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AÑO 2014 FICHA BIBLIOGRÁFICA Nº 13 LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y LA CRISIS DE LA CULTURA CLÁSICA HISTORIA II CATEDRA Arquitecto CARLOS PERNAUT ALEJANDRO CARRAFANCQ: profesor adjunto ALEXIS PATOCCHI: profesor adjunto GUILLERMO ETCHEVERS: jefe de trabajos prácticos NICOLAS FERRINO: jefe de trabajos prácticos EVELYN COWPER: ayudante VERONICA CID: ayudante LUCIA LOPEZ: ayudante FACUNDO LOPEZ BINAGHI: ayudante MARIA JIMENA ROTTARI: ayudante ANA FLORENCIA TETTAMANTI: ayudante SOFÍA BUCHTER . ayudante FABIAN VARELA: ayudante

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AÑO 2014 FICHA BIBLIOGRÁFICA Nº 13

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y LA CRISIS DE LA CULTURA CLÁSICA

HISTORIA II

CATEDRA Arquitecto CARLOS PERNAUT ALEJANDRO CARRAFANCQ: profesor adjunto ALEXIS PATOCCHI: profesor adjunto GUILLERMO ETCHEVERS: jefe de trabajos prácticos NICOLAS FERRINO: jefe de trabajos prácticos

EVELYN COWPER: ayudante VERONICA CID: ayudante LUCIA LOPEZ: ayudante FACUNDO LOPEZ BINAGHI: ayudante MARIA JIMENA ROTTARI: ayudante ANA FLORENCIA TETTAMANTI: ayudante SOFÍA BUCHTER . ayudante FABIAN VARELA: ayudante

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Los Ideales de la arquitectura moderna; su evolución (1750-1950) Peter Collins

Primera Parte: Romanticismo Capítulo Primero: Arquitectura Revolucionaria La opinión general sobre el

carácter de la evolución arquitectónica, a mediados del siglo XIX puede resumirse con exactitud con una cita de The Course and Current of Architecture, escrito por Samuel Huggins, arquitecto de Liverpool, y publicado en 1863. En el capítulo titulado “El estilo del futuro” escribe: “A mi entender toda la historia del nacimiento y de las transformaciones de los estilos conspira para comunicarnos un loco anhelo hacia un nuevo estilo. Cualquier estilo que conozcamos no ha nacido ni por un acto de voluntad, ni porque alguien lo haya buscado, sino espontáneamente, surgiendo de las circunstancias traídas por las grandes revoluciones políticas, intelectuales o religiosas.” Sin embargo, había otros

arquitectos de temperamento más radical que hacían deducciones exactamente opuestas sobre las mismas lecciones del pasado. Estaban de acuerdo en que habían tenido lugar revoluciones intelectuales y políticas; y asimismo aceptaban que la arquitectura tuvo que experimentar grandes cambios a consecuencia de la revolución intelectual que suponía la Enciclopedia o las revoluciones políticas de América y Francia. Pero estos cambios, como los que se produjeron en el pensamiento, la política y las artes mecánicas no eran el resultado automático de fuerzas naturales, sino que se debieron a la voluntad individual del hombre.

La arquitectura de finales del siglo XVIII se distingue por la obra de arquitectos como John Soane, E. L. Bouilée, C. N. Ledoux yJ. L Durand, cuyos puntos de vista eran inequívocamente revolucionarios más que reformistas y cuyo anhelo no fue mantener la tradición, aplicando y volviendo a interpretar nuevos principios atendiendo a las nuevas ideas, sino rehacer esos principios en sí mismos. No tuvieron muchos seguidores ni dichos principios se utilizaron sistemáticamente por mucho tiempo; incluso las formas arquitectónicas con las que expresaron sus ideales pronto fueron abandonadas y no llegaron a popularizarse hasta cien años después. Pero estos arquitectos pueden llamarse justamente los precursores de la arquitectura moderna, pues, aunque el gran período del historicismo separa su arquitectura de la de Le Corbusier y el Bauhaus, puede decirse que aquélla no tuvo precedentes y fue literalmente la arquitectura de una nueva era. Antes de estudiar los nuevos

ideales que programaron estos hombres conviene adelantar algunas conclusiones sobre lo que debe entenderse por “principios tradicionales” y por aquellos contra los cuales reaccionaron. Si, por ejemplo, tomamos la más clásica definición de lo que es buena arquitectura, la “utilitas, firmitas, venustitas, de Vitruvio, es evidente que las tres características esenciales, cómoda planificación, construcción pura y aspecto agradable, no pueden ser substituidas por otras ni desecharse enteramente. Partiendo de esta base puede decirse que la arquitectura revolucionaria sólo puede basarse en nociones añadidas a estas tres, o dando una importancia especial a una o dos de ellas a expensas de la tercera, o en cambios sobre el concepto de la belleza arquitectónica. Como se dirá más adelante, la única noción añadida a la terna vitruviana fue la idea de espacio, que es una cualidad

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arquitectónica positiva y que tiene tanto o más interés que la estructura que lo limita. Otras teorías revolucionarias, especialmente a mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, se basaban en un énfasis poco común de la noción de “firmitas”, dándose gran valor a la honestidad estructural, que llevó a veces a un virtuosismo exagerado, o de la noción de “utilitas”, por lo cual se daba la mayor importancia al planeamiento del edificio y la funcionalidad era el criterio principal de un buen diseño arquitectónico. Pero las teorías revolucionarias se basaban en buena parte en una nueva interpretación de la noción de la belleza arquitectónica. Por estar particularmente en boga a comienzos del período de que se trata, estas teorías serán objeto de los primeros capítulos. Las primeras ideas estudiadas

serán las de Soane. Nacido en 1753 era diecisiete años más joven que Ledoux y veinticinco más que Boullée; utilizó algunos descubrimientos estéticos aparecidos ya en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII en obras de John Vanbrugh y Nicholas Hawksmoor. Ninguno de estos dos arquitectos, que actuaron en equipo puede llamarse moderno, pues los dos trabajaron para miembros típicos de la última aristocracia Estuardo y Hannover y diseñaron en un lenguaje arquitectónico muy próximo al del Barroco europeo. Sin embargo, quizá porque carecían de una sólida enseñanza académica y por ser ambos ingleses, quizá también porque Vanbrugh era más escritor que arquitecto, sus diseños tenían un sabor excéntrico que caracterizaría muchos edificios de la nueva época. En primer lugar encontramos en sus obras un estilo que podría llamarse ecléctico, pero que, en realidad, habría que definir como una suerte de indiferentismo; diseñaban en cualquier estilo, tanto clásico como gótico, sin sujetarse a norma alguna. En segundo lugar, se da, en la obra de Hawksmoor especialmente, lo que John Summerson describió como una

“mórbida pasión por la arqueología”. En tercer lugar manifiestan una búsqueda deliberada de efectos escultóricos y pictóricos; técnica muy admirada por Soane, quien sostenía que la inventiva de Vanbrugh era inigualable en Inglaterra y que “el joven arquitecto, estudiando los efectos pictóricas de sus obras aprenderá a escapar de la torpe monotonía de los artistas mediocres y aprenderá a pensar por sí mismo adquiriendo un gusto propio”. Finalmente en las obras de Vanbrugh y de Hawksmoor se advierte una tendencia a las composiciones novelescas mezclando elementos clásicos para obtener composiciones excéntricas o trastocando la relación tectónica entre elementos clásicos; ideas que tienen cierta relación, respecto a la arquitectura del siglo XVI, con el Manierismo, pero que aquí fueron mucho más radicales ya que dieron lugar a un nuevo vocabulario arquitectónico de formas escultóricas mejor que constructivas. Soane hizo suyas muchas de las

nociones de Vanbrugh y Hawksmoor, apropiándose igualmente de muchas de sus composiciones técnicas. Diseñó iglesias en estilo gótico o clásico indiferentemente. Su gusto por la arqueología le hizo proyectar parte del Banco de Inglaterra como el templo de Vesta de Tívoli y construir su caja como un gran museo. Consideró que un edificio sólo era bello si formaba “un todo desde cualquier punto de vista de que fuese visto, como una escultura”. En suma, sus diseños muestran dos cualidades que se hallaban ya en las obras de sus contemporáneos Boullée y Ledoux y en los de sus seguidores: un gusto lúgubre por las paredes blancas con las ventanas bloqueadas y un gusto igualmente lúgubre, piranesiano, por los sarcófagos que le servían de inspiración en los frontones, como en la cubierta del Banco de Londres. A pesar de todo, se comprende

que, aunque los ideales de Soane no fuesen clásicos, pues eran muy diferentes a los del clasicismo de Iñigo Jones o François Mansart, eran

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revolucionarios tan sólo en un sentido negativo, ya que, aunque rechazaba el uso disciplinado de los elementos tectónicos, no los sustituía por otro principio positivo. Hay, con todo, cierta modernidad en esta misma perversidad, como puede verse comparando el juicio de George Godwin sobre Soane, escrito en 1855, con el de John Summerson sobre Le Corbusier escrito cien años más tarde: “Soane mantenía la doctrina del predominio de la novedad”, escribió Godwin, “y sus detalles se obtenían por medios muy simples; consistían simplemente en lo contrario de lo normal”. De Le Corbusier, Summerson escribió: “Para él la solución obvia de un problema no es nunca la solución correcta, por grata que sea.” Un edificio de Le Corbusier es una

cruel desarticulación del programa del edificio, con su reconstrucción en un proyecto donde lo inesperado “siempre se produce”. Así vemos que, aunque las formas sean diferentes, los recursos utilizados son muy parecidos. Se pueden trazar muchos paralelismos como éste entre las obras de Le Corbusier y las de Boullée o Ledoux y han sido hechos con profusión por Emil Kaufman. Aquí la semejanza es más evidente, pues no sólo se trata de parecidos formales sino también de semejanzas doctrinales atestiguadas mediante documentos. Por ejemplo, en Vers une Architecture (1927), Le Corbusier define claramente la arquitectura no en términos vitruvianos, es decir como buen planeamiento, construcción pura y aspecto agradable, sino en virtud de los efectos escultóricos de luz y sombra. “La arquitectura, escribió, es el juego magistral, correcto y magnífico de las masas unidas por la luz. Nuestros ojos están hechos para ver formas en la luz. Los cubos, conos, esferas, cilindros o pirámides son las formas primarias que revela la luz; no son solamente formas bellas sino las formas más bellas.” Este texto parece, aunque inconsciente, una paráfrasis de la definición de la

arquitectura por Boullée, contenida en un texto redactado en elúltimo cuarto del siglo XVIII aunque no se publicó hasta 1953. “¿Definiré yo el arte de la arquitectura igual que Vitruvio, se preguntaba Boullée, como el arte de construir? No, pues esto sería confundir causas y efectos. Los efectos arquitectónicos son causados por la luz”. Añade más adelante que como primeros principios arquitectónicos deben señalarse los sólidos simétricos, como el cubo, la pirámide, y sobre todo la esfera, que son, en su opinión, las únicas formas perfectas que pueden idearse. Es posible que algunas ideas

estéticas de Boullée estuvieran influidas por filósofos como lord Kames que, en su obra tardía Elements of Criticism (1762), describe la esfera como la figura más agradable, ya que posee la máxima variedad visual junto con la mayor uniformidad y es la que ensalza la simplicidad porque da a la mente un conocimiento directo y unitario. Además, considera que el conocimiento en un estado de ánimo elevado desciende sólo con desagrado a los ornamentos menudos. Pero Boullée profesa una estética arquitectónica que fue revolucionaria en un sentido más real, jactándose de un desprecio hacia los maestros de la Antigüedad y de que, por el estudio de la naturaleza, podía ensanchar sus conocimientos sobre un arte que consideraba “todavía en su aurora”. Desdeñaba limitar su imaginación a lo que era construible o cómodo, y algunos de sus grandes proyectos de edificios esféricos, como el cenotafio a Newton o el teatro de la Ópera, completamente inviable, no sólo tenían muy poco que ver con la “utilitas”, sino que no hubieran podido construirse con los materiales y técnicas de aquella época. Ledoux fue discípulo de Boullée y

como él explotó los efectos teatrales de las masas esféricas y cúbicas. Como él, mostró un gusto por las paredes blancas y desagrado por los tipos tradicionales de ventanas que

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han caracterizado la arquitectura en los años más recientes y que hicieron observar a Frank Lloyd Wright: “A menudo me deleito pensando en los bellos edificios que podría construir si pudiese prescindir de las ventanas.” Mostró Ledoux una predilección por lo que J. F. Blondel llamaba “simplicidad masculina” y que pudo haber aprendido directamente de éste cuando asistía a su escuela de arquitectura en la rue de la Harpe. Los diseños más revolucionarios de

Ledoux se encuentran en su libro La arquitectura considerada con respecto al arte, las costumbres y las leyes (1804), que contiene una serie de proyectos para la construcción de una ciudad ideal, incluyendo varios tipos de edificios utópicos, con templos dedicados a virtudes abstractas (como la Casa de Unión dedicada a la veneración de las virtudes morales y un templo de la Conciliación), y también edificios utilitarios como burdeles, colegios, tiendas, apartamentos y baños públicos. Viendo estas composiciones ideales se comprende que su mayor contribución a la arquitectura moderna fue su concepción del edificio como forma simbólica. Para él, el proyecto de un edificio no resultaba de su función, sino que era algo deliberadamente diseñado para expresar su función por asociación de ideas. Su proyecto de una Casa de Placer, por ejemplo, no es un resultado funcional sino un símbolo fálico. En aquella época se llamó “arquitectura parlante” a esta técnica, como posteriormente se le llamó expresionismo, cuando estuvo de nuevo en boga como muestran muchos proyectos de Erich Mendelsohn, de Viljo Rewell para el Toronto City Hall o la terminal de la T.W.A. en el aeropuerto John F. Kennedy, de Nueva York, de Eero Saarinen. El último de los cuatro arquitectos

revolucionarios, J. N. L Durand, se formó bajo la influencia de Boullée, pues trabajó en su estudio, pero sus doctrinas eran bastante distintas, ya que había sido discípulo de Perronet

(el director del Colegio Francés de Ingenieros Civiles) siendo este último el que le ayudó a conseguir un puesto como profesor de arquitectura en la Escuela Politécnica. Como Boullée, consideraba el círculo como forma ideal de planeamiento, pero por razones completamente distintas; el contraste de la obra de estos dos arquitectos no puede demostrar mejor la ventaja de estudiar la historia de la arquitectura según sus ideales, y no sólo por sus formas. Tanto Boullée como Durand preferían los planos circulares pero mientras Boullée los elegía porque producían una forma escultórica externa perfecta, Durand los prefería porque eran más económicos, y contenían el mayor volumen con una superficie dada de cerramiento. Dos eran los problemas de la arquitectura, para Durand. El primero, el problema del edificio privado, que era el de dar el mejor acomodo con el menor costo posible; el segundo, concerniente al edificio público, consistía en prever el mejor acomodo para una determinada cantidad de público. Así, pues, despreciaba la opulenta megalomanía de los esquemas imaginativos típicos de Boullée y sus criterios se basaban en nociones de utilidad y de coste mínimo. Las teorías de Durand

indudablemente estaban influidas por su dedicación a la enseñanza de estudiantes de ingeniería y por vivir en una época en que los edificios utilitarios eran todo lo que podía permitirse, dada la situación financiera de Francia. Pero es muy significativo que, en vez de estar en contra de estas restricciones, las aceptase ávidamente convirtiéndolas en centro de su doctrina. Decía que los ornamentos no tenían nada que ver con la belleza arquitectónica, ya que un edificio solo era bello cuando satisfacía una necesidad. “Tanto si consultamos nuestra razón, como si examinamos monumentos antiguos, resulta evidente que el propósito principal de la arquitectura no ha sido nunca el gustar, ni la decoración arquitectónica ha sido su objetivo. La

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utilidad pública y privada, y la felicidad y el cobijo de las personas son los fines de la arquitectura.” Consideraba también que la originalidad derivaba totalmente de la calidad funcional que cada edificio posee. “¿Un edificio, no es automáticamente distinto de otro si está planeado de manera adecuada a su uso?” Y las diversas partes del edificio, ¿no son necesariamente distintas si han de tener usos diversos?, inquiere retóricamente. No se debe luchar por hacer un bello edificio, ya que preocupándonos únicamente por conseguir resolver las necesidades prácticas, es imposible que sea feo. Los arquitectos deben preocuparse de la planificación y de nada más”. La doctrina del funcionalismo no puede exponerse con más fuerza, y, ciertamente, nunca ha sido mejor explicada ni siquiera en los últimos años. No es necesario describir la obra

personal de estos arquitectos, ni la de sus muchos discípulos, ya que esto ha sido hecho con amplitud por Henry-Russell Hitchcock en Architecture, Nineteenth and Twentieth Centuries. Sin embargo, es necesario mencionar un concepto radical nacido a mitad del siglo XVIII (principalmente en la obra de otros arquitectos como J. F. Blondel) ya que, aunque de momento no fue puesto en evidencia, influiría en la arquitectura moderna más que nada. Me refiero a las nuevas ideas sabre las cualidades del espacio arquitectónico. Hoy en día se habla de modo

ampuloso del espacio arquitectónico, pero al margen de las frases extravagantes y de los términos raros se produce un hecho indiscutible: Los arquitectos consideran que los edificios modernos poseen una relación de espacio de un orden muy distinto al que poseían los edificios antiguos. Hay incluso algún teórico que mantiene que esta nueva actitud espacial es el principio básico que distingue el estilo de la edad moderna.

