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Arthur Miller, Presencia. Trad. Victoria Alonso Blanco. Barcelona,
Tusquets, 2009. Col. “Andanzas”.
Arthur Miller es conocido universalmente como el autor de Las brujas de Salem, Todos eran mis hijos, Muerte de un viajante, Panorama desde el puente… Este libro de relatos, titulado Presencia, no es tan conocido, pero no por ello deja de tener su interés. Se trata de una serie de relatos escritos por Miller en sus últimos años, con una marcada melancolía, y que aparecieron en publicaciones como The New Yorker, Harper’s o Esquire. En el libro, que apareció póstumamente, en 2007 en Estados Unidos y en 2009 en España (Miller había muerto en 2005), el autor norteamericano se pregunta sobre el porqué de muchas cosas, con una voz serena y reposada. La traductora de los relatos, Vitoria Alonso, ha dicho que “tienen tintes autobiográficos y en todos ellos existe una exploración de la añoranza del
deseo en las diferentes etapas de la vida. Todo ello, con una mirada nostálgica hacia el pasado, la de un hombre al final de su vida. Las narraciones están ordenadas cronológicamente, dibujando el arco de una vida: del despertar sexual de un adolescente de trece años en Brooklyn, a las desgracias conyugales de un escritor que intenta recuperar la inspiración escribiendo su relato en la espalda desnuda de una mujer joven, o las cavilaciones de un anciano de cara al mar. También hay un relato dedicado a las angustias de un bailarín de claqué judío que tiene que actuar ante Hitler, al que consigue cautivar con su baile. En fin, un libro interesante y acertado, desde el diseño mismo de la portada, con una foto preciosa de Carlos Dávila, en la que se ve a un hombre en la cuerda floja ante una blanca luna misteriosa que contrasta con la negrura del fondo: el misterio de la vida resumido en una imagen, la búsqueda de la luz en la oscuridad, la aventura y el riesgo del vivir. Y todo ello condensado en una palabra impactante: “Presencia”. Somos, estamos aquí, no podemos evitarlo. Y tenemos que caminar, aun sin saber si nos caeremos o mantendremos el equilibrio. Es sorprendente que el hombre que amó a Marilyn Monroe recuerde, al final de sus días, lo vivido con tanta serenidad, contemplando el advenimiento de lo irremediable, haciéndose como siempre las preguntas propias de un intelectual, un filósofo. El libro lo forman los siguientes relatos:
“Bulldog” (la iniciación del muchacho de Brooklyn, que, tras su primera experiencia sexual, comienza a tocar el piano mejor que nunca: tenía energía e inspiración),
“La función” (un cuento trágico-cómico sobre un bailarín de claqué),
“Castores” (reflexión sobre la vida y nuestra ubicación en la naturaleza, el más ecológico de los relatos),
“El manuscrito desnudo” (el escritor que se inspira en la espalda de su amante, una bella modelo que le hace recuperar el deseo; el más autobiográfico de los relatos, con evidentes ecos de Marilyn),
“La destilería de trementina” (el más largo, casi una novela corta, el narrador lee a Proust, busca su tiempo perdido en medio de la ruina y la
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desolación que lo amenazan en un rincón de Haití. El protagonista reflexiona sobre el desencanto, las ilusiones perdidas, mira con escepticismo, pero siente fascinación por quienes no se rinden, por los espíritus animados por "ese invisible rayo de luz que los sacude en su potencia para imaginar algo nuevo"),
y “Presencia” (que cierra el volumen y le da título, donde un hombre mayor ve en la playa a una pareja joven haciendo el amor y reflexiona sobre sí mismo. La chica le dice al final que hay presencias que se sienten sin necesidad de que la persona esté presente, acaso una premonición de la propia muerte).
El libro comienza con el sol del verano y termina con un día de otoño en una playa con una pasión amorosa.
“Bulldog”
(El muchacho ha leído en el periódico que una mujer vende un cachorro de bulldog, acude allí a comprarlo y acaba haciendo el amor con la señora. Después, empieza a buscar pretextos para volver a ver a Lucille, pero se da cuenta de que tendrá que mentir y que sus mentiras no serán creíbles. En plena tensión, va hacia el piano…)
“Fue hacia el piano y tocó unos acordes, notas graves principalmente, para calmarse
un poco. En realidad, no sabía tocar, pero le encantaba inventar acordes y dejar que las
vibraciones subieran disparadas por sus brazos. Mientras tocaba, sentía como si algo en su
interior se hubiera desgajado o desmoronado por completo. Era distinto al de antes, ya no
tenía la mente vacía y despejada sino cargada de secretos y mentiras, algunas dichas y otras
no, pero todo en sí lo bastante repugnante como para situarlo ligeramente al margen de su
familia, en un lugar desde el cual ahora podía observarlos y observarse a sí mismo en su
compañía. Intentó inventar una melodía con la mano derecha y encontrar los acordes que la
acompañaran con la izquierda. Por pura carambola, empezaron a salirle auténticas
maravillas. Era pasmoso que atinara tanto con los acordes, apenas ligeramente discordantes
pero hasta cierto punto a tono con la melodía que llevaba la mano derecha. Su madre
irrumpió en la habitación llena de asombro y placer.
