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[Revista Huellas Franciscanas 2020]
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Dario Antiseri
La actualidad del pensamiento franciscano
Respuestas del pasado a las preguntas del
presente
Traducción
de Agustín Hernández
y Cristóbal Solares
Prólogo por Víctor Treminio
Editorial Rubbetino
Formato PDF por la Revista Huellas Franciscanas
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Prólogo
Escribí en cierta ocasión que estudiar filosofía era una excusa para pensar otro mundo. A lo
mejor, un mundo donde quepan otros mundos. Ciertamente pensaba, y sigo pensando, en una
filosofía que posicionara a la ética como filosofía primera, superando la metafísica griega
como elemento colonizador y complementada con el elemento político como una caricia al
rostro del Otro1. Tal como lo quiso en cada uno de sus hermanos el poverello de Asís. Sin
embargo, este pensamiento, tal y como le sucedió a Francisco, nos ha sobrepasado a todos.
Quién imaginaría que fruto de aquel hermano que solía llamarse indocto e ignorante sería
una de las corrientes filosóficas con más escuelas en la época medieval y con grandes
repercusiones sociales, políticas y económicas, que se mantienen hasta el día de hoy. Por
varias razones es necesario retomar el pensamiento franciscano olvidado por un buen tiempo
de todas las esferas oficiales del conocimiento, incluso por la teología oficial de la Iglesia.
Volver a la filosofía franciscana es un acto de justicia con la historia que nos ha precedido y
los hermanos que contribuyeron para su existencia, al mismo tiempo que es un acto de amor
propio para quien se identifique como franciscano, pues será beber del manantial de su
espiritualidad de la cual nace su sentipensar. Es decir, se trata de «beber de su propio pozo».
Para algunos, este texto podrá ser su iniciación al pensamiento franciscano, recordando
algunas figuras como Antonio de Padua o el mismo sucesor de San Francisco, San
Buenaventura, a quien le debemos una de las escuelas principales de esta filosofía. Pero, para
otros, será retomar caminos ya andados de aquello que se tenía sospecha, un recuerdo o una
intuición. A partir de ella, entonces, generará conocimiento comprometido con la existencia
de un Otro. Con que se cumpla este objetivo, se podrá dar por satisfecho esta iniciativa
personal, que bien se pudo llamar oficio de copista y que hemos ejercido con espíritu de
pobre y gratitud de niño.
Son muchos y variados los enfoques y propuestas del franciscanismo al mundo. Darío
Antíseri, como filósofo, ha podido sistematizar brevemente este conocimiento en cinco partes
1 Víctor Treminio, Filosofía franciscana, ¿para qué? en Revista Franciscana Nuestra Fraternidad, n. 156, año
XXXIV (2019), p. 45 – 50.
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que puedo denominarlas como existencialismo, teología, política, economía y epistemología.
El lector que logre interesarse por los exponentes de este pensamiento puede que esté
posibilitado para seguir escribiendo sobre la filosofía franciscana en nuestra época
contemporánea y compleja, pues podrá responder a las preguntas actuales aún con respuestas
antiguas que, a diferencia de la posmodernidad, nunca pasan de moda.
Es un desafío colosal, sin duda alguna, sin embargo no se pierde la esperanza de continuar
palabreando al mundo desde los ojos de los pobres y excluidos. Lugar teológico y filosófico
desde donde se posiciona el Evangelio y, por tanto, este pensamiento débil fruto del mismo,
pues no busca alcanzar las cátedras oficiales ni posicionarse como la teología oficial. No es
un pensamiento hegemónico, puesto que desde sus raíces no ostenta ni busca el poder, mucho
menos la dominación o reducción de otro, ni del Otro. Más bien actúa como un pensamiento
subalterno, al lado de los súbditos, víctimas y vencidos de esta y de todas las historias por
contar. Su fuerza recae en lo débil, como aquel que se hizo pobre: esa es su Palabra encarnada.
Esta edición digital ha sido producida gracias al espacio que ha generado la Revista Huellas
Franciscanas, que sigue funcionando como un espacio académico y literario del
franciscanismo en América Central. Coherente con su tiempo, ha liderado en los espacios
digitales para poder llegar a un público específicamente joven, sin hacer exclusión de
personas, y poder socializar y democratizar el pensamiento franciscano a todos aquellos que
se sienten identificados con esta familia.
No puedo concluir sin antes mencionar la memoria de nuestro apreciado hermano y profesor
Cristóbal Solares, quien partió a la casa del Padre el pasado enero del 2019. Gracias a él
poseemos una traducción del italiano del texto original. Esta edición quiere ser un homenaje
a sus años de servicio como educador, sacerdote y hermano. Que su recuerdo nos siga
animando para ahondar en el pensamiento franciscano como un servicio a los excluidos de
nuestro tiempo, quienes siguen esperando la explosión de Reino de Jesús entre nosotros.
Fr. Víctor Treminio, OFM
13 de mayo, 2020.
Memoria de Nuestra Señora de Fátima
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Primera parte
La reconquista racional de la idea de contingencia humana
«contingencia humana»
I. Porqué la idea de «contingencia humana» es una idea racional
El siglo XX – que apenas hemos despedido, se abrió con imponentes movimientos filosóficos
(se piensa al idealismo, al positivismo o al marxismo) nidos por la idea según la cual «homo
homini deus est» [el hombre es dios para el hombre], con la consecuente cancelación de todo
espacio del «sacro»; Dios es una invención humana que, cuando no es inútil, es dañosa.
Además, para el psicoanálisis (al menos en gran parte del psicoanálisis) la fe en un Dios
trascendente no es otra cosa que «una universal neurosis obsesiva». Esto mientras los
neopositivistas decretaban, en base al principio de verificación, la insensatez no sólo de las
teorías metafísicas sino también de cualquier idea religiosa. En suma: absolutos terrestres
cuantas otras tantas negaciones del Absoluto trascendente. Un saber absoluto es un hombre
absoluto. El hombre absoluto, desdeñosamente, prescinde de un Salvador; no tiene
necesidad.
Ahora, sin embargo, bajo una mirada atenta a los procesos filosóficos de la última mitad del
siglo no se pasa por alto que, por las vías diversas, se haya llegado a una reconquista racional
de la idea de contingencia humana. Y, en realidad, progresivamente, y siempre con
argumentaciones consistentes, han sido paulatinamente erosionadas y devastadas las
ilusiones de aquellas concepciones filosóficas que pretendían tener encadenadas las mentes
de los hombres y mujeres prohibiéndoles cualquier forma de apertura a la experiencia
religiosa. En nuestros días, de hecho, ya no es posible esconder el inventario de los fallidos
productos de un abuso sistemático de la religión. Y, en una bien argumentada prospectiva
falibilista, es decir no justificacionista, no abusa de la razón sólo el fundacionista cientista,
el ateo dogmático sino también el fundacionista que pretende que sin su metafísica
trascendentista la fe sería solamente una fabulación mítica. El «hombre absoluto» se ha
presentado, en cada caso, en el papel del «sepultero de Dios» o del «secretario del Absoluto»
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– persuadido, en uno y en otro caso, de estar en la parte de la «grande filosofía»: en la parte
de la «razón fuerte».
Sin embargo, la filosofía no ha desaparecido en absoluto, ha desaparecido más bien la
presunción de un hombre que ha tentado de erigir «becerros de oro». Y en esta demolición
de los «absolutos terrestres» se han mostrado particularmente eficaces los instrumentos
conceptuales forjados en el arsenal epistemológico-hermenéutico. Así, por ejemplo, ha sido
Karl Popper, entre otros, el que dio un golpe decisivo al cientismo: las teorías científicas son
o permanecen desmentibles, siempre bajo asedio; las teorías filosóficas, las cuales siendo
factiblemente infalsificables, no son científicas – no sólo no son insensatas, sino que son
racionales a pacto que sean criticables (es decir en grado de entrar en colisión con partes del
Mundo 3, una teoría científica, un teorema lógico, un resultado matemático, una idea
metafísica, etc., en la época no estamos dispuestos a renunciar); el cerebro no abre la mente;
el determinismo es falso; y falso es el consecuente fatalismo histórico-político; y el futuro
permanece abierto a nuestras elecciones y obligaciones de ciudadanos en una sociedad
abierta. Por su parte, Hans Georg Gadamer nos ha hecho entender que nosotros leemos el
mundo con un lenguaje entrelazados de los a-priori temporalizados, por consiguiente de
conceptos no absolutos, por ello parecen imposibles aquellos «grandes cuentos» que se han
presentado con la certeza de la posesión de fundamenta inconcussa. Contra la presunción
pseudo-racionalista de quienes, como los marxistas, pensaban haber descubiertos las leyes
ineluctables de la historia humana en su totalidad, Friedrich A. von Hayek – y no sólo él –,
insistiendo en la sublevación de las inevitables consecuencias inintencionales de las acciones
humanas intencionales, llegó a concluir, en una prospectiva anti-constructivística, que «el
hombre no es y no será nunca el dueño de su propio destino». Hans Kelsen sosteniendo
después la «ley de Hume», ha demostrado – en línea con el análisis de lógica deóntica – que
no es posible fundar racionalmente y en modo incontrovertible nuestros valores.
2. L. Wittgenstein: «Pensar en el sentido de la vida significa orar»
Con estas breves referencias se afirma que al interior de tal horizonte – en el cual se destacan
los rasgos de la contingencia humana – resalta, irreprimible, la «grande pregunta» la pregunta
metafísica: ¿por qué el ser más bien que la nada? Pregunta que encuentra su nervio al
descubierto en las experiencias metafísicas y en los sufrimientos de infinitas generaciones, y
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sobre todo en el sufrimiento de los inocentes, es decir de los niños. El sufrimiento de los seres
humanos no deja nunca indiferentes. Sin embargo el sufrimiento de los niños es literalmente
impresionante. ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué el sufrimiento de tantos inocentes? Tal
interrogante – observa Norberto Bobbio – «es una petición de sentido, que queda sin
respuesta o, mejor, que remanda a una respuesta que me parece difícil llamar todavía
filosofía». No es la ciencia la que nos dice aquello que debemos hacer ni la que nos enseña
en que cosa podemos esperar. Y la filosofía no salva. La filosofía, continúa Bobbio, tiene el
deber de custodiar la «grande pregunta», pero las «grandes respuestas» no están a su alcance.
Todavía, «precisamente porque las grandes respuestas no están a su alcance, el hombre – es
todavía Bobbio quien habla – permanece un ser religioso, no obstante todos los procesos de
desmitificación, de secularización, todas las afirmaciones de la muerte de Dios, que
caracterizan la edad moderna y más aún la contemporánea».
«No como el mundo sea es lo que es místico, sino que ese sea» – ha escrito Ludwig
Wittgenstein en el Tractatus Logico-philosophicus. Que el mundo exista, la existencia del
mundo y nuestra vida en él, «es lo que es místico, es un misterio que puede ser comprendido
sólo por otro misterio». Somos mendicantes de sentido último. Y «sentimos que si aunque
todos los problemas de ciencia recibieran una respuesta, los problemas de nuestra vida no
serían ni siquiera tocados» (L. Wittgenstein). Ahora, sin embargo, la pregunta de sentido
último – donde todos los datos se vuelcan en incógnitas – ¿es un problema o una invocación,
es una interrogatio o únicamente rogatio? El sentido, repite J. Lacan con Freud, es siempre
religioso. Pero si la respuesta a la «grande pregunta» es una respuesta religiosa, un acto de
fe, ¿no deberíamos entonces admitir que también la pregunta era religiosa, una rogatio, una
invocación de aquel sentido último que no hemos logrado y no lograremos construir? ¿Se ha
equivocado Wittgenstein afirmando que «pensar en el sentido de la vida significa orar» y que
«el sentido de la vida podemos llamarlo Dios»?
3. Providencia y Redención son categorías de la desesperación
La exigencia de una respuesta a la «grande pregunta» existe. «Lo que explica, – dice Bobbio
– la fuerza de la religión. No es suficiente decir: la religión existe pero no debería existir.
Existe: ¿por qué existe? Porque la ciencia da respuestas parciales y la filosofía pone sólo
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preguntas sin respuestas». Una invocación religiosa exige una respuesta religiosa. El
cristiano encuentra la respuesta religiosa en la Revelación, en el mensaje de Cristo.
La destrucción de los absolutos terrestres no va equiparada a la victoria de la nada, de la nada
de sentido. Esa, en realidad, consiste en una reconquistada conciencia de la idea de la
contingencia humana. La idea de contingencia humana no es en absoluto un naufragio en el
absurdo, sino más bien la conciencia de que la salvación del absurdo no es una construcción
humana y que aquel sentido que no puede ser humanamente construido puede ser
humanamente invocado. Del no sentido a la invocación: persuadidos, usando las palabras de
Heidegger, que «ya sólo Dios nos puede salvar». Todo esto se tiene en conciencia del hecho
que la invocación es posible solo en un mundo desgarrado por el no-sentido y por la
desesperación. La falta de sentido se resuelve en la angustia, en aquella «enfermedad mortal»
que para Kierkegaard era la desesperación. Y «la conciencia angustiada – afirma Kierkegaard
– entiende el Cristianismo como un perro hambriento, si se le pone delante un pedazo de pan
o una piedra entiende qué cosa es de comer y qué no; en este modo la conciencia angustiada
entiende el Cristianismo». Angustiado está el hombre mendicante de sentido. La angustia
hace del hombre un mendicante de sentido. La angustia es pánico de extravío ante la nada –
a la nada de sentido. Y es exactamente en este modo – comenta Kierkegaard – que «Dios,
que quiere ser amado, desciende con la ayuda de la inquietud a la caza del hombre». Es así
que entendemos que «apenas la psicología ha terminado de estudiar la angustia ésta va
entregada a la dogmática». La angustia nace de la conciencia humana de una falta de sentido
absoluto, último y definitivo. He aquí, entonces, que la angustia es un rasgo antropológico,
tan es así que «el hombre fuese un animal o un ángel, no podría angustiarse». Reconocerse
como seres contingentes es saber que la angustia habita con cada ser de frente a frente y
juntos reconocer que «Providencia y Redención» son categorías de la desesperación.
