Alma Capitulo de Cartas de autoformacion de Romano Guardini

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SOBRE EL ALMA

Esta carta tiene una verdadera historia... Propiamente todas la tienen. Cuando ahora las tomo en mis manos, entreveo su origen allá, en una verdadera lejanía, frecuentemente, de muchos años. Resurgen múltiples vivencias, aparecen rostros conocidos, renacen grandes sucesos...

Todas iban emergiendo poco a poco; primero un confuso oleaje de formas y acontecimientos, indiferentes para el extraño; pero muy significativos para quien estaba ligado con ellos. Luego, era necesario esperar una hora propicia que entretejiera todo eso vitalmente; por fin aparecía la "carta". De ese modo, se lograba una pieza sin costuras, como un rostro vivo, en el que cada rasgo sienta como debe sentar.

Todas estas cartas tienen su historia. De ahí que se desarrollen tan despacio. Es necesario esperar y dejarlas ir creciendo. Cuando se quiere forzar lo natural, se lo estropea. Exige tiempo. Y servir a la vida significa, ante todo, sabe esperar. Ciertamente hay que saber también cuándo es hora, y poner manos a la obra, pues hoy está el fruto maduro y se puede recoger; mañana quizá sea ya demasiado tarde.

Una historia de este estilo tiene también esta carta. No es, precisamente, casualidad que haya gastado tanto tiempo en su espera y dejándola crecer. Pues ha de tratar de cosas que la exigen por naturaleza. Sus pensamientos se despertaron por primera vez en Niederholtorf, una plácida aldea no lejos de Siebengebirge, en mi sereno cuarto, donde tan a menudo juntos nos sentábamos... Después llegó una noche en Warl de Westfalia; allí, en una conversación se avivaron tanto, que me pareció debía transcribirlos; pero aún no era tiempo. Me acompañaron al Gran Berlín y de nuevo a Holtorf; después a Rothenfels y Grüssau, y ahora me siento en Potsdam, y comienzo a escribir, pues sé que ya es tiempo.

Era particularmente necesaria en esta carta la espera, porque ha de hablar de cosas tranquilas y profundas: del alma. Tomo la palabra en ese peculiar sentido que tiene en alemán: lo más profundo, rico e interior.

En una de las primeras cartas hablábamos de la auténtica virilidad. De que es necesario mantenerse impávido y caminar erguido por el mundo. De que hay que ejecutar el propio papel con elegancia, luchar con valentía, cumplir nuestros destinos con limpieza y mano firme.

Hoy cambiamos por completo de tono. Es natural; se trata del alma. Cualquier otro resultaría brusco y superficial.

Es cierto que no se puede decir mucho de ella. Por eso hemos de tratar, más bien, de algunas virtudes, en las que su fuerza se revela de un modo particular y a cuyo calor ella misma se desarrolla y vigoriza: del silencio, la soledad, el descanso y la espera.

Callar es más que el simple no hablar. Es una plenitud en sí mismo. Un colmarse a sí mismo. Quien habla, da. Da de lo que ha conocido, vivido... El vigor de su corazón se desborda en la palabra. Sabemos cuánto puede fatigar una conversación; cómo después de ella uno puede encontrarse totalmente vacío. Quien calla, recupera. La energía vital que fluye dentro se represa de nuevo. La penetración se hace más clara y las imágenes internas se vigorizan. Quien habla, se disipa. Se fatiga. Forma conceptos, se dirige a los demás, pretende convencerlos, ganarlos, superarlos. Lo interior se distiende en la realización de la palabra.

En cambio, quien calla permanece tranquilo, libre y desligado de toda intención... Al hablar no se oye ni se mira, sino que se está enredado en la propia lucha y formación de los conceptos. Por el contrario, los ojos del que calla están abiertos, su oído escucha y su corazón se ensancha. Puede mirar, vislumbrar y percibir..