Las teorías más recientes del espacio arquitectónico se discuten en el capítulo final de este libro; pero es importante señalar aquí que había surgido una nueva teoría a partir del Rococó. Antes de la primera mitad del siglo XVIII, el interior de un edificio era, esencialmente, como el contenido de una caja, o una serie de recintos como cajas, divididas por sólidas paredes o interceptadas por columnatas. Pero, a partir de 1730, esta actitud cambió, aunque evidentemente los recintos seguían estando sólidamente limitados y sólo podían apreciarse avanzando a través de ellos, aunque esto sea propio de la construcción de todos los tiempos. Sería erróneo suponer, como

algunos autores hacen, que los volúmenes clásicos eran especialmente torpes. Hasta la habitación caja simétricamente dispuesta, si está ricamente adornada, produce sensaciones diferentes tanto visuales como emocionales cuando nos movemos dentro de ella y percibimos sus paredes desde ángulos diferentes. Además, las grandes habitaciones divididas por columnas producen impresiones aún más excitantes como resultado de paralaje. Pero cualquiera que sea la variedad posible dentro de ese sistema, su naturaleza era esencialmente la misma que la obtenida desde la antigüedad, por medio de muros, pórticos, salas hipóstilas, en los monumentales edificios del pasado. La nueva concepción del espacio dependía de transformaciones más radicales. Los cambios producidos a

mediados del siglo XVIII se refieren a las nuevas ideas para lograr efectos de paralaje. Éstos consisten en “el desplazamiento aparente de los objetos causado por un cambio de punto de vista”. En la práctica suponen, por ejemplo, que, al conducir un coche velozmente, los objetos lejanos parecen correr a la misma velocidad que el coche, lo que se expresa vulgarmente diciendo que los árboles corren a lo largo de la

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carretera. En arquitectura, si pasamos o nos movemos a través de una columnata no sólo parece que las columnas cambien de posición en relación con las demás, sino que también parece que cambien de posición en relación con cualquier cosa que se vea a través de ellas. La multiplicación de los efectos

reales (en oposición a los ilusorios) del paralaje fue imposible hasta que el desarrollo del acero y las construcciones de hormigón armado integraron en cada edificio una secuencia de pies derechos exentos, y la fabricación de grandes láminas de vidrio plano así como el acondicionamiento acústico permitieron la construcción de toda clase de edificios con amplios vestíbulos acristalados y con columnas o pies derechos. Sin embargo, a mitad del siglo

XVIII encontramos ya un aumento de efectos artificiales de paralaje y también un nuevo y repentino interés despertado por las implicaciones estéticas de este fenómeno, aunque únicamente en términos generales. Estos efectos artificiales se

conseguían mediante grandes espejos, poniéndose de moda entre los decoradores del Rococó situarlos uno frente a otro en las paredes de las habitaciones. Así, a primera vista, el efecto producido parecía no ser muy distinto del de las perspectivas “trompe l’oeil” utilizadas durante tanto tiempo en la decoración, pero, al ser distinta la reflexión, se advierte que, mientras que una perspectiva pintada no se adapta a los movimientos del espectador, la perspectiva reflejada por el espejo sí lo hace. Así, por donde quiera que ande un espectador en un salón rococó del siglo XVIII, ve no muros macizos sino series de arcadas abiertas a través de las cuales se extienden espacios arquitectónicos en una infinita secuencia paraláctica más allá de los límites de la estancia.

Los efectos arquitectónicos de paralaje intrigaban a los más agudos observadores de este período cuando se producían de puertas para afuera. Esto no ocurría muy a menudo, y era prácticamente imposible por las limitaciones de los edificios de la época; pero se podían observar en las ruinas y ésta pudiera ser una razón para explicar la popularidad de las ruinas en esta época. Cuando Robert Wood visitó las ruinas de Palmira en 1751 se impresionó más por sus cualidades estéticas que por las arqueológicas e hizo notar que “tal cantidad de columnas corintias, entre pocos muros o edificios macizos, ofrecen una perspectiva del mayor romanticismo”. En Inglaterra, estos efectos fueron muy estimados por los visitantes de las numerosas ruinas de monasterios que se encuentran en el campo, en las cuales, como señala Siegfried Giedion en Space, Time and Architecture (aunque allí se diga en otro sentido) “el interior y el exterior del edificio aparecen simultáneamente”. La tendencia de este período a

utilizar las columnatas clásicas exentas, dentro o fuera de los edificios, puede explicarse también por el gusto por los efectos de paralaje. Los mayores proyectos de Boullée muestran muchas variaciones sobre este tema que ya había sido explotado por Soufflot en la gran iglesia de Ste. Genevieve (edificio que cuando se convirtió en el Panteón adquirió un carácter más parecido a las obras de Boullée, que cerró sus cuarenta y nueve ventanas para que el paramento resultara totalmente blanco). Soufflot advirtió que en la catedral de Notre Dame “el espectador, al avanzar y moverse, distingue a distancia miles de objetos vistos en un momento determinado y a! instante ocultos, ofreciéndole espectáculos bellísimos”. Pretendió producir el mismo efecto en Ste. Geneviéve, pues, como ha hecho notar Hermann, “mientras el espectador anda, el racimo de columnas también parece moverse, abriéndose y cambiando

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constantemente de aspecto. Efecto ya descrito por Brebion, sucesor de Soufflot en una carta fechada en 1780. Vemos, pues, que al final del siglo

XVIII el carácter de la arquitectura europea fermentaba con unos ideales completamente nuevos. El hecho de que luego se abandonasen temporalmente a principios del siglo XIX, en favor de otros, no menos nuevos ni menos radicales, queda al margen de la cuestión, pues es característico que los cambios en arte sean el resultado de la alternancia de ideas antitéticas más que de un proceso evolutivo desarrollado en una línea de avance constante. Lo que importa señalar es que estas ideas eran completamente distintas de los principios arquitectónicos de épocas anteriores; como advirtió sagazmente Vincent Scully: “Hemos de buscar una imagen que reconozcamos como propia si deseamos definir el comienzo del arte de nuestro tiempo. Ante todo, hay que retroceder en el tiempo hasta llegar a un punto cronológico en el que ya no podamos identificar en la arquitectura una imagen del mundo moderno. Este punto se encuentra, no en el siglo XIX, ni en el XX, sino aproximadamente a mitad del siglo XVIII.

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Segunda Parte: Historicismo Capítulo Cuarto: El conocimiento de los estilos Una de las acepciones más

populares hace veinte años del termino “arquitectura moderna” era que significaba la victoria del siglo xx sobre el Renacimiento, o, en otras palabras, sobre toda imitación de los estilos del pasado. Antes de 1750, la arquitectura trataba de construir de acuerdo con principios establecidos, mientras que la imaginación y el sentido artístico del arquitecto solo se

podían ejercitar dentro de los límites de ciertas reglas conocidas. Pero, desde 1750 y sobre todo durante el siglo XIX, los arquitectos no se contentaban construyendo de una manera directa, perdiendo energías en el diseño de adornos históricos y reduciendo la arquitectura a la elaboración de perfiles y fachadas ornamentales. Entre 1920 y 1940, como resultado de la revolución instigada por un numero ya conocido de precursores, se volvió gradualmente a la filosofía tradicional de la construcción como se entendía antes de 1750, aunque diferencias radicales en apariencia se habían producido por los cambios técnicos y estructurales. Las décadas entre 1750 y 1920 tienen que considerarse, de acuerdo con esta teoría, como un intervalo que interrumpía una tradición arquitectónica continua; un intervalo que, para la arquitectura contemporánea, solo provocó la reacción que tenia que llevar de nuevo a la arquitectura a su debido camino. Hay una gran parte de verdad en

esta interpretación (aunque es demasiado negativa para ser aceptada como explicación adecuada de la arquitectura moderna), pero es falsa en dos aspectos. Primeramente, supone que hay algo decadente e incluso deshonroso en la totalidad del historicismo, cuando este fenómeno ha ocurrido ya en dos periodos de la historia culturalmente activos y artísticamente válidos, como son el siglo IX, cuando Carlomagno intenté revivir la arquitectura romana, y, en el siglo xv, en el Renacimiento. En segundo lugar, supone que hubo un cambio en la arquitectura griega, romana, gótica a renacentista desde 1750 hasta que se introdujeron el acero y las estructuras de hormigón. Pero, de hecho, las condiciones constructivas que originariamente habían creado dichas formas continuaron sin cambiar. Lo específico del historicismo del

siglo XIX, comparado con los renacimientos anteriores, es que

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revivió varios tipos de arquitectura al mismo tiempo, sin que ninguna tuviese autoridad suficiente para desbancar a sus competidoras, o para superar la arquitectura que se había construido anteriormente. Esto provenía de la

democratización de la critica artística (la autoridad ya no estaba en manos de una “élite” cultural) y del gusto común por la controversia publica (facilitada por la rápida expansión de la prensa); pero esencialmente se debía a la nueva actitud hacia la historia, que se expresaba arquitectónicamente como un conocimiento consciente de lo que se llamo y aun se llama “estilo”. El “estilo” ha sido definido

recientemente por J. M. Richards como la moda que cada generación puede reconocer coma suya, y para Nikolaus Pevsner como “lo que liga los hechos estéticos de una época”. De acuerdo con otra definición reciente, es la expresión de una particular o especifica visión del mundo por parte de los artistas que han intuido más profundamente las cualidades de la experiencia humana peculiar de su tiempo, y que son capaces de expresar esta experiencia en formas de pensamiento, ciencia y tecnología. Originalmente, la palabra “estilo” significaba las características de la composición literaria propias de la forma y la expresión más que del pensamiento o de la materia expresada. En otras palabras, el estilo, de acuerdo con las teóricos clásicos, eran las reglas de decoración que requerían que la manera de hacer algo tenia que estar en armonía con lo que ya estaba hecho; por la tanto Furetiêre, en su diccionario de 1690, expuso que el estilo elevado o sublime debía ser usado para expresiones publicas, el mediano o familiar en la conversación, mientras que el bajo o popular se tenia que reservar para las comedias. A mediados del siglo XVIII, el numero de estilos reconocidos se había multiplicado para satisfacer distinciones mas sutiles, añadiéndose a los tres estilos mencionados

(sublime, familiar y popular) los que indicaban ciertas disposiciones de animo, emociones e incluso defectos, como elegante, alegre, pomposo, tenso y frío. Algunos teóricos extendieron el alcance del término para abarcar los estilos apropiados a los varios tipos de poesía reconocidos, como el épico, sagrado o pastoral; pero esta interpretación no se dio en ningún diccionario francés, inglés o italiano de ninguna época. Hubo otras ideas relacionadas con

la palabra estilo, como cualidad que puede dar a la literatura su excelencia; de este modo Swift definió el estilo como “las palabras apropiadas en los lugares apropiados”, o cuando Racine dijo que el estilo era “la expresión del pensamiento con las mínimas palabras”. En 1589, George Puttenham, en The art of English Poetry, consideró que el estilo relacionaba la materia con el sujeto, quedando un aspecto individual del lenguaje que expresaba el carácter del autor, punto de vista compartido par el doctor Johnson. A principios del siglo XIX, un critico romántico como Coleridge sostenía aun que el estilo no era más que el arte de transmitir un significado apropiado con inteligencia, y que el estilo de Swift era perfecto no solo porque las palabras eran apropiadas, sino porque él lograba una expresión completa del asunto que trataba. Se comprenderá por qué un teórico

clásico coma J. F. Blondel, en la escuela de arquitectura decía a sus estudiantes que el estilo, en arquitectura, significaba el carácter que se debía elegir en relación con el propósito de un edificio, y era por lo tanto la poesía de la arquitectura. Del mismo modo que había poesía sagrada, épica y pastoral, también habla arquitectura sagrada, épica y pastoral, y del mismo modo que la poesía era elegante o pomposa, también la arquitectura podía expresar estados de ánimo apropiados a la finalidad del edificio. Para el, no solo era importante

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distinguir los edificios de funciones diferentes, como las iglesias y las mansiones, sino también entre los diferentes tipos de iglesias y de mansiones, por lo que una parroquia tenía que ser manifiestamente diferente de un monasterio, la casa de un banquero diferente de la de un soldado, y el palacio de un rey muy diferente del de un príncipe e incluso del de una reina. Muchas de sus ideas sobre el modo de expresar estas distinciones eran arbitrarias y poco prácticas, y la Academia de Arquitectura Francesa, que en aquel tiempo era bastante realista, no dudó en decírselo cuando él lea expuso estas ideas en 1766. Pero este ideal era, de por si, claro y firme, y procedía de la convicción de que cada edificio debía llevar la marca de su destino particular poseyendo un carácter, que desligado de cualquier símbolo escultórico, determinara su forma general e indicase la finalidad del edificio. Mientras Blondel escribía estas

definiciones, se planteaban otras nuevas. Aparecen algunas en el texto de sus cursos. Puede que tales definiciones procedan del segundo volumen del Vitruvius Britannicus de Colen Campbell, que apareció en 1717, donde se encuentra la palabra “estilo” en varias ocasiones con nuevos sentidos. Por ejemplo, en relación con el diseño de una casa en estilo teatral, o el diseño de una casa en el estilo de “Íñigo Jones”. Aquí los significados de la palabra son muy sintomáticos, pues sugieren que una casa se puede hacer alegre usando el estilo de un teatro (por definición el término estilo teatral, de acuerdo con los teóricos clásicos, hubiese significado que este estilo era el apropiado para un teatro, siendo inapropiado para cualquier otra cosa). Al hablar del diseño “en el estilo de Íñigo Jones”, Campbell daba la vuelta al principal significado clásico, pues suponía que el estilo no se refería ya necesariamente a la finalidad del edificio, sino que se podía aplicar igualmente a la personalidad del arquitecto autor del diseño.

Tal cambio de actitud estaba en

consonancia con las nuevas ideas estéticas introducidas en el pensamiento inglés durante este tiempo por los críticos literarios y los filósofos seguidores de Addison. En 1783. Hugh Blair, uno de los últimos líderes de esta escuela filosófica, definió el estilo como “expresión característica de la manera de pensar del escritor y de su peculiar temperamento”. Por otra parte la noción clásica de estilo, relacionada con el objeto de la obra (como el “estilo épico” o “estilo pastoral”) pronto cambió para expresar que un estilo podía ser preferible a cualquier otro, sin tener en cuenta la naturaleza de las ideas expresadas. En 1756, Thomas Gray, el poeta y arqueólogo, amigo de Horace Walpole proclamo que el verdadero estilo lírico con sus sueños de fantasía, sus adornos, la elevación del tono y la dulce armonía era en si mismo superior a cualquier otro estilo. El clima anímico estaba, por tanto,

preparado para que los filósofos de mediado del siglo XVIII se preguntaran si no era excesivo hablar de la arquitectura clásica como “arquitectura”, simplemente como se había hecho en los doscientos últimos años, ya que esto implicaba que cualquier otra forma de construcción —tanto medieval como oriental— no era arquitectura. Tal vez la arquitectura clásica era tan solo el estilo arquitectónico superior a cualquier otro. Así mientras los arquitectos clásicos, como sir William Chambers, describían la arquitectura china como un singular estilo de construir, los autores más modernos lo llamaban simplemente el “estilo chino”. El gótico también entraba en la categoría de estilo, y cuando novelistas como Henry Fielding empezaron a hablar de casas de “estilo gótico”, los arquitectos no se sorprendieron. Todavía nadie se refería a la

arquitectura del momento como de “estilo clásico”, pues creían que no

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habla ningún interés en clasificar un tipo de construcción por un epíteto estilístico excepto para indicar que era extranjero, romántico o grotesco. Pero, hacia 1762, a algunos arquitectos se les ocurrió la idea que el termino “estilo” también se podía aplicar para indicar las fluctuaciones que habían tenido lugar en el desarrollo de la misma arquitectura clásica. Las Antiquities of Athens, de Stuart y Revett, publicado en ese año, comentaba las diferencias entre “el estilo de construcción griego y el romano”, mientras que en la introducción de Robert Adam a su Ruins of the Palace of the Emperor Diocletian at Spalato publicado en 1764, afirmaba que, Diocleciano no solo había enseñado a arquitectos capaces de imitar con éxito el estilo y manera de una época mas pura, sino que también había revivido una arquitectura superior a la de sus propios tiempos. “¿Por qué, sugirió Adam en el prologo dedicado a Jorge III, Su Majestad no podía hacer lo mismo?” Estas ideas, junto a las demás

teorías en circulación entre lo filósofos, poetas e historiadores, fueron realmente una bomba contra la obra teórica de la arquitectura clásica. El Renacimiento también había surgido de lo que podía llamarse el estilo y manera de una época más pura; reviviendo una arquitectura considerada superior a la de su tiempo; pero lo había hecho por reacción a lo que se suponía como una poca de cultura absolutamente bárbara. Nunca se le había ocurrido a ningún escritor clásico, desde Alberti hasta J. F. Blondel, poner en duda que la verdadera arquitectura había cambiado siempre. Incluso sir William Chambers, que admitía que las artes en Roma, como las de otras naciones, habían tenido su nacimiento, su época de esplendor y su ocaso. Para refutar las pretensiones de los neohelenistas afirmo que si la arquitectura griega fue imperfecta en tiempos de Alejandro, todavía debió serlo más dos siglos antes. Era un principio básico en la primera mitad del siglo

XVIII que la arquitectura griega había sido inferior a la romana, y que ésta había sido inferior a lo que ellos mismos construían. Los nuevos significados de la

palabra “estilo” solo se aceptaron gradualmente, por lo que durante la segunda mitad del siglo XVIII los significados antiguos y nuevos se llegaron a superponer en una misma obra escrita. Incluso en las conferencias de J. F. Blondel encontramos la afirmación de que “no solo debemos comparar la grandeza de los volúmenes egipcios, los preciosos detalles de los griegos, los bellos planeamientos de las obras romanas, y las ingeniosas estructuras de los árabes, sino también el estilo particular que los caracteriza”. En una “Guía de los jardines” de Ermenonville publicada en 1788, se nos dice que uno de los templos clásicos es de estilo noble y elegante, y que la estructura del jardín llamada Gabrielle’s Tower es de un estilo que sugiere el que realmente existía en tiempos de Gabrielic d’Estrées”. A finales de siglo, la victoria del nuevo significado era completa, como expone claramente el Dictionary of the Fine Arts de Millin, publicado en 1806. Define la arquitectura civil .según los diferentes estilos de épocas y pueblos diversos, enumerando el egipcio, persa, indio, fenicio, hebreo, griego, romano, árabe, gótico, sajón y chino. En 1821, James Elmes, en sus Lectures on Architecture, no solo acepta estas divisiones estilísticas, sino que también divide la arquitectura grecorromana cronológicamente en cinco “estilos” que corresponden a la época homérica, la época que va desde el año 700 A. J. hasta Pericles, la época de Pericles a Alejandro el Grande, la época de Alejandro a Augusto, y la que va desde Augusto hasta el año 324 D. 3. Para él, la arquitectura moderna no era un paso mas en el progreso evolutivo, pues creía en la superioridad de la Grecia de Pericles, por encima de todo tiempo, patrocinando el renacimiento de aquel estilo.

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Todo este énfasis en la cronología

de los estilos arquitectónicos fue fomentado por el culto a las ruinas. Este culto también había sido un fenómeno característico del renacimiento, en el siglo XV, de las formas romanas, pero así como el romanticismo de las ruinas en el siglo XV tuvo una vida corta, y pronto fue superado por un interés practico por los elementos constructivos de la arquitectura antigua, el romanticismo del siglo XVIII, alimentado por los nuevos conocimientos históricos, y por los muchos dibujos y pinturas de ruinas realizados por artistas como Pannini, Piranesi, Hubert Robert y Zucchi, perduro mucho como algo peculiar de la época. En primer lugar, provocó la aparición del interés por la clasificación, mediante las nuevas ciencias arqueológicas, la diplomática y la paleografía, tratando los edificios como documentos de investigación histórica. En segundo lugar, dio lugar a la observancia de muchas reglas vitruvianas que, hasta entonces, se habían desechado por no tener valor práctico. En tercer lugar, introdujo la moda de imitar lo romano, aunque fuese inadecuado al destino del edificio.