Kierkegaard insiste: «es una cosa excelente, la única cosa necesaria y clarificante, ésta que
dice Lutero: toda la doctrina (de la Redención, y del fondo todo el Cristianismo) debe ser
puesta en relación a la lucha de la conciencia angustiada y podrás cerrar también todas las
iglesias y transformarlas en salas de baile».
De aquí una fe que des-absolutiza el hombre y sus productos: concepción del mundo, del
Estado, etc. Una fe que hace entender ciertamente la grandeza del hombre y al mismo tiempo
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la miseria del hombre y los límites de la razón humana. Es así que la fe ayuda a la razón, la
ayuda contra la fácil e insidiosa tentación del abuso de la razón. En este punto lo que se
resalta es que el hombre falible que vive en un mundo incierto – así como tal concepción
emerge de las más vivas corrientes del pensamiento contemporáneo – es el hombre, que si
creyente, sabía ya por la fe de ser natura contingente. La illuminatio fidei abarca y defiende
la autonomía de la razón humana y, al mismo tiempo, denuncia y combate los errores y los
horrores, fruto de aquel abuso de razón que genera monstruos. Es así que emerge el primer
rasgo de la relevancia de la actualidad de pensamiento franciscano – una tradición atenta al
uso de la razón pero también atenta a defender los derechos de la fe y, en consecuencia,
vigilante contra la tentación de una razón que se crea y se sostiene en la diosa-Razón.
Buenaventura no es un filósofo que es también cristiano, es un cristiano que hace filosofía.
4. ¿Dios quiere el bien porque el bien es bien o el bien es bien porque Dios lo quiere?
La doctrina del derecho natural – entendida como el hallazgo y la fundación racional de
valores supuestamente válidos erga omnes e sub specie aeternitatis – es en verdad muy
controvertida, aunque nadie niegue sus indiscutibles méritos socio-políticos en cuanto teoría
orientada a poner una defensa al arbitrio del poseedor o poseedores del poder. ¿En realidad
es fácil constatar cómo la idea de naturaleza y de naturaleza humana es una idea que se lleva
por doquier según la concepción teórica en la cual está inmersa? La naturaleza humana de un
reduccionista (del mental al físico) no es la naturaleza dualista (por ejemplo de Descartes o,
más próximo a nosotros, de K. Popper y de J.C. Eccles); la naturaleza humana de los filósofos
del Areópago no es la naturaleza defendida ante ellos por el Apóstol Pablo; la naturaleza
humana de un determinista no es aquella de los defensores del libre albedrío; la naturaleza
humana de un evolucionista no es la de un creacionista. Todavía, haciendo a un lado éstas y
otras dificultades, aunque si conociéramos, fuera de toda controversia, la esencia de la
naturaleza humana no seríamos absolutamente capaces de ofrecer un fundamento racional de
nuestros valores. Esto por la simple razón de que de descripciones no es posible deducir
lógicamente prescripciones. Esta es la «ley de Hume»: una auténtica ley mortal para
cualquier propuesta giusnaturalística. De toda la «ciencia» disponible no es extraíble un
gramo de moral. Nuestros valores no se fundan en ciencia, son elecciones de conciencia.
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Estamos de frente a la venerable cuestión de si nuestros valores más altos sean o menos
racionalmente fundables. Una cuestión que en los siglos pasados ha dividido los racionalistas
ha dividido los racionalistas de los voluntaristas – o, como decimos, en nuestros días, los
cognoscitivistas de los decisionistas. Y si el racionalismo-cognotivismo navega hoy – y no
sólo a partir de hoy – entre las aguas más agitadas, para un cristiano surge la pregunta: ¿Dios
quiere el bien porque el bien es bien; o, es bien aquello que Dios manda? La primera posición
es la de los voluntaristas, es decir de los decisionistas. En otros términos: ¿el cristiano conoce
por el Evangelio o por la razón lo que es el bien o el mal? ¿Y de cuál razón? ¿De la razón de
quién? ¿No es verdad lo que decía Pascal, es decir que «el hurto, el incesto, el homicidio de
los padres y de los hijos, todo ha pasado entre las acciones virtuosas?». Y si se conociera por
la razón y no por la Revelación lo que es justo y lo que es malo, ¿hubieran errado cuantos
afirmaron y continuarían repitiendo lo que «Mestier non era parturir Maria?». Y la
presunción de una fundacional racional y última del Bien y del Mal ¿no significa haber cedido
a la tentación de la serpiente: «eritis sicut dei cognoscentes bunum et malum?».
En conclusión, problemas no fáciles de evitar y en una situación de ofuscamiento de las
razones del pensamiento fuerte y, al mismo tiempo, de persuasiva fuerza lógica de las
argumentaciones del voluntarismo. Pues bien, ¿no es exactamente en una situación de este
género que es necesario remeditar Escoto y reprender su voluntarismo – una teoría que una
la omnipotencia divina y la liberta y responsabilidad de todo hombre y de toda mujer –?
5. El ser singular es el sólo ontológicamente real
Junto a Escoto figura otro grande franciscano: Guillermo de Ockham el gran defensor de la
autonomía y de la libertad del individuo.
El individuo, o persona humana, envuelto en los remolinos de las concepciones deterministas
y fatalistas de la historia o reducido no más que a una aparición en el holismo estructuralístico
es, en cambio, la única realidad en las teorías individualistas de la sociedad. Para los
sostenedores del individualismo las propuestas colectivistas – donde se reifican, se
convierten en res, es decir en cosas, conceptos colectivos cuales «Estado», «sociedad»,
«humanidad», «partidos», «clases», «sindicato», etc. son mitología desde el punto de vista
teórico y no raramente instrumentos de opresión política. «Individualismo» no se opone a
«altruismo» sino a «colectivismo». Es el «egoísmo» que se opone al «altruismo». Y la
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filosofía individualista es una tradición de pensamiento que viene, por poner un ejemplo,
desde la escuela de los moralistas escoceses hasta la escuela austriaca de economía, o a
pensadores como Georg Simmel, Max Webber o, más próximos a nosotros, a Karl Popper, a
Norberto Bobbio y a Raymond Boudon.
F. Bastiat: «tenemos dificultad para entender lo que designa la palabra “Estado”. Creemos
que en esta continua personificación del Estado exista la más extraña, la más humillante de
las mistificaciones.
M. Weber: «si al final me volví sociólogo […] es sobre todo para poner un punto conclusivo
a estos ejercicios basados en conceptos colectivos, cuyo espectro está siempre al acecho. En
otros términos, la sociología no puede proceder son de las acciones de cada individuo, de
algunos individuos o de muchos individuos. Es éste el motivo por el cual esa debe adoptar
los métodos estrictamente “individualistas”».
L. von Moises: «solamente e individuo piensa. Solamente el individuo razona. Solamente el
individuo actúa». «La idea de una sociedad que operara o se manifestara independientemente
de la acción de los individuos es absurda. Cualquier fenómeno social debe ser en algún modo
reconocible por la acción del individuo».
K.R. Popper: «[…] Hablar de sociedad es estrictamente desviante. Naturalmente se puede
usar un concepto como la “sociedad” u “orden social”; pero lo que realmente existe son los
hombres buenos y malos – esperamos que éstos últimos no sean demasiados –, de todos
modos son los seres humanos, en parte dogmáticos, críticos, diligentes u otra cosa. Esto es
lo que existe en verdad, mas lo que no existe es la sociedad. La gente, en cambio, cree en su
existencia y en consecuencia da la culpa de todo a la sociedad o al orden social. Y uno de los
peores errores es creer que una cosa abstracta es concreta».
N. Bobbio: «Es necesario desconfiar de quien sostiene una concepción anti-individualista de
la sociedad». Esto por la razón de que «a través del individualismo han pasado más o menos
todas las doctrinas reaccionarias […]. Eliminen una concepción individualista de la sociedad.
No lograrán más justificar la democracia como forma de gobierno. ¿Cuál definición mejor
de democracia sino aquella según la cual los mismos individuos, todos los individuos, tienen
una parte de la soberanía? […] Me ha sucedido frecuentemente decir que sería más correcto
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hablar, cuando nos referimos a democracia, de soberanía de los ciudadanos y de soberanía
popular. “Pueblo” es un concepto ambiguo, del cual se han servido también muchas
sociedades modernas […]. Concepción individualística y concepción orgánica de la sociedad
están irremediablemente en contraste».
Luigi Sturzo: «Mi posición es clara: contra los “sociologistas” como Durkheim, que hacen
de la sociedad una sociedad separada, contra los “institucionalistas” como Haurion, que
hacen de la institución una entidad separada, contra organicismos de todos los tiempos, que
hacen de los organismos sociales entidades separadas; yo sostengo que es la sociedad, en
concreto, es la coexistencia de los individuos asociados y operantes y un fin común […].
Quien actúa y quien sufre son los individuos asociados».
La contraposición entre los colectivistas e individualistas es clara: sea a nivel ontológico
(para los colectivistas la realidad social substancial es dada por todos los Estados, partidos,
clases, naciones, etc.; para los individualistas en cambio existen solamente los individuos),
sea a nivel metodológico (los colectivistas van hacia el descubrimiento de las leyes que
deberían explicar génesis y mutaciones de las «entidades colectivas»; los individualistas
indagan las acciones de los individuos y las consecuencias intencionales y sobre todo
inintencionales de las acciones e interacciones humanas), sea a nivel ético-político (los
colectivistas destruyen toda autonomía del individuo en el determinismo de inelcutables y
fatales leyes de la historia o en la jaula de estructuras dísticas; los individualistas defienden
la autonomía, creatividad y responsabilidad de cada individuo). Ahora, ¿quién tiene razón?
¿Tienen razón los colectivistas (realistas) o los individualistas (nominalistas)? ¿Tienen razón
los colectivistas (realistas) o los individualistas (nominalistas)? ¿Tiene razón Guillermo de
Champeaux o Roscellino? ¿Tiene razón Comte, Hegel, Marx y los estructuralistas por un
parte, o más bien Menger, Weber, Hayek y Popper por otra parte? Y si, como es obvio, tiene
razón éstos últimos, ¿no vale la pena entonces remeditar y reevaluar el tan discutido y
combatido Ockham sea por su prospectiva política que por su toma de posición a favor de la
autonomía y responsabilidad de la persona humana?
6. Las raíces católicas de la economía de mercado
La economía de mercado genera el más amplio bienestar. Está como fundamento de las
libertades políticas. Hace soberano al consumidor. Favorece el talento del innovador y la
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creatividad de cuantos aspiran emprender. Quien tiene empresa – y quiere permanecer en el
mercado – aprende de inmediato, como decían los antiguos poetas griegos, que la honestidad,
la lealtad y el respeto de los pactos son la mejor astucia. Y hay más, porque la economía de
mercado obliga a la utilización parsimoniosa de los recursos, exige la utilización más
eficiente de los conocimientos – de conocimientos necesariamente dispersos entre millones
y millones de personas. El mercado premia el mérito y no conoce la vida de las cortes
envuelta o, mejor, atascada en el manejo de privilegios y servilismo. Exige la paz, interna y
externa, por la razón que de otro modo se destruiría la condición mínima que hace posible el
régimen de la división del trabajo. A nadie es lícito intercambiar el «provecho» con el
«saqueo». En el puerto de Ámsterdam estaba escrito: commercium et pax. Ha sido Ludwig
von Moises quien afirmó que «la paz es la teoría social del liberalismo» Y antes que él
Frédéric Batiat había sentenciado: «pasarán los cañones en un confín sobre el cual no pasarán
las mercancías». En dos modos, además, el mercado es solidario: lo es en modo directo
saliendo al encuentro, con precios siempre más accesibles a las necesidades y a las
preferencias de los ciudadanos-consumidores; lo es en modo indirecto no desecando las
fuentes financieras de los ciudadanos que particularmente o en los «cuerpos intermedios»
pretenden dedicarse a favorecer al «prójimo» más desfavorecido.