-¿Qué está pasando aquí? -exclamó con alborozo. Ella sabía tocar el piano e
improvisar melodías, y había intentado enseñar a su hijo, aunque en vano, ya que el crío,
según ella, tenía demasiado buen oído y prefería reproducir sonidos que tomarse la molestia
de leer las notas. Se acercó al piano y se quedó de pie a su lado,
observándole las manos. Maravillada, deseando como siempre que el
niño fuera un genio, se echó a reír-. ¿Te lo estás inventando? -le
preguntó gritando casi, como si los dos estuvieran sentados uno junto
al otro en una montaña rusa.
Él sólo pudo asentir con la cabeza, sin atreverse a hablar por
miedo a perder tal vez lo que de algún modo había arrebatado al aire,
y se echó a reír con ella porque se sentía inmensamente feliz de
aquel cambio secreto que se había operado en él, a la vez que inse-
guro de que pudiera volver a tocar así de nuevo.” (pp. 24 y 25).
[El muchacho había tenido un momento de inspiración, como cualquier artista o escritor, pero no
puede tener certeza absoluta sobre el futuro (la incertidumbre de la creación)].
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“La función”
(Un alemán nazi, Fugler, ve bailar a Harold, un bailarín de claqué, en Norteamérica. Entusiasmado, le
propone una función en Berlín ante unas personas importantes. Harold va a la Alemania nazi y descubre
que tiene que actuar ante el mismísimo Hitler, que se entusiasma con el joven y su baile, y quiere que la
nueva Alemania baile claqué, pretende crear academias por todo el país y que Harold sea el director del
entramado. El bailarín incluso supera un análisis de eugenesia: todos lo toman por un auténtico ario.
Fugler espera subir con su protegido, pero Harold le revela que es judío y todo termina apresuradamente.
La historia la conocemos gracias a que Harold se la cuenta, ya de viejo, al narrador, en un lugar de
Norteamérica.)
“La ira parecía hablar a través de él por primera vez,
pero me pareció que no iba dirigida contra los alemanes en
particular. Sino, más bien, contra una situación trascendental
imposible de definir. Él, desde luego, tenía la nariz pequeña,
chata y, además, en aquella época la circuncisión ya era una
práctica habitual entre los alemanes, de modo que poco había
de temer a un examen médico. Y Harold, como leyéndome el
pensamiento, añadió:
-No es que temiera al examen médico, pero..., no sé...,
verme envuelto en toda esa mierda... -se interrumpió de nuevo,
insatisfecho una vez más con su explicación, pensé.
En la consulta del doctor Ziegler, especialista en
eugenesia, situada en un moderno edificio de oficinas, las paredes estaban repletas de libros
de medicina y cabezas de escayola -chinas, africanas, europeas- guardadas en vitrinas de
cristal. Al echar un vistazo a su alrededor, Harold se sintió rodeado por un público ya
difunto. El doctor, por su parte, era más bien diminuto, un catedrático miope de maneras
bastante untuosas que apenas si le llegaba a las axilas a Harold y que lo condujo
apresuradamente a una silla mientras Fugler aguardaba en la sala de espera. Los tacones del
doctor resonaban sobre el suelo de linóleo blanco mientras él iba recogiendo cuaderno,
lápices y pluma, a la vez que tranquilizaba a Harold:
-Nos llevará apenas unos minutos. Suena pero que muy interesante lo de su
academia.
Luego, sentado frente a él en un taburete elevado, con el cuaderno sobre las rodillas,
el doctor tomó nota del satisfactorio azul de los ojos de Harold y del rubio de sus cabellos,
le examinó las palmas de las manos, buscando al parecer algún indicio de algo, y
finalmente anunció:
-Ahora tomaremos unas medidas, si no le importa.
Extrajo un voluminoso micrómetro de bronce del cajón de su escritorio, colocó uno
de los brazos del instrumento bajo el mentón de Harold y otro en la coronilla, y procedió a
anotar la distancia entre ambos. A continuación midió la anchura de sus pómulos, la altura
de su frente partiendo del puente de la nariz, el ancho de la boca y las mandíbulas, la
longitud de nariz y oídos, y sus posiciones en relación con la punta de la nariz y la
coronilla. Mientras él anotaba meticulosamente todas y cada una de esas medidas en su cua-
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derno de piel, Harold, sentado en el taburete, discurría el modo de hacerse con un horario
de trenes sin llamar la atención, y el pretexto perfecto que inventaría para verse obligado a
desplazarse a París esa misma noche.
