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CAPÍTULO 1.
IDEOLOGÍAS Y ERUDICIÓN.
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En 1559 Felipe II vetó a los moradores de su reino, bajo pena de muerte, que
partiesen sin licencia a instruirse en el extranjero, salvo en Italia y Portugal. En 1843 un joven
becario, Julián Sanz del Río, percibió una pensión del gobierno para continuar en Heidelberg
los estudios de filosofía alemana que más tarde transfiguraron la vida intelectual de la España
de finales del XIX y comienzos del XX. Las corrientes filosóficas vigentes nutrieron el
pensamiento español de esta época, que supo adaptarlo a su circunstancia, dando como
resultado uno de los momentos más felices de la historia intelectual de España. Destaca la
figura de Marcelino Menéndez y Pelayo, ejemplo de erudición y conocimiento, junto con el
movimiento krausista que cuando pasa a la acción se convierte en el institucionismo que trata
de cambiar el futuro de la sociedad española a través, fundamentalmente, de la educación de
los hombres que se convertirían en los líderes de la España nueva; el regeneracionismo, por su
parte, atiende a la necesidad de actuar en la política del momento, su compromiso estaba en el
“ahora” histórico. Con aquellos que buscaban conocer la “España eterna”, como decía
Marcelino Menéndez y Pelayo; y con los que anhelaban cambiar y transformar la España
decadente, del hambre, la miseria y el analfabetismo, pasando a la acción sobre la sociedad
desde la educación o la política, se formó y colaboró Rafael Altamira
Lógicamente, los influjos eruditos extranjeros ya habían penetrado en España antes de
1843. La corriente más significativa fue el enciclopedismo francés, de inclinación materialista
y crítica frente a las ideas tradicionales, especialmente en el campo de la religión y de la
política. Según Schramm (1936, p. 21), la Universidad de Salamanca fue una fuente de ideas
enciclopedistas, y allí Donoso Cortés, por ejemplo, pudo desarrollar, en los años veinte, su
devoción por Rousseau, Voltaire, Pauw y Helvétius.
Tampoco faltó la influencia británica. Monguió cita (1967, cap. I), además de
Condillac y Destutt de Tracy, a Locke, Hume y Bentham como componentes en la
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constitución intelectual de José Joaquín Mora, y Alcalá Galiano fue, a su vez, conocedor y
partícipe de las ideas de Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo. Pero aún mas influyente
fue la escuela de filosofía escocesa del “sentido común”, defendida por Alexander Hamilton, y
fomentada sobre todo en la Universidad de Barcelona por tres profesores extraordinarios:
Ramón Martí de Eixalá, F. Javier Llorens y Barba y Manuel Milá y Fontanals, cuyo
ascendiente penetró desde José Joaquín Mora, que publicó en 1832 Cursos de lógica y ética
según la escuela de Edimburgo, hasta Jaime Balmes y Marcelino Menéndez Pelayo (ap.,
Shaw 1978, pp. 254-255)
Las conmociones políticas y sociales en la España de la primera mitad de siglo XIX
detentaron también frentes de batalla netamente intelectuales, en los que hubo interesantes
polémicas entre el tradicionalismo católico de signo reaccionario y el reformismo liberal de
tipo racionalista.
El religioso catalán Jaime Balmes (1810-1848) en Cartas a un escéptico en materia
de religión (1846), redactadas bajo la bandera de “abajo la autoridad científica”, propagó sus
presunciones teóricas como en el resto de sus obras, pero lo fundamental fue que desarrolló
una praxis al inventar y alentar el Partido Monárquico Nacional o Católico, cuyas principios
se divulgaron a través de tres periódicos fundados entre 1841 y 1844 por “el filósofo de
Vich”: La civilización, La sociedad y El pensamiento de la nación. Sus proyectos de
unificación nacional en torno al trono de Isabel II, eficazmente depurado de sus escorias
liberales, fracasaron sin remedio, al igual que el anhelo de restaurar la España única, todo
ello debido a que el proyecto de Balmes era un intento ahistórico de retorno a un pasado añejo
estimado como modelo ideal. Jaime Balmes murió en 1848. Peros a sus ideas tornaron una y
otra vez las recurrentes generaciones tradicionalistas de intelectuales católicos, como
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Marcelino Menéndez Pelayo, los derechistas de antes de 1936 y los clerical-autoritarios de
después de 1939, incluyendo el Opus Dei.
El pensamiento de Juan Donoso Cortés se concertó en 1851 con Ensayos sobre el
catolicismo, el liberalismo y el socialismo considerados en sus principios fundamentales,
volumen en el cual se dice, por ejemplo, que “las escuelas socialistas” son llanamente
“satánicas”. Se trata, en suma, de alegatos en defensa de unas prerrogativas sociales
establecidas en el pasado, escudamiento desesperado, pues Donoso Cortés creía que el
socialismo triunfaría en Europa, aunque finalmente sería derrotado por una virulenta reacción
católica. Curiosamente, y quizá obedeciendo a la poderosa dosis de pesimismo que Donoso
Cortés evidenció en sus ideas -y ello a pesar de sus invocaciones a la dictadura libertadora- no
ha poseído demasiado renombre entre los ideólogos postreros de la reacción, aunque sus ideas
sean requeridas y empuñadas con delectación (ap., Blanco Aguinaga 1979, pp. 167-170).
Un episodio de gran interés intelectual de los años cuarenta del siglo XIX fue la
divulgación por parte de Tomás García Luna, del “eclecticismo” de Víctor Cousin. Su fácil
armonismo colaboró a sosegar la inquietud de los años treinta y casi fue abrazada como la
filosofía oficial del partido moderado en la época de Francisco Martínez de la Rosa.
Las contribuciones de Jaime Balmes y de Juan Donoso Cortés fueron las de los únicos
eruditos españoles de mitad de siglo con algo de originalidad. Sus ideas fueron compartidas
en el matiz dogmático y tradicionalista por el dominico fray Ceferino González, que acometió
la reposición del tomismo en España, y por Gumersindo Laverde Ruiz (1840-1890), cuyos
ensayos sobre filosofía, literatura y educación, a partir de 1855, dispusieron el camino para la
protección de la cultura tradicional española, de la cual se encargó Marcelino Menéndez
Pelayo.
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Tras el positivismo surgió el darwinismo (que Núñez de Arce intentó escarnecer sin
fortuna) y la sociología pseudocientífica de Herbert Spencer sobre el modelo biológico.
Inmediatamente después de Krause, llegaron de Alemania Hegel (cuya influjo se desplegó de
Menéndez Pelayo a Unamuno) y Schopenhauer (vid., cfr., VV.AA 1996), cuyo ascendiente en
la España de fin de siglo es indudable. Leopoldo Alas anduvo desacertado cuando en 1882
manifestó que la notoriedad de Schopenhauer ya comenzaba a decaer. Quien realizó una
notable función en la difusión de estos acontecimientos científicos y filosóficos fue José de
Perojo (1852-1908), en su poco explorada La Revista Contemporánea, fundada en 1875.
Por lo visto hasta aquí, es posible pensar que nos vemos ante una sociedad clasista,
cada vez menos estamental, donde la disputa político-social, en proporción creciente,
transparenta la batalla espiritual de esa sociedad. Penetrar en la filosofía del siglo XIX, y más
en concreto en su segunda mitad, es acercarse a la turbación de esta época.
En primer lugar, la filosofía del siglo XIX parte casi absolutamente del pensamiento
kantiano, amarrado en el siglo XVIII como una antecámara de la filosofía contemporánea, al
igual que el pensamiento enciclopédico se ofrece, en muchos casos, como precedente de la
Revolución de 1789. Todos los historiadores de la filosofía convienen en designar un primer
periodo “pre-crítico” en la obra de Kant. En él no sólo operan restos de la Ilustración y de la
Enciclopedia (Wolf, Newton, Leibniz), sino los intentos primigenios de enjuiciar la facultad de
la inteligencia pura, que destierra la experiencia sensible. Estas pruebas cuajaron en su obra
definitiva, Crítica de la Razón Pura, donde intentó reconciliar el Racionalismo del siglo XVII
(cimentado en los juicios de carácter universal) y el Empirismo de la misma época (basado en
la experiencia sensible), que constituían las dos corrientes irremediablemente encaradas en lo
relativo a la visión del mundo y del hombre. Kant se ayudó, además, en el valor de los
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“juicios trascendentales”. Él afirmaba: “Llamo juicio trascendental a todo conocimiento que
se ocupe, en general, no tanto de objetos, como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste
ha de ser posible a priori”. Este trascendentalismo es una de las bases del pensamiento
kantiano. La otra base es, primordialmente, el “fenomenalismo”: el conocimiento humano
que está circunscrito y limitado al campo de los fenómenos sensibles; el noumenon o “cosa en
sí” no es absolutamente cognoscible; lo que queda a nuestro alcance es, escuetamente, el
“fenómeno”, o huella cognoscible de la cosa “en sí”. Esto es lo que se ha llamado “Idealismo
crítico”, diferente de otros tipos de idealismo anteriores; y que habría que enlazar con lo ya
mostrado acerca del conocimiento kantiano, sus conceptos morales y éticos (basados en el
llamado “imperativo categórico” o necesidad perpetua e inmutable que tiene el hombre de
cumplir con su deber, no sujeta a circunstancias cambiantes (históricas, sociales, etc.). Tanto
por su teoría del conocimiento, como por su teoría de la moral, Kant sufrió en vida el mote
despectivo de “idealista absoluto”; pero hoy, atendiendo a su herencia filosófica, nos damos
cuenta de que destruyó, con su crítica y con su relativismo, gran parte de la metafísica que
hasta entonces imperaba en el pensamiento europeo. Así se defendió personalmente en el
momento de aparecer la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura (1787): “se dan cosas
reales, pero se han de precisar bien los límites de nuestro conocimiento; debemos discernir
(crítica) lo que es posible y lo que no lo es; el ‘en sí’ de las cosas permanece inaccesible a
nuestra facultad; sólo nos es dado conocer el fenómeno; ése es nuestro campo y nuestra
frontera”.
Desde Kant se alza un idealismo ético o subjetivo que atiende más a la teoría del
conocimiento que a las fronteras propias del mismo. Así debemos entender, ya en pleno siglo
XIX, el idealismo subjetivo de Schelling y, sobre todo, el de Hegel, para quien el ser es una
realidad del espíritu; él prefiere hablar del logos o Idea que siempre es y que todo lo crea. Se
ha llamado a esta noción “panlogismo”. También se ha dicho que éste sí es un “idealismo
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absoluto”, por cuanto la Idea es el origen del mundo, y el mundo es la Idea en continuo
proceso y desarrollo.
Mas, he aquí que tocamos precisamente la filosofía característica del siglo XIX, o,
por mejor decir, la que va a engrendrar la filosofía típica de la segunda mitad del XIX. Si la
Idea está en continuo proceso y desarrollo, en continua “dialéctica” (nombre del método
hegeliano), está claro que hay una “historia de la Idea”, o conjunto evolutivo de las fases de
ese desarrollo siempre incompleto. Esa dialéctica se basa en el juego de contrarios, que se
suceden y se asumen ordenadamente: así, tenemos por ejemplo una “tesis” cualquiera, a la que
sucederá necesariamente una “antítesis”, y de la colisión de ambas resultará una “síntesis”,
que, quizá, sea la nueva tesis de un nuevo proceso; y así sucesivamente. Estamos, pues, ante
una concepción ya veladamente “histórica” o “historicista” del mundo. Quienes mejor
comprendieron las posibilidades de este método (todavía “idealista”, no lo olvidemos) fueron
los sucesores de Hegel, pero especialmente los de la llamada “izquierda hegeliana”,
capitaneados por Feuerbach, así apodados por aplicar el método dialéctico a la evolución del
Ser, de la Idea o del Espíritu, destino del mundo y del hombre; más en concreto de la sociedad.
La historia del hombre está formada por la dialéctica de factores fundamentalmente
económicos; éstas son ya nociones que pertenecen a Engels y a Marx, los verdaderos
creadores del materialismo histórico y dialéctico, cuyo aporte con respecto al hegelianismo
consiste en considerar a la materia, y no a la idea, como originaria y protagonista de ese
proceso dialéctico. El materialismo histórico propugna, consiguientemente, la lucha de las
clases sociales, como factor de ese proceso histórico imparable. Si, en la sociedad medieval,
cuyo método de producción económica era feudal, la clase dominante era la nobleza
caballeresca, y en la sociedad moderna, cuyo método de producción es capitalista, la clase
dominante es la burguesía -piensa Marx- en la futura sociedad socialista, cuyo método será el
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comunismo, el proletariado, clase tradicionalmente marginada de la Historia, será la clase
dominante (dictadura del proletariado) que detente el poder durante la transición a una
sociedad ideal sin clases.
El panorama filosófico de la segunda mitad del XIX quedaría incompleta si no se
hiciera mención a otros movimientos o tendencias que, fraguados a lo largo del siglo,
comienzan a desempeñar su papel a finales del mismo y principios del XX. Si la filosofía
característica de la centuria (en especial en su segundo periodo) es una filosofía “colectivista”
y “social”, el marxismo, con las raíces mencionadas -aparte otras existentes-, subsiste otro
tipo de filosofía de carácter individualista, irracional y más preocupada por cuestiones de
orden existencial que serán la base del existencialismo del siglo XX, que de orden racional.
Shopenhauer y su filosofía llamada “voluntarista” porque se basa en los imperativos de la
voluntad y el instinto, constituye una de la fuentes del pensamiento de Nietzsche, el filósofo
que tanto influirá en nuestra época. La filosofía de Nietzsche es nihilista, profundamente
irracional, siempre en contra de los imperativos morales y a favor de la instintividad del
individuo. El hombre de Nietzsche no es el hombre social y colectivo de Marx; es un hombre
existencial, desesperado por su condición, que se percibe ya más en la presente centuria. Con
Schopenhauer, Darwin (interpretado y adaptado por Haeckel, a quien Baroja reconoció como
uno de los principales descubrimientos de su etapa de estudiante) y Spencer llegamos al
umbral de nuestra época (ap., cfr., Abbagnano [1956] 1994 pp. 335-723). Con una mención
del pensamiento anarquista, tan influyente en el joven Unamuno, Baroja y Maeztu, así como
en Azorín (que tradujo algo de Kropotkin); del marxismo, que atrajo por breve tiempo a
Unamuno, y de las ideas nietzscheanas, en las que Baroja encontró un consuelo temporal.
1.1. Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) y Rafael Altamira.
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Marcelino Menéndez Pelayo en Polémicas de la ciencia española (1876) defendió la
contribución de España a la filosofía y al pensamiento científico, que había sido reseñado
como presentes sólo en la ficción por Gumersindo de Azcárate, Manuel de la Revilla y José
del Perojo, tres intelectuales antitradicionalistas. A los veintitrés años publicó los dos gruesos
volúmenes de su Historia de los heterodoxos españoles (1880), seguidos por un tercer en
1882. En 1877 apareció Horacio en España.
Entre 1883 y 1891 Menéndez Pelayo completó los cinco volúmenes de la Historia de
la ideas estéticas e inició su tarea como crítico literario (Estudios de crítica literaria, 1885-
1908), a los que siguió una obra muy documentada, Orígenes de la novela (1905-1910).
Asimismo adeudamos a su tenaz labor intelectual una edición de Lope de Vega en doce
volúmenes, la Antología de poetas líricos (1890-1908), la Antología de poetas
hispanoamericanos (1892-1895) y sus obras bibliográficas. Estas brillantes recopilaciones
entronizan un modelo de erudición que nos lleva, al menos, hasta la obra de Bartolomé José
Gallardo (1776-1852), a cuyos estudios inéditos Menéndez Pelayo tuvo acceso.