Son estas, pues, en un elenco asistemático y abierto, las «virtudes» del mercado, es decir, de
una economía que pone al centro de la comunidad humana una persona libre, creativa y
responsable. Y una defensa lúcida, abierta en principios y fundada en hechos es,
precisamente, la defensa que de la persona humana han hecho los grandes exponentes de la
tradición del catolicismo liberal. «Estoy convencido que si la fractura entre el verdadero
liberalismo y las convicciones religiosas no se sanará, no habrá alguna esperanza para el
renacer de las fuerzas liberales. Existen hoy en día en Europa muchas señales que indican
como tal reconciliación está más cercana de cuanto no ha estado por un largo tiempo y que
muestran como muchas personas vean en ello la única esperanza para preservar los ideales
de la civilización occidental». Eso lo afirmaba F. A. von Hayek el 1 de abril de 1947 en la
relación del Convenio en el cual fue fundada la Mont Pélerin Society. Idea, ésta de Hayek,
válida y urgente hoy así como válida y urgente lo era hace sesenta años y que, aunque si en
contextos históricos diferentes, encontró en el pasado como hoy también encuentra una más
profunda articulación teórica en la tradición del catolicismo liberal. Una tradición que cuenta
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entre sus exponentes figuras como las de A. de Tocqueville, F. Bastiat, A. Rosmini y Lord
Acton; además de W. Röpke, Hondrad Adenauer, L. Einaudi, L. Sturzo y L. Beltrán; y, en
nuestros días, de M. Novak, R. Sirico (fundador del Acton Institute), L. Liggio (ya presidente
de la Mont Pelérin Society), Don Angelo Tosato, Ph. Nemo y J. Garello. Y si para Röpke «el
liberalismo no es […] en su esencia un abandono de Cristianismo, sino su legítitmo hijo
espiritual», J. Garello está persuadido de que sólo conjugando el liberalismo y catolicismo,
el Occidente puede reencontrar y encontrará su equilibrio intelectual, moral y espiritual. Un
encuentro, entre pensamiento liberal y tradición católica, que, según el economista francés,
es ahora ineluctable, sobre todo – sostiene él – después que la gran obra de Hayek ha
eliminado del liberalismo los rasgos hereditarios de «aquella irracional Edad de la razón» (el
racionalismo de género iluminístico, el utilitarismo y el materialismo: características de
fondo del homo oeconomicus) que lo hacía hostil a la doctrina cristiana y al pensamiento
social de la Iglesia.
Y si de nuestro tiempo miramos al pasado y fijamos la atención en la discutidísima y
fundamental (para el Occidente y también para el destino de la humanidad entera) cuestión
de la génesis del capitalismo, seremos capaces de divisar la contribución que la escuela tardo-
escolástica española (Juan de Mariana, Pedro de Navarra, Luis de Molina, Domingo de Soto,
Leonardo Lesio, etc.), supo dar para la comprensión, la justificación social y la
proponibilidad ética de un fenómeno que se desarrolla potentemente bajo sus ojos. Un
conjunto de ideas – las de la tardo-escolástica española – hasta hace no mucho tiempo
sepultadas por la indebida mitificación (ciertamente no debida al mismo Weber) de la tesis
weberiana acerca del nexo entre ética del protestante y espíritu del capitalismo; y no
consideradas en absoluto y de todos modos retenidas irrelevantes porque están del todo
ausentes en la obra de Eugen von Böhm-Bawherk: Historia y crítica de las teorías del interés
y del capital. Lo que se resalta es que, antes de la tardo-escolástica española, existió la escuela
franciscana – con Pietro Giovanni Olivi, Escoto, y Alejandro de Alejandría, y no sólo ellos
– que pusieron la atención, examinaron y evaluaron positivamente algunos de aquellos rasgos
de la vida social que, statu nascienti en aquel tiempo, se habrían desarrollado enseguida en
la grande planta de la economía de mercado. Es decir, del capitalismo.
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Por lo tanto: la defensa por parte de Buenaventura de Bagnoriego de los derechos y del
primado de la fe en relación con una presuntuosa razón que se erige como diosa-Razón
incapaz de comprender la «creaturalidad» del ser humano y de abrirse a la experiencia
religiosa; la defensa de la omnipotencia y la libertad de Dios y al mismo tiempo de la
autonomía y libertad del individuo en el interior del horizonte voluntarístico de Escoto; la
defensa de la libertad, dignidad y responsabilidad de la persona humana de parte de Ockham
en contra de aquella omnipresente tentación liberticida que es directa consecuencia de la
reificación de los conceptos colectivos; la defensa de la libertad en las actividades
económicas de parte, en modo especial, de Pietro Giovanni Olivi – son cuatro líneas de
pensamiento que hacen fuertemente actual la tradición del pensamiento franciscano. Es
realmente cierto que un clásico es un contemporáneo del futuro. Esto han sido para nuestro
presente los intelectuales franciscanos que vivieron hace siglos. En el fondo es siempre cierto
que de la verdad no se pregunta la fecha de su nacimiento.
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Segunda parte
¿Puede la Iglesia canonizar una propuesta filosófica en detrimiento
de otras?
I. Una historia de dolorosas incomprensiones
La historia de la intelectualidad católica está colmada de sufrimientos generados por tanta
presunción. La tentación fundacionista e integralista ha hecho sus víctimas. Tal tentación
consiste en las siguientes afirmaciones: «sin mi filosofía la fe no encuentra un fundamento,
es sólo una fábula ilusoria» y: «mi interpretación de la fe es la fe».
¿Estaban seriamente motivadas las acusaciones lanzadas contra Blondel? ¿Cuál había sido la
ganancia de la lucha en amplia escala contra los católicos kantianos alemanes del
Ochocientos, y no sólo alemanes? ¿Y qué decir del desierto que por más de un siglo y medio
han debido atravesar los rosminianos? Hace sólo pocos meses, estamos en el 2008, que
Antonio Rosmini ha sido beatificado, pero la condena de las «cuarenta proposiciones» ha
constituido para los rosminianos un verdadero y propio calvario. ¿Y cuál sería el fundamento
tenía la marginación, más o menos intensa y acentuada, según los varios períodos del
pensamiento franciscano?
Más aún: ¿Descartes es católico y Pascal no? ¿Y, junto con Pascal, no existieron católicos
pensadores como Montaigne, Charron y Huet? ¿Y qué decir del aristotélico Gasendi?
Desplazándonos a nuestros días, ¿debemos quizá decir que Cornelio Fabro y Gustavo
Bontadini son católicos porque son metafísicos, mientras, porque son existencialistas, no lo
serían Luigi Pareyson y Pietro Prini? ¿Y entre Fabro y Bontadini quién es el «más
heterodoxo»? ¿Jacques Maritain es católico y Gabriel Marcel no lo es? ¿Y cuáles de las
acusaciones contra los modernistas estaban realmente fundadas y cuántas, en cambio, eran
más bien frágiles e incluso inconsistentes?
Está fuera de duda que, como dice Alfred North Whitehead, un contraste entre ideas no es
un drama sino más bien una oportunidad. Pero el dram existe cuando los sostenedores de una
perspectiva filosófica, seguros de tener entre las manos verdades absolutas «y» racionales,
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fuertes por el apoyo de poder, reducen al silencio a quien piensa diversamente, resultando así
que cancelan las otras tradiciones de pensamiento y apagan el pensamiento mismo.
2. Cuando la Iglesia tenía su filosofía
El 11 de junio de 1827, bajo el pontificado de León XII, la Crítica de la razón pura de Kant
fue escrita en el Índice. Del 4 de agosto de 1879 es el Aeternum Patris de León XIII. Aquí el
papa decía a los patriarcas, primados, arzobispos y obispos de mundo católico: «A todos
ustedes, Venerables Hermanos, los exhortamos vivamente a volver a poner en uso la sacra
doctrina de Santo Tomás y de propagarla lo más ampliamente posible, a tutela y honor de la
fe católica, para el bien de la sociedad, y para el incremento de todas las ciencias […]. Del
resto, los maestros que ustedes elijan con sabio discernimiento se preocupen por hacer
penetrar en los ánimos de los discípulos la doctrina de S. Tomás de Aquino; y ponga a la luz
la solidez y la excelencia de esta doctrina a preferencia de todas las otras. Las Academias
fundadas por ustedes, o que se fundarán, la ilustren y la defiendan y se valgan de ella para
confutar los errores actuales». Y, con el fin de obtener «la verdadera y genuina doctrina», el
papa recomendaba: «provean para que la doctrina de S. Tomás sea estudiada en sus propias
fuentes o al menos de aquellos ríos que brotan de la misma fuente y corren todavía puros y
límpidos, según el sincero y acorde juicio de los doctos».
Exhortaciones y recomendaciones, éstas, dictadas por el hecho que l): «es fácil que para la
filosofía y la vana falacia las mentes de los fieles caigan en el engaño y se corrompa en ellos
la pureza de la fe»; y por la razón que 2): «a la filosofía toca defender con toda diligencia las
verdades reveladas y oponerse a aquellos que osan refutarlas». Pero: ¿Cuál filosofía es sana
filosofía y no vana filosofía? ¿Cuál filosofía puede de veras funcionar como «seto de la viña»
o trinchera de la fe? Pues bien, este baluarte de la fe se encuentra en la Escolástica, la cual,
como dijo Sixto V, «es sobretodo necesaria para confirmar los dominios de la fe católica y
para rebatir las herejías». Se tenga en cuenta, recuerda el papa León XIII, que «sobre todo
los Doctores Escolásticos, vuela como guía y maestro S. Tomás de Aquino». Él, «como el
sol, inflamó el mundo con el calor de sus virtudes y lo llenó del esplendor de su doctrina. No
existe parte de la filosofía que él no haya tratado aguda y sólidamente: porque de las leyes de
la dialéctica, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de las otras cosas
sensibles, de los actos humanos y de sus principios, él disputó en tal modo que no dejó al aire
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ni una abundante serie de cuestiones, ni conveniente ordenación de partes, ni método
excelente de proceder, ni solidez de principios o fuerza de argumentos, ni limpidez o
propiedad en el decir, ni facilidad para explicar cualquier materia de lo más abstrusa».
Estando así las cosas, resulta muy comprensible la Epistula Enciclica ad Episcopos, et clerum
in Gallis in qua praesertim de educatione cleri, encíclica que el mismo pontífice León XIII
emana el 8 de septiembre de 1899. Intensa y casi afligida por la preocupación que prorrumpe
en cada párrafo de esta Encyclica. León XIII, a veinte años de distancia de la Aeterni Patris,
recomienda todavía a los obispos y al clero de Francia que los seminaristas y sus maestros
efectúen una «ponderada lectura» de la Aeterni Patris. El papa había afirmado que «la causa
fecunda de los males que nos afligen y de aquellos que nos amenazan, se apoya en las
doctrinas que sobre las cosas divinas y humanas surgieron primero en las escuelas de los
filósofos y se insinuaron enseguida en todos los niveles de la sociedad, aceptadas por común
sufragio de muchísimos». La fuente de la cual manarán lozanas tales ideas es, sin la mínima
duda, la filosofía de Kant. «Nosotros – escribe el papa León XIII a los obispos y clero de
Francia – reprobamos de nuevo estas doctrinas que tienen sólo el nombre de la verdadera
filosofía y que, turbando la misma base del saber humano, conducen lógicamente al
escepticismo universal y a la irreligión. Profundo dolor nos causa el saber que desde cierto
tiempo, algunos católicos han creído poder fiarse de una filosofía que, con el ilusorio pretexto
de rescatar la razón humana de toda idea preconcebida y toda ilusión, le niegan el derecho de
no afirmar nada más allá de las propias operaciones, con ello sacrifican a un radical
subjetivismo todas las certezas que la tradición metafísica, consagrada por la autoridad de las
más vigorosas inteligencias, tenía como necesarios e inviolables fundamentos para la
demostración de la existencia de Dios, de la espiritualidad y la inmortalidad del alma y de la
realidad objetiva del mundo exterior. Es de inmediato deplorable que este escepticismo
doctrinal, de importación extranjera y de origen protestante, haya podido ser acogido con
tanto favor en un país justamente célebre por su amor a la lucidez de las ideas y a la claridad
del lenguaje».
Es urgente, entonces, el retorno a la verdadera y sana filosofía. Y a la verdadera y sana
filosofía, confirma León XIII en la línea de Sixto V, es la escolástica: «Sixto V llama esta
teología […] un don del cielo y pide que sea mantenida en las escuelas, y cultivada con sumo
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ardor, como la cosa más fructífera de la Iglesia». Por otra parte, «¿ocurre quizá añadir que el
libro por excelencia, sobre el cual los alumnos podrán con mayor ventaja estudiar la teología
escolástica, es la Suma teológica de S. Tomás de Aquino?».
Es la «prodigalidad» con la cual la filosofía de Kant es acogida en Francia lo que suscita la
más grande preocupación de León XIII: esta filosofía es, con sus palabras «dañosa y falaz».
Sin embargo, como escribió Albert Leclérc en una obra suya de 1902 sobre Le mouvement
catholique kantien in France à l’heure présente, era una «intención apologética» la que
inspiraba los católicos franceses «kantianos». El espíritu de este movimiento era de «crear
una filosofía aceptable para cada pensador realmente moderno». Y, con el fin de construir tal
filosofía, los nuevos apologistas trataron de «liberar la fe de ciertas alianzas demasiado
persistentes con un pasado virtualmente muerto».
La reacción de los sostenedores de la tradición escolástica contra el abigarrado movimiento
católico kantiano en Francia se transformó en una dura lucha abierta, a veces humanamente
triste. Culminó con la Pascendi: la encíclica que, atacando el modernismo, condenó cualquier
tentativo de reconciliación entre kantismo y catolicismo.
