Así nacen las ballenas

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Faktoría K de libros. Narrativa

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Título original en gallego: Así nacen as baleas, 2007

© del texto original: Anxos Sumai, 2007© de la traducción: Laura Almazán, 2010© de esta edición: Kalandraka Editora, 2010Italia, 37 - 36162 PontevedraTelf.: 986 860 [email protected]

Ilustración y diseño portada: Marc Taeger

Faktoría K es un sello editorial de Kalandraka

Primera edición: octubre, 2010ISBN: 978-84-96957-95-4DL: PO 416-2010

Reservados todos los derechos

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Así nacen las ballenas

Anxos Sumai

Premio de Narrativa Breve Repsol YPF 2007Traducción de Laura Almazán

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A Manuel Serrat Crespo por Maruyme

A Garusia Maruyme por Manuel

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daquela non sabíaque o teu sangue callounesa terra que teño baixo as uñasque a ti debíaas pugas que agromaban quetamén levo por baixo das uñasrestos da túa tintaque acabaría usurpando o teu nome

non sabía que fuches ti quen me educoucontra ti mesma

Marilar Aleixandre

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Creo que la belleza no es unasustancia en sí sino tan sóloun dibujo de sombras, unjuego de claroscuros produci-do por la yuxtaposición dediversas sustancias.

Junichiro Tanizaki

I

M A M Á E S C R I B E U N A C A RTA

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Estorninos, grillos, un silencio blanco, una vocal que deci-de salir disparada de una frase y se estrella contra las paredesencaladas y el suelo de baldosas de barro. Ruidos. El cielocomo una sábana. Cuando me dejan en la terraza y abro losojos, el cielo no para de moverse. Intento aprehenderlo, perome resulta imposible. Me distraigo con una mosca, con loslejanos ladridos de un perro –guau, guau–, con el delicadomovimiento de las plantas que Felisa cultiva en la terraza.Nada se detiene: debe de ser por culpa del tiempo que seesconde tramposo en las cosas. El tiempo inquieto.

¿Qué será, me pregunto, eso que me asusta y que me hacereír? ¿Ese ruido que llega sólo hasta mí, que me despierta y meobliga a ser lobo y buscar, buscar por todas partes con el oídoaguzado? Los demás no lo oyen, lo sé porque no se inmutan.Pero también podría ser que ya se hubiesen acostumbrado a él,a ese ruido que llega desde más allá de la calle, escala muros,perfora las patas de la mesa y recorre las venas hinchadas quetrepan por las piernas de Felisa. No sé lo que es. Es un latidodébil o el roce de dos esferas de metal. A veces me calma, a vecesme inquieta. A veces puedo oír, cuando Felisa se sienta a bor-dar, el sonido roto que la aguja produce al atravesar las fibrasdel lino o el «¡ay!» herido de la seda cuando la aguja la traspa-sa con el suave impulso del dedo de la bordadora. Después,

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A G U J A

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apacibles, los hilos de bordar resbalan por la tela con una largafrase monótona, dejando de ser anodinas fibras para convertir-se en magníficos bordados. Al hilo le complace pasar por el ojode la aguja y dejarse llevar por ella, la gran guía, la desbroza-dora de caminos vírgenes, y descansar después en la nueva yhermosísima circunstancia de ser el pétalo de una flor, unapluma de pájaro, un eslabón en la vainica doble de un mantel.

La vulgaridad del hilo enrollado en el vientre de un carre-te de madera se convierte, gracias a la habilidad de Felisa, enbelleza.

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En 1970 mamá y papá se casaron. Quedan muy pocasfotos de aquella boda. Solo se conservan las que mamáquiso que perdurasen y permaneciesen en el lugar donde lashabía dejado: en una caja, en un chinero, en un comedorcasi siempre en penumbra. En esas fotografías mamá se vefeliz, con la sonrisa clara y la mirada alegre. Papá, hermosopero serio, parece distante, pendiente de algo que no esta-ba ocurriendo allí en aquel momento. Recuerdo, creo, el díaen que mamá rompió el resto de las fotos. Yo era aún muypequeña y carecía de las palabras necesarias para preguntar-le por qué se rompía a sí misma de aquella forma. Tampocodisponía de la capacidad de comprensión suficiente paraintuir el significado de la ira y la tristeza que la poseían.

