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BOLÍVAR

Simón Bolívar y José de San Martín son los dos héroes de la independencia de América; pero, pese a la reverencia con la que se venera la memoria de San Martín en todo el nuevo mundo hispánico, la historia parece haber confirmado la entrevista de Guayaquil, que lo eliminó en pro de Bolívar, de modo que hoy el héroe de la independencia que con m ayor relieve se yergue en la conciencia tradicional de los pueblos hispanos es Simón Bolívar.

¿Quién sabe? Quizá se deba este hecho, tan innegable como curioso, a la afición a lo dramático, y aun a lo trágico, que el hombre lleva tan arraigada en su sangre como la misma muerte, alma de toda tragedia, tragedia de toda alma. La caída a pico en el destierro y la m uerte es en Bolívar tan súbita y escalofriante como la del mismo Satán; mientras que el largo retiro de San Martín en Boulogne-sur-Mer lo hunde en la penum bra de la pe­queña burguesía, donde sus resplandores de caudillo de la libertad y émulo de glorias napoleónicas se diluyen en medias tintas bana­les. Nada dice este contraste ni en pro ni en contra de uno u otro de los dos caudillos; tan sólo vendría a explicar que en el panteón de la historia, se vaya esfumando la silueta hum ana del general retirado mientras va subiendo de color, nutriéndose de relieve y significado la figura vigorosa del m onócrata libertador, elevándose sobre el continente que soñó regir, por encima del abismo de soledad y desengaño en que murió expulsado de su patria por malandrines y follones.

No deja de darse cierta justicia poética en esta situación; ya que San M artín, al fin y al cabo, era un oficial español, si bien nacido en suelo americano; mientras que Bolívar era un genuino representante del criollo total. Punto es éste en el que la historio­grafía de Bolívar se embrolla con los prejuicios incoherentes de unos y otros. No hay apenas tem a, episodio, luz o som bra en la

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vida de Bolívar que el historiador no venga a complicar y enm ara­ñar con ideas preconcebidas. Casi todas las biografías que de él se han escrito adolecen de este defecto capital; y en particular, de querer defender a Bolívar, a veces en contra de la docum entación más evidente, contra los que lo pintan habiendo querido hacer lo que sin duda quiso hacer por ser cosa de sentido común. H ay que resignarse a confesar que, en este sentido, la filosofía política del siglo XIX fue por demás ingenua e insuficiente para com prender a un hombre como Bolívar, que fue ante todo original y genial.

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Simón Bolívar es el hombre de más talla que ha dado la Amé­rica española. Como hombre de pensam iento, fue original y po­tente, capaz de imponer su idea al acontecim iento, pero también de aprender de la experiencia; como hombre de acción, fue magnífico, fértil, infatigable y clarividente, si bien no exento de cierta propensión al pánico; como hombre de pasión, estaba po­seído por un espíritu volcánico de ambición y de apetito de poder al que, en sus juventudes, supo dar color de amor abstracto de la libertad; pero esta pasión era en él noble y nunca satisfecha con nada inferior a los más altos designios. Era agudo de intelecto y de estilo claro, incisivo y de mucho ingenio. La envergadura, el espacio, la altura de sus pensam ientos, planes y ambiciones eran tan vastos como el continente en que vio la luz. La tragedia de su vida es inseparable de la tragedia de su pueblo; y para su gran espíritu y firme corazón, este pueblo com prendía todos los seres humanos que habitaban la Am érica española.

Había nacido el 24 de julio de 1783 en Caracas, entonces capi­tal de la capitanía general de Venezuela, uno de los reinos de U ltram ar que pertenecían a la Corona de España. Suele irse pro­pagando por los libros, aun de los que menos debieran consentirlo, el referirse a estos reinos como colonias y al tiempo aquel como el período colonial. N ada más falso. E sta manía, inocente en algu­nos, es intencionada en otros. Se trata de rebajar el nivel de la conquista y organización española al de la Am érica inglesa, que era un nivel colonial. Es uno de los casos de confusión con que se com bate la superioridad de la expansión española sobre la inglesa. Otros aspectos buenos tiene la inglesa, pero no éste. Venezuela era un reino de España como lo eran Castilla, León o Aragón, y como lo habían sido Sicilia y Nápoles. Y su capital era una ciudad de 35 a 45.000 habitantes, 12.000 blancos y el resto de diversos colores. En 1723 la describía así Oviedo y Baños: «Sus calles son anchas, largas y derechas, pendientes y em pedradas, ni mantienen polvo ni consienten lodos; las casas tan dilatadas que casi todas

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Simón BolívarFoto Archivo Espasa-Calpe

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tienen espaciosos patios jardines y huertas que, regadas con dife­rentes acequias que cruzan la ciudad, producen tanta variedad de flores que admira su abundancia todo el año... sus criollos son de agudos y prontos ingenios, corteses, afables y políticos; hablan la lengua castellana con perfección... hasta los negros (siendo crio­llos) se desdeñan de no saber leer y escribir... las mujeres son hermosas con recato y afables con señorío.»