La visita completa duró aproximadamente una hora, inspección del pene incluida,
aunque éste, pese a estar circuncidado, suscitó escaso interés en el doctor, quien, alzando
críticamente una ceja, se limitó a agacharse un instante para observar el miembro, «cual
pájaro ante un gusano». Harold se echó a reír. Finalmente, el doctor levantó la vista de las
anotaciones desplegadas sobre su escritorio y, con un claro retintín de orgullo profesional,
anunció:
-Concluyo que es ustettt un ejemplar típico y clagggo de la raza aggia, y le deseo un
gggran éxito en su emprgesa.
Fugler, por supuesto, nunca había albergado dudas sobre dicho particular, y menos
entonces, cuando ya era reconocido por el régimen como artífice de tan fantástico
programa. Imitando el acento melifluo del alemán, Harold relató que, en el trayecto de
vuelta en el coche, Fugler le soltó un ditirámbico discurso sobre la promisoria capacidad del
claqué «para transformar Alemania en una comunidad no sólo de productores y soldados
sino de artistas, los espíritus más nobles y más perdurables de la humanidad», etcétera,
etcétera. Volviéndose hacia Harold, sentado a su lado, le dijo:
-He de decirle..., pero ¿podría tutearte?
-Sí. Faltaría más.
-Harold, el que esta aventura, si se me permite llamarla así, haya concluido tan
triunfalmente, me sugiere lo que un artista debe de sentir al terminar una composición, una
pintura o cualquier obra de arte. Que se ha inmortalizado. Pero no quisiera avergonzarte
con esto.
-No..., no. Entiendo a qué te refieres -respondió Harold, con la cabeza a todas luces
en otra parte.
De vuelta en el hotel, Harold saludó a los miembros de su compañía que se habían
congregado en su habitación. Estaba muy pálido y asustado. Tras rogar a los tres bailarines
que tomaran asiento, anunció:
-Nos vamos de aquí.
-¿Te ha ocurrido algo? -preguntó Conway-. Estás blanco.
-Haced las maletas. Esta tarde, a las cinco, sale un tren. Nos queda hora y media. Mi
madre está gravemente enferma en París.
Las cejas de Benny Worth se arquearon.
-¿En París, qué hace tu madre en París? -Pero la mirada que Harold le dirigió bastó
para que los tres se pusieran en pie y, sin decir una palabra, salieran apresuradamente hacia
sus habitaciones dispuestos a hacer el equipaje.
Tal como Harold suponía, Fugler no iba a
resignarse tan fácilmente.
-Debió de avisarle el recepcionista del hotel
-explicó-, porque no habíamos hecho más que
devolver las llaves y allí lo teníamos, mirando las
maletas con cara de desolación.
-¿Qué haces? No puedes irte -afirmó Fugler-
. ¿Qué ha sucedido? Es muy posible que se celebre
una cena con el Führer. ¡Una invitación así no
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puede rechazarse!
Conway, que casualmente andaba por allí cerca, fue
hacia Fugler. El miedo le había elevado la voz media
octava.
-Pero ¿es que no lo ve? Le aterra que su madre
pueda estar muñéndose. No es una anciana, debe de
tratarse de algo gravísimo.
-Puedo telefonear a nuestra embajada en París. En-
viarán a alguien. ¡Tienen que quedarse en Berlín! ¡Esto no
puede ser! ¿Dónde vive? Se lo ruego, déme su dirección, y
yo me encargaré de que algún médico la atienda. ¡Esto no
puede terminar así, señor May! Es la primera vez que Herr
Hitler muestra tanto...
-Soy judío -declaró Harold.
-¿Y qué dijo él? -le pregunté, atónito.
Harold levantó los ojos, contagiado por mi exaltación. Fue tal la dicha que se
extendió por su sonriente y pícaro rostro, hasta llegar a la parte en que su pelo se partía en
dos, que me pregunté si no sería ése el meollo de la historia: describir su escapada no ya de
Alemania sino de su relación con Hitler.
-Pues dijo: «Hola, ¿qué tal?».
-¡Hola, ¿qué tal?! -repetí casi a voces, pasmado por completo.
-Eso fue lo que dijo: «Hola, ¿qué tal?». Retrocedió medio paso, como si acabaran de
dispararle a bo-cajarro con una bala de aire comprimido, dijo: «Hola, ¿qué tal?» y me
tendió la mano. Se le desencajó la boca. Se puso blanco como la leche. Pensé que iba a
desmayarse o cagarse encima. Me dio un poco de lástima..., hasta le estreché la mano. Y
me di cuenta de que estaba asustado, como si hubiera visto un fantasma.
-Pero no acabo de entender qué quiso decir con eso de «Hola, ¿qué tal?» -insistí.
-Nunca lo he sabido a ciencia cierta -respondió Harold, ya con semblante serio-. He
pensado mucho sobre ello. Por su expresión parecía que acabara de caerme del techo ante
sus narices. Y era evidente que estaba asustado. Evidentísimo. Pero que muy asustado.
