En junio de 1815, se dirimió en Waterloo el futuro de Europa. Durante casi 12 horas Napoleón, que salió al ataque, intentó doblegar sin éxito, a la coalición internacional que lideró el duque de Wellington.
Hace doscientos años, el 18 de junio de 1815, se libró una de las
batallas más decisivas en la historia de Europa: la que hoy
conocemos como batalla de Waterloo. En ella se jugó el destino del
continente, que en aquel momento pendía de un hilo. Todo se fiaba a
quien resultara vencedor de la lucha que enfrentaba a Napoleón con
las potencias de la denominada VII Coalición, integrada por Gran
Bretaña, Prusia, Austria y Rusia y que había sido organizada a
toda prisa, al tenerse noticia de que el emperador de los franceses se
había hecho de nuevo con el poder en Francia, después haber
escapado el 26 de febrero de su confinamiento en la isla de Elba.
La nueva coalición antinapoleónica era la respuesta que daban las
potencias europeas a las proclamas de paz lanzadas por Bonaparte.
El rechazo lo obligó a actuar sin pérdida de tiempo. Napoleón era
consciente de que podía vencer a las fuerzas de la coalición si lograba
enfrentarse a ellas por separado, pero la victoria le resultaría
imposible de alcanzar si tenía que pelear con todos a la vez.
La rapidez de movimientos del ejército francés hizo que en los
campos de Waterloo únicamente intervinieran tropas británicas y
prusianas. Ni los austríacos ni los rusos, los otros integrantes de la
coalición, llegaron a tiempo al campo de batalla.
En muy pocas jornadas Napoleón pudo llevar a sus tropas hasta
la frontera belga gracias a que había logrado ilusionar de nuevo a
muchos compatriotas. Por toda Francia se había extendido durante
las semanas anteriores la gran noticia: el emperador ha vuelto. Había
avanzado hacia el norte desde el Midi, donde había desembarcado,
en olor de multitud y cuando entró en París, del que Luis XVIII había
huido a toda prisa, los parisinos le tributaron un recibimiento
grandioso. Su carisma y el entusiasmo que despertó en los veteranos
que habían luchado a sus órdenes en anteriores campañas, le
permitieron tener dispuesto, en un tiempo muy corto, un ejército
numeroso. Resucitaban antiguas unidades, entre ellas la Vieja
Guardia, una infantería de élite que siempre había constituido la más
aguerrida del ejército napoleónico. También se incorporaron a su
nuevo ejército algunos de los mejores generales que habían luchado
anteriormente a sus órdenes, aunque también las ausencias eran
notables. Junto a él estaban mariscales como Ney, Grouchy o
Mortier, y generales como Kellermann, Milhaud o DErlon.
Entre los integrantes de la VII Coalición, que se encontraban en Viena
reorganizando el mapa de Europa y tratando de restaurar el orden
alterado por la revolución que había estallado en Francia un cuarto de
siglo antes, también se tomaron decisiones con mucha rapidez, pese
al desconcierto inicial que había provocado la noticia del retorno de
Napoleón a Francia. Tanto las tropas británicas, mandadas por Sir
Arthur Wellesley, duque de Wellington como las prusianas a las
órdenes del anciano mariscal Gebhard Leberecht Blücher, habían
acudido al sur de Bélgica para oponerse al avance francés. La guerra
estaba planteada y Napoleón partía de la idea de que la pieza clave
de la coalición eran los británicos. En consecuencia, resultaba
imprescindible vencerlos. Si lograba la victoria sobre las tropas
mandadas por Wellington, el resto de los ejércitos de la coalición no
supondría un problema serio.
En Bélgica Wellington contaría con el apoyo del ejército prusiano que
se había movido con rapidez. Por lo tanto, la estrategia de Napoleón
pasaba por separarlos. Para ello su ataque trataría de obligarles a
replegarse en direcciones opuestas que estarían marcadas por sus
bases de aprovisionamiento. Los planes de Bonaparte preveían que
los británicos lo hicieran hacia Bruselas y los prusianos en dirección
Lieja. Ese ataque inicial con el propósito de dividirlos era algo que los
enemigos de Napoleón no esperaban porque suponía un suicidio,
dada la diferencia de hombres y medios con que contaban ambos
bandos.