Era la hora de la ilustración, el siglo de las luces; y esta espe­cie de aurora intelectual iluminaba todo el continente, penetrando en el ser de la América hispana mucho más hondo que la mera ideología política. Los «españoles» de los reinos de U ltram ar, o sea los blancos y todos los no tan blancos que por tal «pasaban», llevaban casi tres siglos de vida con los pies sobre la tierra del nuevo mundo y la cabeza iluminada por los cielos del mundo viejo, que para ellos eran los cielos de España. La pirámide social había ido formándose a lo largo de los siglos decantando la varia­ción del poder y el prestigio en coincidencia casi total con la del color de la tez. Sobre una base de indios y negros, iban subiendo los niveles según iban asimilando más sangre blanca. Español que­ría decir blanco; al oriundo de España le llamaban europeo. Aun en nuestros días, paseándom e yo una vez por un barrio de hoteles de Los Ángeles, pregunté (en castellano) a un jardinero, típico indio mejicano, de qué país era y me contestó: «español». Quería decir, «blanco». Porque lo blanco fue siempre y sigue siendo el ápice del prestigio en el Nuevo Mundo.

El lenguaje acusa la im portancia del color en la escala social, designando con exactitud cada grado y matiz, desde el blanco puro al indio nativo o al negro «bozal». M ulato (blanco y negra), tercerón (blanco y mulata), cuarterón (blanco y tercerona), quinte­rón (blanco y cuarterona), revelan esta preocupación de acercarse a lo blanco. ¿Qué pasaba cuando un abrazo inter-racial hacía re­troceder la progenie en la escala social? Así era el caso si un tercerón «casaba» con negra. La progenie era salto atrás. Pero si el encuentro am oroso era neutro, digamos cuarterón con cuarte­rona, la progenie era «tente en el aire».

Así se expresaba con vivacidad el muy vivo anhelo de todos hacia lo blanco, que por ejemplo incitaba a las bellas mulatas de Hispano-América a preferir un amante blanco a un marido de co­lor. Toda esta aspiración convergía hacia la Corte del Rey de España, manantial de poderes, sueldos y honores, que con nom­bres dorados de virreyes, presidentes, oidores, obispos, beneficia­dos y títulos de Castilla, venía a regar de honra y riqueza la vida social del país. En lo político, el sistema giraba sobre dos polos: la autoridad central que em anaba del virrey y de la Audiencia; y la dem ocracia municipal, que vivía y m andaba en el cabildo. Demo­

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cracia, claro está, algo a lo griego, donde todo el edificio político se erigía sobre una base de esclavos sin voz ni voto, democracia pues en el seno de una aristocracia o por lo menos, oligarquía.Era costum bre y aun tradición muy española que el cabildo de la ciudad actuara como una especie de parlam ento del país circun­dante.

Obseso por la idea ingenua de que toda dem ocracia ha de expresarse por fuerza en instituciones de forma o francesa o an­glosajona, el siglo X IX no consagró la debida atención al cabildo hispano, la célula viva de la dem ocracia a la española, ni tampoco al Consulado, que era su trasunto económico. Se trata, sin em­bargo, de dos instituciones de una gran originalidad, que quizá lograran en América todavía más eficacia que en España, a pesar de la corrupción de su vera esencia política que les impuso la costumbre regia de vender los cargos municipales. El cabildo con su fuerza política y representativa, va a ser un instrum ento esen­cial en la emancipación de los reinos am ericanos; y su utilización para fines de poder m onocrático (ya iniciada por Hernán Cortés, al fundar a V eracruz a fin de auparse al poder personal mediante el manejo de su cabildo) va a ser elem ento esencial en la vida de Bolívar.

*

Otro elemento dem ocrático que España lleva a su América y cuya im portancia se suele soslayar es la Universidad. Tan certe­ramente se fueron creando estas universidades am ericanas, tan puntualmente cumplieron todas su cometido como centros de sus respectivos países, que, como lo iba a probar el tiempo, cada nación hispana del Nuevo Mundo vino a surgir en torno a una universidad. Ahora bien, las universidades congregaban gentes de la clase media, blancos y semiblancos, sin excluir a las castas, aunque en la práctica, por razones no raciales sino económicas, no fueran frecuentes los estudiantes de color. Estas universidades, dentro de los límites de la ideología de su tiempo, eran tan buenas que, como lo ha apuntado el historiador venezolano Caracciolo Parra Pérez, la generación que hizo la independencia de Vene­zuela, form ada por la Universidad española de Caracas, no ha tenido su igual desde entonces.

Conviene insistir sobre este aspecto de la emancipación hispano-americana, porque un siglo X IX en parte malévolo y en parte ignorante, ha querido presentar este fenómeno natural de

uso de razón» colectivo como prueba no de la buena educación que los reinos de U ltram ar habían recibido de España, sino de la «espantosa ignorancia» en que España los había dejado. Un be­nemérito profesor yanqui, Irving Leonard, de la Universidad de

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Ann Arbor, ha probado que el consumo de libros españoles y clásicos que hacían las Indias era enorme. La emancipación se preparó en las cátedras fundadas por España. De cada universidad brotó una nación.

Hecho im portante, mucho más de lo que a prim era vista pa­rece. Por lo pronto, indica que la emancipación de los reinos his­panos de U ltram ar se debió mucho menos a causas económicas que a causas y actitudes inspiradas en lo que hoy llamamos ideo­logía. Fue mucho menos rebelión de labradores y m ercaderes que revolución de intelectuales; y lo que se propuso era mucho menos reform ar la sociedad que apoderarse de los resortes y palancas de mando del Estado. Por eso es tan im portante aquella aurora inte­lectual que proyectó sus «luces» sobre todo el continente en la época en que nace Bolívar; porque estos cielos de luz filosófica iban a sustituir y eclipsar los celajes pintados de la Corte del Rey de España que durante siglos había coronado la pirámide social del nuevo mundo hispano. La emancipación empezó en el cerebro de los hombres de la cum bre social.

