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Asistimos en este texto al nacimiento del ámbito del sujeto, uno de los temas centrales de la antropología y la cultura de nuestro tiempo. El paso del "subjectum" al sujeto abre una nueva vía en las rcñcxioncs sobre la identidad personal, al desmitifícar su tradicional concepción como sustancia, que encontrará su plena realización en concepciones del sujeto como fenomenología, estructuralismo. existencialismo.No menos importante es la aportación del texto sobre las de­terminaciones del "sujeto político"."sujeto juridico"y "suje­to moral". (Hobbes. Locke. Hume) columnas fundamenta­les de la democracia constitucional contemporánea. Como señala el autor, no hay gran distancia entre el sujeto-sujetado al que apunta el empirismo inglés, y el yo que se resuelve en la facticidad. en sus relaciones (Heidegger. Sartre. Deleuzc).

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Agustín González Gallego

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICADel «Subjectum» al Sujeto

M O N T E S IN O S

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Biblioteca de Divulgación Temática / 50

Primera edición: enero de IWti

® Agustín González Gallego. 1987 Edición propiedad de Montesinos Editor. S.A

Maignón. 26 - 08024 Barcelona Maqueta cubierta: Javier Aceytuno Diserto cubierta: Elisa-Nuria Cabot.

sobre dibujo de W. Hogarth ISBN:'84-76394)71-8

Depósito legal: B-47.524-87 Imprime: Gráficas Ciliada. Esplugues de Llobregat

Impreso en Esparta Prima! in Spain

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La campaña de captación de votos.pintura de la serie La elección de IV. Hogarth. 1697-1764.

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no hay recado que darle aI mundo, como no sea el que cada uno de nosotros forje interpretando por si mismo el lenguaje de los hechos, que son, a veces, más enigmáticos que los más artificiosos juegos de palabras.

J. Conrad, Lord Jim

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I . Un nuevo sujeto para una nueva situación

El Renacimiento resitúa al hombre frente a Dios, natu­raleza, cultura y vida. Rescata al hombre del «valle de lágri- tnas», y comienza a hacer de él el centro en un proceso de antropomorfización. La nueva situación exige «nuevos» paradigmas cientificos (nueva ciencia), «nuevas» justifica­ciones teóricas de la organización social (liberalismo), «nuevos» sistemas categoriales para la filosofía (racionalis- mo/empirismo), «nueva» concepción del hombre (sujeto). En definitiva, toda una estrategia cultural capaz de justificar y dar razón del nuevo orden.

Pasar del «servicio de Dios» al «servicio del hombre» determinó que la necesidad de empezar se extendiera por doquier e impregnara todo el quehacer cultural del momento. A pesar de lo que pueda parecer, la aventura no fue fácil. Las nuevas formas y modelos ni se impusieron con facili­dad, ni todas fueron igualmente progresistas. El orden an­terior, sustentado con fuerza por sus beneficiarios, no ce­día con facilidad sus posiciones de poder y dominio. Basta recordar los mil y un procesos que se llevaron a cabo, y las mil y una obras que fueron condenadas o enviadas a la hoguera. A pesar de ello, la rebelión interna, conocida en la historia con el nombre de «Protestantismo», produjo, en aquella monolitica estructura de poder, dos tipos de dinámica cultural claramente diferenciados: a) el germa-

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no-anglosajón, influenciado por diferentes iglesias no supeditadas a Roma, y b) el católico-latino, dependiente de Roma. La meta era común, una nueva concepción de la felicidad y, con ella, del mundo. Los medios también, li­beralismo y mercantilismo. En el medievo la felicidad se posponía a la eternidad, haciéndola incompatible con la del presente («servicio a Dios»). En los «nuevos tiempos» se propone el poder alcanzarla aquí («servicio al hombre»). Sensualismo y racionalismo son las armas, el individualismo el marco de referencia. La Ilustración culmina el proceso. Como decía el Cándido volteriano, «Pero lo único que de­bemos hacer es cultivar nuestra huerta».

El teatro de «divertimento», la vuelta a los clásicos ro­manos, la preocupación por los bustos y retratos (Hals, Van Dyck, Rembrandt, Holbein), las comodidades de las casas de campo, que sustituyen a ios adustos castillos medievales, el arte mobiliario (Jacobean style), todo nos indica esa preocupación del hombre por el hombre. Esta felicidad, «Nada tiene en común con la felicidad de los místicos, que tendían nada menos que a fundirse en Dios; con la felicidad de un Fénelon, que sentía su alma más segura y más sencilla que la de un niño pequeño, cuando en pensamiento se unía con el Padre; con la felicidad de un Bossuet, dulzura de sentirse dirigido por el dogma y conducido por la Iglesia, certeza de encontrarse un día entre los elegidos que figuran a la diestra del Santo de los Santos; con la felicidad de los justos que aceptaban la obediencia y la ley y esperaban la recompensa que ya no acabaría; con la felicidad de los simples abismados en su oración» (1). Hobbes, Locke, Hu­me, convertirán el «deseo de ser feliz» en principio universal que dinamiza al ser humano. El burgués, el gentihombre y el gentleman sustituirán al noble, al guerrero y al hombre de Iglesia. Ellos configurarán la nueva clase, al servicio de la cual estarán todas las estrategias culturales. Su «felici­dad» será «la felicidad».

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El siglo xvii representa el fracaso del primer intento, los sueños sobre el hombre del Humanismo y la Reforma, a la vez que la puesta en marcha de los principios que llevaron a cabo el cambio definitivo. Textos como el de M. Ficino, «El cielo no le parece demasiado alto, ni el centro de la tierra demasiado profundo. El tiempo y el espacio no le impiden correr por todas partes a cada instante (...). Por todas partes se esfuerza en mandar, en ser alabado, en ser eterno como Dios», o el de Calvino, «Cuando la Escritura nos vuelve a mostrar lo que somos, es para anegarnos del todo. Es verdad que los hombres se embriagarán tanto y más, haciéndose creer que hay alguna gran dignidad en ellos. Pero ya se pueden alabar, que Dios no reconoce en ellos más que toda inmundicia y hediondez», o el maravilloso cuadro de Breughel «Caída de Icaro», nos sitúan perfecta­mente ante la consideración del hombre en esa primera etapa. Humanismo y Reforma no llegaron a generar el ver­dadero antidoto contra el sistema metafísico-teológico que sustentaba el orden social eclesiástico-feudal. Aunque sus aspiraciones fueran superadoras, no llegaron a ser más que simples reformistas. La base de sustentación del sistema no varió. Fue la nueva ciencia, su triunfo, la que posibilitó el cambio de orientación en todos los campos. Su carácter unitario y su acción sobre los acontecimientos de los siglos XVII y XVIII la convierten en una de las manifestaciones más asombrosas del espíritu humano» (2). La ciencia mos­tró la posibilidad de encontrar ios principios generales, tan celosamente guardados por la Naturaleza, y, con ellos, la esperanza de poder encontrar los que debían regir en todos los ámbitos de la actividad humana. La ley natural, moral natural, derecho natural, teología natural, son metas que se ven al alcance de la razón. La supuesta uniformidad de la naturaleza humana garantizaba el éxito de la empresa. Principios, por otra parte, que pasaban a convertirse «en el tribunal ante el que tienen que responder todas las ins-

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tituciones de la sociedad y todos los dogmas de las iglesias». El sistema teológico-metafísico, pese a su asombrosa resis­tencia, comenzaba a ser demolido. Inquisición, persecucio­nes, sangrientas guerras de religión, fueron, entre otras, sus últimas trincheras. «Un hombre independiente con amor a la verdad tenía que estar dispuesto todos los días a huir o morir».

Descubrimiento de las Américas, nuevas rutas a las In­dias, creciente actividad comercial, la incipiente industria, la circulación de productos manufacturados, estaban con­virtiendo el mundo occidental en un inmenso mercado. Comprar, vender, producir, ganar, eran los hilos con los que se estaba construyendo la malla capitalista sustentado­ra, no sólo del sistema económico, sino también del sistema cultural y científico. El simplificar y unificar por medio de leyes universales, al igual que estaba haciendo la ciencia, ese gran mercado pasó de ser una aspiración a con­vertirse en una necesidad. La economía, «mano invisible» de la nueva orientación político-antropológica, exige una libertad de acción poco acorde con las trabas que el marco aristotélico escolástico-feudal ponía a la actividad mercan- tilista y a la circulación del dinero. El movimiento de las materias primas hasta los lugares de transformación o de comercialización, la introducción en el intercambio mer­cantil de nuevos productos junto con una avidez generaliza­da por su adquisición, exigen importantes movimientos de dinero y su regulación más allá del simple «pagaré». La creación de los primeros bancos, la exigencia de fijar módu­los fijos como referentes del valor del dinero por encima del intercambio de metales preciosos, aparición del papel mo­neda, son consecuencias de esas necesidades.

Esta estructura económica va dando lugar a nuevas re­laciones laborales. El trabajo comienza a circular como una mercancía más, o asi lo quiere hacer ver la clase dominante, y asi lo plasma el naciente liberalismo. Oferta y demanda

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fijan el precio de la mercancía, pero hace falta una cierta posibilidad de previsión para que funcione todo el sistema, cuyo único apoyo sólo podía venir de la regularidad. La ciencia mostraba que en la naturaleza se daba esa regularidad y que era posible conocer sus leyes para dominarla. Econo­mía y política utilizarán el mismo método para elevarse a la categoría de ciencias, e intentarán mostrar que sus princi­pios están enraizados en el orden natural. Podemos afirmar que, «orden económico», «orden social» y «orden moral», eran pensados como apartados especiales del «orden natu­ral». La razón, una vez más, será la encargada de encontrar esos principios y esas leyes. Pertenece a la ciencia ficción el pensar cómo hubiera sido el desarrollo de la ciencia o cuál hubiera sido la historia de la burguesía, si estos dos eventos no hubiesen sido sincrónicos. Si no esa descripción, si que me interesa poner de relieve algo que me parece sumamente importante: la seguridad de que está regulado y que esos principios existen en el ámbito de lo humano. «Según este sistema, habitan la naturaleza humana conceptos firmes, relaciones legales, una uniformidad que debe tener como consecuencia la identidad de las líneas generales en la vida económica, en el orden jurídico, en la ley moral, en las reglas de lo bello, en la fe y en el culto a Dios» como señala Dilthey (3). «Era lo que la época necesitaba: fundación de nuevos órdenes con independencia de las autoridades re­conocidas; autonomía del espíritu en la regulación de sus ocupaciones prácticas en la vida civil; fundamentos in­conmovibles para la regulación de la sociedad según sus nuevas necesidades».

Hemos señalado la distancia que media entre la exal­tación del hombre en el Renacimiento y su supeditación al sistema natural. Ahora es necesario partir de lo concreto para remontarse a los principios. Los desplazamientos de las bolas, la caída de las manzanas, los papeles arrojados desde la torre, son «movimientos concretos» a través de

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los cuales se ha de encontrar la naturaleza y leyes del Mo­vimiento. Los «hombres» han de darnos la oportunidad, son el único medio, de alcanzar la Naturaleza del hombre, base para construir la «moral natural», la «organización natural de la sociedad», la «religión natural». «El hombre empezó a vivir una visión nueva, la de la creación inmensa en la que él mismo parecia insignificante.» Esta situación de aislamiento, al quedar reducida su importancia, debió producir un efecto depresivo del que salió al comprobar que él podia dominar el método y con él la realidad. «Así empezaron a comprender los hombres que mediante la apli­cación de su inteligencia podían frabricarse oráculos más sabios y menos caprichosos que el de Delfos, y adquirir mayor poder sobre sus propios destinos» (4).

El deductivismo axiomático de la geometría, ejempli- ficación máxima del nuevo oráculo, se convirtió en la clave de bóveda de la nueva estrategia socio-cultural y, por ende, del poder de la clase dominante. Como señala Butter- field (5) ése fue el «nuevo gorro de pensar» que determinó todo el desarrollo de la época. La autonomía del intelecto humano en las construcciones científicas llegó, con el «hi­pótesis non fingo» de Newton, a liberarse del «modus operandi» medieval. No ocurrió lo mismo en las ciencias humanas y sociales. De alguna manera, nunca llegaron a desprenderse de adherencias que, a la larga, fueron con frecuencia elementos constitutivos de los diferentes marcos de reconocimiento del hombre.

Durante siglos el hombre europeo se había reconocido en el marco de la religión judeo-cristiana. Ciencia, arte, filosofía, política, cultura, estuvieron constreñidas por la religión tanto en su fundamentación como en su finalidad y servicio. La vida del hombre encontraba su sentido en la palabra divina que le llegaba a través de su Iglesia. Los hombres sabían qué eran, de dónde venian y a dónde iban. Se conocían y se reconocían.

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Eran transparentes a sí mismos, perfectamente situados. P. Hazard nos dice: «El cristianismo se ofrecía a los hom­bres desde su nacimiento, los moldeaba, los instruía, san­cionaba cada uno de los grandes actos de su vida, puntuaba las estaciones, los dias y las horas, y transformaba en liberación el momento de su muerte. Siempre que levan­taban los ojos veian, sobre las iglesias y los templos, la misma cruz que se había levantado en el Gólgota. La religión formaba parte de su alma en tales profundidades, que se confundía con su ser. Los reclamaba enteros y no toleraba división: el que no está conmigo está contra mi» (6). El Renacimiento representó la primera fisura en tan beatífica concepción antropológica. El hombre comenzó a pensar en ser feliz aqui y ahora.

Querer ser feliz y querer comprender fueron la misma cosa. El Dios de la Iglesia tenia serias dificultades para sostenerse cuando no se partía de ¿1 para llegar a ¿I. El rumor de esta inconsistencia se extendió por toda la cultura. En un primer momento se comenzaron a hacer ciencias sin Dios: Leonardo de Vinci, Galileo, Kepler, Des­cartes, Hobbes, entre otros lo intentaron y lo consiguieron. El rumor no se detuvo y, a finales del XVII y principios del XVIII, «el Dios de los cristianos fue procesado», y con ¿I todo un «.modus operandi». «De este proceso se hablaba, en efecto, en las cartas que se cruzaban a través de Europa; se hablaba en los periódicos; se hablaba en las epístolas, odas, ditirambos y hasta en los versitos ligeros que se mezclaban con la prosa. Se hablaba de ¿1 junto a los reyes y las reinas, en el Hermitage que Carolina de Anipach había adornado, en Richmond, con los bustos de Wollas- ton, Clarke, Locke y Newton, y donde el obispo Butler ¡ba a exponer todas las tardes, de siete a nueve, las verdades de la religión; en Rheinsberg y en Postdam; en la carta del rey Estanislao—Augusto; en San Peterburgo, ante Catalina de Rusia. Se daban noticias de él en los salones.

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entre conversaciones que dirigían Mme. de Tincin, Mme. du Deffand, Mlle. de Lapinasse. Se aludia a él en las sesiones académicas. Se le volvía a emplear en las oficinas de la Enciclopedia, en París. En Berlín, en medio del humo de las pipas y del ruido de los vasos, compañeros a los que unía el mismo afán de conocer al fin el veredicto, habla­ban del proceso en los bancos de las cervecerías. Los hom­bres de ciencia, en sus laboratorios, se inclinaban sobre sus microscopios con la esperanza de descubrir en la na­turaleza algún documento que incorporar a los autos; los viajeros que iban al extranjero intentaban saber si se tenia allí algún modo de plantearlo y resolverlo» (7). Los libros a favor y en contra de la religión fueron llenando biblio­tecas. De una manera o de otra todos los filósofos de la época tomaron partido: Descartes, Malebranche, Hobbes, Spinoza, Locke, Leibniz, Newton, Hume. A pesar de todo, como afirma B. Russell, no era tiempo de verdadero ateís­mo; podemos afirmar que la fe no abandonó a ninguno de ellos. Otra cosa es el uso que hicieron de la misma.

Como consecuencia de este proceso se impuso la ne­cesidad de construir un nuevo paradigma antropológico capaz de proporcionar la universalidad necesaria para la nue­va moral y la nueva politica. La pérdida de la religión ofi­cial como marco referente posibilitó el desplazamiento de la fundamentación hacia la naturaleza, hacia el estado na­tural. Si la «natura ipsa errare non potest» es en ella donde debemos buscar los principios. «Asi nació la gran creación de la antropología de esta época: el establecimiento de leyes que dominan la conexión causal de la vida anímica de tal modo que cada uno de los estados anímicos puede derivarse del principio supremo de la propia conservación de un ser psicofísico condicionado por el mundo exterior y que reacciona sobre él. Hobbes y Spinoza son, a base de Descartes, los representantes clásicos de esta teoría.» (8). El afán no es exclusivo de la filosofía. En el derecho, en la

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religión y, sobre todo, en la. literatura, encontramos mul­titud de obras que nos muestran hasta qué punto el empeño era una constante social y cultural.

La medicina jugó un papel importante. Los descubri­mientos e intuiciones anatómico-fisiológicas abrieron nue­vas perspectivas para la explicación del hombre. Descar­tes, Hobbes, Harvey, entre otros, nos ofrecen explicaciones mecánico-forenses que van arrinconando, o haciendo muy difícil, los conceptos de alma o espíritu como centros ope­rativos del hombre. La teoría de las pasiones como pulsio­nes vitales de raíz fisiológica, tema clásico de la filosofía en la época, difícilmente hubiera podido desarrollarse sin la nueva información como fondo. La Mettrie, «L’home machine», puede ser considerado como la culminación de todos estos esfuerzos o como el más representativo de la nueva orientación, base de una «ingenua antropología ma­terialista», que se extenderá hasta muy entrado el si­glo xviii. Con Descartes, en el «Tratado del hombre», podemos explicar el funcionamiento de un mecanismo que funciona como el cuerpo humano, o podemos ser más radicales y con Hobbes llevar a cabo la explicación del hombre prescindiendo del concepto alma.

Superado el feudalismo, las naciones aspiran a fron­teras fijas y a definiciones territoriales por encima de las coronas reinantes. La relación feudal queda obsoleta y será reemplazada por el contrato social. Esta relación contractual introduce una dinámica propia, tanto social como económica. Libertad original del individuo y ley de oferta y demanda son los nuevos principios. La creación de una «carta magna» en la que queden plasmadas las aspiraciones y objetivos de la mayoría, su finalidad. El nuevo ciudadano se configurará como «objeto políti­co», superador del vasallo medieval. El trabajo conside­rado como mercancía, convierte al portador del mismo, el trabajador, en mercancía sometida a la misma ley que

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las demás. No obstante, esta mercancía es especial, pues también funciona como factor demandador, como elemen­to dinámico del mercado y como sujeto de derechos.

Por otra parte, el contrato generará la necesidad del «sujeto jurídico», sujeto determinado, aprehendido, no modificable por disquisiciones filosóficas. Frente a ambos sujetos, la libertad individual se objetiva en el «sujeto moral» y el «sujeto estético». Se está construyendo la sociedad en la que se conquistan cotas de libertad a cam­bio de mayor responsabilidad. Sociedad con capacidad de disponer de si misma al no estar supeditada a princi­pios extrasociales. La separación entre Iglesia y Estado fue decisiva para el nacimiento del nuevo sujeto politico- juridico, que ha pasado de ser «culpable» a ser «res­ponsable». La tolerancia, como no podía ser menos, se convierte en preocupación fundamental. La «Utopia» de T. Moro nos dibuja un maravilloso cuadro de convi­vencia pacifica entre gentes que profesan diferentes reli­giones. J. Bodin, desde otra perspectiva bien diferente, en «Heptaplomeres», la posibilidad de una forma de culto divino en el que cabrían todas las regiones. Si éstos son ejem­plos de lo que se esperaba de la tolerancia, las justifica­ciones y defensa que de la misma se hace desde la filo­sofía no fueron menos numerosas: Locke, Spinoza, Vol- taire. Responsabilidad y tolerancia crearán la igualdad jurídica, base de la nueva estructura política que está naciendo: la democracia liberal. Es el final de un largo proceso que había comenzado con la recuperación de la doctrina del derecho romano y del Estado: Bodino con la «República» (1577), Altusio con la «Política» (1603), Grocio con el «Derecho de gentes» (1677), representan otros tantos momentos importantes del proceso. El Estado debe ser una creación de la razón humana, algo artifi­cial en cuanto no aparece guiado por ningún principio teológico. Primero aparecieron las creaciones utópicas:

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Campanella, «El estado del sol», T. Moro «Utopia», Bacon «Nueva Atlántida». Hobbes, Spinoza, Locke y Hume serán más pragmáticos y lo pondrán al servicio de los hombres concretos, de sus necesidades, y, como no creen en una conjunción universal de «buenas volunta­des», sino que dan por supuesto que es el egoísmo el principio elemental, establecerán la teoría del contrato y la ley de la mayoría para su construcción. Para hacernos una idea de la magnitud del cambio, pensemos en el si­guiente dato: «The obedience of Christian man», W. Tyn- dalle, fue considerado el libro más importante de media­dos del siglo xvi; «The weaith of Nations» y «Common sense», A. Smith y T. Paine, los más importantes del siglo xviii. Se pasó a considerar la religión y la obe­diencia como aglutinadores de la sociedad, a organizaría en función de la economía, el contrato y la ley de la ma­yoría.

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II. Del «subjectum» al sujeto

El problema del sujeto, recogido diatónicamente, su­fre un cambio en los siglos xvu y xvm que es funda­mental para entender su status en el siglo xx. En lineas generales podemos afirmar que para Aristóteles el con­cepto de sujeto está unido al concepto de sustancia. El «subjectum» es lo que está debajo, lo que es fundamento. Aunque usa el concepto de forma analógica (Metafísica), uno de esos usos, es precisamente, el de (únoxcíjicvov), en si que encontramos la identidad del sujeto y de la cosa concreta. El sujeto como (únoxEtjievov) se predica del individuo concreto existente, como sustancia primera, y, como tal, es «sub-jectum», principio, fundamento. En él reside la identidad individual y lo que podemos llamar el punto cero de su realismo. No será la «par­ticipación en el mundo de las ideas» la que dé peso ontológico al mundo de los concretos individuales, sino su propia sustancialidad. El sujeto como sustancia se convierte en principio legal, principio desde el cual se po­drá explicar el orden de la naturaleza.

Descartes dará un giro importante al tema, al cam­biar la igualdad sujeto-sustancia, por la de sujeto-concien­cia. Al definir la sustancia como aquello que es por si mismo, que no necesita de nada para ser, sitúa el pro­blema en clave aristotélica, es cierto, pero no debemos

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olvidar que ese requisito sólo lo cumple la sustancia di­vina, Dios. Sentado este principio, Descartes intenta averi­guar cuáles son el fundamento y el orden de la realidad creados por Dios. Su búsqueda, guiada por la duda me­tódica, dará como resultado la aprehensión del «yo pensante», res cogitans, como punto irreductible y, por consiguiente, como fundamento y principio, como sustan­cia pensante. La claridad y distinción, propias de esta primera evidencia, se convertirán en exigencias a la hora de buscar en qué pueden consistir los correlatos de mis ideas con los cuerpos materiales. No debemos olvidar que Descartes nunca puso en duda la existencia del mun­do, buscaba su consistencia. La «res extensae» será el otro punto cero, el fundamento de la realidad material. El mundo está compuesto de sustancias pensantes y sus­tancias extensas. La exigencia que tenia de dar cuenta del «orden de la realidad», se la proporcionará el «len­guaje matemático». La diversidad de la realidad sensible alcanza su unidad por medio de las matemáticas. Sin embargo, el lenguaje matemático no acababa de dar razón de la unidad en el mundo de las sustancias pensantes. Nos encontramos ante dos mundos diferentes y sin posi­bilidad de influencia o relación mutua. No hay unidad posible porque representan dos órdenes diferentes. La «res cogitans» se cierra sobre si misma, consiste en su propia actividad, es pura subjetividad, conciencia, desde la que, por medio de la razón, capta el orden verdadero sin pasar por la experiencia; es el sujeto-conciencia. Al orden de las ideas, «orde idearum», que el modelo ma­temático nos muestra, ha de corresponder un orden de las cosas, «ordo rerum».