Con la Pascendi – que es del 8 de septiembre de 1907 – el papa Pío X quiso romper las
demoras, persuadido que enemigos de la Iglesia «se celan en el seno de la Iglesia misma»; y
que éstos son «tanto más perniciosos cuantos menos se notan». Tales enemigos son los
modernistas. «Cada modernista sostiene y casi compendia en sí múltiples personajes: es
decir, del filósofo, del creyente, del teólogo, del historiador, del crítico, del apologista, del
reformador». Y, pasando el centro de la cuestión, el papa Pío X afirma sin medios términos
que «los modernistas ponen todo el fundamento de la filosofía religiosa en la doctrina que
llaman agnosticismo». Según ésta, la razón humana queda restringida enteramente en el
campo de los fenómenos, que es cuanto decir de lo que aparece: ningún derecho, ninguna
facultad le conceden ir más allá. Por esto no le es dado elevarse hasta Dios, ni de conocer su
existencia siquiera por interposición de las cosas visibles». Al agnosticismo está ligado
– prosigue la encíclica – el método de la inmanencia. Puesta aparte de la teología natural, «la
fe, inicio y fundamento de toda religión, debe colocarse en un sentimiento que nazca de la
necesidad de la divinidad».
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Estas ideas, para el papa Pío X, son simplemente delirios. Y con sus delirios, los modernistas
«¡se glorían de reformar la Iglesia!». Los modernistas quisieran «acomodar» los dogmas de
la Iglesia «a las opiniones de la filosofía». Pero con ellos la religión va a la ruina: «¡Oh!
Realmente ciegos y conductores de ciegos que, inflados del soberbio nombre de ciencia,
deliran hasta el punto de pervertir el eterno concepto de verdad y el genuino sentimiento
religioso: vendiendo un nuevo sistema con el cual, atraídos por un descarado y desenfrenado
afán de novedad, no buscan la verdad en donde seguramente se encuentra: y, despreciando
las santas y apostólicas tradiciones, se aferran a doctrinas vacías, inciertas, reprobadas por
la Iglesia, y con esas, hombres necios, se creen de apuntalar y sostener la misma verdad».
Por todo esto, según Pío X, hizo muy bien su predecesor Pío IX, en condenar en el Sillabo
aquella proposición que dice: «el método y los principios con que los antiguos doctores
escolásticos trataron la teología, no convienen más a las necesidades de nuestros tiempos y a
los programas de la ciencia». Hizo bien porque la Iglesia tiene su filosofía, la filosofía
escolástica. De modo que confirma Pío X, «la primera cosa […] en cuanto a los estudios,
queremos y ordenamos decididamente que como fundamento de los estudios sacros se ponga
la filosofía escolástica […] y lo que resalta ante todo es que la filosofía escolástica que
nosotros ordenamos seguir se debe entender principalmente la de S. Tomás de Aquino […].
Amonestamos, pues, a quienes enseñan de estar seguros que el apartarse del Aquinate,
especialmente en las cosas metafísicas, no sucede sin grave daño. Colocado el fundamento
de la filosofía, se eleva con suma diligencia el edificio teológico».
3. ¿Cuál es el destino del racionalismo neoescolástico?
A este punto, una pregunta se hace inevitable: no tiene ningún sentido relacionar la fe a una
teoría científica, y esto por la razón que, como afirmó Galileo, «la mecánica nos dice las
condiciones meteorológicas del cielo y la fe nos dice las condiciones para ir al cielo»; y,
además de uno tener sentido, se trata de una operación peligrosa, puesto que el desplome de
la teoría científica arrasaría consigo – si se presume indisolublemente relacionada a la fe –
el desplomo de la misma fe. Pero lo que cuenta para la relación entre ciencia y fe, ¿no vale
también para la relación entre filosofía y fe? Las teorías filosóficas – como las matemáticas
o las científicas – son construcciones humanas y, como tales, criticables, no absolutas.
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Entonces, ¿no es un error pensar que la fe pueda y deba encontrar su fundamento en una
«falible» construcción humana?
Preguntas todas estas que es posible englobar en el siguiente interrogativo: ¿el fundamento
de la fe es Jesucristo o más bien, por ejemplo, Aristóteles? En mayo de 1996, en aquel
entonces cardenal Joseph Ratzinger tuvo en Guadalajara, México, una conferencia con
ocasión del encuentro entre la Congregación para la Doctrina de la Fe y los Presidentes de la
Comisión para la Doctrina de la fe de la Conferencia Episcopal de América Latina. De esta
conferencia – publicada después en el Osservatore Romano (27 octubre 1996) y en La Civiltà
Cattolica (quaderno 3515, IV, 1996) bajo el título de La fe y la teología en nuestros días, he
aquí la conclusión sobre el tema de la relación entre razón y fe: «considero que el
racionalismo neoescolástico fracasó en su intento por reconstruir los Preambula Fidei con
una razón del todo independiente de la fe, con una certeza puramente racional; todos los otros
intentos, que proceden en esta misma vía, obtendrán al final los mismos resultados. En este
punto tenía razón Karl Barth, cuando rechazó la filosofía como fundamento de la fe,
independientemente de ésta última: nuestra fe se fundaría entonces, en el fondo, sobre teorías
filosóficas mutables». En el volumen La sal de la tierra el entonces cardenal Ratzinger
escribe que «la sustancia de esta fe es que nosotros reconocemos en Cristo al Hijo de Dios
viviente, encarnado y hecho hombre; por medio suyo nosotros creemos en Dios, el Dios de
la Trinidad, creador del cielo y de la tierra […]». Parecen realmente frases tomadas de San
Buenaventura.
4. La «Fides et ratio»: ¿Por qué la Iglesia no propone una propia filosofía ni
canoniza una filosofía en detrimento de otras?
La Fides et ratio, esta gran encíclica es, ante todo, una clara toma de distancia de aquellos
«absolutos terrestres» que pretendieron prohibir el espacio de la fe, de aquellas filosofías que
pretendieron «cancelar del rostro de hombre los rasgos que revelaban la semejanza de Dios,
para conducirlo progresivamente a una destructiva voluntad de potencia o a la desesperación
de la soledad». Simultáneamente, la Fides et Ratio es una defensa de la legitimidad, sensatez,
racionalidad y humanidad de la pregunta metafísica. La filosofía «se configura como una de
las tareas más nobles de toda la humanidad», ya que es realmente la filosofía que mantiene
vivas las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién
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soy, de dónde vengo y a dónde voy? ¿Por qué la presencia del mal? ¿Qué hay después de
esta vida? «Son estas preguntas – decía Juan Pablo II – que tienen la fuente común en la
petición de sentido que desde siempre urge en el corazón de la persona humana: de la
respuesta a tales preguntas, de hecho, depende la orientación que da talante a la existencia».
Aunque si la encíclica insiste en los poderes de la razón humana hace notar varias veces sus
propios límites. Con toda claridad afirma que no es de la razón humana que viene la
salvación. La razón humana pone una pregunta – la pregunta metafísica – a la solo Cristo
ofrece la respuesta satisfactoria. Se pregunta y pregunta el Santo Padre: «¿dónde podría el
hombre buscar la respuesta a interrogantes dramáticas como aquellas del dolor, del
sufrimiento del inocente y de la muerte, si no en la luz que emana el misterio de la pasión,
muerte y resurrección de Cristo?».
«La razón no puede agotar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras la Cruz puede
dar a la razón la respuesta última que ella busca».
«La fe como tal no es una filosofía […]. Como virtud teologal, [la fe] libera la razón de la
presunción, típica tentación en la cual los filósofos subyacen fácilmente».
«El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda
de verdad y búsqueda de una persona en la cual confiarse. La fe cristiana le sale al encuentro
ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizada la finalidad de esta búsqueda».
«El conocimiento que ésta [la Iglesia] propone al hombre no le proviene de una especulación
propia, fuese incluso la más alta, sino de haber aceptado en la fe la palabra de Dios».
Por lo tanto: es la Cruz que puede dar a la razón la respuesta última de esa búsqueda. Por otra
parte: «ninguna forma histórica de la filosofía puede pretender legítimamente abrazar la
totalidad de la verdad, ni proponerse como explicación plena del ser humano, del mundo y
de la relación del hombre con Dios».
«El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero la filosofía
griega, constituye indicación alguna que obstaculice las vías a otros acercamientos».
«La Iglesia no propone una propia filosofía ni canoniza una propia filosofía en detrimento de
otras».
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«Las vías para alcanzar la verdad permanecen múltiples; sin embargo, ya que la verdad
cristiana tiene un valor salvífico, cada una de estas vías puede ser recorrida, con tal que
conduzca a la meta final, es decir a la Revelación de Jesucristo».
Es en este horizonte que se comprende bien la relevancia, la capacidad de responder a los
urgentes problemas actuales, de aquella vía – no ciertamente única pero que es un decidido
rasgo de la identidad de Europa – que está constituida por la gran tradición del pensamiento
franciscano.
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Tercera parte
Derecho de la fe, autonomía de la persona y libertad de conciencia
I. Buenaventura es un cristiano que filosofa y no un filósofo que también es cristiano
«Aunque el hombre tenga el conocimiento de la naturaleza y de la metafísica, que se eleva
hasta las sustancias más altas, y supongamos que el hombre, llegado hasta aquí, se detenga:
es imposible que no caiga en error, si no es ayudado por la luz de la fe y si no cree que Dios
es uno y trino, potentísimo y óptimo hasta el extremo de la bondad […]. Por eso esta ciencia
precipitó y oscureció a los filósofos [paganos] porque no tenían la luz de la fe […]. La ciencia
filosófica abre la vía a otras ciencias, pero quien quiera detenerse en esas, cae en tinieblas».
Este pasaje que leemos en las Collationes de donis Spiritus Sancti expresa admirablemente
la función del saber filosófico. Por muy alto y sublime que sea, el saber filosófico, si
entretiene la mirada en sí mismo y no lo envía a un saber más alto, teológico o místico, es
fuente de errores. Buenaventura no está entonces en contra de la filosofía en general, sino en
contra de aquella filosofía incapaz de percibir la tensión existente entre finito e infinito, entre
el hombre y Dios, en la concretez de nuestro ser, tendencialmente orientado a la salvación,
pero expuesto constantemente al mal.
El problema de Buenaventura, por lo tanto, no es de contrariar el uso de la razón de toda
filosofía, sino el de distinguir «entre una razón y una filosofía o teología cristiana y una
filosofía no cristiana, entre una razón que es un medio de la fe hacia la visión beatífica […]
una razón que, cerrándose en su propia autosuficiencia, niega lo sobrenatural en sí» (T.
Greogory). Él está en contra de una filosofía no cristiana, en contra de una razón
autosuficiente que no es capaz de percibir en el mundo el signum, la huella de Dios: es
contrario a una razón que considera el mundo como una realidad totalmente profana y con
leyes autónomas y autosuficientes. Buenaventura, en fin, realiza una elección consciente de
aquella tradición de pensamiento que desde Platón, hasta Agustín y Anselmo, había sostenido
la reflexión cristiana considerando el mundo como un sistema de coordenadas que se
corresponden, como un tejido de significados y de relaciones alusivas a Dios uno y trino, y
al hombre como inquieto peregrino del Absoluto tripersonal.
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¿A qué sirve una filosofía que no haga más evidente la presencia de Dios en el mundo y que
no lleve a plenitud la aspiración del hombre del conocimiento y de la posesión de Dios? El
ejercicio de la razón es saludable si se nos consiente de descubrir en el mundo y en nosotros
mismos aquellas mismas semillas divinas que después la teología y la mística conducen a la
completa madurez. El programa de Buenaventura, que es un fundamento de sus elecciones
filosóficas, está constituido por el “quarere Deum” que “relucet” y “latet” en las cosas, que
se manifiesta y se esconde, y entorno al cual debe cumplirse el esfuerzo de la “meditatio”,
según la tradición monástica, como prólogo de la “consummatio”, es decir, de la visión
beatífica. La ciencia filosófica, que Buenaventura busca y, a modo suyo, elabora, es entonces
la “vía a las otras ciencias”, constituidas por la teología y por la mística, de la cual la filosofía
es precisamente prólogo e instrumento.
¿De qué tipo de filosofía S. Buenaventura es difidente? De la filosofía aristotélica, en su
versión averroísta, había mostrado toda su fuerza corrosiva hacia el pensamiento cristiano.
Buenaventura había estudiado a Aristóteles en la Facultad de Artes, a la cual se había inscrito
en 1235, cuando el ingreso de las obras del Estagirita podían decirse terminadas. Aquí,
efectivamente, en la Facultad de Artes, «Aristóteles estaba muy presente con la Logica vetus
y la Logica nova a la par de Porfirio de Boezio y del Liber sex principiorum. Aristóteles
estaba igualmente presente con los libros I y III de la Etica Nicomachea, con la Metafisica y
con los Libri naturales, que a pesar de la prohibición de Gregorio IX, se enseñaban en París»
(J.G. Bougerol).