La Real Academia Española había delegado en Marcelino Menéndez y Pelayo para la
realización de la Antología de poetas hispanoamericanos. Esta iniciativa fue elogiada por
Rafael Altamira1 quien distinguió entre dos tipos de antologías, de necesaria publicación, en
España: a) las históricas (dirigidas a los críticos y eruditos) y b) críticas (dirigidas al pueblo
en general), máxime cuando en nuestro país “se lee poco, se discierne apenas, y hay que dar el
grano trillado y limpio... y con garantía” (Altamira 1898, p. 338).
El criterio seguido por Marcelino Menéndez y Pelayo en la Antología de poetas
hispanoamericanos (1892) fue el histórico y el crítico. El primero en la introducción, punto de
partida para el estudio elogiado Rafael Altamira, pero con una objeción: el exceso de
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erudición “cosa que yo no censuro per se , sino en relación con las circunstancias” (ibid., p.
340). El segundo, en la selección de poetas, aunque “la intención flaquea a menudo.
Sospecho que la Academia (más que su ilustre representante), se ha dejado vencer por esa
cortesía diplomática que ha sido la nota característica, pero dañosa, de las fiestas del
Centenario [...]. Ello es que, ni en la Antología citada resulta oro todo lo que reluce, ni aun en
la introducción se muestra el Sr. Menéndez y Pelayo tan severo como quizá lo hubiera sido a
no llevar los andadores... académicos” (ibid., p. 339). Cuando se publicó el segundo volumen
de la Antología de poetas hispanoamericanos, Rafael Altamira consideraba que había habido
“mayor rigor y más estrecha censura” (ibid., p. 343); haciendo alusión a sí mismo advertía
que “Y aunque no he de caer en la pedantería de dar en esto ni poca ni mucha influencia a las
quejas que hube de formular con motivo del anterior volumen, séame ahora lícito
congratularme de poder atenuar ahora mis reservas” (ibid.).
Rafael Altamira atribuyó a la presión de la política en la Real Academia sus
discrepancias con Marcelino Menéndez y Pelayo en lo referente a la conquista de América,
pues “[...] importa rectificar de una vez los errores y vulgaridades corrientes. A decir verdad,
fue España (y no los pueblos conquistados) quien sufrió más por la conquista, que apenas si
supimos aprovechar útilmente para nosotros mismos, no obstante las felices disposiciones
colonizadoras de nuestro pueblo y la sabiduría de nuestras leyes y organizaciones en relación
con el punto de vista que nos guiaba” (ibid., p. 344). Pasó revista a cada uno de los poetas
seleccionados en la Antología y apuntó los defectos que advertía en ellos. Sobre los poetas
cubanos llamaba la atención Heredia, que alcanzaba bellezas extraordinarias “a pesar de las
incorrecciones de lenguaje (que las tiene y grandes) [...]” (1898, p. 345). Gertrudis Gómez de
Avellaneda formó parte de la Antología a pesar de ser mujer, hecho aplaudido por Rafael
Altamira2, pues reconoce en ella la capacidad de emocionar al lector y recordaba, asimismo,
que buena parte de los elogios de Marcelino Menéndez y Pelayo sobre la poetisa cubana
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fueron declarados anteriormente por Juan Valera. Comparte la opinión de Marcelino
Menéndez y Pelayo respecto a los poetas de Santo Domingo y Puerto Rico. Venezuela estaba
representada por autores bien conocidos en España porque era en este país donde se habían
formado y desarrollado su carrera, participaba del entusiasmo de Marcelino Menéndez y
Pelayo por Bello, Baralt y Ros de Olano.
Rafael Altamira disentía, en parte, del ilustre académico, en cuanto al mérito de Ros
de Olano, ya que “el Sr. Menéndez y Pelayo yerra en considerar a Ros de Olano, por sus
cuentos como ‘precursor notorio’ de los decadentistas y simbolistas franceses” (ibid., p.
354). Rafael Altamira consideraba que la base “literaria” de las doctrinas “decadentista y
simbolistas” era un problema “técnico” circunscrito al verso, derivado de la teoría propalada
por los “parnasianos”, mientras que las obscuridades y enigmas de Ros de Olano, no se
derivaban de un determinado concepto de la “forma”, sino que “procedían del fondo mismo
del pensamiento, a la manera de Tapia. El Sr. Menéndez y Pelayo lo indica así, después de
todo, cuando dice que Ros de Olano ‘pertenecía a aquel género de escritores que son
naturalmente afectados, no por moda literaria, sino por lo tortuoso y enmarañado de sus
concepciones acerca del arte y la vida.’ Y añade que a quien se parece más es a Ritcher, a
Poe y a Hoffmann. En Poe se han inspirado, ciertamente, según reconoce E. Rod, algunos
simbolistas; pero con otro propósito y con predisposición moral y aun fisiológica muy distinta.
Tal es la opinión que me permito apuntar” (ibid.).
Marcelino Menéndez y Pelayo inauguró la Nueva Biblioteca de Autores Españoles
con el Tratado histórico sobre la primitiva novela española, que contiene textos que no
fueron incluidos en la colección hecha por Aribau3. Rafael Altamira recensionó este volumen
en el artículo “La novela española” ([1905] 1921). Compartía con el autor santanderino el
hecho de que fuera requisito para las introducciones de sus estudios la erudición y
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documentación: “igual en ésto a ciertos autores de la época krausista, suele convertir sus
Introducciones en libros que a menudo, ahogan el texto que parecía principal [...]. Habrá
quienes tengan esto por un defecto. A mí no me lo parece” (ibid., p. 84). Calificó de
excelente el volumen, tanto en la exposición de lo escrito como en las referencias históricas
utilizadas para el conocimiento de las obras novelescas primitivas. Que la cultura llegara al
mayor número posible de españoles era uno de los ideales de Rafael Altamira y apuntó, como
sugerencia, actualizar el lenguaje de los clásicos primitivos al de nuestro tiempo para atraer a
los lectores más reacios a su lectura4. Entre otras figuras intermedias fueron señaladas Böhl
de Faber, Durán, Ochoa y el equipo de estudiosos que editaron la Biblioteca de Autores
Españoles. También se menciona a José Amador de los Ríos (1818-1878), el primer español
que había logrado completar una Historia crítica de la literatura española (1861-1865),
escrita con arreglo a criterios auténticamente eruditos.
La obra de Menéndez Pelayo tiene dos aspectos. Con el primero adquirió la justa
fama de ser el principal erudito español del siglo XIX, ya que, por primera vez, la historia de
las ideas en España fue investigada sistemáticamente y, al mismo tiempo, en un proceso de
examen paralelo, la crítica literaria se fundó en una verdadera base de erudición. En este
asunto, los dos aspectos clave de la obra de Menéndez Pelayo son historicismo y equilibrio.
Su alegato a favor de la escolástica renacentista española contra el limitado tomismo de su
propia época, no excluyó el discernimiento objetivo de la innovadora importancia de la
filosofía crítica posterior, especialmente la de Kant, y un claro matiz hegeliano en su propio
pensamiento. Aunque su actitud ante la literatura era esencialmente estética, reconoció, sin
embargo, de un modo explícito, algo de lo que ni Juan Valera ni otros se dieron cuenta: que
la belleza por sí sola no lo era todo.
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Junto con el mérito intrínseco de su erudición está su valor simbólico. La defensa que
hizo Menéndez Pelayo de la contribución de España a la cultura universal, su aspiración a
rehabilitar su peculiar humanismo nacional católico, lo convirtieron en el principal guardián y
apóstol del espíritu español en los años ochenta y noventa. En 1898 su intento fracasó, su
ideal cultural-nacional fue desprestigiado y pasó a ser, fuera de un limitado círculo de
eruditos, “un triste coleccionador de naderías muertas”, según la frase memorable de Maeztu.
Inversamente, tras la Guerra Civil, se hizo (por parte del grupo de la revista Arbor: Calvo
Serer, Marrero, Pérez Embid) un intento premeditado para exponerlo como el mejor
paradigma de una venturosa amalgama de innovación intelectual y tradición nacional católica
(ap., Shaw 1978, p. 255-257).
Ideológicamente, Marcelino Menéndez Pelayo se enfrentó desde sus inicios a los
intelectuales liberales y racionalistas del krausismo español y de la Institución Libre de
Enseñanza. Así, publicó en 1874 un primer artículo contra José Castro y Manuel de la
Revilla, y mientras tanto fue suspendido en Metafísica por Nicolás Salmerón, con lo cual se
hizo patente la personalización del conflicto ideológico. En 1876 comenzó la difusión de su
polémica obra La ciencia española, orientada contra Gumersindo de Azcárate, para exponer
con sobrada acumulación de datos y fascinante erudición, la subsistencia de una ciencia y un
pensamiento españoles durante los siglos llamados de oro y posteriores, que Gumersindo
Azcárate negaba.
La última vuelta de tuerca de Menéndez Pelayo fue su Historia de los heterodoxos
españoles (1880-1882), donde resplandece de nuevo y de modo espléndido su erudición,
puesta al favor de “la España metafísicamente eterna”. Inspeccionó Menéndez Pelayo a los
hispanos y españoles que desde los más lejanos tiempos se desviaron manifiesta o
imperceptiblemente de la ortodoxia católica, o por mejor decir, de la ortodoxia católica
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interpretada por él. Pero a partir de todo lo concerniente al siglo XVIII fue donde la
intolerancia de Menéndez Pelayo negó el pan y la sal a todo intelectual renovador o
reformista, para coronar su tratado con los krausistas contemporáneos suyos. Baste
rememorar el siguiente parágrafo sobre estos últimos:
Porque los krausistas han sido más que una escuela, han sido una logia, una
sociedad de socorros mutuos, una tribu, un círculo de alumbrados, una fratría, lo que
la pragmática de don Juan II llama cofradía y monipodio, algo, en suma, tenebroso y
repugnante a toda alma independiente y aborrecedora de tampantojos. Se ayudaban y
se protegían unos a otros: cuando mandaban se repartían las cátedras como botín
conquistado; todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su
aspecto exterior... Todos eran tétricos, cejijuntos, sombríos; todos respondían por
fórmulas hasta en las insulseces de la vida práctica y diaria; siempre en su papel;
siempre sabios, siempre absortos en la vista real de lo absoluto [...] (1948, p. 391).
Han madurado ciertas tentativas que tendieron a incluir a Marcelino Menéndez Pelayo
en una España más tolerante y abierta, menos intransigente y más auténticamente científica; se
habló, incluso, de las “palinodias” de Marcelino Menéndez y Pelayo, pero en 1910, al tratar
sobre los krausistas denigrados en 1880-1882, escribió que “de casi todos [ellos] pienso hoy lo
mismo que pensaba entonces”. Sin embargo, a partir de su Historia de las ideas estéticas en
España (1883-1891), mostró una tolerancia y serenidad que, con todo, brilló por su ausencia
en coyunturas, como por ejemplo, cuando fue derrotada por los krausistas su candidatura a
senador del reino por la Universidad de Oviedo en 1896. Al año siguiente, 1897, Rafael
Altamira se incorporaba a la cátedra de Derecho de esta misma Universidad donde trabó
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amistad con Fermín Canella, Félix Aramburu, Adolfo Buylla, Leopoldo Alas... con quienes
se forjó la Extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo.
La gran admiración que Rafael Altamira sintió por Marcelino Menéndez y Pelayo se
evidencia en el artículo “Un apunte sobre Menéndez Pelayo”, dedicado a la visión mundo del
estudioso, de “corte absolutamente intelectual. [...] ese apelativo tan manoseado hoy día. [...]
porque lo que en la vida le interesa principalmente, es la manifestación intelectiva, porque ve
el mundo a través de ella, y porque la ama de un modo intenso, que le preserva de hacerla
servir a ningún otro fin ajeno a ella misma [...]. Leopoldo Alas advirtió ya con la agudeza de
su talento, cuando dijo que Menéndez y Pelayo, tan acérrimo defensor de la ortodoxia,
experimentaba una gran alegría cada vez que encontraba un nuevo heterodoxo” (1907, p. 101-
102).
En una carta de Marcelino Menéndez y Pelayo, fechada el 12-X-1910, dirigida a
Rafael Altamira, aquél advirtió el alcance e importancia para nuestro país del viaje a América
del alicantino; además, evidencia una cordial amistad entre ambos, junto con el seguimiento
que de la obra de nuestro crítico e historiador realizó Menéndez Pelayo:
Mi querido amigo: [...] Escribo a Vd. en vísperas de salir para Madrid, por lo
cual esta carta será más breve de lo que quisiera. No tengo atribuciones para resolver
lo que Mr. Jameson solicita. Necesita una autorización expresa del Ministro de
Instrucción Pública, sin lo cual se diría que aceptábamos en nuestros archivos una
intervención humillante. Como supongo que Vd. estará en buenas relaciones con
Burell, no le ha de ser difícil conseguirlo. Pero supongo que para evitar toda dificultad
y rozamiento, el Ministro consultará antes a Torres Lanzas, que como jefe del
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Archivo de Indias es el que ha de entenderse con Jameson o con su comisionado. [...]
A su tiempo recibí el libro de Fantasías y recuerdos, que renovó en mí sabrosas
memorias de otros días. No puedo creer que con él se haya despedido Vd. de la
amena literatura, pero quien siente con tanta delicadeza y ve tan personalmente el
paisaje, algún rincón del alma quedará siempre para los goces estéticos. [...] He leído
casi entero el cuarto tomo de la Historia de España, que compite con el tercero (a mi
juicio el mejor de la obra) y bajo ciertos aspectos le vence por ser más completa y
nutrida la exposición. Es lástima, en efecto, que haya sacado tantas erratas, pero
como ha de agotarse pronto, fácil le será a Vd. corregirlas, y también algunos ligeros
errores materiales que en una primera edición son inevitables. Ya sabe Vd. el aprecio
que he hecho siempre de este manual, cuyas condiciones didácticas son inmejorables.
Supongo que cumplirá Vd. su propósito de escribir también la historia moderna. [...]
Ahora estoy deseando ver el libro sobre América. He seguido con interés, aunque con
noticias incompletas, la misión de cultura y españolismo que ha hecho Vd. por
aquellas tierras, y anhelo conocer detalles. [...] Poco antes de emprender Vd. el viaje
le envié mi libro sobre Boscán (que forma parte de la Antología tan benévolamente
celebrada por Vd. en la Guía). [...] En junio, poco antes de salir de Madrid, dejé
impreso el tercer tomo de los Orígenes de la novela, que no he enviado a Vd.
directamente, porque supongo que lo habrá hecho el editor Baylli-Bailliere. Me
alegraré que Vd. lo lea, porque creo que es uno de los trabajos menos impensados de
crítica literaria que he hecho. De Vd. invariable amigo y s.s.q.b.s.m.” (VV. AA.
1987, p. 130).
En las notas manuscritas para sus Memorias, aún inéditas, Rafael Altamira se define
ideológicamente y no olvida la influencia que sobre él ejerció Menéndez y Pelayo:
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Yo he permanecido siempre fiel a las primeras influencias de mi vida: el
republicanismo de don José y de Castelar, Soler, Azcárate y Salmerón, y sobre todo,
Giner. Eso es lo que sigo siendo, sustancialmente, aunque quizá represento la
extrema izquierda de la Institución en materia política, social y creencias religiosas.
[...] Pero mi largo e íntimo contacto con las derechas (intelectuales, en política nunca)
y principalmente Menéndez y Pelayo, me quitó la ortodoxia de amén y un poco del
desprecio íntimo (nunca confesado, pero evidente) con que en la I. se mira a los
heterodoxos suyos y a los de la derecha. Eso ha salvado mi personalidad (ibid., p. 44).