Todo esto lo hemos experimentado ya nosotros. Quizá un día caminábamos varios hablando por la campiña. Inconscientemente, doblegábamos nuestra cabeza mirando al suelo, a fin de asir de este modo fuertemente las ideas. Mientras tanto, algo en tomo nuestro cantaba, y gemía el viento, y en frente de nosotros se extendía el paisaje interminable. Los árboles se mantenían enhiestos y altos, y sobre ellos se extendía el cielo. Mas nosotros, no veíamos ni oíamos nada de esto. En cambio, caminando solos, se abrían nuestros ojos y nuestro corazón. Entonces, veíamos los colores y las formas, y sentíamos el espacio en su plenitud.

Sólo el silencio nos abre al son íntimo que resuena en todas las cosas: animales, árboles, montes y nubes... La naturaleza resulta muda para quien está continuamente hablando. Sólo el silencio percibe en las palabras de los demás la peculiaridad suya; eso que reluce entre las ideas vulgares; lo que se quiere decir; los cambiantes del tono, los cuales hacen que a menudo una palabra signifique algo muy distinto de lo que suena... Y sólo quien sabe callar percibe a Dios. La voz delicada que nos dice cuál es el sentido de esta desgracia, de aquella hora feliz, de un encuentro, de una disposición insospechada. La callada voz que en todo eso avisa y amonesta ... ; quien habla continuamente no la percibe.

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Callar no quiere decir estar mudo; de ningún modo. El auténtico silencio es el vital correlativo del auténtico hablar. Están relacionados como la inspiración y la espiración. ¿Acaso se puede dar una sin la otra?

Al hablar, hacemos comunidad; por la palabra, recibimos y comunicamos. Sin lenguaje, el mundo interior nos oprimiría. La palabra oportuna libera. Pero debe ser auténtica y estar en vital relación con el silencio. Al hablar, se advierte si éste procede de la calma o no. El que deriva del silencio es pleno y rotundo como el canto mañanero de un corazón regocijado. Es poderoso y fresco como las flores que crecen en la altura. Fíjate cuánto más puras crecen; cuán vigorosos son sus tallos, sus hojas y el color de sus flores; cuán profundamente enraizadas y robustas las plantas. Así son las palabras auténticas.

Hablar sin callar es pura charlatanería. Sólo en el silencio fluye la vida, se represa la fuerza, se esclarece el interior y adquieren su más pura forma los pensamientos y emociones. Desde el silencio consigue su forma esencial verdadera el mundo de adentro. La palabra es la encarnación del espíritu; el alumbramiento de lo concebido en la intimidad del alma. Piensa en el misterio de la Santísima Trinidad en donde el Hijo es la “Palabra” del Padre. Pero su pronunciación en la carne se verifica en un silencio divinamente profundo. Y "cuando todo yacía en el más profundo silencio y la noche llegaba a la mitad de su curso, entonces, ¡oh Señor! descendía tu divina Palabra del solio real a nuestro mundo", dice la liturgia de Navidad.

Solamente quien sabe callar bien, sabe hablar bien. Sólo es clara y rotunda la palabra cuando procede de la calma.

Cuán profundamente sentí yo una vez junto al Meno que el silencio es plenitud... Me encontraba junto al río y todo callaba en el valle; ningún pájaro cantaba, ningún hombre o carruaje aparecía... Todo yacía en calma: incluso yo mismo. ¡Pero cuán rico aparecía así todo! Lleno de vida, de ser, de la gran plenitud contenida en el fondo de todas las cosas.

Estar solo es más que no estar acompañado. Es una plenitud en sí mismo. Quien se dirige a otros, sale de sí. Se encamina hacia... Tiende la mirada al otro mundo, penetra en él mediante los ojos y los oídos. Quien está solo, se retira a su interior, "viene a sí."

Con las conversaciones -alegres o tristes-, los insultos y las riñas, el trabajo y las tareas de la profesión, etc., ¡cuán profundamente nos hemos hundido entre los hombres!

¡Cuántas veces hemos estado tan "fuera de nosotros" por la cólera o el enojo, que “no nos conocíamos a nosotros”! Decíamos, entonces, cosas que ciertamente no procedían de lo propio nuestro. Hicimos lo que, poco después, nos pareció totalmente extraño. Hasta que fuimos a la soledad. Lejos de los compañeros, del círculo, de la familia; fuera del ruido de los talleres, "vinimos de nuevo hacia nosotros". Volvimos a vernos. Examinamos lo hecho; escuchamos lo que habíamos dicho; todo a la luz verdadera. De nuevo nos poseíamos. Podíamos juzgar lo que había pasado; reconocer y arrepentirnos de lo que estaba mal y ponernos de nuevo en el camino de la verdad.