Un orden de batalla favorable a la Coalición
Número de soldados Francia, (Napoleón): 124.000
Gran Bretaña y Holanda (Wellington): 100.000
Prusia (Blücher): 117.000
Total de la Alianza: 217.000
Total del Imperio: 124.000
Las tropas mandadas por Napoleón sumaban, aunque las cifras
difieren ligeramente de unas fuentes a otras, en torno a los 124.000
hombres y disponían de unas 350 piezas de artillería. Los británicos
de Wellington más sus aliados holandeses se acercaban a los 100.000
y los prusianos de Blücher eran 117.000; el número cañones que
sumaban las artillerías británica y prusiana superaba las quinientas
bocas de fuego. Ese considerable desequilibrio de fuerzas hacía
que los aliados no esperasen que Napoleón tomara la iniciativa, pero
fue lo que hizo, utilizando en su favor el factor sorpresa. Había
planificado dos acciones simultáneas para atacar a británicos y a los
prusianos por separado.
Los primeros contactos entre unidades de ambos ejércitos se
produjeron el 15 de junio, pero los verdaderos combates, preliminares
a lo que sería la batalla de Waterloo, se libraron el día 16. Una de las
alas del ejército francés, bajo el mando del propio Napoleón se
enfrentó a los prusianos de Blücher en la zona de Ligny. La
otra, mandada por el mariscal Ney, se enfrentaría en Quatre Bas a
las tropas del duque de Wellington. El objetivo era abrir la
distancia que había entre ellos para poder batirlos por separado.
Primero a las tropas de Blücher y después a las de Wellington. La
misión inicial de Ney era contener a los británicos, mientras que
Napoleón combatía con los prusianos.
Dividir a prusianos y angloholandeses
La separación de los ejércitos de la coalición se produjo, tal y como
Bonaparte había previsto. Sin embargo, no fue posible la derrota total
de los prusianos. Las tropas de Blücher sufrieron un serio revés, pero
no fueron aniquiladas como pretendía Napoleón para poder
enfrentarse al duque de Wellington con las espaldas cubiertas, dado
que ni austríacos ni rusos, los otros integrantes de la alianza,
suponían una amenaza en aquellos momentos por encontrarse a
muchas jornadas del campo de batalla. La causa que había impedido
una completa derrota de los prusianos estaba en que el cuerpo de
ejército que, al mando del general DErlon, había de llegar al campo
de batalla de Ligny con tiempo para rematar la victoria francesa, se
retrasó demasiado, lo que permitió a los prusianos replegarse. Al
parecer, Derlón había recibido órdenes contradictorias de
Napoleón y de Ney. Este último, hombre muy vehemente, una vez
que había obligado a los británicos a replegarse, quiso saborear el
éxito y lanzó innecesarias cargas de caballería al mando de Derlón.
Esa circunstancia fue la que impidió colaborar con el emperador y
convertir la acción de Ligny en un desastre total para el ejército de
Blücher.
Los prusianos habían sido derrotados, se habían visto obligados a
replegarse en dirección opuesta a las líneas de retirada seguidas por
los británicos, pero no habían sido aplastados y conservaron buena
parte de su capacidad de lucha. A ello se añadió otro factor que, a la
postre, será decisivo. La retirada de las tropas de Blücher no se
produjo hacia Lieja como había previsto Napoleón, sino que lo hizo
hacia Wavre, aprovechando la oscuridad de la noche.
Las voces de Waterloo
J. M. A.
Tras los preliminares de Ligny y Quatre Bas, El principal objetivo de
Napoleón de separar a británicos y prusianos se había conseguido. En
esa situación, Napoleón empleará el día 17 en preparar el ataque a
Wellington. Algún historiador militar han considerado que ese fue su
mayor error: dejar pasar veinticuatro horas antes de cargar
contra Wellington. Es lo que sostuvo Archibald F. Becke en su ya
clásica obra, Napoleón y Waterloo, donde considera que la inactividad
de Napoleón en las doce horas que van de las 9 de la tarde del día 16
a las 9 de la mañana del 17 le hicieron perder la batalla.
