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SOBRE LA MUERTE Y EL RENACIMIENTO DEL GRAN DIOS PAN

Richard Stromer, Ph.D.

Una de las más enigmáticas y elusivas deidades de la antigua Grecia fue el dios-cabra Pan. “De todos los dioses y semidioses de la antigüedad clásica”, escribe el clasicista de Oxford John Boardman, “la imagen y la reputación de Pan son las más fácilmente reconocibles en el mundo moderno” (7). Nacido de la unión entre el dios embaucador Hermes y una ninfa de los bosques, Pan era la única deidad cuya forma era mitad animal y mitad divina. Por el contrario, las otras criaturas de forma mixta de la mitología griega, como centauros, sátiros y faunos eran mitad humanas y mitad animales. Esta característica única de Pan es una clave esencial para comprender su naturaleza como imagen divina. “La paradoja de ser mitad cabra y mitad dios”, señala Patricia Merivale, “está en la esencia misma de su naturaleza” (1).

Pan no sólo es mitad animal y mitad dios, también refleja los estados de conciencia que van desde la tranquilidad pastoril al pánico a gran escala. “En su forma más profunda”, escribe Merivale, “Pan representa la visión trascendental de una Naturaleza universal a la que el hombre debe reconocer su pertenencia” (228). Al mismo tiempo, señala, esta deidad también ha funcionado como objeto de visiones místicas - tanto demoníacas como beatíficas - sobre la base de las fuerzas instintivas de la psique humana, las cuales nos empujan tanto a penetrar en ese mundo primitivo que aún impera en los márgenes de la civilización, como a huir del mismo.

Pan es descrito por Yves Bonnefoy como “el dios pastoril por excelencia” de los antiguos griegos. También señala que esta divinidad se encontraba “muy presente en la vida religiosa de los griegos al menos desde el siglo VI” (202). En cuanto a la apariencia de Pan, Pierre Grimal observa que, mientras que el torso y los brazos eran de forma similar a los humanos, “su cuerpo era peludo […] Y su parte inferior era la de un macho cabrío, con las pezuñas hendidas y las patas fuertes y vigorosas” (349). Generalmente se presenta portando la famosa flauta que lleva su nombre, a veces también lleva un cayado de pastor y una rama de pino. Hay que añadir además a la apariencia animal de esta deidad los dos cuernos de chivo que, según apunta Bonnefoy, “adornan siempre la cabeza del dios” (202).

No mencionado ni por Homero ni por Hesiodo, el papel de Pan en la literatura griega parece que comienza con el llamado Himno homérico a él dirigido. Este poema describe la historia de la concepción y el nacimiento de Pan y cómo su padre, Hermes, llevó al niño de extraño aspecto al Olimpo envuelto en pieles de liebre de montaña. Como una señal de que lo paradójico se convertiría en su sello divino, vemos aquí que si bien su madre huyó horrorizada de él cuando nació a causa de su apariencia, los dioses del Olimpo quedaron fascinados con su escandalosa forma y su encantadora risa. También nos muestra el Himno homérico que el dominio de Pan en la tierra incluye las montañas y los bosques, los arroyos que fluyen suaves y los pastos abiertos. Es como señor de estos territorios silvestres, señala Bonnefoy, “que Pan se encuentra en oposición a la ciudad” (142). El Himno homérico sostiene también que Pan es un dios querido tanto por el pastor como por su rebaño y, añadiendo aun más a la naturaleza misteriosa y enigmática de esta divinidad, que es un feroz y terrible cazador, así como un talentoso músico y un ágil bailarín.

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Es también Pan la divinidad griega más relacionada con la desaparición de las sagradas tradiciones paganas y politeístas del mundo clásico. Esta relación queda subrayada en un famoso pasaje de la Moralia de Plutarco. En dicho pasaje nos relata la historia de un barco comandado por una voz invisible que anunció el siguiente mensaje al pasar cerca de la isla griega de Palodes: “El gran Pan ha muerto”. Plutarco comenta que inmediatamente después de esta triste comunicación, un terrible lamento inundó el aire. Hablando sobre la propiedad oracular de esta historia, James Hillman observa que ha significado “muchas cosas para mucha gente en distintas épocas” (24).