Soledad significa, pues, estar exteriormente solo pero, ante todo, estar interiormente consigo mismo. Y esto puede darse aun en medio de los demás, en el ruido de las calles, y el ajetreo del trabajo. La soledad nos rodea como un cerco callado que sólo admite lo que conviene. El que uno se transparente a sí mismo; advierta la responsabilidad de su acción; llegue a ser dueño de sí..., en fin, todo lo que significa personalidad, amanece en la soledad.

Todo esto está muy lejos de suponer que se haya de huir de los hombres y que no pueda resultar grata su compañía. Soledad no es fuga del mundo o misantropía, como tampoco callar significa estar mudo. Necesitamos de los demás; pero no debemos correr siempre tras ellos como en rebaño. Bien miradas las cosas, soledad y comunidad se implican tan profundamente como callar y hablar, inspirar y espirar. Persona genuinamente social sólo puede ser quien sabe vivir en soledad. Y es que comunidad significa que se puede dar a los demás, y recibir de ellos; que una corriente vital va de uno a otro; que realmente se verifica un ir y venir. De otro modo, no hay comunidad, sino comercio o un simple montón de gente.

¿Pero de dónde brota esa corriente? ¿Eso que se puede dar? ¿El respeto, la amistad, el amor, el trato sincero, la acción bienhechora? Sólo en la profundidad interior; en el corazón enraizado en sí mismo. Y esto se abre en la soledad.

Y, por otra parte, sólo aquí, en la clausura interior, surge 1a capacidad de recibir y conservar lo recibido. Todavía más: auténtica comunidad significa que en el calor e intimidad del don no se rompen todos los límites, que cada uno se mantiene limpiamente en sí y en profundo respeto hacia los demás. De lo contrario, no hay comunidad, sino rebaño. Pero también este respeto y esta autorreserva se aprenden en la soledad.

Se nota enseguida el hombre que vive en soledad. A veces, es difícil mantenerse en ella. Muy difícil. Hay quienes solos no pueden tener un gozo; tienen que comunicarlo a los demás. Otros, que no saben ahogar en sí una pena, se ven forzados a echarla del corazón. Ciertamente que esto se puede hacer. El gozo es más vivo cuando se

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comunica, y el dolor oprime menos. Pero también hay que saber callar. Mantenerse solos y aguantar en el desierto del alma -con nosotros únicamente- cualquier adversidad. Cuando se sale de semejante soledad, entonces sí que se está en plenitud para donarse.

Todavía quisiéramos decir algo del descanso, que es algo más que un mero no trabajar; que es también una plenitud sí mismo. Cuando trabajamos, creamos algo, nos afanamos... nuestra alma se halla en ruta hacia la meta; en camino del "ahora" hacia el "futuro". Es magnífico este impertérrito avanzar. La vida brama ardorosa en esta marcha hacia el fin.

Pero si esto es lo único; si todo se convierte en suspirar y trabajar; si nuestra alma permanece siempre disparada como dardo hacia una meta, hacia el futuro y, alcanzado éste, de nuevo se lanza a otro-, si se logra un anhelo y nos invade otro, y así indefinidamente, ¿qué ocurrirá? Que huyen de nuestro ser 1a hondura, el peso, el contenido. Todo urge: "¡adelante!"; ¡pero no queda nada vital que pueda avanzar, la meta resulta un espejismo; el afán de una cacería. Todo nuestro haber se disipa; no queda lugar para el gozo ni mar para nuestras anclas...!

¿Quieres ver esto palpablemente? Sal a las calles de nuestras ciudades cuando los hombres se encaminan presurosos a sus negocios. En las primeras horas de la madrugada o por las noches o los domingos, cuando corren afanosos a divertirse. Por todas partes ruidos, tensión de cacería.

¡Qué espantoso resulta este fantasma de vida! ¿Qué pensará Dios de todo esto desde su eternidad?