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Bolívar había nacido en esta cumbre. Su padre era uno de los terratenientes más opulentos de su país, descendiente directo de aquel Simón de Bolívar, fundador de la rama am ericana de la familia cuyo nombre había recibido el futuro Libertador, precisam ente por haber sido Simón I el varón más ilustre de la casa hasta que vino a eclipsarlo Simón II. Este Simón de Bolívar era oriundo de M arquina, vizcaíno pues y como tal, buen leguleyo y secretario, como lo era de una de las cámaras de la Audiencia de Santo Domingo cuando en 1588 llega a Caracas en el séquito del nuevo gobernador, el capitán de las galeras de Santo Domingo, don Diego de Ossorio, quien no tardó en mandarlo a Castilla en misión muy especial, investido de la dignidad de procurador del Cabildo de Caracas. Iba a pedir que se restaurara el servicio personal de indios prohibido el 27 de abril de aquel año, que se permitiera hacer cautivos desde los diez años a los indios de Miria, ya que se resistían a los españoles y eran caníbales, y que se concedieran tres mil licencias para im portar esclavos ne­gros, amén de otras ventajas no menos conformes con nuestra santa religión. Volvió con casi todo lo pedido más un nombramiento para él de regidor vitalicio de Caracas con voz y voto.

La tradición, pues, que el L ibertador se encuentra en la cuna es la de un interés positivo e inteligente en la cosa pública local (si­miente de la nacional). Pero, desde luego, de la cosa pública de los blancos, los dueños de la tierra, de las minas, del ganado, de los indios y de los negros. Todo esto lo recibe Simón Bolívar II de

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Bolívar

Simón Bolívar I. H asta el nombre. Porque el antepasado fundador no se llamaba Bolívar (según nuestra ley) sino Ochoa de la Rementería; sólo que prefirió el apellido materno al paterno. Ambos apellidos eran vascos y, con el apasionam iento usual entre nosotros, se ha querido ver en ello no sólo la prueba de que el L ibertador era vasco sino de que trajo a Venezuela el amor vasco de la libertad contra la tiranía de los castellanos, cosa absurda y extravagante que sólo puede sostener quien no haya ni hojeado la historia de Venezuela.

De los mil y pico de apellidos que puede haber reunido en tres­cientos años el árbol genealógico de Bolívar, sólo se conocen se­senta; y de éstos, ocho o diez a todo tirar, son vascos; pero lo que más llama la atención en él es su aspecto gallego, hombre de pocas carnes, de cabeza poliédrica, ancha de arriba, estrecha de abajo, y ojos naturalm ente empañados por la morriña. Tenía, en efecto, san­gre gallega por varias ramas. U na de ellas en especial iba a darle a su familia num erosos disgustos. Los dos coruñeses Pedro Jaspe de Montenegro y Pedro Ponte; tío y sobrino. Alcalde el primero de Caracas, sin poder resistir el olor a opulencia de una niña de trece años, Josefa María de N arváez, huérfana de un poblador granadino, la casó con el sobrino sin parar mientes ni en su ilegitimidad ni en el color de su tez. Por donde, sin duda, entró la sangre negra en el caudal vital del Libertador. En una breve estancia mía en Bucara- manga, recogí la tradición de llamar a Bolívar «mulato» en el país. La sangre india abundaba en él, como lo atestiguan num erosos ape­llidos suyos, de los prim eros pobladores, de los que o se unían con indias o no proliferaban.

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Este hecho evidente, sin el cual, además, pierde Bolívar sus títu­los para representar al pueblo que em ancipó, parece herir e irritar profundamente a muchos de sus com patriotas, como si el hacerlo valer fuera un insulto a Bolívar. Por otra parte, el impulso m aestro de su separatismo arraigaba sin duda en su tradición de blanco aris­tócrata, gobernante natural en lo social y aun con más o menos evidencia, en lo político. En esta actitud no es probable que, al menos al principio, se diera anti-españolismo alguno. Muy joven todavía, se había casado en Madrid con una venezolana muy her­mosa, lance de am or que cortó la m uerte; y desde entonces, Bolívar, aunque mujeriego como el que más, evitó el matrimonio. Él solía atribuir im portancia a su viudez en su carrera política. «La muerte de mi mujer me puso muy tem prano en el camino de la política y me hizo seguir después el carro de M arte en lugar de seguir el arado de Ceres.» Lo más probable, pues, es que su anti-españolismo fuera, no la causa sino el efecto de su separatism o, a su vez debido en gran parte a su ambición.

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En su perspectiva histórica, este separatism o era natural. Los espíritus rectores de la sociedad americana no podían ya avenirse a no serlo tanto en lo político como lo eran en lo social. Tener que aguardar con paciencia las soluciones de Madrid a los problem as de Méjico, Caracas, Bogotá, Santiago, Buenos Aires, era poco menos que insoportable para gentes ya tan poderosas. No es que les faltara el poder. Lo tenían ya y enorme; pero precisam ente por tener tanto, les estorbaban las trabas para su ejercicio en la zona política que se reservaban la Corona y su burocracia. Para estos dirigentes de la sociedad americana, la libertad no significaba emancipación de los pardos, morenos e indios, sino rotura de las trabas que limitaban todavía el ya inmenso poder de los blancos. Leían a Jean Jacques Rousseau, pero eran ya los prototipos de lan Smith.