Rafael Altamira mantuvo una afable amistad y colaboración con Marcelino Menéndez
y Pelayo, tal y como señaló en “Mis maestros”, publicado en La Nación:
A Hinojosa debo también la amistad de Menéndez y Pelayo, amistad que fue
siempre sólida y cordial, no obstante un muy breve interregno del que tuvo toda la
culpa (según ocurre a menudo), un discípulo excesivamente celoso y entrometido de
aquél. Durante muchos años, le visité a menudo, primero en el hotel de que fue
huésped en la calle del Arenal, y luego, en su habitación de la Academia de la
Historia. Algunos días de labor, salíamos juntos de la Universidad, y dábamos paseos
charlando de temas históricos. No pocos domingos por la tarde le acompañé en sus
planeos por el Retiro y otros lugares amenos de Madrid, o en su tertulia de la
Academia. Laboró con entusiasmo y generosidad en mi Revista, y puso siempre sus
libros a mi disposición. Alguna vez trabajaba delante de mí, mientras yo leía o
37
tomaba notas. Su influencia actuó juntamente, en el sentido de su método de
investigaciones concretas, en el de sus grandes concepciones de conjunto, y con el
ejemplo -que ratificaba el de Costa-, de sus amplias y vividas estructuras de
exposición histórica. En los últimos años de su vida, lo visité en Santander y trabajé
en su biblioteca, principalmente sobre los tratadistas españoles de metodología
histórica. El resultado de ese trabajo aún está inédito en gran parte y tal vez vaya a
nutrir la lista de los libros que no podré ya publicar. Menéndez y Pelayo lo anunció en
su Nueva colección de autores españoles, y me instaba siempre a que lo terminase
(ibid., p. 52).
1.2. Krausismo e Institucionismo en Rafael Altamira.
Un golpe militar extinguió en 1843 la Regencia de Espartero, que había gobernado
España en nombre de la “inocente niña” Isabel II, habiendo enviado al exilio a la Reina
Madre María Cristina; en octubre de ese año, Isabel II fue nombrada mayor de edad, y, en ese
mismo 1843, Julián Sanz del Río marchaba a estudiar a Heidelberg filosofía alemana,
instrucción que más tarde iban a transformar la vida intelectual de España. Estudió la materia
impartida por los discípulos de un neokantiano fallecido once años antes, K. C. F. Krause.
El principal discípulo de Sanz del Río fue Francisco Giner de los Ríos (1839-1915),
fundador de la Institución Libre de Enseñanza en 1876. Su ascendiente personal y su
prestigio envolvió a dos generaciones, desde Emilia Pardo Bazán (cuyo primer libro de
poemas financió), hasta la de Antonio Machado, que escribió una de sus poesías más
admirables sobre la muerte de su maestro. Entre los fundadores y profesores de la Institución
estuvieron el poeta Ventura Ruiz Aguilera, el novelista y crítico Juan Valera, el dramaturgo
José de Echegaray y Joaquín Costa. Junto con otros coadjutores famosos, forjaron un nuevo
estado de pensamiento en los ambientes intelectuales españoles, y esta situación fue un
ingrediente condicionador importante en la formación de los retoños de la que sería una nueva
38
España intelectual, a través de corporaciones como la Junta para Ampliación de Estudios, la
Residencia de Estudiantes o el madrileño Instituto Escuela (ap., Shaw 1978, pp. 254-255), en
los que colaboró activamente Rafael Altamira como se verá a lo largo de este apartado.
En el ámbito de la política, tan relacionada con este movimiento, se ha de recordar que
en 1858 la Unión Liberal de O’Donell recuperó las riendas políticas del país, que preservó
hasta 1863. Estos cinco años capitaneados por un militar, el general Leopoldo O’Donnell, y
un civil, Ríos Rosas, representaron un gran actividad nacional a todos los aspectos, abarcando
una tendencia colonialista bien típica del siglo XIX5. A otro nivel, se abrió el frente ideológico
de otra burguesía, la liberal y radical, con las actividades emprendidas por Francisco Pi y
Margall y Fernando Garrido y prolongadas por los krausistas.
Cuando Julián Sanz del Río retornó a España (1845) no aceptó hasta 1854 una
cátedra en Madrid, con la intención de dar una conformación más rigurosa a sus ideas. Quizá
fue en su discurso de inauguración del curso académico 1857-1858 donde Julián Sanz del Río
mostró pública y coherentemente por primera vez su filosofía krausista, articulada de modo
definitivo, en el Ideal de la Humanidad para la vida (1860), cuya consumación vino a ser la
españolización de Krause. La nueva filosofía, así introducida en la España Isabelina, es un
idealismo típico, definido como “racionalismo armónico”, con un riguroso cuerpo doctrinal
que al mismo tiempo detalla conducta y ética; el propio Sanz del Río lo recogió en una
expresión panteísta: “Todo en Dios” (vid., Díaz 1973, López Morillas 1956, 1980a, 1986).
Los krausistas profesaban la creencia en la perfectibilidad del hombre y en su
progreso hacia el Absoluto por medio del conocimiento racional. Libertad y armonía vital -la
del Ser en el Universo y en Dios- por un lado, puritanismo laicista por otro, son los rasgos
distintivos del krausismo, que, en fin, se explica como elaboración ontológica del criticismo
39
kantiano y como tentativa de contrarrestar y secularizar el intuicionismo de los filósofos de la
fe irracional. Este “estilo de vida y de pensar” recuerda de inmediato abundantes
características del viejo erasmismo del siglo XVI, contra el cual se desencadenaron, también,
la cólera y las virulencias de la España de la pureza de sangre.
El krausismo, según lo anterior, representó una filosofía de la Historia de fundamento
idealista: para los krausistas, la Historia -se ha dicho- no era la perspectiva temporal de la
vida humana lo que importaba, sino la ejecución o proyección de una “idea” en el tiempo. Y
desde un punto de vista útil, esa actuación debe de ser llevada a cabo por medio de un
metódico proyecto educativo a todos los niveles, desde la escuela hasta la universidad. Si se
cotejan estos aspectos con el perfil de la trayectoria vital de Rafael Altamira se evidencia la
identidad entre ambos: búsqueda del conocimiento racional, ansia de conquistar la libertad de
pensamiento, laicismo, compromiso con la creación y ejecución de un proyecto educativo que
inaugure una nueva forma de pensar y de ser, en la que se fundan con la conducta y la ética.
Es la evidencia de su preocupación por España y el deseo de transformarla desde la acción y
la palabra (no sólo con la palabra se ejecutan los cambios en un país como España).
El Ideal de la Hunanidad de Sanz del Río fue incluido en el Índice romano de 1865;
dos años después, en 1867 el gobierno de Madrid decretó que los profesores debían jurar
fidelidad al Trono y al Altar, con lo cual se marcharon de sus puestos docentes Sanz del Río y
su equipo de ayudantes, siendo restituidos tras la Revolución de 1868, que culminó con el
destronamiento de Isabel II y el establecimiento de un gobierno provisional que actuó con
procedimientos liberales.
El general Juan Prim, jefe de la Revolución de Septiembre, era partidario de una
dinastía democrática. La elección favoreció a Amadeo I de Saboya, cuyo precario reinado
40
(1870-1873) de monarquía constitucional estuvo dominado por graves dificultades políticas
internas (sublevación carlista, magnicidio de Prim, disputas entre partidos). Ante la
impracticable posibilidad de gobernar, Amadeo I abdicó, proclamándose la República como
forma de gobierno, presidida por Estanislao Figueras Pacheco, Francisco Pi y Margall,
Nicolás Salmerón en 1873 y, por Emilio Castelar Ripoll en 1873- enero de 1874. Este nuevo
gobierno se enfrentó con problemas internos y coloniales de difícil solución. Sin embargo, al
partido alfonsino (que proyectaba restaurar la monarquía en la persona de Alfonso XII, hijo
de Isabel II) iba recibiendo cada vez más adeptos y, a pesar de sus pacifistas intenciones de
hacerlo mediante la elección a Cortes, los generales alfonsinos lo hicieron por un
pronunciamiento: el general Arsenio Martínez Campos, al frente de la brigada Dabán,
proclamó en diciembre de 1874, en Sagunto, rey de España a Alfonso XII. A los pocos días,
el Ejército del norte reconoció al nuevo Rey, y la Restauración se consumó sin violencia. En
marzo de 1876 el rey entró triunfal en Madrid (ya se había rendido el Ejército carlista).
En 1875, el gobierno de la Restauración, presidido por el conservador Antonio
Cánovas del Castillo y de mano del ministro Orovio, emitió órdenes draconianas para
purificar de disidentes la universidad española. Los que se opusieron a la orden decretada
contra la libertad de enseñanza e investigación fueron suspendidos de empleo y sueldo:
Fernando de Castro, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, Francisco de Paula
Canalejas, Francisco Giner de los Ríos, Manuel B. Cossío, Eduardo Soler y Pérez etc.,
formaban parte del grupo krausista, con simpatizantes como Francisco Pi y Margall (ap., VV.
AA. 1987, p. 19).
En consecuencia, se produjo de nuevo una desbandada de krausistas y de seguidores
del liberalismo. Su refugio fue el Ateneo de Madrid, fundado en 1835, donde los partidos
obreros y los grupos liberales krausistas fueron los divulgadores de las ideologías más
41
avanzadas. Mucho antes -Darwin se conocía desde mediados del siglo XIX- el positivismo
científico había comenzado a debatirse entre krausistas y ateneístas, pero fueron propagados a
principios del siglo XX a través de publicaciones tales como Revista Española6, Revista
Contemporánea7 (1875) -hasta 1879 en que cambia radicalmente de signo-, Revista de
España8 (1868), Revista de Europa (1874). Más tarde la conocida Revista de Occidente,
fundada por José Ortega y Gasset, continuó esta tradición cultural de difundir el pensamiento
filosófico alemán (Dilthey, Husserl, Heidegger).
La consecuencia pedagógica más importante fue la fundación por los perseguidos,
durante su suspensión de empleo y sueldo, de la Institución Libre de Enseñanza en 1876, que
continuó desarrollando su actividad pese a la reincorporación a sus cátedras en 1881 de los
anteriormente alejados de ellas (y desterrados, en varios casos). En principio iba a ser una
Universidad libre, con unos nuevos métodos de educación, no sujetos al sistema oficial ni a los
dogmas tradicionales y cuyo objetivo debía ser la formación de minorías dirigentes capaces de
modernizar España. La Institución nació ajena a “todo espíritu e interés de comunión
religiosa, escuela filosófica o partido político, proclamando únicamente el principio de la
libertad e inviolabilidad de la Ciencia y de la consiguiente independencia de su indagación y
exposición respecto de cualquiera otra autoridad que no sea la de su conciencia” (Base 2ª
autógrafa, reproducida por Cacho Viu 1962, p. 410). Fracasada como Universidad, la
Institución se dedicó a la enseñanza primaria y secundaria, cuya presidencia ostentó Francisco
Giner de los Ríos. La Institución Libre de Enseñanza, abierta a las corrientes renovadoras en
los campos de la ciencia y el pensamiento, contó con destacados colaboradores que fueron
profesores honorarios de la Institución: Charles Darwin, el físico irlandés John Tyndall
(experto en la conductibilidad de los gases y descubridor del fenómeno que explica el
movimiento de los glaciares), J. M. D’Andrade Corvo, Guillermo Tiberghien, Carlos
Roeder... Fueron los krausistas belgas y alemanes los que propagaron la influencia de Krause
42
en la Institución: Carlos Roeder, destacado discípulo del filósofo alemán, fue traducido por
Francisco Giner de los Ríos, y los partidarios de reformar el sistema penitenciario español
siguieron sus planteamientos; también la Institución encontró el apoyo de Guillermo
Tiberghien, krausista y rector de la Universidad Libre de Bruselas, pedagogo y organizador de
la Liga de la Enseñanza belga y de la Sociedad de Librepensadores (ap., VV. AA. 1987, p.
36).
Interesa mostrar aquí el texto que Vicente Ramos reproduce de España en América
(Altamira 1908, p. 213) respecto a la opinión de Rafael Altamira en cuanto a: “aquellos
krausistas, fundadores de la ‘Institución’, [que] se hallaban ideológicamente bastante lejos,
según Altamira, del pensamiento de Krause-Sanz del Río; tan distantes que, en rigor, ‘no
pueden llamarse krausistas, si por tal denominación se entiende tan sólo a los que aceptan en
su integridad o en todas sus partes fundamentales aquel sistema’ y agrega: ‘Todo lo que es
imperfecto, equivocado, perecedero de la filosofía de Krause, ellos lo han aventado, lo han ido
dejando caer como cosa muerta; pero en todo lo que tiene -y no es poco- de progresivo y
fecundo, ellos han permanecido fieles a la impulsión original y la han llevado a desarrollos
lógicos de una riqueza de contenido que excede en mucho a lo que pudo vislumbrarse en los
primeros momentos’. De este hecho se infiere que a pesar de su doctrina metafísica, hubo una
especie de segundo krausismo, savia y fundamento de la ‘Institución’, visible, por otra parte
en muchos libros, cuyos autores no hubieran consentido la etiqueta de krausistas, ya que,
como escribe Azorín, este sistema, a partir de Giner, es una moral más que una metafísica, ‘y
en eso estriba su fuerza considerable’” (Ramos 1968, pp. 54-55). Las palabras de Rafael
Altamira aportadas por Vicente Ramos en nada enturbian las afirmaciones que aquél realizó
sobre el krausismo y su relación con la ILE. Ahora bien, se podría sugerir que “gracias a” su
doctrina metafísica y no “a pesar” de ella la ILE constituyó “la empresa cultural y educativa
43
más importante, cualquiera que sea el juicio que nos merezca, emprendida en España durante
el último tercio de la pasada centuria” (Sánchez Granjel 1959, p. 38).
La Institución pasó por diferentes épocas: la primera, 1876-1881, coincidió con la
restitución a las cátedras a los profesores apartados de ellas anteriormente. Entonces se
implantó la libertad de cátedra en la Universidad y cesaron las actividades de la Institución en
la enseñanza superior.
La segunda (1881-1907), se caracterizó por su mayor ascendiente dentro del Estado.
Durante la monarquía de Alfonso XIII, y por intermedio de su ministro Santiago Alba, se creó
el Ministerio de Instrucción Pública en 1901, y Francisco Giner pudo alternar sus actividades
en la Institución con las clases en la Universidad. Se inició así la etapa “institucionalista” del
krausismo, que se desarrolló por todo el país (vid., Cacho Viu 1962, Jiménez Landi 1973,
1977, 1987).
Fue en 1886 cuando Rafael Altamira se incorporó a la Institución para permanecer
en ella hasta 1897 en que marchó a la Universidad de Oviedo. Uno de los elementos decisivos
de su formación universitaria en Valencia fue el pensamiento krausista que leyó bajo la
dirección de Eduardo Soler9: Julián Sanz del Río, Ahrens, Tiberghien, el Boletín de la
Institución Libre de Enseñanza... y, al mismo tiempo, tomó parte en las excursiones y
actividades didácticas organizadas en Valencia por Eduardo Soler, siguiendo los métodos de
la ILE.
Esta gradual identificación de Rafael Altamira con la Institución Libre de Enseñanza
se robusteció pronto gracias a la comprensión de la obra de Francisco Giner de los Ríos.
Completó su formación universitaria, realizando el doctorado en Derecho bajo la dirección de
44
Gumersindo Azcárate, una de las personalidades de la Institución: “También en Madrid fue
Soler quien, indirectamente, influyó en la completa determinación de mi vida intelectual.