Si al anochecer salimos a la paz del campo... acaso se eleve por allí cerca una colina; todo en su derredor está hundido, nosotros -totalmente libres- nos hallamos como impulsados hacia la tranquila grandiosidad de las estrellas, tan hastiadas de eternidad; y sin embargo, en su inabarcable duración son tan sólo un corto momento de la infinita eternidad de Dios.

¿Qué dirá, pues, este Dios de nuestra afanosa agitación? Si fuéramos paganos habríamos de pensar que se ríe de nosotros. Mas -como cristianos- sabemos que es Amor y pensamos con corazón suplicante que se dignará contemplar compasivo nuestra locura.

Descansar significa que abandonamos la caza tensa de objetivos; que nos sustraemos al paso fugaz por el "ahora"; que nos recogemos dentro y allí hacemos un alto; que asimos y paramos la huida del presente. El hombre entregado al vertiginoso paso del ayer al mañana es un esclavo del tiempo. En cambio, si sabe descansar, si sabe detener el presente en su alma, entonces -trascendido el tiempo- se pone en contacto con la eternidad.

Saber descansar significa abrirse -ya aquí- al paisaje de la eternidad. Significa haber trascendido la urgencia y vértigo del tiempo. Es entonces cuando se hace uno capaz de intuir 1o que permanece: el ser. Una actitud genuinamente visionaria. Quien puede descansar, tiene la mirada proyectada hacia 1o eterno. Sólo él contempla lo inmarchitable, lo esencial. Únicamente él posee. Sólo él sabe lo que es gozo, lo que es paz. Únicamente el corazón tranquilo siente alta y profundamente. Sólo él tiene firmeza. "No la fuerza, sino la firmeza del sentimiento determina el rango de un hombre", ha dicho alguien. Pero la firmeza tiene sus raíces en la tranquilidad.

Quien puede descansar, se tranquiliza. En su alma anida la quietud; no como un cese de trabajo, sino como un tono íntimo que todo lo penetra. Como un equilibrio que todo lo llena. Descanso no significa ociosidad. Tanto menos, cuanto que del descanso nace primordialmente la verdadera eficacia. Éste surge en la contemplación de lo eterno; del contacto con lo que permanece. El descanso es para el trabajo lo que la blanda tierra para las plantas. Les presta vigor, plenitud y firmeza. Es el alma del crear; lo enriquece y fecunda. Luego, ha de saber tornar otra vez el espíritu a la calma. Descansar y trabajar: son los dos polos entre los que corre el aliento de la vida.

Estos pensamientos nos conducen de la mano al cuarto punto: la espera. También es una plenitud, mucho más, por tanto, que un mero no haber entrado en acción. Hay hombres que no tienen la menor idea de la profunda ley que todo lo autentica. Piensan que todo se puede hacer, decir, leer, gozar de todo. Y esto cada uno y a la hora que se le antoje.

Los hombres que saben esperar comprenden cómo todo esto es una ideología plebeya. Conocen la profunda verdad de que todas las cosas tienen "su hora". "Todo tiene su tiempo", dice el libro del Eclesiastés. "Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar.... tiempo de llorar y tiempo de reír... tiempo de ganar y tiempo de perder, tiempo de guardar y tiempo de tirar..., tiempo de callar y tiempo de hablar..." (Ecle 3, 1 y ss.). ¡Todo!

Cada libro tiene su tiempo, si lo leemos antes, o no lo entendemos o lo entendemos mal y nos embrolla. Cada pensamiento tiene su tiempo. Es entonces cuando ha llegado a la sazón y produce vida. Dado a luz antes de tiempo, resulta raquítico, se extravía o hace daño. Cada acción tiene su tiempo. Trabajar y descansar, alegrarse y estar serio. Creemos ciertamente que Dios sapientísimo todo lo ha

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ordenado. Creemos que cada pensamiento, cada obra y cada hombre están comprendidos en su Providencia.

Es, pues, necesario que logremos el sentido de la hora exacta de cada cosa. Hemos de saber esperar.