Claro, había llevado a un judío ante Hitler. Para ellos, los judíos eran como una plaga, cosa
que yo no llegaría a entender en todo su alcance hasta más adelante. Pero creo que tal vez
se asustara por alguna otra razón.
Harold enmudeció durante unos segundos y miró fijamente la copa vacía. Por el
ventanal vi que la calle empezaba a llenarse de oficinistas; la jornada tocaba a su fin.
-Si pienso en cuando nos conocimos en Budapest y demás, me pregunto si Fugler no
habría terminado, ya sabe, encariñándose un poco conmigo. No digo sexualmente, sino en
el sentido de que yo había sido su pasaporte para aquel encuentro directo con Hitler, algo a
lo que sólo la gente de peso podía acceder; además, sé que se había reservado un cargo
importante en la nueva academia. En fin, que yo, en cierta manera, ya gozaba de cierto
poder, cosa de la que empecé a percatarme cuando me llevaron a que aquel doctor me
examinara y Fugler en el coche empezó a tratarme como si tuviera más categoría que él. Y
cuando el doctor salió por la puerta y me dio el visto bueno, él inmediatamente pasó a ser
otra persona, como si estuviera por debajo de mí. Fue casi penoso.
«Claro que -prosiguió Harold- todo eso ocurrió antes de que supiéramos gran cosa
sobre los campos de concentración y demás -y ahí se interrumpió.
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-¿A qué se refiere? -pregunté.
-No, a nada. Sólo que... -volvió a interrumpirse. Al cabo de un momento, me miró y
añadió-: Si quiere que le diga la verdad, no era tan mal tipo. Fugler, me refiero. Estaba loco,
eso sí. Loco de atar. Todos lo estaban. El país entero. Quizá no haya país que no lo esté,
francamente. Bueno, en cierta manera. Cuando veo el desastre en que se ha convertido
Berlín después de los bombardeos, arrasado por completo, y recuerdo cómo era entonces,
que no veías ni un envoltorio de caramelo por la calle, me pregunto: ¿cómo es posible?,
¿qué le pasó a esa gente? Algo tuvo que pasarles. ¿Pero qué? -Harold hizo una pausa de
nuevo-. No pretendo disculparles, ni mucho menos, pero cuando Fugler me salió con
aquello de «Hola, ¿qué tal?», como si acabara de toparse conmigo por la calle, pensé: esta
gente vive en un sueño, está claro. Y de pronto va y se le presenta aquel judío al que él
tenía por persona. Supongo que podría decirse que fue un sueño que acabó con la vida de
cuarenta millones de personas, pero sueño fue al fin y al cabo. Si le digo la verdad, creo que
todos estamos igual..., que vivimos en un sueño, quiero decir. Así lo pienso desde que salí
de Alemania. Ya hace más de diez años que regresé a este país, y aún le doy vueltas al
asunto. Quiero decir, que no existe pueblo más amante de la tecnología que el alemán.
Gente práctica hasta la médula. Y, aun así, han acabado reducidos a escombros por un
sueño. -Harold tendió la vista hacia la calle-. Cuando paseas por la ciudad, no puedes evitar
preguntarte: ¿acaso los demás somos distintos? Quizá también vivamos atrapados en un
sueño. -Y, haciendo un gesto en dirección al trasiego de gente en la calle, añadió-: Las
cosas que se les pasan por la cabeza, las cosas en las que creen, ¿hasta qué punto serán
reales? Yo ahora siento que somos como canciones andantes, como novelas andantes, y el
único momento en que la vida cobra algo de realidad es cuando una persona mata a otra.
Enmudecimos los dos por un instante; luego le pregunté:
-¿Logró salir del país sin contratiempos?
-Ah, sí, sin ningún problema. Seguramente se alegraron de vernos marchar sin que se
armara un escándalo. Volvimos a Budapest y continuamos de gira por el circuito del
vodevil hasta que los alemanes entraron con sus tropas en Praga; luego ya volvimos a casa.
-Se apoyó en el respaldo del asiento, disponiéndose a levantarse. Me sorprendió haberlo
encontrado tan engañosamente joven y lozano media hora antes, en el momento de
conocernos, como un mozalbete recién llegado del campo, cuando de hecho tenía el
contorno de los ojos arrugado por el fracaso. Harold alargó la mano, y
yo se la estreché-. Escriba sobre ello si le apetece -dijo-. Quiero que se
sepa. Quizás usted le encuentre sentido... En fin, haga lo que quiera
con ello. -Luego se levantó y salió a la calle.
Nunca más volví a verlo, pero su historia me habrá asaltado
cientos de veces en el transcurso de los últimos cincuenta años, y por
alguna razón no hago más que echar tierra sobre ella una y otra vez.