Llevé cartas suyas para Giner, para Salmerón y para Azcárate. El primero y el último habían
de ser profesores míos en el Doctorado. A la cátedra del segundo -que pertenecía a Filosofía y
Letras- asistí varios años y de allí nació mi amistad con el insigne republicano que durante
algún tiempo compartió con Giner, y contradictoriamente, la influencia sobre una parte de mi
actuación pública. Pero mi mayor y más estrecha convivencia la tuve con Giner” (VV. AA.
1987, p. 35). De esta manera se afianzó su integración en la ILE, convirtiéndose en uno de
sus hombres más diligentes. La instrucción y los consejos de Francisco Giner de los Ríos fue
determinante en la trayectoria profesional e intelectual del joven doctor, como así lo advirtió
éste en las notas de sus memorias:
Ideas básicas que debo a don Francisco: 1.- La de la unidad de la realidad y
su organicidad. Dependencia de las partes. Origen de mi enciclopedismo e interés
por todo. Concordancia con mi inclinación espontánea. Todo saber sirve para los
otros, aún los más apartados de aquél. 2.- La de accuracy. 3.- La de tolerancia y
respeto a las ideas ajenas. 4.- La de reserva en punta a las afirmaciones rotundas.
5.- La de la consideración de la maldad y el error no como una culpa, sino como una
falla del espíritu y de la educación (VV.AA. 1987, p. 37).
Ejerció como profesor impartiendo clases en la ILE y se aproximó a varias de las
individualidades eminentes de la cultura hispana del siglo pasado, llegando a entablar una
gran amistad con Joaquín Costa (vid., Cheyne 1966 y 1992), maestro y compañero de trabajo
45
de Rafael Altamira. Asimismo, trabajó como abogado en el bufete de Nicolás Salmerón, el
gran político republicano cofundador de la ILE.
Aunque comenzó en la labor docente como auxiliar de cátedra de Giner de los Ríos
(se había doctorado en 1887), la Filosofía del Derecho no fue su primordial campo de acción
pese a la influencia que, en este sentido, ejerció sobre él Giner de los Ríos, sino que se decantó
hacia la Historia, como indicó en las notas de sus memorias10.
La enseñanza lo sedujo, en sentido teórico y práctico, trabajó en el Museo Pedagógico
Nacional (vid., Ramos 1968, p. 56), institución designada para promover el conocimiento de
las nuevas experiencias y prototipos didácticos, bajo la tutela y dirección de Manuel
Bartolomé Cossío, ocupando el cargo de secretario segundo desde 1888 a 1910, como lo
testimonia la carta que envió a Pascual Soriano el 29 de julio de 1888: “Mi roce y entrada en
la Institución, mis estudios pedagógicos, mis trabajos asiduos y completamente voluntarios en
el Museo de Instrucción Primaria, han producido en mí el interés más vivo por las cosas de
enseñanza, una reflexión del estado en que se encuentran entre nosotros y, en fin, la
consideración de que la Universidad no tiene remedio sin una reforma radical cuya base, que
viene a ser de este modo el quicio del problema, es la escuela primaria [...]” (ibid., p. 35).
Tuvo clara noción del ascendiente de Francisco Giner de los Ríos en su aleccionamiento como
profesor y, con posterioridad, su experiencia docente en la Universidad de Oviedo: “La base
de mi formación docente fue la cátedra de don Francisco, a la que asistí durante muchos años
y que regenté por algún tiempo; y con ella, el Museo Pedagógico, no solo por los muchos
cursos que de diferentes materias en él expliqué, sino también por el ambiente general
educativo de aquel centro. Pero lo que me formó principalmente como profesor fueron los
trece años en la Universidad de Oviedo y la práctica de las conferencias populares de la
Extensión Universitaria” (ibid., p. 38).
46
También en estas fechas trabajó en el cargo de director del Boletín de la Institución
Libre de Enseñanza como muestra la carta dirigida a Pascual Soriano el 29-X-1888: “He
tomado a mi cargo la Dirección del Boletín de la Institución en el cual pienso hacer grandes
reformas, suscitando la colaboración de Leopoldo Alas, E. Pardo, Valera, Riaño, etc.” A todo
ello se añadió, en 1888, la presentación del diario La Justicia, del que fue director, órgano de
inclinación republicana moderada amparada entonces por Nicolás Salmerón, Gumersindo
Azcárate, Rafael Mª de Labra, Manuel Pedregal,... En 1890 viajó a París para instruirse
sobre historia y pedagogía. Más tarde, en 1892, expuso una ponencia sobre “Pensiones y
asociaciones escolares” en el Congreso Pedagógico Hispano-Portugués-Americano que tuvo
lugar en Madrid, y en el que concurrieron entre otros, Manuel Bartolomé Cossío, Concepción
Arenal, Emilia Pardo Bazán, Aniceto Sela, Adolfo Posada, Francisco Soler, José
Vasconcelos, Bernardino Machado y Zorrilla San Martín (ap., ibid., p. 55)
Durante este periodo no arrinconó sus aficiones literarias, pues escribió en una serie
de periódicos cada vez más vasta y publicó los siguientes libros de carácter literario y crítico:
Mi primera campaña (1893), Novelitas y cuentos (1893) y Fatalidad (1893). En 1895 junto
con Ruiz Contreras fundó la Revista Crítica de Historia y Literaturas Españolas y publicó
los Cuentos de Levante.
La tercera época de la Institución Libre de Enseñanza, de mayor influencia aún en la
vida pública, comenzó en 1907, cuando se creó un nuevo organismo, la Junta para
Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que enviaba a los estudiantes españoles
a curtirse con la ciencia y la investigación extranjeras. El Centro de Estudios Históricos -
subordinado a la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas- se
constituyó en ámbito de perfeccionamiento e investigación de la Historia, en el que alumnos y
47
profesores podían acometer sus trabajos empleando la bibliografía crítica más reciente. De
los seminarios permanentes, Rafael Altamira dirigió el dedicado a la “Metodología histórica.
Historia de España Contemporánea y de la Colonización española”. Fueron directores, en sus
correspondientes especialidades, Eduardo de Hinojosa, Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y
Gasset, Z. García Villada y Tomás Navarro Tomás (ap., VV.AA. 1987, p. 143). En 1910 se
fundó la Residencia de Estudiantes en Madrid por la que pasó lo más notable de la inteligencia
liberal española y en 1919 se presentó el Instituto-Escuela. El vínculo de Rafael Altamira con
la ILE se prolongó a lo largo del tiempo .
El krausismo original y su secuela institucionista de modo particular fueron el gran
revulsivo liberal-racionalista de la España decimonónica y posterior. La reacción y el
tradicionalismo integrista lucharon contra esta innovación, mediante la utilización de todo
procedimiento: anatemas religiosos, persecuciones gubernamentales, polémicas intelectuales,
ataques personales; la reacción española aprovechó la conmoción de la guerra civil (1936-
1939) para demoler el institucionismo hasta sus raíces. El cual, por otro lado y en última
instancia, no era sino la ideología de la burguesía liberal progresista: “levantar el alma del
pueblo” decía Giner de los Ríos que era su cometido, teñido de un innegable populismo en
ocasiones folklorizante. El papel histórico del krausismo y de la Institución Libre de
Enseñanza ha sido explicado del siguiente modo por Manuel Tuñón de Lara:
[...] preparar los hombres de dirección -y también los expertos- para realizar la
transformación de la sociedad española, que suponía, en la coyuntura de fines del
XIX, el acceso a los puestos decisorios del poder de una burguesía que (a diferencia
del estrato superior de la alta burguesía) no se había integrado en el sistema social,
económico y político de la Restauración (1971, p. 45).
48
El indiscutible elitismo fue otro de los rasgos distintivos del institucionismo, que era la
bestia negra de los clerical-autoritarios españoles durante más de cien años. En el ámbito
intelectual, la presencia de un movimiento ideológico -el krausismo, de innegables
consecuencias en la vida del país- al que se le debe la principal renovación de ideas durante la
crisis finisecular, tuvo un éxito impresionante después de la publicación de la Metafísica de
Sanz del Río y, especialmente, de su Ideal de la humanidad para la vida en 1860. Los que
reprochan la pasión de Julián Sanz del Río por un filósofo de tercera categoría debieran
aclarar primero el hecho de la gran popularidad que alcanzó su sistema de pensamiento y el
hecho de que el krausismo consiguió aplacar las necesidades más intensas de la minoría culta
española. Su racionalismo armónico, que galvanizaba la providencia divina con el
determinismo y el esfuerzo moral con la gracia, entregó a aquella minoría la probabilidad de
poseer algunos lazos religiosos sin inmolar su fidelidad al racionalismo. Sus exigencias éticas
encontraron una réplica inminente entre aquellos a quienes las puniciones religiosas
acostumbradas les repugnaban en lo más íntimo de su conciencia. Su postura social era
conforme con el progresismo liberal moderado e inclusive tenía una doctrina estética. Por fin,
los españoles no-tradicionalistas habían hallado un sistema de pensamiento que era también
una manera de vivir y, de ese modo, la influencia del krausismo hasta la aparición de la
Generación del 98 fue incuestionable. El ensayo de Leopoldo Alas sobre su profesor krausista,
Camus, y su narración corta Zurita, además de La familia de León Roch y El amigo Manso,
de Benito Pérez Galdós no son más que ejemplos patentes. Su influencia sobre Unamuno no
ha sido investigada del todo, pero los críticos la mencionan con frecuencia. Tampoco podemos
interpretar, sin mencionar el krausismo, la ratificación tenaz de la generación del 98 sobre los
valores éticos del krausismo -los únicos que aceptaban- y su ávido interés por la filosofía.
49
La influencia de la filosofía alemana moderna, en particular la Krausista11 -
tan valientemente afirmada por Unamuno en su artículo Contra el purismo,- es un
hecho indudable, sea cual fuere la opinión que se tenga respecto de su conveniencia; y
a pesar de la interposición de otras corrientes, de las conversiones al positivismo y a
otros ismos, de muchos de los antiguos adeptos, subsiste el germen krausista que, a lo
mejor, brota y se expande y aun fructifica a través de los estratos más recientes. En
el orden de las ciencias jurídicas, sobre todo, es todavía la doctrina de Krause y de sus
discípulos alemanes y españoles la que impulsa el movimiento moderno y la que
constituye el alma de las direcciones que más apartadas parecen de él. [...] Siendo esto
así, ¿no hubiera resultado interesante oír el parecer de un Salmerón, de un Giner de
los Ríos, etc., sobre la influencia intelectual alemana en España? (Altamira 1905, p.
245).
Es evidente que la figura de Rafael Altamira se perfila alrededor del krausismo -del
que es epígono, cronológicamente- y del regeneracionismo porque participó en:
[...] el krauso-institucionismo (que en el plano filosófico puede llamarse krauso-
positivismo como piensa José Luis Abellán) fue convirtiéndose, poco a poco, en la
punta de lanza de la erosión ideológica del sistema de la Restauración, de su
hegemonía ideológica [...] Si el krauso-institucionismo abre una brecha en la ideología
dominante del bloque de poder, coincide en un período de su existencia con el
regeneracionismo [...] y el más importante regeneracionista será un institucionista, un
discípulo de Giner; se trata de Joaquín Costa” (Tuñón de Lara 1987, pp. 17-19).
50
1.3. El Regeneracionismo: Joaquín Costa y Rafael Altamira.
Como señala Genoveva Queipo de Llano (s.f.), el desastre del 98 puso de manifiesto
la crisis política y financiera del país, pero los problemas agrarios, sobre todo, ya habían
despertado, años antes, la preocupación de todos los sectores de la sociedad. Además, la
agresión norteamericana de 1898, con la que el decadente imperialismo español fue sustituido
violentamente por el de los Estados Unidos, provocó, como es bien sabido, toda una corriente
de pesimismo intelectual que, en rigor, ya había comenzado años antes, si bien fue lo
acontecido en dicha fecha lo que le sirvió de catalizador. Esta manifestación conocida bajo la
etiqueta de regeneracionismo tuvo sus conexiones tanto con el tradicionalismo como con el
institucionismo. Aunque no detentó una función estético-literaria, sino ideológica, fue un
punto de referencia para los jóvenes del 98, que reiteraron algunos temas y aportaron otros.
Parece tratarse, en todo caso, de las propias contradicciones de una burguesía consciente de la
situación del país y que manifestaba así su disconformidad con su marcha histórica (ap., pp.
14-24)
La vasta nómina de los detractores o críticos del sistema político (desde el último
Benito Pérez Galdós a los jóvenes del 98) tuvo su perfecto paradigma en Joaquín Costa (vid.,
Ciges Aparicio 1932, Martín Retortillo 196, Tierno Galván 1961, Cheyne 1972), discípulo de
Francisco Giner de los Ríos (vid., Cheyne 1983) y profesor él mismo en la Institución Libre de
Enseñanza, republicano convencido y activista político de fondo populista, animador de las
“masas neutras”, es decir, de la pequeña burguesía urbana y rural (cfr., en esta última línea su
Colectivismo agrario en España de 1898), en cuya obra se evidencia la importancia del
positivismo para el progreso material y precedente inmediato de la Generación del 98 (Pérez
51
de la Dehesa 1968). Junto con otros de igual raigambre como Rafael Altamira y los
estudiosos de los “males de la patria”: Lucas Mallada, Ricardo Macías Picavea, Damián Isern
y Luis Morote. En este ámbito hemos de situar también a los noventayochistas Ángel Ganivet
y su Idearium español (1898) y el Unamuno de En torno al casticismo (1895). Estos
autores fluctuaban entre el regeneracionismo optimista y el pesimismo, en los que se
combinaba la añoranza del pasado con la crítica del presente y algún que otro modo de
proceder ante el futuro. Representaban a una burguesía belicosa, frustrada o reprimida, que
se unía a la corriente de pesimismo generalizado. Estos eruditos deploraban la crisis nacional
y proponían reformas. El estado deontológico del país los empujó a crear una literatura que
enjuiciaba negativamente la resignación, la retórica vana, el analfabetismo y la podredumbre
de los partidos. Propugnaban, en cambio, que España se descargara de la indiferencia y la
pasividad, y se acercara a los anhelos de futuro de una Europa desarrollada y libre. A raíz de
estas invocaciones y profecías comenzaron a hacer su aparición los jóvenes de fin de siglo.
Fuertemente influidos “por Nietzsche, Schopenhauer y otros irracionalistas como Dilthey,
Bergson o Kierkegaard” (Abellán 1996, p. 25). De la presencia de Nietzsche en España dio
cuenta Rafael Altamira en Psicología y literatura, y ésta fue recogida como testimonio y
también como juicio por Gonzalo Sobejano en Nietzsche en España (vid., 1967, p. 119, 123,
138).
El interés por cambiar España y restaurar su soberbio pasado no constataba ningún
indicio de novedad a finales del siglo XIX. Como otros temas propios de la confluencia a fin
de siglo, el dolor por España se remonta al periodo barroco. Aunque a través de los siglos se
va fraguando el concepto de España como conflictiva encrucijada de culturas, en el siglo XVII
adquirió caracteres trágicos por la decadencia. Cervantes, Quevedo, Gracián y Saavedra
Fajardo criticaron, desde perspectivas diferentes, los males de la patria y, tras ellos, Larra
52
vuelve a insistir en la necesidad de conocer la realidad del país para regenerarlo (idea
defendida por Azorín, sobre todo).
Durante la Restauración existía un espíritu de regeneración que no lograba ser
canalizado. Se reducía a criticar la realidad y a reafirmar la imposibilidad de encontrar
soluciones prácticas. La Institución Libre de Enseñanza significó un intento de rehacer
España “desde abajo” y “desde el principio”, es decir, mediante la educación de las nuevas
generaciones. También la participación de intelectuales en movimientos obreros, así como la
fe en el positivismo, son síntomas de la preocupación regeneradora que existía a finales de
siglo.