Ella estaba sentada en el suelo del comedor. El chinerode madera lacada que papá había traído de alguno de susviajes tenía las puertas y los cajones abiertos. Triste y lloro-sa, mamá destruía cartas y fotografías. Sobre la alfombra sehabían formado pequeños montones de papel cebolla y tro-citos de cuerpos rotos. La anatomía de papá estaba especial-mente descuartizada. A su lado, al alcance de la mano ycomo asegurándoles protección, depositaba las fotografíasy las cartas que había decidido conservar. Las cartas lasguardaría más tarde en la cómoda de su habitación, con laropa interior, pero las fotos quedarían atrapadas dentro de

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la caja, dentro del chinero y dentro del comedor casi siem-pre en penumbra.

No sé de dónde llegaba yo, quizá de dar algún paseo conFelisa, mi niñera; ni por qué entré en el comedor. Solo meacuerdo de mamá haciendo aquella dolorosa depuración dela memoria, rompiendo el delicado encaje con que se tejenlos recuerdos. Era como si estuviese borrando las líneas tra-zadas en el mapa de un territorio demasiado peligroso comopara olvidar el camino de regreso a la cordura. Aun así, lo sé,las fotos que ella más recordaría serían precisamente las quehabía destruido. Y las palabras que más la torturarían y queintentaría alejar con un involuntario gesto de la mano, comosi espantase mosquitos, serían precisamente aquellas quepretendía que nunca habían sido ni dichas ni escritas. Norecuerdo ni lo que hice después ni por qué lo hice. Me tocóestar allí en ese preciso momento, para ver y grabar en mimente aquella imagen de mamá mientras se rompía a símisma.

O mientras intentaba recomponerse. Aquel recuerdo me sirvió, con el tiempo, para avivar en mí

la curiosidad y querer reconstruir la biografía sentimental demamá. Nunca llegué a hacerlo, nunca tuve la suficiente con-fianza ni en ella ni en mis tíos para preguntarles. Además, lalucha continua que mantuve con mi madre desde pequeñame disuadió por completo de mostrarle el más mínimo inte-rés, aunque el recuerdo de la tarde en el comedor me ayuda-se con el tiempo a mirarla con cierta indulgencia.

También es cierto que soy muy dada a olvidar demasia-do pronto las cosas. Creo que solo me interesan las pregun-tas. Las respuestas, cuando las tengo delante, me aburren.Al final, me conformé con la realidad que me ofrecía la fic-ción que yo misma había elaborado para entender ciertos

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comportamientos que me ayudasen en mi propia supervi-vencia y en el entendimiento de la familia. Sin embargo, mifamilia se reducía a muy poco: el tío Cándido, la tía Nataliay la señora Felisa. Y también Ramón. De Ramón siemprehe hablado en presente, como un imbécil, pero ya se habíaido el día en que encontré a mamá sentada en la penumbradel comedor. Si en aquel momento aún hubiese estadoRamón, las cosas habrían sido totalmente distintas, porquemamá ya no estaría tan dolida ni tan furiosa.

A Ramón le gustaba revolver en el interior de aquel chi-nero y mostrarme los montones de cartas agrupadas y atadascon cintas de seda según el año en que habían sido escritas.También revolvíamos en la caja de las fotos. En el hueco olo-roso y obscuro del chinero, mamá escondía pastillas de jabónperfumado, deliciosas cajas de bombones y los estuches deraso y terciopelo que guardaban las escasas joyas que habíanpertenecido a la abuela. Ramón despreciaba las cartas en quereconocía la letra de papá e ignoraba las fotos en las que papános miraba con sus hermosos ojos azules siempre ausentes.Refunfuñaba al ver a aquel hombre que nos sonreía, forzado,desde lugares que no conocíamos, entre personas que nuncahabíamos visto e incluso acompañado por mujeres de rostrosexóticos y largas melenas negras y lisas. A Ramón no le gus-taban aquellas fotos ni aquellas cartas.