La «res cogitans» y la «res extensae» se traducirán en sujeto y objeto. Ambos reinos quedarán incomuni­cados, y esta incomunicación marcará la historia de nuestra cultura occidental. El sujeto se funda a si mismo

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y será el encargado, a su vez, de fundamentar la consis­tencia de la «res extensae». El fundamento de la realidad objetiva es su orden, y este orden es descubierto-puesto por el sujeto pensante. La naturaleza como libro abierto, sólo es posible leerla con las reglas sintácticas (leyes) que nosotros hemos construido. El sujeto la violenta una y otra vez hasta que consigue reducirla, dominarla. El orden que Descartes y la Nueva Ciencia creían que traducía una realidad ontológica («Meditaciones Metafísicas»), la filosofía contemporánea muestra que es «un orden del sujeto», un «orden humano». La transformación del «sub-jectum» aristotélico (sujeto-sustancia), en sujeto pen­sante (sujeto= conciencia) determinó toda una orienta­ción de la antropología y, por consiguiente, de la filosofía. No en balde Husserll, Heidegger, Sartre y otros, lo seña­lan como el momento crucial.

Locke y Hume, más influenciados por la ciencia que por la metafísica, centrarán sus inmvestigaciones en el entendimiento y la naturaleza humanos. Intentan averi­guar cómo se construye el conocimiento humano, comen­zando por los posibles correlatos ontológicos de los con­ceptos metafisicos, entre los que ocupa un lugar pre­ferente el sujeto e identidad personal. Para Descartes, la identidad personal venia dada por la identidad de la sustancia pensante, que se mostraba como inmaterial y pura actividad. No podia dejar de pensar. Para Locke, a través de la sensación y de la reflexión, únicas vías del conocimiento, es imposible alcanzar la identidad de una sustancia inmaterial existiendo en un tiempo y lugar de­terminados. Conocer que somos sustancias pensantes es afirmar que tenemos el poder de pensar. Forma parte de la idea que tenemos de nosotros mismos, como el ha­blar o el reir. La afirmación de la posible identidad per­sonal hemos de hacerla desde otros presupuestos.

La devaluación que de la experiencia'se había pro-

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ducido con Descartes, en Locke adquiere primacía. Des­cartados los caminos metafisico, gnoseológico y la activi­dad subjetiva como vías para la afirmación de la iden­tidad personal y, con ella, del sujeto, Locke seguirá el camino descriptivo para mostrar, no tanto en qué consiste, cuanto qué queremos decir cuando afirmamos la iden­tidad personal. El sujeto quedará fijado por otras ins­tancias. La identidad de vida nos iguala con los demás organismos, y sobre ellos tenemos la identidad que consis­te en tener conciencia de nosotros mismos. Después de responder a todas las objeciones posibles, a veces sin con­seguir la claridad deseada, sigue afirmando que es nues­tro tener consciencia lo que realmente nos hace predicar nuestra identidad personal. El sujeto ya no es sub-jectum, ni simple conciencia, ni fundador de orden. El abandono de estas posiciones llevó a Locke a considerar los niveles funcionales, de actividad del sujeto. Tener conciencia de uno mismo es captarse en la acción y responsabilizarse, en función de la libertad que nos es propia, de todos nuestros actos como propios. Identidad que se conver­tirá, también, en principio de individuación; somos lo que somos por nosotros mismos, sujetos de responsabilidad, de méritos y de culpas. La ley nos igualará a todos en esa responsabilidad. El «sujeto jurídico», diferente del ciudadano grecolatino, se convertirá en actor/receptor de los diferentes códigos, en fundamento de todo tipo de contratos y transacciones. Sujeto desustancializado que encontrará su razón de ser en la acción.

La radicalidad de Hume supondrá la pérdida de todo resto de sustancialismo. En función de las leyes de cohe­rencia, semejanza y causalidad, iremos asumiendo tanto nuestra existencia como la de los cuerpos externos. Ni tan siquiera podemos afirmar, o mejor demostrar, nues­tra existencia continuada. El juego de la memoria y la imaginación nos proporcionará toda una serie de actos e

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impresiones, pero detrás de ellos no habrá nada que los soporte, ningún lazo real que los una. Sólo podemos afir­mar que los sentidos los sienten unidos (feeling). La con­tinuidad de la identidad personal no pasa de ser una creen­cia. En el plano gnoseológico no encontramos ninguna razón para afirmar la sustancialidad del sujeto, ni tam­poco se da ningún tipo de superioridad de nuestra iden­tidad sobre la del resto de las identidades. Sin embargo, al tratar sobre las pasiones y la moral, como si nada hubiese pasado en el recorrido anterior, nos encontramos a Hume hablando de un yo del que tenemos la más fírme con­vicción, de un yo durable, responsable. Su critica al yo como sustancia le deja las manos libres para hablar del sujeto pasional, del sujeto moral, que es «sujeto vivien­te». El escepticismo radical queda superado por las razo­nes de la naturaleza humana, por una realidad que siente sus pasiones más allá de la fría racionalidad, que siente su responsabilidad, la necesidad de valorar sus actos por encima del escepticismo. El «sujeto moral» es el que tiene que enfrentarse a los «quehaceres de la vida», el que tie­ne que resolver los problemas socio-politicos. Sujeto moral que se resuelve en sí mismo, sin ningún tipo de trascen­dencia. Su moral sensible nos sitúa ante una ¿tica huma­nista que no volverá a ser pensada hasta el siglo XX.

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III. Hobbes

/. Superación del dualismo

El paso del subjectum al sujeto, como acabamos de ver, viene determinado por la distancia que media entre la concepción sustancialista cartesiana y la del sujeto/ determinado, sujeto/sujetado, del empirismo. Con fre­cuencia pensamos que el giro fue obra de Locke y Hume. Y es cierto, pero difícilmente se hubiera llevado a cabo sin la aportación teórica de Hobbes. La inmediata rele­vancia de su filosofía política pronto relegó a un segundo plano sus aportaciones antropológicas, olvidándose que aquélla es subsidiaria de estas últimas. Las «historias de la filosofía» nos muestran que muy poco ha variado esa correlación de importancia. Las aportaciones de las inves­tigaciones de F. Tónnies sobre Hobbes abrieron una nueva perspectiva, según la cual la filosofía política no fue ni el centro de su preocupación, ni el fin principal de su obra. El que desde entonces se considera su primer es­crito, «Short Tract on First Principies» (1631), proyecto original de «Elementa philosophiae», el liderazgo que ejer­cía en el «circulo de Newcastle», las discusiones con los científicos más importantes del momento, todo, práctica-

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mente nos induce a pensar que la ciencia centró su interés desde el primer momento.

Soñó que el método y seguridad de la nueva ciencia podrían aplicarse allí donde, hasta ese momento, la con­fusión, el descontrol, y la diversidad de opiniones reina­ban por sus fueros. Soñó que los principios de Euclides, Galileo, Harwey y tantos otros que se estaban descubrien­do podrían aplicarse a la explicación de la naturaleza hu­mana. Sueños que convirtió en realidad partiendo de los cuerpos, el movimiento y las tendencias naturales, controlables con el método experimental o científico. Se trataba, en definitiva, de explicar el hombre con las mis­mas reglas y dentro del orden de la naturaleza: mecánica y materialmente. Sin duda proyecto ambicioso donde los haya. El índice de lo que iba a ser el desarrollo de los «Elementa philosophiae» («De Corpore», «De Homine», «De Cive») es claro exponente de la línea de progresión y de la relación fundantes entre sus partes. El esquema lo podemos simplicar de la siguiente manera: estudio de los cuerpos en general — estudio del cuerpo humano — es­tudio del cuerpo político.

Afirmar, como lo hace Hobbes, que el hombre es un animal racional, no es, por supuesto, ninguna originali­dad. Sí lo es el intentar explicar ambos aspectos con los mismos principios mostrando su dependencia e interrela­ción, es decir, intentar explicar al hombre mecánicamente. Mostrar su reducción a principios controlables por la ciencia y la experiencia. Y que esto se intente en pleno siglo xvu, si que parece original, además de resultar fun­damental para la orientación que, desde entonces, tomó la concepción del sujeto.

Al igual que sucederá con Hume, Hobbes partirá de presupuestos que eran normales en las ciencias naturales: principio de uniformidad, validez universal de las leyes y método para poder determinar la naturaleza humana. En

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«De Corpore» utilizará los dos primeros; en «De Homine» el tercero y el primero, y en «De Cive» combinará los tres. La materia se estaba mostrando pródiga en mostrar sus secretos. Pero no era la materia «sensu stricto» la que Hobbes intentaba conocer, sino la que se objetivaba en la especie humana.

La unidad que debía atravesar toda su obra para re­lacionar las diferentes ciencias, se quiebra en la construc­ción de su antropología. La simplicidad del método en «De Corpore» no funciona ni en «De Homine», ni en «De Cive». Para estos últimos propone la introspección, «nosce teipsum, léete conócete a ti mismo; no se entendía en el sentido, hoy usual, de limitar el barbárico estado de los hombres situados en el poder frente a sus inferiores, ni para estimular en hombres de baja estofa una conducta insolente hacia sus mejores, sino para enseñarnos que, debido a la semejanza de los pensamientos y pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien mire dentro de si considerando qué hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y por qué, podrá leer y saber los pensamientos y pasiones de todos los demás hombres en ocasiones similares (...). Quien ha de gober­nar a toda una nación debe leer en si mismo a la Huma­nidad, no a éste o aquel hombre particular, cosa difícil y más ardua que aprender cualquier lengua o ciencia» (1). Pero, y esto es lo curioso, tanto en «Leviatán» como en «Elements of Law» y en «De Homine», el «metodus ex- ponendi» sigue siendo el mecanicista. Comprender la pa­radoja que supone el combinar la introspección como método y el principio de uniformidad nos obliga a tener presentes varias cosas: a) el papel fundamental de su me­canicismo materialista, b) la necesidad que tenia de poner en el hombre una diferencia con respecto al resto de la naturaleza, c) la posibilidad que de ese conocer daba a cualquier individuo. En última instancia, si la experien-

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cía nos debe proporcionar las leyes que uniformicen el comportamiento de la naturaleza humana, no debemos olvidar que para Hobbes «la experiencia sólo representa el conocimiento que él llama prudencia», muy cercano a las tesis baconianas (2). A modo de resumen podemos decir que el método introspectivo no se ajusta al anhelado método científico-experimental y tampoco nos parece el más idóneo para construir su ciencia política, pero que, sin embargo, no fracasa a la hora de proporcionarnos la uniformidad de funcionamiento de los hombres y, con ella, el conocimiento de la Humanidad.

La explicación del hombre sin recurrir al concepto de alma significaba, de hecho, un destierro del espíritu de su posición central en la consideración del universo. Des­cartes sólo lo separó de la materia, separación que levan­tó toda clase de suspicacias, y con el «Tratado del Hom­bre» y «las pasiones del alma» ofreció una explicación que dejaba satisfecha a la razón (3). Pero, por las razo­nes que fuere, mantuvo una explicación dualista. El pro­blema del mecanicismo del siglo xvn residía, precisamen­te, en esto; cómo hacer compatible su explicación deter­minista con la actividad de Dios y la existencia del es­píritu como centro de la libertad humana. Descartes ofre­cía esta posibilidad que, aunque dejaba intranquilos a los espíritus críticos del cículo del padre Mersenne, satisfacía la naciente concepción burguesa de la realidad.

Hobbes no tuvo ese acierto, su mecanicismo fue radical desde el primer momento. Su universo no necesitaba del espíritu y la relación con Dios era lo suficientemente débil como para no ser relevante (4). Ateo, corruptor moral, anticristo, fueron parte de los floridos epítetos que se mereció su postura. Cuando en 16S8 publicó «De Homine», sin duda las críticas ya habían hecho mella en él. Su postura se había suavizado hasta el punto que la explicación del origen del hombre se adecúa a la des­

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cripción del Génesis que, por otra parte, en aquellos mo­mentos considera la más idónea. «Pero hay diferencias. En efecto, si los elementos están disociados y cada uno ha encontrado su lugar y su naturalidad, es gracias a que el espíritu de Dios sopló sobre esta uniformidad sin fin. Es cierto que la tierra es la que ha hecho nacer todas las especies; pero esto ha sido en virtud del Verbo Divino, y con la excepción del hombre quien, después de todas las especies vivientes, ha sido creado a imagen de Dios (...) También creemos nosotros que el primer origen de la es­pecie humana es tal como lo hemos leído en los libros sagrados de Moisés» (5). Mayor ortodoxia no se puede pedir; supera, incluso, las tesis cartesianas. A sus setenta años parece apuntar a nuevas explicaciones, aunque sin abanonar el mecanicismo original. Paul-Marie Maurin (6) cree que el último párrafo del «De la nutrición y De la muerte» aclara esta situación: «Podría extenderme toda­vía más si me hubiera decidido a estudiar las facultades del alma preferentemente a las del cuerpo. Asi, pues, paso a los sentidos: me es suficiente haber tratado al sujeto de esta manera. Dejo a la diligencia de otros el extenderse más, y si algunos, después de haber visto los mecanismos tanto de la generación como de la nutrición, no ven, sin embargo, que hace falta un espíritu que los ordene y los organice con miras a sus funciones, a aquéllos, sin duda, se debe pensar que les falta el espíritu» (7). El sujeto tratado de esta manera es el sujeto que se determina, que se manifiesta por la sensación, la imaginación, las pasio­nes, que está sujeto a las leyes de la naturaleza, aspectos, todos ellos, que pueden ser explicaciones por las leyes del movimiento, y que podemos alcanzar por medio de la in­trospección y la experiencia histórica.

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2. Mecanicismo materialista

La interpretación que Hobbes hace «del cuerpo huma­no» dentro de los «cuerpos en general» le obliga a em­plear el mismo método y los mismos principios en uno y en otro caso: la explicación mecánica por medio de las leyes del movimiento. Sensación, imaginación y pasiones darán razón del cuerpo viviente llamado hombre; su fun­cionamiento es posible a partir del principio de acción y reacción por el que se rigen todos los cuerpos en movi­miento. El animal llamado hombre aún np es propiamen­te sujeto. Sobre él gravitarán las leyes de la naturaleza humana que le obligarán a determinar su conducta con arreglo a normas, para poder alcanzar, curiosamente, su fin natural: vivir feliz. Reconstruyamos el animal ra­cional.

A) SENSACIÓN

En «Elements of Law» (1640), «Leviatán» (1651) y en «De Corpore» (1655) mantiene la misma definición de sensa­ción: «El arquetipo de todos los pensamientos que llama­mos SENTIDO (pues no hay en la mente humana con­cepto que al comienzo, totalmente o por partes, no surja desde los órganos del sentido). El resto deriva de este ar­quetipo» (8). La sensación es el resultado de la presión de un objeto externo sobre alguno o varios de nuestros sentidos, los cuales transmiten el movimiento asi producido al corazón, en el cual provoca una reacción hacia fuera. «Y esta apariencia o fantasía es lo que los hombres lla­man sentido». El esfuerzo que se transforma en sensación es completamenmte independiente del objeto externo que lo ha producido, pertenece al que lo siente, «sentient», que siempre es alguna criatura viviente y «nos expresamos

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más correctamente cuando decimos que una criatura ve, que cuando decimos que el ojo ve» (9).

La sensación nada nos trasmite de las cosas. La ima­gen que produce es debida al movimiento de su presión sobre el órgano correspondiente. Poca o ninguna dife­rencia existe entre esta explicación y la que Galileo nos da de las cualidades secundarías. De esta definición se derivan una serie de circunstancias. Primera, que la sensa­ción es propia de todos los cuerpos vivientes. Segunda, la imposibilidad que tenemos de conocer qué sean los cuer­pos externos en si mismos». Pero las escuelas filosófi­cas de todas las universidades de la Cristiandad enseñan otra doctrina, apoyada sobre ciertos textos de Aristó­teles; y dicen, para la visión, que la cosa vista proyec­ta en todas direcciones una especie visible, un fenóme­no, aparición o aspecto visible, cuya recepción con el ojo constituye el ver» (10). Tercero, la independencia, a partir de ese momento, de los «fantasmas» en el per- cipiente. Notemos que aqui Hobbes provoca un salto cua­litativo en su proyecto originario, del que no nos da nin­guna explicación. En su enfrentamiento con Descartes propugna la extensión del mecanicismo y la renuncia a toda explicación dualista, intentando hacer posible el paso desde los cuerpos a la explicación del hombre, mediante las ciencias que se ocupan de los minerales, las plantas y los animales. De acuerdo, pero la sensación, afirma, es algo propio de los cuerpos percipientes y no se nos da ninguna explicación que justifique su estar ahi. Quiero decir, el movimiento que se produce cuando chocan dos bolas puede ser calculado y manejado con los principios galileanos, pero no podemos hacer lo mismo cuando se da entre un cuerpo externo y un percipiente. El«uso» que, del movimiento, hacen los cuerpos inanimados, es­tricta determinación, no es el mismo que el que hacen los cuerpos percipientes ni, dentro de ellos, el que hace

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un ser dotado de lenguaje, el hombre. El fisicalismo de «Elements of Law» y «De Corpore» se resquebraja en «Leviatán» y «De Homine», donde «un espíritu que los ordene y organice con miras a sus funciones» parece dar la última respuesta al problema. No seria correcto derivar de esta posición un atisbo de finalismo aristotélico, no obstante la influencia que Aristóteles tuvo sobre Hobbes, contra el que luchaba todo el mecanicismo de la época.

El sentido que nos describe Hobbes representa una in­tuición de la moderna explicación que del mismo nos da la biofísica. Fijémonos si no, en el siguiente texto de Paulov: «Así, pues, en el sistema nervioso central existen dos meca­nismos distintos: el de la conducción directa de la corriente nerviosa y el de su cierre y apertura. En nuestro planeta el sistema nervioso es el instrumento más completo para rela­cionar y conexionar las partes del organismo entre sí, al mis­mo tiempo que relaciona todo el organismo, como sistema complejo, con las innumerables influencias externas (...) Apoyándonos en lo que acabamos de anunciar, es licito lla­mar reflejo condicional a la conexión permanente entre el agente externo con la actividad del organismo determinada por este reflejo condicional a la conexión temporal» (11). No será ésta la única coincidencia entre los dos autores.

La sensación así concebida se convirtió en el punto de partida de todo el empirismo posterior, y para Hobbes en el nexo que le permitirá unir al hombre con el resto de la naturaleza. Por otra parte, el «fantasma» a que da lugar, al ser el principio que determina la respuesta, es la clave de la conducta, con lo cual quedarán unidos lo físico y los psicológico. Cuando afirma que «si las aparien­cias (fantasmas) son los principios por los cuales nosotros conocemos todas las cosas, necesitamos el conocimiento sensible por ser el principio por el cual conocemos aque­llos principios y todo el conocimiento que nosotros tene­mos se deriva de esto» (12), convierte la sensación en

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principio de todo conocimiento, en clara oposición a las tesis cartesianas. En palabras de F. Tónnies, «los prin­cipios y fines de Hobbes no son otros que los de las cien­cias positivas: hechos y relaciones causales» (13).

La sensación no es simple movimiento. Difícilmente podríamos hacer los juicios que hacemos sobre los obje­tos, si después de la acción no pudiéramos conservar sus efectos, ya que «si por la reacción de un cuerpo cualquiera naciera una representación, ésta debería cesar una vez desaparecido el objeto», tal como sucede en las bolas de billar o en los animales. «La sensación de la que aqui hablamos y que se sobreentiende en el lenguaje corriente, necesita memoria, de la clase que sea, con la que poder distinguir el «antes» del «depués» y lo uno de lo otro» (14). La capacidad de distinguir entre el «antes» y el «después», es la diferencia que antes solicitábamos entre los cuerpos inertes y percipientes. Diferencia cuya causa Hobbes no nos explícita porque, en cualquier caso, es el movimiento quien puede y debe dar razón del proceso. «Que si la mayoría necesita una especie de demostración para comprender que toda alteración o cambio consiste en movimiento, esto no es debido a la oscuridad del con­cepto —ya que es imposible que una cosa se desvíe de su estado o de su movimiento si no es por medio del mo­vimiento—, sino porque su razón natural está ofuscada con los prejuicios de sus maestros o porque no aplica en la investigación de la verdad el pensar idóneo» (1S).

El acto psíquico nace del movimiento, aunque Hobbes no sea muy consciente del materialismo que esto impli­ca. Pero, como muy bien señala F. Tónnies, el hecho de que no avanzara más no puede justificar la posibilidad de que estuviera pensando, como se ha afirmado, en algo parecido al concepto de espíritu, al que criticaba como algo «inútil y despistador». Mucho menos «sacar de ahí la consecuencia cartesiana de las dos sustancias contra

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la que se sublevan tanto él como Spinoza. Uno y otro «no pretenden otra cosa que la descripción y la explicación, en la forma más completa posible, de los hechos de la ex­periencia».

La confesada imposibilidad que tenemos de conocer las cosas externas, nos planteará la siguiente pregunta: si los «fantasmas» que la sensación produce en nosotros no representan ninguna cualidad de los cuerpos, ¿cómo es posible que podamos distinguir entre las cualidades pri­marias (objetivas) y las secundarias (subjetivas) como hace Hobbes? Pregunta que planteada años más tarde por Ber- keley le llevará a determinar todas las cualidades como subjetivas. Para poder contestarla hay que distinguir entre una teoría de las causas de la sensación y una teoría de la representación, cosa que nuestro filósofo no pudo hacer. Nunca se cuestionó que los cuerpos en movimiento existen realmente fuera de nosotros y que las matemáticas nos pueden dar razón de las cualidades primarias... «Lo real era lo que era susceptible de ser tratado por las matemá­ticas; necesidad de elevar la ciencia física a un dogma metafísico (...). Él fue el principal metafísico del movi­miento» (16), nos dirá R. Peters. Intentó unir el objeto y el método de la física con la certeza matemática, lle­vando el resultado a todos los campos. Por aquel entonces Descartes ya manejaba su geometría analítica, pero sin intentar sobrepasar sus limites. Hobbes, Locke, Berkeley, Hume intentarán extender esta certeza y método a todos los campos. Preocuparse por el conocimiento humano les llevó a preocuparse por los elementos con que se constru­ye, las ideas. Hobbes no se preocupa de analizar sus «fantasmas», ni de juzgar qué tipo de relación pueden tener con el mundo externo, sus sucesores hicieron del tema el centro de sus investigaciones. Nunca dudó de la existencia y composición atómica del mundo externo, pero siempre afírmó que nuestro conocimiento era de cualida-

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des secundarias. «Hobbes consideraba que la principal tarea del filósofo consistía, no en el descubrimiento de principios (que para Hobbes eran suficientemente conoci­dos), sino en la construcción de modelos que mostrasen la variedad de formas naturales» (17).