…………………………………………………………….

Capítulo Duodécimo: Eclecticismo Los diversos aspectos del historicismo tratados hasta ahora implicaban siempre un tipo determinado de actitud hacia el pasado: en primer lugar la de los idealistas que, ante un período particular de la arquitectura, ya sea romana, griega, gótica o renacentista, creían que sólo volviendo a aquella fuente de inspiración se podía crear la arquitectura contemporánea; en segundo lugar, la de los cínicos, cuyos ideales, si los tenían, eran puramente oportunistas, siendo culpables de lo que los teólogos llaman «indiferentismo» (sostenían que todos los estilos tenían el

mismo valor y que toda idea de integridad estilística o de tradición estilística era una ilusión). Estos arquitectos utilizaban libremente los estilos arquitectónicos en función de los deseos del cliente o particularmente de otras circunstancias. Algunas veces, las circunstancias justificaban esta actitud, como cuando, por ejemplo, William Wilkins, historicista griego, construyó un pórtico gótico para el King's College de Cambridge para conservar la unidad estilística con la capilla. Charles Barry el constructor del edificio del Parlamento, lo hizo con estilo gótico para armonizar con los monumentos góticos del alrededor. Sin embargo, el indiferentismo era, en el mejor de los casos, una manifestación de romanticismo y en el peor era un sistema de ganar dinero dando satisfacción a los caprichos de los clientes. Sin embargo, el eclecticismo constituyó una actitud especial hacia el pasado y fue la que predominó especialmente en la segunda mitad del siglo XIX. Eclecticismo es una palabra que debe matizarse, ya que se ha utilizado con significados diversos, en la mayoría de los casos con carácter peyorativo. Para C. E. Street y Robert Kerr, como para muchos de nuestros contemporáneos, era sinónimo 'de indiferentismo. Para la «Camden Society» significaba la

reconstrucción de una iglesia medieval hecha en cualquiera de los estilos predominantes en vez de hacerla en el mejor de los estilos, que debía ser el de finales del siglo XIII. Para la mayoría de los teóricos del siglo XIX, eclecticismo significaba algo más preciso y más próximo a la definición de Diderot que se ha comentado en la introducción de este libro. En el siglo XIX la noción de eclecticismo se hizo familiar en Francia a partir de 1830, cuando Víctor Cousin la utilizó para significar un sistema de pensamiento constituido por puntos de vista diversos tomados de otros varios sistemas. Este es el significado correcto. Los eclécticos decían con bastante razón que nadie debía aceptar a ciegas la legalidad de un único sistema filosófico (o de un sistema

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arquitectónico), negando la validez de todos los demás. Pero, al mismo tiempo, opinaban que cada uno debía decidir racional e independientemente qué clase de formulaciones filosóficas (o arquitectónicas) del pasado eran adecuadas a los problemas del presente para adoptarlas y valorarlas en cualquier contexto. Para Víctor Cousin, según lo formuló en la obra La Verdad, la Belleza y Dios, publicada en 1853, el eclecticismo no era un intento de crear un sistema nuevo; sino tan sólo el resultado inevitable, en una época historicista, del estudio de la historia de la filosofía en la que se observaba que un número de afirmaciones trascendentales en diversos períodos históricos, no sólo eran válidas en aquel contexto sino que podían reunirse en un nuevo cuerpo doctrinal que formaba un sistema de pensamiento. «Llegan a ser un sistema viviente», dijo. I

No es posible precisar en qué momento comenzó a tener fuerza intelectual esta idea. Ya en 1740, Pierre de Vigny, que había tenido relación con la restauración de una serie de edificios medievales, dijo que «el genio debe trabajar en completa libertad, tomando y

utilizando lo mejor de cada estilo». Payne Knight en su AnaZitical Inquiry into the Principies of Taste (1805) había observado que «en los cuadros de Claude y Gaspar hay siempre una mezcla de arquitectura griega y gótica empleada con resultados excelentes en un mismo edificio». Y proseguía opinando que «éste era el mejor estilo arquitectónico para viviendas irregulares y pintorescas». El historicismo renacentista siempre había sido una forma de eclecticismo, a pesar de que los que lo practicaban no lo reconocieran nunca. La arquitectura florentina del siglo xv había mezclado elementos antiguos, bizantinos, carolingios con amplia libertad, como lo hicieron en el siglo XVI la arquitectura francesa e inglesa mezclando elementos clásicos y góticos. Las tendencias historiográficas de la época hicieron inevitable que, al imponerse el eclecticismo como filosofía básica,

los arquitectos menos inquietos de la época lo considerasen como excusa para el renacer de los estilos más híbridos ya de moda. La formulación más específica de una teoría del eclecticismo arquitectónico se encuentra en An Historical Essay on Architecture de Tomás Rape (1835). En el último párrafo de este libro, Rape se queja de la multiplicación de estilos usados en Inglaterra y termina con el siguiente párrafo, tan elocuente: «Nadie parece haber tenido aún la idea de recoger de cada uno de los estilos arquitectónicos del pasado lo útil, ornamental, científico, de buen gusto y reunirlo con nuevas formas y disposiciones, haciendo nuevos descubrimientos, nuevas conquistas, nuevos productos desconocidos en otros tiempos. Y una arquitectura que nacida en nuestro país, desarrollada en nuestro suelo, en armonía con nuestro clima, instituciones y costumbres fuese a la vez elegante, apropiada y original y que mereciese verdaderamente ser llamada «nuestra». Este mismo tema reaparecía en las páginas de The Builder. En un artículo en el que se afirmaba que jamás se había dado una situación tan poco aceptable en arquitectura como en aquella época, añadía que Europa entera parecía dedicada a. la producción de estructuras engañosas, que querían convencer al espectador de que se hallaba ante las obras de otro tiempo. Afirmaba como Hope, que no había ningún estilo que pudiera llamarse propio. A esta .situación proponía una solución que de hecho, era, «la doctrina ecléctica», Partiendo de la base de que los fines y objetivos de un edificio sean dados resulta posible la creación de un estilo original, característico de la época, a partir de la investigación de todos los estilos arquitectónicos y adaptando todas las bellas características para que no se anulen mutuamente y sirvan a las exigencias del edificio. El editor de The Builder no era un crítico consciente y digno de confianza,' ya que nunca estaba seguro de si proponía una combinación de elementos apropiados de todos los estilos o la

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adopción del estilo histórico de mayor ampulosidad, el renacentista. Le faltaba, además, la perspicacia de los eclécticos franceses; pues no advertía que no era posible la creación de un estilo original a partir de la combinación de elementos tectónicos creados en épocas distintas. El mismo punto de vista se expresa en el discurso leído por L. Donaldson cuando ingresó como profesor de arquitectura ¡en el University College de Londres (1842): «Estamos vagando por un laberinto experimental e intentando sintetizar ciertas características de este o aquel estilo, período o lugar, a fin de obtener un todo homogéneo con un carácter distintivo propio, con el propósito de desarrollarlo para crear un estilo nuevo y peculiar.» Es evidente, pues, que los primeros llamamientos en favor de una arquitectura ecléctica se produjeron por vez primera en artículos publicados en Francia bajo el influjo de Víctor Cousin. Las conferencias de Cousin en la Sorbona sobre La Verdad, la Belleza y Dios tuvieron gran resonancia en París aún antes de que se publicaran en forma de libro. Sin duda, el slogan adoptado por los racionalistas franceses en 1840, «Verdad, Belleza, Utilidad» también era un eco del título de Cousin. Fue en 1853, año de la publicación de las conferencias de Cousin, cuando el eclecticismo se impuso seriamente como medio de superar los problemas conflictivos de los estilos a través de la. Revue Générale de l'Architecture. Publicó un artículo que más tarde apareció traducido al inglés en The Builder con evidente aprobación por parte de la redacción de esta revista. Afirmaba que «el eclecticismo es posible que no cree un nuevo arte, pero por lo menos puede ser útil para la transición desde el historicismo hacia la arquitectura del futuro». Los artistas creadores se movían en un campo heterogéneo, carente s de una base que integrara sus esfuerzos. Esto les sucedía porque formaban parte de una sociedad que también carecía de principios universalmente reconocidos. El arquitecto y la- sociedad

marchaban hacia el futuro en la confusión de elementos adoptados por sociedades anteriores. Es evidente que la confusión' resultante de la amalgama ecléctica de todos los estilos era absurda; pero era una condición necesaria para el progreso de la arquitectura. En cualquier edificio contemporáneo, había que combinar elementos diversos y esencialmente modernos con fragmentos del pasado. Haciendo esto se ejercía una saludable actividad que cada día habría de resultar más evidente. Aunque la confusión de formas que se creaba era inaceptable y por tanto cada uno de los edificios deficiente, desde el punto de vista de la investigación, de la experimentación, el desarrollo general resultante era beneficioso. «En la arquitectura del futuro, concluía, tendremos arcos, bóvedas, vigas, pilares y columnas como en las arquitecturas antiguas, pero dispondremos también de principios estéticos cuya relación con el pasado será la misma que la de la locomotora con la diligencia.» Es imposible no asombrarse ante la extraordinaria humildad de los teóricos de esta época que tenían tan clara idea de lo inadecuado de su arquitectura. Consideraban el' estudio de la historia, como una guía para el futuro, pero se avergonzaban de los resultados de sus propios esfuerzos y estaban desconcertados ante las posibilidades que podía ofrecer la nueva tecnología. La última cita muestra que el autor de este artículo, mientras deseaba y especulaba sobre futuros desarrollos constructivos, al mismo tiempo, sufría por la incapacidad de profetizar con precisión qué clase de formas tecnológicas produciría le nueva tecnología. Tenía que conformarse con el trabajo, útil pero puramente negativo, de cómo batir la vana influencia de los arqueólogos. El éxito fue importante. Distrajo la atención del público e las críticas basadas enel antiguo criterio, reduciendo las preocupaciones de los arquitectos por problemas de forma y estilo, permitiéndoles prestar mucha más atención a los problemas prácticos creados por las necesidades de la época.

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Pero los arquitectos no podían, de repente, abandonar su interés por los monumentos antiguos. Simplemente cesaron de buscaren ellos las reglas absolutas para el presente y el futuro, como observó atinadamente el editor de la Revue Générale de l'Architecture. Para evitar la degradación de la arquitectura a lo que llamaban el simple «oficio de construir» se creyó necesario mantener el interés de las cuestiones de forma y belleza, Si la carencia de un nuevo estilo obligó a los arquitectos a practicar el eclecticismo, es decir, a hacer libre uso de todas las formas del pasado "también les decidió a continuar los estudios' históricos, a fin de recopilar «motivos», es decir, elementos incorporables a los modernos edificios siempre que resultasen apropiados. También entonces se inició la ilustración gráfica en los comentarios sobre nuevos edificios que se hacían en las revistas; innovación que hoy no. nos sorprende, pero que en su momento fue una novedad. En Inglaterra, la reacción contra el historicismo en, favor del eclecticismo la provocó, más que las teorías de los críticos franceses, el concurso para un nuevo edificio del Foreign Office que tuvo lugar en 1857. La historia de este escándalo extraordinario ha sido analizada con detalle y con notable inteligencia por Kenet Clark en «The Gothic Revival» por lo que aquí se expondrá muy sumariamente. Al concurso se presentaron 218

trabajos, ganaron el primer premio Coe y Hofland con un edificio de «estilo renacentista». El tercer puesto fue para George Gilbert Scott, protagonista de todos los neogoticismos. Scott defendió tan enérgicamente los méritos del gótico, en los círculos parlamentarios y con cartas a los periódicos que convenció al ministro de Trabajo de que cambiara el fallo del jurado pasando su proyecto al primer puesto. Si el asunto hubiese terminado aquí las consecuencias en la historia de las ideas arquitectónicas no hubiera tenido especial importancia. Sucedió, sin embargo, que el grupo clasicista integrado por los arquitectos Smirke, Barry y Cockerell, del que también formaban parte varios miembros

del parlamento, como, sir William Tite, no aceptó la derrota y presentaron sus quejas en corporación ante el Primer Ministro, lord Palmeston, el cual como también.era clasicista, se negó inmediatamente a que Scott construyera un edificio gótico. En realidad, Palmeston no se había inmiscuido nunca en las polémicas arquitectónicas, aunque su actitud tendía a valorar éticamente las opciones estilísticas. «Es evidente, manifestó a una representación de neogoticistas, que un hombre de la habilidad de Mr. Scott es capaz de hacer lo que quiera en una planta dada. La solución que propongo es la siguiente: disponer de las cantidades suficientes para que comiencen las cimentaciones. Entre tanto, pediremos a Mr. Scott que dibuje algo en otro estilo, más barato, más luminoso, alegré y más adecuado a la función' de este edificio; en otras palabras, en estilo renacentista.» . Esta situación era ideal para que Scott apareciera como un mártir de la causa que tan vivamente había defendido. La posición que debía tomar era la de no aceptar el encargo en la forma que se hacía. Pero la tentación de los honorarios debió de ser demasiado fuerte y accedió mansamente a la propuesta del Primer Ministro, empleando a Digby Wiatt para dibujar los detalles renacentistas. Este final destruyó, sin duda, la fe de los historicistas imponiéndose el eclecticismo como única doctrina aceptable en las circunstancias de aquellos tiempos. El eclecticismo se llamó en Inglaterra «estilo Reina Ana» (Queen Anne Revival), porque' basaba su justificación histórica un período de la historia inglesa en el que el eclecticismo habla surgido naturalmente como la expresión no adulterada de una forma híbrida de clasicismo. Este nuevo «estilo» resurgido se utilizó por vez primera en 1861, patrocinado por un antiguo devoto del neogoticismo, el reverendo J. L. Petit. Parece ser que la polémica de Scott, en 1856, le desilusionó profundamente. Declaró que, aunque había creído alguna vez en la posibilidad de revivir la arquitectura gótica, los últimos acontecimientos le habían convencido .de que el intento de

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revitalizar el estilo gótico nunca tendría éxito mientras tendiera más a la copia de tipos medievales que al desarrollo de los principios medievales. Fue en 1861, en una conferencia pronunciada en la «Architectural Exhibition», cuando propuso por primera vez la solución ecléctica. Habló de los edificios de la época de la Reina Ana como ejemplo de buen diseño, realizados a partir de construcciones locales con la ornamentación adecuada en cada caso. Aquellos edificios se habían construido sin referencia a ningún estilo, guiándose únicamente por las propias exigencias utilitarias, la situación social, el clima y los materiales. Este era el estilo adecuado a sus -deseos: «expresivo, capaz de mostrar el espíritu de la época, y suficientemente amplio como para abarcar tanto las obras particulares como las monumentales». Las consecuencias de este planteamiento fueron dobles. Primeramente rompía la barrera que la arqueología había levantado entre la arquitectura erudita y las exigencias de la vida común, substituyéndola por la idea de la libre elección por parte del diseñador de las formas arquitectónicas, en función de un criterio de adecuación a las características del proyecto. En segundo lugar, introdujo la idea de que las formas «vernáculas» debían constituir la base de todo diseño arquitectónico. La época de la .Reina Ana se tomó como precedente histórico adecuado porque muchos de los edificios de entonces se caracterizaban por el llamado «manierismo artesano», que consistía en una mezcla de elementos tectónicos y decorativos empleados sin pedantería, lo cual, .posteriormente, caracterizó la arquitectura palaciega. El estilo Reina Ana fue todavía más lejos. Empleó motivos que no eran del siglo XVIII sino ya jacobeanos. En otras palabras, el «estilo Reina Ana» fue en Inglaterra lo que en Francia el «estilo Luis XIII»: el uso de motivos renacentistas aplicados, sin reglas precisas, a composiciones libres, sin demasiada relación con los tipos y las normas clásicas. Lo más revolucionario de las teorías de Petit fue que vio las bases de una

arquitectura auténtica en «nuestra arquitectura ordinaria» (idea que podía haber tomado de Remarks on

Gothic Architecture; de Scott, publicado en 1858, donde se discutía ampliamente la relación entre la arquitectura doméstica y la arquitectura eclesiástica en el siglo XIII). No sería ninguna exageración decir que éste ha sido de uno de los conceptos más importantes -en los últimos cien años. En primer lugar, se ponía fin a la idea de que la arquitectura era algo dependiente de templos e iglesias, dando a la arquitectura doméstica, menor, una importancia creciente. En segundo lugar, ponía en tela de juicio la doctrina renacentista, introducida en la educación arquitectónica en 1806 por la Ecole des Beaux-Arts, de París, de que la arquitectura era una de las tres artes del diseño. Al insistir en la analogía entre arquitectura y palabra (analogía que se discutirá más adelante) ayudó a separar la teoría de la arquitectura de la de la escultura y pintura, artes en las que un vocabulario de elementos fijos no tiene cabida. En otros términos, quiso establecer la doctrina de que, al igual que el discurso se basa, por la elección de palabras, en un vocabulario, así la arquitectura se componía seleccionando elementos de un vocabulario de hechos tectónicos, establecidos con un criterio práctico y estimulado por las exigencias funcionales. Es evidente que los problemas que preocupaban a los teóricos de la arquitectura en la década de 1860 se referían más a las estructuras que a los ornamentos que debían decorarlas. Sin embargo, la realidad es que la arquitectura popular estaba en vías de desaparición y que no se crearon nuevos sistemas estructura les hasta el desarrollo del acero y del hormigón armado a finales de la década de 1880-1890, a pesar de los intentos de crear una arquitectura universal del hierro. Esta situación suponía que el arquitecto daba todavía el mayor énfasis a la ornamentación. Sin embargo, no debe darse a la ornamentación ninguna importancia al estudiar los ideales arquitectónicos del siglo XIX.