El 17 de junio de 1815 fue un día gris y lluvioso. Napoleón pasó la
mayor parte de la jornada en una posada, llamada la Belle Alliance,
donde el mismo posadero que había atendido la víspera al duque de
Wellington era quien ahora le servía a él. El emperador estaba
aquejado de una cistitis, aunque otras fuentes señalan que su
dolencia era un fuerte ataque de hemorroides. La enfermedad lo
tenía de muy malhumor, pero quienes estuvieron aquel día a su
lado señalan, sin embargo, que se mostraba optimista considerando
que su plan de la víspera no había sido perfecto, pero le había
permitido alcanzar el primer paso de su plan estratégico. Confiaba en
que la batalla que estaba a punto de librarse iba a depararle una gran
victoria. Por la tarde de aquella víspera de la batalla arreció la lluvia y
sobre los campos de Waterloo descargó una fuerte tormenta que dejó
empapado el terreno.
Los soldados, 67.000 a las órdenes de Wellington y 74.000 a las
órdenes de Napoleón no eran conscientes de que iban a ser
protagonistas de uno de esos momentos de la historia de Stefan
Zweig consideraba como estelares. Cuando amaneció el día 18
había dejado de llover, pero los efectos del agua caída, en algunos
momentos de forma torrencial, eran patentes: el campo de batalla
estaba embarrado. La caballería tendría muchas dificultades para
maniobrar y la artillería sería mucho menos eficaz con el suelo
embarrado; si en el curso de la batalla era necesario cambiar el
emplazamiento de los pasados cañones, resultaría prácticamente
imposible.
Napoleón, consciente de no haber aniquilado a los prusianos y, a
pesar de que no se les veía por ninguna parte, encargó al mariscal
Grouchy la misión de bloquear cualquier intento por parte de los
prusianos de participar en la batalla. Si Blücher se acercaba a
Waterloo toda la ventaja conseguida el día anterior se habría
esfumado. Pese a que perder tiempo podía ser peligroso, Bonaparte
decidió retrasar el ataque unas horas buscando poder hacerlo en un
terreno menos blando.
La batalla se inició a las 11;30 con un amago de ataque
inicial sobre el ala derecha del enemigo, pero donde se descargaría
el ataque principal sería sobre el centro de las tropas de Wellington.
Para tomar esa decisión Napoleón no escuchó los consejos de sus
generales que habían peleado en España contra Wellington,
señalando la habilidad con que el británico se movía a la defensiva y
la enorme potencia de fuego que podía desplegar su infantería.
El ataque de la infantería francesa se inició, tras una fuerte
preparación artillera que tuvo más impacto psicológico que efectivo,
dado que los cañones franceses disparaban a ciegas, al no ver los
objetivos.Las tropas británicas, habían adoptado sus típicas
formaciones defensivas -los llamados cuadros wellingtonianos-,
que habían empleado en España siempre con éxito. Se habían
encuadrado en tres formaciones. Sus alas izquierda y derecha se
resguardaban en sendas granjas, las de Hougoumont y la de La
Haye, mientras que el centro aprovechaba las ondulaciones del
terreno para protegerse. En un primer momento el ataque frontal
causó un considerable impacto en las filas británicas. Pero el daño, al
igual que el de la artillería, era mucho más psicológico que
real. Estaba provocado por el rugido de los cañones y las acciones de
la caballería francesa, integrada por batallones de coraceros
mandados por Ney, que entraban entre los cuadros de la infantería de
Wellington. Lo que en realidad estaba ocurriendo en la primera línea
de combate, era que los franceses no lograban romper las filas
enemigas y su empuje decrecía poco a poco, tampoco las cargas de
la caballería lograban abrir brecha. Conforme avanzaba la jornada la
infantería británica superó el mal momento inicial.
Los errores tácticos de Napoleón
Se ha especulado mucho acerca de que ese ataque al centro del ejército de Wellington fue un error táctico de Napoleón, que si hubiera atacado el ala izquierda del enemigo habría cambiado el curso de la batalla, ya que una maniobra como esa habría aislado definitivamente a las tropas de Wellington de los prusianos. Hemos de señalar, sin embargo, que en los inicios de los combates en Waterloo nadie consideraba la presencia de las tropas de Blücher en la batalla, después del varapalo recibido la víspera. Máxime cuando a Grouchy, al frente de una parte importante de la caballería francesa, se le había encomendado su aniquilación definitiva. Los errores de Grouchy, que los cometió, se unieron con la existencia de una espesa niebla que permitió a los prusianos camuflarse. Posiblemente también influyó el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido en ocasiones anteriores, en que Bonaparte estaba presente en el lugar donde se libraba la batalla aún a riesgo de resultar herido o muerto, en Waterloo se mantuvo apartado de la zona de combate. Eso era algo que le había permitido, en más de una ocasión, tomar decisiones en función del curso de los acontecimientos. Ahora dirigió la batalla desde retaguardia, posiblemente a causa de las dolencias que lo aquejaban.