El hombre de espera sabe que lo más profundo, lo mejor, no podemos hacerlo generalmente con nuestro trabajo, sino que es hecho por otro; mejor aún, llega a ser. Lo crea Dios y coopera la naturaleza, su sierva. Hay que dejarles tiempo, darles espacio. También esto significa saber esperar.

Ciertamente que nada se hace "por sí mismo"; no es lícito cruzarse de brazos; hay que hacer la tarea propia, pero a su hora; hay que decir la palabra oportuna, ejecutar la labor precisa. Entonces, todo prospera y va bien. Hay que respetar, pues, esta hora oportuna, y esto significa también esperar. Esperar pues, quiere decir dejar camino libre al Dios creador y a su cooperadora la naturaleza. Pero a la vez obedecer, espiar atentos la hora precisa. En el fondo, todo equivale a tener paciencia. Sobre ella ha dicho nuestro Señor una sentencia admirable: "Si sois pacientes, poseeréis vuestras almas." No nos poseemos cuando nos apresuramos impacientemente. Pasamos de prisa ante nosotros mismos. Somos esclavos de toda angustia, pasión y halago. La paciencia es la que nos pone en posesión de nosotros mismos.

Ya no acertamos a dejar crecer y madurar las cosas. Queremos hacerlo todo con nuestras manos, impelerlo, forzarlo... ¿El resultado? Violencia y más violencia; hombres falseados, obras malogradas, una vida arrastrada, que ya en su corazón lleva juntos nacimiento y muerte. Obras organizadas en lugar de vitalmente desarrolladas; una vida de vértigo, acosada, atormentada, en lugar de vivida; y hay que pensar que no tenemos sino ésta, cortísima y caduca.

Hemos perdido totalmente el sentido de la oportunidad de tiempo. Cualquiera lee cualquier libro en la hora que se le antoja, o canta cualquier canción cuando le parece... Juzgamos que es indiferente sostener esta conversación o la otra, prescindiendo igualmente de las circunstancias, que lo mismo da escribir una carta ahora que después. ¡Qué superficiales nos hemos vuelto! ¡Cuán sin sentido nuestras palabras, cuán fuera de lugar nuestras obras!...

Una vez más: tenemos que aprender a esperar. Dios crea y obra. Hemos de confiar en Él. Estar tranquilos; saber que Él hace lo mejor, no nosotros.

Pero a la vez, hemos de estar preparados para cuando llegue la hora exacta. Hay que lograr el sentido de la oportunidad; saber cuándo es hora de leer y de escribir, de hablar, de trabajar, de alegrarse, cuándo nos urge estar solos y cuándo relacionarnos. Un instinto que nos denuncie lo dañoso y lo útil, lo justo y lo excesivo. El instinto del "ahora".

Una vez más, advierte cómo la acción y la espera se implican mutuamente. La espera hace que la acción se ponga en el preciso momento, en su circunstancia propia, que despliegue toda su energía y alcance su fin. La espera hace que se dé realmente una acción y no un mero suceso. También aquí aparece el soplo de vida, que esta vez corre entre la disposición expectante y la acción decidida.

Silencio, soledad, descanso, espera: son las sendas del interior. Caminos hacia esa profundidad, quietud y fortaleza que llamamos alma.

Y cuanto más avancemos, a más hondas realidades llegaremos. Sobre ellas quiero hacer aquí unas breves indicaciones.

Empecemos por la pureza. Tampoco la pureza significa tan sólo no pensar ni hacer cosas torpes, sino que es una plenitud en sí. Significa que el hombre es nítido y fresco en todo su ser, que posee un aire de recio y alegre vigor, fino e inconfundible. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios." Mas la contemplación se funda en el vigor y apertura del ser.

Después, la virginidad. ¿Cuántos la comprenden? Significa mucho más que pasar solo la vida. Si no fuera más que eso, entonces ahí tienes al solterón y a la solterona, seres amargados estériles, que son una carga para sí y para los demás. Pero la virginidad es todo lo contrario: el hombre virgen tiene una plenitud en sí, una inmensa capacidad de darse. Solamente que todo lo da a Dios y en Él vive en juventud y alegría inmarchitables. En este estado de virginidad se enriquece y madura, y alcanza aquel alto honor de que nos habla el Apocalipsis; solamente los vírgenes pueden cantar el cántico del Cordero.