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………………………….. La actitud ante la ornamentación a mediados del siglo XIX es interesante sobre todo considerando las reacciones que contra ella tuvieron lugar hace cuarenta años. El gusto victoriano por la decoración era una reacción a la exagerada simplicidad de finales del siglo XVIII y principios del XIX, asociada, sobre todo en Francia y América, a la idea de virtud republicana. Era también el resultado de una actitud anímica que veía en el adorno el símbolo de un «status» social. No era el símbolo del estadio social alcanzado por 'la clase media. «Queremos aparentar lo que no somos», escribió Gustave Planche en 1857,

criticando la preferencia por las reproducciones baratas más que por los diseños de objetos apropiados y utilitarios hechos por la máquina. El ornamento siempre ha sido simbólico. Ya en los siglos XVI y XVII estaba cargado de significaciones a través de las alusiones mitológicas. Pero en aquella época era patrimonio exclusivo delos ricos. Con la Revolución Industrial creció el poder adquisitivo de todas las clases sociales especialmente a partir de 1830. La clase media enriquecida, pero sin el gusto refinado por una educación aristocrática, quiso imitar a los poderosos de otros tiempos. No admiraba la simplicidad de los muebles antiguos o de los trabajos de platería. Deseaba reproducciones de obras en metal rica, densamente trabajado, y tapices y tapicerías como las de los príncipes del Renacimiento. Este gusto que César Daly llamó «le besoin de luxe et de I'éclat» se vio en los objetos exhibidos en la «Exposition de I'Industríe Francaise» celebrada en el año 1834 y en la Gran exposición de 1851. Aunque Owen Jones criticaba estos objetos como «los caprichos del gusto más vil, feo e incongruente», sin embargo, consideraba el ornamento como el resultado natural de la evolución cultural. En su Grammar of Ornament (1856) escribió: «la decoración debe incrementarse en la misma

proporción que el progreso de la civilización». También Gottfried Semper en Uber Baustile (1869) notó que «la lucha por la individualidad tiende a expresarse en el adorno, pues al adornar algo, sea vivo o inanimado le doy el derecho a la vida individual». Incluso el editor de The Builder que, como Owen Jones, se lamentaba del mal gusto imperante y de la popularidad de la mala decoración hacia 1850-1860, admitió que «aunque se quiera no se puede evitar el deseo de adornar, que es parte de los anhelos naturales después del deseo de placer». . En arquitectura, la responsabilidad de dar excesiva importancia al adorno debe atribuirse a los arqueólogos, para quienes toda la arquitectura del pasado se clasificaba y fechaba con precisión gracias a las características ornamentales. También los eclécticos fueron responsables en esta cuestión, ya que consideraban la ornamentación de las iglesias como un acto de devoción, tal como expuso Ruskin en la «Lámpara del Sacrificio». La ornamentación, según Ruskín, es la parte principal de la arquitectura, ya que lo mejor de un edificio no es su construcción sino la buena pintura o escultura de sus muros. «Esto se ha considerado siempre como una afirmación herética», dijo con introspección poco común, pues sus puntos de vista no eran aceptados por todo el mundo. Pero también James Fergusson, el principal racionalista inglés de su tiempo, opuesto a las ideas de Ruskin, definió la arquitectura en su History of Architecture como «el arte de lo ornamental y de la construcción ornamentada». Él, como la mayoría de los arquitectos de la época creían que la ornamentación era lo que diferenciaba la arquitectura de la mera construcción, como diferenciaba el coche de un caballero del carretón de un cervecero. Más adelante, se verá cómo Fergusson y los demás racionalistas valoraban la importancia de la estructura como configuradora del diseño arquitectónico. Pero al creer

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que la arquitectura debía adornarse y que el principal defecto de un ingeniero civil era «no tener capacidad artística», llegaron a dar a la ornamentación un valor exagerado. Por este camino se llegó a posiciones totalmente paradójicas como en la conferencia pronunciada por Robert Kerr, profesor de construcción en el King's College de Londres, y uno de los fundadores de la «Architectural Association», en el Royal Institute of British Architects en 1869, con el título The Architecturesque. «La arquitectura, decía con gran sarcasmo, era como un vestido. El lápiz del arquitecto, era como una varita mágica que transformaba la estructura de un objeto triste e inanimado en algo elocuente. Este vestido era el ornamento, que caracterizaba la inteligencia del hombre diferenciándole de los animales que no desean el ornato. Lo que la gente llama principios de diseño arquitectónico eran simplemente principios de tratamiento «arquitectónico». La buena arquitectura era la verdaderamente arquitectónica, y la mala arquitectura la falsamente arquitectónica. Los medios para obtenerla eran cuatro: la estructura-ornamento, transformada en ornamento por sí misma; el ornamento estructuralizado, transformado por sí mismo en estructural: la estructura ornamentada y el ornamento construido. Sin comentar estas cuatro categorías (y cualquier lector que considere estos problemas como superados puede leer las palabras de Bruno Zevi, citado por Colin Faber en la obra Candela: The Shell Builder (1963): «Tenemos muchas dudas respecto a la plástica del estructuralismo, pero ninguna sobre la estructuración plástica», hay uno o dos puntos que deberían aclararse de acuerdo con la opinión de los mejores críticos del siglo XIX sobre la ornamentación de su época. En primer lugar hay que advertir que, además de los puritanos extremistas del neohelenismo, y como el escultor americano Horace Greenough, que no aceptaba más ornamentación que la que se encontraba en los templos griegos de la época de Pericles, eran muchos los escritores

que criticaban el mal gusto de época. Este gusto estaba más abierto a la crítica en el terreno de las artes decorativas, que en arquitectura propiamente dicha, ya que la ornamentación arquitectónica, al proceder de obras históricas era más conservadora en cuanto a inspiración y confiaba más en la imitación que en la invención. Pero también los excesos en la ornamentación arquitectónica se criticaron. En 1864, el profesor George Aitchison manifestó ante el «Royal Institute of British Architects» que era evidente que el adorno se había convertido en una especie de anuncio o un capricho de la vulgaridad. «Creo que la pureza de líneas y la elegancia de proporciones, sin adornos, puede irse introduciendo en todas partes, desde los edificios hasta las cucharillas del té.» En 1875, repetía ante el mismo organismo que si alguna vez se lograba la arquitectura contemporánea se lograría dando más importancia a la forma en general que al adorno. También el editor de The Builder afirmaba en 1866 que lo más necesario era, después de resolver el problema de los humos en la ciudad, «un uso moderado de la ornamentación». En segundo lugar, hay que convenir en que el problema de la arquitectura del siglo XIX no era tanto el del empleo del adorno como el de la negligencia en lo que los teóricos franceses llamaban «convenance» y «bienséance» términos que hay que traducir como «conveniencia» o adecuación» y «decoro». En los siglos XVII y XVIII, como en todas las grandes épocas arquitectónicas, el ornamento se aplicaba únicamente a los edificios más importantes y se diseñaba a partir de un cuidadoso sistema de símbolos muy limitado. Ruskin, que creía en el valor de la ornamentación por sí mismo más que cualquier otro victoriano, sostenía que hay una ley general, de particular importancia para la época en que vivimos, la cual aconseja no decorar las cosas que pertenezcan a los fines de la vida activa y el trabajo. «Dondequiera que podáis descansar, decorad allí; donde el descanso está prohibido, también lo está la belleza: no hay

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que mezclar la ornamentación con los negocios» declaraba a propósito de los que querían decorar las estaciones de ferrocarril. En tercer lugar, hay que hacerse cargo de que el amor excesivo del siglo XIX por la decoración no tenía nada que ver con el uso de las máquinas. Hoy todavía se cree que la crisis de la ornamentación se debe únicamente a que se hacía mecánicamente. Lo cierto es que la mayoría de los adornos se hacían aún esculpidos a mano o moldeados: procesos, ambos, de la mayor antigüedad y respetabilidad. Se sabe que para tallar la madera de los interiores del palacio de Westminster se utilizó una máquina y cinco máquinas de este tipo se exhibieron en la Feria Mundial de 1851, pero los equipos mecánicos para la ornamentación fueron tan poco frecuentes como lo puedan ser hoy (y es natural que sea así por las características de este trabajo). El error de los decoradores del siglo XIX no era que su trabajo se hiciera a máquina, sino que se aplicó indiscriminadamente y ésta fue la causa de la reacción contra todo ornamento aplicado en el siglo xx. Lo cierto es que la ornamentación se convirtió en un procedimiento anticuado precisamente porque no es posible llevarla acabo por procedimientos de fabricación mecánica propios de la época industrial. Podemos, con todo, preguntarnos, si los excesos del siglo XIX

provocaron la desaparición de los adornos, o si, en realidad, lo que ha ocurrido en .una transformación de la ornamentación, según los cánones del gusto. En 1908, Adolf Loos, publicó una diatriba contra la ornamentación, titulada Ornamento y

crimen. Se ha considerado que este artículo es el responsable de la simplicidad en el tratamiento de superficies arquitectónicas construidas a partir de entonces e incluso el que provocó la desaparición de toda ornamentación arquitectónica. Las superficies complejas tan características del siglo XIX desaparecieron, sin duda poco después de la publicación del artículo de Loos, como desapareció toda clase de detalles en la pintura o en la escultura en la misma época. Pero acaso se estaba

creando un nuevo tipo de ornato, no como algo aplicado a las superficies, sino como un factor básico de la misma composición arquitectónica. La ausencia del adorno arquitectónico fue, como ya se ha dicho; de carácter simbólico. Lo que se expresaba era la riqueza del propietario o el uso del edificio. Este sentido, que entonces se expresó con la ornamentación, sigue siendo, hoy, motivo de cómo posiciones formales y de un determinado monumentalismo que pretenden significar también el poder de sus propietarios o la función del edificio. La diferencia entre la arquitectura simple, honesta y sincera sigue siendo todavía un asunto ligado a la arbitrariedad de la forma, tanto si se trata (utilizando los términos de Robert Kerr) de los ornamentos estructuralizados o de ornamentos, construidos. Este hecho parece haber sido claramente advertido por Walter Gropius en su libro The new architecture and the Bauhaus (1935) cuando afirma que el último objetivo de la arquitectura es «la unión inseparable formada por la obra de arte en la que la vieja línea entre elementos monumentales y decorativos haya desaparecido para siempre». El adorno no ha dejado de existir; se ha unido imperceptiblemente a la estructura. Los cambios que han tenido lugar en los últimos cuarenta años no se deben al hecho de que haya desaparecido la escultura en la arquitectura, se trata de que la arquitectura se ha convertido en escultura abstracta Esto debe ser reconocido al estudiar y criticar los ideales del siglo XIX. Todavía tenemos que definir el momento en el que un edificio simple, honesto y sincero es arquitectura y decidir si debemos adornar estructuras, construir adornos, o buscar una alternativa todavía por descubrir. Esto, aún está por decidir. .

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Espacio, Tiempo, Arquitectura Sigfried Giedion Parte Tres: El desarrollo de las nuevas posibilidades El cisma entre arquitectura y técnica Hemos hablado ya, en términos

más o menos generales, (de la brecha abierta, durante el curso del siglo XIX, entre la ciencia y la técnica, por un lado, y las artes por otro, o sea entre arquitectura y construcción. El capítulo anterior debería reforzar nuestra afirmación polémica de que el origen de la arquitectura contemporánea deberíamos buscarlo en los progresos técnicos poco apreciados en el tiempo en que aparecieron. El presente capitulo tratará este argumento con mayor detalle. Nos ocuparemos, primero, de fijar el tiempo en que este cisma apareció de manera evidente, y la forma cómo el reconocimiento de su existencia llevó a la necesidad de una nueva arquitectura. Ciertas expresiones contemporáneas nos permitirán poder demostrar que, de tal situación, nacieron muchos problemas cuya solución estamos todavía aguardando en nuestros días. Finalmente, al discriminar los hechos fundamentales de los impulsos momentáneos del siglo XIX, nos hallaremos en disposición de llenar muchas lagunas en la historia de nuestro desarrollo, lagunas de las que muchas veces ignorábamos la existencia.

En el año 1806, Napoleón fundo la Escuela de Bellas Artes, con lo que renacía una institución del “Ancien regime”. El programa de la Escuela, comprendiendo todo el campo de las artes plásticas, mantenía aquella unidad de la arquitectura con las demás artes, que había sido total y espontánea en el periodo barroco.

Desgraciadamente la Escuela fue tan mal dirigida, que muy pronto se hicieron sentir las funestas consecuencias de tal dirección. Ello fomentaba un creciente aislamiento de las artes, de las condiciones de la vida común. Desde principios del siglo, dos opuestos métodos, cada uno por su cuenta y ambos representados en un Instituto oficial, se enfrentaron en Francia: la Escuela de Bellas Artes se contrapuso a la Escuela Politécnica. La Escuela Politécnica había sido

fundada durante la Revolución francesa, en 1794, tres años después de la Proclamation de la liberté du travail, el documento que abolía las trabas legales para el desarrollo de la industria moderna en Francia. La Escuela Politécnica era una escuela especial; propugnaba una preparación científica uniforme para las escuelas técnicas superiores: l’école des ponts et chaussées. l’école des mines, l´école de i’artillerie, etc. Tenían como profesores a los grandes matemáticos franceses, hombres como Monge, Lagrange, Berthollet. Chaptal. La escuela Politécnica asumía la importante función de combinar la ciencia teórica con la práctica. No cabe duda de que ello influyó, de una manera directa, sobre la industria. En los primeros decenios del siglo llegó a ser el centro de reunión para cuantos se interesaban por el estudio de la economía política y de la sociología. y particularmente por los Saint-Simonistas, cuyos miembros fueron también lo fundadores de las grandes industrias y del sistema ferroviario creado en Francia en torno al año 1850.

Discusiones La existencia autónoma de una

Escuela de Bellas Artes y de una Escuela Politécnica revela claramente el cisma existente entre la arquitectura y la construcción. Revisando las publicaciones sobre arquitectura del siglo XIX, su texto revela que los dos problemas más

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debatidos en aquel entonces no tenían otro origen que el dualismo existente entre estas dos escuelas, tales problemas pueden resumirse en los siguientes términos: 1°. ¿Cuáles principios deben

seguirse para el adiestramiento profesional de un arquitecto? 2. ¿Cuál es la relación entre el

arquitecto y el ingeniero? ¿Cuáles son las funciones especiales propias de cada uno? Todas las restantes controversias y discusiones en relación con la arquitectura son de menor y transitoria importancia si se ponen en parangón con las consecuencias implícitas en estos dos problemas.

Escuela Politécnica: Conexión entre la ciencia y la vida La inmensa influencia de la Escuela

Politécnica en los tres primeros decenios del siglo XIX puede ser atribuida al hecho de que ella, de una manera consciente, se propuso una enorme tarea: por primera vez se encuentra en ella el intento de establecer una conexión entre la ciencia y la vida, que aportaría las aplicaciones Prácticas a la industria, y descubrimientos en las ciencias físicas y matemáticas. Juan Antonio Chaptal, el gran químico e industrial que fue ministro del Interior durante Napoleón I, sentó esta finalidad para la Escuela a principios del siglo XIX insistió en que la ciencia debía descender de su pedestal y ofrecer su apoyo para la creación de un mundo nuevo. Fue Rondelet —el teórico cuyos

estudios sobre el Panteón de París salvaron a este monumento de su derrumbe— el primero que insistió en que a la técnica científica le estaba reservado, en el futuro, un papel importante en la arquitectura. Su Discours pour l’ouverture du cours de construction a l’école spéciale d’architecture (1816) abogaba en favor de que los métodos de construcción debían influir mucho más en el carácter del proyecto de un edificio de lo que hasta entonces

solían. Desde aquel momento, paulatinamente, el ingeniero se va introduciendo en el campo de acción del arquitecto. De una manera inconsciente, durante el siglo XIX, el constructor asumió, para el arquitecto, la misión del guía. Las nuevas creaciones con las cuales parecía presionar al arquitecto obligaron a éste a ir a Ia aventura, en busca de caminos inexplorados. Fue quien rompió el formalismo ritualista y artificioso del arquitecto, forzando bruscamente la puerta de su torre de marfil. Y queda como una de las principales funciones de Ia técnica constructora la de proporcionar a Ia arquitectura el estimulo e incentivo para nuevos progresos.

El clamor por una nueva arquitectura Con la rapidez en los adelantos

industriales, en la mitad del Siglo XIX se hace evidente que el arquitecto siente una amenaza contra su posición privilegiada, y que las tradiciones de su arte se hallan pasadas de moda. Esta ansiedad creció en intensidad con el progreso de la industrialización. Pero Ia expresión directa de esta manera de sentir de los contemporáneos posee mayor interés que cualquiera de las abstractas deducciones que sobre este asunto podamos nosotros hacer. 1849: “Una nueva arquitectura que

nos libre de la esterilidad del pasado, y de la servidumbre de copiar, es lo que cada uno ansia y cuanto el publico espera.” 1849: “La nueva arquitectura es la

arquitectura en hierro. Las revoluciones arquitectónicas siguen siempre a las revoluciones sociales. En los periodos de transición pocos cambios aparecen poco importa lo largo que estos periodos puedan ser. Los hombres insisten en reproducir las viejas formas, hasta que un cambio radical hace tabla rasa de todas las escuelas y de todas las teorías banales. Existen grandes periodos en

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arquitectura, como hemos visto grandes periodos geológicos; una nueva raza de animales o plantas aparece solamente después de haber desaparecido la antigua. En arquitectura ocurre lo propio. La antigua dinastía de la autoridad en arquitectura ha sido substituida —en la misma forma como fueron substituidos los mastodontes— a fin de que quede espacio para un nuevo tipo de artistas que no han querido conservar los prejuicios tradicionales de las antiguas escuelas. “Pero, podéis observar, ¿Dónde

encontrar maestros suficientemente inteligentes? No os inclinaremos los busquéis entre los grandes maestros de obras cuyas manos han estado ocupadas durante tanto tiempo con la piedra y el mortero, ya que es licito pensar que hasta sus cerebros se agitan también en una esfera asaz restringida. Para crear lo nuevo, tenéis que buscar gente joven” 1850: “La humanidad debe crear

una arquitectura totalmente nueva, nacida de su tiempo, precisamente en aquel momento en que los nuevos sistemas creados para la recién nacida industria sean empleados. La aplicación del hierro fundido permite y exige el empleo de muchas formas nuevas, como puede verse en las estaciones ferroviarias, en los puentes colgantes y en las arcadas de los invernaderos. 1867: Hacia el final del Segundo

Imperio, César Daly se lamenta una vez más de la persistente influencia de Las antiguas tradiciones: sino se da cuenta de la atmósfera eléctrica que envuelve al mundo: todos los órganos respiratorios la absorben y, penetrando en nuestra sangre, agita nuestro corazón y nuestro cerebro’ 1889: Veinte años después la

situación había apenas mejorado .Cada vez que aparecían nuevas y no comunes construcciones, que parecían estimular la fantasía con su audacia, las viejas lamentaciones se alzaban de nuevo al cielo. Así el novelista

Octavio Mirbeau —no muy dado en general a acelerar la marcha hacia el futuro— comprendió, después de haber visto la Torre Eiffel y Ia Galeria de las Maquinas, “mientras el arte cultiva L’Intimisme o se adhiere a las viejas formulas con su mirada aun fija en el pasado, la industria adelanta y explora lo desconocido. No es en los estudios de los pintores y escultores donde la revolución desde tanto tiempo esperada se prepara; es en las fábricas!’