Quiso la suerte que todo este complejo tan matizado y pintoresco de la vida venezolana del XVIII se me iluminara con motivo de un descubrimiento que hice un día rebuscando en los archivos del Obis­pado de Caracas. Allí dormía discretam ente oculto un valioso legajo referente a las andanzas donjuanescas del padre del futuro L iberta­dor, don Juan Vicente de Bolívar y Ponte, coronel de milicias, aspi­rante a un título de Castilla, muy galoneado señor. El cual, por haberse casado muy tarde, en sus largos años de soltería, buscaba solaz en las mujeres casadas o solteras de sus grandes y ricas ha­ciendas y (quizá por haber leído las Sagradas Escrituras) no se pri­vaba de imitar al rey David, y mandaba a lejanas tierras a cualquier padre o marido que le estorbaba para acercarse a la Betsabé de turno. Las gentes de la hacienda se quejaron al obispo del fogoso coronel. El obispo lo mandó venir, le echó una filípica y le am enazó con medidas más enérgicas si no se enmendaba.

El incidente es muy significativo, porque, en vísperas de la eman­cipación del pueblo americano, vemos a uno de los dirigentes que van a pedir «libertad», abusar de su poder a costa del pueblo, el cual para protegerse contra la tiranía del criollo blanco poderoso, recurre al obispo español. Este diseño no se ajusta en nada a las papagaye­rías que se vienen escribiendo desde 1800 acá sobre las relaciones entre España y los reinos de Ultram ar; pero sin haberlo trazado en toda su exactitud, no sería fácil explicarse por qué les fue tan lento y arduo a los dirigentes blancos ricos que lanzaron las guerras de emancipación, asociar al pueblo al movimiento separatista. Porque el pueblo estaba acostum brado a apelar a Madrid contra los abu­sos de que era objeto por parte de los hacendados blancos que pe­dían libertad.

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Conste, pues, que el movimiento separatista nació en las capas adineradas, terratenientes y aristocráticas del país, y sobre todo en la

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institución que las representaba, que eran los cabildos de las capita­les. El cabildo de Caracas, siguiendo una tradición españolísima, se consideraba como una especie de parlam ento nacional. No dejan de darse indicios de la inquietud y falta de confianza en sí mismos que entre los dirigentes blancos reinaba por esta circunstancia, el apoyo popular a la Corona, que sentían latir en el pueblo. Así, por ejemplo, aun cuando en sus conciliábulos y papeles nadie ocultaba que se iba al separatism o, todo se hacía y escribía invocando el nombre de Fernando VII y el cabildo ampliado con letrados, clérigos y frailes, se las echaba de convención con el título de Junta Suprema Con­servadora de los Derechos de Fernando VII.

Pero, claro está, tarde o tem prano, puesto que el movimiento se dirigía a la separación, habría que dejar caer a Fernando VII. Aun entonces, los caudillos de la rebelión procedieron con mucho tiento, la vista fija en el pueblo; de modo que, cuando llegó el momento de proclamar abiertam ente la independencia (4-8 julio 1811), se redactó la fórmula para el juram ento, obligando no sólo a reconocer «la soberanía y absoluta independencia» de las Provincias de Venezuela, sino también a «conservar y m antener pura e ilesa la santa Religión católica, apostólica, rom ana, única y exclusiva en estos países, y defender el misterio de la Concepción Inm aculada de la Virgen Ma­ría, nuestra Señora». No en balde preguntaba un periódico cara­queño: «¿Qué tiene que ver con la independencia el misterio de la Concepción?» Y aun más agudamente contestaba con otra pregunta: «Si misterios sirven para fundar repúblicas, ¿tan malo es el misterio de Fernando VII?»

Cabe, pues, atribuir también el alzamiento contra España a otras fuerzas que, andando el tiempo, fueran capaces de arrastrar al pue­blo tras su aristocracia y clases medias; y entre estas fuerzas se contaban algunas tan vigorosas como el apoyo de los dos países anglosajones, el derrum be de la m onarquía española al empuje de Napoleón y el viento de ideas y emociones levantiscas que soplaba de la Revolución francesa. Aun así, queda quizá como la fuerza más potente entre las que causaron el triunfo de la revolución hispanoa­mericana el genio del que las supo manejar a todas: Simón Bolívar. Pero aun siendo grande como pocos en la historia de las acciones humanas, le costó trece años de lucha tan brava como tenaz.

Las raíces de la acción son m araña tan compleja en los hom bres, aún los más sencillos, que no cesarán jam ás de discutirse los motivos de la vigorosa vida de este gran am ericano tan vasto y complejo. En sus mocedades le había fascinado el movimiento de emancipación intelectual que vino entonces a llamarse «de las luces», cuyos axio­mas y principios leía con fruición en los enciclopedistas, y discutía y comentaba en sus conversaciones con el estrafalario Simón Rodrí­guez, especie de remedo de Juan Jacobo Rousseau, que ejercía en su