La significación de la obra de Joaquín Costa (1846-1911) en relación con la historia
de la literatura reside en el hecho de darse cuenta de que, a finales del siglo XIX, lo que
España necesitaba no era una regeneración moral -siendo el nivel general de virtud más o
menos el mismo de una época a otra-, sino una renovación político-social y económica.
Influido por diversas corrientes de pensamiento (positivismo, krausismo, institucionismo),
representó por sus actuaciones públicas, sus peticiones al Gobierno y sus escritos, las distintas
manifestaciones del Regeneracionismo. Su obra recoge multitud de aspectos desde
“proclamas” a investigaciones sobre la sociedad, lenguaje popular, poesía, tradición, que
intentan conocer el pasado español para elaborar sobre él planes reales de regeneración. Sus
ideas (no sistematizadas) no significan una postura aislada (otro de los personajes
significativos de esta etapa es Rafael Altamira, como veremos más abajo), sino el exponente
de una actitud general que, bajo el Gobierno conservador (Silvela-Maura), pudo llegar a
algunas realizaciones prácticas.
53
Hasta 1890, Joaquín Costa había permanecido al margen de la política, pero a partir
de la crisis económica de 1890 (y aún con más fuerza tras 1898) organizó a los labradores de
su Huesca natal en la Cámara agrícola del Alto Aragón. El grupo presentó sus necesidades
más acuciantes: construcción de canales y pantanos; apertura de mercados para los productos
agrícolas perjudicados por el arancel proteccionista; autonomía administrativa para los
municipios; mejora de la instrucción y sistemas jurídicos para las colonias. Esta organización
se unió a otros movimientos semejantes, llegando a formar la Liga nacional de Productores en
1899 y, en 1900, Costa fundó el partido la Unión Nacional, para salvar sus intereses
económicos, junto con Santiago Alba y Basilio Paraíso (vid., Cheyne 1967).
La influencia krausista, unida a la de la escuela alemana histórica que sostenía la idea
de un espíritu popular, creador de un sistema político y jurídico original en cada país, está
presente en sus estudios sobre la tradición como en Introducción a un tratado de política
sacado textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la Península (1881). Su
preocupación por la Historia se resume en un prólogo de 1906: “Yo he sentido curiosidad de
saber y se lo he preguntado a la Historia, en qué ha demostrado aptitudes nuestro pueblo, y
[...] si posee condiciones para ser una nación moderna”. Atribuyó la decadencia española al
mal gobierno de los políticos, al celibato y a la intolerancia religiosa, y pedía: “[...] despertar
a España de esta horrible pesadilla de cuatro siglos, [...] resucitarla a nueva vida,
proveyéndola de un órgano de pensamiento y de voluntad y de corazón [...] capaz de
responder a las exigencias de nuestro siglo” (Costa [1902]1969, p. 159).
En todas sus obras se observa el deseo de unir la cultura y la política. Sus obras más
importantes en este aspecto son Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno
en España (1902) y Reconstitución y europeización de España (1910), en la que buscaba un
“cirujano de hierro” (como se autoproclamaría Primo de Rivera) para la maltrecha nación
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española, un dictador nacional-populista (cuyo perfil ofrece Rafael Altamira en La dictadura
tutelar en la Historia ([1895] 1898) que acabase por la fuerza con tanta miseria, ejecutor de
la “desafricanización y europeización” del país, que pusiera en marcha la idea costiana de
“despensa, escuela y siete llaves al sepulcro del Cid”, que extirpase el régimen caciquil y
oligárquico de la Restauración. Su tragedia fue doble. Primero, no se apercibió de que el sólo
movimiento de unas masas autonominadas progresistas podría imponer sus programa de
escuela y despensa a una oligarquía mal dispuesta: su demanda de un “cirujano de hierro”
(de la que Baroja y Maeztu se hicieron eco en su juventud) era una determinación quizá
provocada por la desesperación (aunque quizá es simplificar demasiado tan grave cuestión).
Si bien es aceptada de modo general esta afirmación por la crítica, hemos de decir que de su
epistolario con Rafael Altamira se deduce, de modo efectivo, la incompatibilidad entre las
ideas y el modo en que los políticos las llevaban a cabo, todo ello se trocaba en un sinsentido
que acabó en la Guerra Civil española. En segundo lugar, no consiguió arrastrar a la
generación de intelectuales más joven, excepto en sus críticas negativas de la organización
política española (véase El chirrión de los políticos, de Azorín, en 1927, donde la crítica del
parlamentarismo huero se trueca en alabanza a la Dictadura de Primo de Rivera -de ahí otra
de las, cuando menos, aparentes contradicciones políticas de Azorín-).
Después de un corto e inefectivo periodo, en que Baroja, Azorín y Maeztu (“Los
Tres”) aceptaron la idea de la misión social de los escritores y publicaron un manifiesto que
seguía las líneas del pensamiento de Costa, la Generación del 98 en conjunto perdió interés
por la regeneración práctica. Donald L. Shaw opina que ello se intentó, tratando, previamente,
de influenciar a la opinión pública. El resultado fue Juventud (doce números entre el 1 de
octubre de 1901 y el 27 de marzo de 1902; fundada y editada por Baroja y Azorín, con la
ayuda de un periodista profesional, Carlos del Río). “Pese a que incluía crítica literaria,
Juventud fue esencialmente el vehículo de las declaraciones ideológicas, políticas y sociales de
55
‘Los Tres’ y su círculo. Colaboraron Unamuno, Costa, Giner, Cajal, Dorado Montero,
Besteiro y Rafael Altamira; es decir, la crema de la ‘intelligentsia’ progresista” (1989, p. 41).
Dos escritores que secundaron los esfuerzos de Joaquín Costa y que merecen
mencionarse fueron Lucas Mallada y Ricardo Macías Picavea, autores, respectivamente, de
Los males de la patria y la futura revolución española (1890), que Azorín consideraba como
el más significativo del momento, y El problema nacional (1899) que seguía la línea del
famoso artículo “Sin pulso”, publicado en 1898, por Francisco Silvela. Aunque la literatura
“regeneracionista” -pensemos en el marqués de Dosfuentes, Julio Senador, Gustavo de
Laiglesia- tuviera muchos cultivadores entre 1890 y 1920 (ap., Shaw 1989 p. 42).
A raíz de la derrota del 98, y en la línea de los autores arriba citados, Damián Isern
publicó Del desastre nacional y sus causas (1899) y Luis Morote La moral de la derrota
(1900). Lo ocurrido en 1898 había echado por tierra el teatral decorado de la Restauración
(vid., Maurice, J. y Seco Serrano 1977), y expuesto a plena luz la crisis social, económica y
política, la frustración de las clases medias, por no decir del proletariado. Por otro lado y con
excepciones notables, el regeneracionismo alimentó el mito de la abulia hispana y lanzó a los
cuatro vientos un pesimismo ideológico contra el cual tronarán el proletariado militante e
intelectuales de la categoría de Benito Pérez Galdós, e incluso de Rafael Altamira, que
trataba por todos los medios de influir en la opinión pública de modo positivo, animando a la
lucha contra la desesperación, en sí misma, y llamando a la acción desde sus publicaciones en
la prensa de la época y en sus libros; en su juventud los del 98 adoptaron, también, esta
llamada a la acción.
La amistad de Joaquín Costa con Rafael Altamira se estableció y se cimentó a través
del afecto de estos dos hombres hacia quien había sido el maestro de ambos, Francisco Giner
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de los Ríos y de su lealtad a su obra pedagógica, la Institución Libre de Enseñanza, cuyos
ideales no dejaron de apoyar a lo largo de sus vidas. Alusiones a la Institución, preocupación
por la cátedra y la salud de don Francisco y recuerdos para “los de casa” aparecen con
frecuencia en su epistolario común. George J. G. Cheyne, uno de los mejores especialistas
sobre la vida y obra de Joaquín Costa, en su obra El Renacimiento ideal: epistolario de
Joaquín Costa y Rafael Altamira (1888-1911), ofrece, de manera efectiva, la relación entre
ambos personajes cuya actitud y actividad es fundamental para este trabajo, pues descubre,
como se muestra a lo largo de este estudio, la intensa propaganda regeneracionista que Rafael
Altamira desarrolló a lo largo de toda su vida, tan importante como la de los regeneracionistas
habitualmente citados en la bibliografía que se refiere a este tema y por la que es ignorado
generalmente, tal vez porque su labor como jurista e historiador oscurece su figura para los
estudiosos de la literatura.
Efectivamente, Rafael Altamira solicitó consejo a Joaquín Costa para sus
investigaciones históricas y a través de las cartas de ambos intelectuales se puede comprobar
la común preocupación por el porvenir de España y los planteamientos sobre la enseñanza de
la historia. Para Rafael Altamira, Joaquín Costa fue el promotor de un “renacimiento ideal”
entre los jóvenes intelectuales de la España que pasa del siglo XIX al XX, o del 98. Rafael
Altamira evolucionó hacia el compromiso político activo con el fin de mejorar la situación de
España, otros sólo hablaban. Tal se infiere de la opinión de Manuel Azaña en el número 22
de la Revista España, de 22 de diciembre de 1923, en que decía:
Los miembros de la generación de mil ochocientos noventa y ocho, en el
fondo, no demolieron nada, porque dejaron de pensar en más de la mitad de las cosas
necesarias. Dicha generación innovó, transformó los valores literarios. Esa es su
57
obra. Todo lo demás está lo mismo que ella se lo encontró. Su posición crítica, que
no tenía mucha consistencia, no ha prosperado. ¿Qué cosas, de las que hacía rechinar
los dientes a los jóvenes iconoclastas del noventayocho, no se mantienen todavía en
pie, y más robustas si cabe, que hace treinta años? [...] Costa se persuade de que los
españoles tienen hambre, que no saben leer ni escribir: déseles pan, ábranse escuelas.
Picavea demuestra que el ‘bisel del Atlántico’ y el ‘bisel del Cantábrico’ estorban el
paso de las nubes hasta el corazón de la Península; llueve poco y mal. Riéguese la
tierra, repuéblense los montes. Esto era bueno, pero no nuevo. Los claros varones de
nuestro siglo XVIII lo dejaron propuesto. Mas ¿quién ha de costear el pan y las
obras? ¿Quién regentará la escuela? ¿De quién será la tierra, esté seca o regada?
Ahí se abre la perspectiva sobre los fines y comienza cabalmente la política (Azaña,
1997, p. 169).
Entre 1888 y 1911, en que muere Joaquín Costa, las cartas se sucedieron e
intercambiaron. En un mismo día se escribían a veces más de una nota. Era el modo de
comunicación del siglo XIX y comienzos del XX: dejar notas o avisos de casa a casa, a veces
por recadero y otras en visitas no anunciadas en las que el corresponsal quizá no estaba. El
teléfono nos hubiera despojado de ellas. Así se pueden leer en las cartas frases que invocan la
imagen: “[...] he venido para hablarle [...]”, “para que a la vez charlemos de todo esto [...]”,
“venga para que hablemos de largo [...]”, “[...] y entonces hablaremos” (Cheyne 1992, p. 11)
Según indica George J. G. Cheyne, del estudio de los textos iniciales se desprende que
Rafael Altamira estaba ocupado en la tarea de transformar en libro su tesis doctoral sobre
Historia de la Propiedad comunal y que entregó al juicio de Joaquín Costa el fragmento de la
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tesis del que había usado material bibliográfico suyo, puesto que discurría sobre iberos y
celtas. Joaquín Costa, disconforme con su propio trabajo anterior, lo rehizo para su joven
compañero y se hizo cargo del papel de mentor o tutor, aunque ya en estas pruebas precoces
se testimonia que la asistencia es mutua. Joaquín Costa le transmitió sus reflexiones sobre la
trascendencia del Código Theodoriano y el Breviario de Alarico y, sobre todo, orientó a
Rafael Altamira con coherencia y firmeza erudita sobre la dimensión que lo ibérico y céltico
debía desempeñar en sus escritos, ya que, a su modo de ver, fueron esas civilizaciones las
características de la Península (ap., 1992, pp. 11-12). Abiertamente señalaba Rafael
Altamira lo útiles que le eran estos consejos porque el mayor inconveniente “era no saber
dónde encontrar las fuentes” (ibid., p. 12)
Las dos materias primordiales de las cuales trata el epistolario entre ambos son, según
Cheyne: la Historia como ciencia y la preocupación por España como nación, y sobre todo la
cuestión administrativa y de gobierno. Por eso mismo la educación y la proyección de España
en el extranjero se apodera de gran parte de su conversación epistolar, pero no se deja de lado
el interés por la metodología y por la historiografía. Sino más bien al revés, puesto que en el
extenso correo de 1891 Rafael Altamira demanda la opinión de Joaquín Costa sobre cómo
debe elaborarse la enseñanza de cada día (no ha de omitirse que en aquellos momentos Rafael
Altamira estaba desarrollando sus primeras experiencias docentes). Envió a Joaquín Costa un
bosquejo bastante minucioso de programación para la Sección de Historia de las Facultades
de Filosofía y Letras y le pidió alguna sugerencia sobre cómo ponerlo en práctica: “¿Qué se
le ocurre a V. sobre esto para ilustrarme?”. A Joaquín Costa se le ocurren muchas ideas y
remitió a su amigo una glosa franca y minuciosa en dos cartas, en que le expuso una
programación tan bien instituida, que es acreedora de un estudio aparte. La segunda carta
comienza como una charla inconclusa: “para que no se me olvide y para lo que pueda servir
en las clases de Fuentes de la Historia de España”, y le acompañan una serie de instrucciones
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modernísimas en cuanto a los procedimientos: métodos de prácticas, de recoger datos, de
excursiones sobre el terreno, etc. La innovación del método complació de tal forma a Rafael
Altamira, que agradeció las advertencias y aseveró que las reflejaría “en lo de nuevo que
tiene” (ap., ibid., pp. 12-13). La relación entre ambos era biunívoca, un quid pro quo, porque
más adelante, Rafael Altamira se mostraba en deuda con Joaquín Costa, debido a su criterio y
observaciones sobre La Enseñanza de la Historia, libro que le dio su primera alegría
latinoamericana cuando supo, en 1893, que en la Universidad de Chile se había fundado una
cátedra para emplear la metodología de la historia tal y como en él quedaba expuesta.
Pero Joaquín Costa también dependió de Rafael Altamira, a quien asiduamente pedía
que le buscara apuntes o datos en el Ateneo. Siguió, además, utilizando su influjo para que su
joven amigo estudie la bolsa y la cotización regular del agua de riego en la región alicantina,
labor de investigación sí, pero que tiene para Costa un aspecto político. Así lo advirtió Rafael
Altamira quien, en 1892 (año de abundante correspondencia), e intuyendo la primera alusión
política sugerida por las actividades de Costa, preguntaba si “la gente [...] penetra en el
sentido práctico de las ideas de V.” La veloz repuesta de Costa exhortando a su amigo a que
hablase en un mitin sobre “el agua como elemento de movilización económica de la tierra”
cuya trascendencia no vislumbraban los políticos, originó en Rafael Altamira la primera de
una serie de negativas a comenzar la acción política, acción que llegó mucho más tarde,
después de la muerte de Costa. En aquellos momentos sólo le deseó que su política hidráulica
consiguiera “todo el éxito que merece y me interesa en el alma” (ibid., 1992, p. 13).