Las relaciones recíprocas entre arquitectura e ingeniería. En los años que sucedieron al 1850

aparecieron, ante la admiración del mundo las construcciones en hierro de las grandes exposiciones. En ellas los métodos de ingeniería entraban dentro del campo de la arquitectura; con esta intromisión se suscitó el problema de las relaciones reciprocas entre arquitectura e ingeniería, problema que se hizo cada vez mas urgente y angustioso, hasta el punto de que durante más de sesenta años motivo el que fuera debatido por los que sostenían diversas teorías. 1852: “Lejos estoy de creer que el

estilo que nuestros mecánico señalaban fuera lo que algunas veces, con poca exactitud, se ha denominado estilo económico, de bajo coste. No; éste es el más costoso de todos los estilos. Cuesta muchas horas de pensar humano, muchísimo pensar, infatigable investigación, incesantes experimentos. Su sencillez es la de La exactitud, casi podríamos decir la de la justicia. “...los técnicos de los Estados

Unidos han superado casi a los artistas, y con su audacia y firme espíritu de adaptación avanzaron el verdadero camino manteniendo enhiesta la antorcha que guió a cuantos laboraban para las necesidades americanas, cualquiera que fuesen. “Por belleza yo entiendo el futuro

de la función.

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“Por acción yo entiendo la presencia de la función. “Por carácter yo entiendo la

superación de una función. 1867: Es el destino de la

arquitectura ceder el paso al arte del ingeniero? Será el arquitecto eclipsado por el técnico?’ . 1877: En aquel año el problema

fue llevado a la Academia, la cual ofreció un premio al mejor trabajo que versara sobre “la Unión o la separación del ingeniero y del arquitecto”. Davioud. Uno de los arquitectos que proyectaron el Trocadero, se llevó el premio con esta respuesta: EI acorde no llegará nunca a ser real, complejo y fructífero hasta el día en que el ingeniero, el artista y el hombre de ciencia estén fundidos en una misma persona. Durante mucho tiempo hemos vivido dominados por la disparatada idea de que el arte era una forma de actividad distinta de todas las restantes actividades de la inteligencia humana, teniendo su única fuente y origen en la personalidad del propio artista y, en ella, su caprichosa fantasía”. 1839: Hace ya mucho tiempo que

la influencia del arquitecto ha decaído, y que el ingeniero, l’homme moderne par excellence, se apresta a ocupar su lugar. No serán formas elegidas arbitrariamente las que constituirán la base de la nueva arquitectura: en la creación de ciudades, en la aplicación auténtica de los sistemas constructivos modernos, al tener que adaptarnos a las nuevas situaciones que en modo alguno podremos eludir, todo ello nos llevará a encontrar aquellas formas que durante tanto tiempo hemos buscado en vano. Pero, se dirá, que lo que nosotros ahora proponemos es el método usado por la ingeniería de hoy. No lo negamos porque, efectivamente, ése es el verdadero”. 1899: Treinta años después de la

inquietud de César Daly por el futuro de la arquitectura, uno de los

fundadores del art Nouveau ve con absoluta claridad que “existe una clase de hombres a quienes no se les puede jamás negar el titulo de artistas. Estos artistas, los creadores de la moderna arquitectura, son los ingenieros. La extraordinaria belleza inserta en

las obras de los ingenieros se basa precisamente en la ausencia de cualquier conocimiento de sus propias posibilidades artísticas, al igual que ocurría con los creadores de las bellas catedrales que no se daban entera cuenta del esplendor de sus creaciones”. Van der Velde reconoció ya que el

ingeniero representaba la regeneración de la arquitectura, y no su destrucción. Y sigue dándose el caso —igual que cuando Van der Velde escribía— de que los últimos trabajos de los ingenieros entrañan posibilidades de experiencia estética aun no realizadas, y que no han encontrado todavía su lugar en la expresión arquitectónica. Tales Son, por ejemplo, aquellos grandiosos cobertizos sostenidos por una sola columna, construidos en Francia para proteger las mercancías próximas a ser transportadas: aquellos puentes Suizos, de perfil curvado, formados por sutiles piezas de cemento armado, y otras varias estructuras de sorprendente originalidad, construidas en otros países, que representaban para la arquitectura posibilidades todavía no exploradas. 1924: El siglo de la máquina

desvelo al arquitecto. Nuevas tareas y nuevas posibilidades le hicieron consciente de si mismo. Ahora trabaja bien en todas partes”. Esta opinión —que también es

compartida por toda la generación de arquitectos a la cual Le Corbusier pertenece— representa el fin del cisma por tanto tiempo existente entre el arquitecto y el ingeniero. En conjunto es verdad que los

arquitectos contemporáneos han

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logrado, después de un siglo de lucha, situarse al nivel de la técnica constructora. Nuevas tareas aguardan hoy al arquitecto. Tiene que enfrentarse con necesidades que no son propiamente de tipo racional, distintas también de aquellas pragmáticamente determinadas. Una arquitectura viva tiene que satisfacer también aquellas exigencias de tipo emotivo subconscientes que están profundamente enraizadas en nuestra época.

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Historia de la arquitectura moderna Leonardo Benévolo

Primera Parte: La formación de la ciudad industrial Capítulo 1 Revolución industrial y arquitectura (1760-1830)

Los cambios motivados por la revolución industrial se perfilan en Inglaterra, a partir de mediados del siglo XVIII, y van produciéndose, con retrasos más o menos acusados, en los otros Estados europeos: aumento de la población, incremento de la producción industrial y mecanización de los sistemas de producción. A mediados del siglo XVIII, Inglaterra cuenta aproximadamente con seis millones y medio de habitantes; en 1801, año en que se lleva a cabo el primer censo, se empadronan 8.892.000 personas, y, en 1831, alrededor de 14.000.000. Este incremento no se debe a un aumento de la tasa de natalidad -que se mantiene casi exactamente constante a lo largo de todo el período, entre el 37,7 y el 36,6 por 1000-, ni tampoco a un predominio de la inmigración sobre la emigración, sino a una notable reducción del coeficiente de mortalidad, que desciende del 35,8 (en el decenio 1730-1740) al 21,1 (en el decenio 1811-1821).1 No cabe duda de que las causas de este descenso son, ante todo, de orden higiénico: mejoras en la alimentación, en la higiene personal, en las instalaciones públicas, en las viviendas, progresos en la medicina y mejor organización en los hospitales. El aumento de la población va acompañado de un desarrollo de la producción nunca visto anteriormente: en setenta años, 1760-1830, la producción de hierro pasa de 20.000 a 700.000 toneladas,

la de carbón de 4.300.000 a 115.000.000; la industria del algodón, que a mediados del siglo XVIII absorbía 4.000.000 de libras, en 1830 consumía casi 270.000.000. El incremento es, a la vez, cuantitativo y cualitativo: se multiplican los tipos de industrias, al tiempo que se diferencian los productos y los procedimientos para fabricarlos. Los incrementos demográfico e industrial se influyen mutuamente de modo complejo. Algunas de las mejoras higiénicas dependen de la industria; por ejemplo, los progresos en cultivos y transportes, implican una mejor alimentación; la limpieza personal resulta favorecida por la mayor cantidad de jabón y de ropa interior de algodón a precios asequibles; las viviendas alcanzan mayor salubridad, al reemplazarse la madera y la paja por materiales más duraderos y, aun más, al producirse la separación entre vivienda y trabajo; el progreso de la técnica hidráulica proporciona mayor eficacia a alcantarillados y conducciones de agua, etc. Pero las causas decisivas son, probablemente, los avances de la medicina, cuyos efectos alcanzan también a los países europeos no industrializados donde, de hecho, la población aumenta en este período en virtud del mismo mecanismo. A su vez, la necesidad de alimentarse, vestirse y dar cobijo a una población creciente es, ciertamente, una de las causas que estimulan la elaboración de productos manufacturados, pero también podría ocasionar el simple descenso del nivel de vida, tal como aconteció en Irlanda durante la primera mitad del siglo XIX y como ocurre todavía en Asia (puede observarse que la rápida mecanización de la industria inglesa se debe, entre otras causas, al desequilibrio entre la mano de obra que puede ser empleada en la producción y los pedidos del comercio, es decir, al hecho de que la población no aumenta tan rápidamente como el volumen de la producción industrial; y que el retraso

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de la mecanización de la industria francesa está relacionado, por el contrario, con su población, mucho más numerosa, cerca de 27.000.000 al estallar la Revolución). La industrialización es una de las respuestas posibles al incremento de población, y depende de la capacidad de intervenir eficazmente sobre las relaciones de producción, al objeto de adaptarlas a las nuevas exigencias. Para explicarlo pueden reseñarse algunas circunstancias que favorecen la expansión económica: en Inglaterra, el aumento de la renta agrícola como consecuencia de las «enclosure acts»; la existencia de grandes capitales, favorecida por la distribución desigual de las rentas, el bajo tipo de interés, la creciente oferta de mano de obra; las numerosas invenciones técnicas derivadas de la investigación científica pura y del elevado grado de especialización; la profusión de empresarios capaces de sacar partido a la disponibilidad y simultanea presencia de inventos, la abundancia de sabiduría artesanal y de capital (la fuerte movilidad vertical entre las clases crea una situación altamente propicia para la explotación de los talentos naturales), la relativa libertad que disfrutan los grupos inconformistas y los disidentes religiosos que, de hecho, se muestran muy activos en la industria, la actitud del Estado, poniendo trabas menos rígidas que las habituales a las actividades económicas, sea por las menores preocupaciones estratégicas y fiscales, sea por la influencia de las teorías liberales expuestas por Adam Smith y seguidas por importantes hombres de Estado, como Pitt. Si se desea encontrar un fondo común para el conjunto de estos hechos, conviene tener en cuenta el espíritu de iniciativa, el deseo, sin prejuicio, de nuevos resultados y la confianza en poderlos alcanzar con el estudio y la reflexión. En todos los tiempos los escritores se han maravillado del afán de novedad de sus coetáneos, pero en la segunda mitad del siglo XVIII este

fenómeno llega a ser frecuentísimo y casi unánime; un autor inglés escribe: «El siglo está enloquecido por las innovaciones; todos los productos de este mundo están siendo hechos de nueva forma; según formas nuevas se debe ahorcar a la gente y ni tan siquiera el patíbulo de Tyburn queda inmune de esta furia innovadora»;2 y un alemán: «El actual estado de cosas parece ser hostil a todos, y sufre reiteradas condenas. Pasma comprobar como hoy se juzga desfavorablemente todo cuanto suene a viejo. Las nuevas ideas se abren paso hasta el corazón de las familias, turbando su orden. Incluso nuestras viejas amas de casa quieren dejar de verse rodeadas de sus viejos muebles.»3

El mismo espíritu de iniciativa mueve a los protagonistas de la revolución industrial a decisiones arriesgadas, a acciones fragmentarias y contradictorias, y los induce a constantes errores, que pesan sobre la sociedad con medida proporcional a las nuevas cantidades en juego. Los contemporáneos, según resulten afectados por los aspectos positivos o negativos, nos han transmitido dos imágenes contrapuestas de la época, una rosada y optimista, la otra sombría y pesimista. En 1859, Ch. Dickens hace este balance del período considerado: Fue la mejor época de todas, y también la peor, la época de la sabiduría y de la locura, era la época de la fe, era la época de la incredulidad; el tiempo de la Luz y el tiempo de la Oscuridad; era la Primavera de la esperanza y el Invierno de la desesperación; teníamos todo y nada ante nosotros: caminábamos directamente hacia el Cielo, y hacia lo opuesto al Cielo; en suma, se hallaba tan alejada de la época presente, que algunas de las más destacadas autoridades insistían en clasificarla sólo en términos superlativos, para bien o para mal.4

Los males derivan, ante todo, de

la falta de coordinación entre el progreso científico-técnico dentro de

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cada sector, y la organización general de la sociedad; en particular, de la ausencia de dispositivos administrativos capaces de controlar las consecuencias de los cambios económicos. Las teorías políticas dominantes en aquel tiempo son responsables en alto grado de este desfase. Los conservadores ni siquiera perciben que viven en un período de rápidos cambios. Por ejemplo, Edmund Burke, que en 1790 publica sus Reflections on the French Revolution, se muestra admirado de los acontecimientos más allá del Canal de la Mancha, a los que contempla como a un horrible monstruo, temiendo que tales cambios vengan a turbar el orden constituido en Inglaterra. Tal como dice Trevelyan, los conservadores. «Con inconsciente ironía, proclaman cada día su aversión a todo tipo de cambio. No llegan a comprender que ellos mismos están viviendo en medio de una revolución más intensa que la que roba todos sus pensamientos desde el otro lado de la Mancha, y no mueven un dedo para impedir su fogosa carrera».5 Los liberales, seguidores de Smith, y los radicales, inspirados en Malthus, comprenden que están viviendo en una época de transformaciones y postulan la reforma de la sociedad existente, aunque concibiendo esta reforma como reconocimiento de las leyes inscritas en la evolución de la sociedad y remoción de los obstáculos tradicionales que se oponen a ella. En 1776, Adam Smith publica su Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Da forma científica e incuestionable a la teoría liberal, y persuade a sus coetáneos de que el mundo de la economía está regido por leyes objetivas e impersonales, tal y como el mundo de la naturaleza; la libre actividad de los individuos movidos por el propio afán, y no las exigencias del Estado,

constituye el fundamento principal de tales leyes. Importancia casi similar para determinar la actitud práctica de los protagonistas de la revolución industrial tiene el Essay on the Principle of Population, de Thomas Malthus, aparecido en 1798. Malthus, por primera vez, establece una relación entre el problema del desarrollo económico y el de la población, y demuestra que tan sólo la pobreza de un cierto número de individuos mantiene en equilibrio ambos factores, pues el aumento natural de la población es más rápido que el incremento de los medios de subsistencia, y sólo encuentra límite en el hambre, que impide su ulterior multiplicación. Tanto Smith como Malthus, y particularmente el primero, reconocen dudas y admiten múltiples excepciones a sus teorías. Pero el público las interpreta con bastante mayor rigidez; muchos liberales piensan que el Estado no debe participar de ningún modo en las relaciones económicas y que es suficiente con dejar que cada uno se ocupe libremente de sus intereses, para velar también por el interés público del modo mejor, muchos consideran que Malthus había demostrado la imposibilidad de abolir la miseria, y la inutilidad de todo intento filantrópico en favor de las clases menos favorecidas. Estas ideas concuerdan con los intereses de las clases ricas, que detentan el poder político y son, por ello, tan convincentes para los gobernantes, pero la explicación política no es suficiente para dar razón de su influencia. Es creencia común, admitida sin excepciones, que el todo no supone un problema distinto al de la suma de sus partes y que basta con ocuparse de un elemento único -la iniciativa particular, la invención particular, la ganancia particular, etc.-, para que el conjunto resulte automáticamente equilibrado. Se piensa que el camino lleva hacia un equilibrio «natural» de la economía y

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de la sociedad, identificable a priori por el análisis de sus elementos, a imagen del universo físico newtoniano. Las estructuras de la sociedad tradicional-los privilegios políticos de origen feudal, la organización cooperativa de la economía, las limitaciones políticas a la libertad en los negocios-aparecen como simples obstáculos artificiales y, una vez superados, se piensa que se puede alcanzar el imaginado equilibrio natural. Pero ha sido señalado como la teoría del idealismo inglés refleja, más bien, el estado de la economía antes de 1760, cuando la industria daba los primeros pasos y cada uno de sus elementos -hombres, capitales, herramientas, etc.-, poseía una elevada fluidez, en tanto que las exigencias de organización eran relativamente tenues. Es decir, la teoría liberal infravalora los aspectos organizativos del mundo que está naciendo de la revolución industrial, y se orienta, más bien, a desmantelar antiguas formas de convivencia, de manera violenta y de un solo golpe en Francia, por evolución insensible en Inglaterra; sólo más tarde aparece clara la necesidad de sustituirlas por nuevas y apropiadas formas de organización. EI tono de las teorías sociales y económicas se mantiene en Francia de forma todavía más abstracta, debido a la abolición de toda vida política espontánea, y del malestar social que hará inevitable, al cabo de poco tiempo, la Gran Revolución. Tocqueville escribe: El propio tipo de vida de los escritores les inclinaba en materia política a enamorarse de las teorías generales y abstractas, abandonándose por completo a ellas. Alejadísimos de la práctica, no existía experiencia alguna que pudiese intervenir como correctivo de su fuga espontánea...; en consecuencia, llegaron a ser mucho más vehementes en su espíritu innovador, más ávidos de sistemas y principios generales, mas menospreciadores de la antigua prudencia, más confiados

en su raciocinio individual de lo que suelen serlo, comúnmente, los autores de los tratados de especulación política; [la Revolución, en su primera fase], fue llevada, a su vez, con el mismo espíritu que había animado tantas disertaciones abstractas sobre el arte de gobernar: idéntica simpatía por las teorías generales, por los sistemas legislativos completos y coronados por una exacta simetría entre las normas, el mismo abandono de los datos reales, la misma fe en la doctrina, la misma tendencia hacia la originalidad, hacia la sutileza, hacia la novedad de las instituciones, igual deseo de establecer, de una sola vez, la totalidad de nuevo estatuto a partir de los dictámenes de la lógica y según un único plan, en lugar de tratar de ir corrigiendo cada una de sus partes.6

Rousseau atribuye el poder político a la «voluntad general» de la comunidad; esta voluntad general consiste en aquello que es común a la voluntad de los diversos individuos, salvadas las diferencias debidas a los intereses personales. A fin de que la voluntad general pueda manifestarse, conviene que los ciudadanos juzguen cada uno por cuenta propia; de este modo las diferencias personales «se destruyen mutuamente, quedando la voluntad general como suma de las diferencias». Pero cuando se crean asociaciones particulares a expensas de la comunidad, se transforma la voluntad de cada una en voluntad general, respecto a sus miembros, y en voluntad particular, respecto al Estado; puede decirse entonces que no hay ya tantos votantes como hombres, sino únicamente tantos como asociaciones. Las diferencias llegan a ser menos numerosas y ofrecen un resultado menos general. Al final, cuando una de estas asociaciones llega a ser tan grande que prevalece sobre todas las demás, no tendréis como resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; ya no existe entonces voluntad general y la