Buenaventura había por lo tanto estudiado a Aristóteles y por consiguiente lo conocía sobre
todo en la versión averroísta. Y aunque apreció sus muchas contribuciones al estudio de la
naturaleza, rechazó el espíritu y las orientaciones generales, porque eran extraños a las
actividades y al destino cristiano. Aristóteles es una autoridad en el campo de la física, pero
no en aquél del saber filosófico, en el cual la autoridad pertenece a Platón y, superior a ambos
a Agustín: “inter philosphos datus sit Platoni sermo sapientiae, Aristoteli vero sermo
scientiae; uterque autem sermo, scilicet sapientiae et scientiae […] datus sit Augustino”, así
leemos en Christus unus ómnium magister. Buenaventura, entonces, escoge la tradición
platónico-agustiniana en contra de aquella aristotélica, porque para la primera, la filosofía es
apertura a la Trascendencia, es la teorización del anhelo de las cosas y del hombre a Dios y,
27
por varios motivos, cerrada en sí misma, y por lo tanto, desviante. La filosofía de inspiración
aristotélica no podía sostener el esfuerzo de Buenaventura de conectar estrechamente los
componentes filosóficos con aquellos teológicos, el elemento revelado con aquél racional. Él
andaba en la búsqueda de una filosofía que alimentase su religiosidad, aquél calor afectiva,
por el cual cada paso es un acto de inteligencia y un acto de amor. En el cuadro de la tradición
monástica y del espíritu religioso donado por Francisco de Asís, Buenaventura, de frente a
las tradiciones filosóficas opta por aquella platónica y rechaza entonces aquella aristotélica.
«Las tesis fundamentales de San Buenaventura derivan de San Agustín, considerado como
el intérprete más iluminado de aquella Escritura en la cual reside la norma de la verdad.
Buenaventura efectivamente (como ya Agustín y, a diferencia de Santo Tomás), no admite
una autonomía de la naturaleza de sus raíces divinas, y, por lo tanto, ni siquiera de la razón
natural, la cual llega a conocer sólo gracias a la presencia iluminante de Dios» (V. Mathieu).
Buenaventura, en síntesis, toma en serio la Revelación. Y es a partir de Cristo que
Buenaventura observa y lee la historia del hombre y del universo entero. Y «una vez que el
alma ha tomado conciencia de esta impresionante verdad, comenta Wilson, esa no solamente
ya no puede olvidarla, sino que ya no puede pensar a nada si no es en relación a dicha verdad.
Sus conocimientos, sus sentimientos, su voluntad, se encuentran iluminados por una luz
trágica. El cristiano ve un destino que se decide allí donde el aristotélico no ve más que una
curiosidad a satisfacer. San Buenaventura, insiste Gilson, está por su parte, profundamente
penetrado por este sentimiento trágico […]. Él piensa porque para él es un problema de vida
o muerte eterna aquello de saber y pensar en las otras cosas, y sobre todo por la angustia de
ver que la obra creada por Dios, reparada por la sangre de Dios, es cada día ignorada y
despreciada». El pensamiento (para San Buenaventura), agrega Gilson, «debe ser entonces
un instrumento de salvación y nada más; para que ponga a Cristo al centro de la historia
universal, no olvidando jamás que un cristiano no puede pensar nada como cristiano si él no
fuese cristiano». Y es así que comprendemos el concepto de filosofía cristiana en
Buenaventura. «La filosofía no iniciará sin Cristo, porque Él es su finalidad. Ella se encuentra
entonces ante la decisión de condenar sistemáticamente el error, o de tener en cuenta los
hechos de los cuales ella ya está informada».
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La filosofía de Buenaventura es, entonces, una filosofía cristiana. Buenaventura es un
cristiano que filosofa, y no un filósofo que también es cristiano. Buenaventura, en definitiva,
no juega con el cristianismo: cuando hace filosofía no pone entre paréntesis la propia fe,
como si la Revelación no existiera. La suya es una defensa del “primado de la fe”. Él ve el
mundo con los ojos de la fe. La razón es un instrumentum fidei; la razón lee lo que la fe
ilumina; la razón es una gramática escrita con el alfabeto de la fe. Por todo esto se comprende
bien como la filosofía de San Buenaventura y aquella de Santo Tomás – al menos en cierta
tradición interpretativa – sean, de algún modo, para usar una expresión de la epistemología
contemporánea, inconmensurables. Es cierto, que tienen puntos en común: se trata de dos
filósofos cristianos y cada amenaza contra la fe los encuentra unidos: « ¿Se trata del
panteísmo? Uno y otro enseñan la creación ex nihilo y afirman una distancia infinita entre el
ser por sí y el ser participado. ¿Se trata de ontologismo? Uno y otro niegan formalmente que
Dios pueda ser visto por el pensamiento humano de este modo […]. ¿Se trata de fideísmo?
Uno y otro oponen a eso el esfuerzo más completo de la inteligencia de probar la existencia
de Dios y para interpretar los datos de la fe. ¿Se trata del racionalismo? Uno y el otro
coordinan el esfuerzo de la inteligencia en el acto de fe y sostienen la influencia del acto de
fe sobre las operaciones de la inteligencia. Acuerdo profundo, indestructible, proclamado por
la tradición […] y jamás contestado» (E. Gilson). Pero este acuerdo profundo, podemos decir
con los gestaltistas, es entre líneas, no sobre la forma. Los datos son los mismos, pero vistos
en una luz difenrente. En 1879 León XIII habló de Tomás y de Buenaventura como de duae
olivae et duo candelabra in domo Dei lucentia. Pero aquello que inmediatamente hay que
revelar es que la luz de los dos candeleros ilumina diferentemente las cosas. En realidad,
acuerdo no es identidad, y es claro que estas dos doctrinas están organizadas según dos
preocupaciones diferentes; nunca ven el mismo problema desde la misma perspectiva. Se
trata de dos filosofías complementarias: la fe es única y los tentativos humanos de situarse
en la fe y por la fe son múltiples. La fe, precisamente, podemos decir nosotros, es liberadora:
nos consiente y nos impone ser intérpretes creativos, en la conciencia de que nuestros
tentativos son y permanecen humanos no absolutos y relativos a la cultura de la época, a los
medios expresivos que están a disposición del intérprete.
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2. Las razones del individualismo de Ockham y aquellas del voluntarismo de Escoto
«La mayor parte de los grandes emancipaciones del espíritu como del progreso en el
reconocimiento de la dignidad de los hombres que han seguido la historia de la civilización
occidental, se apoyan en el postulado individualista implícito en el nominalismo de Ockham
(1280 – 1349). Desde la simple verdad enunciada por esos, sólo el ser singular es
ontológicamente real y ninguna entidad colectiva (privada de existencia en cuanto tal) tiene
el derecho de subordinarlo, y en consecuencia, cada individuo se erige como ser autónomo,
dotado de un poder real sobre sí mismo». Esto ha sido escrito por Alain Laurent. Una
anotación desde la cual se deja ver la enorme relevancia del pensamiento franciscano en
defensa de la autonomía y de la responsabilidad de cada hombre y de cada mujer, en relación
a las nefastas, omnívoras y libertinas reificaciones de los conceptos colectivos, de aquellos
que Max Weber llamaba Kollectiv-begriffe, como el “Estado”, la “clase”, el “partido”, etc.
La verdad es, en definitiva, que el individualismo (se piense en la Escuela de los moralistas
Escoceses, a la Escuela austriaca de economía, a Max Weber, Karl Popper, Raymond
Boudon) no se opone al altruismo, sino más bien al colectivismo. Y como ha subrayado José
Ortega y Gasset, «ha sido precisamente el individualismo el que ha enriquecido al mundo, y
ha sido la riqueza la que ha fundamentalmente multiplicado la planta humana». Por otra parte,
un notable padre franciscano, Orlando Todisco, en un volumen de hace unos años (Duns
Scoto e Guglielmo d’Occam. Dall’ontologia alla filosofía del linguaggio, 1989) hacía ver
que la lucha de Ockham en contra del colectivismo y a favor del individualismo ha sido una
lucha «para recuperar la libertad de los hombres, la defensa de su superación y el
sostenimiento de su autonomía».
El individualismo, como defensa de la persona humana en contra de las nunca suprimidas y
siempre renacientes tentaciones de libertad de las varias formas de colectivismo. y a favor
del individualismo ha sido una lucha «para recuperar la libertad de los hombres, la defensa
de su superación y el sostenimiento de su autonomía».
El individualismo, como defensa de la persona humana en contra de las nunca suprimidas y
siempre renacidas tentaciones de libertad de las varias formas de colectivismo, constituye un
punto de fuerza de la tradición del pensamiento franciscano, que se entiende con las razones
30
del voluntarismo. Estas posiciones filosóficas hacen de los maestros franciscanos, auténticos
clásicos del pensamiento filosófico.
La defensa que Escoto (1266 – 1308) hace de la libertad lo conduce a una crítica radical del
necesitarismo naturalístico de los filósofos griego-árabes. Dios es libre y creando ha querido
los entes particulares en su propia individualidad y no sus naturalezas o sus esencias.
Contingente el origen, contingente el mismo mundo y todo lo que incluye, incluyendo las
leyes naturales. Y en una situación de este tipo, ¿cuáles son los derechos necesarios y
absolutos? Son solamente aquellos contenidos en la primera tabla mosaica, es decir, la
unicidad de Dios y la obligación de adorarlo sólo a él. Ciertamente, el intelecto percibe la
verdad de los preceptos de la segunda tabla. Pero la obligatoriedad de esos deriva sólo de la
voluntad legislativa de Dios en ausencia de la cual se tendría una ética racional, pero no
pecaminosa. El mal es pecado, no error, como consideraba Sócrates. Desde la Ordinatio:
«Como Dios podía actuar diversamente, así podía establecer otras leyes, que si hubieran sido
promulgadas, serían rectas, porque ninguna ley es tal si no en cuanto establecida por la
voluntad aceptable de Dios» [«Ideo sicut potest aliter agere, ita potest aliam kegem rectam
statuere, quae si statua a Deo, recta esset, quia nulla lex nisi quatenus a voluntate divina
aceptante est estatua»]. En síntesis, es un bien lo que Dios manda. Tanto que, escribe Escoto
siempre en su Ordinatio: «muchas cosas que son prohibidas como ilícitas, podrían volverse
ilícitas si el legislador lo ordenara; por ejemplo, el robo, el homicidio, el adulterio y otras
cosas parecidas, las cuales no implican una malicia inconciliable con el fin último, al
mismotiempo que sus relaciones no incluyen una bondad que necesariamente conduzca al
fin último».
El voluntarismo de Escoto es una consecuencia directa de su defensa de la trascendencia de
Dios infinito, una defensa sin compromisos qe entra en colisión con los teóricos del “derecho
natural” en donde prevalecen instancias más paganas que cristianas. En realidad, lo que se
ha dicho de la voluntad de Dios, debe decirse, con las debidas proporciones, de la voluntad
del hombre. Y Escoto subraya varias veces el papel de guía de la voluntad que actúa en el
intelecto, orientándolo hacia ciertas direcciones más bien que hacia otras. La luz de la
inteligencia es necesaria, pero no es determinante. Para curarse de una enfermedad es
31
necesario conocer las medicinas adecuadas, pero el hecho de asumir la medicina no es
necesario, sino libre, en cuanto que a la vida puede preferirse le muerte.
Las pretensiones del derecho natural avanzadas con la fuerza de la pura razón aparecen en
nuestros días, siempre menos convincentes, si no es porque por motivo del hecho que de las
proporciones descriptivas no es posible pasar lógicamente a afirmaciones prescriptivas, por
lo cual de todas las ciencias disponibles no es posible extraer un gramo de moral. La ciencia
describe, explica y prevé, siempre a partir de teorías falibles, pero no establece valores. La
ciencia sabe, la ética valoriza. No pretendo aburrir a nadie con citaciones largas, aunque esas
sean ricas de historia de las fatigosas disputas entre racionalistas y voluntaristas, pero un
pregunta que me sale del corazón, quisiera ponerla a cada cristiano: lo que es bueno y lo que
es malo, ¿lo sabes por el Evangelio? ¿O lo sabes por la razón? ¿Y por qué tipo de razón? ¿Por
la razón de quién? Y si el bien y el mal absoluto lo establece la razón, ¿no estarían en la
verdad aquellos que afirman que “mestier non era parturir Maria”?
La antigua disputa entre racionalistas y voluntaristas se configura en nuestros días en el
interior del análisis lingüístico y epistemológico como un choque entre cognitivistas y no
cognitivistas. Un choque que la argumentación lógica hace derivar decididamente del
voluntarismo. Es cierto, que pueden ser deludente darse cuenta del hecho que no puede haber
una base racional válida para todas nuestras convicciones éticas y políticas. Pero por otra
parte, ¿no es fruto de la presunción fatal pensar en el hombre como el dueño absoluto de un
sentido absoluto y constructor-dueño del bien absoluto? En síntesis: ¿Dios quiere el bien
porque el bien es bien o porque es bien lo que él manda? ¿Quién tiene un conocimiento mejor
del hombre, de la naturaleza humana, Dios o el hombre? El odio es tanto natural cuanto el
amor. Pero nuestro Señor convierte en imperativo el amor. ¿Cuánto es natural poner la otra
mejilla? ¿Cuánto es natural besar al leproso? El mensaje de Francisco de Asís ¿es un teorema
sacado de la especulación de algún filósofo o es el testimonio de quien ha abrazado el
imperativo categórico evangélico del amor? “Eritis sicut dei cognoscentes bonum et malum”,
la antigua tradición ha acariciado nuestros instintos más bajos, aquellos del dominio del
hombre sobre el hombre; que ha preferido sustituirse a Dios, de cancelar a Dios, ha poblado
así la Tierra de ídolos sedientes de sangre. Pero también desde aquí, la enorme actualidad del
pensamiento franciscano: besar al leproso es tan poco “natural” y al mismo tiempo es tan
32
poco dignitoso poner la otra mejilla o amar al propio enemigo. Y sin embargo, este es el
imperativo del amor evangélico y no ciertamente cualquier consecuencia de principios de
derecho (supuestamente) “natural”.