Hacia las 13;30 el alto mando francés recibió las primeras
noticias de que el ejército prusiano, a las órdenes del mariscal
Gneisenau -Blücher estaba indispuesto-, avanzaba desde Wavre y
atacaba a los franceses por su flanco derecho. Grouchy se había
mostrado incapaz de cerrarles el paso, al parecer de nuevo por un
error en las órdenes recibidas. La presencia de los prusianos en el
campo de batalla cambiaba curso de los acontecimientos. Napoleón,
que estaba instalado en la Belle Alliance, ordenó entrar en combate a
la Vieja Guardia, que constituían la parte principal de sus reservas.
Una parte se dirigió hacia el ala derecha para hacer frente a los
prusianos. Los viejos granaderos de la Guardia Imperial logran, en un
primer momento, desalojarlos de sus posiciones y hacerse con la
localidad de Plancenoit, pero la aplastante superioridad numérica de
los prusianos no les permite mantener la posición y se ven obligados
a replegarse. Las otras tropas de esa infantería de élite, que habían
atacado el centro de las defensas de Wellington, tampoco
consiguieron su objetivo y fueron diezmadas por las reservas
británicas que también habían sido lanzadas al combate.
El repliegue de aquellos veteranos con fama de invencibles al haber
intervenido con éxito en numerosas campañas, hizo que cundiera el
desconcierto entre las filas de las tropas napoleónicas. La situación
del combate se había invertido. Ahora eran los enemigos de Napoleón
quienes tomaban la iniciativa, al tiempo que las filas francesas se
descomponían. Napoleón sin recursos que oponer para hacer frente
a la contraofensiva de Wellington, apoyada ahora por los prusianos,
se vio obligado a abandonar precipitadamente la Belle Alliance.
Waterloo se había convertido en muy poco rato en un desastre para
los nuevos sueños de Bonaparte.
Si Napoleón hubiera... por GORDON CORRIGAN
Se ha insinuado que, si lo primero que hubiera hecho Napoleón en aquella mañana hubiera sido lanzar a la Guardia Imperial directamente carretera adelante contra el centro aliado, podrían haber roto el frente, haber dispersado el ejército de Wellington y haber estado en Bruselas para la hora del té. Aparte de la dificultad de abrirse paso a través de una línea de infantería británica en un terreno de su propia elección, la Guardia Imperial no estaba disponible a primera hora de la mañana porque más bien seguía combatiendo todavía cuesta arriba en Quatre Bras, calados sus hombres hasta los huesos, hundidos en el barro hasta los tobillos y hambrientos....Napoleón no podría haber vencido en Waterloo pero, aun en el supuesto de que por algún milagro hubiera ganado la batalla, incluso así habría perdido la guerra. Con 100.000 prusianos en el campo y un enorme ejército austríaco y otro ruso todavía más grande interponiéndose en su camino, habría caído derrotado de todas formas porque los británicos habrían seguido financiando la coalición, como lo habían hecho con las seis coaliciones anteriores que se habían formado para enfrentarse a la Francia revolucionaria y napoleónica. Incluso si por alguna intervención divina hubiera ganado la guerra, Napoleón iba a morir de todos modos ocho años más tarde; su hijo, todavía menor de edad, no podría haberle sucedido y en todo caso murió joven, y es mucho más probable que los mariscales hubieran terminado peleándose entre ellos y que la Unión Europea bonapartista no hubiera llegado a prosperar
En abril 1814, Napoleón abdicó y se exilió en Elba. Las cuatro potencias que lo habían derrotado empezaron a configurar el nuevo mapa de Europa
A última hora de la tarde del 18 de junio de 1815, los generales
Arthur Wellesley, duque de Wellington (1769-1852), británico,
y Gebhard Leberecht von Blücher (1742-1819), prusiano, pudieron
dar por terminada la batalla que conocemos con el nombre de
Waterloo. Su victoria era incontestable. El emperador de Francia,
Napoleón I (1769-1821), derrotado, había escapado hacia París y las
tropas aliadas podían volver a adentrarse en Francia. El 8 de julio, dos
días antes de que el emperador se rindiera formalmente por segunda
vez, los aliados volvían a restaurar la monarquía francesa en la
persona del heredero de la casa de Borbón que había empezado a
reinar en 1814 con el nombre de Luis XVIII (1755-1824).