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casa paterna oficios varios. Pero aunque lector asiduo y de vivísima inteligencia, Bolívar no era ningún ideólogo y menos aún hombre que hoy llamaríamos intelectual. Su modo de ser, carácter, impulso natu­ral, le incitaba a preferir el sable al libro y el caballo al sillón de biblioteca. Ante los problemas del día, rehuía de instinto los cabildos y sus cabildeos, pero buscaba en cambio la com pañía de los militares y el disfrute del poder. A un amigo y aún pariente que vino a reclu­tarlo para la conspiración separatista, el joven Bolívar preguntó «cuál era el gobierno que se pretendía subrogar; y Tovar... contestó no poder ser otro que el Gobierno Democrático. Bolívar manifestó disgusto diciendo que sólo entraría en el plan si el Gobierno que hubiera de subrogarse fuese aristocrático; pero Tovar le repuso no ser posible, porque la nobleza de Venezuela era imaginaria por ser cortísim a y pobre... Se mantuvo firme Bolívar en su opinión y Tovar tomó miedo... Bolívar, tal vez ofendido en su delicadeza con esto, le dijo que se ausentaría en el mismo momento para quitarle toda sos­pecha y tem or». Así fue cómo, mientras casi todos sus amigos y com pañeros se dedicaban a conspirar y debatir las modalidades de la conspiración que iba a hacer del Cabildo de Caracas la Asamblea revolucionaria de la Independencia, el futuro L ibertador se procuró despachos de teniente coronel y con la seguridad de la aguja magné­tica que apunta al polo del poder, se fue a Londres a negociar con el secretario de Estado de Su M ajestad Británica.

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Maravilla de la historia de fondo, a veces tan en contrapunto con la historia de la superficie. Al dar el paso aquel tan irreversible que acusa con dram ática franqueza su anti-españolismo político, Bolívar se com portaba con asom brosa fidelidad a la tradición española. Pero también a su siglo. Aquel paso lo daban en su alma criolla Hernán Cortés y Napoleón. Y no se trata aquí de invocar grandes nombres por su mera sonoridad histórica ni tam poco por su significación sim­bólica; sino porque Cortés y Napoleón fueron para Bolívar dos para­digmas o modelos a los que, quizá sin darse cuenta, ajustó su con­ducta de hombre elegido para grandes destinos.

Cuando Hernán Cortés se percató de que la tierra que había punzado con sus proas alojaba un imperio tan vasto como opulento que, no obstante, se sentía en su robusto corazón muy capaz de conquistar, su primer pensamiento fue de amargura. Él no estaba en aquel lugar tentador, a las puertas de aquella aventura fabulosa, más que como un enviado de Velázquez, gobernador de Cuba, en cuyo poder estaba el dejarlo escalar aquella m ontaña de esplendor o reti­rarle el mando y hundirlo en la oscuridad de una hacienda cubana. Entonces, C ortés, que a las armas de conquistador unía las letras de

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leguleyo por Salamanca, se acordó de la teoría en que los mejores teólogos de España fundaban la autoridad real: el rey lo es por dele­gación expresa del pueblo constituido.

Es decir, la fuente del poder real es el municipio. Cortés echó una ojeada a su ejército: «He aquí mi población», pensó. Para transfor­marla en municipio, había que fundar una ciudad. Cortés fundó a Veracruz, hizo a Pedro de Alvarado alcalde y a otros de sus jefes regidores, y ante este municipio, legalmente constituido, entregó su bastón de mando como capitán general y su vara de Justicia Mayor. De ambas insignias de autoridad se hizo cargo Alvarado; y entonces el cabildo, es decir, el pueblo constituido, es decir, el Rey, nombró a Cortés capitán general y justicia mayor; sólo que ahora, el nombra­miento ya no pasaba por Velázquez, sino que manaba directam ente de la autoridad del pueblo, fuente de la autoridad real. E sta lección se la supo siempre Bolívar de memoria.

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En cuanto a Napoleón, jam ás estuvo ausente de la imaginación de Bolívar el advenedizo que por la magia de su genio militar, perso­nalidad y singular encanto, logró la cumbre y la Corona a partir de la nada social. El futuro Libertador estaba en París el día en que Bona­parte se coronó em perador en N otre Dame (2-XII-1804); y aunque Simón Rodríguez se obstina en negarlo, es casi seguro que ambos presenciaron aquella imponente ceremonia. Lo que sí es seguro, y ni Rodríguez lo niega esta vez, es que ambos presenciaron la corona­ción de Napoleón con la corona de hierro de los reyes de Lombardia en Milán el 26 de mayo de 1805. N ada más claro que la influencia dominante que el em perador advenedizo ejerció sobre el Libertador —y éste es uno de los aspectos en los que más ingenuos de intención e ingeniosos de invención se han revelado los críticos del siglo pa­sado, empeñados de hacer de su hombre más original un vulgar y austero radical francés— . Napoleón fue el modelo secreto de Bolí­var, como de San Martín, y de tantos millares de jóvenes militares que no llegaron tan alto en su intento como los dos caudillos surame­ricanos. Sólo que para Bolívar era indispensable disimularlo, para con los otros y aun para consigo mismo, por mor de sus admiradores jacobinos de ambos mundos que veían en él la encarnación de la Enciclopedia y de la Revolución francesa; y por mor también de sus propios resabios revolucionarios que sobrevivían como podían en su edad madura con la savia de la juventud.

Así, pues, vamos a ver cómo la órbita m eteórica del joven coro­nel de Caracas se define por la atracción de aquellos dos astros que lo dominan desde el firmamento de la historia. La escena de Vera- cruz, la resignación de poderes en manos de la institución cívica

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(más o menos manipulada y aun inventada, como en el caso de Veracruz) va a representarse tantas y tantas veces, siempre con el mismo ritmo y programa. En Angostura, donde aspira a la dictadura sobre Venezuela; en Bogotá, donde organiza la Gran Colombia para ensanchar su imperio personal; en Lima, donde su ambición es ya casi continental, Bolívar emplea la técnica de Cortés con el nuevo lenguaje de París. Con modestia y respeto para con la soberanía del pueblo, entrega la vara del juez y la espada del soldado; y luego aguarda la contra-ola que surge siempre, para recibir o tra vez del «pueblo»... ¿qué? ¿El gobierno? ¿La dirección de la política? N ótese bien su lenguaje: lo que espera recibir y recibe es el mando.