El hacer de la sensibilidad la única fuente de conoci­miento, englobada en el esquema general «interrelación mecánica de causa y efecto», debería dar como resultado una serie de generalizaciones de tipo inductivo sin nece­sidad absoluta. Hobbes intenta superar esta situación por medio del método galileano, aunque sin sobrepasar en ningún momento la sensibilidad. Abandona las tesis realistas del correlato ontológico, por lo que los resultados a que llega la razón aplicada a la información sensible, son siempre hipotéticos, de «prudencia». La única posibi­lidad de ciencia absolutamente cierta será aquélla que construimos a partir de principios creados por nosotros mismos. Mezclando los resultados hipotéticos de las cien­cias naturales con el convencionalismo del lenguaje y de elementos propios «de todo saber científico», tendremos su metodología (18).

B) IMAGINACIÓN

La explicación mecanicista de la sensación no presenta graves dificultades. Todo queda reducido a movimiento. La descripción del proceso de la imaginación representa la prueba de fuego para su pretensión de unidad metodo­lógica. Las viejas doctrinas que atribuían al alma la ca­pacidad de crear o recordar imágenes al margen de los da­tos suministrados por la sensibilidad, representan un reto. Al depender de la imaginación, el proceso cognoscitivo, pasó a convertirse en el nudo gordiano del reduccionismo mecanicista. A lo largo de toda la obra mantuvo su ex-

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plicación mecanicista; la «imaginación no es más que el sentido decayendo» (19) «esto quiere decir que, aunque la sensación pase (cese), la imagen o sensación permanece; pero más oscura mientras permanecemos despiertos, por­que uno y otro objeto atrae y solicita continuamente nues­tros ojos y oidos, ocupando la mente con un movimiento más fuerte, por lo cual el más flojo no aparece fácilmente. Y esta oscura concepción (idea) es la que llamamos fan­tasía o imaginación: la imaginación es, para definirla, la concepción (idea) que permanece y que poco a poco va decayendo después del acto sensible» («Elements of Law»). «Pues, tras haberse desplazado el objeto o cerrado el ojo, retenemos todavía una imagen de la cosa percibida, aunque no tan clara como al verla. Y a esto llamaban los latinos «imaginación», debido a la imagen construida por el ver, y esto mismo se aplica, aunque impropiamente, a todos los demás sentidos. Pero los griegos lo llamaban «fantasía», lo cual significa «apariencia», término tan apropiado a unos sentidos como a otros. La IMAGINA­CIÓN no es más que el sentimiento «decayendo», y se encuentra en los hombres y en otras muchas criaturas vivientes tanto en la vigilia como en el sueño» (Leviatán). «Y el fantasma que permanece después que el objeto se ha movido, se llama «fantasía», y en latin «imaginación»; esta palabra, al no ser imágenes todos los fantasmas, no responde completamente a la significación de la palabra «fantasma». No obstante, yo puedo usarla con bastante seguridad, pero entendiendo lo que en griego significa (pavraoCa. IMAGINACIÓN, por consiguiente, no es más que la sensación decayendo, o «debilitada», por la ausencia del objeto» (De Corpore).

A lo largo de toda su obra mantiene el mismo prin­cipio: aún desapareciendo el agente, permanece su acción, el movimiento, debido a la ley de la inercia. También Descartes habia apostado por la explicación mecanicista

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en el «Tratado del Hombre», es cierto, pero no debemos olvidar que el hombre/máquina que contempla, integra en su explicación la teoría de los espíritus, lo cual rompe la unidad de la explicación mecanicista, y reserva al alma una capacidad de acción que hace que el sistema desem­boque en un dualismo, frente al monismo hobbesiano. La imaginación puede producir cosas imaginarias al perci­bir las cosas, no en su totalidad, sino por partes. Más aún, «hay también otras imaginaciones que brotan de los hombres (incluso despiertos) por la gran impresión que causa sobre el sentido» (20). Asi de simple. En un solo párrafo despacha la autonomía de la imaginación. Todo aquello que Descartes ponía en el alma para concederle una independencia del cuerpo, y que había sido fuente de toda clase de especulaciones, queda reducido, en fun­ción del paradigma mecaniscista, a una facultad propia de un cuerpo dotado de sensibilidad. La simplicidad de la explicación es asombrosa, la capacidad de convencimiento ya es más dudosa, máxime teniendo en cuenta que no acabamos de ver cómo se producen esas fantasías. Locke y Hume intentarán mostrar las leyes por las que se rigen.

La apuntada diferencia con Descartes la podemos ver en los siguientes textos: «Por su parte, la imaginación se refiere exclusivamente a las cosas que han sido antes per­cibidas por el sentido, bien en su totalidad o bien por partes en distintos momentos. La primera (que implica el acto de imaginar la totalidad del objeto tal como muestra el sentido) es «simple imaginación», como cuando ima­ginamos un hombre o un caballo antes visto. La otra es compuesta, como cuando por la visión de un hombre en un momento y de un caballo en otro, formamos en nuestra mente un centauro» (21). «De la misma manera nos sucede cuando se nos aparecen castillos en el aire, quimeras y otros monstruos que no son “ in rerum natu­ra” , pero que han sido percibidos por el sentido en sus

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diferentes partes en diferentes momentos. Y esta composi­ción es la que comúnmente llamamos ficción de la men­te» (22). La mente no crea nada, todo procede de la sen­sación. Frente a esta tesis empirista, Descartes mantendrá la capacidad de crear como propia del alma. «Cuando nuestra alma se dedica a imaginar algo que no existe, como representarse un palacio encantado o una quimera, y también cuando se pone a considerar algo que sólo es inteligible y no imaginable, por ejemplo su propia natu­raleza, las percepciones que tiene de las cosas dependen principalmente de la voluntad que hace que las perciba; por eso se acostumbra a considerarlas como acciones más bien que como pasiones» (23).

La memoria, que en «Elements of Law» era definida como «un sexto sentido» capaz de situar algo como per­cibido en el pasado, once años después, en «Leviatán» y «De Corpore», pasa a ser el simple decaimiento del sentido, y queda igualada a la imaginación. Su intran­quilidad a la hora de hacerlo es patente, y así lo podemos comprobar en los ejemplos que va poniendo. Sin lugar a dudas estamos ante uno de los momentos más débiles de su antropología. No obstante ello, creo que la mayoría de las puertas que Hobbes abrió en estos temas, siguen abiertas y por ellas pasan gran parte de las explicaciones psicológicas de nuestro tiempo.

Él mismo no era ajeno a estas dificultades. En «De Cor­pore» se pregunta: «Pero ¿cuál puede ser la causa de este decaer o debilitamiento? ¿Es más débil el movimiento, por­que el objeto no está presente? Si esto fuera así, entonces los fantasmas (imágenes) serian siempre y necesariamente menos claros en la imaginación, que lo son en los sentidos; lo cual no es verdad» (24). En efecto, distinguir entre una imagen percibida, imaginada o recordada, no puede re­solverse a partir del movimiento producido por el contacto entre los objetos y la sensibilidad. Hace falta algo más.

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Este algo más seria el tiempo, es decir, la capacidad de percibir esa imagen como pasada, pero ¿cómo es posi­ble esa percepción? «Por esta razón esto puede ser con­siderado como un sexto sentido, pero “ interno” (no “ ex­terno” como el resto) y es comúnmente llamado me­moria» (2S). La distinción me parece más lógica que psi­cológica. La propia experiencia personal nos pondría en serios apuros a la hora de distinguir los tres tipos de imá­genes. R. Peters nos advierte que lo que nos hace distin­guirlas es la evidencia lógica por medio de pruebas a nues­tro alcance, o la propia convicción (26).

La incorporación de los sueños al proceso de la ima­ginación, fue otra de sus intuiciones. Los consideró como «imaginaciones de los durmientes», pero nada nos dice respecto a sus posibles leyes. «Del mismo modo, tal como naturalmente algo amable nos causa despiertos deseo, y el deseo produce calor en ciertas partes del cuerpo, asi también el calor excesivo en tales partes mientras dormi­mos despierta en el cerebro la imagen de alguna cosa amable. En resumen, nuestros sueños son el reverso de nuestras imaginaciones en estado de vigilia; cuando esta­mos despiertos el movimiento comienza en uno de los extremos; cuando soñamos, en otro» (27). No siempre tuvo claro que el proceso fuera asi, pero si que exigía lu­char contra la ignorancia que, no sólo los confundía, sino que fácilmente hacia pasar los sueños por cosas reales. «De esta ignorancia para distinguir los sueños y otras fantasías poderosas de la razón y el sentido, surgieron la mayor parte de las religiones de los gentiles en el pa­sado, donde se veneran los sátiros, faunos, ninfas y cria­turas semejantes. Y también la opinión actual que el pue­blo inculto tiene sobre hadas, fantasmas y duendes, y sobre el poder de las brujas» (28).

Al igual que hiciera Jenófanes de Colofón, aboga por un correcto uso de la educación como único medio para

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erradicar la ignorancia del pueblo y evitar la manipula­ción que sobre él ejercen, entonces como ahora, los tra­ficantes del miedo. «Si se suprimiera este miedo supers­ticioso a los espíritus y, junto con él, los pronósticos a partir de los sueños, las falsas profecías y muchas otras cosas dependientes de ello, mediante las cuales personas astutamente ambiciosas abusan de la simpleza popular, los hombres estarían mucho mejor preparados de lo que están para la obediencia» (29). Su confíenza en la razón se adelanta en casi un siglo a la de la Ilustración. En «De Corpore» nos ofrece cinco razones para poder distinguir los sueños de la realidad. Leidas con atención son un claro antecedente de la interpretación freudiana. Lo fun­damental de la explicación consiste en que son producto de nuestro pasado y están relacionados con nuestro futu­ro. Es muy posible que su preocupación por «el sistema» le impidiera detenerse en estos momentos que señalamos como importantes intuiciones de teorías posteriores. «Mu­chas personas critican a Aristóteles y a Tomás de Aquino por no haber leído a Darwin, y a Hobbes y Hume por ignorar a Freud» nos dice R. Peters.

Por último, corresponde a la imaginación el estable­cer la secuencia o sucesión de conceptos que son la base del discurso mental. Según esto, la formulación de la «ley de asociación de ideas», atribuida a Locke y a Hume, deberíamos adjudicarla, en su primera formulación, a Hobbes. «Hobbes no consiguió la merecida apreciación hasta que James Mili demostró que Hobbes, y no Locke, fue el primero en exponer las teorías psicológicas que caracterizan al asociacionismo. Con anterioridad, Priest- ley había reconocido' el lugar y el valor de Hobbes. Y Brandt señala que se empieza a reconocer que la mo­derna psicología de la experiencia tiene sus comienzos en «Elements of Law» (30).

La primera causa de coherencia de la secuencia,

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la temporalidad entendida como la recepción de las imáge­nes según un antes y un después, produce poca seguridad debido a que su orden se altera con facilidad. El resultado es un simple encadenamiento, lo que Hobbes denomina «una secuencia sin guía, sin designio, e inconstante». Las secuencias más regulares las produce el «designio o de­seo» (clara deuda con Aristóteles) que introduce una re­lación de medios a fin, lo que le convierte en elemento ordenador de la serie. Deseo o designio que actúa al mar­gen de la relación mecánica, pues va de dentro a fuera. La «sagacista», la «remembranza», la «experiencia pasa­da» irán configurando las diferentes relaciones que esta­blecemos a partir del choque con los cuerpos externos.

Sensación, memoria, entendimiento, sueños, pruden­cia y experiencia han quedado explicados mecánicamente. La mayoría de las funciones que tradicionalmente eran adjudicadas al alma o espíritu, han quedado reducidas a simples capacidades de los cuerpos en movimiento. Mu­chas dudas han quedado sin aclarar, pero el valor de la simplicidad y unidad del método es indudable.

C) PASIONES Y FUNDAMENTACIÓN DE LA MORAL

Como acabamos de ver, sensación e imaginación son funciones de la naturaleza que pueden ser explicadas a partir del movimiento que la acción de los cuerpos exter­nos ejerce sobre nuestra sensibilidad. Proceso fisiológico. Ahora bien, en la naturaleza humana se dan otra clase de movimientos, los que produciéndose en el interior se dirigen hacia objetos o personas. Proceso psicológico. Una verdadera superación del dualismo debería, para ser consecuente, mostrar que no hay salto cualitativo o

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interrupción metodológica entre ambos niveles: cuerpo y espíritu. Hobbes resolverá el problema por medio de la teoría de los «movimientos voluntarios e involuntarios». Las aportaciones que la Escuela Padovana estaba haciendo sobre anatomía y fisiología, asi como los estudios de su ami­go Harwey sobre el corazón, le sirvieron de base para afir­mar que los pequeños movimientos, «esfuerzo», que provo­can lo que vulgarmente se denominan pasiones, provienen del corazón (31). Esta teoría del «esfuerzo» nos conducirá a la explicación mecanicista de las pasiones y virtu­des (32).

La solicitación que algo externo produce sobre los sentidos provoca una reacción que nos lleva a dirigirnos hacia lo que nos provoca placer y a separarnos de lo que nos produce dolor. Esta solicitación es el «esfuerzo» (en- deavour) y el comienzo del «movimiento voluntario o animal». «Por consiguiente, lo mismo que para la sensa­ción, las causas de la inclinación y de la aversión, del placer, y del displacer, son los mismos objetos que los de los sentidos» (33). La doble dirección de este movimien­to se denomina «apetito», cuando el objeto atrae, «aver­sión», cuando repele. Al filo de estas definiciones, y como consecuencia, el «nombre de todos los objetos de inclina­ción en tanto que tales es el de BIEN; y el de todos los objetos de aversión el de MAL». Hedonismo individua­lista que llega a rozar el gusto estético.

La concepción de las pasiones, al igual que hemos visto sucedía con la sensación, es la misma a lo largo de toda su obra (34). Aunque el análisis y fundamentación de la emo­tividad humana la lleva a cabo en 1.640, «The Elements», las primeras intuiciones las podemos encontrar en 1628 en su trabajo sobre Tucidides. Estamos asistiendo al giro copernicano de la moral (giro que Locke y Hume llevarán a término), a la nueva fundamentación de la antropología, y, con ellas, sentando los principios de construcción racio-

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nal que la nueva sociedad exigía. Bajo la influencia de Bacon, pronto comenzó Hobbes a rendir culto a la «obje­tividad» y a sentir aversión por los «sofistas». En Tucidi- des saluda la frialdad y precisión historiográficas, frente a los adornos retóricos de los historiadores de su ¿poca. La preocupación por los fines, en detrimento de los me­dios, y el mal uso de la retórica han viciado el que debe­ría haber sido normal desarrollo de la moral.

Bacon advertía que, al no preocuparse del análisis y fundamentación de los principios, se habían cometido dos graves errores: un cambio metodológico de orientación, y un cambio en el contenido. Por el primero, al primar la consideración del fin, se perdió la posibilidad de examinar los medios. Cual es su relación, cómo influyen y cómo de­terminan ese fin. Es decir, se perdió la oportunidad de desteleogizar la emotividad humana. Por el segundo se produjo la sobrevaloración del bien privado sobre el bien público. La «Retórica» de Aristóteles marcó el comienzo de la desviación. El dualismo actividad emocional-activi- dad racional, sobre el se construirá toda una jerarqui- zación antropológica, sustancia la obra y determina el comienzo de la moral clásica. Con anterioridad, la «racio­nalidad del hombre» que puso en circulación Sócrates, ya había viciado toda consideración posterior sobre las ten­dencias humanas. La mistificación del proceso propició el desarrollo de una moral en la que «la retórica ha ejercido una función instrumental de la técnica de la razón».

La inversión que Hobbes lleva a cabo en 1.640 está basada en una «visión orgánica y sistemática de la natura­leza humana». Considera el dualismo, pero haciendo depender la retórica de la actividad emocional. Utiliza el saber retórico para el análisis de las pulsiones y tendencias naturales. Su interés por la «Retórica» aristotélica, pues, hay que encuadrarlo en el marco de su meta-antropología. Al considerar al hombre como formando parte del mundo

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natural, tenía que establecer el nexo explicativo entre acti­vidad emocional y actividad racional. La «Retórica» le proporcionó el modelo de trabajo y su verdadera fun­ción, en contra del uso que de la misma hacían los «sofis­tas» o demagogos.

Hobbes simplificó el proceso aristotélico al introducir una doble reducción: en cuanto al inicio, todo son o «mo­vimientos vitales», de los que el individuo nunca es causa, o «movimientos voluntarios», de los que si es causa; en cuanto a la tendencia, todo es movimiento hacia el placer (apetito) o separación del dolor (aversión). Esta doble re­ducción posibilitará la unidad y coherencia del análisis, y dará como primer resultado una nueva consideración del bien. En Aristóteles se establecía en consideración del bien último, por lo que el placer, aunque es «movimiento con­forme a naturaleza», no es el que determina el bien. Hob- les lo reduce al definirlo en relación al placer. «El nom­bre común de todos los objetos de inclinación en tanto que tales es el BIEN; y el de todos los objetos de aversión el de MAL». Aristóteles supedita el bien al fin; Hobbes reduce el fin al bien entendido como objeto de inclinación. Por último, al reducir la distinción entre apetitos raciona­les e irracionales a tendencias al placer, inicia una revolu­ción de «dimensione temporale nella vita dell’uomo» (35).

Resumiendo, Aristóteles mantiene la jerarquización en­tre el bien, lo útil y el placer, y acepta el principio so­crático de que el mayor bien lo produce la tendencia al sa­ber. Las emociones aparecen como signos del desarrollo de la naturaleza humana hacia su perfección según el ejercicio de la razón. Hobbes, por el contrario, entendió y utilizó la retórica como instrumento de la actividad emo­cional del hombre, privándola de la teoría del «fin últi­mo». El hombre se nos muestra como la criatura inse­gura que es, moviéndose en un entorno de peligros deri­vados de la igualdad en que se halla inmerso con sus seme-

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jantes. El desarrollo natural pone al individuo en situación de guerra de todos contra todos. La razón, capacidad de cálculo, construirá la sociedad como única solución po­sible para escapar del estado natural. Para Aristóteles las virtudes eran naturales; para Hobbes, al reducirlas a ten­siones dirigidas por la razón, pierden toda connotación positiva o negativa por sí mismas. Las categorías morales sólo serán posibles dentro de la organización social.

La valoración que hace Strauss del aristotelismo de Hobbes (36), es correcta respecto a la familiaridad que tenia con el «corpus aristotélico» (recuérdese que entre sus papeles se encontró un trabajo sobre la «Ética a Nicóma- co» y otro sobre la «Retórica», ambos de 1637), pero no estoy de acuerdo con la afirmación de que ambos filó­sofos coinciden en la valoración de la virtud, ni que el fin último de Hobbes fuese la fundamentación de la virtud. Creo, como acabo de mostrar, que estamos ante una nue­va orientación antropológica, y que la «Retórica» es utili­zada como modelo de una moral que hay que superar. Item más (37), pienso que el interés último de Hobbes era el científico, y no el político, cuando menos la moral sen- su stricto. «La valía, o el VALOR, de un hombre es, como todas las demás cosas, su precio; es decir, lo que se ofre­cería por el uso de su poder» (38), claro cuadro de la so­ciedad mercantilista a la que pertenecía.

3. Sujeto político

Nada más injusto que considerar a Hobbes como el teó­rico del absolutismo, al menos en la forma en que se llevó a cabo en los siglos XVII y XVIII. Una serie de eventos (triunfo de la revolución de Cromwell, su amistad con Carlos 11, los absolutismos continentales) ayudaron a dar cuerpo, desde el primer momento, a esa idea. Lo que sí

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podemos afirmar es que la moderna concepción del Esta­do salió de sus manos (39). Maquiavelo había ofrecido un «nuevo modelo para organizar y administrar la sociedad» (es posible que no fuera tan nuevo). El «interés» como principio de la organización social puso de relieve una dimensión que ya no desaparecerá del horizonte de la filo­sofía política. La actividad política es, en definitiva, un problema de satisfacción de intereses. El recetario que Maquiavelo nos ofrece para mantener el poder, es una obra maestra de pragmatismo, pero adolece de una «base científica» de demostraciones más allá de las intuiciones históricas. Hobbes intenta crear la «ciencia política». La naciente sociedad mercantilista necesitaba una nueva orga­nización. Los principios que habían servido para la socie­dad medieval —sentimientos orgánicos de comunidad, familia, vecindad o servicio, jerarquización religioso/ci- vil—, ya no son válidos para el siglo xvn. Las necesidades socioeconómicas han variado sensiblemente y son necesa­rias nuevas estructuras organizativas, más ágiles, más firmes. El pacto inicial, el estado laico, los derechos y de­beres tanto del súbdito como del soberano, la necesidad de abandonar el estado natural, serán: el punto de partida, las consecuencias y la finalidad de la nueva organización.

A partir del momento en que afirmamos que el hombre es un elemento más de la naturaleza, estamos afirmando que también se encuentra sometido a sus leyes. Su «condi­ción natural» debe proporcionarnos los movimientos ele­mentales que configurarán todo el desarrollo posterior. Asi lo considera Oaskehot en su Introducción al «Levia- tan». Afirma que la «condición natural» adquiere en esta obra su verdadera dimensión en la economía de la doctri­na política de Hobbes, al operar como primer concepto de la mecánica social, y transformarse en una rigurosa hi­pótesis de trabajo. La «condición natural» no es el resul­tado de una experiencia histórica, es y funciona como un

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presupuesto lógico. Las hipótesis galileanas también par­tían de presupuestos no experimentabas, pero servían para dar razón de las leyes con las que se podía dominar el mo­vimiento. Hobbes así lo reconoce. «Acaso pueda pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió realmente asi en el mundo entero; pero existen va­rios lugares donde viven de ese modo». El punto cero, la condición natural, se dibuja a partir de una previa concep­ción del hombre. El mecanicismo de las pasiones conduce al hombre a la situación en que es un lobo para el hom­bre, «homo homini lupus». A poco que nos fijemos, nos daremos cuenta de que la deducción no llega a ser una consecuencia lógica derivada del mecanicismo de las pasio­nes. En efecto, el hombre podría quedar satisfecho, buscar su supervivencia, alcanzar la felicidad, igual que sucede con el resto de ios animales, sin llegar a la situación de guerra total.