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opinión que prevalece es sólo una opinión particular. Resulta, pues, necesario, para alcanzar realmente la expresión de la voluntad general que no exista en el Estado ninguna sociedad particular, y que cada ciudadano piense siguiendo exclusivamente su propio juicio.7 La «voluntad general» de Rousseau es un concepto teórico; en la actuación práctica, el Estado autoritario ocupa pronto su lugar y, al no tropezar en su camino con la resistencia de ninguna sociedad particular se convierte en juez único de lo que debe entenderse por público o por privado. De este modo la democracia se transforma en tiranía, sin que los términos aparentes del razonamiento deban ser alterados, ya que al ciudadano «podrá obligársele a ser libre», como dice Rousseau en una frase cuya trágica ironía podemos apreciar hoy en su totalidad. Un proceso similar de polarización de la estructura social se está ya llevando a cabo, desde hace algún tiempo, en Francia, bajo el ancien regime; como dice Tocqueville: «El poder central… ha llegado a destruir todos los poderes intermedios, y no existe nada más entre aquel y los individuos, que un inmenso espacio vacío.»8

Por ahora, en este espacio se enfrentan Dos principios abstractos, el de la libertad y El de la autoridad, y, como acontece en el debate teórico, súbitamente se interfieren mutuamente debido a que falta la resistencia de una estructura intermedia. No se conforma todavía el pensamiento moderno con esta alternativa y pretende obstinadamente una integración entre libertad y autoridad, que convierte las nociones abstractas y opuestas en realidades concretas complementarias. Se trata de rellenar poco a poco el «espacio vacío» de Tocqueville con nuevas instituciones que tengan en cuenta las variaciones

de las condiciones económicas y técnicas; de aplicar el mismo espíritu de búsqueda sin prejuicios, que ha proporcionado tantos éxitos a las iniciativas privadas, a los problemas de coordinación y de equilibrio entre las propias iniciativas; de aprender a colocar las diversas opciones en los tiempos y a las escalas oportunas, para lograr un máximo de libertad con un mínimo de ligaduras. En el ámbito político este intento toma el nombre de democracia, en el ámbito económico toma el nombre de planificación; las esperanzas de mejorar el mundo que la revolución industrial está transformando dependen de esta posibilidad que da ahora sus inciertos primeros pasos, continuamente expuesta al peligro de anquilosarse en decisiones autoritarias, o de disolverse en el mar de las iniciativas privadas. La arquitectura moderna urge cuando la actividad constructiva se siente atraída por la evolución de esta búsqueda. Proseguiremos en los capítulos siguientes el difícil y no lineal camino de la arquitectura a través de las vicisitudes de la sociedad industrial, partiendo de la privilegiada posición de alejamiento donde se encuentra, por el momento, sistematizada, hasta volver a tomar contacto con los problemas concretos y ocupar su lugar, con plena conciencia, en la obra de reconstrucción de la sociedad contemporánea. 1. La revolución industrial en las construcciones La palabra «construcción» indica, a finales del siglo XVIII, una serie de aplicaciones técnicas: edificios públicos y privados, calles, puentes, canales, movimientos de tierras e instalaciones urbanas: acueductos y alcantarillado. Incluye, más o menos, toda manufactura de gran tamaño donde no sea predominante el aspecto mecánico.

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Anteriormente a la revolución industrial, el arte de construir máquinas estaba relacionado más directamente con el de edificar; las construcciones mecánicas, ahora que el progreso técnico las ha transformado de manera tan radical, van cayendo en manos de los especialistas, y la palabra «construcción», sin epítetos, indica sustancialmente las actividades todavía unidas a los sistemas tradicionales y habitualmente asociadas al concepto de «arquitectura». Apenas una de estas actividades se desarrolla por su cuenta, con cierta importancia, que se separa de las otras, convirtiéndose en especialidad independiente; así, por ejemplo, los ferrocarriles, hasta 1830-1840, están incluidos en los manuales de construcción, pero más tarde desaparecen, dando lugar a una literatura independiente. La relativa continuidad de los sistemas tradicionales no impide, claro está, que el arte de construir sufra transformaciones durante este período, ni tampoco la aparición de nuevos problemas. Podemos resumir en tres puntos los principales cambios. Primero, la revolución industrial modifica la técnica constructiva, si bien de modo menos aparente que en otros sectores. Los materiales tradicionales, piedra, ladrillo, madera, son trabajados de manera más racional y distribuidos más libremente; a estos se unen nuevos materiales como la fundición,

el vidrio y, más tarde, el hormigón; los progresos de la ciencia permiten poner en practica de modo más conveniente los materiales, y medir su resistencia; mejoran las instalaciones de las obras y se difunde el uso de la maquinaria para la construcción; el desarrollo de la geometría permite representar en dibujo, de forma más rigurosa y univoca, todos los aspectos de la construcción; la fundación de escuelas especializadas provee a la sociedad de un gran número de profesionales preparados; la imprenta y los nuevos métodos de reproducción gráfica permiten una rápida difusión de todos los adelantos. Las nuevas instituciones y los nuevos estilos de vida exigen nuevos tipos de construcción, derivados de los precedentes o completamente distintos. En segundo lugar, aumentan las cantidades puestas en juego; se construyen calles más anchas, canales más anchos y profundos, creciendo rápidamente el desarrollo de canales y carreteras: el aumento de la población y las migraciones de un lugar a otro exigen la construcci6n de nuevas viviendas, en número nunca visto hasta entonces; el crecimiento de las funciones públicas requiere edificios públicos mayores, mientras que la multiplicación de las necesidades y el empuje de la especialización requieren edificios de tipología siempre nueva. La economía industrial no podría concebirse sin una base de edificios e instalaciones nuevas -fábricas, almacenes, depósitos, puertos-, que deben construirse en tiempos relativamente cortos, aprovechando el tipo de interés reducido, que permite inmovilizar capital en grandes cantidades en servicios que darán fruto, únicamente, a largo plazo. Por último, los edificios y las instalaciones, englobados en la mutación de la economía capitalista, alcanzan un significado bastante distinto al que tenían en el pasado. No se presentan ya como

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sistematizaciones definitivas, producto del desembolso de un capital a fondo perdido, sino como inversiones paulatinamente amortizables, igual que los otros medios de producción. Como observa Ashton, «un nuevo sentido del tiempo fue una de las características más notables de la revolución industrial»;9 antes, los objetos, modificados muy lentamente, podían considerarse, de hecho, inmóviles, pero hoy las exigencias funcionales más concretas y la costumbre de hacer previsiones económicas incluso a largo plazo no permiten que se mantenga tal aproximación. La gente se acostumbra a percibir con agudeza las modificaciones de los valores, y pone atención antes en los aspectos dinámicos que en los estáticos. Gran importancia tiene, a este respecto, la diferenciación entre edificio y suelo. Mientras un edificio era considerado como de duración indefinida y el solar quedaba utilizado de modo estable, su valor quedaba, por así decir, incorporado al del edificio; pero si consideramos limitada la vida del edificio, el solar adquiere un valor económico independiente, variable según las circunstancias, y si la edificación sufre cambios lo bastante frecuentes nace un mercado del suelo. Justamente en esta época, por influencia de las teorías econ6micas liberales y por exigencias del erario, el Estado y demás entes públicos enajenan casi por todas partes sus patrimonios y el suelo de la ciudad pasa prácticamente a manos privadas. Hablaremos, en este capítulo, de los progresos en la técnica constructiva; los otros dos puntos serán tratados a continuación, ya que las consecuencias de los cambios cuantitativos y de la diferente velocidad de las transformaciones se harán evidentes y se presentarán en forma de problemas nuevos sólo a partir de 1830. a) Los progresos científicos y la enseñanza

La ciencia de la construcción, tal como la entendemos hoy en día, estudia algunas consecuencias particulares de las leyes de la mecánica, y nace, podemos decir, cuando se formulan por primera vez dichas leyes, en el siglo XVII; Galileo dedica, en 1638, una parte de sus diálogos a discutir problemas de estabilidad.10

R. Hooke formula en 1676 la célebre ley que lleva su nombre; entre fines del siglo XVII y los primeros años del XVIII gran número de científicos, entre los que se cuentan Leibniz, Mariotte y Bernoulli, estudian el problema de la tensión debida a la flexión, y Mariotte, en 1684, introduce la noción de eje neutro (es decir, el lugar de las fibras que no están ni comprimidas ni extendidas, en un sólido expuesto a flexión), pero define equivocadamente su posición; es Parent quien, en 1713, encuentra la solución correcta. Entre tanto, la difusión del espíritu científico y la aspiración de los arquitectos a alcanzar los límites de empleo de los materiales y de los sistemas constructivos tradicionales estimulan diversos tipos de investigaciones experimentales. En Roma se discute sobre las condiciones de estabilidad de la cúpula de San Pedro, y Benedicto XIV encarga al marqués de Poleni, físico y arqueólogo de la Universidad de Padua, un estudio sobre el tema, publicado en 1748. En Paris se organiza un amplio debate en torno a los trabajos de la Iglesia de Sainte Genevieve,11 proyectada en 1755 por Soufflot, con el intento de asignar a cada elemento tradicional una función estática precisa y las mínimas dimensiones compatibles con tal función. En esta ocasión se determina el concepto de coeficiente de seguridad y se inventan mecanismos capaces de medir la resistencia de los materiales. Prácticamente contemporáneos son los estudios de Coulomb sobre la

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torsión y sobre el empuje de tierras y bóvedas y el descubrimiento de una ecuación general para la determinación del eje neutro, siguiendo la teoría de Parent. Todos los resultados de estos estudios son coordinados y completados en las primeras décadas del siglo XIX por Louis-Marie H. Navier (1785-1836), considerado el fundador de la moderna ciencia de la construcción; en 1826 se publicó el texto de sus lecciones dadas en la Ecole Polytechnique de Paris. La ciencia de la construcción, como dice Nervi, «ha democratizado y popularizado el hecho estático»,12 posibilitando a muchos proyectistas afrontar correctamente, con fórmulas que pueden disponer de antemano, algunos temas antiguamente reservados a una minoría de superdotados. Por otra parte, ha supuesto una separación entre teoría y práctica, contribuyendo a disgregar la unidad de la cultura tradicional, pero también ha movilizado el repertorio de métodos y formas heredados de la antigüedad. La investigación científica influye, por otra parte, en las técnicas de construcción, modificando los instrumentos de proyectar; también en esta ocasión las dos principales innovaciones tienen su origen en Francia: la invención de la geometría descriptiva y la introducción del sistema métrico decimal. Gaspard Monge (1746-1818) formula las reglas de la geometría descriptiva, entre los últimos años de la Monarquía y los primeros de la Revolución.13 Generalizando los métodos introducidos por los tratadistas del Renacimiento, Monge expone de forma rigurosa los varios sistemas de representación de un objeto tridimensional en las dos dimensiones de una lámina; los proyectistas ponen así un procedimiento universal para determinar unívocamente, a través de dibujos, cualquier disposición de los elementos constructivos, por complicada que sea, y los constructores tienen una guía para

interpretar unívocamente los gráficos elaborados. El sistema métrico decimal es introducido por la Revolución Francesa, en su esfuerzo de cambiar absolutamente todas las instituciones de la vieja sociedad siguiendo modelos racionales. En 1790, Telleyrand presenta a la Asamblea Constituyente un informe deplorando la variedad y confusión de las viejas unidades de medida, y propone que sea adoptado un sistema unificado. Después de largas discusiones es nombrada una comisión compuesta por C. Borda, A. Condorcet, J. L. Lagrange, P. S. Laplace y G. Monge para decidir que unidad sea la más adecuada; se discute si se hará referencia al péndulo (dado que su longitud, según la ley de Galileo, es proporcional al tiempo de oscilación) o a una fracción determinada del ecuador o del meridiano, y se propone la 40 millonésima parte del meridiano terrestre. Los trabajos de medida, confiados a una comisión geodésica, duran hasta 1799, mientras otra comisión decide las reglas necesarias para determinar las restantes unidades, proponiendo en 1795 el sistema métrico decimal. El metro patrón, realizado en platino de acuerdo con las medidas realizadas, se deposita en el museo de Artes y Oficios de París el 4 de messidor del año VII (22 de junio de 1799), y el nuevo sistema es implantado obligatoriamente en Francia en 1801. Napoleón no ve con buenos ojos esta innovación, revocándola en 1812, pero las exigencias de uniformidad y exactitud que indujeron a los revolucionarios a instituir una nueva unidad de medida se hacen más evidentes con el desarrollo de la industria, y son muchos los Estados que se avienen al sistema métrico decimal: Italia en 1803, Bélgica y Holanda en 1820 y, a partir de 1830 los Estados sudamericanos; en 1840 se restablece el sistema en Francia. El patrón definitivo es construido en 1875, y el 20 de mayo del mismo año se ratifica la Convención Internacional

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del Metro, a la que se van adhiriendo paulatinamente todos los países, salvo los anglosajones y algunos otros. La adopción de un sistema unificado facilita la difusión de los conocimientos, los intercambios comerciales, y procura a las técnicas de construcción un instrumento generalizado, cuya precisión puede llegar hasta donde sea preciso, de acuerdo con las exigencias cada vez más rigurosas de los nuevos procedimientos. Al mismo tiempo, influye en el proyecto e «introduce una cierta desintegración en la arquitectura», como decía Le Corbusier,14 porque se trata de una medida convencional, que no tiene en cuenta al hombre, mientras que las antiguas medidas -pies, codos, etc.-, hacían siempre cierta referencia a la estatura o medidas humanas. Francia, que está a la vanguardia del progreso científico, sirve también de modelo en la organización didáctica. La enseñanza de la arquitectura se imparte durante el ancien régime en la Academie d'Architecture, fundada en 1671. Esta institución goza de gran prestigio, y se preocupa de conservar la tradición clásica francesa y el grand gout, pero manteniéndose abierta a las nuevas experiencias y al progreso técnico, discute las teorías racionalistas y participa con viveza de la vida cultural de su época. Entre tanto, los encargos siguen aumentando en complejidad y extensión, lo que fuerza a la administración del Estado a formar personal técnico especializado; las tradiciones humanísticas de la Academia y de su escuela no son las más adecuadas para formar técnicos puros, por lo que en 1747 se inaugura la Ecole des Pants et Chaussées, para preparar el personal del Corps des Ponts et Chaussées, fundado en 1716, y en 1748 se instituye la Ecole des Ingenieurs de Mezieres, e la que salen los officiers de Genie. La enseñanza

se fundamenta sobre una rigurosa base científica. Por primera vez se establece la dualidad «ingeniero», «arquitecto»; por el momento, el brillo de la Academia hace sombra a las prosaicas escuelas de caminos y puentes y de Mezieres, y los ingenieros parecen destinados a ocuparse de temas secundarios; sin embargo, el progreso de la ciencia actúa de tal modo que amplía el campo de atribuciones de los ingenieros y restringe el de los arquitectos. La Academia llega a un apunte en el que comprende que las disputas sobre los respectivos papeles de la razón y del sentimiento en el arte no son sólo discursos teóricos, sino signos de una irresistible revolución cultural y organizativa, llegando a encerrarse poco a poco en la defensa a ultranza del «arte» contra la «ciencia». La intervención de la Revolución cambia aun más la situación. La Academia de arquitectura, como la de pintura y escultura, es suprimida en 1793; la escuela es mantenida provisionalmente y, cuando en 1795 se forma el Institut para sustituir a las viejas academias, la escuela pasa a depender de la sección de arquitectura de la nueva corporación. EI control de los trabajos para la administración estatal pasa, sin embargo, al Conseil des Baitiments civils, que organiza una escuela propia «para los artistas encargados de dirigir las obras publicas». Por otra parte, con la supresión de la Academia, el titulo de arquitecto pierde todo valor discriminante; previo pago de una tasa, cualquier persona con deseos de dedicarse a la arquitectura puede hacerse llamar arquitecto, sin importar para nada los estudios realizados. Estas disposiciones empobrecen el prestigio, ya escaso, de los arquitectos, al tiempo que queda reforzada la postura de los ingenieros,

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al reunir todas las enseñanzas especializadas La formación de la ciudad industrial en una organización única. Entre 1794 y 1795 se funda la Ecole Polytechnique, utilizando en buena parte el personal de la escuela de Mezieres; la escuela acoge a un número limitado de jóvenes, después de haber realizado un severo examen y de haber demostrado su «inclinación hacia los principios republicanos»; estudian en común durante un bienio, luego pasan a las escuelas de especialización: la Ecole des Pants et Chaussees de París, la Ecole d'Application d'ArtiIlerie et de Genie Militaire de Metz, la Ecole des Mines de Paris, la Ecole du Genie maritime de Brest. EI plan de estudios, basado en las matemáticas y en la física, es fijado por Monge. EI ejemplo francés es seguido por muchos otros Estados continentales; en 1806 se funda una escuela técnica superior en Praga, en 1815 en Viena, en 1825 en Karlsruhe. El plan de estudios -en estas como en otras escuelas que vendrán-se adapta siempre al modelo parisiense. Es excepción Inglaterra, donde la enseñanza técnica sólo va a ser organizada seriamente en el último decenio del siglo XIX. Los protagonistas de la Revolución industrial son, en su mayoría, autodidactos -como George Stephenson, que no aprendió a leer y escribir hasta la edad de 18 años-,15 o sale de las academias fundadas por el celo de los inconformistas, como Boulton, Roebuck y Wilkinson, junto con Defoe y Malthus.16 La Institution of Civil Engineers, fundada en 1818, no contó más que tres graduados de entre sus diez presidentes. Por esta razón y debido al carácter menos rígido de la sociedad inglesa, el contraste entre ingenieros y arquitectos no llega a ser tan marcado como en el continente; los arquitectos son menos celosos de sus prerrogativas culturales, y unos y otros pasan frecuentemente de un

tipo a otro de proyectos. Th. Telford, antes de dedicarse a los puentes y a las carreteras construye casas en Edimburgo, entre 1780 Y 1790; John Nash no desdeña diseñar un puente de hierro; 1. K. Brunel, el autor del célebre puente colgante de Bristol, es también constructor de barcos de vapor y, más tarde, un tipo de arquitectura representativa como es el Cristal Palace, es encargado a un jardinero como J. Paxton. De todas formas, también en Inglaterra los progresos de la técnica acaban por restringir las atribuciones tradicionales del arquitecto, y hacen caer una parte siempre creciente de los encargos profesionales en manos de los técnicos especializados; esto se hace evidente sobre todo a partir de 1830, cuando la sociedad transformada por la revolución industrial se va asentando en formas más estables. b) El perfeccionamiento de los sistemas constructivos tradicionales Una de las principales preocupaciones de gobernantes y empresarios en el siglo XVIII, es la realización de nuevas y eficientes vías de comunicación: carreteras y canales. En Francia, la Monarquía dedica gran atención a la vialidad; los caminos reales, de acuerdo con la reglamentación de Colbert, son con frecuencia muy anchos -de trece a veinte metros-, mas por razones visuales que por exigencias del trafico, y trazados con extrema regularidad, con frecuencia en línea recta de un centro a otro; una ordenanza del año 1720 recomienda que las carreteras sigan «la línea mas recta posible, por ejemplo de campanario a campanario».17 No tan perfecta es su calidad: el empedrado y el firme, realizados con métodos tradicionales, exigen reparaciones muy frecuentes que debe llevar a cabo la población del territorio atravesado, según el sistema de las corvées; representa una de las cargas