Es el mando. Y esta tendencia irrepresible al mando, que salta a la vista en todos sus actos y palabras, es la que no quisieron ver los numerosos admiradores que le salieron, no sólo en la América His­pánica sino en la Ánglica tam bién, empeñados de hacer de él el prototipo de un Cincinato o un Lincoln que Bolívar no fue jam ás. A lo que secretam ente aspiraba Bolívar era a rehacer la unión de His­panoamérica que nadie más que él había contribuido a destruir, y a coronarse como su em perador aunque con otro nombre. En busca de una palabra nueva que delineara con exactitud esta ambición secreta de ser m onarca sin ser rey, se me ocurrió escribir que Bolívar era un monócrata. Con tanta sorpresa como satisfacción, descubrí dos o tres meses después, que esta misma palabra se le había ocurrido a él. Bolívar aspiraba, pues, a una m onocracia, con él, desde luego, como m onócrata. ¿Cabe algo más español?

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Éste es el fondo sobre el cual hay que pintar el Congreso de Panamá (1826) para evitar los errores y aun los dislates y falsedades que sobre esta asamblea se han escrito. La manía favorita de los com entadores ha consistido en ver en este Congreso la simiente de la Unión Panam ericana de antaño, hoy más discretam ente rebautizada Sociedad de Estados Americanos o algo por el estilo. Nada más falso ni más anacrónico. Consta del modo más term inante que Bolívar se opuso a que formaran parte del Congreso no sólo los Estados Unidos y Haití sino también el Brasil, aunque en este caso se limita a no mencionarlo. «Los Americanos del N orte y los de Haití, por sólo ser extranjeros, tienen el carácter de heterogéneos para nosotros. Por lo mismo, jam ás seré de opinión de que los convidemos para nuestros arreglos americanos.» Así le escribía a Santander desde Arequipa el 30-V-26. A pesar de lo cual, Santander, motu proprio, invitó a los yanquis. ¿Por qué? Por lo mismo que Bolívar los excluía.

En efecto, lo que Bolívar tram aba en Panam á era otra represen­tación de la celebrada comedia política de Hernán Cortés titulada

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La fundación de Veracruz. Aspiraba a fundar no ya la ciudad de Veracruz sino el imperio español de Am érica que había hecho peda­zos; reunir en Panamá una solemne asamblea de todas sus naciones; entregar solemnemente a esta asamblea continental la vara y la es­pada; y hacerse proclam ar M onarca del Imperio o Federación o lo que fuere con el título de Libertador, que al fin y al cabo, rima con emperador. Para esto le estorbaban los yanquis. Por eso se negaba a invitarlos; y por eso precisam ente los invitó Santander.

En esta perspectiva, con su astucia de siempre, intentó Bolívar realizar la unión agitando el espectro del dominio extranjero. A tal fin, los Estados Unidos no eran todavía una nación bastante fuerte. La fuerza estaba todavía en Londres. Con singular vigor de pensa­miento político y de astucia maniobrera, Bolívar no presentó el peli­gro inglés como tal, sino al contrario, como una solución a los males que la división causaba en Hispanoamérica. «N uestra federación americana no puede subsistir si no la tom a bajo su protección Ingla­terra. La existencia es el primer bien, y el segundo el modo de existir. Si nos ligamos a la Inglaterra, existirem os, y si no nos liga­mos, nos perderemos infaliblemente.» Bolívar llegó hasta a presentar estas ideas a Canning, que no le hizo caso y se limitó a sacar venta­jas comerciales del Congreso, al que mandó un hábil e inteligente observador.

Pero tam poco a Bolívar le interesaba la idea más que como tác­tica para aunar el continente a fin de poder mandar sobre todo él. Así se desprende de sus cartas a Santander. «Que se conserve a todo trance la reunión federal y la apariencia de este congreso político. Yo pienso ir a la reunión de este Congreso, luego que se haya verificado, a darle algunas de mis ideas que tengo en reserva.» «Yo desearía que esta Asamblea fuera perm anente.» «Observe Vd. que yo propongo este plan: que yo soy llamado a ser el Jefe de esta federación ameri­cana, y que yo renuncio a la esperanza de una autoridad tan emi­nente por darle la preferencia a la estabilidad de la América. La Inglaterra no me podrá jam ás reconocer a mí por jefe de la Federa­ción, pues esta supremacía le corresponde al Gobierno inglés.» Éste era su modo de decir a todos: «Unios y hacedme vuestro caudillo, que viene el Coco de Londres y os comerá.»

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Así actúa en Bolívar el paradigma Hernán Cortés, con tan fuerte acción íntima que da estilo y unidad a toda su carrera política. Pero no es m enor la influencia del otro modelo, de aquel maravilloso Napoleón Bonaparte, desdeñado por su futuro suegro como un «oficial de capa y espada», que de vuelta de N otre Dame, señala al suegro la espada imperial y el manto de armiño: «Voici la cape .