Se ponía fin así al intento de Napoleón de rectificar, tanto su primera
abdicación de 11 de abril de 1814, con su regreso a Francia el 1
de marzo de 1815, como las consecuencias de la paz que estaban
diseñando los vencedores desde que, en noviembre de 1813, el
emperador rechazase el último acuerdo de paz que le ofrecieron. En
realidad, el diseño de la paz ya estaba establecido; nueve días
antes de la culminación de la batalla de Waterloo, el Congreso de
Viena había sido clausurado con la firma de su Acta Final el 9 de junio
de 1815.
Evidentemente, la aventura de los "Cien Días" sería castigada poco
después y el Segundo Tratado de París, de 20 de noviembre de
1815, sería más duro con Francia de lo que había sido el Primero de
30 de mayo de 1814, pero lo fundamental no cambiaría: Francia
sería contenida para que no pudiera volver a amenazar a sus
vecinos y en Europa se establecería un nuevo equilibrio de poder.
Los augurios de 1812
Pero, retrocedamos un poco en el tiempo para poder entender el
proceso de la formación de sistema internacional post-napoleónico.
Sin duda, el desastre de la Grande Armée napoleónica durante la
retirada de Rusia y la fecha del 14 de diciembre de 1812, cuando los
últimos franceses fueron expulsados de Rusia, podría ser un buen
punto de partida. Sin embargo, Napoleón no fue completamente
derrotado en Rusia.
En los primeros meses de 1813, el emperador fue capaz de reclutar
un ejército de 400.000 franceses apoyados por 250.000 aliados para
disputar el control del mundo germánico a rusos, prusianos,
austriacos y británicos, que fueron reconstruyendo una nueva
coalición capaz de derrotar definitivamente a Napoleón en la "Batalla
de las Naciones" que se desarrolló del 16 al 19 de octubre de 1813 en
Leipzig.
En ese momento, cuando Napoleón ya había perdido el control del
mundo germánico y cuando, tras la victoria anglo-hispano-portuguesa
de Vitoria de 21 de junio de 1813, Wellington, con un ejército anglo-
portugués, estaba a punto de cruzar el Bidasoa para atacar a
Napoleón en el mediodía de Francia, los aliados le ofrecieron el 9
de noviembre de 1813 una paz por la que, a cambio de renunciar
a todas sus conquistas, pudiera mantener su poder en Francia. El
emperador no lo aceptó convencido de que no tenía otra legitimidad
que la de haber dado a Francia la gloria de un Imperio.
Pero, más allá de algunas maniobras de corto recorrido por parte de
Napoleón, y, sobre todo, más allá de su firme decisión de seguir
peleando hasta diez días después de que los aliados entrasen en
París, la suerte estaba echada. Los aliados, tan divididos por intereses
contrapuestos durante tanto tiempo, iban a ser capaces ahora, en
enero de 1814, de ponerse de acuerdo sobre lo que querían hacer
con Europa en general y con Francia en particular. El principal mérito
por el logro de la unidad de los aliados le corresponde a Robert
Stewart, vizconde de Castlereagh (1769-1822), secretario de Estado
para Asuntos Exteriores del Reino Unido desde 1812.
En enero de 1814 Castlereagh fue enviado al Continente, al Cuartel
General de los aliados, por el gobierno tory del conde de Liverpool
para coordinarse con rusos, austriacos y prusianos; es decir con elzar
Alejandro I de Rusia (1777-1825), el emperador Francisco I de
Austria (1792-1806) y el rey Federico Guillermo III de
Prusia (1770-1840), así como con sus respectivos ministros Karl
Robert Nesselrode (1780-1862), Klemens von Metternich (1773-
1859) y Karl August von Hardenberg (1750-1822). La excelente
relación personal que Castlereagh y Metternich establecieron desde
su primer encuentro, así como la perfecta compatibilidad entre
los intereses del Imperio Británico y del Imperio Austriaco,
ayudarían a que los acontecimientos siguieran el rumbo que
siguieron.