¡Y esa bienaventurada pobreza, a la que está prometido el Reino de los Cielos!... Ella significa libertad, señorío en sí mismo. La verdadera humildad no tiene nada de rastrero, brota del vigor de un corazón muy alto. De la libertad sabemos nosotros que surge en los hijos de Dios cuando se entregan a Él completamente.

De la paz, ha dicho el Señor que es su más precioso don: "Os doy mi paz; la paz que el mundo no puede dar." En verdad, no es un mero descanso, sin agitación, sino el colmo de toda plenitud vital de toda sabiduría divina. Dice la Sagrada Escritura que Dios “la derramará sobre nosotros como una corriente profunda”; y san Pablo sabe de ella que “está sobre toda razón”.

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La fuerza con que hacemos este camino, es el sacrificio. Mas tampoco sacrificio quiere decir tan sólo desprendimiento, que hagamos miserable la rica y hermosa vida. Significa que no queremos quedarnos en el mero disfrute de un bien, de un don, de una alegría, sino que todo lo asumimos a un mundo superior: a Dios. En Dios todo permanece nuestro, sólo que transformado, clarificado, divinizado. “Congregad en el Cielo tesoros, que ni el óxido ni la polilla corroen y que no roban los ladrones.” En el sacrificio alcanzamos algo magnífico por la entrega en las manos de Dios: caminar con nuestros haberes, con nuestro gozo, con todo nuestro ser hacia la vida eterna. Esta marcha parece destrucción, pérdida, aniquilación... A veces puede realmente serlo; cuando se hace a la fuerza, remolonamente y contra 1a voluntad. Entonces, corre la vida. Pero realizada con corazón generoso, en un “sí” sincero, inmutable, resulta una ascensión a una vida más elevada.

Todo esto es camino hacia el alma. No se trata aquí de nada superficial. ¡Al contrario! Debemos mirar el mundo con ojos claros, acometer nuestras empresas con vigor y afán siempre nuevos. Pero todo ha de brotar de lo profundo, de la calma. Debe haber algo detrás de todo eso, dando fondo. Detrás de la comunidad, la soledad; silencio detrás de las palabras y, al fondo del afán, la calma.

Porque todo esto hace mucho que se ha perdido, nos parece tan terrible. Cuando cruza uno las grandes ciudades, en medio de tanto ruido, y va de un lado a otro por sus calles transidas de prisas y pasa ante los escaparates en que miles de ojos se clavan con avidez infinita, se hace preciso afirmar con energía la propia alma, para que no se pierda en medio de tanto movimiento, ambición y estrépito.

Ni el más mínimo silencio; charlar y más charlar sin fin. Todo es palabrería, disipación. De todo se habla, se escribe, todo se escucha. Nada permanece intacto. Nada es coto cerrado de la calma, ni lo más sublime. Todo se lanza al viento; todo se destruye y desgarra sin piedad ni vergüenza. En los periódicos, en la "peña", en los centros de reunión. La reunión se desarrolla de tal modo, que todos tienen la palabra. Todo el léxico está a disposición: el elevado, el agudo y el fino, el docto y profundo como el emocionante y conmovedor. Todo. Se sacan todos los registros. Mejor dicho, no todos; hay un modo de hablar del todo oculto y limitado al seno de Dios: el totalmente sencillo, el más simple. Nadie lo puede imitar si es que realmente no le nace de la paz del corazón. Pero todos los demás retumban, crujen y tabletean, y las palabras dicen cada vez menos y se vuelven cada vez más huecas e insignificantes.

No hay soledad. Todos corren conjuntamente, en concentraciones, juntas, organizaciones... Masas en las calles, masas en los hoteles y lugares de diversión. Masas en los centros de formación, masas por todas partes. ¿Quién puede estar solo? Y, por esto, tampoco hay comunidad. Rebaños sí, organizaciones; pero no comunidad. Sólo desde el estar consigo se puede ir a los demás.