33
Cuarta parte
Pensadores franciscanos en los orígenes del capitalismo
I. Max Weber: sobre el origen del capitalismo
No es necesario detenerse aquí en la insostenibilidad de la perspectiva marxista que ve la
génesis del capitalismo en aquella “acumulación originaria”, fruto de la violencia política.
Por otra parte, es bien conocida la tesis de Weber sobre la génesis del “espíritu del
capitalismo”: «La sed de lucro, la aspiración de ganar dinero lo más posible, no tiene de por
sí nada que ver con el capitalismo. Esta opinión se encuentra muy pronto entre los
comerciantes y médicos, artistas, empleados, soldados, bandidos, cocheros» corruptos y
cruzados, frecuentadores de bancos y mendicantes, y se puede decir también entre ali sorts
and conditions of men, en todas las épocas y en todos los países de la tierra en donde habían
y en donde existen posibilidades objetivas»2. Pues bien, dice Weber, l’auri sacra fames «no
es precisamente idéntica con el capitalismo y tanto menos corresponde al espíritu de ese”3.
Él identifica al capitalismo como «con un disciplinado, o por lo menos con un racional
temperamento de un tal ímpetu irracional. En todo caso, el capitalismo es idéntico con la
tendencia a la ganancia en una racional y continua empresa capitalística, a la ganancia
siempre renovada, es decir, a la resarcibilidad»4. Y agrega: «Un acto económico capitalístico
significa para nosotros un acto que se basa en la expectativa de ganancia derivada de
aprovechar hábilmente la estructura del intercambio, es decir, de probabilidades de ganancias
formalmente pacíficas»5. Una ganancia siempre renovada. «[…] – Jacopo Fugger […] hacia
un compañero de negocios que se ha retirado para descansar y que aconseja de hacer lo
mismo, porque ya ha ganado bastante y puede dejar de ganar un poco también a los otros,
rechaza el consejo considerado como “pusilánime” y responde “que él tiene una intención
distinta y quiere ganar lo que le sea posible”». Aquí, afirma Weber, estamos ante una máxima
de color ético, por la conducta de la vida»6. La ganancia, entonces, «es considerada como
2 M. Weber. L’etica protestante e lo spirito del capitalismo, trad. it. sansoni, 1955, p. 67. 3 Ibídem. 4 Ibídem. 5 Ibídem. 6 Op. cit., p. 103.
34
objetivo de la vida del hombre, y no ya como medio para satisfacer sus necesidades naturales.
Esta inversión de relación natural, que carece incluso de sentido para el sentimiento común
es abiertamente un motivo fundamental para el capitalismo, así como es extraña para el
hombre que no quiere alcanzar sus posibilidades»7. Y entonces: ¿Cómo se podría afirmar una
perspectiva tanto “innatural” y al mismo tiempo tanto contrariada por un mundo entero de
fuerzas “enemigas”? «El capitalista rehúye la ostentación inútil tal como el goce consciente
de su potencia, y el recibir los signos exteriores de la consideración social de la cual ya goza
le es penoso. Su conducta de vida tiene a menudo un carácter ascético […]. No
excepcionalmente se puede encontrar en él una rara modestia […]. De su riqueza no conserva
nada para sí mismo, si no es el irracional sentimiento del cumplimiento de su deber
profesional»8. Entonces: ¿En dónde está la génesis del espíritu del capitalismo? He aquí la
clásica respuesta de Weber: «Debemos […] convencernos de que los efectos de la Reforma
de la civilización fueron en gran parte, aún para nuestro especial punto de vista, para la mayor
parte, consecuencias imprevistas e incluso no queridas por la obra de los reformadores, a
menudo divergentes e incluso opuestos a todo lo que ellos perseguían en sus propios
ideales»9.
La elección mediante la gracia es el dogma característico del calvinismo10. El capítulo 3 de
la Westminter Confession de 1647 declara: «Dios para manifestar su majestad ha
predestinado algunos hombres a la vida eterna, otros los ha predestinado a la muerte
eterna»11. En “su pathos inhumano”, escribe Weber, tal doctrina tuvo entre otras
consecuencias la angustiosa búsqueda de una signo de otras consecuencias la angustiosa
búsqueda de un signo de la certitudo salutis. Pero una pregunta debía surgir para cada
creyente «[…] ¿Será que estoy yo entre los elegidos? ¿Y cómo puedo obtener la certeza de
mi elección?»12. na señal de esta elección existe y es el logro de la profesión: «Si ves a un
hombre presentar su profesión esa es una señal de que él puede comparecer ante el Rey».
Escribe Weber: «La ascesis protestante intramundana actuó […] potentemente contra el gozo
indiscriminado de la posesión y restringió el consumo, especialmente el consumo del lujo,
7 Op. cit., pp. 105-106. 8 Op. cit., pp. 128-129. 9 Op. cit., pp. 161. 10 Op. cit., pp. 171. 11 Op. cit., pp. 173. 12 Op. cit., pp. 179.
35
además con el resultado psicológico, la adquisición de bienes y de los obstáculos de la ética
tradicionalista, rompió las cadenas de la aspiración a la ganancia no sólo legalizándola, sino
incluso considerándola como voluntad de Dios. […]. La valoración religiosa del trabajo
profesional, mundano, indefenso, constante, sistemático, como el más alto medio ascético y
al mismo tiempo como la confirmación más segura e invisible del hombre regenerado y de
la genuinidad de su fe, constituía el fermento más potente que se pudiera pensar para la
expansión de aquella concepción de vida que ya hemos definido como el espíritu del
capitalismo y si nosotros combinamos aquella restricción al consumo con este
desencadenamiento de la aspiración a la adquisición, el resultado exterior es obvio: la
formación del capital a través de la constricción ascética del ahorro. Los obstáculos que se
sobreponían al uso consumístico de lo que veía adquirido, debían terminar en ventaja de su
empleo productivo, o sea de su empleo como capital de inversión»13.
2. Interpretaciones equivocadas de la tesis de Weber
Weber es muy consciente que es “locamente doctrinaria” la tesis según la cual «“el espíritu
capitalístico” […] haya podido surgir sólo como emanación de determinadas influencias de
la Reforma o que incluso el capitalismo como sistema económico sea un producto de la
Reforma. Ya el hecho de que algunas importantes formas de haciendas capitalistas sean
notoriamente mucho más antiguas que la Reforma se opone de una vez»14. Lo que a él le
interesa es «poner en claro solamente si y en qué medidas las influencias religiosas hayan
tenido parte en la formación cualitativa y en la expansión cuantitativa de aquél “espíritu” en
el mundo y cuales lados concretos de la civilización que pueda poner sobre bases
capitalísticas deriven de tal influencia»15. Y aun así, por decenios y decenios la tesis de Weber
(si no se considera aquella de Marx) ha empujado hacia la sombra del olvido, o, en todo caso,
en el reino de la irrelevancia, aquellas contribuciones que aquí y allá habían puesto su
atención en las relaciones existentes entre capitalismo y catolicismo. De hecho «las tesis de
Weber ejercieron una influencia grandísima sobre la concepción general del problema. En
muchos textos de la historia, de historia de las religiones o de sociología, han sido presentados
13 M. Weber. L’etica protestante e lo spirito del capitalismo, in: Sociologia della religione, Utet, Torino,
1977, pp. 306-309. 14 Op. cit., p. 162. 15 Op. cit., p. 163.
36
como verdades evidentes e indiscutibles, con un tratamiento más o menos extenso y a
menudo sin que sea citado el nombre de Weber […]»16. Esto ha sido escrito por Kust
Samuelsson en Economía y religión, y agrega, que estas tesis «están presentadas [en las
ciencias sociales] como una “mercancía” que se debe aceptar sin ulteriores investigaciones,
como verdades evidentes por sí mismas
3. Eugen von Böhm-Bawerk: la condena de la “usura” en l antigüedad greco-romana
y en los Padres de la Iglesia
El Papa Clemente V en 1311, con el Concilio de Viena, llegó a amenazar con excomulgar a
aquellas autoridades temporales que habían emanado leyes favorables a la usura o que no las
abolieran dentro de tres meses. En realidad, la aversión y la condena de los intereses por los
préstamos calificados como “usura”, procedían al advenimiento del Cristianismo, aunque por
algunos siglos habían ya encontrado acogida en el seno de la Iglesia. Y «han sido necesarios
dos mil años de teorizaciones sobre la naturaleza de la usura antes de que se considerara
necesario poner el problema de las causas y de los orígenes, también respecto a los intereses
originarios del capital […]». Esto ha sido escrito por Eugen von Böhm-Bawerk en su primer
volumen de la Historia y crítica de las teorías y de los intereses del capital17, en donde él
toma en consideración el examen del tema de la aversión a la usura a comienzos de la filosofía
antigua. He aquí sólo algunas citas:
Platón: «Ninguno entonces deposite dinero ante quien no es de su confianza o
presente dinero con intereses» (Leyes V, 742).
Aristóteles: «Quienes se dan oficios indecorosos, los rufianes y todas las personas de
la misma especie, los usureros que dan poco y exigen mucho, todos ellos cogen de donde no
se debe y cuanto no se debe» (Ética Nicomachea, IV, l). Y en Política: «[…] Se tiene mucha
razón al detestar la usura, por el hecho de que en tal caso las ganancias provienen del mismo
dinero y no de aquello para lo cual el dinero ha sido inventado. Eso de hecho fue introducido
en vistas del intercambio, mientras los intereses lo hacen crecer cada vez más […]: de modo
que esta es la forma de ganancia más contraria a la naturaleza». Böhm-Bawerk sintetiza en
16 L. Samuelsson, Economia e religione, trad. it., Armando, Roma, 1973, pp. 16-17. 17 E. von Böhm-Bawerk, Storia e critica delle teorie dell ‘interesse del capitale, trad. ir. a cura di E. Corallo,
Archivio Guido Izzi, Roma, 1986, p. 45.
37
el modo siguiente el núcleo teórico de la posición de Platón y Aristóteles: «El dinero, por su
misma naturaleza no es capaz de dar frutos. La ganancia que el acreedor recava de su
préstamo no puede por lo tanto provenir de una virtud económica intrínseca al dinero, sino
más bien exclusivamente de una circunvención a daño del deudor, de tal modo que los
intereses son una ganancia abusiva e ilegal, basada sobre el engaño y la trampa»18.
Desde Grecia hasta Roma: para Catón el viejo practicar la usura significa ser homicidas (en
Cicerón, De Oficiis, III) y para Catón el joven (Proemium del De re rustica): «Maiores nostri
sic habuerunt et ita in legbus posuerunt, furem dupli condemnare, foenaratorem quadrupeli.
Quanto pejorem civem exstimaverunt foeneratorem quam furem, hinc licet exstimaverunt
foeneratorem quam furem, hinc licet exstimari». Y después Plauto, para el cual (Mortellaria,
atto III) el usurero es sólo el nombre de la suma avidez de los hombres.
De los estudios de Wilhelm Endemann19, se desprende que en la historia de la cristiandad, al
inicio la usura fue prohibida por la Iglesia sólo para los eclesiásticos, después la Iglesia
impuso la prohibición también a los laicos y sucesivamente la legislación laica se uniformó
a sus rígidos cánones, abandonando el derecho romano. En verdad, para el cristiano, el abuso
de los pobres por parte de los ricos acreedores era una odiosa práctica de usurpadores. Y en
la medida en que el desarrollo de los comercios hacia el crédito siempre fue más urgente y
los intereses sobre los préstamos más difundidos, la literatura en contra de la usura se hizo
cada vez más severa, avanzando argumentos sacados de las Sagradas Escrituras y después de
los filósofos, incluso paganos, como de exponentes de la Patrísticas y de los canonistas.
Lattanzio (Divina institutio, liber VI, c. 18): «coger más de lo que se ha dado es injusto».
Ambrosio (De bono mortis, c. 12): «Si alguno coge dinero por usura es un ladrón […]»; De
Tobia, c. 3: «Los ricos […]: menos dan y más exigen […]; van al encuentro de los otros para
ayudarles, pero en realidad es sólo para expoliarlos»). Juan Crisóstomo (Matthaei XVII
Homil., 56): «la crueldad del usurero hace a los otros prisioneros». Y por último Agustín
(Psalmum 128): «Y los usureros se atreven a decir: no tengo otra cosa para poder vivir. Pero
18 Op. cit., p.51. 19 W. Endemann, Nationalökonomische Grundzätze der kanonistischen Lebre, Jena, 1863; in der romanishc-
kanonistischen Wirtschaftsund Rechtslehre, vol I, Berlin, 1874; vol. II, 1883.
38
esto me lo diría incluso un ladrón, cogido in flagrante; me lo diría un ratero, un ladrón, un
tramposo».