Es decir, no podemos apoyarnos en ninguna deducción lógica para afirmar la necesidad del «homo homini lu­pus». «Puede resultar extraño para un hombre que no ha­ya sopesado bien estas cosas que la naturaleza disocie de tal manera a los hombres y les haga capaces de invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible, en consecuencia, que desee, no confiando en esta inducción derivada de las pa­siones, confirmar la misma experiencia. Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando via­ja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sa­biendo que hay leyes y empleados públicos para vengar to­do daño que se le haya hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos cuando atranca las puertas, y de sus hijos y sus servidores cuando echa el cerrojo a sus arcones» (40).

Este empirismo histórico a que apela Hobbes es, preci-

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sámente, el que nos da pie a afirmar que no está pensando en el hombre como algo genérico, sino en el hombre de su tiempo, el hombre que pertenece a una sociedad determi­nada. Las características a que recurre encajan perfecta­mente en su época. El estado de naturaleza que dibuja es aquél en que se encontraría el hombre si desaparecieran las leyes y poderes coercitivos que lo sujetan. Dos objecio­nes: primera, nada nos impele a pensar que seguiría actuan­do igual cuando desaparecieran, y, segundo, es muy pro­bable que si partiera de una sociedad donde no se dieran esas sujeciones, serla distinto. En suma, el hombre natural que nos propone Hobbes es «el hombre burgués desnudo de sus leyes».

El «estado natural», por deducción, aparece como consecuencia de la libertad original y del derecho de todos a todo. La igualdad natural, «la naturaleza ha hecho a los hombres iguales en las facultades del cuerpo y del espíri­tu», contradice el fin primordial de la misma naturaleza: la propia conservación. Tal estado, además de punto de partida, se convierte en posible punto de llegada no desea­do. Encierra en si mismo la urgente necesidad de ser superado a la vez que temido. «Condición natural» como origen justificador de la organización social, y como horizonte amenazador al que, en cualquier momento, se puede llegar si se desmorona el orden (la condición na­tural como caos). «En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra: ni na­vegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y, para el hombre, una vida solitaria, pobre,

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desagradable, brutal, corta» (41). La profecía no puede ser más contundente: orden social, donde todo es posible y agradable, o caos envilecedor. Caos como espada de Damocles, como infierno a nuestro alcance. «El estado de naturaleza de Hobbes se encuentra de este modo al final de la historia» afirma Lipovetsky («La era del vacio»). Es más importante como posible punto de llegada de lo que lo fue como punto de partida. El miedo que inspira se convierte en una de las razones más fuertes para sujetar al individuo a la sociedad.

El paso del estado natural al estado social lo posibi­litan las leyes naturales que el hombre encuentra mediante la razón y aplicando su capacidad de cálculo. Primera y fundamental sujeción del individuo. Razón y libertad, prin­cipios de los que parte para crear el sujeto político. Tan importante transformación se lleva a cabo por medio del pacto político que convierte una multitud en sociedad. La condición del pacto original es clara: que cada uno de sus miembros se comprometa en la misma medida. «Esto es más que consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos ellos en una idéntica persona hecha por pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo hombre debiera decir a todo hombre: autorizo y abandono el derecho de gobernarme a mi mismo, a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú abandones tu derecho a ello y autorices todas tus accio­nes de manera semejante» (42).

Cada hombre en particular decide libremente prescin­dir de sus derechos en estado natural para convertirse en «sujeto político» y obtener los beneficios derivados de la renuncia a su libertad. A partir de este momento, todos los que asumen el pacto se convierten en ciudadanos, autores de los actos de la persona artificial que está for­mada por todos ellos. Los «sujetos políticos» son todos iguales y quedan sometidos por igual al poder del Levia-

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tán. Están obligados a obedecerle, pero ¿1 no contrae nin­guna obligación, más allá de los fines para los que ha sido creado. Determinar que es bueno o malo queda en sus manos. No obstante, no debemos olvidar que el súb­dito nunca puede enajenar los derechos esenciales por los que hace el pacto, ni está obligado a obedecer más de lo convenido. Sujeto de derechos y de deberes.

Las leyes civiles son la expresión del nuevo poder, y las que fijan, por consiguiente, la conducta del súbdito. «Por leyes civiles entiendo las leyes que los hombres se ven forzados a observar, no por ser miembros de ésta o aquella república, sino de una república» nos dice Hob- bes. Nada tienen que ver con presupuestos ajenos al hom­bre concreto; son pura y simplemente obra humana. Ema­nan del soberano y en él encuentran su justificación. Es más, la única razón del pacto es crear una fuerza capaz de dictar y hacer cumplir esas leyes civiles, que son las únicas capaces de asegurar el orden y la seguridad. AI menos Hobbes así lo creía.

Pero no debemos olvidar que estas leyes «no regulan los derechos de los ciudadanos», sino que son ellas las que crean el derecho. En estado natural no es posible la de­terminación de justo e injusto, no se da, por consiguien­te ni la sujeción moral, ni la sujeción jurídica. Montes- quieu, Bentham y los juristas de la Ilustración conver­tirán esta tesis en principio clásico del derecho «Nullum crimen e nulla poena sine lege». Es a partir de la orga­nización social donde se da esta situación, por lo que la primera sujeción, el sujeto político, es el fundamento de todas las demás.

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IV. Locke

1. Consideraciones de principio

«Pongo en tus manos lo que ha sido entretenimiento de algunas de mis horas ociosas y libres. Si tiene la fortuna de entretener otras tuyas, y si al hacerlo obtiene tan sólo la mitad del placer que yo al escribirlo, darás por tan bien gas­tado tu dinero como yo mis desvelos»

Essay

Es frecuente ver cómo se olvida el motivo principal que movió a Locke a escribir el «Essay»: intentar poner orden en el uso vulgar del lenguaje y buscar unos prin­cipios a que atenernos, con el fin de que las controver­sias no se conviertan en diálogos de sordos. Las reuniones que, con «cinco o seis amigos discutiendo en un tema bas­tante lejano a éste», mantenía en su despacho, le conven­cieron de esta necesidad. Ni estudió, ni se dedicó a la filosofía académica. Se preocupó de la ciencia, estudió medicina, trabajó en el laboratorio de Boyle, y se dedicó a la economia y a la política. Pero su única obra propia-

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mente filosófica marcó un hito en la historia de la cultura occidental.

La frescura de un lenguaje aparentemente poco preo­cupado por las finuras lógicas, puede llevarnos a engaño respecto a la coherencia e importancia de su obra. «Esta forma discontinua de escribir ha producido, seguramente, dos efectos contrarios: que es poco y es mucho lo que en él se dice» nos avisa Locke. Si después de leer el «Essay» disputamos sobre cuestiones de principio, llegando a posi­ciones antagónicas, es posible que estemos desvirtuando el texto y las intenciones de Locke. «Y prefiero, con mu­cho, que los especulativos y perspicaces se quejen del tedio de algunas partes de mi obra, que cualquiera, poco acos­tumbrado a las especulaciones abstractas, o movido por ideas distintas, confunda o no comprenda mi intención.» Aviso para navegantes, que nos obliga a mantener el rum­bo hacia el contenido y la intención, aunque dejemos la forma por babor.

Un principio a tener en cuenta será el distinguir los dos niveles en que se mueve el discurso lockeano: pro­piedades que dependen del sujeto que observa, y propie­dades que dependen del objeto, nivel ontológico. El sujeto agrupa la información, que le proporcionan los objetos, por medio de relaciones que establece la mente, bien com­parando ideas, bien comparando cosas; ideas de relación, que no proceden de la experiencia pero que son el funda­mento del conocimiento: nivel epistemológico. Las rela­ciones no pertenecen a la existencia real de las cosas; no nos proporcionan información ontológica. Sin embargo, son reales en la medida en que las aplicamos a los objetos cuando cumplen ciertas condiciones. La larga explicación que Locke dedica a este problema está justificada si pen­samos que es fundamental para superar «la algarabía que se hace con motivo de las esencias». Mantener pre­sente este doble nivel del discurso nos ayudará a «imponer

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orden en nuestro lenguaje y habremos solucionado los más problemas del conocimiento, con lo que parte de las dis­cusiones dejarán de tener sentido».

Entender que conocemos algo cuando somos capaces de definir su esencia, «por donde queda constituida en esa clase particular y distinguida de las demás», constituirá un segundo principio. Las ideas con que representamos las esencias son ideas abstractas, que no tienen más rea­lidad que su existencia en la mente del hombre. Son ar­quetipos y deben guardar alguna relación con la realidad, pues si no serian quiméricas. Su razón de ser reside en el lenguaje, y es a través del mismo que se incardinan en la realidad, por lo cual deben tener una doble conformi­dad: con los nombres y con las cosas que designan. La experiencia nos proporciona las ideas simples, pero entre ellas no se encuentran las de relación. La mente humana las relaciona en una esencia que denomina con un concep­to, cuya idea engloba la serie de ideas simples percibidas.

La esencia nominal así construida no es la esencia real, que permanece desconocida, aunque esta última es «la fuente de todas esas operaciones que se hallan en cual­quier individuo de esa clase». Este nominalismo, en la linea del de Boyle y Syndenham y desmarcado del escépti­co de Gassendi, Mersenne, Nifo y Zabarella, será el tercer principio a tener en cuenta. Postura nominalista que le proporciona el humus en que se va a mover toda su obra. Su intento de clarificación va destinado a conseguir fijar leyes, bien porque se den en la naturaleza, bien porque las establezcamos por convención, capaces de delimitar comportamientos o de prevenir actuaciones. Espacios y comportamientos, en definitiva, que puedan ser sometidos al tribunal de la razón. La eterna acusación de su «poca seriedad metafísica» quedaría solventada si pensamos que su interés se centraba sobre lo decible, sobre lo controla­ble, y de ahi su afán por fijar leyes al lenguaje. Afirmar

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que la esencia real es un «no sé qué» es un punto de partida, no de llegada.

2. Esencia real / esencia nominal. Sustancia / sustancia individual

Las cosas tienen una constitución, desconocida por nosotros, de la que dependen las cualidades que impresio­nan nuestra sensibilidad. Esta constitución real, o cons­titución interna, de las cosas es una suposición avalada por la experiencia. En efecto, las cualidades sensibles se nos presentan reunidas, entrelazadas, y, por la misma razón que les atribuimos el origen de nuestras ideas, su­ponemos que estas cualidades tienen en si mismas su cau­sa, la esencia real. «Pero si la suposición se hace respecto a la supuesta esencia real, y se pregunta si la constitución interna y la estructura de esas diversas criaturas es espe­cíficamente diferente, no es absolutamente imposible res­ponder, puesto que ninguna parte de esa constitución entra en nuestra idea específica, salvo que tenemos mo­tivos para pensar que su estructura interna y la que nos proporcionan nuestras facultades o estructura externa no es exactamente la misma.»

La exigencia de nuestra mente de un substratum sobre el que hacer descansar las cualidades de las cosas, en nin­gún momento debe llevarnos a afirmar su existencia real. Seria convertir una relación en un objeto, un principio de inteligibilidad de la mente humana en un principio onto- lógico. «Puesto que es evidente que nosotros clasificamos y nombramos las sustancias por sus esencias reales» y que «resulta evidente que las hace la mente y no la naturaleza, pues si fueran obra de la naturaleza no podrían ser tan

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varias y diferentes en los distintos hombres como la ex­periencia dice que son» (1).

La idea abstracta de hombre ilustra esta afirmación, «seria imposible que la idea abstracta a la cual se da el nombre de hombre fuera diferente en los distintos hom­bres si fuera una obra de la naturaleza» (2). La configu­ración externa, como las cosas se presentan a nuestra sensibilidad, es, las más de las veces, la única referencia para nuestras predicaciones especificas. Si las cosas no fuesen asi no nos encontraríamos en las situaciones para­dójicas que señala Locke. «Esto no podría suceder si las esencias nominales, por las que limitamos y distinguimos las especies de las sustancias, no estuvieran hechas por los hombres con cierta libertad, sino que hubieran sido exac­tamente copiadas de los limites precisos establecidos por la naturaleza, por medio de los cuales habría distinguido todas las sutancias en especies determinadas.» (3).

La constitución real de la sustancia nos mostraría la raiz de todas las cualidades y, con ella, la conexión ne­cesaria de las mismas, fundamento de cualquier proposi­ción general que pudiéramos hacer. «...Una cosa resulta evidente, y es que si las ideas complejas abstractas de las sustancias que sus nombres generales significan no com­prenden sus constituciones reales, pueden proporcionarnos una certidumbre universal muy reducida. (...) Nosotros deberemos en estos casos, y en otros semejantes, ceñirnos a la experimentación en los sujetos particulares, lo cual solamente abarca un espacio muy reducido» (4). Como podemos comprobar, la constancia en la afirmación de la esencia real como principio constitutivo, corre pareja con la de su incognoscibilidad. Voltaire también insistirá: «Tocamos, vemos las propiedades de esta sustancia; pero esa misma palabra “ sustancia” —lo que está debajo— nos advierte suficientemente que lo que está debajo nos será siempre desconocido: fuere lo que fuere lo que des-

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cubramos de sus apariencias, siempre quedará por descu­brir debajo» (5).

De un modo casi imperceptible, el problema de las esencias se desliza al de las sustancias. Es dependiente de aquél, no hay duda, pero su dependencia no arrastra su claridad. Bennett, Aaron, Mackie, Yolton, Mauldel- baum, piensan que el elucidar la cuestión del «substra- tum»/«sustancia individual» es central y previo tanto para la calificación del valor de su empirismo, como para una correcta interpretación del tema de la «identidad per­sonal».

J. Bennett (6), apoyándose en los textos L. II, 23.2 y 23.3 del «Essay», encuentra razones para afirmar que una correcta interpretación de «substance-in-general» nos obli­ga a considerarla como componente esencial de cualquier sustancia particular. Este «substratum-substance», pues, acompaña nuestras percepciones de «individual- subs- tance». «Por tanto, la idea que tenemos y a la que damos el nombre de sustancia, como no es nada sino el supuesto soporte, pero desconocido, de aquellas cualidades que en­contramos que existen, y de las que imaginamos que no pueden existir “ sine re substante” , sin nada que las so­porte, denominamos a este soporte sustancia; la cual, según el verdadero sentido de la palabra, significa, en nuestro idioma, lo que está debajo o lo que soporta.»

Aaron también apoya la tesis de Bennett, y aclara que encontramos una clara distinción entre «substratum» y «sustancia individual» (7). Esta última permanece pegada a nuestra sensibilidad. Se detiene en existencias concretas. La «sustancia general» apunta, según ambos, a un subs­tratum, sujeto de inherencia de las propiedades, tanto primarías como secundarias, que acompaña a toda sus­tancia individual. Sujeto de inherencia, por otra parte, que nos es desconocido. La respuesta a esta ambigüedad —real, existente, desconocida— no se hizo esperar, pero

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la dura y amistosa discusión que Locke mantuvo con su amigo Stillinfleet, no le hizo cambiar de opinión (8).

Pienso que las críticas de Aaron y Bennett son las mismas que Stillinfleet y Berkeley le sugirieron en su tiem­po. Berkeley solía decir que Locke «tomó el pelo a la idea de sustancia» («bandered the idea of substance»). Pero no hay que olvidar que la cuarta edición del «Essay» fue preparada después de su polémica con Stillinfleet, y no varió su opinión.

J. L. Mackie (9) entiende que el problema hay que remitirlo a la distinción entre esencia nominal y esencia real. M. Mandelbaum (10), al analizar los mismos textos que Bennett, duda que pueda afirmarse que la principal preocupación de Locke fuese la de probar que toda sus­tancia individual implica un substratum. Según él, Locke habría puesto de relieve el limite de esta idea general; la definió como «oscura y relativa», no como «clara y dis­tinta»; como «suposizione», no cualquier cosa de la que tenemos una idea sensible (II). En el primer caso seria una critica al sustancialismo cartesiano; en el segundo, la imposibilidad de abandonar un realismo de corte aris­totélico. J. W. Yolton, por último (12), también se in­clina a pensar que Locke afirma la esencia real de la sustancia individual.

Parece claro que en el nivel epistemológico la consi­deración de la sustancia como un «substratum» no pre­senta graves problemas; quizá por eso Locke no llegó a modificar el texto. No sucede lo mismo a nivel ontológico. La idea «oscura y relativa» de sustancia, ¿apunta hacia algo distinto y fundante de las cualidades de la cosa? ¿Es una estructura esencial de las sustancias individuales? Quizá si consideramos con Locke que existe un gran abuso de las palabras al tomarlas por cosas, incidiremos en el problema desde otra perspectiva. «Caen con más frecuen­cia en este abuso aquellos hombres que reducen sus pen-

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samientos a un sistema único cualquiera, y se entregan a la fírme creencia de la perfección de cualquier hipótesis recibida, por lo que se llegan a convencer de que los términos de esa secta son tan adecuados a la naturaleza de las cosas, que corresponden perfectamente a su exis­tencia» (13). Parece claro que, para Locke, no podemos tomar las palabras por cosas, por lo que «cuando discu­timos sobre la idea que expresamos con esos sonidos, sin tener en cuenta si esta idea precisa se conforma con algo realmente existente en la naturaleza o no» es fácil caer en discusiones sin término.

El que podamos comprobar que no se da un isomor- físmo entre ideas y cosas, nos obliga a pensar en la exis­tencia de ideas inadecuadas, o mejor aún, ideas cuyo correlato ontológico nos es desconocido. «Pues cuando discutimos sobre materia o sobre cualquier otro término semejante, realmente sólo discutimos sobre la idea que expresamos por esos sonidos, sin tener en cuenta si esa idea precisa se conforma con algo realmente existente en la naturaleza o no (...). Resulta un asunto muy arduo el persuadir a alguien de que las palabras de su padre, de su maestro, del reverendo de su parroquia o de cualquier insigne doctor no significan nada que tenga existencia real en la naturaleza» (14). No es fácil encontrar esta rotun­didad en Locke.

3. Identidad personal

La primera edición del «Essay» apareció sin el capitu­lo «Acerca de la identidad personal». A instancias de Molineux (cartas del 3 de octubre de 1693 y 26 de mayo de 1694) lo incluye en la segunda y lo mantiene en las

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restantes ediciones. Encontramos en este capítulo: el pri­mer intento sistemático para aclarar qué entendemos por sujeto; segundo, la constatación de que la identidad se predica de diferentes maneras; tercero, su tesis sobre la identidad personal (15).

Los siglos xvi y xvii supusieron un verdadero revival de especulaciones sobre el alma, al considerarla como la esencia del hombre. La influencia de Platón, via el neo­platonismo, y Aristóteles se mantenía constante. Escuelas de Padua y Bolonia, Marsilio Ficino, Pietro Pompanozzi, entre otros, ejercieron una gran influencia sobre estas corrientes. En el concilio Lateranense se declararon dogmas la existencia del purgatorio y la inmortalidad del alma. En Inglaterra la escuela de Cambridge fue el principal cen­tro difusor, y hasta el mismo Hobbes llegó a dar por bue­na la tesis del alma. Locke respiró este ambiente, es cierto, pero, sin lugar a dudas, el verdadero diálogo lo establece con Descartes. Y no precisamente sobre el alma, sino sobre la «res cogitans», su versión laica. La critica al inna- tismo que llevó a cabo en el L. I («Essay») no agotó todas las consecuencias derivadas del valor de esta «res co­gitans».

Para Locke, el acto de pensar, cogito, no es suficiente garantía para fundamentar una identidad personal que se extiende en el espacio y en el tiempo, que tiene respon­sabilidades, que es sujeto de deberes y derechos, que debe fundamentar la organización social. Es necesario aban­donar las tranquilas aguas del «subjectum» para comenzar la incierta singladura del «sujeto». Para ello debemos comenzar aclarando qué predicamos con el término iden­tidad. La palabra identidad debe ser considerada en cada caso según su predicación, «principio de relatividad de la identidad», como lo denomina J. L. Mackie (16). «Por tanto, no es la unidad de la sustancia la que comprende toda clase de identidad, ni lo que determina en cada

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caso; sino que, para concebirla y juzgarla correctamente, es preciso considerar qué idea está significada por la pala­bra a la que se aplica» (17).

a) Identidad lógica. (18)

«En esto precisamente consiste la identidad, es decir, en que las ideas que les atribuimos no varían en nada desde el momento en que consideramos su existencia, y con las cuales comparamos la actual» (19). Este principio implica excluir, tanto la posibilidad de que otro cuerpo pueda ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, como el que ese cuerpo pueda existir al mismo tiempo en otro lugar, por muy indistinguible que pueda parecer. No son posibles, ni un mismo punto de partida existencial, ni el que una misma cosa pueda tener dos puntos espaciales de partida. Principio, pues, que nos sirve para predicar la identidad y la diversidad; el tan inquerido «principium individuationis», «la existencia misma que determina un ser de cualquier clase, en un tiempo y en un lugar deter­minados, incomunicable a dos seres de la misma espe­cie» (20).

b) Identidad de composición.

La permanencia inmutable en el tiempo justifica la identidad de un cuerpo y, como consecuencia, afirma Locke, también la podemos afirmar de una cantidad cons­tante formada por elementos constantes. La variación de un solo elemento traería consigo la pérdida de esta iden­tidad, «pues si uno solo de estos átomos se añade a otro, ya no seria la misma masa o el mismo cuerpo». La cons­tancia del número de sus elementos manda. Ahora bien,

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si la reflexión de Locke se hace sobre el lenguaje vulgar, no cabe duda que la predicación de identidad de cantidad no siempre respeta ese principio. ¿Qué pensar del montón de trigo al que le añadimos un grano? ¿De la clase a la que le falta un alumno? ¿Del ramo de rosas que ha per­dido un pétalo? AI criterio lógico hemos de añadir otro principio, el de composición, justificado por la relación del todo con las partes. Es el principio que aplicamos para seguir afirmando que tenemos el mismo montón de trigo, la misma clase, el mismo ramo de rosas.

c) Identidad de organización.

Para predicar la identidad en el caso de los cuerpos orgánicos, ya no es suficiente ni el criterio lógico ni el de composición. Crecimiento y destrucción de sus partes nos hacen pensar en la existencia de un tercer principio. La unidad existencia! no parece depender ni de la cantidad. «Porque, como esa organización está en todo momento, cualquier conjunto de materia se distingue, en este con­creto particular, de todo lo demás, y constituye esa vida individual que, existiendo constantemente desde ese mo­mento (...) tiene asi esa identidad que hace que sea la mis­ma planta» (21).

El principio de identidad se interioriza, y coincide con el auto movimiento; cuando cesa éste, desparece aquélla. Un árbol muerto no es el mismo árbol que un momento antes estaba vivo. Llama la atención que este principio también lo aplique a las máquinas. Creo que seria más propio aplicarles el de composición. Afirmar que la única diferencia que existe entre unos y otros es la capacidad de movimiento —interno en aquéllos, externo en éstos— es, ya, reconocer dos principios diferentes. Si comparamos el caso del árbol con un reloj, si que pode-

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mos afirmar que un reloj parado es el mismo que cuando estaba en marcha.

d) Identidad del hombre.