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Voici l’épée.» Bolívar vivió toda su vida obseso de aquella cerem o­nia (asistiera o no) y en su subconsciencia se coronó no una sino mil veces. Jamás tomó ciudad, ganó batalla, hizo entrada triunfal sin que una herm osa joven le colocara sobre las sienes una corona de lo que fuese, laureles recién cortados, laureles de plata, de oro, corona de verdad, en fin algo con tal de coronarse.

Para Bolívar, esta cerem onia constantem ente repetida, no fue jam ás gesto huero de elocuencia teatral, sino modo seguro de ir educando la opinión de todo el continente para que term inase por aceptar una forma m onocrática de gobierno con él por m onócrata. Y aquí tocamos uno de los puntos sensibles de este espíritu singular: este hombre que había conquistado todo un continente no logró ja ­más el valor moral necesario para asir aquella corona que él mismo astutam ente inducía a sus amigos a ofrecerle. En el momento de la decisión, el idealista jacobino de su adolescencia, le helaba la mano.

Quizá se dieran otros factores, como su falta de descendencia. La monarquía ha terminado por fundirse con la continuidad de una fami­lia a tal punto que, por muy tentador que fuera para un m onócrata nato como Bolívar hacerse coronar, al no tener hijos, la corona perdía el prestigio histórico que sólo puede otorgarle la legitimidad. De todos modos, Bolívar llevó esta contradicción íntima hasta ex­trem os casi denigrantes para su fama, cuando en 1829 em barca a todo su gobierno en una conspiración para ofrecerle la Corona, y ya en un banquete oficial se bebió un brindis «a Simón I, em perador del Perú» y cada general se veía duque y mariscal, a la Bonaparte, llega el momento de declararse abiertam ente, y Bolívar retrocede y hasta se vuelve indignado hacia los que —impulsados por él— le habían preparado la m aniobra y ofrecido la Corona. Restrepo, uno de los ministros así dejados en la estacada, escribe: «Al term inarse la lec­tura de esta nota, fue uniforme el sentimiento de los miembros del Consejo de Ministros: la indignación.»

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Así, pues, los dos modelos, H ernán Cortés y Napoleón Bona­parte, actuaban entre bastidores en aquella alma tan compleja y aun maquiavélica. Con todo, sería injusto para él reducirlo a una especie de «Hernán Bonaparte». Era ante todo —y mucho— Simón Bolívar; y si su ambición era en sí personal, era en su objeto continental. Por eso forma, en cierto modo, una doble constelación histórica con José de San M artín, de ambición también personal, pero también conti­nental, y como Bolívar, napoleónico también. La atracción irresisti­ble del modelo napoleónico explica en ambos la campaña más fa­mosa de uno y otro —el paso de los Andes— . Todo empezó en Julio César, con su Rubicón. Pero ¿qué sería el Rubicón sin los Alpes?

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El paso de los Andes fue el modelo napoleónico que se impuso a ambos aspirantes al trono imperial de la América española; y es tan vano como ingenuo que intenten negarlo los que todavía se empeñan en ver en estos dos soldados de fortuna dos austeros republicanos populares a la Lincoln cuando no a la Robespierre. Ni una ni otra operación se imponía ni a San Martín ni a Bolívar, de haber sido el uno fiel y tan sólo instrum ento de la revolución argentina y el otro de la venezolana; pero en uno y otro latía una ambición continental; y tanto el uno como el otro aspiraba a realizarla, pero ¿por qué cru­zando los Andes?

Pues por dos razones, que en cierto modo les desviaba la vista a Europa, y a su prototipo imperial. En Europa hasta entonces no se podía ser em perador sin pasar por Italia. Rey de Roma era uno de los títulos del em perador o de su heredero. Roma era la m atriz de toda corona imperial. Napoleón, aunque se coronó en París y por propia mano, se hizo coronar también en Milán. Para llevar corona imperial había que pasar los Alpes. En América, por lo tanto, había que ganarse la corona imperial cruzando los Andes.

Pero había otra razón, que abundaba en el mismo sentido. El imperio con que ambos soñaban era el hispano reconstituido de las ruinas a que ambos lo habían reducido. L a capital de este imperio era Lima. Las órbitas de los dos napoleones americanos convergían en Lima. El encuentro era fatal e inevitable. Con asom brosa intui­ción, se lo escribía Bolívar a San M artín en 1821 en frase tan ine­xacta en la forma como infalible en el fondo: «y bien pronto la divina Providencia... nos reunirá en algún ángulo del Perú». Porque eso era Lima: el vértice del ángulo del imperio español.

Luego vino a resultar que se reunieron en Guayaquil; pero la desviación era ya en sí característica, y se debía a que cada cual aspiraba a tirar para sí el territorio en disputa, el hoy llamado Ecua­dor, Quito de los Incas, para San Martín. Quito de los colombianos para Bolívar. El venezolano se le adelantó al argentino, y recibió al huésped como en su casa. Claro es que hubo corona de laureles engarzados en oro, que presentó una herm osa doncella al general San M artín, el cual, taciturno y tímido, la devolvió a la gentil dami­sela con unas palabras, más bien murmullos, de modestia ofendida. Mucho iba del extraverso actor del N orte al intraverso rum iador del Sur. Con su habitual buen sentido, realismo y estoico desinterés ante el destino adverso, San M artín se dio cuenta pronto de que el viento histórico favorecía a su rival; así que, sin frases ni aun palabras, en un silencio digno y patético, abandonó el tablado continental al cau­dillo que, por el momento, parecía el preferido de la Fortuna.