Será que antes prefiero pensar en cosas positivas, esperanzadoras. Lo
cual también podría interpretarse como una manera de soñar, desde
luego. Aun así, quiero pensar que muchas cosas buenas han salido de
los sueños.” (pp. 53-61)
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“Castores”
(En este relato un hombre tiene que acabar con unos castores que hay en su laguna para conseguir
preservarla, pero después de la muerte de los animales se pregunta por qué son así las cosas. En la
narración hay la típica transición de Miller, muy acusada en sus últimos años, del caso particular a la
reflexión general)
“¿Qué tendría en mente aquel animal? La pregunta era como un
padrastro en una uña. ¿Acaso tendría mente? ¿Sería simplemente una
cuestión de tímpanos sensibles? Si de hecho tenía mente, sería capaz de
concebir un futuro. Tal vez experimentara felicidad, satisfacción al
obstruir la cañería e imaginar el ascenso del nivel del agua gracias a su
empeño.
¡Pero qué trabajo tan vano, tan tonto! Parecía contradecir la
economía de la naturaleza, tan poco dada a las tonterías como,
pongamos, un sacerdote, un rabino, un presidente o un Papa. Ese tipo
de individuos no se permitía el lujo de marcarse un claqué o silbar una canción. La
naturaleza era seria, pensó, no cómica ni irónica. Al fin y al cabo, ya había allí una laguna
lo bastante profunda. ¿Cómo era posible que el animal hubiera pasado por alto ese hecho?
¿Y por qué -se preguntó- le perturbaba tanto pensar en ello?, ¿acaso por el paralelismo con
su propio sentido de la futilidad humana? Cuantas más vueltas le daba, más probable le
parecía que aquel animal hubiera tenido emociones, personalidad propia, incluso ideas, y no
simples instintos ciegos que lo impelieran irremediablemente a realizar un acto tan
desprovisto de sentido.
¿O habría en su comportamiento una lógica oculta que él, por su falta de
imaginación, era incapaz de aprehender? ¿Acaso no habría sido el impulso de elevar el
nivel del agua lo que motivara al animal, sino otro completamente distinto? Pero ¿cuál?
¿Qué pudo haber sido?
¿Y si lo único que su mente albergaba era la alegría muscular de saberse joven y
fácilmente capaz de acometer aquello para lo que su mente había sido entrenada a lo largo
de millones de años? Los castores, tenía entendido, eran criaturas sociables en extremo.
Una vez taponado el desagüe, la criatura tal vez proyectara regresar junto a su hembra
dormida en la madriguera para indicarle por señas que había provocado la subida del agua.
Quizá ella manifestara de algún modo su agradecimiento. Era lo que siempre había deseado
de él para su mayor seguridad. Tampoco a ella se le ocurriría que el nivel del agua ya era lo
bastante profundo. Lo importante era la idea en sí. El amor que, tal vez, conllevaba. Porque
los animales amaban. ¿Y si había taponado el desagüe por amor? El amor verdadero, a fin
de cuentas, no tenía propósito más allá de sí mismo.
¿O era todo mucho más simple, como que el castor sencillamente despertó una
mañana y se echó a nadar gozosamente por las cristalinas aguas de la laguna cuando, por
puro azar, oyó el agua gotear por el desagüe y, virando hacia él, lo embargó el deseo de
atrapar el hermoso sonido de la corriente, pues adoraba el agua sobre todas las cosas y
deseaba en cierto modo formar parte de ella, aunque sólo fuera apresando su tintineo?
Y, al final, todo resultó en una muerte imprevista. El castor no creía que fuera a
morir. Los disparos contra el agua no provocaron su huida, simplemente lo llevaron a
zambullirse y emerger de nuevo un par de minutos más tarde. Se tenía por joven e inmortal.
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El hombre, desazonado, se entretuvo en la orilla, cansado ya de tanto dilema.
Aliviado al saber que no arrasarían sus bosques ni contaminarían su agua con mierda de
castor, descubrió que no se arrepentía de aquellas muertes, por tristes que fueran, pese a la
complejidad de aquellos animales y de su particular belleza. Aun así, habría agradecido
sobremanera dar con un propósito definido que explicara el taponamiento de aquel desagüe.
Nada de esa índole parecía ya existir, a menos que los castores se hubieran llevado el
secreto a su tumba, idea esta que lo angustiaba. Y fantaseó con lo mucho más agradables
que hubieran resultado las cosas de no haber existido, para empezar, una laguna ya
formada, sino el habitual y sinuoso arroyuelo que el animal, sabiamente, hubiera represado
a fin de crear una laguna amplia y lo bastante profunda como para edificar allí su
madriguera. De este modo, al permitir que la utilidad de todo el proceso arrojara cierta luz
sobre el asunto, tal vez incluso se podría haber contemplado el inevitable estrago de los
árboles circundantes con un espíritu más o menos sereno, y hasta cierto punto hubiera
resultado más sencillo lamentar la muerte del animal, aun siendo uno el artífice de su
muerte. ¿Se tendría entonces al menos la sensación de algo concluido, de algo comprendido
en todo su alcance y en cierto modo más fácil de olvidar?” (pp. 73-76)
“El manuscrito desnudo”
(En este relato un escritor, Clement, que ha perdido el deseo, busca inspiración en el cuerpo desnudo de
una joven. El escritor piensa en los avatares de su vida, similares a los del propio Miller, y se los cuenta a su
mujer, Lena, mujer madura e inteligente con la que tiene complicidad, pero que ya no le atrae. La joven
puede representar a Marilyn y la mujer serena, a su primera esposa.)