«Esto también muestra en qué consiste la identidad del mismo hombre, es decir, no en otra cosa que en la partici­pación de la misma vida continuada, partículas de materia constante, en una sucesión vitalmente unidas al mismo cuerpo organizado» (22). Primera consideración impor­tante a tener en cuenta al hablar «del mismo hombre». En la medida en que el individuo pertenece al reino ani­mal, no hay razón para utilizar criterios distintos, a la hora de hablar de su identidad, so pena de caer en ab­surdos o graves errores, como el no tener motivos para negar que «Set, Ismael, Sócrates, Pilatos, San Agustín y César Borgia fueron el mismo hombre», o que estando seguro que el alma de Heliogábalo se encarnó en un cer­do, «que el cerdo era un hombre, o era Heliogábalo». Clara crítica al hecho de hacer coincidir la identidad del hombre con el alma.

Cuando hablamos del «mismo hombre», hablamos del mismo cuerpo, que podemos comprobar, dotado de la misma alma, que no podemos comprobar. «Y cualquier otra definición que se dé, lo cierto es que la observación ingeniosa pone fuera de toda duda que la idea que tene­mos en la mente, acerca de algo significado por la pa­labra hombre, no es sino la de un animal dotado de cierta forma» (23). Tampoco nos sirve el pensarlo como una cosa pensante. Los posibles absurdos son tan de bulto como en el caso anterior. Un loro o un gato que hablara, le seguiríamos llamando loro o gato; a un hombre sin ha­bla ni sano juicio, le seguiremos llamando hombre. «Y si ésta es la idea de un hombre, el mismo cuerpo sucesivo

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que no se muda todo de una vez deberá, como también el mismo espíritu inmaterial, contribuir a formar el mismo hombre» (24). La identidad vendría determinada por ese cuerpo vivo organizado, con una forma concreta, que corresponde a la idea que tenemos de hombre. Aunque no nos dé más pruebas de poseer otras facultades, le se­guiremos llamando hombre, de la misma manera que, aunque encontremos esas facultades en otros animales, nunca llegaremos a llamarles hombres. «Porque yo creo que no es tan sólo la idea de un ser pensante o racional lo que para la mayoría de las personas constituye la idea de hombre, sino también la idea de un cuerpo unido a él, y dotado de cierta forma» (25). Estas identidades re­presentan las premisas para considerar la identidad per­sonal.

e) Identidad personal.

Del mismo hombre también podemos predicar una se­gunda identidad, la identidad personal. Para fijarla hemos de partir de qué significa ser persona. «Pienso que ésta es un ser pensante e inteligente, provisto de razón y re­flexión, y que puede considerarse a si mismo como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares» (26). El acto de pensar, de reflexionar, conlleva una segunda operación, el ser consciente de dicho acto. El sujeto hu­mano siempre percibe que percibe. El tener conciencia acompaña todas mis acciones y es ahí donde nos encon­tramos a nosotros mismos, donde radica nuestra impre­sión clara y distinta de nuestra identidad. Locke, más que una explicación, nos ofrece una descripción del proce­so por el que llegamos a esa intuición, superando el solip- sismo cartesiano: «ese tener conciencia puede alargarse hacia atrás, hacia cualquier parte de la acción o del pen-

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samiento ya pasados, y alcanzar la identidad de esa perso­na; hasta el punto de que esa persona será tanto la misma ahora como entonces, y la misma acción pasada realizada por el mismo que reflexiona ahora sobre ella que sobre el que la realizó» (27).

Las dificultades que plantea la estricta aplicación de este principio, no arredraron a Locke, ya que él pretendía definir el «sujeto jurídico», agente inteligente, capaz de acción, de derechos y de deberes, capaz de sujetarse a una ley. Siempre que seamos conscientes de nuestras acciones, que tengamos conciencia de las mismas, seremos la misma persona, aunque estén intercalados lapsus temporales en nuestra vida. «Porque, como el tener una misma concien­cia es lo que hace que un hombre sea el mismo para él mismo, de eso solamente depende la identidad personal, con independencia de que se circunscriba a sólo una sus­tancia individual o que pueda continuarse en una sucesión de distintas sustancias» (28).

Cabe preguntarnos qué sucede cuando se produce un cambio en la sustancia pensante. Locke rizará un poco más el rizo y se planteará «si puede ser la misma si cam­bia la sustancia que piensa, o si, permaneciendo ésta sin cambio, pueden ser personas diferentes». La primera parte de la cuestión la responde afirmando que es posible que dos sustancias pensantes puedan ser una misma persona. Lo propio de la sustancia pensante es tener conciencia; ahora bien, esto no implica que ese tener conciencia arras­tre consigo la necesidad de una realidad individualizada. La segunda parte le aboca al espinoso problema del alma, de su posible transmigración y de su resurrección. Esquiva estos problemas volviendo a insistir en su principio del tener conciencia, asegurando que su afirmación no va más allá. La doble personalidad que hoy maneja nuestra psi­quiatría es contemplada por Locke en estos textos. Mo- lineux y Stillingfleet centraron en este punto la mayor parte

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de sus críticas. El problema de la resurrección se resol­verá por la misma via: «De esta manera podemos ser capaces de imaginar, sin dificultad alguna, que una per­sona en el momento de la resurrección, aunque sea en un cuerpo que no está formado por las mismas partes iguales que tenía antes, existe en un cuerpo igual al que tenia antes, siempre y cuando el alma que lo habita tenga la misma conciencia» (29). No debemos confundir lo que llamamos hombre con la persona. Esta última reúne la sustancia corporal y la sustancia inmaterial en la unidad del tener conciencia. Frente a Descartes, Locke afirma que la identidad personal debe quedar desglosada del con­cepto de sustancia.

Las evidencias racionales de la metafísica tradicional escondían entre sus pliegues trascendentes al sujeto, e im­pedían que pudiera ser fijado desde perspectivas concretas. Si el alma es de Dios, la vida del rey y el honor pertenece al individuo, hay que reconocer que es sumamente difícil la determinación de responsabilidades morales o penales. La persona se presenta ante Locke como sujeto de recom­pensas y castigos. Sólo la responsabilidad que implica el tener conciencia, puede hacer de ¿I un sujeto jurídico. Ni más ni menos que la responsabilidad jurídica de nuestros días (30). «Porque sea lo que fuere lo que cualquier sustan­cia haya hecho o pensado, que no pueda yo recordar y que no pueda, por una toma de conciencia, hacer que sea mi pensamiento o mi acto, no me pertenecerá más, aun cuan­do haya sido una parte mía que lo pensó o lo hizo, que si la hubiera pensado o hecho otro ser material existente en cualquier otra parte» (31). Más aún: «Cualquier sustan­cia virtualmente unida al ser pensante es una parte de ese mismo sí mismo que ahora es; y cualquier cosa unida a él por un tener conciencia de sus acciones anteriores, también forma parte del mismo si mismo, que es el mismo entonces y ahora» (32). La identidad así entendida es la

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única que puede hacernos comprensible el juicio final, «sea cual fuere el cuerpo en que aparezcan y sea cual fuere la sustancia a que se adhiera esa conciencia».

Vamos a hacer un pequeño recorrido por las princi­pales criticas que se han hecho a esta teoría. T. Reid (33) advirtió acerca de los absurdos a que se podía llegar, y los ejemplificó en la historia del general que de niño había sido azotado por haber sido sorprendido roban­do en un huerto; siendo oficial capturó una bandera al enemigo y fue condecorado. Como oficial recordaba el castigo, por lo que era consciente de que el acto le per­tenecía. Como general no recordaba el castigo que sufrió de niño y si la acción gloriosa que le valió la condeco­ración. ¿Estamos ante dos personas que coinciden en una tercera? Locke contestará; primero, a la misma persona corresponde siempre un mismo hombre; memoria y cons­ciencia deben apoyarse siempre a la hora de la identifi­cación personal, es decir, hay que agotar todos los recur­sos que nos ayuden a ser conscientes. Es claro que no estamos manejando conceptos metafísicos. Y, segundo, llegado el caso de un olvido irrecuperable hemos de tener en cuenta que cuando decimos que todo pertenece a la misma persona, en realidad estamos diciendo que todo pertenece al mismo hombre, que es lo que no ha variado, «Pero si es posible que un mismo hombre tenga distintas conciencias incomunicables, en momentos diferentes, no existe duda de que un mismo hombre seria diferentes personas en distintos momentos» (34). Incluso en la otra vida «la sentencia será justificada por la conciencia que todas las personas tendrán de ellas mismas, sea cual fuere el cuerpo en el que aparezcan». En afirmaciones de H. E. Allison, «la mayoría de las dificultades y los ab­surdos de que es presa la teoría de Locke son resultado directo de su ambigua relación con la filosofía de Des­cartes, relación que no sólo caracteriza el capitulo de la

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identidad personal, sino al Ensayo en general» (35).El obispo Butler, desde posiciones sustancialistas, cri­

tica el que la memoria sea principio de afirmación de la identidad personal, cuando lo que sucede es todo lo con­trario: tenemos memoria porque somos personas. D. Wig- gins (36) desmonta con facilidad la critica del obispo. La fuerza del argumento descansa en la suposición de que a todo acto de memoria le es inherente la afirmación de una identidad personal. El equivoco reside en mezclar el recordar experiencias personales, que es un acto de memoria pura, con recordar eventos de los que tenemos conciencia nos pertenecen. El sujeto que simplemente recuerda no tiene por qué considerarse como el sujeto agente de esos recuerdos. La identidad personal sólo se predica en la segunda consideración. El que piensa es, indudablemente, un hombre, una sustancia, si se quiere, pero de la que nada sabemos; pero el si mismo personal sólo lo podemos afirmar del ser consciente.

Por último, la objeción que A. G. N. Flew y B. Russell han hecho famosa. ¿Qué sucede cuando se tiene concien­cia de haber hecho algo que en realidad no se ha hecho? El rey Jorge IV, ya anciano, recordaba haber conducido las tropas a la victoria en la batalla de Waterloo, en la que, obviamente, no había participado. La respuesta de Locke nos remitiría a las premisas de la identidad corporal que había que tener en cuenta. La memoria no es el único y exclusivo apoyo para afirmar la identidad personal. El cuerpo del rey estaba en palacio y no en la batalla, por lo que no hay dudas. Locke pretendía ser un teórico del sentido común, no era un lógico, por lo que, sin lugar a dudas, resolvió más problemas de los que él pensaba. Su pragmatismo queda reflejado en el siguiente texto que, por otra parte, bien puede servirnos de colofón: «El si mismo es esa cosa consciente, pensante, independiente de que la sustancia de que esté hecha sea espiritual o mate-

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rial, simple o compuesta, que es sensible o consciente del placer o del dolor, capaz de felicidad o de desgracia, y que, por lo tanto, se refiere a si misma, hasta donde se extienden los limites de su conciencia» (37).

4. Razón, libertad, felicidad

Dilucidada la cuestión de la identidad personal, Locke nos propone ios elementos que la hacen ser tal y la finali­dad que mueve su actuar, para luego justificar y definir el sujeto jurídico como única via para alcanzar la felici­dad. Lo propio del sujeto humano, lo que le distingue del resto de las especies, es estar dotado de la capacidad de razonar. La razón pierde aquí toda connotación mis- térico-religiosa, ni es el nexo de unión con ninguna tras­cendencia, ni la huella de ningún dios en nosotros, es simplemente la capacidad de cálculo de un sujeto agen­te, facultad que, usada debidamente, debe orientar sus acciones. Función de esta facultad será el relacionar la información sensible e intuitiva para establecer las ideas intermedias que fundamentarán el conocimiento, abstraer y ser capaz de proporcionar a la voluntad aquello que la determine y mueva en busca de la felicidad. Es, por otra parte, lo que hace al hombre ser capaz de leyes, de vivir bajo reglas generales que ella misma le proporciona, auto­determinación que denominamos libertad.

«De manera que la idea de libertad consiste en la idea de la potencia que tiene cualquier agente para hacer o dejar de hacer una acción particular, según la determina­ción o pensamiento de su mente, que elige lo uno o lo otro; pero si no está dentro de la potencia del agente el actuar eligiendo una de estas cosas, no existe libertad, y ese

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agente está bajo necesidad» (38). La cadena que nos pro­pone Locke para que sea posible el acto libre rompe, radical­mente, con todas las consideraciones religioso-metafísicas: necesidad de un entendimiento que proponga los objetos, razón; necesidad de una capacidad de autodeterminación hacia ellos, voluntad; capacidad física para hacer o dejar de hacer la acción, libertad. Es decir, el acto libre nece­sita un entendimiento y una volición, pero no se confunde con ninguno de ellos. Puede darse la volición sin que se dé la libertad, y puede hacerse algo que se quiere sin tener libertad para hacerlo. El ejemplo del hombre en­cerrado en una habitación con el ser querido es revelador de esta situación. «De manera que la libertad no es una idea que pertenezca a la volición o a la preferencia, sino que es propia de la persona que tiene poder de actuar o dejar de actuar, según los designios o dictados de su mente» (39).

Razón, voluntad y libertad son potencias o capacidades de un agente libre, por lo que ni pueden confundirse, ni pertenecen la una a la otra. La confusión que tradicio­nalmente se mantenía con estos conceptos arranca, preci­samente, de su consideración como agentes en vez de po­tencias, que es lo que en realidad son. Ni el entendimiento entiende, ni la voluntad tiene voliciones, ni la libertad es libre. Es el agente quien tiene esas facultades. Es el hombre quien entiende, quiere y es libre. Estoy de acuerdo con Locke, pero cuidado, que la operación no resulta tan aséptica como pretende presentarla. (Recomiendo, siempre que se traten estos temas dentro de lo que genéri­camente podemos denominar «liberalismo», una exquisita desconfianza.) Es cierto que la libertad permanece ligada a la acción ante la que se define, pero no es menos cierto, según el mismo Locke, que la libertad del hombre vendrá dada en la medida en que pueda «por dirección o elección de su mente» preferir un acto u otro, o lo que es lo mis-

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mo, soy libre en la medida en que pueda actuar o no actuar en función de mi elección y no en función de que pueda hacer una cosa o su contraria. Acabamos de poner las esposas al sujeto de responsabilidades; o bien le hacemos responsable por su libertad física, o bien por su elección.

El muestrario de elementos constitutivos de la activi­dad humana que Locke nos presenta, funciona lubri­cado por un elemento común a todos los hombres, el deseo, y con una meta también común, la felicidad. «Si además se pregunta ¿qué es lo que mueve el deseo?, con­testaré que solamente es la felicidad». La búsqueda de la verdadera felicidad se convierte en meta única de nuestros deseos, pero la felicidad entendida como búsqueda del placer y evitación del dolor tal como son sentidos por la mente humana. Felicidad sensual y temporal, distinta de la «felicidad eterna». Es el motor del deseo y lo «que busca todo el mundo de una manera constante, y todos los hombres persiguen lo que puede producirla».

A partir del grado mínimo de felicidad, representado por la evitación del dolor presente, podemos contemplar tantos grados de felicidad como posibilidades de sentir placer podamos concebir. La razón será la encargada de dilucidar esta jerarquización que, por consiguiente, no se presenta de forma natural y univoca. Y una última pun- tualización antes de llegar a una curiosa conclusión: «Éste es el eje sobre el que gira la libertad de los seres intelec­tuales en su constante búsqueda de la felicidad verdadera; es decir, el hecho de que puedan suspender esa búsqueda en los casos particulares, hasta no haber mirado más adelante y haberse informado a si mismos sobre si esa cosa particular que Ies es impuesta en un momento de­terminado es deseada por ellos o está en el camino de su meta principal, y si verdaderamente es una parte del bien mayor que intenta obtener» (40). Precisamente esta ca­pacidad de poder usar la razón más o menos correcta-

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mente en busca de ia felicidad servirá para imponer una descalificación a los hombres que no lo hagan. Servirá para jerarquizarlos, desde no sabemos qué instancias, y determinar quién tiene derecho a la autodeterminación y quién no. Voto censitario, colonialismo y esclavitud quedarán justificados desde esta perspectiva.

5. El sujeto jurídico

El resultado último de todo el proceso a que estamos asistiendo será la determinación del individuo como sujeto jurídico. El hombre ya no tiene que desarrollar su «na­turaleza», ni que obedecer a su «conciencia», y tampoco le basta con estar dotado de razón, ya que ésta no fun­ciona como piloto automático. Ha de hacer un uso recto de esta facultad, lo que significa buscar las «leyes natu­rales», su nuevo marco de reconocimiento, con las que, a partir de ahora, ha de estar de acuerdo para alcanzar la felicidad, ley fundamental. Justamente la determinación de la identidad personal, de la que hemos estado hablan­do, encuentra su locus en la consideración que del estado natural hace Locke. El hombre creado por Dios aparece inscrito en la Naturaleza. Todas sus criaturas están so­metidas a la bondad de sus leyes. Una sola, el hombre, tiene la posibilidad de aceptarlas o no, jugándose en ello su felicidad. Para que el empeño no fuera inútil, la bene­volencia divina le dotó de razón con la que pudiera bus­carlas y crear otras nuevas para mejor servirlas. Determi­nar el estado natural del hombre equivale, asi, a averi­guar el conjunto de leyes por el que debe regirse.

El estado natural es, en un principio, un momento ideal de paz, libertad e igualdad, en clara contraposición

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a la caracterización que del mismo hiciera Hobbes como estado de guerra. El equilibrio es posible gracias a que una serie de leyes no son transgredidas. La primera será la que nos impide autodestruirnos o el destruir a los de­más, pues al haber sido creados con idénticas facultades, hace suponer que no es posible la subordinación natural, siendo, como son, los hombres iguales por naturaleza. Pero para que esa paz y conservación sean posibles des­cubrimos una segunda e importante ley: la necesidad que todos los hombres tienen, como medida para preser­var la especie humana, de perseguir y castigar a los trans- gresores del primer principio. Implícito reconocimiento de la posibilidad de la agresividad humana en el mismo esta­do natural, pero para marcar diferencias con Hobbes, nos advierte que el estado de guerra no es consustancial con el estado natural. La ausencia de autoridad no nece­sariamente tiene que producir un enfrentamiento genera­lizado.

Dios entregó la tierra a los humanos para que la dis­frutaran y la explotaran, colocó en ella la cantidad de cosas necesarias para nuestro desarrollo y supervivencia, y nos dotó de razón para su apropiación y disfrute. De todas ellas, unas pueden usarse en común y otras nos pertenecen. Lo que hace que las cosas pasen a ser pa­trimonio de una sola persona es el trabajo; por medio del cual el individuo transforma el objeto común en privado. La diferencia entre la manzana en el árbol y la manzana cogida estriba en que ésta tiene una cantidad de trabajo incorporado y aquélla no. Aquí reside el origen de la pro­piedad privada en forma de ley natural. «El trabajo puso un sello que lo diferenció del común. El trabajo agregó a esos productos algo más de lo que había puesto la Na­turaleza, madre común de todos, y, de ese modo, pasaron a pertenecerle particularmente» (41). El trabajo como marca de la propiedad y, a la vez, como origen de su

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futuro valor. Pero la misma ley que da origen al derecho a la propiedad, también fija sus limites, cosa que pronto olvidó Locke en favor de una posible acumulación des­medida, según lo cual «el hombre puede apropiarse las cosas por su trabajo en la medida exacta en que le es posible utilizarlas con provecho antes de que se echen a perder», a la vez que debe dejar lo suficiente para que su vecino pueda ejercer el mismo derecho.

La justificación de la aparición del dinero dentro del proceso natural va a hacer que los limites a que hemos hecho referencia no tengan ningún valor. «Así fue como se introdujo el empleo del dinero, es decir, de alguna cosa duradera que los hombres podían conservar sin que se echase a perder, y que los hombres, por mutuo acuerdo, aceptarían a cambio de artículos verdaderamente útiles para la vida y de condición perecedera» (42). De la si­tuación en que debía sobrar de todo, tiempo de abundan­cia —estado primitivo—, se pasó, sin más justificación, al tiempo de penuria —sociedad mercantilista—, momento en el que, paradójicamente, el hombre comienza a guiarse por el deseo de acaparar. Y lo más curioso es que todo el proceso se presenta como natural. Parecería, por todo ello, que la propiedad es una consecuencia de la libertad natural. Pero siguiendo a Polin podemos afirmar que «la libertad es defendida para garantizar la propiedad y no la propiedad para garantizar la libertad» (43), y recal­car con Macpherson: «En suma, Locke hizo lo que tenia que hacer. Partiendo del supuesto tradicional de que la tierra y sus frutos habian sido originalmente entregados a la humanidad para su uso común, dio la vuelta a cuan­tos derivaban de este supuesto teorías restrictivas de la apropiación capitalista. Minó la descalificación moral con que hasta entonces se había visto lastrada la apropia­ción capitalista ilimitada. Aunque sólo hubiera hecho esto, su hazaña tendría que calificarse de considerable, pero

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todavía hizo más. Justificó también, como naturales, una diferencia de clases en derechos y racionalidad, y al hacerlo proprocionó una base moral política a la sociedad capita­lista» (44).

Entre los privilegios y derechos de que goza el hombre en estado natural se encuentra la libre disposición que de los mismos puede hacer. La persona que vimos determi­naba la «identidad personal» reaparece aquí, casi de im­proviso, para formar parte de los bienes de «libre dispo­sición». Dada esta disponibilidad y libertad, el hombre puede renunciar a ejercer su derecho o cederlo a la comu­nidad. Cuando la cesión la llevan a cabo todos y cada uno de sus miembros, entonces, y sólo entonces, dejan el esta­do natural y se constituyen en sociedad política civil. Origen natural de los poderes legislativo y ejecutivo. La creación de la sociedad no es gratuita, tiene como finali­dad el asegurar los derechos naturales que sin ella pueden estar en peligro, y entre éstos destaca la propiedad priva­da, hasta el punto de declarar Locke que es finalidad principal. Por fin hemos perdido la voluntad divina como horizonte guia de la organización social, pero en su lugar nos encontramos con la propiedad privada.

«Si el hombre es tan libre como hemos explicado en el estado de Naturaleza, si es señor absoluto de su propia persona y de sus bienes, igual al hombre más alto y libre de toda sujeción, ¿por qué razón va a renunciar a esa li­bertad, a ese poder supremo para someterse al gobierno y a la autoridad de otro poder?» (45). Locke formula en voz alta la pregunta que, desde el primer momento, nos hemos estado haciendo. El presupuesto será el mismo que nos daba Hobbes: la situación de igualdad en que se encuen­tran los hombres y el no respetar los mandatos naturales de equidad, configuran una situación de inseguridad y de miedo a ser atropellados. Pero para Hobbes era el miedo a perder la propia vida lo que nos abocaba a la necesidad

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de la sociedad, para Locke es «el propósito de unirse para salvaguardia de sus vidas, libertades y tierras, todo lo cual incluyo dentro del nombre genérico de bienes o pro­piedades» (46). Sin duda la diferencia cualitativa es impor­tante. Hay un desplazamiento de lo puramente antropoló­gico a la consideración del hombre como propietario. «Te­nemos, pues, que la finalidad máxima y principal que bus­can los hombres al reunirse en Estados o comunidades, sometiéndose a un gobierno, es la salvaguardia de sus bie­nes; esa salvaguardia es muy incompleta en el estado de Naturaleza». Las leyes naturales con naturalidad, valga la redundancia, nos han llevado a la fijación del hombre co­mo «propietario».