A mamá, al parecer, tampoco.

La tía Natalia, tan alta, tan delgada y tan elegante comola recordaba, me esperaba en el aeropuerto. A pesar dehaber cumplido ya los sesenta años, se empeñaba en man-

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tener un aspecto juvenil, vistiendo ropa ajustada y luciendouna media melena rubia con mechas blancas. Me lanzó undesconcertado pero efusivo beso con la mano, cuando,desde el otro lado de la puerta de cristal, me reconociómientras esperaba el equipaje. Yo también la saludé. Al lle-gar a su lado, me abrazó y quiso encargarse de mi pequeñamaleta con ruedas.

–¿Solo traes esto? –preguntó decepcionada. –Sí. Y la mochila. No se molestó en mirar la mochila que cargaba a la

espalda, no debía de ser una visión agradable para sus exqui-sitos ojos. Me di cuenta de que mi aspecto también la eno-jaba un poco. Era verano, yo vestía unos vaqueros viejos,una camiseta de sisas y unas sandalias de cuero negro. Y no,no iba maquillada ni peinada de peluquería. Intentó discul-parme ella misma: te veo cansada, el viaje ha sido largo, losuniversitarios no os preocupáis por vuestro aspecto. «Seráeso», pensé, y le cogí la mano como cuando era pequeña ycaminaba a su lado. Solo quería que se tranquilizase. Estabanerviosa, debía de hacer tres años que no nos veíamos: yohabía abandonado la ciudad en junio de 2004 y estábamos aprincipios de julio de 2007. A mí, lo confieso, también meresultaba extraño regresar a la ciudad, volver a casa. Enfren-tarme a mamá de nuevo. Natalia me apretó la mano y se lallevo hasta los labios para besármela. Me gustó su gesto, mesentí protegida.

–Tú tranquila y relajada, Nena. Todo está bien –fue ellaquien, al final, intentó tranquilizarme a mí.

Creo que solo he hecho dos cosas buenas por mamá enmi vida: una fue marcharme de casa cuando me lo pidió. Melo pidió el día que cumplí diecinueve años. Su regalo fue pre-cisamente una pensión mensual de mil quinientos euros querecibiría con la condición de que, al acabar el curso, buscase

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dónde vivir. Mis tíos se enfadaron con esa drástica decisióny se ofrecieron enseguida a acogerme. Pero yo ya habíahecho mis propios planes: estaba estudiando biología mari-na, tenía el mejor expediente académico de la promoción yuna ambición desesperada por irme a estudiar las ballenasgrises muy lejos de mamá y lo más cerca posible de la satis-facción de mis deseos. Una vez amé a alguien con un cora-zón que pesaba, por lo menos, cuatrocientos kilos y queestaba empeñado, el muy cabezota, en encontrar la manerade convertirse en ballena. Me decía: «Las ballenas cantan, lasballenas respiran debajo del agua por los pulmones, las balle-nas lanzan la leche desde las mamas a las bocas de sus hijos,que nacen por las colas de sus madres». Poco más que esosabía de las ballenas cuando empecé a estudiarlas. Mamátambién amó ese ser medio líquido, medio gaseoso perocontundente como los pilares de un edificio, enloquecidopor una imaginación que no distinguía lo real de lo ficticioy con un corazón inmenso que sólo sabía cómo amar amamá y cómo quererme a mí: Ramón. La pérdida deRamón fue, seguro, el dolor más grande que mamá sintiónunca. Mi pérdida fue, en cambio, el alivio más grande parael más grande dolor de mamá. Regresar en aquel momento,cuando estaba tan enferma, era, en opinión de tía Natalia, lasegunda cosa buena que haría por ella.