“-Somos como pájaros con el ala rota -declaró Lena una
noche, recogiendo la casa a las tantas de la mañana tras una de
sus fiestas. Cuando tenían veinte años largos y aún en la
treintena, durante un tiempo siempre hubo una fiesta que
coagulara el fin de semana en su sala de estar de Brooklyn
Heights. Los amigos se presentaban sin previo aviso y se les
invitaba alegremente a fumar cigarrillos -cuyos filtros Lena solía
cortar-, a tirarse por las alfombras y despanzurrarse en los
desvencijados muebles, a beber las botellas de vino que traían y
a comentar la obra de teatro, película, novela o poema de
actualidad; así como a lamentarse por la sintaxis infame de
Eisenhower, por las listas negras de escritores radiofónicos y
guionistas de Hollywood, por la reciente e incomprensible
hostilidad que los negros mostraban hacia los judíos, sus aliados habituales, por la orden
gubernamental de confiscar el pasaporte a los sospechosos de radicalismo, por el silencio
irracional e incomprensible que sentían cernerse por el país mientras el nuevo conser-
vadurismo imperante se encargaba de socavar y echar por la borda su propia memoria de
los treinta años precedentes, de la Depresión y del New Deal, hasta el punto de transformar
al enemigo nazi de la guerra en una suerte de adalid contra los otrora aliados rusos. Algunos
salían a la oscuridad de la noche renovados gracias a la hospitalidad de los Zorn y, tanto si
iban colgados del brazo de nuevas compañías como si salían solos, imbuidos todos de la
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nostalgia por los tiempos en los que imperaba el valor, se veían como una lúcida minoría en
un país donde la ignorancia de la revolución mundial se consideraba una bendición, donde
el dinero cada vez era más fácil de amasar, el psicoanalista se había convertido en la
autoridad absoluta, y la falta de compromiso personal, en la virtud primordial.
A su debido tiempo, Lena, insegura de todo menos de lo perdida que estaba, analizó
la situación y comprendió que ella, al igual que la voz narrativa de su marido, ya no le
pertenecía, y que su vida en común había pasado a ser lo mismo que él solía decir de su
obra: una imitación.” (pp. 84 y 85).
“La destilería de trementina”
(En esta novela corta, el relato más largo del libro, el narrador va con su esposa Adele a Haití en los años cincuenta, cargado de convicciones socialistas y solidarias; conoce a gente emprendedora, que quiere hacer cosas por aquel país del Caribe, como Pat O’Dwyer. El más alocado de todos cuantos conoce es Douglas, un publicista que ha abandonado su agencia de Madison Avenue, en Nueva York, con la loca idea de construir una destilería de trementina en la montaña haitiana, una empresa que genere trabajo y riqueza en aquel país. Aunque su empeño es vano y condenado al fracaso, el narrador, Levin, no puede dejar de admirar aquel afán romántico y emprendedor. Treinta y cinco años después del primer viaje a Haití, cuando ya ha muerto su esposa Adele, Levin siente la tentación de volver al Caribe y saber qué paso con la destilería, si llegó a funcionar alguna vez. Y aunque se entera del fracaso de la operación, no deja de admirarse por la integridad de la idea que la impulsó. El relato tiene momentos autobiográficos. Por ejemplo, Adele puede compararse a Inge Morath, fotógrafa austríaca, tercera esposa de Miller, muerta antes que él, después de cuarenta años de convivencia conyugal; la chica con la que Levin vive para conjurar su soledad es la joven con la que Miller se emparejó antes de morir en 2005.)
“-Ahora sí que me he perdido. ¿De qué me está hablando? -Evidentemente Vincent
había olvidado que no todo el mundo estaba en antecedentes.
Se recostó en el asiento, sin apartar la vista de la casa salvo para mirar de vez en
cuando a Levin de soslayo.