Todo el sistema de sujeción del sujeto pivota, pues, sobre la ley natural. Viejo problema que centraba las ener­gías de políticos y filósofos de distinto signo, y que había preocupado a Locke desde su juventud. En una cosa esta­ban de acuerdo unos y otros, en su importancia para la conducta humana. Según se considere que su origen pro­viene de que fueron impresas por Dios en el corazón humano, innatismo, o se considere que son mandatos de la naturaleza que la razón debe y puede encontrar, tendremos una concepción del hombre como «subjectum» o como «sujeto» En el primer caso será su naturaleza- conciencia la que determine, en el segundo las leyes natu­rales y positivas fijarán su marco objetivo de recono­cimiento.

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V. Hume

«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo a un rasguño de sus dedos».

Treatise

El proyecto de Hume consistió en «sustituir una psico­logía del espíritu por una psicología de los afectos», por lo que debemos considerarlo como un «moralista, un so­ciólogo, antes de ser un psicólogo: el Treatise ha de mos­trar que las dos formas bajo las cuales el espíritu es afec­tado son, esencialmente, lo pasional y lo social» (1). En efecto, su proyecto ha de ser considerado desde el L. III (De la moral), porque es entonces cuando encontramos la clave de bóveda de todo el sistema: suministrar la base psicológica necesaria para la construcción de la filosofía moral, social y política (2). Esta finalidad constructiva del método es la fundamental, y no la destructiva (escepticismo negativo), a la que, según yo creo, confirió tareas prope­déuticas. Según esto, opondremos firme resistencia al intento de reducir la filosofía de Hume a psicología como intentan K. Smith y J. Passmore (3).

El intento de introducir el método experimental en las cuestiones morales le lleva, en un primer momento, a en­frentarse con las «malas metafísicas» ingeniadas para ex­plicar la causalidad. Momento destructivo del sistema en el que se han basado la mayor parte de los que afirman

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que su filosofía no va más allá de un Psicologismo (Flew, Ayer). En un segundo momento encontramos al Hume ilustrado, «adorador de la naturaleza» al que los instintos le arrastran a admitir la realidad de las cosas (4); el Hume que otorga a la lógica tanto la función de explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonar y la naturaleza de nuestras ideas, como la de fundamentar la construcción de la moral y la política como ciencias basadas en la naturaleza humana (S), momento constructivo.

1. Una ciencia del hombre

Inmediatamente después de constatar el descrédito de la filosofía debido a las frecuentes luchas entre filósofos y es­cuelas, Hume, con fina ironia, se propone una tarea menos profunda, aunque no por ello menos importante. «Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que, aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta, re­gresan inmediatamente a ella por una u otra via. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos (...) En vez de conquistar de cuando en cuando un castillo o una aldea en la frontera, marchemos directamente hacia la capital o centro de estas ciencias; hacia la naturaleza humana mis­ma; ya que una vez dueños de ésta, podremos esperar una fácil victoria en todas partes» (6). Construir una ciencia del hombre que, no obstante los esfuerzos de Hobbes y Locke, él considera pendiente. Una ciencia del hombre como único fundamento sólido de las demás ciencias. «Y como la ciencia del hombre es la única fundamentación

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sólida que podemos dar a esa misma ciencia, deberá estar en la experiencia y en la observación» (7). La influencia de Newton sobre este joven escocés de veintitrés años, retira­do en La Fléche, es evidente (8).

Afirmar la posibilidad de una ciencia del hombre, que puede construirse por medio de la experiencia y la obser­vación, supone partir, de al menos, dos principios: la exis­tencia de una naturaleza humana capaz de ser observada, como afirma O. Brunet («Philosophie et Esthetique chez Hobbes»), y la de unos principios universales capaces de ser conocidos por el método experimental, como afirma Ch. J. Berry («Hume, Hegel and Human Nature»). Natu­raleza y principios que muestran al entendimiento humano su constancia y regularidad a través de sus manifestacio­nes (fenomenismo), sin que ello dé pie a pensar en un sus- tancialismo (9). Detenerse en la regularidad de las mani­festaciones, y hacer de ella el punto de partida del cono­cimiento, no era novedoso en aquel tiempo; Hobbes, Holbach, Montesquieu, Helvetius, Voltaire, también lo hacían.

Hume lleva a cabo el proyecto en tres fases a lo largo del «Treatise». L.I, anatpmfa de la lógica en su doble sen­tido destructivo/constructivo; L.I1, anatomía de las pasio­nes que, a mi entender, mantiene prioridad sobre la ante­rior; L.11I. («De la moral»), donde encontramos la clave de bóveda de toda la obra. Los libros I. y II. («Del enten­dimiento» y «De las pasiones») configuran lo que él llama «anatomía de la naturaleza humana».

Para Hume la naturaleza humana está compuesta por dos sistemas, el entendimiento y las pasiones, y para poder llegar a conocer su funcionamiento, el medio más seguro nos lo proporcionará la técnica anatómica. Los «mínima» del sistema son las percepciones, que en «Treatise» se convertirán en «impresiones» e «ideas». El resultado de esta primera fase le proporcionará la base para fundamen-

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tar la moral y la política, donde encontrarán su verdadero sentido y configuración tanto las investigaciones anteriores como los objetos de investigación. ¿La razón? pues por­que, como muy bien ha visto G. Oeleuze, es en el tejido so­cial donde se realiza y donde únicamente podemos encon­trar la naturaleza humana. Sólo en la sociedad se encuen­tra el verdadero sentido de las pasiones, más aún, incluso el del mismo entendimiento. Si podemos afirmar, como lo hacemos, que en Hume pasiones y sociedad se implican mutuamente, con las mismas pautas de lectura, no menos social que las pasiones me parece el entendimiento. Uno y otros, elementos configurantes de la ciencia del hombre, serán, por lo mismo, elementos originarios de la sociedad. Mediante el entendimiento socializamos las pasiones y nuestras creencias son integradas en el tejido social.

Contra Aristóteles, y siguiendo a Hobbes, Hume cree que el hombre no es social por naturaleza. Cierto que la sociedad es el medio más seguro para alcanzar el fin al que tienden nuestros instintos, pero esa sociedad es obra de un entendimiento calculador. Razón tiene Hume para pensar que, dada esta situación, la naturaleza ha sido poco generosa con la raza humana. «De todos los animales que pueblan el globo, no existe otro con quien la naturaleza haya parecido más cruel, a primera vista, que con el hom­bre, dadas las innumerables carencias y necesidades de que la naturaleza le ha provisto y los limitados medios que le proporciona para la satisfacción de esas necesidades». En el resto de los animales la relación necesidad-medio de satisfacción es mucho más simple y rápida que en el hom­bre. La ventaja del hombre es que puede construir socie­dades para remediar esas carencias.

Pero, un somero examen de dicha organización social nos muestra que son necesarios una serie de principios y leyes para su funcionamiento. Y si nos tomamos la moles­tia de considerarlos detenidamente, veremos que «dado

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que el número de nuestros deberes es de algún modo infi­nito, resulta imposible que nuestros instintos originales se extiendan a cada uno de ellos, y que desde nuestra primera infancia hayan imprimido en la mente humana toda esa mul­titud de preceptos contenidos en el más completo sistema ¿tico» (10). Ni tan siquiera podemos encontrar el más elemental, el amor a los demás. «En general, puede afir­marse que en la mente de los hombres no existe pasión tal como el amor a la humanidad, considerada simplemente como tal y con independencia de las cualidades de las per­sonas, de los favores que nos hagan o de la relación que tengan con nosotros» (11).

El salto es posible porque el hombre es una «especie inventiva» y en esto reside su superioridad. Su capacidad de crear artificialidad le posibilita el construir esquemas (la moral, la justicia, la sociedad) en función de los cuales sus posibilidades de satisfacción y seguridad se multipli­can. Sólo es capaz de reconducir las pasiones haciendo que queden sometidas al entendimiento. «Ya no se trata de superación, sino de integración (...), la pasión y el enten­dimiento se presentan, en cierto sentido que queda por precisar, como partes distintas; pero en si, el entendi­miento no es más que el movimiento de la pasión que deviene social» (12). Y en esto consistirá la «ciencia del hombre», en ver con qué elementos actúa y cómo lleva a término esa interacción entre entendimiento y pasiones en la sociedad.

A) El método experimental

El subtitulo del «Treatise» es todo un anagrama pro­gramático, «Un intento de introducir el método de razo­nar experimental en el sujeto moral». Este método presu­pone, al igual que sucedía en Newton, a) simplicidad y

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constancia en ei mundo humano, b) unos principios natu­rales con los que opera la inteligencia para ajustarse al medio, y c) la posibilidad de descubrir conexiones que den razón de los acontecimientos. «Es, cuando menos, un in­tento que merece la pena, ver si la ciencia del hombre admite la misma precisión de la que varías partes de la fi­losofía natural son susceptibles. Parece que hay razones de sobra para imaginar que esta ciencia puede ser condu­cida al máximo grado de exactitud. Si, examinando diver­sos fenómenos encontramos que éstos se resuelven en un principio común, y podemos engarzar este principio en otro, llegaremos por fin a esos pocos principios simples de los que todos los demás dependen» (13). Y la base sobre la que intentará edificarla será el instinto (14).

Aún reconociendo que la consideración psicológica que del instinto hicieron Shaftesbury y Hútcheson representó la base de sus teorías, hemos de apuntar que, respecto al método, Hútcheson fue el nexo entre Newton y Hume. (13). Para ser fíeles a su pensamiento deberíamos llamarlo anatómico-experimental. Lo distingue del de la «mala filo­sofía», del del artista y del de la filosofía fácil, como se­ñala en el «Enquiry», «la fama de Cicerón florece en la actualidad, pero la de Aristóteles está totalmente en deca­dencia. La Bruyére cruza los mares y aún conserva su reputación, pero la gloria de Malebranche se limita a su propia nación y a su época. Y Adison será leído con placer cuando Locke esté totalmente olvidado». No obstante esta afirmación, la primera parte del método, la anatomía, tiene en Malebranche y Locke, junto con Hobbes, sus cla­ros antecesores. Y no menos importante me parece la in­fluencia del método resolución/composición de la escuela de Padua.

Por la descripción anatómica, el entendimiento y la in­trospección de las pasiones son consideradas como un to­do evaluable, capaz de ser desmenuzado y reducido a sus

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«mínima», las percepciones. En este primer momento el método es analítico y ahistórico, pero no agota la realidad de la naturaleza humana. Para encontrar los principios generales por los que se conduce esta naturaleza hemos de recurrir al método experimental, segundo nivel, al igual que sucede en la ciencia de la naturaleza. «No es una re­flexión lo que causa asombro al considerar que la aplica­ción de la filosofía experimental a los asuntos morales deba venir después de su aplicación a los problemas de la naturaleza» nos dice Hume. En efecto, pero en este caso la experimentación debe llevarse a cabo en la historia con­siderada tanto diacrónica como sincrónicamente. «Me pa­rece evidente que, al ser la esencia de la mente tan desco­nocida para nosotros como la de los cuerpos externos, igualmente debe ser imposible que nos formemos noción alguna de sus capacidades y cualidades sino mediante ex­perimentos cuidadosos y exactos, asi como por la obser­vación de los efectos particulares que. resulten de sus cir­cunstancias y situaciones» (16); y pocas líneas después: «En esta ciencia, por consiguiente, debemos espigar nues­tros experimentos a partir de una observación cuidadosa de la vida humana tomándola tal como aparece en el curso normal de la vida diaria y según el trato mutuo de los hombres en sociedad, en sus ocupaciones y placeres» (17). Estos dos niveles del método coinciden con la divi­sión de contenidos que Hume hace en la «ciencia del hombre», a) el lógico-psicológico y b) el moral y po­lítico.

Cabe preguntarse ahora si Hume logró sus propósitos; si nivel anatómico y nivel experimental pueden ser relacio­nados. Al margen de la valoración negativa que hiciera de su obra de juventud, ya en el «Treatise» podemos encon­trar muestras de sus dudas respecto a la bondad del méto­do. Al final de su aplicación a la lógica nos advierte: «da­da la miscelánea en que ha consistido nuestro método de

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razonamiento, nos hemos visto llevados a varios puntos que ilustrarán o confirmarán alguna parte anterior de este discurso, o prepararán el camino de nuestras afirmaciones futuras. Ahora es el momento de volver a examinar con mayor atención nuestro asunto y de proceder a la exacta anatomia de la naturaleza humana, una vez que hemos explicado con todo detalle la naturaleza de nuestro juicio y entendimiento» (18). Vacilación en la primera parte y esperanza de que en las pasiones si hemos de encontrar la exacta naturaleza humana.

La anatomía del entendimiento y las pasiones mostra­rán que a ambos les son comunes una serie de principios que explican su finalidad, y que, por otra parte, sólo operan en la sociedad y en la historia. Aquí, aunque sigue manteniendo la tensión metodológica newtoniana (19), la naturaleza de la experimentación desvirtuará, en parte, los resultados finales. Tampoco la anatomía puede añadir más. La seguridad científica de la filosofía se reduce a una decisión de pragmatismo estético-existencial muy propia de la Ilustración. «Hablando en general, los errores en materia de religión son peligrosos; los de la filosofía, so­lamente ridículos (...) Desde luego, yo no pretendo con­vertir en filósofos a tales personas, ni espero que me ayu­den en estas investigaciones o que escuchen estos descu­brimientos. Estas personas harán muy bien continuando en su situación actual» (20).

2. Sujeto activo

«En términos generales, cabe decir que el problema del yo es el problema central en todo pensamiento maduro, al menos desde Descartes a Husserl (...) Concretamente, para entender el planteamiento humeano del yo, se hace preciso tener presente de modo primario a Descartes y a

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Locke. A Descartes, porque contra su sustancialismo del yo y contra la intuición inmediata de su realidad esencial va a polemizar Hume. A Locke, porque, siendo básica­mente el autor del «Ensayo» un continuador de Descartes en este punto, va a sembrar el camino de minas que Hume va a hacer estallar» (21). Y es así, porque, en el fondo, la apuesta radica en una nueva concepción del sujeto. De reconocerse como centro operativo, «subjectum», en co­munidad intima consigo mismo, a reconocerse en la acti­vidad, sujetado. Del sujeto justificado por una trascen­dencia, al sujeto justificado por los órdenes pasional, moral, político, y, desde ahí, replantearse, por ello, el valor y la finalidad de las pasiones, la moral, la sociedad y el estado.

Hume, en efecto, hará estallar las minas que Hobbes y, sobre todo, Locke habían colocado en el camino, al llevar a buen término , el intento más radical de desligar el tema del sujeto de la metafísica sustancialista, marco que, durante siglos, se había considerado su lugar natural. El sujeto activo sólo puede reconocerse, tener conciencia de si, en su actividad; como sujeto pasional, jurídico, consciente, enfermo, moral, etc. Las redes de aprehensión, normas morales, jurídicas, categorías de ciudadano, de clase, de «normal», servirán tanto para su reconocimiento, como para reconocer a los otros sujetos. Todo un movi­miento organizado, como lo ve G. Deleuze: «El ser sujeto se define por un movimiento y como un movimiento, mo­vimiento de desarrollarse a si mismo. Lo que se desarrolla es sujeto» (22). Sujeto-activo que es creador e inventor; que se aprehende en su actividad y no intuitivamente en su soledad. «El espíritu se capta al mismo tiempo como un Yo porque es calificado» (23). Paso de un sujeto-subjec- tum a un sujeto-activo, que se reconoce en su actividad, y que es una necesidad del nuevo orden socio-cultural.

Si el dar razón de la realidad de una época es la fun-

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ción más importante y propia de !a filosofía, como señala Sartre en «Cuestiones de método», el tema de la identidad personal se erige, por méritos propios, como nuclearizador de la problemática antropológica del momento. Hume re­coge el guante, pero su preocupación por la identidad per­sonal no sólo va a ser punto de partida para la considera­ción del sujeto, sino que también figurará como pieza fundamental de su fenomenismo *y como ariete contra la metafísica. S.Rábade considera que para el nuevo escep­ticismo, «el fenomenismo del yo personal no es una simple aplicación más del fenomenismo de Hume; al contrario, pensamos que es su piedra de toque» (23). Y M. Malherbe: «Hume definió un escepticismo nuevo, en una crítica totali­zante de la filosofía, centrado en el problema de la identi­dad» (24). No es correcto, pues, como frecuentemente se suele hacer, despachar el tema de la identidad personal como una parte más de su crítica a la «mala filosofía». «Desde esta perspectiva debemos acercarnos al estudio de la solución fenomenista al problema del yo personal: es­tamos ante la instancia definitiva del sistema epistemológi­co. No se trata simplemente de un ejemplo más de una teoría fenomenista, sino de llegar al último fundamento de ese fenomenismo» (Rábade).

En esta nueva singladura, a la que antes hicimos referen­cia, lo importante es saber dónde estamos, algo que sólo es posible si adecuamos nuestra situación a los referentes que nos rodean, y a dónde vamos, cosa que sólo una mirada atenta y crítica sobre la realidad puede descubrir. Que navegamos es una verdad de hecho incuestionable. En palabras de Deleuze, «esencialmente, el empirismo no plantea el problema del origen del espíritu; plantea el pro­blema de la constitución del sujeto» (25). Nuestro filósofo no es ajeno ni al cambio, ni a la importancia del mismo. «Es cierto que no hay problema en filosofía más abstruso que el concerniente a la identidad personal y a la natura-

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leza del principio de unión constitutivo de una persona. Asi, lejos de ser capaces de determinar simplemente en jun­ción de nuestros sentidos esta cuestión, tendremos que re­currir a la más profunda metafísica para darle respuesta satisfactoria, pues es evidente que, en la vida corriente es­tas ideas del yo y de persona no están en ningún caso muy definidas ni determinadas. Es absurdo, entonces, imaginar que los sentidos puedan distinguir en ningún momento entre nosotros mismos y los objetos externos» (26). Creo que sus aciertos superaron, con mucho, la visión pesimista que nos presenta el Appendix: «Sin embargo, al revisar con mayor rigor la sección dedicada a la identi­dad personal, me he visto envuelto en tal laberinto, que de­bo confesar que no sé cómo corregir mis anteriores opinio­nes, ni cómo hacerlas consistentes» (27). Posiblemente la humedad filosófica no había alcanzado el grado necesario para hacer germinar tan importante semilla.

3. La doble lectura de la identidad

En el «Analytical Index» que del «Treatise» hizo Sel- dy-Bigge (28), la identidad aparece encuadrada en cuatro secciones que hacen referencia a otras tantas partes de los libros I y II y del Appendix. Las tres primeras dedicadas al problema en general, tal como aparece a lo largo de L.I., y la última dividida en dos partes, «identidad personal» en el L.I. y Appendix, e «identidad personal» en el L.ll. Creo que habria que añadir la breve referencia que Hume hace al alma en el «Abstrae».

Si constreñimos el tema de la identidad personal a es­tos textos, y los leemos con mirada puramente analítica, tendremos que estar de acuerdo con T. Panelhum, critica a la coherencia del tema por fluctuar sobre una serie de

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equivocaciones, y con L. Asheley y M. Stack, una cons­trucción lógica basada en una creencia o en un sentimien­to instantáneo (identidad perfecta-imperfecta) (29). Estas lecturas no son unas lecturas posibles, son una parte de la «lectura total» del texto humeano. La mirada analitica pierde el sujeto y, con él, la dinamiddad a que hacia re­ferencia Deleuze, o la importancia de la memoria como señala J.L.Biro (30), o el tener en cuenta la intención de Hume que no se agota en ser un «escéptico-radical-que-se- autodestruye-y-contradice-a-si-mismo» como señala F. Duque (31), o el considerar la distinción entre la «identi­dad formal» —crítica a uno de los fundamentos de la filo­sofía racionalista ya que «no es posible explicar casual­mente el sentimiento de la identidad personal»— y la «identidad material» —que abre el camino de un nuevo escepticismo con claras repercusiones en nuestros dias—, como señala M. Malherbe. (32). Y con palabras del mismo Hume: «El que se tome la molestia de refutar las sutilezas de este escepticismo total en realidad ha disputado en el vacío, sin antagonista, y se ha esforzado por establecer con argumentos una facultad que ya de antemano ha im­plantado la naturaleza en la mente y convertido en algo insuperable». Lo dicho, que navegamos es algo indu­bitable.

Es normal ver utilizar los textos que a continuación transcribimos como signo de las vacilaciones de Hume al tratar el tema del yo. «Algunos filósofos se figuran que lo que llamamos nuestro yo es algo de lo que en todo mo­mento somos íntimamente conscientes; (...) Pero, dejando a un lado a algunos metafisicos de esta clase, puedo aven­turarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes que se suceden entre si con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento» (L.I.lV.vi.) y «Es absolutamente imposible que estas posiciones vayan más

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allá del yo o persona individual de cuyas acciones y sen­timientos es íntimamente consciente cada uno de noso­tros» (L.II.I.V). En principio, hemos de mostrarnos rea­cios a aceptar cualquier interpretación que descalifique a uno de ellos, si pensamos, como pensamos, que no es un- problema de incoherencia de Hume, sino un acto de noble­za escéptica. Afirmar que es típico del pragmatismo inglés el dejar los problemas cuando no se encuentra solución, es otra posibilidad. Pero también podemos pensar que bajo ese pragmatismo subyace una postura ética, la de no apostar más allá de las propias posibilidades.

Las primeras lineas del «Treatise» fijan el principio de análisis reduccionista que aplicará en la anatomía del enten­dimiento. «Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos clases distintas, que denominaremos IMPRESIONES e IDEAS» y «todas nuestras ideas sim­ples, en su primera posición se derivan de impresiones sim­ples a las que corresponden y representan exactamente». Con estas herramientas llevará a cabo su prolijo análisis de las ideas; su génesis, el uso que de ellas hace el enten­dimiento, lo que le lleva a elaborar el conocimiento, su relación con la verdad y el carácter de la probabilidad. Pero cuando el proceso parecía acabado, en la Parte IV, «Del escepticismo y otros sistemas de la filosofía», dedica toda una sección, la VI, a la idea de la identidad perso­nal. ¿Qué pudo mover a Hume a no exponer tan impor­tante cuadro en la misma galería que el resto?.

Tres razones podrían justificar tan importante olvido. Razones de sincronía socio-cultural. Como él mismo seña­la, el tema era de visisima actualidad; Locke, Berkeley, Butler, Collins (33), entre otros muchos, son una buena muestra. Razones epistemológicas. La identidad personal no es una identidad más. Como ya señalamos, aquí está en juego el ser o no ser del escepticismo (34) y el nuevo

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concepto dei sujeto (35). Razones filosóficas. Ataque fron­tal al intuicionismo cartesiano y a las posturas, posible­mente no tan ambiguas, de Locke. Resta señalar, antes de comenzar con el texto, algo que me parece importante: todo L.I. se mueve en el plano epistemológico, no en el ontológico.

