende a los
cielos…
Hay un texto de Isaías que los Padres aplican a los Santos Ángeles, asombrados
como están ante el espectáculo de Cristo ascendiendo a los cielos,
¿Quién es este que viene de Edom, de Bosra, con vestidos teñidos de
sangre? ¡Tan gallardo en su vestir, camina majestuosamente en la grandeza
de su poder!
En efecto, pregúntense ustedes quién es este, el que asciende glorioso a sentarse a
la derecha del Padre. Y el asombro de los ángeles es grande, porque el que asciende
es un hombre, como ustedes y como yo. Y se sienta a la derecha del Padre.
Y desde allí, nos espera, pues Él mismo había dicho que en la casa de su padre tenía
muchas moradas y que si no fuese así, nos lo habría dicho.
Cristo, el León de Judá, el triunfante, que nos reserva un lugar en la casa del Padre,
una cosa inaudita, una cosa que hace enmudecer a los mismo ángeles.
Una cosa que hizo Dios, que tanto amó a los hombres que les envió su propio Hijo,
diciéndose… "respetarán a mi hijo".
Y eso se nos manda, de aquí nuestra obligación de amarlo por encima de todas las
cosas, por gratitud, por simple sentido común.
Al considerar todo esto, ¿cómo no lo íbamos a amar?
Cuando le pedí al P. Rodrigo una oración para que saliera bien esta, mi charla, le dije
que era muy difícil hablar sobre la caridad. Pero él mi dijo que hablar sobre la caridad
era fácil, que lo difícil era practicarla…
Y yo recordé lo que contestó otro Padre de la Iglesia cuando le preguntaron si era
fácil amar a Dios, y él se limitó a esto:
¿Si es fácil amar a Dios? Es fácil para los que lo aman.
Nada más.
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LAUS DEO
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