Bajo la férrea dirección de Castlereagh, Metternich, Alejandro y
Federico Guillermo, las cuatro grandes potencias: formularon juntas
sus propuestas de paz el 29 de enero; se reunieron con el
representante de Napoleón en la fracasada Conferencia de Châtillon
el 5 de febrero; y se volvieron a reunir en el Congreso de Chaumont el
1 de marzo para establecer una Cuádruple Alianza con el decidido
objetivo terminar la guerra, imponer la paz y mantenerla. La clave de
lo que sucedería a lo largo de las negociaciones que se celebraron
más adelante en París y Viena se encuentra en las decisiones
tomadas en los inicios de 1814 en torno al planteamiento del
Congreso de Chaumont.
En el tratado que puso fin a la reunión, y que lleva fecha de 9 de
marzo de 1814, Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia se
comprometían formalmente a continuar la guerra contra Francia
hasta cumplir unos determinados objetivos:
Las condiciones de la Alianza
1. Una Alemania confederada
2. Una Suiza independiente
3. Una Italia formada por Estados independientes
4. Una España libre bajo la casa de los Borbón
5. Una Holanda ampliada bajo la casa de Orange
El tratado incluía también una contribución económica británica que
doblaba a la ofrecida con anterioridad, el compromiso de mantener
esa Cuádruple Alianza durante los veinte años que siguieran a la
derrota de Francia y en el artículo XVI el objetivo de establecer y
conservar "el equilibrio de poder" en Europa.
Cuando los Grandes empezaron a pensar en la organización de la paz, pensaron en un congreso y un tratado en el que participaran no sólo Rusia, Austria, Prusia y Gran Bretaña, sino también España, Portugal, Suecia y Holanda. Sin embargo, a la altura de la reunión de Châumont, el convencimiento de que ni España, ni Portugal, ni Suecia, ni Holanda podían asumir las obligaciones militares que implicaban los objetivos que se querían alcanzar, llevó a los cuatro más poderosos a asumir todos los compromisos, a reservarse todas las decisiones futuras y a monopolizar los principales beneficios
La participación posterior de las potencias secundarias en el Tratado
de París que estableció la paz con Francia, al que sólo se les permitió
"acceder" a lo previamente firmado por los Cuatro, no cambió
evidentemente la dimensión de la alianza de Chaumont; tampoco lo
haría el Congreso de Viena.
Los dirigentes de las cuatro grandes potencias vencedoras, hombres
formados en la cultura aristocrática del siglo XVIII, entendieron que
debían buscar un equilibrio de poder entre sus Estados que evitase
tanto la lucha incesante por la hegemonía como la hegemonía de uno
en una Europa que entendían multipolar. Esta idea, piedra angular de
todo el edificio que conocemos como Sistema de Viena, determinó
la respuesta que dieron a la gran pregunta que se hacen los
vencedores al terminar una guerra: ¿Qué se debe hacer con el "gran
vencido" al que ha costado tanto derrotar? ¿Desmembrarlo o
contenerlo? La respuesta fue contenerlo para evitar el vacío de poder
y el desequilibrio que se produciría con su desmembración; y no
humillarlo para evitar la respuesta airada de los franceses.
Una vez decidido qué hacer con el "gran vencido", el problema sería
establecer hasta dónde se permitiría avanzar al "gran vencedor
continental", es decir, a Rusia. Entre una Francia contenida en sus
antiguas fronteras y una Rusia que ya había avanzado sobre Finlandia
y Besarabia, y que deseaba seguir avanzando sobre tierras polacas,
Castlereagh y Metternich defenderían una nueva configuración
territorial de la Europa Central que asegurase el equilibrio de poder
continental que necesitaba el Imperio Británico para concentrarse en
sus intereses marítimos, y el Imperio Austriaco para mantener su
vieja hegemonía sobre el mundo germánico.
En este marco, los Cuatro Grandes entendieron que la negociación de
la paz debería pasar por dos fases. Primero, en París, negociarían un
tratado de paz con el rey Luis XVIII (1755-1824) y su ministro Charles
Maurice de Talleyrand (1754-1838) por el que Francia debería
aceptar, no sólo volver a sus antiguas fronteras, sino, sobre todo, el
establecimiento en sus fronteras orientales de una serie de Estados-
tapón que evitarían que cualquier futuro revisionismo francés pudiera
modificarlas. Después, en Viena, pondrían broche final a sus
negociaciones en un gran congreso internacional al que Castlereagh y
Metternich confiaban llegar habiendo resuelto con anterioridad todas
las cuestiones conflictivas.