-Le tengo aprecio, pero es un tipo muy raro. Buena gente, ¿eh?, pero..., no sé, se
diría que algo tonto. Hace un par de años dejó un cargo importante en BBD&O, la agencia
publicitaria de Madison Avenue, para dedicarse a navegar con su familia en un barco que
había sido propiedad de la Marina, proyectando películas de isla en isla. -Vincent rió en ese
punto, pero su semblante seguía reflejando tensión-. ¡El muy
iluso creía que se iba a ganar la vida vendiendo entradas a los lu-
gareños! Pero, claro, no encontró clientela suficiente que pudiera
rascarse el bolsillo, ¡qué iba a encontrar en el Caribe! Así que se
vino aquí, probablemente buscando darle alguna utilidad a su
barco, digo yo. Y Dios sabe de dónde sacaría la idea, esa parte de
la historia nunca he llegado a entenderla..., pero creo que fue
cuando vio aquel depósito gigante cerca del muelle donde había
amarrado. Resto de algún carguero naufragado, seguramente. El
depósito tendría cabida para, qué sé yo, unos cuantos miles de
litros tal vez. Y allí estaba muerto de risa. Douglas se quedó un
tiempo en la zona, viviendo en el barco con su familia, cada día
más amargado viendo aquel depósito.
-Porque no se le daba uso.
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-¡Exactamente! ¡Sí! -Rió de nuevo-. Todos nos pasamos la vida queriendo salvar
Haití. Usted también parece compartir en cierto modo ese sentimiento.
-Bueno, en realidad, no, aunque supongo que puedo entenderlo. Quizá sea por la
gente; parecen tan...
-Encantadores, sí. Y con tanta imaginación -pronunció la palabra con un alegre deje
jamaicano-. El caso es que oyó hablar del bosque, un día subió hasta aquí y, al ver tal
profusión de pinos, se le ocurrió que podía dedicarse a extraer trementina de su resina y
montar el proceso de destilación. La trementina es un bien muy preciado en Haití; la usan
para todo, desde dolencias reumáticas y afecciones de pecho, hasta problemas sexuales e
infinidad de cosas más. De modo que contaba con un depósito y ahí tenía de pronto un uso
estupendo que darle. -Vincent rompió a reír, pero su mirada aún reflejaba preocupación-.
No sólo daba utilidad al depósito sino que ayudaba a proteger el bosque y a crear un puesto
de trabajo en condiciones para un buen puñado de personas. La idea presentaba todo género
de virtudes, como la trementina misma. -Hizo una pausa, sin apartar la vista de la casa. Los
labios se le habían secado, y se los humedeció con la lengua-. La verdad es que no era mi
intención, pero supongo que le di alas sin darme cuenta. Yo era la única persona de su
entorno con cierta preparación científica, aunque lo que él verdaderamente necesitaba era
un ingeniero que lo asesorara. Pidió a unos compañeros de la agencia de publicidad que le
enviaran información sobre técnicas de destilación, consultó conmigo lo referente a
cuestiones químicas que yo apenas si recordaba, y se lanzó. En primer lugar, se enteró de
que el depósito debía instalarse con una inclinación determinada, he olvidado el grado
exacto, pero se agenció no sé qué informe topográfico, estuvo explorando por aquí arriba
hasta que encontró la pendiente con la inclinación exacta que necesitaba y contrató a un par
de hombres para que lo ayudaran a instalar unos travesaños de cemento sobre los que
apoyar el depósito. Ni que decir tiene que el armatoste era demasiado voluminoso para
transportarlo hasta aquí en camión, así que le localicé en mala hora a un soldador que
conocía del puerto, y Douglas hizo que le seccionaran el depósito y se lo subieran aquí
trozo por trozo en su furgoneta para soldarlo después y que recuperara su forma original. El
proyecto era tan descabellado de principio a fin que... -Vincent se interrumpió, con
semblante absolutamente serio-. Supongo que me siento un tanto responsable, aunque
intenté quitárselo de la cabeza. Aun así... -Se interrumpió de nuevo, confundido-. No sé,
quizá le diera alas también, en el sentido de que me alegraba que alguien por fin se
entusiasmara con las posibilidades de este país.” (pp. 134-136)
“-Hizo una pausa un instante-. Está enamorado, eso es lo que le pasa.
-¿De?
-No sé cómo expresarlo. De la idea, tal vez. De la idea de... -Intentó dar con la
palabra, pero luego pareció desistir-. Verá, estuvo persiguiendo submarinos alemanes en
esta zona durante la guerra y se quedó enamorado. Enamorado del sol y de aquel mar
maravilloso. Eso fue antes del turismo, por supuesto, y de que se atisbara siquiera una
civilización tecnológica. Había carros de caballos en el puerto, y las playas eran como
mujeres vírgenes, me dijo en una ocasión. El país vivía en una pobreza extrema, pero aún
no se había echado a perder. Así que fantaseó con venirse a vivir aquí y se le ocurrió la
brillante idea de ir de isla en isla proyectando películas en el barco aquel. A veces me
pregunto si no se tratará de algo bien simple... Lo único que Douglas pretendía era iniciar
algo. Nos pasa a todos, supongo, sólo que algunos lo viven como una necesidad imperiosa.