Tras las negativas de Rafael Altamira para entrar en la política activa, Joaquín Costa
recibió, no sin extrañeza, una consulta de su amigo sobre “cómo entiende la confección de un
periódico a la moderna, secciones que puede comprender y sugestiones de asuntos
desconocidos todavía en nuestra prensa”. Ello se debió a que Rafael Altamira se había
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comprometido a encargarse de La Justicia y, aunque decía que su intención era esforzarse en
“no enseñar demasiado la punta de partido”, aspiraba a, contradictoriamente, hacer del
periódico “un órgano de los intereses nacionales, no madrileños, y un instrumento de cultura
nacional” y ofreció a Joaquín Costa una plataforma desde donde mostrar “los graves
problemas de Aragón y aun los generales que V. conoce como nadie”. Joaquín Costa
agradeció la invitación pero desconfiaba del éxito de la operación, porque, según él, “la masa
neutra que es quien habría de aplaudirles, no lee; los que leen quieren discursos, misceláneas,
crímenes, loterías, toros, balances y últimas horas, importándoles poquísimo, si algo, los
intereses nacionales” (ibid.).
No se ha encontrado ninguna carta del año 1894, año en que Joaquín Costa12 se mudó
a Madrid y emplazó su bufete de notario en Barquillo 5, lo cual facilitó el intercambio
personal de opiniones e hizo menos necesarias las cartas. George J. G. Cheyne apunta en su
estudio que la ausencia de cartas también se pudo deber a otros dos factores: el primero de
ellos, que en 1894 Costa publicó sus dos versiones de De los fideicomisos de confianza,
inspirados por el Pleito de la Solana que le obligó a hacer numerosos viajes a la Mancha; en
segundo lugar, que en ese mismo año Rafael Altamira vio sus relaciones con María Julián
definitivamente rotas y conocemos por las cartas de éste a Pascual Soriano que dicho fracaso
sentimental tuvo en él un efecto doloroso.
En 1895 se vuelve a las inquietudes intelectuales. Fundó la Revista crítica de
Historia y Literatura españolas, pero esta vez Rafael Altamira no había pedido consejo antes
de emprender su obra. La publicación produjo comentarios de Joaquín Costa que Rafael
Altamira aceptó complacido, tanto más cuanto eran del todo elogiosos. “Está muy bien hecha,
corte europeo” dice Costa, confesando su tenaz preocupación porque España se europeíce.
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Desconfiaba, sin embargo, y con razón, de que Rafael Altamira pudiese con todo el trabajo
más de seis meses.
Otro hecho muy significativo, y del que no hay constancia en el epistolario, ocurrió en
1895: todo aconteció a raíz del tema previsto por la sección de Ciencias históricas del Ateneo
de Madrid sobre La tutela de pueblos en la historia, que debía inaugurar el curso de 1895 del
Ateneo madrileño, y cuyo objetivo tenía como meta presentar una serie de conferencias
monográficas en las que cada orador debía aportar datos de su trabajo personal para el
esclarecimiento de la cuestión. El ciclo de conferencias a debate fue inaugurado por Rafael
Altamira con El problema de la dictadura tutelar en la historia. El objetivo fijado de las
investigaciones propuestas era estudiar la acción de los reformadores y tutores políticos que
ejercen un poder absoluto y sustituyen “a la acción colectiva cuando ésta no tiene conciencia
de su misión, o carece de fuerzas para cumplirla mediante su propio esfuerzo” ([1895] 1898,
p. 118).
Lo importante para Rafael Altamira era realizar “un estudio histórico de las
dictaduras que en el mundo se han producido, [porque sin ello] toda teoría quedará falta de
base segura, e imposibilitada de dar buenos frutos” (ibid., p. 142). La lectura de esta obra
nos lleva a la rápida identificación entre la situación española y la teoría manifestada por
Rafael Altamira, ello queda explícito en el texto, e induce a pensar que nuestro autor nos ha
dirigido, quizá manipulado hábilmente, para conducirnos hacia su propia tesis: la posible
justificación de una dictadura tutelar en España. Si se propuso elaborar una historia de las
dictaduras tutelares que fundamentaran la necesidad de una doctrina jurídica sobre este tipo de
dictaduras debía ser porque quizá se deseaba la existencia justificada y razonada de una
dictadura tutelar. Véanse las palabras textuales de Rafael Altamira que inducen a sospechar
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esta conclusión, aunque la ambigüedad es clara al no indicar las directrices a seguir, sino que
se deja abierta la posibilidad de su utilidad en un momento dado que parece ser éste:
La declaración que en nuestro mismo país acaba de hacer la opinión pública
en punto a la necesidad de remedios extraordinarios, quizá momentáneamente
antilegales si se les mira con formalismo inflexible, aunque redimidos inmediatamente
de esta tacha por la misma conciencia nacional que crea las leyes, parece llevar en el
fondo la presencia de ese acomodamiento con el derecho fundamental del sujeto
jurídico, que, sin salir de la esfera jurídica, como ya nota Holtzdorff, pueden tener
ciertos remedios extraordinarios. [...] Y a eso precisamente hemos de tender: a la
elaboración de la doctrina jurídica de la dictadura tutelar [...] (Altamira 1898, p.
171).
Este extenso artículo de sesenta y cinco páginas ofrece una visión histórica diacrónica
de las distintas “dictaduras tutelares” y es muestra de una gran erudición histórica y
ensayística. Uno de los datos significativos que se aportan son las características que debe
poseer un dictador y sus funciones, esto es, su perfil (ap., ibid., pp. 137-138). Dado que si
bien la situación interna de España fue analizada, con valentía y/o temeridad por Rafael
Altamira, tras El problema de la dictadura tutelar en la historia fue visto como un firme
apologista de la necesidad de una dictadura tutelar dada la pésima situación de nuestro país,
pues parece verlo como mal menor, levantando los recelos de las izquierdas y dando alas, así,
a las derechas.
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En opinión de Iris M. Zavala, dada la delicadísima situación política existente, los
regeneracionistas buscaron argumentos a lo largo de la Historia con los que apoyar “su
postura sobre una posible dictadura tutelar” (1982, p. 668). Y sólo así puede comprenderse la
postura de Enrique Tierno Galván cuando llamó “prefascistas” (1977, pp. 133-137) a los
regeneracionistas (ap., Zavala 1982, p. 663-670). La polémica que suscitó el ciclo de
conferencias del Ateneo madrileño, y, en concreto, El problema de la dictadura tutelar en la
historia llevó a Rafael Altamira, tres años después, en De historia y arte (1898), a indicar en
nota a pie de página que:
[...] el autor no se propuso hacer otra cosa que exponer a manera de programa, los
diferentes problemas que supone aquel tema de investigación [...], hubiera sido
anticipación indiscreta, y como imposición del propio criterio a los que le siguieran,
que el autor comenzara dando un cuerpo de doctrina con afirmaciones y conclusiones
cerradas; aparte de que, siendo la cuestión obscura por lo inexplorada, contiene
muchos puntos en que el autor confiesa no tener formado criterio, algunos en que no
le parece aventurado asegurar que nadie lo puede tener aun científicamente (ibid., pp.
107-108).
Lo cierto es que Rafael Altamira cayó en desgracia política y literaria (en el amplio
sentido de la palabra) para la posteridad, para los españoles de fin de siglo XX, cuando a
otros autores, como Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle-Inclán o Azorín les han sido
perdonadas o ignoradas sus veleidades políticas por la crítica y la opinión pública. Nos
preguntamos por qué este no es el caso de Rafael Altamira, la respuesta quizá llegue algún
día. Rafael Altamira no era ningún ingenuo cuando argumentaba sus tesis. Su esquema de
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pensamiento podría resumirse en: existe la necesidad de una dictadura tutelar porque aquí
tenemos los hechos que lo prueban: la situación política interna y externa del país, esta última
la más grave -faltaban tres años para el desastre del 98- y veintiocho para la dictadura de
Miguel Primo de Rivera.
Volviendo al epistolario de Joaquín Costa y Rafael Altamira se descubre entre las
cartas de 1897 una nota, sin fecha, que, en su tiempo, bien hubiera querido Joaquín Costa
haber escrito él mismo: “Querido Costa: he sido votado catedrático por mayoría. Iré a
contarle detalles”. El tono confiado y la obvia alegría de este breve mensaje, seguramente, dio
una profunda satisfacción a Joaquín Costa, aunque quizá sintiera también una cierta desazón
al rememorar su fracaso personal para alcanzar una cátedra de Derecho o de Historia cuando
tenía todas las condiciones intelectuales y títulos académicos para ejercer. En opinión de los
que lo conocían bien -entre ellos Rafael Altamira mismo-, España perdió así a un catedrático
de gran rango y potencia intelectual intachable (ap., Cheyne 1992, p. 14).
En 1897, Rafael Altamira pasó a su cátedra de Historia del Derecho en la Universidad
de Oviedo, donde se encontró con un grupo de profesores que trabajaban por la renovación
metodológica de las ciencias y, además, se tenía un enorme interés por extender la cultura a la
clase obrera. Esta aspiración se tradujo en la creación de la Extensión Universitaria.
Inspirada en modelos ingleses, era un intento de acercar la Universidad a la masa obrera que,
entonces, carecía de acceso a la cultura. De 1898 a 1912 la Universidad de Oviedo desarrolló
este interesante proyecto, pronto imitado por otras universidades españolas. Forjaron este
proyecto los profesores Adolfo Álvarez Buylla, González Posada y Aniceto Sela -todos ello
miembros de la ILE-, quienes habían contado con el impulso de Leopoldo Alas, fallecido en
1901, y con el apoyo del rector de la Universidad, Fermín Canella. La inclinación de Rafael
Altamira a la acción regeneradora y/o krausista lo llevó a desestimar la posibilidad de
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abandonar Oviedo, (ya que pensó en la viabilidad de aproximarse a Alicante13, y al principio
de su estancia solicitó, y le fue concedido el traslado a la Universidad de Zaragoza en 1898,
aunque no lo llevó a cabo) porque el grupo de trabajo existente en Oviedo, las posibilidades
intelectuales que éste le ofrecía a un hombre como él, interesado y preocupado intensamente
por la regeneración del país, lo decidieron a seguir en su cátedra ovetense (ap., VV. AA.
1987, p. 61-62).
El dinamismo social de la España del Norte captó la atención del intelectual
sugestionado por los problemas sociales. De manera que, al trabajo que realizaba en la
Extensión Universitaria y la organización de las colonias escolares, se añadieron las
colaboraciones habituales en la prensa de Oviedo, Gijón, Vigo, Bilbao, etc., que trataban los
conflictos e ideas sociales de principios de siglo.
Las ideas regeneracionistas y reformistas, que condujeron a Rafael Altamira a una
actitud de comprensión -si bien todavía no llegaba al compromiso político- de los problemas
sociales, las compaginaba con su labor investigadora y pedagógica. Asumió con
responsabilidad el proyecto institucionista de las colonias escolares, así como la actividad
investigadora.
Estos años fueron entrañables personalmente para Rafael Altamira que contrajo
matrimonio con Pilar Redondo (1899). Fueron años, también, de crecientes contactos con
científicos españoles y extranjeros. A su colaboración en congresos (Roma, Berlín), al
afianzamiento de las relaciones de amistad con prestigiosos profesores e investigadores
europeos (Seignobos, Desdevises du Dézert, etc.), se añadía el extraordinario recibimiento que
la obra publicada por Rafael Altamira tenía en España entre personalidades de la máxima
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relevancia científica como Marcelino Menéndez Pelayo, Eduardo de Hinojosa, Santiago
Ramón y Cajal o Ramón Menéndez Pidal.
La regeneración de España, como se ha dicho, pasaba por el diagnóstico de sus males
y por el deseo de una elite de desarrollar la potencialidad del pueblo español. Potencialidad
que debía ser impulsada desde la creación de la libertad de cátedra, el estrechamiento de
relaciones entre la Universidad y la sociedad con la que ésta coexistía. En definitiva, para los
regeneracionistas, la institución universitaria debía de satisfacer las necesidades de la sociedad
española.
La realización de este plan implicaba distintas actuaciones, como la difusión cultural
a través de la creación de ediciones asequibles al público, el desarrollo de planes que
erradicaran el analfabetismo, la necesidad de traducciones tanto de los clásicos como de
autores de otras lenguas.
Una de las aportaciones de Rafael Altamira a la última orientación fue la traducción
de la novela de Narcís Oller L’Escanyapobres14 en 1897, junto con la publicación en 1898 del
libro De historia y arte (Estudios críticos)15, que -podríamos sugerir- se constituyó en el arte
de la propaganda del ideal regeneracionista. La intención del volumen era educativa: “[...] y
así se verá que en el examen de las obras literarias atiende más el autor el fondo ideal de ellas
que a las cualidades puramente artísticas” (Altamira 1898, p. VIII). En la Advertencia
preliminar fechada en abril de 1898 se indicaba que:
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Salven a los estudios y notas que contiene este volumen la intención con que
fueron escritos, y con la cual se publican ahora, por si algo pueden servir para la
propaganda del ideal que nos anima (ibid., p. VIII).
De historia y arte16 se concibió como un libro difusor de ideas o tendencias y, la
literatura periódica, la prensa, se convirtió en el medio ideal para difundir el espíritu de la
regeneración en España. Formar e informar a los españoles de los males de la patria para
poder superarlos, educación para el pueblo por encima de todo porque “para un español que
se preocupe seriamente por el porvenir de la patria, no puede haber otro tema” (ibid., pp. VII).
Volviendo al intercambio epistolar, éste da cuenta de un artículo en el que Rafael
Altamira había presentado a Joaquín Costa como uno de los inspiradores del impulso que
denominó “renacimiento ideal” y en el que le asignaba un importante cometido en el
encauzamiento político de la juventud. Pero Joaquín Costa le negó tener tal ascendiente y le
escribió unas líneas muy amargas sobre el estado del país. En el intercambio de
consideraciones entre los dos amigos, Rafael Altamira declaraba su optimismo ante el
escepticismo de Joaquín Costa. Es en asuntos como éste donde se ve como el vínculo entre los
dos hombres comenzaba a nivelarse y, aquella relación entre discípulo y maestro, pasó a ser
un intercambio entre iguales. Así, dice Rafael Altamira: “No se me oculta la parte
constructiva que puede haber en mis artículos y de intento la he mantenido en ellos. No creo
engañarme al decir que hay fermento en la juventud [...] y opino [...] que la manera mejor para
que las cosas cuajen es suponer que ya han cuajado, animando a la gente. [...] Después de
todo en el deseo, en la intención ... y en las obras (pues V. trabaja más que nadie), todos
estamos conformes” (ap., Cheyne, p. 12)
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Así había llegado el 98. En la correspondencia del año 1898, que se debe leer con
máximo cuidado, Rafael Altamira manifestó su teoría de que habría que ejercitar un
“pesimismo metódico (como la célebre duda)”, pero siempre suavizado por la necesidad de
“no matar la esperanza”. La esperanza de Rafael Altamira era que la “masa” contestara al
llamamiento de “hombres que tienen prestigio y están desligados de todo partido, como V. y
cualquier de nuestros amigos del Obelisco, de Oviedo, etc.” deduciendo que tales hombres
deberían “emprender ahora una campaña de difusión de ideas”; pero el pesimismo de Joaquín
Costa no era cuestión de método, sino hondamente sentido. Él mismo lo definió como tal
cuando declaró, en agosto de 1898, que quizá “tenga parte de su causa en la estructura
cerebral o en la lobreguez del túnel sin salida por donde he caminado dando tumbos cuarenta
años” y, en 1905, diría “este último periodo de mi vida más que invertebrada rota,
fragmentada”. Llama la atención el uso de esa expresión dieciséis años antes de que Ortega y
Gasset lo eligiera para titular su famoso estudio en que definía “el presente de España”.