El Congreso de Viena, que se abriría el 23 de septiembre de 1814, no pudo cerrarse hasta el 9 de junio de 1815 con la firma de su Acta Final. La negociación se complicaría hasta extremos no imaginados con el añadido de la amenaza que supuso, el 1 de marzo de 1815, el regreso a Francia de Napoleón y su capacidad para volver a entusiasmar a muchos franceses y para volver a organizar un ejército con el que tratar de llegar a los Países Bajos para obligar a los aliados a replantear los términos de la paz.
El Congreso de Viena, que se abriría el 23 de septiembre de 1814, no
pudo cerrarse hasta el 9 de junio de 1815 con la firma de su Acta
Final. La negociación se complicaría hasta extremos no imaginados
con el añadido de la amenaza que supuso, el 1 de marzo de 1815, el
regreso a Francia de Napoleón y su capacidad para volver a
entusiasmar a muchos franceses y para volver a organizar un ejército
con el que tratar de llegar a los Países Bajos para obligar a los aliados
a replantear los términos de la paz.
Tras Waterloo, Napoleón tuvo que firmar una segunda
abdicación y Luis XVIII y Talleyrand tuvieron que aceptar
un Segundo Tratado de Paz de París que, firmado el 20 de
noviembre de 1815, rectificaría, endureciéndolos, algunos aspectos
del Primer Tratado de Paz de París firmado el 30 de mayo de 1814.
Francia perdía algún pequeño territorio, aunque no retrocediese de
sus fronteras de 1789 y quedaba obligada a pagar indemnizaciones
económicas y a devolver obras de arte robadas por sus ejércitos
mientras una parte de su territorio nororiental quedaba bajo la
ocupación del ejército prusiano.
Lo que no cambiaría era la contención que se había impuesto a
Francia con el establecimiento de una barrera de Estados-tapón que
impedirían que se volviera a "escapar" por el valle del Rin o por el
norte de Italia: un reino de los Países Bajos bajo la casa de Orange al
que se añaden los antiguos Países Bajos austriacos y en el que se
colocan instalaciones militares británicas; una Renania prusiana, una
Confederación Helvética neutral, un reino del Piamonte-Cerdeña
ampliado con Génova y una amplísima Italia austriaca en la que el
gobierno de Viena controlaría el reino Lombardo-Véneto de manera
directa.
El Primer Tratado de Paz de París de 30 de mayo de 1814, que había
establecido que el congreso se celebrase en Viena, decía también
muy imprudentemente que se dirigirían invitaciones "a todas las
potencias comprometidas en una u otra parte en la presente guerra".
Sin embargo, por un artículo secreto de ese mismo tratado, Francia se
había obligado a aceptar que tanto las disposiciones sobre los
territorios conquistados por ella, como "las relaciones mediante las
que se estableciera un sistema real y permanente de equilibrio de
poderes en Europa", serían decididas estricta y exclusivamente por
las cuatro grandes potencias de la Cuádruple Alianza. El hecho
insólito de que ese artículo secreto no se comunicara, ni a las
llamadas "pequeñas potencias", ni a las potencias que pasaron a
llamarse "sub-aliadas" (España, Portugal y Suecia), que habían
"accedido" al Tratado de Paz, pero que no estaban obligadas a
respetar un artículo que formalmente desconocían, creó, desde el
principio, un océano de incomprensión y de malentendidos.
Cada país, beligerante o neutral, enemigo o aliado, grande o
pequeño, aceptó la invitación y envió costosas delegaciones a Viena
bajo la impresión de que se les concedería la oportunidad de exponer
sus respectivas reclamaciones y aportar sus ideas al nuevo orden
europeo. El origen del malentendido se encuentra, como ya se ha
señalado, en que, cuando los Cuatro redactaron el Tratado de París,
esperaban que el Congreso de Viena tuviese un carácter
eminentemente simbólico: una reunión de todos para solemnizar el
respeto recíproco de los Estados soberanos europeos hacia la
soberanía de los demás después de tantos años de guerra.