Dado que se dice que este suceso ocurrió en una fecha cercana a la de la muerte y resurrección de Jesús, según creían los cristianos, el relato de Plutarco fue ampliamente citado por los padres de la iglesia, pues para ellos significaba una prueba de que el paganismo estaba condenado a la extinción. Rafael López-Pedraza escribe que esta narración “a menudo ha sido considerada como un momento decisivo en la historia occidental; posteriormente, dio origen a la leyenda de que Pan habría muerto en el momento en que Jesucristo era clavado en la cruz” (129). Para muchos en la iglesia primitiva, Pan, en última instancia quedó asociado a la imagen de Satán, una conexión sugerida por los cuernos de cabra de la deidad y su apariencia semi-bestial, por su descarada sexualidad y por su profunda relación con el mundo físico de la naturaleza y los instintos animales. Además, como señala Boardman, los dos dioses que más se relacionaban con Pan (aparte de su padre, Hermes) eran Afrodita y Dioniso, dos dioses también particularmente temidos y detestados por los primeros cristianos por su sensualidad y su energía libidinal. Es fácil imaginar cómo la extraña historia contada por Plutarco habría sido acogida con especial satisfacción por los primeros cristianos y utilizada como grito de guerra en la destrucción despiadada del paganismo clásico que siguió a la adopción por Constantino del cristianismo como única religión oficial del imperio.

Desde la época del Renacimiento en adelante, tanto la naturaleza paradójica de Pan como divinidad como el tema de su supuesta muerte han alimentado en diversas ocasiones la imaginación artística y literaria. En concreto, Pan ha resultado una rica fuente de inspiración para un gran número de autores románticos, victorianos y eduardianos, incluyendo a Keats, Shelley, Wordworth, Emerson, los Browning, Saki, E.M. Forster, y D.H. Lawrence. En nuestra propia época, el estudio del mito de Pan ha sido retomado por psicólogos arquetipales como James Hillman y Rafael López-Pedraza.

Típico de muchos de los escritos inspirados por la idea de la muerte de Pan, observa Boardman, es un equívoco estado de ánimo en el que el abandono del mundo clásico implica al mismo tiempo regocijo por la llegada de la mayor iluminación del cristianismo y duelo por el fin de “la simple, aunque a veces violenta, vida arcádica.” Este fin de lo arcádico significaría también por desgracia, señala Boardman, “la llegada del mundo moderno, en el que Pan sería recordado únicamente como un símbolo, ya sea de la inocencia rústica o de las más básicas y profundas pasiones humanas” (43).

Esta ambigua actitud hacia Pan tendía, a finales del siglo XIX, a dar paso a una visión en la que éste era contemplado como una fuerza elemental de la naturaleza, tanto terrestre como sexual, y un contrapeso necesario para amortiguar las fuerzas de la industrialización, la racionalidad, y la rigidez social. Patricia Merivale atribuye gran parte de nuestra visión moderna de Pan al poeta del periodo victoriano tardío Robert Browning, quien describió a éste “no como un dios caprino exterior a nosotros, sino como un dios caprino dentro de nosotros”, una figura que representa, “nuestra más profunda e instintiva naturaleza animal” (90). La conciencia de este sentido de Pan como la manifestación de una cualidad sombría instintiva e irracional, oculta bajo la superficie de nuestras vidas aparentemente racionales, es lo que ha proporcionado una gran fuente de inspiración a

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algunos escritores a partir de la era victoriana. A causa del socavamiento por parte de Darwin de la idea de que los seres humanos son de alguna manera superiores y están separados del mundo natural, y de la demostración por parte de Freud de la existencia y el enorme poder del inconsciente, no es de extrañar que la imagen de Pan surgiera para inspirar y atrapar a la imaginación artística de los post-victorianos.