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más gravosas para los trabajadores franceses, ya que las prestaciones varían de treinta a cincuenta jornadas anuales. En Inglaterra, hasta mediados del siglo XVIII, la red viaria es casi impracticable; mejora a partir de 1745, cuando el Parlamento empieza a promulgar las Turnpike Acts, que permiten construir y mantener carreteras a los particulares, exigiendo a los usuarios el pago de un peaje. Así, los costes de este servicio público gravan sobre los particulares interesados en mantener las carreteras en buen estado. Las Turnpike Acts del último tercio del siglo XVIII son más de 450; los proyectistas son todavía unos empíricos que siguen métodos tradicionales, y entre ellos destaca la figura de John Metcalf (17171810), uno de los más extraordinarios entre los versátiles personajes de la época. Ciego desde los seis anos, lo que no le impide pasar por varios oficios: músico ambulante, director de peleas de gallos, comerciante de caballos, sargento alistador, comerciante en telas de algodón, contrabandista de té y de aguardiente, piloto de diligencias, hasta que en 1765 decide dedicarse a la construcción de carreteras y, personalmente, proyecta mas de 180 millas. Una figura del mismo tipo es James Brindley (1716-1772), analfabeto, constructor de molinos que realiza en 1759 el primer canal navegable importante de Inglaterra, para el duque de Bridgewater. Hacia finales de siglo, los ingenieros surgidos en el nuevo clima científico ocupan el lugar de estos proyectistas irregulares. En Francia, P. M. J. Tressaguet (1716-1796), en Inglaterra Thomas Telford (1757-1834) y John Macadam (1756-1836) introducen mejoras técnicas decisivas. Tressaguet es funcionario de profesión en Limoges: Telford, hijo de un pastor escocés, es una de las personalidades de mayor relieve en la historia de la ingeniería, y volveremos a encontrar su nombre al hablar de los puentes de hierro. Macadam es un comerciante, después oficial durante

las guerras napoleónicas, y de carreteras; es el quien da el paso técnicamente mas importante, aboliendo los cimientos de piedras y sugiriendo el uso de un estrato superficial lo mas impermeable posible al agua, compactándolo con polvo de materiales calcáreos; esta innovación disminuye sobremanera el costo de las carreteras, y el macadam -como todavía se llama a este método se convierte en algo de uso corriente. Mientras, los progresos de la geometría descriptiva logran dar una forma satisfactoria a los proyectos, que en principio tropezaban con dificultades de representación insuperables, y debían ser definidos en la práctica, en el momento de la ejecución; se aprende a representar el terreno con curvas de nivel, y a finales de 1791, Monge propone un método científico para calcular los transportes de tierra. La construcción de carreteras y canales se intensifica en los primeros años del XIX; mientras que los gobiernos se preocupan de modo especial de las carreteras, que cumplen, a la vez, funciones comerciales y estratégicas es conocido el vasto programa vial realizado por Napoleón-los canales son frecuentemente construidos por los particulares, por necesidades estrictamente económicas: son las principales vías de transporte para las materias primas necesarias a la industria y para las mercancías que salen de las fábricas. Las nuevas construcciones viarias entre finales del siglo XVIII y principios del XIX requieren una gran cantidad de nuevos puentes, con frecuencia de enorme luz. Este tema estimula, más que cualquier otro, el progreso de los métodos tradicionales de construcción en madera y en piedra tallada, y requiere el empleo de nuevos materiales: el hierro y la fundición. Los nuevos conocimientos científicos permiten utilizar los materiales al máximo de sus posibilidades, y la experiencia así adquirida es aprovechada en gran número de temas más propiamente de edificación. EI uso de la madera en

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los puentes y en las La formación de la ciudad industrial grandes cubiertas tiene una tradición ininterrumpida desde el Medievo, y ha producido obras insignes y aparatosas que, sin embargo, no se apartan de los principios estáticos elementales: la viga, la viga en celosía, la cercha, el arco. En el siglo XVI Palladio formula una teoría de las vigas reticulares, pero son escasas las aplicaciones; ahora este concepto es usado de nuevo por los constructores suizos, y permite a Johann U. Grubemann (1710-1783) llevar a cabo puentes de luz muy grande: el puente sobre el Rin, en Schaffhausen, con dos arcos de 59 metros de luz cada uno, y aquel otro sobre el Limmat de Wettingen (1777-1778) con un solo arco de 119 metros; por desgracia, este ultimo fue destruido en 1799 por razones belicas18 (fig. 5). En América, en 1804, se construye un puente de 104 metros sobre el Schuylkill, cerca de Filadelfia; en este mismo año, Burr realiza el puente de Trenton, sobre el Delaware, con dos arcos de 59 y 61 metros. En 1809, Wiebeking -un ingeniero formado e Francia-realiza el puente sobre el Regniz en Bamberg, de 71 metros. En Francia, mientras tanto, la construcción en fábrica de sillería alcanza el más alto grado de perfeccionamiento, y los constructores franceses sirven de ejemplo a toda Europa, como en los tiempos del gótico. También en este campo la obra de los ingenieros salidos de la Ecole des Ponts et Chaussees es determinante. Jean-Rod. Perronet (1708-1794), director de la escuela parisiense desde su fundación (1747), renueva la técnica de los puentes de fabrica; es el autor del puente de Neuilly (1768), del puente de la Concordie (fig. 6), acabado poco antes de la Revolución, al igual que de otros muchos en varias ciudades de

Francia; el mismo se ocupa también de trabajos viarios, construye el canal de Bourgogne y parte de las alcantarillas de Paris. Muchas de las innovaciones introducidas por Perronet se encuentran todavía hoy en uso: el arco circular rebajado, la imposta más alta que el máximo nivel de las crecidas y los lares de reducidas dimensiones que soportan únicamente cargas centradas; buscando aligerar las estructuras, descompone también -en el puente de Saint-Maxence- los pilares en grupos de columnas, y proyecta idéntica disposición para el puente de la Concordie, pero se ve obligado a renunciar a causa de la hostilidad de sus colegas. Tratando de aproximarse todo lo posible al limite de resistencia de los sistemas constructivos, es objeto de críticas constantes; las crónicas cuentan que un miembro de la Asamblea de carreteras y puentes, en 1774, exclamó irritado: «¡Ah, maldita ligereza! ¿Será, pues, necesario que se establezcan para siempre tu culto y tus altares en el seno de mi patria?».19 La «ligereza» de los puentes de Perronet se consigue cuidando al máximo el aparejo, las cimbras y los

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cimientos. En esa época Rondelet y otros dan forma científica a la estereotomía -«el arte de tallar las piedras según una forma dada»-20 fundada en los principios de la geometría descriptiva de Monge; cualquier junta 0 combinaci6n de los elementos de piedra puede ser representado exactamente y puesto en obra, por complicado que sea (fig. 7).

Las obras de Perronet -puentes y canales, con todas sus particularidades constructivas se publican en 1782 en una serie esplendida de láminas; en 1788 se reimprime el volumen, al que se añaden otros proyectos y dos memorias sobre las cimbras y los movimientos de tierras.21 Durante la Revolución, el anciano constructor se dedica a estudios teóricos. publicando en 1793 una Memoria sobre la búsqueda de los medios necesarios para construir grandes arcos de piedra de doscientos, trescientos, cuatrocientos y hasta quinientos pies de luz. c) Los nuevos materiales Desde antiguo se ha venido usando el hierro y el vidrio en la construcción, pero sólo a partir de esta época los progresos técnicos permiten extender sus aplicaciones, al introducir conceptos totalmente nuevos en la técnica constructiva. El hierro es usado, en un principio, únicamente en funciones accesorias: cadenas, tirantes y para unir entre sí los sillares, en la fábrica de sillería. Así, por ejemplo, en el pronaos del Pantheon de Soufflot, construído por

Rondelet en 1770, la estabilidad de la cornisa está, en realidad, asegurada por una tupida red de barras metálicas, dispuestas racionalmente, de acuerdo con los diversos esfuerzos, casi como la armadura de una obra moderna en hormigón armado.22 (fig. 8). En el mismo período llega a usarse también el hierro en algunas cubiertas poco cargadas, como la del Theatre Frangais de Burdeos, obra de Victor Louis (1786). Sin embargo, estos sistemas se ven limitados de forma insuperable por el escaso desarrollo de la industria siderúrgica. En Inglaterra tienen lugar los avances decisivos, que permiten, a fines del sigl0, aumentar la producción de hierro hasta el nivel necesario para las nuevas exigencias. Los minerales de hierro se fundían, tradicionalmente, con carbón vegetal; luego se refundía el producto y se colaba en los moldes, para obtener el hierro de fundición, o se forjaba para tener el hierro dulce. En una época imprecisa, en los primeros decenios del siglo XVIII, Abraham Darby, de Coalbrookdale, reemplaza el carbón vegetal por el coque, y mantiene en secreto el procedimiento, confiándolo a sus descendientes. En 1740 Huntsmann, un relojero de Sheffield, logra fundir el acero en pequeños crisoles, obteniendo un material muy superior al conocido hasta entonces.

Desde mediados del siglo, estos progresos son del dominio público, y la necesidad de armas para la guerra de los Siete Años favorece la creación de gran número de nuevas instalaciones, entre las que se

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encuentra la de John Wilkinson (1728-1808) en Broseley. Wilkinson es la principal figura en la historia de las aplicaciones técnicas del hierro: él ayuda a Boulton y a Watt a perfeccionar la máquina de vapor, aplicando su patente para el taladrado de cañones al cilindro del nuevo aparato; introduce en Francia la primera máquina de vapor, y no deja nunca de estudiar sistemas nuevos para explotar industrialmente el hierro de fundición. Cuando muere, en 1808, se le entierra en un ataúd de fundición y se le dedica un obelisco del mismo material en Lindale.

A Wilkinson se debe, probablemente, la idea del primer puente de hierro, que se construye entre 1777 y 1779 sobre el Severn, cerca de Coalbrookdale.23 El diseño es preparado por el arquitecto T. F. Pritchard de Sherwsbury; el arco, de medio punto de 100 pies de luz, está formado por la unión de dos semiarcos de una sola pieza, fundido en la cercana fabrica de los Darby (figs. 9 y 10).

En 1786, Tom Paine (1737-1809) -que más tarde se hará famoso como escritor político-diseña un puente de fundición sobre el rio Schuylkill, y va a Inglaterra a patentarlo y encargar la construcci6n de sus piezas en la Rotherham Ironworks. La fundición de los elementos del puente se realiza en Paddington, y se exponen al público, previo pago, pero al estallar la Revolución Francesa, Paine parte hacia Paris y deja el puente en manos de los acreedores; las piezas son adquiridas por Rowland Burdon que construye sobre el río Wear en 1796 el puente de Sunderland, con la considerable luz de 236 pies (fig. 11). En el mismo año, Telford construye un segundo puente sobre el Severn, en Buildwas, con una longitud de 130 pies y un peso de 173 toneladas, en lugar de las 378 del primer puente de

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Coalbrookdale. Los puentes de Paine y de Telford se construyen según un sistema bastante distinto al de Wilkinson. Las arcadas se componen de un gran número de sillares de fundición, aparejadas como los sillares de piedra; naturalmente, la mayor resistencia del nuevo material permite luces mayores, menores pesos -los sillares están formados por armazones huecos- y una ejecución mucho mas rápida porque los diversos componentes vienen ya montados desde la fundición. En 1801, Telford propone la sustitución del puente de Londres por un único arco de fundición de 600 pies de longitud, el proyecto es abandonado, pero no porque se dude de su posibilidad técnica o de su conveniencia económica, sino por la dificultad que representa expropiar terrenos a ambos lados del puente. En los primeros treinta años del siglo XIX, Telford adoptara la fundición para llevar a cabo numerosos puentes, puentes canales y puentes acueductos; trabajan con él J. Rennie y J. Rastrick. También John Nash (1752-1835) se forma en la construcci6n de un puente para un cliente privado; se viene abajo apenas construido, pero el cliente no se da por vencido y le hace construir otro en 1797, que permanece en pie hasta 1905. Se supone también que Nash tuvo parte en el proyecto del puente de Sunderland. Mientras tanto, se generaliza el uso de la fundición en la edificación; columnas y vigas de este material forman el esqueleto de muchos edificios industriales, permitiendo cubrir grandes espacios con estructuras relativamente ligeras y no atacables por el fuego. Es conocido el proyecto de la fábrica de hilados de algodón Philip & Lee, en Manchester construida por Boulton y Watt en el año 1801.24 Un viajero francés, de paso por Inglaterra, escribe:

Sin el hierro y la fundición todas estas construcción están bien aireadas e iluminadas, tan ligeras en apariencia, y que soportan, sin embargo, pesos enormes, como los almacenes de seis pisos de ldock de Santa Catalina de Londres, serían gruesas y oscuras bastillas, con pesadas y feas vigas de madera, o con muros y contrafuertes de ladrillos.25

J.Nash usa la estructura de fundición para el pabellón real de Brigthon, en 1818 (fig. 14); se emplean rejas, barandillas, verjas y adornos de fundición, cada vez con mayor frecuencia, en construcciones corrientes y hasta en obras representativas, como en el zócalo de la Carlton House Terrace, en el año 1827.26 Los adornos en fundición de esta época -últimos decenios de 1700 y primeros de 1800-son, con frecuencia, de magnífica factura y bastante superiores a los que se comercializarán en el período siguiente. Son los mejores artistas, como Robert Adam, a veces, quienes realizan los diseños.

Todo este tipo de aplicaciones ha sido posible debido al extraordinario desarrollo de la industria siderúrgica inglesa. En las naciones del continente tal industria es todavía incipiente y a lo largo de todo el siglo XVIII las aplicaciones del hierro y de la fundición son limitadas; únicamente pueden contraponerse a los numerosos y atrevidos puentes ingleses algunos pocos puentes sin grandes pretensiones, como el de Laasan, de 19 metros, construido en 1796 por el conde Von Burghaus, o algunos puentes realizados en jardines franceses. EI régimen napoleónico alienta, en los primeros años de 1800, a la

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industria siderúrgica francesa; desde 1789 a 1812, la producción de hierro crece de 115.000 a 185.000 toneladas. Se posibilita, así, la realización en hierro de obras de gran envergadura: el Pont des Arts, llevado a cabo entre 1801 y 1803 por los ingenieros De Cessart y Dillon (fig. 15) Y la cúpula de la sala circular de la Halle au Ble de Paris, construida por Francois J. Belanger (1744-1818) en 1811.27 Tampoco Percier y Fontaine, como los arquitectos ingleses, desdeñan la oportunidad de emplear la fundición en multitud de aplicaciones secundarias y decorativas. A partir de la Restauración se extiende en Francia el uso del hierro a un gran número de edificios. En 1824, Vignon construye con hierro la cubierta del mercado de la Madeleine; en 1830, Lenoir realiza en Paris un bazar totalmente de hierro; en 1833 A. R. Poloneeau (1778-1847) hace el puente del Carrousel, en fundición; en 1837, la cubierta de madera de la catedral de Chartres es sustituida por una estructura de hierro revestida de cobre. En 1836 hace su aparición el Trade des constructions et poteries en fer, de Eck, y en 1837 Polonceau inventa la armadura que lleva su nombre. A finales del siglo XVIII toma cuerpo la idea de los puentes colgantes de cadenas de hierro, que se adaptan mejor que los de fundición a las grandes luces, y ofrecen una mayor elasticidad frente a los esfuerzos dinámicos.28

EI primer ejemplo conocido es una pasarela peatonal, de 70 pies, sobre el río Tees (1741). Se pueden encontrar varios ejemplos en América, en el último decenio del siglo XVIII. Telford, en 1801, tiene la idea de levantar un puente colgante sobre el estrecho de Menai, en Gales, pero las realizaciones no tienen lugar, en la práctica, hasta después de la crisis del bloqueo napoleónico. En 1813, Samuel Brown, capitán de la marina inglesa, construye un puente sobre el

Tweed, de 110 metros, considerado como el prototipo de los puentes colgantes europeos; entre 1818 y 1826, Telford lleva a cabo el puente sobre el Menai, de 176 metros, y, en el mismo año, otro análogo, aunque de menos luz, sobre el Conway (fig. 16). En 1823, Navier, tras muchas dificultades, construye el Pont des Invalides; en 1825 -con el puente de Toumon, sobre el Ródano- comienza su actividad Marc Séguin (1786-1875), fundador de una empresa que lIeva a cabo, en Francia, mas de 80 puentes colgantes; en 1834 concluye la construcción del puente sobre el Sarine, en Friburgo, obra del francés Charley, que, con sus 273 metros de luz, es el más largo de los realizados hasta entonces en Europa; en 1836 Isambard K. Brunel (1806-1859) construye el puente sobre el Avon, en Bristol, de 214 metros, considerado como la obra maestra de la ingeniería ochocentista (fig 17).

La industria del vidrio hace grandes progresos técnicos en la segunda mitad del siglo XVIII, y en 1806 está capacitada para producir hojas de vidrio hasta de 2,50 x 1,70 metros. Sin embargo, en Inglaterra -que es el mayor productor- las exigencias fiscales

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durante la guerra napoleónica ponen grandes trabas a las vidrieras, y tan solo después del tratado de paz la producción puede seguir su desarrollo.