Aplicando los principios reduccionistas a que antes ha­cíamos referencia, la conclusión sobre la naturaleza del yo es clara y contundente: «un haz o colección de percep­ciones que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento». Para caminar con precaución es necesario tener en cuenta que la nega­ción del carácter sustancialista del «yo personal» no va más allá de la constatación de la imposibilidad de afirmar su existencia por medio de la razón, «a la manera como algunos filósofos se figuran que lo que llamamos nuestro Yo es algo de lo que somos intimamente conscientes; que sentimos su existencia, y su continuidad en la existencia, y que, más allá de la evidencia de una demostración, sabemos con certeza de su perfecta identidad y simplici­dad» (36). Unir este texto con las afirmaciones vacilantes del «Appendix» y sacar la conclusión de que en Hume se da incoherencia o que abandonó su primera postura, como hacen K. Smith, J. Passmore y Capaldi (37), me parece un tanto arriesgado.

El L.I. es, en sí mismo, un todo coherente, a la vez que funciona como pieza fundamental del sistema. Fija los limites de control de la razón, que, por otra parte, no agota nuestro conocimiento, ni nuestras ideas, ni nuestra capacidad de juicio. «Hay que agradecer a la naturaleza, pues, que rompa a tiempo la fuerza de todos los argu­mentos escépticos, evitando asi que tengan un influjo considerable sobre el entendimiento (...). La naturaleza no ha dejado a este respecto opción alguna, pensando sin duda que se trataba de un asunto demasiado impor­

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tante para confiarlo a nuestros inseguros razonamientos y especulaciones» (38). Queda claro que se está negando la perspectiva racionalista como medio de aprehensión del yo, a la vez que se afirma la existencia de otras, de las que aún nada se dice.

Sentadas estas afirmaciones, nos invita, a continua­ción, a hacer un recorrido por las diferentes predicaciones que del concepto sustancia hacemos, al igual que, en su momento, había hecho Locke. La primera conclusión a que podemos llegar es que, lo que llamamos «idea de identidad o mismidad» es una fijación de la imaginación basada en la relación de semejanza. «Así, para suprimir la discontinuidad fingimos la existencia continua de las percepciones de nuestros sentidos; y llegamos a la noción de alma, yo o sustancia para enmascarar la variación» (39). Pero, «no se limita nuestro error a la expresión, sino que viene comúnmente acompañado por una ficción, bien de algo invariable y continuo, bien de algo misterioso e inex­plicable; o, al menos, la acompaña una inclinación a tales ficciones». Ficción de unidad que se mantiene en la diver­sidad, pero que no proviene de la experiencia, pues no hay ninguna percepción que la acompañe.

Cabe aquí hacer una puntualización aclaratoria que deberá acompañarnos el resto del recorrido. Distinguir entre: «identidad material», que se produce por la simple fusión de impresiones sucesivas; memoria e imaginación nos llevan a ella de forma suave; «Es en base a esta per­cepción continuada por lo que la mente asigna al objeto una continua existencia e identidad» (40), e «identidad formal», por la que confirmamos la existencia de esa unidad (objeto) o la génesis de la identidad personal (su­jeto). A esta segunda es a la que se refiere Hume cuando afirma que «no es simplemente una disputa de palabras». Esta distinción, que está latente a lo largo de todo el tex­to, producida por la imaginación, es, precisamente, la que

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no podrá superar el fenomenismo humeano. La solución quedará reservada a la fundón de la imaginadón tras­cendental kantiana.

Hume va desgranando las razones por las que se pro­duce esta ficción de la mente; continuidad, organización para un fin, simpatía, identidad numérica, identidad es­pecífica. En ninguno de estos casos se da una superación de la diversidad. La identidad tampoco aparece como una propiedad de las cosas. «El espíritu separa la aparición de una percepción de su existencia, atribuye a la primera la diferencia, a la segunda la identidad» (41). Tampoco la produce la razón. Procede de la imaginación a partir de los principios de asociación. La «identidad material», pues, no pertenece a lo inmediatamente dado, seria la conclusión del escepticismo radical, gnoseológico (42). «Asi pues, en suma, nuestra razón no nos da, ni le sería posible darnos bajo ningún supuesto, seguridad alguna de la existencia distinta y continua de los cuerpos» (43). Aho­ra bien, esa supuesta «identidad material» la utilizamos como válida y juega un rol fundamental en el proceso social, en la comunicación. Esta segunda lectura es la que nos muestra la génesis de las ideas de identidad que ma­nejamos en el discurso diario, escepticismo moderado. Recordando las palabras de F. Duque y M. Malherbe, estamos ante el momento originario de la filosofía con­temporánea: la separación entre lo inmediatamente dado y el discurso de la representación. Inmediatamente después de la afirmación de la imposibilidad de la razón de apor­tarnos pruebas sobre la identidad, nos dice: «Estoy seguro de que, sea cual sea la opinión del lector en este preciso instante, dentro de una hora estará convencido de que hay un mundo externo y un mundo interno». También Deleuze resaltará esta doble función de la razón en Hume. «El hecho es que la razón no determina la práctica: es prácticamente, técnicamente, insuficiente. Sin duda, ella

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tiene influencia en la práctica informándola de la existen­cia de una cosa, objeto propio de una pasión, descu­briéndonos una conexión de causas y efectos, medio de una satisfacción».

a) Identidad personal

«Pasemos ahora a explicar la naturaleza de la identi­dad personal, tema que se ha convertido en tan gran problema en la filosofía, y en especial durante estos últi­mos años en Inglaterra» (44), pero, «Importa no olvidar esto: el problema del yo en Hume, tal como lo estamos exponiendo, se refiere a la simple consideración gnoseo- lógica del yo. Pero, en principio, esto no se puede trans­ferir sin más al yo moral: lo que epistemológicamente no es defendible puede ser moralmente necesario» (45). Hasta ahora hemos estado hablando de la identidad del objeto, ahora hablaremos de la identidad del sujeto. Aquí el paso de la «identidad material» a la «identidad formal» es prácticamente inevitable, por lo que nos veremos abo­cados a matizar las diferencias entre una Acción sustan- cialista estática (objeto) y una ficción sustancialista diná­mica (sujeto). Si en la primera la afirmación de la no preexistencia del espíritu a sus percepciones no presenta graves problemas, en la segunda su dinamismo nos pon­drá ante su función de síntesis. Semejanza y causalidad serán las relaciones, desechando la contigüidad, que nos sirvan para ver «cómo se produce este curso ininterrum­pido de nuestro pensamiento cuando consideramos la exis­tencia sucesiva de una mente o persona».

En la relación de semejanza la memoria es pieza clave. «Descubre» nuestra identidad al prolongar al pasado nues­tra cadena de percepciones, por lo que hace que no pensemos en términos de duración. «Contribuye» a pro­ducirla al posibilitar la constancia, en la relación de se­

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mejanza, entre las percepciones presentes que se producen separadas. Esta relación de semejanza facilita la idea de constancia del elemento receptor de las impresiones, cons­tancia que nunca sobrepasa la imagen del receptor como perceptor del acto (46). Ante la movilidad de las per­cepciones se mantiene una aparente constante receptiva aplicable tanto al' sujeto receptor como al resto de los sujetos. A pesar de lo dicho, la semejanza no es suficiente para proporcionarnos la idea de identidad personal. Es más, puede confundirnos como señala Hume con la me­táfora del teatro. No hay una realidad pasiva que en un momento determinado se ponga en marcha. «El lugar no es diferente de lo que pasa en él: la representación no está en un sujeto. Precisamente, la cuestión todavía se puede formular asi: ¿Cómo el espíritu deviene suje­to?» (47).

La relación causal completará la insuficiencia de la de semejanza. Debido a ella, la mente humana de ser «un haz o colección de percepciones diferentes», pasará a ser considerada «como un sistema de percepciones diferentes, o existencias diferentes unidas entre sí por la relación de causa y efecto, y que mutuamente se producen, des­truyen, influyen y modifican unas a otras» (48). Utilizar este texto como uno de los momentos en que Hume pa­rece insinuar la existencia de «un no sé qué» de la na­turaleza del de Locke, es seguir haciendo una lectura muy lineal. Si lo comparamos con el siguiente, es fácil seguir manteniendo la doble lectura que estamos intentando: «A este respecto, no puedo comparar el alma con nada mejor que con una república o estado en que los distintos miembros están unidos por lazos reciprocos de gobierno o subordinación, y que dan origen a otras personas, que propagan la misma república en los incesantes cambios de sus partes» (49). La analogía que nos propone, apunta el dinamismo como el momento creador del estado.

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N. Brett señala que aquí tenemos la afirmación más pre­cisa de la identidad mental como dinámica (SO). La trans­formación del espíritu (pasivo) en sujeto (activo) la pro­duce esa dinamicidad de la naturaleza humana y se lleva a cabo en la conducta moral y social. «Vista de este modo, nuestra identidad con respecto a las pasiones sirve para confirmar la identidad con respecto a la imaginación, al hacer que nuestras percepciones distantes se influyan unas a otras, y ai conferirnos un interés presente por nues­tros placeres y dolores, sean pasados o futuros» (SI). La identidad personal se convierte, asi, en el sujeto desus- tancializado, «el sujeto como instancia que, bajo el efecto de un principio de utilidad, persigue un fin, una inten­ción, organiza medios con miras a un fin y, bajo el efecto de principios de asociación, establece relaciones entre las ideas» (52). Un sujeto que se constituye en lo dado.

Aquella envidiable firmeza de Hume ante la crítica a los conceptos de causa y sustancia, desaparece al refe­rirse a la identidad personal. La razón, aparentemente, nos conduce al mismo puerto, pero donde antes encon­trábamos tranquilas aguas que nos proporcionaban bases seguras contra las pretensiones metafísicas, ahora encon­tramos encrespadas olas. La naturaleza se impone por medio de la creencia, y «aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico». Ni la razón ni la naturaleza ceden en sus posiciones, y esta perplejidad constituye la realidad humana, mejor aún, la naturaleza humana. Excelente vacuna contra el dogmatismo. Ahora podemos ver que el que no variara su posición en el Appendix, posiblemente fuera, no tanto la constatación de un problema irresoluble, cuanto la constatación de la realidad.

Encontramos en el Appendix dos matizaciones que, creo, apoyan mi interpretación. En primer lugar su alu-

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sión a la aniquilación del cuerpo, la muerte, como des­trucción del yo, como aniquilación que no es otra cosa que la extinción de la capacidad de percibir, de pérdida de la dinamicidad del ser existente. Desaparición, en de­finitiva, del sujeto activo en el que se resuelve lo que entendemos por identidad personal. En segundo lugar, la crítica que hace a la muy extendida creencia de que la identidad proviene de la conciencia entendida como una especie de sujeto pasivo de principio, que antecede a toda actividad. No hay tal cosa. Cuando la razón mira serenamente, una y otra vez no encuentra más que sus operaciones y percepciones. «¿Concebiréis alguna otra cosa allí que la mera percepción? ¿Tendréis alguna noción de yo o sustancial» nos dice. La conciencia «no es sino un pensamiento o percepción refleja». No hay un sujeto de la actividad, sino que «el sujeto se define por un mo­vimiento y como movimiento, movimiento de desarrollarse a si mismo. Lo que se desarrolla es sujeto» (53).

Percepciones, pensamientos, pasiones, actividad en suma, no son más que producto y lo único que podemos conocer. La función del escepticismo debe consistir, fun­damentalmente, en mostrar la imposibilidad de transgre­dir las ficciones de la mente, quitándoles todo su encanto al transformarlas en sustancias como pretendía la metafí­sica. «A una filosofía del fundamento, es preciso, pues, sustituirla por una ciencia empirica respetuosa de su ob­jeto: la imaginación en particular, la naturaleza humana en general» (54). Pero esa ciencia será una ciencia basada en las relaciones y no en las sustancias, por lo que la naturaleza humana ha de resolverse en el sujeto moral y político, en el sujeto de relaciones, relacionado.

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4. E l Yo de ¡as pasiones

Los principios que sirvieron para la anatomía del entendimiento serán los mismos con los que se llevará a cabo la de las pasiones. «Del mismo modo que las per­cepciones de la mente pueden dividirse en impresiones e ideas, también las impresiones admiten una ulterior divi­sión en originales y secundarias. (...) A la primera clase pertenecen todas las impresiones, de los sentidos, y todos los dolores y placeres corporales. A la segunda, las pa­siones y otras emociones» (55). Renunciando a una defini­ción más pormenorizada, Hume se centra en dos, «im­presiones simples y uniformes», el orgullo y la humani­dad. Una y otra tienen el mismo objeto, el yo. El si mismo, como objeto del orgullo y la humildad, pasa a ser una impresión y, como tal, tiene su raiz, ahora, no en el entendimiento sino en las pasiones. «Este objeto es el yo, o sea, una sucesión de ideas e impresiones rela­cionadas de que tenemos memoria y conciencia inti­ma» (56).

El cambio es notable. De «un haz de percepciones» hemos pasado a una «sucesión de ideas e impresiones de que tenemos conciencia intima». En nota a pie de página F. Duque advierte que Hume vuelve aquí al uso vulgar del término «yo», pero, como señala Capaldi, hay algo más que una comodidad de uso: se da todo un cam­bio del campo de investigación, y, con él, un cambio me­todológico. La distancia entre lo que piensa el vulgo y lo que piensa el filósofo se reduce y, por momentos, se anula, «cualquiera podria hacerse por si mismo una idea de ellos, sin riesgo de equivocarse».

Las pasiones, en este caso orgullo y humildad, tienen su causa y su objeto. Varias son las causas originales, pero «existe una secundaria, consistente en la opinión de los demás, y que tiene una influencia igual sobre las afeccio-

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nes». Es la fama, y la simpatía es su raíz. Mediante ella los hombres entran en comunicación, tienen conocimiento de las pasiones de los otros al hacerse los «suyos» y los «nuestros» más evidente. Pero la simpatía es principio fundamental de la naturaleza humana por otra razón, nos mueve a la sociabilidad; nos lleva a los otros y nos descubre las uniformidades de nuestra manera de sentir, valorar y comportarnos. Tan es asi, que podemos afir­mar, según el texto, que si fuese el único principio de conducta produciría una sociedad idílica (57). Como prin­cipio nos dinamiza y nos mueve a actuar, descubriéndonos que la naturaleza humana es algo más que entendimiento. Deieuze nos había anunciado: «la pasión y el entendi­miento se presentan, en cierto sentido que queda por pre­cisar, como dos partes distintas; pero, en si, el entendi­miento no es más que el movimiento de la pasión que deviene social» (58), y a ese movimiento nos lleva la sim­patía con los demás. La simpatía, pues, como fundamento de la sociabilidad, es también, y por ello, uno de los nexos de unión entre los libros II y III, como muy bien ha visto A. Baier (59).

Esta relación que se establece por la simpatía, pro­duce uno de los momentos de la evidencia del yo; eviden­cia que nace de la relación y que descubre la pasión. Y no un yo estático, sustancializado, sino un yo activo, presente en nosotros mismos en tanto en cuanto es objeto pasional dinamizador. Un sujeto que se «constituye en lo dado», que es «espíritu activado». «Es evidente que la idea, o, más bien, la impresión que tenemos de nosotros mismos, nos está siempre presente, y que nuestra concien­cia nos proporciona una concepción tan viva de nuestra propia persona, que es imposible imaginar que haya nada más evidente» (60).

Aún encontramos otra vía de confirmación del yo, como principio determinante del orgullo y la humildad,

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como origen. En primer lugar, es evidente que estas pa­siones están determinadas a tener por objeto al yo, y esto por una propiedad que no es solamente natural, sino tam­bién original (...). Es siempre nuestro propio yo el que es objeto de orgullo y humildad; siempre que las pasiones se extienden más allá, sigue guardando con todo una re­lación con nosotros mismos, de modo que ni persona ni objeto alguno pueden influir sobre nosotros de otra manera» (61). Tiene razón en tanto en cuanto la evidencia se está refiriendo a la instancia dinámica en que se re­suelve el yo personal. La subjetividad ni está aislada, ni ensimismada, ni recogida en su «cogito», tímida en su acción. El sujeto lo aprehendemos apasionado, moraliza­do, socializado, politizado. Y como actividad no es ni pasivo ni empirico, es proceso.

a) A modo de resumen

En el L.I. del «Treatise» lleva a término una severa crítica de las teorías sustancialistas en sus diversas for­mulaciones: cuerpo, alma, mente y sustancia material. Niega el si mismo como es concebido por Descartes, Locke y Berkeley. Es decir, niega el sí mismo como algo inequívoco, intuitivo, concluyente. En este contexto, la identidad personal no está más privilegiada que el resto de las entidades. Tan ininteligible es la inmortalidad del alma como la existencia de una sustancia material. Desde el momento en que niega la sustancialidad de la iden­tidad personal, dicha identidad adquiere una nueva di­mensión al pasar a ser un haz de percepciones. Si este L.I. se lee en clave epistemológica sin más, o apuntamos a un mero sujeto epistemológico, o la aventura acaba en fracaso. Contra estas interpretaciones debemos oponer el breve apunte del Appendix, donde se niega la existencia

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de ese sujeto epistemológico. Allí la dificultad estriba, no en la definición de ese haz de percepciones, sino en la explicación de cómo se unifican. Niega la sustancialidad del si mismo, pero afirma la existencia de un principio unificador. Se ha producido un cambio de la identidad personal entendida como sustancia, en una identidad per­sonal entendida en función de las sustancias, en función de la relación.

En el L.II. el yo individual pasa a ser objeto de las pasiones (orgullo y humildad). No hay duda sobre su existencia y repetidamente se señala su evidencia. Hume ni abandonó las posiciones de L.I., ni las olvidó, simple­mente está aplicando el método anatómico a la otra parte de la naturaleza humana. Aquí la identidad personal se transforma en sujeto «que bajo el efecto de un principio de utilidad, persigue un fin y, bajo el efecto de principios de asociación, establece una relación de ideas». Una iden­tidad excitada que produce movimiento y que nos integra con los otros, que se constituye en lo dado.

No hay contradicción entre una y otra explicación. La primera nos sitúa ante el escepticismo que es necesa­rio para construir la ciencia y, en este caso, con el que se pretende edificar la más importante, la ciencia del hom­bre. La segunda nos descubre los elementos y fines con que funciona la naturaleza humana. La identidad personal que se contempla en el L.I. (mirando al entendimiento) y la que se contempla en el L.II. (mirando a las pasiones), no son contradictorias, sino complementarias. Entendi­miento y pasiones aparecen como los dos sistemas de la naturaleza humana. A partir de ellos se puede construir una ciencia moral con el método experimental.

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5. Sujeto moral

«La moral es un asunto que nos interesa por encima de todos los demás» nos dice Hume. Nada parece más evidente, su escepticismo gnoseológico desembocaba en un optimismo antropológico. Su «ciencia moral» va más allá. Ahora no intenta descubrir las trampas de la «mala filosofía» o de la «falsas hipótesis», aho­ra busca las raíces de la conducta humana, de la con­ducta moral, para determinar y fijar el «modus ope- randi» del hombre, elevándola, asi, a la categoría de ciencia. Ya no estamos ante el sujeto/sujetado por las leyes o tendencias habituales del entendimiento, en la moral el sujeto se erige en principio de norma a la que luego sigue en su acción. El aroma se ha convertido en atmósfera embriagadora, el optimismo en gozosa rea­lidad. Es el anuncio más próximo de la «moral autónoma» kantiana, y la primera piedra del edificio que, paciente­mente, la cultura y la filosofía están construyendo desde entonces hasta nuestros días: el hombre es él y sus fan­tasías.

El sujeto que en el terreno del entendimiento apare­cía como superando lo dado, aquí se muestra como cen­tro productor de sentido; «si deseáis conocer la razón por la cual un hombre odia el dolor, es imposible que jamás pueda daros ninguna» dice Hume. El es el fin, ha dejado de ser medio de no se sabe qué principios. «Pero ¿es que puede existir dificultad alguna en probar que la virtud y el vicio no son cuestiones de hecho cuya existen­cia podamos inferir mediante la razón? Sea el caso de una acción reconocidamente viciosa: el asesinato intencionado, por ejemplo. Examinado desde todos los puntos de vista posibles, a ver si podéis encontrar esa cuestión de hecho o existencia a que llamáis vicio. Desde cualquier punto

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que lo miréis, lo único que encontraréis serán ciertas pa­siones, motivos, vacilaciones y pensamientos. No existe ninguna otra cuestión de hecho incluida en esta acción. Mientras os dediqués a considerar el objeto, el vicio se os escapará completamente. Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis alli un sentimiento de desaprobación que en vosotros se levanta contra esa acción. He aqui una cuestión de hecho: pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto» (62). Nada que objetar.

Hume propone una moral de la virtud frente a la clá­sica moral del deber. El juicio moral, al no ser una con­clusión de un razonamiento formal, no puede derivar el «debe» del «ser», pues nada hay que sea estimable o despreciable en si. Podríamos formularlo asi: no son las cosas buenas las que nos obligan, sino que las cosas son buenas porque nos obligamos con ellas. Vicio y virtud son objeto del sentimiento, no de la razón, y el sentimien­to va del sujeto al objeto. Creo con Lindsay que «el es­cepticismo de Hume es una crítica a la razón, no a la vida» y, puedo añadir, que la regla del sentimiento es superior a la de la razón. «Literalmente, ya no se trata de rodear de vínculos el espíritu, de atarlo, sino de clavarlo» (63).

La identidad personal es aquí una pieza clave, a la vez que arroja luz sobre la paradoja de sus dos anteriores definiciones, pues no es posible el sentimiento moral sino se adscribe a un núcleo de responsabilidades. Si el L.I. está escrito mirando a los racionalistas; el L.II. mirando a Hutcheson y Shaftesbury, el L.III. mirando a Newton y a su método experimental, ya tenemos a la naturaleza hu­mana descompuesta en piezas puestas sobre la mesa sus di­versas partes. Es hora de buscar el fundamento de su ac­tuar, las posibles leyes de su regularidad, dando por no oidas las hipótesis que adscribían su funcionamiento a

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principios externos a ella o a fines que escapan a todo control empírico. La naturaleza humana ha de bastarse a si misma, igual que Newton ponía de relieve sucedía con el resto de la naturaleza. El problema moral es, pues, «una cuestión de hecho».

El espíritu fijado por las reglas del entendimiento que­da atrapado, incapacitado para la acción moral. Pero la especie humana es una especie inventiva, y si entonces superaba lo dado por medio de la inferencia, ahora es creador por medio del artificio. «E inventar es distinguir poderes, es constituir totalidades funcionales, totalidades que tampoco está dadas en la naturaleza» (64). Dos prin­cipios rigen esta capacidad inventiva: hedonismo y uti­litarismo. Persiguiendo el primero y orientándose con el segundo, la especie humana supera al resto y transforma nuestra primera desdotación en ventaja. El artificio, pues, ha de ser considerado como natural desde el momento en que es producido regularmente por la naturaleza huma­na. Este simple argumento representará para Hume una sólida defensa, contra la que se estrellarán todos los ata­ques de quienes habian jerarquizado los principios según provinieran de la «fisi» o del «nomos». El sujeto moral se erige en sujeto creador de sus propias sujeciones.