Como nadie puede callar, así tampoco puede nadie descansar. “El tiempo es dinero.” Difícilmente han podido salir de la boca de los hombres palabras más depravadas. Como un horrible veneno, nos ha penetrado este espíritu en la sangre. Ahora el tiempo pertenece al dinero, y el dinero reclama sus derechos sin dejarnos tiempo para una cosa que no sea su servicio. Ni para gozar ni para pensar, ni para el amor ni para Dios. De este vértigo de la vida no puede surgir la verdadera acción. Todo se va en hablar y escribir de actividad, pero la auténtica no puede darse. Lo que sucede en nuestros días es un agitarse frenético, fuerzas en tensión del todo sustraídas a la dirección divina, pero no acción. Ésta sólo nace en la soledad, en el descanso, en la capacidad de esperar...

“¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?”, ha dicho el Señor. ¡Oh, el mundo nos pertenece! Pronto la Tierra nos habrá de entregar sus tesoros, su inmenso potencial, sus tóxicos... ¿Pero qué ha sido de nuestra alma?

Y, por eso, nos resulta Dios tan lejano. Dios es un Dios oculto, anacoreta de soledades etemas. Sí que se puede orar desde el ruido de la fábrica y desde un corazón agitado; Dios está cerca de toda necesidad y seguramente muy cerquita de la nuestra. Pero el auténtico hablar con Dios, el genuino estar-junto-a-Él se da ante todo en la calma, en la soledad, en la espera, porque "es bueno esperar la salud del Señor en silencio"...

Pues ¿qué debemos hacer? Estas cartas no han de suscitar tan sólo ideas, sino también empujar a la acción. Busquemos un sitio donde podamos poner: "De nuevo volveremos a santificar el domingo." “Acuérdate de santificar el sábado.” ¿Qué significa esto? Continuamente aparece en el Antiguo Testamento este precepto. Lo había inculcado Dios con una severidad terrible: quien quebrantaba el sábado era apedreado. Tan hondamente penetró en la carne y sangre del pueblo judío que aún hoy está vivo después de miles de años. ¿Qué pretende este mandamiento? Los domingos debemos estar libres y descansar. “Con el sudor de tu rostro comerás tu pan”, había dicho un día el Señor. Y san Pablo: “Quien no trabaja, que no coma.” Es cierto, pues, que tenemos que hacer con esmero nuestras faenas; pero es mentira la moderna divinización del trabajo. En todo trabajo, aun el más sublime, yace la maldición, el castigo. El hombre originariamente no fue hecho para el trabajo. Fue

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destinado al libre y fructuoso cultivo del Paraíso. A nuestro trabajo le ha sido impreso el signo de la esclavitud. "Cardos y espinas", la maldición de una íntima esterilidad. Todo el mundo la experimenta de algún modo tan pronto como sacude de sí el loco afán de producir y se sustrae a la embriaguez del éxito. Pero hoy día es ley: tenemos que hacer nuestra tarea, es nuestra obligación, y no nos es lícito comer, si no trabajamos. Quien come y no trabaja, en cierta manera roba. Ahora que de esta ley estamos dispensados los domingos. Estos días podemos comer sin trabajar. Y Dios garantiza que tendremos qué comer aun cuando no trabajemos. Los domingos marchamos libremente por el mundo como hijos de Dios. Los domingos reaparece el Paraíso por entre esta historia de dolor. Tenemos que descansar los domingos. No debe haber ningún ruido. ¡Descanso! Dios descansó el séptimo día. No quiere decir esto que Dios hubiese trabajado. La expresión “Dios descansó” alude a la infinita profundidad y plenitud de la vida divina, de la que había salido la Creación; a la riqueza, la luz, el silencio y la paz que están “sobre toda razón”.

Nuestro descanso debe ser un reflejo de esto. Plenitud, silencio y calma; un estar en puro presente, en ausencia de todo afán por el mañana. Y todos los gozos -la cita que nos hinche de alegría, la conversación amiga, el juego, la excursión...-, todo lo bello y dichoso que nos brinda este día, debe fundamentarse y ambientarse en el descanso en Dios.

¿No es verdad que ya no tenemos domingos? ¡Es que ya no podemos descansar! Los domingos continúa la impaciente cacería de la semana; únicamente varía el objetivo: en vez del trabajo, el placer. Idéntica tensión, idéntico ruido. Y cuán elocuentemente testimonian la estupidez y codicia de tantos semblantes la vacuidad de todo eso.