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Necesidad de ser el germen de algo, el inventor, el que abre
camino. Y digo esto porque él tenía un buen puesto en
Nueva York, casa en Greenwich, el paquete completo. Sólo
que allí no estaba iniciando nada. En cierto modo, supongo
que buscaba una batalla que librar. -Vincent se echó a reír,
sacudió la cabeza-. Y si es eso lo que buscas, éste es tu sitio.
-Quiere hacer el bien, ¿es eso?
-Ah, sí, desde luego, pero pensándolo bien, tal vez eso
no sea lo más importante.
-Sino inventarse a sí mismo. Crear algo.
-Eso creo.” (pp. 146-147)
“Levin detestaba su soledad, era como un armario
apestoso, una toalla húmeda, unos zapatos demasiado
holgados. Entonces, ¿por qué no le proponía matrimonio a
aquella chica?, ¿por qué no la hacía su heredera? Pero a ella el dinero le traía sin cuidado, y
él tenía tan poca vida que prometerle... Sin embargo, aquel rosario interminable de días que
amenazaban con desensartarse vanamente ante él le parecía intolerable. ¿Y por qué no
hacer una escapada a Haití? Intentar descubrir cómo había terminado todo aquello. La idea,
aun antojándosele descabellada, le levantó el ánimo, le sacudió el hastío. Pero ¿por quién
iba a preguntar? A esas alturas, la señora Pat O'Dwyer ya no estaría en este mundo, y
posiblemente tampoco su hija.
Se hacía muy extraño pensar que él fuera el único que tal vez retuviera en su mente
las imágenes de aquellos seres. De no ser porque él las mantenía vivas en su enmarañada
masa encefálica, tal vez ya hubieran dejado de existir. Y de todos aquellos seres, era
Douglas quien se le representaba con mayor viveza, especialmente su gorra de los Yankees
y su voz ronca; aún podía oírlo exclamar: «¡Este país se está muriendo, Vincent!». ¡Qué
angustia la de aquel hombre! El ansia que debía de sentir por..., ¿por qué? ¿Qué pretendía?
Contemplando el mar grisáceo, el cielo cada vez más oscuro, de pronto le asaltó la certeza
de que para Douglas aquella destilería de trementina debía de haber sido su obra de arte.
Douglas había estado sacrificando su persona, su carrera, su esposa e hijos, a la creación de
una visión que en su mente revestía cierta belleza. A diferencia de mí, se dijo Levin, o de la
mayoría de gente que nunca consigue interceptar ese invisible rayo de luz que los sacude
con su potencia para imaginar algo nuevo. Así que lo importante, pensó, era la creación, la
creación de lo que aún no existe.
-Algo que yo nunca pude hacer -dijo en voz alta, ya entumecido y renqueando
ilusionado playa arriba en dirección a su casa.”
“Presencia”
(Un hombre mayor se despierta de madrugada y camina en chándal hacia la playa. Ve a una pareja de jóvenes haciendo el amor desde lo alto del sendero, baja despacio a la playa para darles tiempo a terminar, se sienta en la arena, la chica habla con él mientras el chico está dormido, ella le dice que hay presencias que se sienten incluso sin ver a la persona en cuestión y que ella sabía que él los estaba mirando. Después, la pareja desaparece y el hombre mayor se queda solo en la playa, pensando en lo que ha vivido, preguntándose si ha sido real o soñado.)
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“Se habían ido. Su estómago acusó el súbito golpe y amenazo con hacerle vomitar.
¿Cómo podía haber ocurrido tan rápido? Tendrían que haber doblado la manta de ella,
recogido el saco de dormir del chico y todos los demás trastos desperdigados alrededor. Se
precipitó hacia la duna donde antes estaba la pareja pero no quedaba ni rastro, y la arena en
esa zona era demasiado fina para que sus pisadas hubieran dejado huella. El miedo le
oprimió el pecho y le hizo volver la cabeza en todas direcciones, pero allí sólo estaba el mar
y la playa desierta. Se precipitó hacia la pasarela de madera, confiando en alcanzar la calle
antes de que se perdieran de vista, pero se detuvo de repente al ver una camiseta blanca
suspendida sobre las puntas de unos juncos. Se agachó para cogerla y detectó un leve rastro
de calor humano en su algodón. ¿O acaso la habían dejado allí olvidada otros amantes y ese
calor se debía al efecto del sol? Le asaltó el miedo a haber cruzado algún tipo de barrera y
caído al más absoluto vacío. Pero en ese preciso y oscuro instante, sintió fluir en su interior
una dicha inmensa que ya no guardaba relación con nada. Ascendió por el sendero que
llevaba hasta la calle y enfiló carretera arriba en dirección a la casa donde estaba
hospedado. Qué extraño, pensó, que importara tan poco el hecho de que la pareja hubiera
estado realmente allí o no, si lo que había visto lo hacía sentirse tan feliz.” (pp. 203-204).
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