En aquellos momentos Joaquín Costa se retrajo; no replicó a las estímulos de su
amigo y con ello se podría inferir que eran los de Oviedo y los del Obelisco quienes deberían
pasar a la acción. Ansiaba, sobre todo, que Francisco Giner interviniera: “con una dirección
como la suya”, dice, “podría crearse algo que no sufriría los defectos de los partidos
políticos”, pero por sí mismo se juzgaba impropio para tal acción, arguyendo que ya lo había
intentado años atrás “cuando aún brillaba sobre España la esperanza” se había preocupado de
tales cosas, junto con Rafael Salillas. Sin embargo, y según su costumbre, ésto no le impidió
caer en la tentación de trazar un bosquejo de tal actuación. Rafael Altamira se mostró de
acuerdo con Joaquín Costa, pero lo que pretendía era que su amigo emprendiera una acción
política, quizá con la esperanza o la certeza de que si Francisco Giner se arriesgara “a luchar
en la forma que V. dice y yo también pienso... si él se lanza y con él unos cuantos nos dejaría
69
V. huérfanos de su poderosísimo concurso?”. Joaquín Costa se conformó con no responder a
la propuesta de Rafael Altamira (ap., ibid., p. 14)
Rafael Altamira inició con Joaquín Costa el debate de lo ocurrido en 1898, aludiendo
a sus “tristezas españolas”. Por su parte, Joaquín Costa advirtió que “no se anuncia
absolutamente nada” que personificase un “renacimiento ideal”. Sugiere Cheyne que la
reflexión sobre ideas fue la causa de que Rafael Altamira seleccionara como tema del
discurso inaugural de la Universidad de Oviedo: “El patriotismo y la Universidad”, discurso
que originaría luego su Psicología del Pueblo español (ap., 1992, p. 14). Rafael Altamira
confirma esta hipótesis en Tierras y Hombres de Asturias: “Cuando yo obtuve, en la
oposición reglamentaria según la Ley de Enseñanza Pública, la cátedra de Historia del
Derecho Español en la Universidad de Oviedo, era rector de ésta Félix Aramburu. Como la
toma de posesión de mi profesorado se realizó en Madrid y en el mes de mayo, consideré
discreto pedir a don Félix que mi incorporación no se produjese hasta el comienzo del próximo
año académico (es decir, el 1º de octubre de 1898: el año de nuestra catástrofe colonial en
Cuba y Puerto Rico), ya que parecía indiscreto que yo fuera a examinar, en septiembre, a una
promoción de alumnos que no había estudiado conmigo. Aceptó el rector este arreglo; con lo
que, por ser yo el benjamín de los profesores, me tocó escribir el Discurso de apertura del
curso que comenzaría el 1º de octubre del año antes citado. Así nació mi librito titulado El
Patriotismo y la Universidad, redactado a impulsos de la reacción espiritual que hicieron los
españoles (singularmente los jóvenes) para levantar al país de la tendencia pésima que
entonces preponderaba. Quise contribuir a ese esfuerzo explicando mis ideas en cuanto al
papel que, a mi juicio correspondía a la Universidad en el nacimiento de una España nueva
que Joaquín Costa (entre otros que ya no éramos jóvenes) se esforzaba por crear en el orden
político y administrativo” (1949, pp. 172-173). Rafael Altamira alentaba a modernizar y
70
regenerar España mediante el fomento de todo el potencial cultural del país como muestra
este breve fragmento del discurso:
Tengo la convicción firmísima de que, entre las condiciones esenciales para
nuestra regeneración nacional, figuran como ineludibles las dos siguientes: 1.ª
Restaurar el crédito de nuestra historia, con el fin de devolver al pueblo español la fe
en sus cualidades nativas y en su aptitud para la vida civilizada [...]. 2.ª Evitar
discretamente que ésto pueda llevarnos a una resurrección de las formas pasadas, a un
retroceso arqueológico, debiendo realizar nuestra reforma en el sentido de la
civilización moderna, a cuyo contacto se vivifique y depure el genio nacional y se
prosiga, conforme a la modalidad de la época, la obra sustancial de nuestra raza. [...]
Trabajemos para producir libros a la altura de la ciencia contemporánea,
esforcémonos por perfeccionar nuestra literatura científica (VV.AA. 1987, pp. 65-
66).
El discurso de Rafael Altamira en la Universidad de Oviedo en 1898 atrajo el aplauso
de Joaquín Costa y, con él, la sugerencia de nuevas ideas. No era suficiente llevar el servicio
intelectual de los españoles a América sino que había que ir también a Europa. Con el
pragmatismo acostumbrado Joaquín Costa dictaba cómo: “Los profesores y alumnos -
alumnos todos- que vayan a estudiar fuera, no deben ir con las manos vacías... deben ir
acompañados de un inventario... de ese poco pero sólido que España puede brindar a Europa”.
Parece atisbarse por vez primera la Junta para Ampliación de Estudios que se creó, al fin, en
1907 (ap., Cheyne 1992, pp. 11-14).
71
Los sucesos empezaron a desarrollarse con rapidez. El 20 de noviembre de 1898, a
pesar de la discreción que se había impuesto, Joaquín Costa se hizo cargo de la
responsabilidad de conciencia que Francisco Giner se había limitado a apuntar, y publicó un
Programa-Manifiesto que inició su penúltima acción política (que culminó, más tarde, con la
fundación en 1900 de la Unión Nacional cuyo directorio estaba constituido por Costa, Paraíso
y Santiago Alba).
De nuevo, las cartas de Rafael Altamira son un epistolario de respuesta y comentario
a las acciones de su amigo enviando, en nombre suyo, y es de suponer, de los de Oviedo,
“nuestra admiración y nuestra adhesión”. Joaquín Costa agradeció las misivas de apoyo pero
pensaba que: “[...] la adhesión del grupo de allí debe ser broma porque nadie se ha
pronunciado [...] yo estoy en esto por accidente: no es empresa para viejos, y menos para
viejos como yo” (ap., ibid., p. 112).
Ciertamente Joaquín Costa no consiguió de los “intelectuales” la réplica que deseaba.
Rafael Altamira fue quizá quien más dispuesto estaba a participar en el esfuerzo del aragonés:
afirmando su “profundo interés” y sus deseos de éxito para una tarea con cuyo espíritu se
sentía “identificado” y que juzgaba “necesaria y quizá el último experimento sobre este cuerpo
abúlico, pero vivo que llamamos España”.
Pocas veces, sin embargo, dejaron de comunicarse en las cartas asuntos de erudición y
no faltaron, junto a los asuntos políticos, palabras relacionadas con las obras de ambos
amigos. Joaquín Costa agradeció la juiciosa reseña periodística de Rafael Altamira a su
Colectivismo agrario en España (1898), “hecha con tanta adición al autor como al asunto del
libro” y recibió con admiración el primer volumen de la Historia de España (1900) de Rafael
Altamira. La ironía política o cultural de la España de la dictadura de Francisco Franco hizo
que ambos libros se hayan visto principalmente como obras políticas. En su momento, el
72
Colectivismo agrario en España le reportó a Joaquín Costa el Premio Fermín Caballero, y la
Historia de España de Rafael Altamira fue elogiada por Martin Hume, J. Fitzmaurice-Kelly,
Marcelino Menéndez Pelayo, Gooch, Charles Seignobos, Ramón Menéndez Pidal, y, por
supuesto, absolutamente ignorada e imposible de obtener o consultar durante los años de la
relativamente reciente dictadura franquista, tiempos en los que se logró, también, que no se
recordase -hasta el olvido- el destacadísimo servicio con el que Rafael Altamira contribuyó a
las relaciones entre España y América, una Hispanidad, de cuyo cultivo tanto se presumió
(ap., ibid., p. 15).
Aquellos fueron los años en que el ascendiente de Joaquín Costa sobre Rafael
Altamira se manifestó con mayor intensidad. Después de unas agrias líneas de Joaquín Costa
sobre el grupo de la Universidad de Oviedo “tan difíciles todos que ya me principia a doler la
muñeca de haber escrito esta lata para V., seguro casi de que han de limitarse a encoger los
hombros” (ibid.).
Fue entonces cuando Rafael Altamira se prestó para fundar una Cámara agrícola de
Asturias que había de contender con las Cámaras de Comercio, intervenidas todas por el
temido cacique de Asturias Pidal y Món, con ello se pretendía allanar el posible éxito de la
Unión Nacional en Asturias. Joaquín Costa empleó, en aquellos momentos, la técnica
“constructiva” antes predicada por Rafael Altamira. El aragonés acogió la noticia con
apasionamiento, dando por “cuajada” la acción de su amigo y suponiendo que la Universidad
había quedado implicada: “[...] La universidad en eso: es magnífico [...] es una buena
extensión la compenetración del “seso” con los que trabajan en el taller y en el campo, en una
asociación positiva y tangible, para fines generales y locales” (ap., ibid.).
73
Pero la Unión Nacional naufragó e inmediatamente Joaquín Costa lanzó una nueva
actuación sobre la vida política del país aprovechando la inminente proclamación y jura de la
Constitución por Alfonso XIII -el 17 de mayo de 1902-. En absoluto secreto solicitó la
cooperación de Rafael Altamira para rubricar un manifiesto antidinástico. De nuevo, Rafael
Altamira apeló a su aversión por la “política activa”, pero se manifestó, al mismo tiempo, de
completo acuerdo “con la doctrina y finalidad del manifiesto” (apud., ibid., p. 15).
Después de esto la presión política de Joaquín Costa sobre Rafael Altamira fue más
leve. En 1903 tornaron los comentarios halagadores de Joaquín Costa hacia la Psicología del
pueblo español, publicado en 1902, “pero escrita fundamentalmente durante 1898” (Asín
Vergara 1997, p. 13) que estimó de suma importancia “y que la nueva generación política
debe estudiar ahincadamente”. También celebró su Historia de la civilización española
(1902) que vio como futuro modelo para la enseñanza y estudio de la historia de España. No
están ausentes las manifestaciones de amistad hacia Rafael Altamira cuya vida era
extraordinariamente dinámica y “cuya finalidad como español aplaudo y agradezco”. Rafael
Altamira no se dejó influenciar por los vestigios de casi abandono de las cartas de Joaquín
Costa. Por el contrario, continuó firme en la consideración de la trascendencia de su
pensamiento, no sólo en política sino también en historia. Cuando acusó el recibo de la
Memoria y Resumen de la Información del Ateneo sobre Oligarquía y caciquismo advirtió la
vigencia de la información que contenía para averiguar “el estado mental y volitivo” del país
“frente a la Catástrofe”. El reconocimiento a la influencia de Costa (vid. Altamira 1912) en
sus estudios históricos lo llevó a dedicarle su libro Cuestiones Modernas de Historia (1904),
en el que lo calificaba de “Mi maestro y primer iniciador en las investigaciones prácticas de
historia”. La atención emocionó a Joaquín Costa, aunque no por ello dejó de protestar.
Rafael Altamira no toleraba que Joaquín Costa minimizase su propia acción política y,
74
cuando lo felicitó en 1903 por el triunfo electoral que obtuvo, lo denominó “representative
man” de los republicanos.
El intercambio epistolar se redujo en cantidad e intensidad intelectual, de hecho no
hay ninguna carta en 1909, porque en aquellos momentos Rafael Altamira estaba cumpliendo
con su largo y brillante viaje por Hispanoamérica, y Joaquín Costa desde su refugio de Graus,
estaba al tanto de los acontecimientos y del éxito de Rafael Altamira.
Unos meses más tarde y enterándose del estado de salud de Joaquín Costa a través de
la siempre bien informada Institución Libre de Enseñanza, escribió a Graus para recordarle a
su maestro “cuanto le respeto y le quiero y le estoy agradecido”. No hubo contestación. Pocos
días después, el 8 de febrero de 1911, Joaquín Costa murió, a los 65 años de edad. Rafael
Altamira tenía 45, y sobrevivió a su maestro cuarenta años más.
Nos desconcierta, de algún modo, que en este trueque de cartas entre estos dos
informadísimos hombres haya una ausencia notable, es decir, que no existan alusiones a los
acontecimientos europeos; o bien, a las artes europeas, tan pujantes entonces, pero lo cierto es
que no existen las líneas que les hagan referencia. El problema de España los devoraba y no
había lugar para nada más. Sin embargo, hay algunos comentarios sobre literatura española:
Joaquín Costa no dejó de elogiar a su amigo por las dotes literarias que ponía de manifiesto y
advirtió el conocimiento de la cultura europea y americana, que mostraba denominándolo
“ministro de Letras extranjeras”. Cuando leyó Cuadros levantinos (1900) le testifica: “es V.
un colorista de primera fuerza”, elogio que después matizaba al agregar que “en lo espiritual
hay quizá a veces algo de artificio”. La primera novela de Unamuno, quien parece originar
cierta irritación en el aragonés, tampoco quedó a salvo. Por otro lado el epistolario es una
fuente que nos informa de detalles curiosos. Por ejemplo, Rafael Altamira se quejaba de que
75
la Biblioteca Nacional era un lugar donde “no se puede hacer nada bien. No conozco otra
más incómoda y con más trabas”, que Menéndez y Pelayo “como buen español” nunca
contesta cartas y que ciertas personas descastadas ni siquiera acusan recibo cuando se les
mandan libros, aun a título personal. A través de Joaquín Costa sabemos que a Giner había
que quitarle las cosas de la cabeza con “los debidos ménagements” (ap. Cheyne 1992, p. 15).
No cabe duda de que la correspondencia entre estas dos figuras deja entrever cómo
ideas y métodos de aquellos años siguieron dando forma al trabajo de Rafael Altamira. Su
investigación histórico-jurídica, llevada a cabo en su largo exilio mejicano y usando,
indudablemente, el modelo de los estudios consuetudinarios, emprendidos a instigación de
Joaquín Costa sobre el uso del agua en la huerta alicantina, sigue siendo de consulta obligada
para los que estudian el derecho indiano. Su formación de profesores y estudiantes, que
empezó en sus visitas a centros europeos durante los mismos tiempos de este epistolario (y
que M. Bataillon señala en su “Pour le centenaire de la naissance de Rafael Altamira”) se
dilató aún más, dejando tras de sí su visión de la Historia “en que se habla más de los pueblos
que de los personajes [...]”. Conviene no olvidar que en España fueron hombres como Joaquín
Costa y Rafael Altamira quienes abandonaron el tono hagiográfico para buscar en las piedras,
las inscripciones, las costumbres y la tradición oral la esencia de la Historia (ibid., p. 16).
En vida de Joaquín Costa, Rafael Altamira le declaraba su doble influencia,
intelectual y moral: “No en balde es V. una de las personas que más han influido en la
formación de mis ideas y deseo que la influencia continúe”. Y en un discurso de 1912 ratificó
su compenetración con Costa: “Le amé como discípulo [...] en mi alma vibraba una voz que
me decía ‘mucho de lo que eres intelectualmente lo debes a Costa’ [...] le amé porque no ha
habido apenas ninguna acción en mi vida de orden intelectual en que no repercutiese de alguna
manera su consejo, en que no sonase la voz de atención de aquel hombre”. En el proceder y
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los escritos de Rafael Altamira, antes y después de la Guerra Civil, se observa con claridad
que Rafael Altamira no rompió nunca su vínculo con las enseñanzas y con el espíritu de
Joaquín Costa. La lectura de su “Confesión de un hombre vencido” en la que reflexionaba
sobre su optimismo pasado y presente, o de sus manuscritos “Mi tragedia en España” y “El
drama de España 1931-1939”, persuadirá a cualquier lector de que incluso en aquellos
momentos retumbaban en Rafael Altamira las ideas esenciales de su maestro y amigo del Alto
Aragón y el recuerdo de su comportamiento ejemplar (ap., ibid.) Para Rafael Altamira los
dos hombres que con mayor ahínco habían trabajado por España eran:
Costa y Giner son los dos cerebros que más han sembrado para la España
presente y futura; pero no cabe compararlos, porque su campo era muy diferente. En
rigor, Costa (salvo el efecto de reacción que todo hombre superior produce en algunos
de sus contemporáneos, y el doctrinal que produjo en algunas disciplinas por él
cultivadas, todo ello de escasa área de difusión) lo que dio fue un legado de ideas y
planes para nuestro mañana, algo que él no pudo hacer en vida porque no tenía en sus
manos los medios para hacerlo y que sus contemporáneos tampoco supieron traducir
en realidad: nos dejó un programa de gobierno tan preñado de ideas y soluciones, que
de él decía el mismo don Francisco ser cantera que podía alimentar, durante cien años,
la actividad de los políticos españoles resueltos a estudiar las necesidades verdaderas
del país y a darles satisfacción (VV. AA. 1986, p. 40).