El consumo inglés de hojas de vidrio pasa, entre 1816 y 1829, desde 10.000 a 60.000 quintales, aproximadamente, al mismo tiempo que los precios disminuyen; se universaliza el uso del vidrio para los cerramientos y se empiezan a experimentar aplicaciones más ambiciosas, asociando el vidrio al hierro para obtener cubiertas translúcidas. Se usan grandes lucernarios de hierro y vidrio en numerosos edificios públicos, por ejemplo en la Madeleine de Vignon; en 1829, Percier y Fontaine cubren con vidrio la Galerie d'Orleans del Palais Royal, prototipo de las galerías públicas ochocentistas. Se emplea el vidrio en la construcción de algunos grandes invernaderos: por Rouhault, en el Jardín des Plantes de Paris en 1833; por Paxton en Chatsworth en 1837; por Burton en los Kew Gardens en 1844. A veces, los viveros se convierten en lugares de paseo, como los Champs Elysees de Paris (fig. 18). Las primeras estaciones de ferrocarril, que requieren grandes cubiertas de vidrio, y las nuevas tiendas, con sus grandes escaparates, acostumbran a

los arquitectos a proyectar paredes totalmente de dicho material. El Palacio de Cristal, de Paxton, en 1851, recoge todas estas experiencias e inaugura la serie de los grandes pabellones acristalados para exposiciones, que seguirá en la segunda mitad del siglo XIX. d) Los progresos técnicos en la construcción de edificios comunes Existe gran cantidad de información sobre las construcciones de gran envergadura, pero sin embargo, escasean datos suficientes para enjuiciar los cambios de la técnica constructiva en las edificaciones corrientes y viviendas que la revolución industrial va amontonando en torno a las ciudades. Corrientemente se tiene la idea de que los métodos constructivos han permanecido invariables (en la historia de la urbanística de Lavedan: «podemos encontrar un número considerable de progresos técnicos en el origen de las transformaciones industriales, pero ni uno, por así decir, tiene que ver con las viviendas: en el siglo XIX, se construye como en el XVIII o como en el Medievo»29) e incluso se tiene la idea, partiendo de las denuncias realizadas por los higienistas y por los reformadores sociales del siglo XIX, de que la calidad de las viviendas ha empeorado como consecuencia de la prisa de las exigencias de la especulación. Probablemente, ambos tópicos sean ciertos. EI espíritu enciclopedista del XVIII orienta su curiosidad hacia todo tipo de aplicaciones técnicas, con independencia de la importancia que la cultura tradicional asigne a cada una. Arquitectos celebres se ocupan de modestas invenciones, como Boffrand que perfecciona la amasadora de cal, y Patte que inventa dispositivos para disminuir los riesgos de incendio. La Encyclopedie (1751-1772) publica, en extracto, los

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artículos relativos a la técnica constructiva corriente, con vistas a mejorar la preparación de los constructores.

Mientras tanto cambia, por diversos motivos, el empleo de los materiales tradicionales. Se producen industrialmente ladrillos y madera para las obras, de mejor calidad, y la red de canales permite el transporte con poco gasto, deshaciendo así las diferencias de aprovisionamiento entre un sitio y otro. Se generaliza en este periodo el uso del vidrio para las ventanas, en lugar del papel (a fines del siglo XVIII aun existían en Francia las corporaciones de los chassessiers, que se dedicaban a poner papel parafinado en las ventanas) y de la pizarra o arcilla cocida para los tejados, en vez de la paja. Se usa en gran cantidad hierro y fundición, allí donde es posible hacerlo: en los accesorios de los cerramientos, en las barandillas, en las verjas (fig. 20) y, a

veces, también en la estructura portante (fig. 21). Los forjados de los edificios comunes están sostenidos, normalmente, por vigas de madera, dispuestas de varias maneras (fig. l9). J. B. Rondelet (1743-1829), en su Traité de 1802, compara el hierro dulce a la madera, afirmando que el primero puede usarse sustituyendo al segundo. De todas formas, el hierro en vigas, de sección rectangular, no es apto, evidentemente, para sustituir a la madera, porque la mayor rigidez no compensa el mayor peso. Prosigue: «Para no tener que emplear gruesas barras, se ha pensado en una especie de cuchillos o armaduras, que proporcionan al hierro mayor rigidez, aumentando su fuerza en proporción geométrica al peso» y describe un sistema ideado por M. Ango, formado por la asociación de dos barras, una ligeramente arqueada y la otra tensa como una cuerda bajo la anterior. Los comisarios nombrados por la Academia Real de Arquitectura para examinar un forjado de 19 pies de largo por 16 de ancho, realizado según este método en Boulogne, cerca de París, se expresan del siguiente modo con fecha 13 de julio de 1785: «Lo hemos encontrado muy sólido, sin grietas y estable ante cualquier presión que se haga saltando sobre el.» Pueden encontrarse los detalles en la Encyclopedie, buscando los artículos bóvedas y forjados de hierro. Su informe termina del siguiente modo: «Es de desear, por tanto, que el método de M. Ango sea llevado a la practica por todos los constructores, a fin de que un gran número de ejemplos venga a confirmar la buena opinión que nos hemos formado en la prueba que relatamos.»

Rondelet confirma este parecer con sus cálculos y da el diseño de un forjado de hierro con relleno de ladrillos, de 20 pies de luz. «El resultado de estos experimentos es que los cálculos que hemos expuesto pueden ser aplicados a todo tipo de armadura, tanto para bóvedas como para forjados de hierro o cualquier otra obra del mismo tipo (fig. 21).

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En 1789, N. Goulet prueba un sistema análogo en una casa de la rue des Marais, especialmente con la idea de evitar los incendios: dispone, entre las vigas de hierro, bovedillas de ladrillos huecos, y sustituye los tradicionales parquets con un solado cerámico. Recomienda también que se sustituya la madera de puertas y ventanas con hierro cobre. Pero la crisis económica que sigue a la Revolución Francesa interrumpe estos experimentos. No hay manera de encontrar metales, y, en 1793 el arquitecto Cointreaux envía una Memoria a la Convención, pidiendo que se prohíba el uso del hierro en la construcción, excepto en las cerraduras. En el siglo XIX vuelven los intentos de usar el hierro en los forjados; pero solo se llega a una solución satisfactoria en 1836, cuando las fábricas comienzan a producir industrialmente las vigas de hierro de doble T. Desde este momento los forjados con vigas de hierro sustituyen paulatinamente a los antiguos tablados de madera. Es preciso que tengamos también en cuenta la marcha de los precios. Los materiales de construcci6n se abaratan casi en todas partes, una vez pasadas las perturbaciones de las guerras napoleónicas; así es posible usar en construcciones populares los materiales anteriormente reservados a las construcciones para las clases superiores. Los salarios de los trabajadores van, por el contrario, en constante aumento; también este hecho contribuye al progreso técnico, puesto que los contratistas reciben de buen grado cualquier invento que permita simplificar la ejecución y ahorrar mano de obra, aunque sea aumentando, eventualmente, los costes de los suministros. En conjunto, las casas de la ciudad industrial son más higiénicas y confortables que las que conoció la generación precedente; el descenso de la mortalidad infantil no deja dudas

al respecto. Naturalmente, existen grandes diferencias de lugar a lugar y de época a época; como ha sucedido siempre, se construyen también tugurios inhabitables, descritos con vivos colores por las encuestas inglesas y francesas entre 1830 y 1850. AI valorar estas descripciones es preciso no perder de vista que, casi siempre, las peores construcciones dependen de circunstancias excepcionales, como ocurre en Inglaterra durante las guerras napoleónicas. Por otra parte, si las quejas por las malas viviendas son más frecuentes en esta época, no es tanto porque su calidad sea peor que antes, sino porque se las compara a un standard cada vez más elevado. El aumento del nivel de vida y la nueva mentalidad vuelven intolerables inconvenientes aceptados como inevitables un siglo antes. La garra de las encuestas de Chadwick o del conde de Melun está en la convicción de que las miserias constatadas no son un destino inevitable, sino que pueden eliminarse usando los medios de que se dispone. Como indica Tocqueville, «el mal que se toleraba pacientemente como inevitable, parece imposible de soportar desde el momento en que nos hacemos a la idea de que podemos escapar de él». Para emitir juicio justo sobre las casas donde habitaron las primeras generaciones industriales será necesario que distingamos la calidad del edificio aislado y el funcionamiento del barrio y de la ciudad; la edificación paleoindustrial entra en crisis, sobre todo, desde su vertiente urbanística, como se verá en el capitulo siguiente. e) Las nuevas tipologías de la construcción Además de las distintas transformaciones de las técnicas de la construcción -es decir, de todos los

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medios disponibles para la realización de la escena urbana -es necesario tomar en consideración la mutación de la tipología de la construcción, impuesta por las nuevas condiciones económicas y organizativas. Las innovaciones en las relaciones públicas y privadas, introducidas en Francia, de forma apresurada, por la Primera Republica y por el Primer Imperio, pero ya preparadas por los regímenes anteriores y difundidas, con distintas modalidades, en todos los países industrializados -el catastro, las ordenanzas, las comisiones, la secularización de los bienes eclesiásticos, las nuevas instituciones públicas en el campo de la administración central y local, de la educaci6n de la sanidad, del orden público, de las finanzas, de los abastecimientos, de las sepulturas- transforman la utilización de las construcciones existentes y exigen la realizaci6n de nuevos edificios, derivados, en parte, de los modelos tradicionales y, en parte, inventados a propósito: parlamentos, ayuntamientos, edificios administrativos, teatros, museos, bolsas, hospitales, bancos, cárceles, mercados, cementerios (a los que más tarde -al introducirse otras funciones-se añadirán escuelas, estaciones de ferrocarril, etc.) Los Estados representativos deben construir, en primer lugar, sus sedes para las asambleas parlamentarias que, por su propia entidad, no encuentran un lugar adecuado en los palacios del antiguo régimen. En Francia, después de 1790, se toma la decisión de ubicar la asamblea constituyente en un nuevo edificio, situado dentro del área de la Bastilla o entre el Louvre y las Tuileries; pero, en 1795, se toma otra resolución, la de instalar a los Quinientos en el palacio Bourbon, al que se le añade una gran sala semicircular (de Gisors y Leconte) y, en 1806, una fachada monumental (de Bernard Poyet) (fig. 22). En Inglaterra, John Soane proyecta, en 1794, una ampliación del palacio de Westminster que se utilizó

hasta el incendio de 1834. En América, después de la guerra de independencia, se construyen los Capitolios para los distintos estados y para el gobierno federal de Washington. Las oficinas de la administración se ubican en edificios antiguos, pero a partir de un determinado momento se necesitan grandes edificios especializados, como la Somerset House de Londres (W. Chambers, 1776) y el Almirantazgo de San Petersburgo (A. D. Zacharov, 1806). En las ciudades más pequeñas se construyen los ayuntamientos para las nuevas administraciones civiles. Para las salas destinadas a teatro se conserva el modelo barroco, pero los teatros -cuando el poder público se hace cargo de ellos- se transforman en edificios monumentales, de preferencia aislados, con gran abundancia de ambientes secundarios, como el Grand Theatre de Burdeos de 1777 y el Theatre Francais de Paris de 1786, de Victor Louis. En Alemania, este tema será estudiado por Gilly (proyccto del Teatro Nacional de Berlín, 1797), por Schinkel (Schauspielhaus de Berlín, 1818) y por Semper (Opera de Dresden, 1838).

Los nuevos museos públicos requieren también edificios convenientemente adaptados y de gran compromiso arquitectónico, como las ampliaciones de los Museos Vaticanos de 1773 y el Prado de Madrid en 1806 (de Villanueva, 1784), el Altes Museum de Berlfn (Schinkel, 1823), la Glyptothek

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y la Alte Pinakothek de Munich (L. Von Klenze, 1815 y 1826).

Los temas referentes a hospitales y cárceles serán estudiados, conjuntamente, en los libros teóricos del principal reformador de finales del siglo XVIII, John Howard (1726-1790), Los hospitales permanecen sujetos a los modelos tradicionales hasta la difusión del modelo-pabellón, sugerido por los higienistas (el primero fue el hospital Lariboisiere de Paris, en 1839). Por lo que se refiere a las cárceles, los modelos son dos: la fortaleza cuadrangular (Newgate en Londres, 1770) y el esquema radial (la Maison de Force en Gantes, 1772); este último, que facilita la vigilancia, es el preferido de los teóricos (tambien Jeremy Bentham proyecta un Panopticon en 1791), y se reproduce en muchos ejemplos: la Casa di Correzione en Milán (1775), Ipswick en Londres (W. Blackburn, 1785), la Petite Roquette de Paris (ll. Lebas, 1826) y la mayoría de las cárceles del siglo XVIII. El banco de Inglaterra, creado en 1694, se ubica, durante este período, en un nuevo edificio monumental,

proyectado por Soane en 1788. En Francia, el banco nacional se convierte en el tema del Grand Prix d'Architecture de 1790. Sin embargo, la institución se creará solo en 1800, con sede en un edificio antiguo. Pero se hace evidente la necesidad de construir nuevos edificios funcionales para las bolsas, en Londres (J. Peacock, 1801), en San Petersburgo (T. De Thomon, 1804), en Paris (A. T. Brongniart, 1808). Los mercados que ocupan, desde siempre, los espacios centrales de las ciudades son objetos de nueva ordenación y organización. A partir de 1800, bajo Napoleón, se procede a la reordenación de los mercados de Paris. En Londres, C. Fowler realiza la reconstrucción del Covent Garden (1827) y de Hungerford Market (1835). Y, por fin, el tipo de cementerio moderno nace de los decretos para el traslado de las sepulturas fuera de las ciudades: en Paris, en 1765; en el Piemonte, en 1775; en Prusia, en 1801 y, luego, en todos los demás países (en Inglaterra, solo en 1855). En algunos casos se utilizan los espacios vallados de los conventos suburbanos (en Bolonia y en Ferrara) o bien se construyen nuevos espacios delimitados que se convertirán en escenarios de la nueva monumentalidad civil (como el cementerio de Brescia, realizado por R. Vantini, en 1815). Todas estas iniciativas se suman a las nuevas formalidades jurídicas y administrativas y modifican, en su conjunto, los organismos de las «ciudades del antiguo régimen». Las propiedades y sus cambios quedan oportunamente registradas en los catastros, realizados según los métodos de la geometría descriptiva de Monge. Los espacios públicos y privados quedan perfectamente delimitados, y las situaciones intermedias, relacionadas con los usos tradicionales, serán paulatinamente inutilizadas. Las calles reciben un nombre oficial y las puertas de las

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casas un número cívico, para facilitar el registro de la poblaci6n y el servicio postal. Los proyectos de las nuevas construcciones deben ser previamente aprobados por los órganos públicos, en base a las ordenanzas escritas. Los servicios públicos –situados en un primer momento tanto en edificios antiguos destinados a los mismos usos, como en aquellos que fueron confiscados a las órdenes religiosas- exigen nuevas construcciones cada vez más numerosas, que reproduzcan el racionalismo de las instituciones que representan y que, por sus dimensiones, entran difícilmente en los espacios de la ciudad tradicional, así como los que deben situarse a determinada distancia, como los cementerios y las cárceles. Así pues, todas estas construcciones, conjuntamente con los grandes establecimientos industriales, se levantan más allá de los perímetros urbanos, y rompen la forma unitaria de las ciudades, mucho antes de que los espacios suburbanos sean invadidos por los barrios periféricos. Incluso las transformaciones globales se institucionalizan por medio de planes reguladores, según una costumbre generalizada. Se define, de esta forma, el sistema de los espacios públicos, que comprenden además de las calles y de las plazas, las zonas verdes destinadas a pública diversión. Los parques constituyen quizás la mayor novedad de este período. Derivan de los modelos áulicos del ancien régime para uso de todos los ciudadanos. Los parques reales en la zona occidental de Londres -Kensigton Gardens, Hyde Park, Green Park, St. James Park- ya están abiertos al público en el siglo XVIII; a estos se añade, además, por un decreto del Parlamento en 1811, el Regent's Park, situado en la zona norte de la ciudad y proyectado por John Nash.

La Revolución convierte los parques reales en Paris en públicos; Napoleón promueve la construcción de nuevos parques en varios países del Imperio y sobre todo en Italia: los Giardini de Venecia (1807), el Pincio (figs. 25-27) y los parques arqueológicos de Roma (1809-1814). En su conjunto, todas estas disposiciones transforman el escenario ciudadano, pero no controlan en absoluto los cambios provocados por la revolución industrial, cambios que se van acumulando de forma totalmente desproporcionada. Saldrán a la luz en el período siguiente y exigirán nuevas respuestas. …………………………………………………………… NOTAS:

1. T. S. Ashton, La rivoluzione industriale 1760-1830, trad. it., Bari, 1970,2 pp. 5-7. Revolución industrial y arquitectura (1760-1830) 2. El Doctor Johnson, cit. en T. S. Ashton, op. cit., p.16. 3. Cit. en C. A. Tocqueville, L´Anden Regime et la Revolution (1856); versión castellana en Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1982, 2 vols.; versión catalana en Edicions 62, S.A., Barcelona, 1983.

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4. Ch. Dickens, A Tale of two Cities (1859); versión castellana en Editorial Bruguera, S.A., Barcelona, 1979. 5. G.M.Trevelyan, Storia dell'lnghilterra nel secolo XIX 1922), trad. it., Turin, 1945, p. 197. 6. C. A Tocqueville, op. cit., pp. 176 y 183. 9. T. S. Ashton. op. cit., p. 129. 10. G. Galilei, Dialogo sui massimi sistemi (1638), II Dialogo. giornata Ill. 11. J.-B., Rondelet, Traité théorique et pratique de Art de Batir (1802-1817), París, 1858.11 Introducción, pp. XXIV-XXVI. 12. P. L. Nervi, «Tecnica costruttiva e arehitettura», en Architettura d'oggi, Fiorencia, 195.p. 8. 13. G. Monge, Geometrie descriprive, ediciones apartir de 1799. 14. Le Corbusier, Oeuvre complete 1938-1946, Zurich, 1955, p. 170. 15. G. M. Trevelyan, op. cit., p. 225. 16. T. S. Asthon. op. cit., p. 27-29. 17. G. Albenga, «Le strade e i ponti», en Storia della tecnica dal Medioevo ai nostri giomi, de A. Vecelli, Milan. 1945, p. 665. 18. Vease J.-B. Rondelet, Traite, cit., libra V, cap. segundo, articulo III y laminas 102-104. 19. Cit. en G. Albenga, op. cit., p. 692. 20. J.-B.. Rondelet, Traite, cit, tomo I. p. 227. 21. J.-R. Perronet. Descriptions des projects et de la construction des ponts de Netiilly, de Nantes, d'Orteans, de Louis XVI, etc., París, 1788. 22. Vease 1.·B., Rondelet. Traite, cit., lam. 151. 23. Vease J.-B., Rondelet, Traité, cit., libro VII, sec. 3, y lams. 147-171. 24. S. Giedion, Space, time and architecture (1941). versión castellana, Madrid. 1980, pp. 193-199. 25. M. Chevalier, Lettres sur l'Amerique du Nord, Bruselas, 1837, vol. I. p. 354, cit. en C. Barbagallo. op. Cit.p. 309. 26. Vease J. Gloag y D. Bridgewater, A History of Cast iron in Architecture, Londres, 1948, pp. 152-155. 27. Vease J.-B. Rondelet, Traité, cit., lams. 160 y 164.

28. Vease J.B., Rondelet, Traité, cit., lams. 162 y apéndice (de la lam. P en adelante). 29. P. Lavedan. Histoire de l'urbanisme, epoque Contemporaine, Paris, 1952, p. 74.