4. La usura: de la condena a la apología
Y con todo, no obstante la amenaza de penas celestes y terrestres, «la usura sobrevivió en la
práctica cotidiana, a veces a la luz del sol, otras veces bajo engaños, se dieron expoliaciones
de diferente naturaleza, escogidas por los mercaderes para eludir de entre los tejidos de la
casuística legislativa que la combatía»20. Eso quiere decir, que tantos adversarios de la usura
no lograron domar como a un solo adversario la praxis económica. Y de la praxis, a un cierto
punto, se debe pasar a la teoría, a una nueva teoría. Señala de nuevo Böhm-Bawerk: «Los
observadores atentos de la vida cotidiana, debían pensar aunque dudando, que a la larga, la
obstinada y creciente resistencia a la práctica podía depender de las verdaderas maldades de
los hombres, tal como lo sostenían los canonistas. Quien se preocupó de analizar más a fondo
las técnicas de la vida comercial, terminó por comprender que la praxis no sólo no quería
renunciar a los intereses, sino que ni siquiera podía hacerlo; comprendió que el interés es el
alma del crédito; y que si se quiere abundar en una cosa no se puede prohibir la otra; que
reprimir el interés de crédito, y que en definitiva, los intereses en cualquier economía apenas
desarrollada, son una necesidad orgánica. Por lo tanto, era inevitable que esta toma de
conciencia, ya desde hacía mucho tiempo adquirida por los hombres de negocios, penetrase
al fin también en los círculos de los escritores»21.
Primero se adaptó a un compromiso práctico, en el sentido que se imputó a la imperfección
humana la imposibilidad de extirpar los intereses. Fue este un criterio en el cual se inspiraron
algunas grandes figuras de la Reforma: Zwinglio y Lutero en los últimos años de su vida; y
con mayores reservas Melantón. Sucesivamente se abrió camino toda una oposición tendiente
a excardinar los principios de la doctrina canonística. Predecesores de esta nueva orientación
fueron Calvino y el jurista francés Dumoulin (Carolus Molinaeus). En una carta dirigida a su
amigo Ecolampadio, Calvino rechaza sobre todo, la motivación ex autoritate basada sobre
las Escrituras, mostrando que los pasos presuntuosamente anti-usura debían ser interpretados
diversamente. Una vez liquidado el argumento ex autoritate de las Escrituras, Calvino se
20 E. von Böhm-Bawerk, Storia e critica delle teorie dell ‘interesse del capitale, cit., po. 62-63. 21 Op. cit., pp. 64-65.
39
centra en la motivación racional de la prohibición de la usura y declara “irrelevante” el
argumento sobre el cual se apoya, aquél de la esterilidad del dinero: pecunia non parit
pecunian. Pero Calvino replicó que las cosas no estaban así. «Cuando se adquiere un pedazo
de la tierra por dinero, el dinero que anualmente genera otras sumas, es dinero en términos
de rentas de la tierra. El dinero inoperante, naturalmente es estéril; pero el deudor no lo deja
inoperante. El deudor por lo tanto no es engañado ni explotado cuando es invitado a pagar
los intereses en cuanto que él los paga ex proventu, extraídos de la ganancia que él realiza
con el dinero»22.
Y si Calvino es el primer teólogo, como escribe Böhm-Bawerk – en declararse en contra de
la prohibición de los intereses, Molinaeus fue el primer jurista en hacer otro tanto. Tractatus
contractuum et usurarum, redituumque pecunia constitutorum de 1546 es la obra de mayor
relieve de Molinaeus. En ese, entre otros, el católico Molinaeus muestra la inconsistencia de
Santo Tomas de Aquino según el cual el acreedor que toma un interés, vendería la misma
cosa por dos veces; vendería la cosa (en este caso el dinero) y el uso de la cosa; y porque el
uso del dinero consiste en ser consumido o gastado, ser consumido o gastado sería aquí la
razón por la cual es inadmisible exigir un precio por el uso del dinero23. Entonces, aquello
que Molinaeus objeta a Tomás es que el uso del dinero conceda una utilidad autónoma a la
par del capital del dinero, y por lo tanto puede ser autónomamente vendido. En el fondo, que
el dinero de por sí no pueda dar frutos no implica nada: tampoco un terreno produce nada
espontáneamente y sin el empleo y sin la fatiga asidua de los hombres. De manera parecida,
el dinero sostenido por los esfuerzos y las fatigas humanas, produce frutos duraderos. Estas
consideraciones condujeron a Molinaeus a la conclusión por la cual «[…] es necesario y útil
que una cierta costumbre de percibir intereses sea mantenida y tolerada»24. De tal manera
«stulta illa et non minus perniciosa quam superstitiosa opinio de usura de se absolute mala»25.
Molinaeus fue exiliado y su libro fue puesto en el Índice. Y no obstante, sus ideas lograron
colocar semillas que habrían de dar frutos inmediatamente. Calvino encontró secuaces en el
humanist Joachim Camerario, en Jakob Bornitz y sobre todo en Chirstoph Besold con su
22 Op. cit., p. 67. 23 Summa totius theologiae, II, 2, quaest. 78, art. l. 24Tractatus contractuum et usurarum, redituumque pecunia constitutorum (1546), n. 535. 25 Op. cit., n. 534.
40
trabajo Quaestiones alquot de usuris, de 1598. En medio de estas situaciones, entre la nueva
y la antigua doctrina queda Hugo Grotius. En todo caso informa Böhm-Bawerk: «el cambio
decisivo aviene poco antes del año 1640. En aquél período, como si hubiera sido abatidas de
un solo golpe las barreras de una reserva secular, se liberó una marea de escritos que al fin
tejieron la apología de la usura; y la marea no cesó hasta que los principios de la legitimidad
de la usura, por lo menos en los Países Bajos no hubo vencido»26. Y entre estos tantos
escritos, sea en orden de tiempo o de importancia Böhm-Bawerk recuerda algunos de
Claudius Salmasius: 1) De usuris (1538); 2) De modo usurarorum (1639); 3) De foenore
trapezitico (1640).
Al fin, la barrera de la hostilidad a la usura había cedido. En adelante, en esta lenta, pero
decisiva presión, aquella marea había roto y despedazado los diques en los cuales no parece
que hayan entrado aguas irrumpientes procedentes de la fuente católica. ¿Pero las cosas
estaban de veras en forma?
5. Práctica de la pobreza y teoría de la riqueza: de la contribución de la escuela
franciscana del siglo XIII a la génesis del capitalismo
En la historia de las doctrinas económicas y políticas, han sido descuidados hasta un cierto
punto, itinerarios abiertos de la Escuela Franciscana. He aquí un solo pero especialmente
importante ejemplo: sobre la idea de la productividad del capital monetario, tema
indudablemente central de las teorías económicas, Joseph Schumpeter escribe: «Ya antes de
ser proclamada, esa fue por primera vez expresada por San Antonio, quien niega que si bien
el dinero circulante pueda ser estéril, el capital monetario no lo es, porque representa una
condición necesaria para los negocios»27. Ahora bien, lo siento es que el arzobispo
dominicano que me acoge en su Summa la idea de San Antonio de Florencia (1389-1459) de
la función del préstamo, sea para los consumo como para las inversiones ventajosas28, sólo
se basa en otra genial propuesta hecha por san Bernardino de siena (1380-1440), quien a su
26 E. vin Böhm-Bawerk, Storia e critica delle teorie dell ‘interesse del capitale, cit., p. 76. 27 J. Schumpeter, Storia dell’analisis económica, trad. it., Borighieri, Torino, 1959, p. 129. 28 Summa moralis, ed. a cura di Pietro e Giovanni Ballerini, Verona, 1740, pars II, tit. I, cap. VI, par. 2, col.
80 c.
41
vez, sólo repetía las ideas de dos franciscanos más, Pietro Giovanni Olivi (1248-1298) y
Alejandro de Alejandría (1270-1314).
El análisis económico de Pietro Giovanni Olivi está contenido en la obra ya muy conocida
con el título de Tractatus de emptione et venditione, de contractibu usurariis et
restitutionibus29. Pues bien, uno de los problemas de fondo afrontados por fray Pietro es el
siguiente: de frente a la prohibición canónica de la usura, ¿es lícito distinguir entre el
préstamo de una suma de dinero inscrita o por inscribir en el proceso productivo, es decir,
empleada en una programada o ya realizada inversión productiva? Y he aquí la respuesta:
«Lo que con firme decisión (firmo propositio) es destinado a cualquier probable lucro, no
sólo tiene el significado de simple dinero o de cualquier mercancía, sino que posee también
en sí misma una cualquier semilla de lucro, que es lo que comúnmente llamamos capital. Por
lo tanto, no sólo debe proporcionar su mismo valor, sino también un valor adjunto (sed et
valor superandiunctus)»30 Comenta Oreste Bazzichi: «Mientras que cada incremento de
dinero pretendido en forma de pago, vi mutui, no podía configurarse si no como usura, la
recompensa, en cambio, que el mercader o cualquier otro hubiera tenido proyectos de
inversión económica realísticamente fructífero, pretendía para distraer el mismo dinero de
los negocios y entregarlo en préstamo, ese era más bien considerado como un resarcimiento
por daño infligido. Y tal daño, en sus componentes de lucro cesante y de daño emergente, se
expresaba con la palabra interés, derivada en su mismo significado del derecho romano»31.
Por lo tanto, para que una suma de dinero pueda venir cualificada como capital, es necesario
que esa sea destinada a un proceso productivo y que esta destinación sea el éxito de un firme
propósito del propietario. Y por lo tanto, el primado de la intención o propositum es
establecer en las propuestas de Pietro Giovanni Olivi, la coexistencia entre el interés del
capital y la prohibición canónica de la usura.
Es en la Prima Quaestio del Tractatus de emptione et venditione que Olivi trata del valor
económico. El valor de una cosa, afirma él, nace de la concurrencia de tres causas las cuales
29 La primera parte del Tractatus (vale a decir: de empitone et venditione) è rinvenibile in Appendice allo scritto
di A. Spicciani, La mercatura e laformazione del prezzo nella riflessione teológica medievale, Accademia
Nazionale dei Lincei, Roma, 1977, pp. 181 – 219. Le altre due parti del Tractatus furono edite a Roma, nel
1556, da Fabiano Clavario sotto il falso nome di Gerardo da Siena. 30 Ed. Romana, cit., p. 28 31 O. Bazzichi, Alle radici del capitalismo, Medioevo e scienza económica, Effatá Editrice, Cantalupa
(Torino), 2003, p. 101.
42
son: aquella propiedad que la hace más apta que otra para satisfacer nuestras necesidades; la
escasez y por lo tanto la dificultad de ser encontrada; y la preferencia individual de aquellos
que quieren usarla.
En la terminología de San Bernardino de Siena, en la transcripción que él hace de los pasos
de Olivi, el valor de una cosa es dado por la raritas, por la virtuositas y por la
complacibilitas32. La raritas significa la escasez del bien económico respecto a la demanda;
la virtuositas es la capacidad objetiva de responder a una necesidad; y la complacibilitas es
la preferencia que un sujeto da a un bien en vista de la satisfacción de una necesidad más
bien que de otra, estableciendo una gradualidad entre ellas. Con la complacibilitas Olivi
introduce en la concepción del valor un elemento que después resultará neurálgico para el
marginalismo y para la sucesiva teoría económica contemporánea. En síntesis, agrega
Bazzichi, «el valor económico se determina en función de la utilidad, sea en la forma objetiva
(virtuositas) sea en la forma subjetiva (complacibilitas) y en función de la raritas»33. Y
precisa: «Esta es verdaderamente la mejor y la más moderna de las teorías de valor del
Medioevo»34.
Aún más que Santo Tomás, Duns Escoto, con la finalidad de la formación al valor económico
de las cosas, insiste en el uso que el hombre puede hacer de estas cosas. «Quia frequenter res,
quae in se est nobilior in ese naturali, minus est utilis usui homnum: est per hoc minus
pretiosa». «Porque frecuentemente las cosas son más nobles en su sustancia natural, pero son
menos útiles en cuanto a los usos humanos, esas siguen siendo preciosas»35. Y después: «Et
propter hoc additur secundum rectam rationem, attendentem scilicet naturam rei in
comparatione, ad usum humanum, propter quem sit commutatio ista» – es decir «Por lo que
he dicho que el valor debe ser entendido correctamente, es decir, debe ser puesto en referencia
a la cualidad de las cosas, cualidad relacionada con su uso, ya que es por ese que se da el
intercambio»36. Sobre la mercancía: los mercaderes aportan un servicio a la comunidad:
cuando transfieren las cosas útiles de un puesto a otro; si las conservan; si las mejoran; si
32 Bernardino Senensis, Opera Omnia: studio et cura PP. Collegii S. Boaventurae ad fidem codicum edita,
Florentiae 1950-1965, ad Claras Aquas, tomus IV, p. 190 ss. 33 O. Bazzichi, Alle orifgini del capitalismo, cit. p. 105. 34 Ibídem. 35 R.P.F. Joannis Duns Scoti Doctoris Subtilis Ordinis Minorum, Quaestiones in libros Quattuor Sententiarum
(Opus Oxoniense), Ludguni, 1639, tomus IX, Quaestio II, n. 14, p.166. 36 Ibídem.