«Por tanto, dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podría derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal in­fluencia, como ya hemos probado. La moral suscita pa­siones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de nuestra razón» (65). Hume muestra un repetido interés por demostrar que la sujeción moral no pertenece a la ra­zón. El juicio moral no se deriva de los hechos reales. La razón no encuentra en los objetos nada que la mueva a inducirlos, como bien mostró el ejemplo del «asesina­

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to intencionado». Tampoco se derivan de determinadas relaciones constantes, pues éstas se dan tanto en los hom­bres como en los animales. «Pues si haces que la esencia misma de la moral se encuentre en las relaciones, como no existe ninguna de estas relaciones que no se aplique, no sólo a un objeto irracional, sino también a un objeto inanimado, se sigue que aún objetos de tal clase tienen que ser susceptibles de mérito o demérito. Semejanza, contrariedad, grados de cualidad y proporciones en can­tidad y número: todas estas relaciones pertenecen con tanta propiedad a la materia como a nuestras acciones, pasiones y voliciones. Por tanto, es incuestionable que la moralidad no se encuentra en ninguna de estas relacio­nes, ni tampoco el sentimiento moral en el descubrimiento de ellas» (66).

Por último, la razón es totalmente pasiva, «por lo que nunca puede ser origen de un principio tan activo como lo es la conciencia o sentimiento moral». El espíritu activado por los principios del entendimiento es un mero detectador de relaciones, predicador de verdades o false­dades en la medida en que coincidan o no con los hechos reales. El sujeto gnoseológico no produce nada, descubre. Fue el encargado de descubrirnos la falsedad de la «mala filosofía», el encargado de convertir el yo-subjectum en «un haz de percepciones». Pero la moral se erige en prin­cipio de acción. El sujeto moral es sujeto-activo y prin­cipio de su actividad al inventar las reglas de su compor­tamiento. Y «un principio activo no puede estar basado en otro inactivo, y si la razón es en si misma inactiva, deberá permanecer asi en todas sus formas y apariencias, ya se ejerza en asuntos naturales o morales, ya exami­ne el poder de los cuerpos externos o las acciones de los seres racionales» (67). La moralidad es sentida, no juz­gada.

Las «pasiones, voliciones y acciones» son originales,

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hechos acabados en sí mismos. No admiten comparacio­nes ni, por supuesto, se dan entre ellas relaciones que nos permitan alcanzar una universalidad objetiva. Son hechos que nos invitan a buscar su origen, las impresiones de las que proceden. Y en este análisis es donde encon­tramos la «razón usada» por las pasiones, puesta a su servicio para restituir el desequilibrio primero de la espe­cie humana. Razón que en Hobbes servia como principio calculador para sacar al individuo del estado natural, y fijarlo como sujeto político; que en Locke descubría la raíz natural de las leyes que nos determinan como su­jetos jurídicos; en Hume servirá para mostrar dónde reside el principio ordenador de sus acciones, el sujeto moral. La razón como experiencia que guía nuestra forma de alcanzar esos deseos presidida por el principio de uti­lidad. «Al designar la vinculación del medio al fin, la utilidad designa, asimismo, la vinculación de la individua­lidad a la situación histórica. El utilitarismo es una eva­luación del acto histórico tanto' como una teoría de la ac­ción técnica» (68).

La evaluación que debe hacer la razón de todas las circunstancias del hecho histórico, pone de manifiesto el valor de la simpatía como condición necesaria del ar­tificio. Rescata al individuo de su egoísmo, lo pone en contacto con el resto, y lo transforma en sujeto social. La conciencia moral es, pues, también conciencia social, con­ciencia política. El «interés general» es la forma objetiva de la «simpatía». «Es la relación del espíritu a la totalidad de las circunstancias y las relaciones; da a la acción una regla en nombre de la cual se la pueda juzgar buena o mala en ge­neral; podemos condenar a Nerón» (69). Por la simpatía queda superado el egoísmo y por el interés general el indivi­dualismo. El resultado se traduce en reglas de utilidad pú­blica, o, lo que es lo mismo, en normas de comportamien­to social, es decir, en actividad política.

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Las totalidades funcionales a que da lugar la simpa­tía, no están dadas en la naturaleza. Mucho menos las reglas que pueden determinar su utilidad. Unas y otras son productos artificiales del sujeto humano, y en ese sen­tido, como ya vimos, son también naturales. El mante­nimiento de su equilibrio, la justicia, pues, ni depende de «ciertas conexiones y relaciones de ideas eternas, in­mutables y universalmente obligatorias» que la razón des­cubre, ni lo conseguimos por seguir las leyes naturales»; como afirmaba Locke, es un hecho histórico que debe ser determinado, en cada caso, por el grupo social en cues­tión. Si bien no debemos olvidar que «aunque la justicia sea artificial, el sentimiento de su carácter moral es natu­ral» (70). El sujeto humano se resuelve en lo que hace. «En una palabra, al creer e inventar hacemos de lo dado mismo una Naturaleza. Ahí encuentra la filosofía de Hume su punto último; esa Naturaleza es conforme al Ser, y la naturaleza humana es conforme a la Natura­leza» (71).

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Notas

I. Un nuevo sujeto para una nueva situación(1) Paul Hazard, «Pensamiento europeo en el $. xvn», Ed. Gua­

darrama, Madrid, 1958, pp. 38-40.(2) Wilheilm Dilthey, «Hombre y mundo en los siglos xvn y xvm»,

Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1978.(3) Ibid., P. 434.(4) L. W. H. Hull, «Historia y filosofía de la ciencia», Ariel, Barce­

lona, 1973.(5) Butterfield, «The Origins of Modern Science», Bell and Sons.

London.(6) P. Hazard, opus c¡t., p. 71.(7) Ibid., pp. 75-76.(8) W. Dilthey, opus cit., p. 445

III. Hobbes(1) Hobbes, «Leviatán», Ed. Nacional, Madrid, 1979. Edición a

cargo de C. Moya y A Escohotado. Introducción, pp. 118-119.(2) Arrio Pachi, «Convenziones e hipótesi», Ed. La Nuova Italia,

Firenze, 1965.(3) Véase el prólogo de (i. Quintás, «Tratado del hombre», Ed. Na­

cional, Madrid, 1980. También Chomsky, «Lingüistica cartesiana», Ed. Gredos, Madrid, 1969.

.(4) La fuerte reacción que este mecanismo produjo en aquel tiem­po, la ha reflejado perfectamente S. I. Minz, «The Hunting of Le- viathan», Cambrige University Press, 1970 (1962).

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(5) Hobbes, «De Homine, Traté del'Homme», Ed. Albert Blanchart, Parfs, 1974, con notas y comentarios a cargo de Paul-Marie Mayrin.

(6) Ibid., pp. 38-39.(7) Ibid., pp. 41-42.

Mecanicismo materialista

(8) Hobbes, «The Elements of Law. Natural and Politic», Ed. Frank Cass and CO. LTD., London, 1984 (1889). Edición a cargo de Ferdinan Tónnies, Cap., 2, p. 3. «Leviatán», cap. I., p. 123, y «English Works», vol. 4. Sciencia Verlag, Darmstad, 1966, cap. XXV, 2, p. 391.

(9) «De Corpore», p. 391.(10) «Leviatán», cap. I., pp. 124-125.(11) Ivan Páulov, «Fisiologia y Psicología», Ed. Alianza, Madrid,

1968, p. 25.(12) «English Works», IV, 25.1, p. 389.(13) F. Tónnies, «Vida y obra de Tilomas Hobbes», Ed. Revista

de Occidente, Madrid, p. 156.(14) «English Works», 1. IV, 255.5, p. 393.(15) Ibid., ibid., 6.5., p. 70.(16) Richard Peters, «Hobbes», Ed. Green Wood Press. Connec-

ticut, 1956 (1919), pp. 108 y ss. Véase también F. Tónnies, opus. cit. p. 148.

(17) J. W. N. Watkins, «Hobbes’system of ideas», Ed. Hutchison University Library, London, 1965, p. 76. (Edición castellana en Doncel, 1972.)

(18) A. Pachi, «Convenzione e ipotesi nella formaziones della filosofía naturale di Thomas Hobbes», Fundamental para una clara concepción de los fundamentos e influencias en la metodología hobbe- siana. Para la tesis aqui mantenida, véase los c. VI, Vil, VIII, págs. 143- 216. También G. Garmendia, «Thomas Hobbes y los orígenes del estado burgués», Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1973, pp.82-9.

(19) Esta es una de las ocasiones en las que se puede mostrar que las tesis de L. Strauss sobre d humanismo/moralismo, como principio orientador de la antropología y filosofía dvil, no se ajustan al desarrollo histórico de la filosofía de Hobbes. Leo Strauss, «The Political Philo- sophy of Hobbes. Its Basis and Its Génesis», Ed. Clarendon Press, Oxford, 1936. Véase también la critica de Watkins, opus, cit.

(20) «Leviatán», II, p. 128.(21) Ibid., ibid., pp. 127-128.(22) «E.L.», III, 4, p. 11 en «E.W.», 4.(23) Descartes, «Las pasiones del alma», art. 20.(24) «De Corpore», IV, 25.7. «E.W.», 1, p. 396.(25) «E.L.», III en «E.W.», 4, p. 12.(26) R. Peters, opus cit. p. 113.

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(27) «Leviatán», p. 129.(28 Ibid., II, p. 130.(29) Ibid., ibid., p. 129.(30) F. Tónnies, opus. cit., p. 129 y nota 114.(31) A. O. Gargani, «Hobbes e la scienza», Ed. Einaudi Editore,

Torino, 1971. También A. Pacchi, opus cit.(32) Watkins, opus cit., p. 161.(33) «De Homine», XI, 2. «E.L.», I, 7.2., «Leviatán», VI y «De

Corpore», IV, 25.12.(34) «E.L.», I, 7, 8. y 9 (1640). «Leviatán», 6 y 8 (1651) «De Homi­

ne», 11, 12 y 13(1658).(35) Fundamental la consulta de C.A. Viano, «Analisi della vita

emotiva e técnica della filosofía di Hobbes», Ed. Rivista critica di Storia della Filosofía, Anno, XVIII-IV, 1962. También R. Polín, «Politique et Philosophie chez T. Hobbes», Ed. Vrin, París, 1977 y L. Strauss, opus cit.

(36) L. Strauss, opus cit. III, pp. 30-43. Es interesante ver la tesis de R. D. Cumming, «Human Nature and History», Ed. The Univer- sity of Chicago Press, 1969, pp. 70-82. Según Cumming, las ralees del análisis hobbesiano habría que buscarlas, no tamo en Aristóteles, como en la interpretación que de la «Retórica» hizo Tomás de Aquino. No olvidar la utilización que hace Hobbes del concepto de «connatus» derivado de la psicología estoica, más que de la física de Galileo.

(37) A. González, «Hobbes o la racionalidad del poder», Ed. Uni­versidad de Barcelona, 1981.

(38) «Leviatán», pp. 190-191.

Sujeto político

(39) A. González, opus cit.(40) «Leviatán», II, XII, p. 225.(41) Ibid., ibid., ibid., p. 225.(42) Ibid., II, XVII,. p. 267.

IV. LockeEsencia real/esencia nominal. Sustancia/sustancia individual

(1) J. Locke, «Ensayo sobre el entendimiento humano», Ed. Na­cional, Madrid, 1980. Edición a cargo de S. Rábade y María Esmeral­da. 3.6. 26, p. 679.

(2) Ibid.. ibid., ibid.(3) Ibid., 3. 6. 27. p. 682.

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(4) Ibid.. 4. 6. 15, p. 878.(5) Voltaire, «Opúsculos satíricos y filosóficos», Ed. Alfaguara,

Madrid, 1978. «El filósofo ignorante», VIII, p. 112.(6) Jonalhan Bennett, «Locke, Berkeley, Hume. Central Themes»,

Ed. Clarendon Press, Oxford, 1979 (1971), III, pp. 59-89.(7) R. I. Aaron, «John Locke», Ed. Clarendon Press, Oxford,

1973 (1937), V., pp. 154-192.(8) Ibid., ibid., pp. 178-179.(9) J. L. Mackie, «Problems from Locke», Ed. Clarendon Press,

Oxfor, 1976, cap. 3, pp. 72-107.(10) Mauiriee Mandelbaum, «II realismo di Locke», en «Locke»

editado por Pintacuda, ISEDI, Milano, 1978, pp. 138-177.(11) Ibid., p. 146.(12) J. W. Yolton, «Locke and the Compass of Human Unders-

tanding», Ed. Cambrige Press, Cambrige, 1970, cap. 2.(13) «Ensayo». III. X, 14. pp. 742-743.(14) Ibid., ibid., ibid., 15 y 16, p. 745.

Identidad personal

(15) Véase J.J. Jenkins, «Locke», Ed. Univcrsity Press. Edinburgh, 1983, p. 103.

(16) J. L. Mackie, «Problems from Locke», opus cit. pp. 160-161.(17) «Ensayos,», II, XXVII, 8, pp. 488 y ss.(18) J. J. Jenkins, «Locke», pp. 103-131.(19) «Ensayo». II, XXVII, 1, pp. 482-483.(20) Ibid., ibid., 4, p. 486.(21) Ibid., ibid., 5. p. 486.(22) Ibid., ibid., 7, pp. 487-488.(23) Ibid., ibid., 9. p. 489.(24) Ibid., ibid., 10, p. 492.(25) Ibid., ibid., ibid., p. 492.(26) Ibid, ibid., 11. p. 492.(27) Ibid., ibid., 11, p. 493.(28) Ibid., ibid., 12, p. 494.(29) Ibid., ibid., 17, p. 500.(30) A. González, «Locke», Ed. Montesinos, Barcelona, 1984.(31) «Ensayo», II, XXVII y XXVI, p. 508.(32) Ibid., ibid., p. 509.(33) T. Reid, «Essays on the Intellectual Powers of Man», Ed. by

A. O. Woozley, London, 1941. III, 6.(34) «Ensayo», II. XXVII, 22, p. 504.(35) H. Allison, «La identidad personal de Locke», en «Locke y

el entendimiento humano», Ed. por I. C. Lipton, Fondo de Cultura Económica, México. 1981. p. 221.

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(36) D. Wiggins, «Locke, Butler and Stieam of Consciusness: and Man as a Natural Kind», «Philosophy», $1, 1976.

(37) «Ensayo», II, XXVII, 19, p. 501.

Razón, liberad, felicidad

(38) «Ensayo», II, XXI, 8, p. 354.(39) Ibid., ibid., 10, p. 356.(40) Ibid., ibid., 53. p. 392.

Sujeto jurídico

(41) «Ensayo sobre el gobierno civil», V, 27.(42) Ibid., ibid., 47.(43) R. Polín, «La politique morale chez Locke», Ed. P.U.F.,

París, 1960.(44) C. B. Macpherson, «La teoría política del individualismo

posesivo», Ed. Fontanella, Barcelona, 1970, p. 181.(45) «Ensayo sobre el gobierno civil», IX, 123.(46) Ibid., ibid., ibid.

V. Hume

(1) G. Deleuze, «Empirismo y subjetividad», Ed. Gránica, Barce­lona, 1977, p. 11.

(2) J. Noxon, «La evolución de la filosofía de Hume», Ed. Re­vista de Occidente, Madrid, 1974, cap. I.

(3) K. Smith, «The Philosophy of David Hume», Ed. Macmillan, London, 1941. J. H. Passmore, «Hume's Intentions», Ed. Basic Books, New York, 1968.

(4) S. Rábade, «Hume y el fenomenismo moderno», Ed. Gredos, Madrid, 1975, cap. I.

(5) Vfcase «David Hume: Bicentenary Papers», Ed. Edinburgh Uni- versity Press, 1977, artículo de N. Demi, «Methode Newtoniinne et les lois Empiriques de 1’AnthropoIogie dans le Traité II», pp. 139-145.

Una ciencia del hombre

(6) D. Hume. «Tratado de la naturaleza humana», Ed. Nacional,

110

Page 109: Gonzalez Gallego, Agustin - Antropologia filosofica. Del Subjectum al sujeto Ed. Montesinos  1988.pdf

Madrid, 1977, L.l. Introducción, pp. 79-80. Edición a cargo de Félix Duque.

(7) Ibid., ibid., p. 81.(8) El texto de Noxon representa uno de los trabajos más sólidos

sobre esta influencia. También D. Brunet, «Philosophie et Esthétique chez D. Hume», Ed. Libraire A. G. Nizat, París, 1965, muestra la influencia en la concepción del «yo», pp. 136 y ss. Importantes, tam­bién, las aportaciones de J. Passmore y K. Smith. Curiosa, no por ello menos seria, la influencia que séllala J. P. Writh de Tomás de Aquino, «De memoria et Reminiscencia», sobre el concepto de memoria en Hume, «The sceptical tealism of David Hume», Ed. Manchester Uni- versity Press, Liverpool. 1983.

(9) S. K. Wertz, «Hume, History and Human Nature», Journal of the History of Ideas, 1975, pp. 481-496.

(10) «Tratado», III, i¡, p. 695.(11) Ibid., ibid., ibid., p. 704.712) G. Deleuze, opus, cit., p. 134.(13) D. Hume, «Abstrae», Ed. Humanitas, Barcelona, pp. 99-100.(14) O. Brunet, opus, cit., p. 134.(15) Fundamental para este punto el texto de K. Smith.(16) «Tratado», Introducción, p. 83.(17) Ibid., ibid., p. 83.(18) Ibid., p. 414,1, vi.(19) Véase Capaldi, «David Hume: The Newtonian Philosopher»,

Boston, 1975.(20) «Tratado», I, vii, p. 425.

Sujeto activo

(21) S. Rábade, «Fenomenismo y yo personal en Hume», Anales del Seminario de Metafísica, Madrid, 1973, VIII.

(22) G. Deleuze, opus, cit., p. 91.(23) S. Rábade, «Hume y el fenomenismo moderno», p. 11.(24) M. Malherbe, «Le probléme de I'identité dans la Philosophie

Sceptique de David Hume».(25) G. Deleuze, opus. cit., p. 23.(26) «Tratado», I, iv, 2, p. 120.(27) Ibid., Appendix, p. 633.

La doble lectura de la identidad

(28) D. Hume, «A Treatise of Human Nature», editado por L. A. Selby-Bigge, Oxford University Press, Oxford, 1978.

(29) «Hume: A Collection of Critical Essays», editado por V.C. Cha-

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pelle, University of Notre Dame Press, London, 1968. Ver T. Penelhum, «Hume on Personal Identity». También L. Ashley and M. Stack, «Hu- me’s Theory of che Self and Its Identity», Dialogue, 1974,13, pp. 239-254.

(30) J. I. Biro, «Hume on Self-Identity and Memory., Rewiew of Metaphysics», 30, 1976-77, pp. 19-39 y J. Bricke, «Hume on Self- Identity, Memory and Causality» en «David Hume: Bicentenary Papers».

(31) Curiosa y sintética serie de F. Duque en su Introducción a la traducción del «Tratado», p. 29.

(32) M. Malherbe, articulo citado. Consultar también, aunque más en la linea de la tesis que hemos anunciado respecto a la importancia del L.III, a Annette Baier, «Hume on Heaps and Bundles», American Philosophycal Quartely», 16 (1979), pp. 285-296, y N. Brett, «Substan- ce an Mental Identity in Hume’s Treatise», American Philosophy Quar- terly, 22(1972), pp. 117-119.

(33) J. Laird, «Hume’s Philosophy of Human Nature», Ed. Archon Books, London. 1967. pp. 166 y ss.

(34) S. Rábade, opus, cit., y M. Malherbe, art. cit.(35) G. Deleuze, opus. cit.(36) «Tratado», 1, iv, 6, P. 251.(37) K. Smith, opus cit. J. Passmore opus cit. y N. Capaldi «Self

and Substance un Hume’s Ontology», Ed. Queens College, New York, 1979.

(38) «Tratado», I, iv, I y 2, p. 187. F. Duque, en nota a pie de página (121), scflala que ahi se encuentra el principio de la filosofía con­temporánea. «Estos dos planos (lo dado y la reflexión sobre ello) no se abandonarán ya; corresponden, mutas mutandis, a la distancia cono­cimiento trascendental/mundo fenoménico (Kani); metalenguaje/lengua- je objeto, en lógica; lectura/escritura (Althuser)».

(39) Ibid., ibid., p. 254.(40) Ibid., ibid., p. 256.(41) M. Malherbe, opus cit., p. 34.(42) S. Rádabe, «Hume y el fenomenismo moderno», pp. 270-310.(43) «Tratado», I, iv, 2, p. 193.(44) Ibid., ibid., p. 259.(45) S. Rábade, «Fenomenismo y yo personal».(46) Sobre la función de la memoria en la teoría de la identidad

personal, J. I. Biro, «Hume on Self-Identity», opus cit., donde man­tiene un enfrentamiento con las tesis de L. Ashley y M. Stack, «Hume’s Theory of the Self and Its Identity». También J. Bricke, «Hume on Self-Identity, Memory and Causality». pp. 167-174, y, por último B. Stroud, «Hume», Ed. Routledge and Kegan Paul, London, 1977, pp. 122-124.

(47) G. Deleuze, «Empirismo y subjetividad», p. 13.(48) «Tratado», ibid., ibid.. p. 261.(49) Ibid., ibid., p. 261.(50) N. Brett, «Substance and Metal Identity in Hume’s Treatise»,

The Philosophical Quarterly, 22 (1971), pp. 120-121.112

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(51) «Tratado», 1, iv, 261.(52) G. Deleuze, opus cit., p. 107.(53) Ibid., p. 91.(54) M. Malherbe, opus cit., p. 45.(55) «Tratado», II, i, 1, p. 275.

El Yo de las pasiones

(56) «Tratado», II, i. 1, p. 277.(57) J. B. Stewart, «The Moral and Political Philosophy of Da­

vid Hume», Ed. Green Wood Press, Connecticut, 1977, pp. 57-79.(58) G. Deleuze, opus cit., p. 12.(59) A. Baier, «Hume on Heaps and Bundles», pp. 285-295.(60) «Tratado», II, i, 11, p. 317.(61) Ibid., ibid., 3, p. 280.

Sujeto moral

(62) «Tratado», II, i, 1, p. 469.(63) G. Deleuze, opus, cit., p. 138.(64) G. Deleuze, opus cit., p. 92.(65) «Tratado», III, i, 1, p. 457.(66) Ibid., ibid., p. 464.(67) Ibid., ibid., p. 457.(68) G. Deleuze, p. 140.(69) Ibid., p. 145.(70) «Tratado.» Conclusión, p. 619.(71) G. Deleuze, opus cit., p. 148.

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Indice

I. U n nuevo «sujeto» para una nueva situación.. 9II. Del «subjectum» al sujeto................................. 20

III. Hobbes................................................................ 251. Superación del dualismo............................... 252. Mecanicismo materialista............................. 303. Sujeto político.............................................. 45

IV. Locke.................................................................. 511. Consideraciones de principio....................... 512. Esencia real/esencia nominal. Sustancia/

sustancia individual....................................... 543. Identidad personal......................................... 584. Razón, libertad, felicidad............................. 685. Sujeto jurídico.............................................. 71

V. H um e................................................................... 761. Una ciencia del hom bre............................... 772. Sujeto activo.................................................. 833. La doble lectura de la identidad.................. 864. El Yo de las pasiones................................... 965. Sujeto moral.................................................. 100N o tas .................................................................. 106Bibliografía........................................................ 114