O por mí. No lo tenía muy claro. Al sentarnos en el coche, Natalia –una enorme sonrisa

de color rosa pálido– me dio las gracias, me tomó la caraentre las manos y me la estrujó como si aún fuera unbebé. Me pellizcó las mejillas y me recomendó una cremahidratante para el cuidado de la piel. Ella misma volvió adisculparme.

–Tienes la piel reseca, pasas todo el día en el agua saladay bajo ese sol mexicano que marchita hasta a los peces. –Me

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hizo reír. Le dije que solo era una estudiante, que iba a clase,colaboraba en un equipo de avistamiento de cetáceos y, devez en cuando, trabajaba en un enorme acuario donde secriaban delfines en cautividad. La tía Natalia buscó en elbolso una caja de cigarrillos.

–Pero sabrás bucear, ¿o no? –¡Eso sí! No sé por qué le hacía tanta ilusión a mi tía que supiese

bucear. Quizás intuía una libertad inaudita en poder des-plazarse por debajo del agua con unas botellas de oxígenoatadas a la espalda. Puso el coche en marcha y le agradecí queestuviese callada mientras circulábamos por la carreteraque llevaba a la ciudad. Me mantenía alerta. En el avión mehabía asaltado más de una vez el miedo a que me faltase valory quisiera dar la vuelta. Pero no ocurrió. Me dejé llevar porNatalia y comprobé que los años transcurridos me habíanarmado la piel con una especie de impermeable contra lanostalgia. Podía ver, pero no sentía. Las imágenes me entra-ban por los ojos y resbalaban hasta los pies. Intuí que enalgún momento los pies comenzarían a agitarse incómodos,como si caminaran sobre clavos o puntas de acero. Demomento, todo iba bien: no quería sentir nada y no sentíanada. Cuando estábamos a punto de entrar en la ciudad, mevolví hacia tía Natalia y le pregunté si lo sabía, si ella sabíaque volvía a casa.

–Pero, Nena, ¡solo es tu madre! –Había cierto enfado ensus palabras, como si estuviese harta de repetirlas. Y la ver-dad es que lo estaba. Había hecho mil veces de intermedia-ria entre mamá y yo cuando yo todavía era un bebé, y luegouna niña, y luego una adolescente y luego estudiante uni-versitaria. Y luego, cuando me fui, me llamaba al menos dosveces por semana para saber cómo estaba y para hablarme

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de mamá y de la familia. La miré, entonces, con dulzuraintentando agarrarme a su fortaleza. Recordé el día que mehabía llamado, hacía apenas un mes, para pedirme queregresase. Yo estaba en la playa bebiendo tequila conKazuo, un japonés que acababa de llegar a la bahía. Tambiénestaba Ángela, una profesora canaria que investigaba medu-sas para la Universidad de California.

La voz de mi tía se me había hecho familiar en cada espa-cio que había habitado desde que mamá me pidió que aban-donara la casa. Me acompañó a todas partes como los librosmás queridos, el viejo y desvencijado marine Kent Millerque había pertenecido a mi hermano y un breve y concisoálbum de fotos. Al viejo soldado Miller le faltaba una pier-na, mis libros se habían ido estropeando poco a poco concada viaje, y el álbum de fotos había aumentado también,viaje a viaje, pero la voz de Natalia seguía igual: saltarina ymusical, inestable a veces y, por su tono, podía saberse,incluso, el color del cielo al otro lado del teléfono. Perocuando me llamó hacía un mes, su voz era grave, parecía ves-tida con un grueso abrigo de lana. Yo intuí que sobre la ciu-dad se había extendido un pesado cielo gris, de zinc. Era lamisma voz grave con la que me había comunicado, hace dosaños, que mamá había tomado la decisión indiscutible deencerrarse en su cuarto para siempre. Mamá suele tomardecisiones terriblemente drásticas, que no pueden ser, enabsoluto, cuestionadas. Le costaba mucho decidirse, medi-taba, estudiaba todas las posibles consecuencias en el másabsoluto secreto y, por fin, decía un par de palabras y la Tie-rra cambiaba de rumbo. Tomó una decisión de ese tipocuando, ante la pasividad de tío Cándido al frente de laferretería, decidió ampliar el negocio familiar y montaruna tienda de electrodomésticos que, con el tiempo, se