43
ayudan a la gente común a juzgar correctamente el valor del precio de las cosas37: «[…] quia
unumcunque in opere honesto Reipublicae servientem oportet de uso labore vivere […]. Ergo
oportet enim de suo laboro vivere. Nec hoc solum […] potest iuste ultra sustentationem
deputata recipere pretium correspondens periculis suis. Ex quo enim in pericolo suo transfert,
si est transalator, vel custodit, si est custos. Propter huiusmodi periculum ptest secure aliquid
accipere corrispondes»38. Traduciendo: «digo que cualquiera que sirva al estado en una
actividad lícita, tiene derecho a vivir del propio trabajo […]. Y por lo tanto, el comerciante
tiene derecho a vivir del propio trabajo. Por lo tanto […] el comerciante puede conseguir con
justicia, además de la propia subsistencia y el de la propia familia para quien trabaja, una
ulterior recompensa por sus propias capacidades y por los riesgos que corre. En fin, puede
también obtener un quid que cubra los riesgos que asume sea importando que conservando
las mercancías»39.
Menos conocido y menos estudiado por los teólogos y casi del todo desconocido en la historia
de las doctrinas económicas es Alessandro Bonini (dicho Alejando de Alejandría, su ciudad
natal), contemporáneo de Pietro di Giovanni Olivi y de Duns Escoto, sucesor de éste en la
cátedra de París y después Ministro general de la Orden. Hago a continuación una breve
consideración de su tratado De usuris escrito en el año 1302. Varias son las reflexiones que
Alessandro Bonini dedica a la cuestión de la usura (¿qué se entiende por usura?; si la usura
pueda considerarse un pecado; ¿en qué contrato será la basura?; y ¿cuáles son las penas que
se deben aplicar a los usureros?), Además, los ambientes en los cuales se han producido
contribuciones innovativas; el arte de recaudar40. Y el cambista en el intercambio de moneda.
Pues bien, también Alessandro parte de los asuntos típicos de los adversarios de la usura, es
decir, que «pecunia non debet parece pecuniam» Y que el intercambio no debe ser gratuito.
Cierto, afirma Alessandro, la moneda usuraria, aquella que proviene de otra moneda, por
«acumulación y prestación de esa», debe ser indudablemente condenada41. No obstante,
existe también la moneda bancaria, aquella que deriva del arte mercantil, ejercida por
37Op. cit., p. 186. 38 Op. cit., n. 22 – 23, p. 186. 39 Traducción de O. Bazzichi, Alle radici de capitalismo, cit., p. 112. 40 Il trattato De usuris é stato pubblicato del francescano canadese A-M. Hamelin, Le Tractatus de usuris du
Maitre Alexandre d’Alexandrie, (Vol. XIV della Collana “Analecta Medievalia Namurscensia”) ,
Nouwelaerts, Louvain-Montréal-Lille, 1962. 41 Op. cit., p. 181.
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aquellos que conocen el cambiante valor de las monedas una diferentes áreas geográficas del
intercambio o tienen un cierto interés que Alessandro encuentra justificado y moralmente
lícito por motivo del hecho que el arte mercantil «necesaaria est ad utilitatem peregrinantium
et aliorum qui crcuent diversas regiones et ad commutationem rerum, sin qua non est vita
humana»42. Es decir, que el arte mercantil «es necesario por la utilidad de aquellos que viajan
en las diversas regiones y por el intercambio de las cosas, sin lo cual no hay vida social». En
pocas palabras, el interés o ganancia del banquero no es una ganancia usuraria ya que el
banquero no está mínimamente obligado a prestar su utilísima y aún necesaria obra
gratuitamente.
Las ideas de Pietro Giovanni Olivi sobre la productividad del capital monetario y las ideas
de Alejandro de Alejandría fueron transcritas, en el espacio de pocos años por otros dos
teólogos franciscanos, es decir, Astesano de Asti (muerto haca 1330) y Gerardo Odone (1273
– 1348) y sucesivamente fueron retomadas entre otros, por San Bernardino de Siena (1380 –
1444) y San Antonio de Florencia (1389 – 1459) y por Nicola Oresme (1320 – 1382). Notable
es el hecho que en 1415 en torno a Bernardino fueron a Florencia Alberto de Sarteano (1385
– 1450) y Giacomo de la Marca (1394 – 1476), a los cuales se agregó algunos años después
Giovanni (Juan) de Capestrano (1386 – 1456). Todos ellos, ligados a la Observancia, se
acercaron a la ciudad de la ciencia y atentos a las exigencias concretas de la vida cotidiana,
lograron clarificar desde las perspectivas ética y teológica, y justificaron en la práctica el
problema de los intereses, y esto, a pesar de la persistente condena de la Iglesia de cualquier
forma que fuese sospechosa de usura y no obstante las hostilidades de las corporaciones. Así
escribe Bazzichi: «Contacto con la gente, toma de conciencia de la realidad social,
investigación y análisis de las problemáticas nuevas emergentes en la sociedad, su solicitud
en el plano práctico con la enseñanza de la teología moral, en la predicación y en la confesión:
estos fueron los motivos esenciales que […] dan una contribución nueva a la comprensión
de la respuesta histórica de porqué los franciscanos, a partir de la segunda mitad del siglo
XIII, fueron los únicos en elaborar, en el plan doctrinal, una teología económica y,
consiguientemente, a ejercer en la praxis una influencia positiva en la superación de las
42 Op. cit., p. 181-182.
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dificultades jurídico-morales surgidas a continuación de la condena canónica de la usura,
acerca de los intereses y acerca de la productividad del dinero»43.
43 O. Bazzichi, Alle radici de capitalismo, cit., p. 124.
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Quinta parte
Franciscanos en el origen de la filosofía empírica de la naturaleza
I. Rogelio Bacon: "sin la experiencia nada se puede conocer de modo suficiente"
No debe para nada ser desvalorizada la contribución del franciscanismo a los orígenes de la
filosofía empírica de la naturaleza. Así para ejemplificar, es en el interior de su metafísica de
la luz que de la luz que Roberto Grossatesta (1175 - 1235) encaja y sistematiza conocimientos
de naturaleza puramente científica y empírica como aquellos relativos a la propiedad de los
espejos y a la naturaleza de los lentes. Pero aparte de esto, es notable el hecho que Grossatesta
haya tomado con extrema lucidez un principio que pronto será el fundamento del
pensamiento de Galileo y de la física moderna:
«La utilidad del estudio de las líneas, de los ángulos, de las figuras, está en que sin esas no
se puede conocer nada de la filosofía natural. Esas valen en modo absoluto en todo el universo
y en todas partes». Fue Nicola Abbagnano quien afirmó que si bien entre las mixturas de los
elementos teológicos, místicos y metafísicos, las nuevas investigaciones «denuncian un
nuevo curso de la investigación filosófica y un renovación de sus horizontes». Y en todo
caso, ha escrito Ch. Singer, «fue el franciscano Roberto Grossatesta quien determinó la
dirección fundamental que asumieron los estudios físicos en los siglos XIII y XIV». Pero
aunque Grossatesta puede ser considerado el iniciador del naturalismo en Oxford, el
representante principal es Rogelio Bacón (1214 c. 1292 c.), quien fue alumno de Grossatesta
en Oxford, y quien nombra entre sus predecesores y maestros también a Pietro Peregrino,
autor en 1269, de una Epistola de magnete de la cual en 1600 hablará Gilbert, el gran
estudioso del magnetismo. Si bien, como ya para Averroes, también para Bacon, Aristóteles
es «la última perfección del hombre», esto no significa en absoluto que la búsqueda de la
verdad, en opinión de Bacon sea filia temporis y que su crecimiento no esté exento de
obstáculos. Y es exactamente en la primera parte de su Opus maius que Rogelio Bacón
desarrolla un análisis interesantísimo de los objetos que se sobreponen al alcance de la
verdad. Se trata de reflexiones que anticipan y que reclaman aquellas de otro Bacón, es decir,
Francisco Bacón, las cuales nos conducen a su idola. Pues bien, para Rogelio Bacón, son
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cuatro los obstáculos que nos relegan a la caverna de nuestra ignorancia: a) el ejemplo de una
autoridad frágil e ingenua; b) las incrustaciones de una continuada costumbre; c) las ideas
del tonto vulgar; d) y el ocultamiento de la ignorancia a través de la ostentación de una
sabiduría aparente.
La verdad es hija del tiempo y la ciencia no es obra de uno Solo, sino de toda la humanidad,
la cual precisamente con el paso del tiempo, elimina poco a poco los errores cometidos en
precedencia. Es así como el saber progresa. Dos son los modos a través de los cuales
accedemos al conocimiento: «por argumentación y por experimento» – y es por experiencia
externa, aquella que realizamos a través de los sentidos, que se llega a las verdades naturales;
mientras que son la experiencia interna, que es la iluminación agustiniana, llegamos a las
verdades sobrenaturales. Sostenedor, a la par de Grossatesta, de la fundamentalidad de la
matemática, estudioso de la física y particularmente de óptica, Bacón comprendió las leyes
de la reflexión y de la refracción de la luz, estudió los lentes y es a él a quien se le atribuye
la invención de los anteojos y de los telescopios; él intuyó entre otras cosas el vuelo, el
empleo de explosivos, la circunnavegación del globo y la propulsión mecánica de Ch. Singer
agrega: «La prevención de uno sólo de éstos descubrimientos no sería digno de memoria,
pero es significativo el hecho de que se encontraron numerosos en una única mente». Y es
así que según Bacón, es posible realizar «con los recursos personales y con tan sólo el
ingenio»: «Se pueden construir medios para navegar sin necesidad de remeros, de modo que
grandísimas naves […] con una sola vela vayan a mayor velocidad como si fueran empujadas
por una multitud de remeros. Se pueden construir carros que se muevan sin caballos […]. Y
también es posible construir máquinas para volar; [… y] un instrumento de pequeñas
dimensiones, con la capacidad para levantarse y para bajar pesos de grandeza casi infinitas
[…]. De modo parecido, es posible construir instrumentos para caminar en los ríos y en los
mares hasta tocar fondo, sin que prospecten peligros para el cuerpo». Bacón sostiene que
instrumentos de ese tipo «fueron construidos en la antigüedad y se fabrican también hoy,
excepto la máquina de volar que ni yo ni ningún otro hemos conocido jamás», aunque él
menciona a un hombre muy docto «el cual se ingenió la idea de realizar este instrumento».
Innumerables son los objetos que se pueden construir, y entre éstos Bacón nombra también
«los puentes construidos sobre los ríos sin necesidad de pilastras». Tanto para Rogelio Bacón,
como para Francisco Bacón, saber es poder: «las obras de la sabiduría […] son como defensas
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de leyes seguras que conducen eficazmente a la meta querida». Y de nuevo, la vía que
conduce a esta meta es aquella de la experiencia, porque «sin experiencia no hay nada que
se pueda conocer de modo eficiente».
2. Para que el hombre no sea embestido para la barbarie tecnológica del cientismo
Por lo tanto: con Roberto Grossatesta y con Rogelio Bacón (aunque no solamente ellos, baste
recordar a Alberto Magno), nace y se desarrolla lentamente un filón matemático y
experimentalístico al interior de la filosofía escolástica. Es cierto, que el patrimonio
científico-tecno-lógico permaneció hasta entonces fuera de la “filosofía” pero eso no
significa para nada que las urgencias de la vida práctica no hayan agudizado la ingeniosidad
de los hombres en su búsqueda de solución de problemas. Será suficiente recordar aquí
algunos tipos: los molinos de agua, la malla de agua, el reloj mecánico, los tejidos de seda,
el molino de viento, la fabricación de lentes, la fabricación de papel y la extracción de
minerales. Éstas y otras tantas soluciones técnicas e ingeniosas, existían, pero existían
precisamente como extrañas a la filosofía. Grossatesta y Rogelio Bacón se sitúan
exactamente en los inicios de aquél movimiento de pensamiento, reuniendo la teoría y la
práctica, que es lo que conducirá a la revolución científica.
¿Por qué estas reflexiones sobre Roberto Grossatesta y Rogelio Bacón? ¿Por qué insistir en
la característica empírico-científica de sus pensamientos? Ésta es una insistencia motivada,
hoy más que ayer, por el hecho que si la investigación científica resuelve problemas, de igual
modo crea otros incesantemente. Y en un mundo en donde el cientismo ciego a los valores
éticos empuja a creer que es lícito hacer todo aquello que técnicamente se pueda hacer, los
hombres de fe no pueden desinteresarse de los progresos de la ciencia, en modo particular de
las investigaciones bio-médicas, ni dejar a la persona humano al cuidado de una nueva
barbarie tecnológica, capaz de embestir al hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, en
aras de una perspectiva de hombres construidos según los deseos de otros hombres. No todo
lo que es técnicamente posible es igualmente lícito éticamente. Nos encontramos en una
situación problemática que nos impone saber qué cosa sea técnicamente posible, y estar
científicamente provistas para combatir aquella mitología cientista que pisotea la inviolable
sacralidad de la persona y niega espacio a lo sagrado. Es por todo esto, que se debe prestar
una seria atención a los desarrollos de la ciencia (sobre todo bio-médica), lo cual en ámbito
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formativo no es absolutamente una responsabilidad descuidada en la tradición católica. Se
sirve al Evangelio sirviendo al hombre; y al hombre se le sirve más en donde la iniquidad
amenaza su dignidad y su integridad.
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