Pero resulta terrible la ausencia de domingos. No en vano ha escrito Dios tan hondamente este precepto en el corazón humano. El alma se arruina sin domingos. Es para ella amparo y fuerza. El domingo es para el alma lo que el aire para el pecho. Debemos convertirlo de nuevo en espacio libre. Sustraerlo de todo trabajo, en cuanto sea posible. No nos es lícito disculparnos con que tal o cual cosa quedan todavía permitidas. No, ésta ha de ser precisamente nuestra elevada tarea: liberar realmente el domingo de todo quehacer. Liquidar de antemano los problemas. Disponer de tal modo las cosas que el domingo resulte pleno, alegre y espléndido. Limpia la habitación, abrumada de luz clara la ventana, sobre la mesa un fresco ramo de flores, aseado el traje y toda la persona.

Y luego a descansar realmente. No afanarse, ni siquiera en las diversiones. Relajar toda tensión de alma y cuerpo.

Ya sólo resta que todo esto sea aprendido y practicado; yo no puedo hacer más. Que todos aprendan a permanecer en sí, a vivir tranquilos, en silencio, asidos al presente. Sumergirse en la lectura de un libro bello. ¿Ya tienes tú preparado para los domingos un libro así, de fiesta? Entregarse a la contemplación de un cuadro hermoso, a un paseo agradable. Ninguna marcha nerviosa; las marchas del domingo han de ser tranquilas, sosegadas, aunque nos saquen lejos, al campo. Proporcionar algún gozo a los demás, pero que esto sea noble... ¡Oh, hay tantos ... ! Reflexiona sobre esto: cómo te las arreglarás tú el domingo para que resulte verdaderamente el día de los hijos de Dios. El día en que renace el Paraíso en un alto del tiempo maldecido.

Después de cumplir esto busquemos el modo de trasladar incluso el domingo a los días de labor. Intentemos crearnos un momento de calma, por ejemplo, de mañana, antes de la oración primera. Lee, de cuando en cuando, la carta sobre la oración. Y por la noche hacer otro tanto. Acaso podamos sacar libre un cuarto de hora para esto y para descansar tranquilamente. Al principio se nos hará difícil; tenemos que aprender. Nada más intentar calmarnos, empezarán a excitarse los nervios. Pero no debemos cejar. No con violencia, sino con voluntad liberadora y concentrada sigámonos: “Quiero estar tranquilo, vivir un rato en sosiego. No marchar lejos ni fuera, ni siquiera con el pensamiento. Sino estar aquí. Lo que pretende arrastrarme no vale la pena. No urge. Puedo hacerlo igual mañana. Ahora quieto aquí.” Así, nos instalaremos lejos del tropel; en puro y tranquilo presente. Leamos algún trozo bello, sumerjámonos en algún buen pensamiento, contemplemos un cuadro. Podemos acercar nuestra silla a la cama de un enfermo, junto a nuestra anciana abuela; podemos situarnos en espíritu junto a un amigo lejano... 0 simplemente sentarnos y dejarnos estar interiormente tranquilos...

Así, con estos cortos momentos, habremos convertido en domingo un día ordinario. No podemos conseguir esto plenamente de un solo golpe. Se nos ha clavado demasiado hondamente en nuestros nervios la agitación de la época actual. Hay que ir aprendiendo poco a poco.

Relee también de vez en cuando lo que dice la primera carta sobre el recogimiento (Sobre la alegría del corazón). Aquellas breves, pero frecuentes interiorizaciones en el curso del día, vienen a ser también un “domingo” en medio de las faenas cotidianas. Reconquistemos, poco a poco, la fuerza del descanso, del silencio, de la calma y del presente. Y sigamos penetrando en los imperios esenciales de la vida, en los mundos del alma.

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Desde aquí influiremos en el mundo, mejor y más decisivamente que con mil agitadas reformas. Aprendamos en el silencio la palabra verdaderamente expresiva; en la soledad la auténtica comunidad y en el esperar tranquilo la acción oportuna y decidida.