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convertiría en una cadena de establecimientos especializa-dos en suministros para el hogar: muebles, alfombras,ropa de cama, loza... En fin, ese tipo de tiendas en que losclientes encuentran jarras cónicas, azucareros de metacri-lato con moscas atrapadas en la tapa, sillas que imitan lasdolorosas sillas de las casas de los abuelos, toallas italia-nas, mantas indias y reproducciones de esculturas africa-nas. Pero entre decisión y decisión que la convertirían enuna empresaria brillante y triunfadora, mamá era unasveces monstruosa y otras se transformaba en un ser total-mente depresivo y desamparado. Cuando caía en esos esta-dos impenetrables, inconsolables, tía Natalia y yo, un tantocrueles, solíamos decir que «estaba atrapada en la centrifu-gadora». Pensar en mamá dentro de una centrifugadora noshacía reír, nos hacía sentir cómplices, y eso nos salvaba decaer en la desesperación. Eran, realmente, momentos inso-portables para toda la familia.

Cuando decidió recluirse en su habitación, acababa decumplir cincuenta y cinco años. Hacía ya tiempo que lastiendas funcionaban sin necesitarla para nada e iban bien,muy bien. Le tocaba, porque era tiempo ya y porque así lehabía ocurrido a lo largo de su vida, caer en uno de esosremolinos dolorosos. Cuando se encerró en la habitaciónestaba derrotada, deseaba que la llevaran a algún lugardonde la aguardara un destino. No importaba cuál fuese:mamá necesitaba siempre un destino que la obligase aactuar, a abandonar el voluntario exilio de sí misma al quese entregaba cuando ni la muerte ni las personas que amabala conmovían lo más mínimo.

Yo buscaba preguntas para entusiasmarme con la vida,pero ella necesitaba desesperadamente una misión, unaobligación precisa y concreta, algo que diese sentido a los

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diez dedos de las manos, a las articulaciones de los huesosy a la ternura que, en algún momento lejano, se le solidifi-có en el vientre. Aquí, en la vida, parecía que hacía años queno la encontraba. Imagino que mamá, cuando se recluyó enel cuarto, ya llevaba tiempo deshaciendo el encaje de lamemoria que tanto había tardado en elaborar; y aquel día enque la sorprendí sentada en la penumbra del comedor, esta-ba comenzando a descoserse, a destejerse y a borrar loscaminos que la podían traer de regreso. Creo que fue unacto totalmente voluntario, como el de ciertos suicidas quetoman la decisión de matarse, no en los momentos en losque más sufren, sino en los instantes de mayor lucidez.Pero ya antes de despedazar a papá sentada en el suelo delcomedor, habían ocurrido cosas.

Ya había ocurrido, por ejemplo, la pérdida de su destino.

Mamá había nacido para cuidar a sus padres y sus padresmurieron, cuando aún era una adolescente, en un terribleincendio que arrasó la ferretería familiar. Se sintió perdida,porque la habían educado para que su vida tuviese sentidosolo si la entregaba al cuidado de unos padres ancianos, y todaesa responsabilidad ineludible recaería en ella cuando llegaseel momento. Sus padres habían tenido antes un hijo, Cándi-do, al que legarían el negocio. Mamá y tío Cándido habíannacido con los destinos diseñados. Mi tío Cándido tomóposesión del suyo a los veinte años, después del incendio, ytuvo que levantar a la familia desde las cenizas y la pocaexperiencia. Le pareció una enorme injusticia tener queentregar su juventud a la reconstrucción de una ferretería

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de la que solo quedaba hierro, humo y lodo. Pero para esohabía nacido, ¿o no? Entregado día y noche a la malditatienda, sólo le faltaba buscar a alguien en quien volcar sufrustración. Y encontró a Natalia.