El zar, exultante, sintiéndose el único gran vencedor de Napoleón, se había anexionado Finlandia y BesarabiaEl problema que impidió el cumplimiento del programa tuvo mucho
que ver con las indecisiones del zar Alejandro sobre el futuro de la
Polonia repartida definitivamente entre sus tres vecinos en 1795 y
recreada en 1807 por Napoleón, con el nombre de gran-ducado de
Varsovia, sólo con las partes que habían correspondido a Austria y
Prusia. El zar, exultante, sintiéndose el único gran vencedor de
Napoleón, se había anexionado Finlandia y Besarabia sobre la
marcha, mantenía unos 600.000 hombres en el centro del Continente,
y tenía "grandes planes para Polonia" la "suya", y "la de Napoleón",
pero no había sido capaz de concretarlos ante sus aliados,
posiblemente porque si se cumplían, Prusia y Austria deberían ser
compensadas con territorios alemanes e italianos, y eso era abrir un
avispero. En cualquier caso, cuando los Cuatro empezaron a reunirse
en Viena, pensaron que el arreglo sería rápido, que Francia sólo sería
un espectador y que el resto de Europa sólo tendría que firmar un
instrumento redactado en relativa armonía. Pero Rusia lucharía por
Polonia; Prusia por Sajonia; Austria por el equilibrio alemán;
Castlereagh por el equilibrio de Europa; y Talleyrand por la
participación de Francia en los asuntos europeos. Nadie parecía haber
pensado que estas posiciones pudieran resultar incompatibles. El
desarrollo de las negociaciones de las grandes potencias durante el
Congreso sería especialmente conflictivo aunque, finalmente,
pudieran llegar a un compromiso satisfactorio para todas ellas.
El desafío del regreso del emperador
No se permitió que el zar y los prusianos obtuvieran lo que desearon:
Posnania quedó en Prusia y se mantuvo una Sajonia independiente.
En el espacio alemán se creó una Confederación Germánica con 39
soberanías, presidida por Austria, con una Dieta de sus gobiernos en
Frankfurt y con un muy reforzado poder de Prusia. En el Báltico,
Suecia, que había perdido Finlandia a manos de Rusia, fue
compensada con la entrega de Noruega, que había sido previamente
danesa; y Dinamarca, que perdía Noruega, recibió en compensación
los ducados alemanes de Schleswig y Holstein así como un asiento en
la Dieta de Frankfurt. Finalmente, la Península Italiana quedó dividida
entre cuatro soberanías: (1) el reino del Piamonte-Cerdeña bajo la
casa de Saboya; (2) el reino Lombardo-Véneto incorporado al Imperio
Austriaco que, además, controlaría indirectamente los principados de
Parma, Módena y Toscana; (3) los Estados Pontificios; y (4) el reino de
las Dos Sicilias bajo una rama menor de la casa de Borbón.
Firmada su Acta Final el 9 de junio de 1815, el Congreso de Viena fue
formalmente clausurado mientras soberanos, políticos y diplomáticos
quedaron a la espera de que el desafío de Napoleón se resolviera de
manera realmente definitiva. Como hemos visto, tras Waterloo (18 de
junio) y la segunda abdicación (22 de junio), las grandes potencias
abordarían la negociación del Segundo Tratado de Paz con Francia
que, finalmente, se firmaría el 20 de noviembre. Pues bien, en ese
momento en que el diseño de la paz estaba a punto de completarse,
el zar Alejandro puso encima de la mesa de negociación un
documento extraño que, supuestamente, buscaba garantizar la paz.
Conocido como Tratado de la Santa Alianza, el documento parecía
afirmar, no sólo la solidaridad cristiana entre los soberanos firmantes,
sino también un hipotético derecho de intervención de unos Estados
en los asuntos internos de otros.
El Tratado fue firmado-ratificado en París el 26 de septiembre por el
zar Alejandro de Rusia, el emperador Francisco de Austria y el rey
Federico Guillermo de Prusia, y quedó abierto a la "accesión" de todos
los soberanos que quisieran unirse a ellos. No lo firmó Gran Bretaña
invocando el hecho cierto de que su monarca no podía firmar tratados
sin la ratificación de su Parlamento.
En cualquier caso, Castlereagh, que no olvidaba que los compromisos
asumidos el 1 de marzo de 1814 en el Congreso de Chaumont por
Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia incluían el de mantener la paz
establecida tras la derrota de Francia, planteó con éxito la renovación
del compromiso concreto de mantenerse unidos frente a cualquier
intento hegemónico de Francia durante los veinte años que siguieran
a su derrota. Es muy significativo que la renovación de la Cuádruple
Alianza se firmase el 20 de noviembre de 1815, el mismo día en que
se firmaba el Segundo Tratado de Paz con Francia.
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