Recuerda C.J. G. Cheyne que en 1908 escribía José Ortega y Gasset a Francisco
Giner: “[...] si seguimos un hilo cualquiera de los que indican las grandes corrientes culturales
y lo cortamos en cualquier punto, hallamos siempre, no un hombre, sino dos: un hombre más
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viejo en que se inicia otro más joven, uno más joven en quien madura otro más viejo”. ¿No
tenemos acaso aquí, retratada, la relación de Joaquín Costa y Rafael Altamira? (ap., Cheyne
1992, p.17).
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NOTAS.
1 “De los muchos y variados criterios que pueden adoptarse para formar las antologías de
poetas, sólo dos considero como ajustados a razón natural y legítimamente defendibles: el que
llamaríamos histórico y el crítico. Atiende el primero a poner de relieve el proceso de
evolución seguido por la poesía de un pueblo o Estado, en uno o en los dos elementos que la
constituyen: las ideas, y la forma o técnica de la ejecución (estilo, metros, combinaciones,
rimas) [...] lo que le interesa registrar es todas las variaciones del género, todas las vicisitudes
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porque ha pasado, y el motivo y relación de cada una [...]; el segundo acude únicamente a
reunir lo escogido, lo exquisito, lo más perfecto. [...] La crítica prescinde de los extraviado (o
que parece tal), y se fija sólo en lo que juzga meritorio” (Altamira 1898, p.337).
2 Reproducimos una curiosa aclaración que en cita al pie de página realizó Rafael Altamira:
“Sabido es que existe hoy día una corriente importante, favorable al reconocimiento de la
igualdad psíquica fundamental y absoluta del hombre y la mujer. Quien esto escribe se siente
inclinado a advertir diferencias grandes de modalidad, aparte de las que en cantidad y calidad
ha establecido y mantiene, hoy por hoy, la herencia continuada de una educación radicalmente
desigual en un y otro sexo. (Nota de R. A.)” (1898, p. 345).
3 Las obras no incluidas de la primitiva novela fueron: la Diana de Jorge de Montemayor; su
continuación por Gil Polo; El pastor de Filida, la Cárcel de amor, la Cuestión de amor, el
Crotalón y Las transformaciones de Pitágoras, de Cristobal de Villalón; los Coloquios
satíricos y el Coloquio pastoril de Antonio de Torquemada ([1905] 1921, p. 84).
4 En la actualidad, la colección Odres nuevos (clásicos medievales en castellano actual) de la
Editorial Castalia: “aspira a hacer accesibles al gran público, por vez primera, los
monumentos de la primitiva literatura española” (vid., cfr., cualquier volumen de esta
colección)
5 1859-1860: primera guerra con Marruecos. 1862: expedición a México, encabezada por
Juan Prim, en apoyo del hegemonismo francés Napoleón III que había impuesto como a
Maximiliano de Austria (ap., Jover, Gómez-Ferrer, Fusi 2001, pp. 178-188).
6 El siete de noviembre de 1832, Cartas Españolas (que por estas fechas se mostraba
contraria al movimiento romántico) se transforma en Revista Española, salía dos veces a la
semana con ocho páginas, hasta que el 1 de abril de 1834, tras la muerte del Rey, se hizo
diario con cuatro páginas. Contaba entre sus colaboradores a Mariano José de Larra (que en
sus páginas usó por vez primera es pseudónimo de “Fígaro”, el 15 de enero de 1833), y a
80
Ramón Mesonero Romanos -entre otros-. En ella publicó José de Espronceda algunos de sus
más famosos poemas. Se vendía en provincias y en el extranjero. En 1835 se unieron Revista
Española y el Mensajero de las Cortes con el título de Revista-Mensajero, que defendía las
posturas del liberalismo exaltado y que estaba dirigida a público selecto e intelectual (ap.,
Seoane 1996, pp. 120, 121, 126,132, 134).
7 Fue una de las revistas culturales más prestigiosas de la época junto con La España
Moderna, fundada por José del Perojo en 1875, tuvo un tono liberal y europeísta. El objetivo
de la Revista era dar a conocer en España las manifestaciones del pensamiento Europeo, sobre
todo el alemán. Perojo había estudiado filosofía en Heidelberg y tradujo en 1883 la Crítica de
la Razón Pura, de Kant. La primera época de esta publicación es fundamental para conocer
el movimiento neokantiano y positivista en España. En 1879 Perojo vendió la revista al
político canovista Cárdenas y bajo la dirección de Francisco de Asís Pacheco la revista
cambió por completo de orientación (ap., Seoane 1996, p. 272).
8 Una de las más notables revistas intelectuales fue la Revista de España, “científica, literaria
y política”, fundada en abril de 1868 por José Luis Albareda, el antiguo director de El
Contemporáneo, cuya publicación alcanzó los treinta años. Era abierta y progresista, de
altura estimable en el aspecto intelectual, en lo político representaba en estos años una postura
liberal conservadora. Después del optimismo inicial, muestra una progresiva desilusión ante
la marcha de la revolución, y termina acogiendo con alivio la Restauración. Fue dirigida por
Benito Pérez Galdós de febrero de 1872 a noviembre de 1873 (ap., Seoane 1996, p. 248).
9 “Soler no fue nunca catedrático mío, aunque lo era de la facultad, porque la asignatura que
primero explicó (Disciplina eclesiástica) desapareció del programa antes de que yo la cursase,
y Soler pasó a explicar el Derecho político que yo había aprobado conforme a las
explicaciones de Santamaría. Pero Soler, paisano mío, a quien me habían recomendado
parientes suyos de Alicante, se interesó por mí verdaderamente, fue un buen amigo mío no
81
obstante la diferencia de edad y puso en mis manos los primeros libros fundamentales que
habían de labrar la base de mi futura labor científica. Por él conocí la Analítica de Sanz del
Río (uno de los libros de este filósofo escrito en español inteligible), que me hizo ver los
verdaderos problemas de la Filosofía, los escritos ya citados de Ahrens y Tiberghien, los de
González y Serrano, algunos libros de Historia, como la Introducción al siglo XIX de
Gervinus (¡otra enorme revelación!) y, en fin, el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza
y, por medio de él, un aspecto fundamental del otro hombre que había de influir poco después
en mi espíritu como ningún otro de los que fueron mis maestros: Giner de los Ríos. A la vez,
Soler me inició en los estudios de Arqueología, (cosa absolutamente nueva para mí) mediante
excursiones por la provincia de Valencia que transformaron también mi vida puramente
burguesa, es decir urbana, y me volvieron por otro camino al sentimiento de la naturaleza y el
paisaje que durante mis años de adolescencia habían ido despertando el espectáculo del mar
Mediterráneo en mi provincia y en las largas temporadas que pasaba (en el verano y en
vacaciones de Pascua en la Huerta alicantina” (VV.AA. 1987, p. 19).
10 “Don Francisco, con la bondad y el optimismo que le caracterizaba en punto a los
discípulos en quienes creía ver aptitudes y entusiasmo puso en un principio su confianza en
hacer de mí un filósofo del Derecho. Cierto es que me interesaba mucho esa materia en sí, es
decir, como tema de reflexión y estudio, independientemente de la doctrina que don Francisco
explicaba. Terminados oficialmente mis estudios de Doctorado, continué asistiendo a la
cátedra de don Francisco muchos años (de 1887 a 1893 ó 1894, si no recuerdo mal), a la vez
que asistía a la de Metafísica de Salmerón (con García Serrano, el propio don Francisco y
otros) y llegó un momento en que don Francisco me invitó a dar una lección a los alumnos.
Quería probarme y formarme como profesor. Así lo hice escogiendo por asunto la Metafísica
de las costumbres de Kant. El ensayo le debió satisfacer porque me nombró auxiliar suyo
personal y me confió la cátedra durante largos periodos en que su salud le impedía
82
desempeñarla. [...] Pero cuando andando el tiempo comprendió que ejercía mayor influencia
en mi espíritu la afición histórica que la puramente filosófica, desistió del primitivo empeño y
me dejó ir por lo que parecía ser ya el cauce principal de vocación de mi inteligencia” (VV.
AA. 1987, p. 37).
11 Rafael Altamira recensionó un trabajo realizado por el director del Mercure de France,
sobre la influencia de la cultura alemana moderna en Europa. La obra -según dice- adolecía
de importantes opiniones procedentes de países como Rusia, Italia y España, hecho que para
Rafael Altamira resultaba imperdonable por la parcialidad del análisis. El estudio estaba
referido a las “enquéte, dicen los franceses; encuesta, podríamos decir nosotros”, que se
distinguían por “su tema, eminentemente intelectual y por la calidad de los informantes o por
ambas cosas a la vez”. A este género pertenecieron publicaciones o estudios publicados con
frecuencia en revistas inglesas y norteamericanas que trataban sobre economía, literatura,
moralidad, etc. Este género ocupó las páginas de la Revue des Revues y, también, de la
publicación que Rafael Altamira examinaba: el Mercure de France. Esta revista reunió la
opinión de hombres de ciencia, literatos y artistas (principalmente franceses) acerca de “la
influencia de la alemana moderna en la filosofía, la literatura, las ciencias físico-naturales, la
pintura, la música, etc.” (Altamira 1905, p. 243).
El objetivo de Jaime Morland, director del Mercure, era recoger “las opiniones
necesarias para que de su conjunto resultase, si no precisamente una conclusión científica
acerca de la influencia real que la intelectualidad alemana ha ejercido en las demás naciones,
por los menos una resultante de pareceres, formulados desde un punto de vista eminentemente
subjetivo, acerca del hecho en cuestión (ap., Altamira 1905, p. 243).
La parcialidad del Jaime Morland en la selección de los encuestados era evidente
como reseñaba Rafael Altamira. De los veintiún informantes, “doce son ingleses (entre ellos,
el novelista Wells y el director de la Fortnightly Review), uno portugués (Javier de Carvalho),
83
uno hispano-americano (Rubén Darío), uno yanqui, uno bohemio o tcheque, dos suizos y tres
franceses. Faltan, como se ve, las opiniones de los rusos, de los italianos, de los españoles,
etc. Y valía la pena reunirlas” (ap., ibid., 1905, p. 243).
En su crítica a las notables ausencias, Rafael Altamira, se decidió a suplirlas
indicando que la influencia alemana había llegado a Rusia no sólo a través de los intelectuales
sino, también, con las colonias de emigrantes (que supusieron un capital humano
importantísimo) de las cuales no se hacía explícita ni su influencia, ni cómo se manifestaba
ésta. El crítico alicantino se reafirmaba en la influencia germana en Rusia, pues “constituye
un problema que interesa”. Respecto a España, “la influencia alemana se hacía sentir en
nuestra vida contemporánea, aunque existiera una afirmación vulgar sobre el carácter
predominante francés, los hechos demuestran lo contrario”. Rafael Altamira citaba la
influencia que la crítica y la historia de la literatura alemana tuvieron “en los albores de
nuestro renacimiento del siglo XIX, sobre nuestros estudios de este género y sobre la
restauración del teatro clásico de los siglos XVI y XVII” (1905, p. 245). Destacados expertos
trataron el tema como Arturo Farinelli, que había escrito un libro sobre las relaciones
intelectuales de Alemania con España. Fitzmaurice-Kelly, publicó un excelente manual sobre
la impronta de la erudición alemana, no sólo en lo literario, sino también en aspectos de la
investigación histórica: “Hoy mismo, aunque tenemos en casa maestros de gran autoridad y
aunque la escuela hispanista francesa mantiene estrechas relaciones con nuestros eruditos,
fácil es advertir en éstos -en sus procedimientos de trabajo, en el corte de sus investigaciones,-
la huella profunda de la erudición alemana [...] respecto de su conveniencia; y a pesar de la
interposición de otras corrientes, de las conversiones al positivismo y a otros ismos, de
muchos de los antiguos adeptos, subsiste el germen krausista que, a lo mejor, brota y se
expande y aun fructifica a través de los estratos más recientes. [...] En el orden de las ciencias
jurídicas, sobre todo, es todavía la doctrina de Krause y de sus discípulos alemanes y
84
españoles la que impulsa el movimiento moderno y la que constituye el alma de las direcciones
que más apartadas parecen de él. Verdad es que el Sr. Morland no pregunta cuál haya sido
realmente esa influencia en cada país -aunque eso es lo que le contestan muchos informantes,
sino qué es lo que se piensa acerca de ella. Pero aun así, ¿cabe dudar de la importancia que
tendría la opinión española?” (1905, p. 245- 246).
12 Había ganado, por oposición, la notaría de Jaén en 1888 (Cheyne 1992, p. 14).
13 Sin embargo, el ambiente mediterráneo en que se formó permanecía en su memoria; y a él se
acogió para realizar las obras de ficción que escribió en aquellos momentos, como Cuadros
levantinos. Cuentos de amor y de tristeza (1900) o Reposo (1903).
14 Rafael Altamira tradujo esta obra en 1897 con el título (quizá sarcástico) de El España-
pobres. Novela de Narciso Oller. Versión castellana. Un vol. de la “Colección Elzevir
ilustrada”, 2 pesetas (ap., 1898, p. s./n.).
15 Desde la publicación en 1893 de Mi primera campaña habían pasado cinco años. Aparece
en 1898, De historia y arte. (Estudios críticos), resulta significativo señalar que entre ambas
publicaciones sí que vieron la luz obras de creación literaria: Novelitas y cuentos (1893),
Fatalidad (1894) y Cuentos de Levante. (Paisajes y escenas) (1895). Se creó un paréntesis
entre Mi primera campaña y De historia y arte, pero sólo ficticio pues Rafael Altamira
siguió publicando sus artículos en la prensa diaria y tras la selección que realizó el autor
fueron recogidos en esta nueva obra. (El libro utilizado de Cuentos de Levante. (Paisajes y
escenas procede de la Casa-Museo Azorín de Monóvar y lleva una dedicatoria autógrafa de
Altamira a Azorín que dice: “A su amigo y paisano D. J. Martínez Ruiz.” Con la rúbrica de
R. Altamira.
16 En De historia y arte, el espectro temporal de los artículos que se recogen es -al igual que
ocurre con Mi primera campaña- heterogéneo. Los términos a quo y ad quem vendrían
establecidos por “La descentralización científica” publicado según el autor en el Boletín de la
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Institución Libre de Enseñanza el 15 de enero de 1886, y tres artículos de 1896: “Libros de
‘viajes’ norteamericanos referentes a España”, “La cuestión de Cuba y los EE.UU. en 1850” y
“Viajes por España”, publicados todos ellos en La Ilustración Española y Americana.
Hemos de señalar que pese a la fecha de 1886, la mayoría de los artículos podrían ser
posteriores a 1894 y anteriores a 1898, puesto que el autor en las “Adiciones a La enseñanza
de la Historia” nos indica que: “Desde que, en Octubre de 1894, di por terminada la segunda
edición de La enseñanza de la Historia, no he cesado de recoger nuevos apuntes con que
mejorar en su día una tercera edición, que esté, en lo que se me alcanzare, al tanto de la màs
reciente bibliografía del tema, de las nuevas investigaciones y de los progresos verificados en
la práctica pedagógica” (Altamira 1898, p. 1).