La encontró un día en que ella entró a comprar una cafe-tera de porcelana.

–¿Por qué llamamos porcelana a un trozo de metalesmaltado? –tío Cándido se hacía ese tipo de preguntascuando se enfrentaba a la loza desportillada que mamá seempeñó en usar en la cocina durante años. Le dolía porquele recordaba la juventud perdida.

–Por el esmalte, que imita la porcelana fina, la de verdad–le explicaba, paciente, tía Natalia.

–¡Porcelana de pobre para comer lentejas con gusanos!–se enfadaba tío Cándido–. Eso es lo que hemos sido siem-pre, unos pobres miserables. ¿Por qué no me habré embar-cado, como todo el mundo?

Recuerdo esas palabras que tío Cándido decía como unaamenaza cuando se enfadaba. Aun sabiendo que gracias a lasdecisiones de mamá éramos una familia realmente rica, tíoCándido sólo percibía una antigua miseria que no procedíade la falta de dinero, sino de la falta de ilusiones. Y el «¿porqué no me habré ido a navegar como todo el mundo?» erapara mamá, y de paso para tía Natalia –que pensaba que sersu marido debía bastarle a mi tío para ser feliz–, la mayorofensa que podía infligirles. Por una inexplicable empatía, tíaNatalia sentía lo mismo que mamá en circunstancias extre-mas, y eso que no se soportaban. Que alguien sacase el temade «irse embarcado», y sobre todo si lo hacía mi tío, se con-vertía en un ataque directo contra ambas. Pero esa es ya otrahistoria.

Tío Cándido no estaba en absoluto satisfecho con suvida, pero había asumido sin rebeldía, sin ninguna ambición,

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ser un eslabón más en la historia de aquel negocio que lleva-ba un siglo abierto. Incluso el nombre, un nombre que reci-bían todos los primogénitos de la familia, se lo habían atadoal cuello de la misma forma que le colgaron una cadena deoro con la medalla de la Virgen del Carmen. Creo que porculpa del nombre de tío Cándido mi abuela y su familia deja-ron de tratarse definitivamente. De hecho, ni mamá ni el tíohablaban de esos parientes si no era para calificarlos de orgu-llosos y soberbios. En alguna ocasión me he encontrado congente que me decía que era igualita a mi abuela materna yque era una pena lo que había sucedido.

Durante un tiempo salí con un chico que llevaba elpoco común apellido de mi madre. Al darnos cuenta, nosentró tanto asco por sabernos primos que no tuvimos ni lamás mínima intención de seguir viéndonos. Cuando estudia-ba en la ciudad, me cruzaba con él por las mañanas, al ir ala facultad; no nos saludábamos siquiera, pero estaba segurade que él me miraba por el rabillo del ojo. Yo, lo confieso, lemiraba. Caminaba erguido, tieso, vestido con traje y corbata.Llevaba paraguas cuando llovía, un enorme paraguas negrode buena calidad, y sus botas resonaban al golpear con lassuelas el empedrado de la calle. Cuando no llovía, vestía igualcon traje y corbata, pero no llevaba paraguas y sus zapatoseran de suave cuero negro o marrón, a juego con su ropa.Tampoco me parecía tan distinta su vida de la vida de tíoCándido, los dos desapasionados, reproductores inconscien-tes de los mismos gestos cotidianos e ignorantes de que lavida era un inmenso proyecto que existía más allá de ellosmismos. A pesar de ellos mismos.

Creo que aquel chico y yo, sin necesidad de mirarnos,veíamos los fardos que llevábamos a la espalda y que noeran nuestros. Pero aun sabiéndolo, y a pesar de reconocer

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