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Parece que aquel momento en que su rival lo deja solo en la escena que hasta entonces había tenido que com partir iniciaría al fin para Simón Bolívar la era de la satisfacción. Pero no fue así. Antes bien, comienza entonces para él, o al menos se aclara y acentúa la era del desengaño. Gradualmente se ha ido apoderando de su ser la duda más inquietante sobre su fe más patente: la independencia de América. ¿H abría estado perdiendo el tiempo y la vida? Bien es verdad que su impulso más hondo, el que da unidad y firmeza a su historia personal, es su hambre de mando, apetito del alma que tan maravillosamente expresa en nuestra lengua la palabra ambición; y que su deseo, aun leal y sincero, de em ancipar a América no pasaba de ser en sus entrañas una segunda voz, supeditada a la prim era y dominante de su ambición. Pero, cuando la edad, la experiencia y los desengaños com enzaron a desencantar su ambición, de modo que la segunda voz se oía ya más fuerte en sus silencios, Bolívar se pregun­taba cada vez más: ¿emancipación?, ¿independencia?

En un mensaje al Congreso de la Gran Colombia (24-I-30), por enésima vez presentaba su renuncia «del mando» y proponía a Sucre como su sustituto; pero esta vez, quizá con menos insinceridad que otras, porque le dolía el espíritu de tanto luchar; y en el mensaje, escribe unas palabras que iluminan su evolución: «Permitiréis que mi último acto sea recom endaros que protejáis la religión santa que profesam os, fuente profusa de las bendiciones del Cielo.» Hay quien ha querido ver en esta frase de Bolívar una re-conversión a la fe religiosa de sus mayores; lo más probable es que exprese una re­conversión a la fe política de sus mayores, un retorno a España y lo que España significaba en América. Se había equivocado. Ésta era la simiente amarga que ya condim entaba el pan de su ambición al con­vocar el Congreso de Panamá. Había que desandar lo andado. Su­cre, su lugarteniente más leal y más capaz (casi de seguro de origen sefardita de Flandes), le aseguraba que los indios preferían el tributo español a las exacciones fiscales de los patriotas; y Páez, su infiel lugarteniente en Venezuela, le informaba que habrá que volver al modo español de adm inistrar justicia. En una de sus constituciones había tratado de encarnar en la ley un «poder moral» de cuya nece­sidad se daba cuenta como hombre prudente y avisado que era y había sido siem pre, que es a lo que ahora volvía pidiendo la pro­tección de «nuestra religión santa»; y de vuelta de su excursión por las utopías republicanas a que le llevara antaño su tocayo Rodríguez, pensaba ahora que, sin m onarquía o, por lo menos, monocracia, no se podía gobernar a América. Después de tantos años de lucha cruel, se vio forzado a term inar su mensaje con estas tristes palabras: «Conciudadanos, me ruborizo al decirlo: la in­dependencia es el único bien que hem os adquirido a costa de los dem ás.»

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El 25-I-30, el día siguiente de aquel que vio a Bolívar firmar este mensaje de fracaso y casi arrepentim iento, Bresson, agente oficial del gobierno francés confirmaba este estado de ánimo del Libertador en un informe secreto. Comenzó Bolívar, según entonces siempre solía, pintando con negros colores la anarquía de la América espa­ñola y presagiando desastres, que sólo el auxilio de Europa podría evitar; y luego, escribe Bresson, siguió diciendo «que él mismo había luchado tanto como le había sido posible para mantener el orden, que si Europa le hubiera ayudado y si no fuera por sus primeros compromisos de liberalismo, habría establecido en todos los países gobiernos que so m áscara republicana se hubieran acercado al poder real; que en la constitución boliviana no se había atrevido a ir tan lejos como tenía intención de hacerlo; pero que ahora se sentía de­masiado débil para luchar y que no tenía ya que ocuparse más que de su gloria; que por otra parte todo era preferible al estado actual de las cosas, y que si Europa no estaba dispuesta a hacer un esfuerzo, sería mejor que ayudara a España a reconquistarlos y volverlos a colocar en la clase de sus colonias...».

No cabe paralelo más em ocionante con don Quijote, porque esta conversión a la cordura ocurre ya, aunque a principios, en el mismo año de su m uerte, que tuvo lugar el 17 de diciembre. Las mismas circunstancias en que muere están impregnadas de esa ironía natural de los hechos que con tanta maestría sabe m anejar Cervantes. Muere expulsado de Venezuela por el infame Páez, con todas las formas democráticas que ya han aprendido a manejar en la República no sólo los ciudadanos decentes sino los grandes pillos como el llanero improvisado general; y muere en la casa de uno de los pocos españo­les que han quedado vivos de la matanza que el propio Bolívar había decretado con su guerra a muerte.

Como don Quijote, Bolívar creyó de veras haber sido un Caba­llero Andante al servicio de la andante caballería pura y sin tacha. En lo material, había sido siempre generoso y limpio. Como don Quijote, había creado de la nada una Dulcinea herm osa y perfecta, aquella

¡Virgen del mundo, América inocente!

que cantó Quintana; y, como don Quijote, la veía encantada por malignos malandrines, transform ada en fea aldeana que olía a sudor y ajo, de cuya indigna situación era él precisam ente el que la iba a salvar; pero, también como don Quijote, al servicio de su Dulcinea, servía a su propia gloria, incapaz de elevar su desinterés material al plano más alto del desinterés espiritual. Pocas semanas antes de su muerte, había escrito a su com patriota Flores: «El que sirve una revolución ara en el mar.»