En nuestra época, el autor cuya visión del dios caprino se encuentra más en sintonía con la idea de Pan como manifestación sagrada de la energía psíquica del mundo natural es James Hillman. Hillman piensa que Pan, para los antiguos griegos, era alguien que servía como mediador, “un éter que envolvía de manera invisible todas las cosas naturales con un significado personal.” Desde la perspectiva de Hillman, el anuncio de Plutarco de la desaparición de Pan significaba inevitablemente que el mundo natural sería “privado de su voz creativa.” Como resultado de esto, escribe Hillman, el alma perdió su “conexión psíquica con la naturaleza,” por lo que ésta “dejó de hablarnos – o nosotros no éramos capaces de escucharla.” Para Hillman, la trágica consecuencia de la pérdida de nuestra conexión con Pan fue que la naturaleza se vio despojada de su divinidad y, por tanto, “podía ser controlada por el nuevo dios, el hombre, modelado a imagen de Prometeo o Hércules, que crea a partir de ella y la contamina sin que su conciencia se turbe” (24-5). Hillman nos advierte que a pesar de que Pan puede estar muerto desde el punto de vista de la vida consciente de la humanidad, todavía sigue vivo en nuestras visiones pesadillescas y repletas de pánico de un mundo instintivo libre de las leyes de la razón y la lógica. Urge, por tanto, que nos hagamos conscientes por completo de las cualidades animadas del mundo natural, restableciendo así nuestra relación con la naturaleza y con nuestra propia vida instintiva interna.

De entre todas las visiones de Pan generadas a partir del Renacimiento, tal vez la imagen más conmovedora, evocadora y respetuosa del dios caprino fue la creada por el novelista inglés Kenneth Grahame en el libro infantil El viento en los sauces. Publicado originalmente en 1908 este libro se considera un clásico de la literatura para niños y ha sido reeditado en numerosas ocasiones, traducido a la mayoría de los idiomas importantes del mundo e ilustrado por algunos de los más notorios dibujantes del siglo XX. La tierna y encantadora narración de Grahame sobre las aventuras de un grupo de pequeños animales de la campiña inglesa, ha sido uno de mis libros favoritos desde la infancia, aunque solo recientemente he llegado a comprender mi perdurable fascinación por ese libro.

Merivale atribuye gran parte de la fuerza del retrato de Pan hecho por Grahame al hecho de que todos los personajes de El viento en los sauces son animales cuyos caracteres combinan de forma incongruente una amplia gama de rasgos humanos, animales y simbólicos. Dado que estos ricos y complejos personajes son capaces de acercarse a la figura de Pan con tanto temor y respeto, escribe Merivale, “Pan se convierte… en un dios que lucha por ser adorado nuevamente por la humanidad.” Hablando sobre la visión que Grahame tiene del dios, observa que “el Pan de Arcadia, aunque todavía pastoral, todavía idealizado, se ha fortalecido al pisar una vez más la tierra con sus pezuñas de cabra” (139).

La onírica visión que Grahame tiene de Pan aparece en el capítulo de la novela titulado “El flautista en el umbral”. La escena comienza con dos de los personajes principales de libro, Rat y Mole, remando en su bote río arriba en busca de un bebé nutria perdido. Rat es el primero en oír “la tenue y alegre llamada de una flauta distante […], y la llamada es incluso más fuerte que la dulzura de la música […], la clara e imperiosa citación que marcha de la mano con la embriagadora melodía”

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(104). Para ambos, el significado de la llamada queda claro de inmediato, inefable en última instancia, e instintivamente saben que cuando lleguen al lugar donde se origina esa música mística estarán en el “lugar sagrado” donde lo encontrarán a “Él”. Grahame no ofrece ningún pronombre que anteceda a esta referencia a “Él”, pero, como indica Merivale, “está claro que es Pan, el cual no posee evidentemente ningún nombre concreto para estos animales” (141). Una vez en la extraña isla donde tiene su origen la música de flauta, las dos criaturas se encuentran en un claro del denso bosque. En la escena siguiente, Grahame nos ofrece una visión de Pan tal y como se presenta a ojos de Mole:

Tal vez nunca se hubiera atrevido a levantar los ojos, pero aunque la flauta se encontraba ahora en silencio, la llamada parecía aun dominante e imperiosa. No podía negarse, aunque fuese la mismísima Muerte quien lo estuviera esperando para acabar con él una vez que sus ojos mortales hubieran desvelado los secretos tan celosamente guardados. Temblando, obedeció y alzó humildemente la cabeza… miró a los ojos mismos del Amigo y Protector. Vio la curva de los cuernos que brillaban a la luz del alba, vio la nariz aguileña entre los ojos bondadosos, que lo miraban burlones, y la boca, rodeada de barba, esbozaba una media sonrisa; vio los músculos perfectos del brazo cruzado sobre el ancho pecho; la mano larga y flexible que aún sostenía la flauta recién apartada de sus labios; vio las curvas perfectas de sus miembros velludos tendidos con majestuosa desenvoltura sobre el césped; y, por último, vio, acurrucada entre sus pezuñas, profundamente dormida, la infantil, pequeña y redonda figura del bebé nutria. (108)

Es un gran acierto de Grahame el no haberse dejado llevar por un excesivo sentimentalismo en esta conmovedora escena. Porque inmediatamente después de haber tenido esta visión de la divinidad inherente al mundo natural, estas criaturas se vuelven conscientes de su propio miedo al impresionante poder de su visión. Lo que ellos experimentan, sin embargo, no es el miedo a la “augusta Presencia” del propio Pan – como nos cuenta Rat, “¿Miedo de Él? ¡No, para nada!” – sino más bien de la majestad y el impresionante poder de la naturaleza tal y como se revela a través de la imagen de Pan. Como observa Merivale al respecto de esta memorable escena: “Parece poco probable que otro autor pudiera concebir, fuera de un mundo totalmente mítico, personajes que pudieran contemplar a un Pan semejante y sentir algún tipo de combinación de temor y reverencia sin convertirlo en un absurdo empalagoso” (142).

Merivale comenta especialmente el “genuino sentimiento religioso” del retrato que Grahame realiza de Pan (139). Peter Green, el biógrafo de Grahame, considera esta visión de Pan como “el supremo ejemplo del misticismo neo-pagano decimonónico” (253) y sugiere que su origen pudo haber sido una “intensa experiencia de naturaleza semi-mística” (84). Al final, escribe Merivale, “los animales de Grahame dicen a los seres humanos algo que éstos no podrían decir por sí mismos”, que “si fuéramos tan sencillos y bienintencionados como ellos, también nosotros podríamos rendir culto a ese dios”. Observa también que una parte de nuestro complejo carácter anhela todavía una vida tan cercana a la naturaleza y que “lo que el dios-cabra es para estos animales, alguna deidad relacionada con la naturaleza lo es para nosotros” (142-3).

Merivale señala que las representaciones de Pan en la literatura occidental parecen haber alcanzado un punto álgido en el mundo finisecular europeo, para acabar prácticamente muriendo en medio de los horrores de la Primera Guerra Mundial. Me resulta especialmente interesante que fuese en este periodo, con su aparentemente ilimitado, aunque totalmente ciego optimismo, cuando la literatura acudió conscientemente por última vez a buscar inspiración en la imagen de Pan. Tal vez el abismo

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psíquico de la Gran Guerra sirvió para cortar de una vez por todas con las escasas temáticas pastoriles que aun seguían trazando su camino mediante el patrón de la civilización occidental del siglo XIX. No obstante, si la perspectiva de una reactivación de Pan como mito público parece dudosa, como sugiere Merivale, aun siguen surgiendo apremiantes mitos privados relacionados con éste – puede que como reflejo de la relación personal entre el alma humana individual y la poderosa naturaleza de este arquetipo, según Hillman. En dicho sentido, Pan se encuentra lejos de haber muerto y “continúa renaciendo”, concluye Merivale “bajo todo tipo de extrañas formas” (228).