REPORTE DE UN CASO: REBECCA HASBROUCK
Veinte años de práctica clínica no me habían preparado para mi encuentro con rebeca Hasbrouck. Al trabajar en la consulta externa de una gran institución psiquiátrica, yo había conocido cientos de personas cuyas historias me conmovías pero, por alguna razón, Rebecca parecía estar sumamente trastornada. Quizá lo que me conmovió fue que se parecía a mí en muchos aspectos; como yo, tenía unos cuarenta años. Creció en una familia de clase media y acudió escuelas excelentes. De hecho, cuando hablé por primera vez con Rebecca, mi atención se concentró en una fotografía borrosa que aferraba en su puño, que mostraba a Rebecca jubilosa de 22 años de edad, el día de su graduación de una universidad de a Ivy League. Estaba parada al lado de sus padres y de su hermana mayor, quienes se veían orgullosos de lo que ella había logrado y cumplido, con las más altas expectativas de lo que aún tenía por delante. Después supe que estaba planeando asistir a una de las escuelas de leyes más importantes del país, donde realizaría una especialización en derecho marítimo. Todo, incluyendo a Rebecca, suponía que le esperaba una vida llena de felicidad y de satisfacción personal. Antes de contar el resto de la historia de Rebecca, permítame platicarle acerca de mi encuentro inicia con ella. Era la mañana del martes posterior al fin de semana del Día del trabajo. Ya había finalizado el verano y yo regresaba de una descansadas vacaciones, un poro agobiada por la expectativa de la correspondencia, los mensajes y las nuevas responsabilidades que me esperaban. Esa mañana llegué temprano, aun antes que la recepcionista, con la esperanza de adelantar el inicio de mi trabajo. Sin embargo, conforme me acercaba a a entrada de la clínica, me sorprendió encontrar a una mujer desaliñada recargada sobre la puerta cerrada. Su cabello estaba sucio y enredado, su ropa rota y manchada. Se paró frente a mí con ojos penetrantes y pronuncio mi nombre. ¿Quién era esta mujer? ¿Cómo es que sabía mi nombre? El hecho de ver diariamente incontables personas sin hogar en las calles, me ha hecho insensible al poder de la desesperación pero me asusté al escuchar a uno de ellos decir mi nombre. Después de abrir la puerta, le pedí que entrara y que se sentara en la sala de espera. Conforme emergía de un estado de aparente incoherencia, esta mujer me dijo que se llamaba “Rebecca Hasbrouck” y me explicó que un viejo amigo de la universidad, a quien ella había telefoneado, le había dado mi nombre y dirección. Era evidente que su amigo había reconocido la severidad de su condición y la había exhortado a buscar ayuda profesional. Le pedí que me dijera cómo podía ayudarla, y con lagrimas en su rostro, susurró que necesitaba “regresar al mundo” del que había huido tres años atrás. Le pedí que me dijera qué “mundo” era ese y la historia que surgió resultó increíble. Me explico que tan solo unos años atrás tenía una vida cómoda en un suburbio de clase media alta; ella y su esposo eran abogados muy exitosos y sus dos hijos eran brillantes, atractivos y con dotes atléticas. De forma extraña, Rebecca se detuvo haí, como si fuese el fin de la historia; naturalmente yo le pregunté qué había pasado entonces y, al oír mi pregunta, sus ojos perdieron el brillo, mientras entraba a un estado indiferente de aparente fantasía. Continué hablándole, pero no parecía escuchar mis palabras. Pasaron varios minutos y regresó a nuestro
diálogo; me contó la historia de su viaje a hacia la depresión, la desesperación y la pobreza. Lo curioso es que el día de nuestro encuentro se cumplían casi tres años de la fecha en que había cambiado la vida de Rebecca. Ella y su familia regresaban de vacaciones en las montañas cuando un camión chocó violentamente el auto que ella manejaba, haciendo que se saliera del camino y volcara carias veces. Rebecca no estaba segura de cómo su cuerpo había sido lanzado de los restos del automóvil pero si recordaba yacer cerca del vehículo en llamas, mientras el fuego consumía a las tres personas más importantes de su vida. Durante las semanas que pasó en el hospital, recuperándose de sus graves heridas, recobraba y perdía la conciencia, convencida de que la experiencia era sólo un mal sueño del cual pronto despertaría. Al salir del hospital, regresó a su casa vacía donde le atormentaban las voces y recuerdos de sus hijos y su esposo. Cuando se dio cuenta de que se encontraba en una confusión emocional, buscó ayuda y apoyo en su madre quien, por desgracias, también sufría uno de sus episodios recurrentes de depresión severa, por lo que no podía ayudar a Rebecca. De hecho, su madre le dijo que nunca volviera a llamarla, por no deseaba agobiarse más con sus problemas. Su consternación aumentó con la ruptura de los padres de su finado marido, quienes le dijeron que era demasiado doloroso para ellos relacionarse con la mujer que había “matado” a su hijo y a sus nietos. Al darse cuenta de que no tenía a nadie con quien acudir por ayuda, Rebecca inició la búsqueda de los miembros de su familia perdida. En medio de una noche fría de octubre salió por la puerta principal de su casa, vestida únicamente con camisón y pantuflas; y mientras caminaba cuatro millas de distancia hasta el centro de la ciudad, gritaba los nombres de esos tres “fantasmas” y os buscaba en lugares conocidos. En cierto momento legó a la casa del jefe de policía y gritó a todo pulmón que quería que su esposo e hijos fueran “liberados de la prisión”. Una patrulla la llevó a la sala de emergencias psiquiátricas. Sin embargo, durante el proceso de admisión, se escabulló y se puso a caminar para reunirse con los miembros de su familia, quienes la llamaban. Durante los tres años que siguieron a este trágico episodio, Rebecca vivió como una persona sin hogar, perdiendo todo contacto con su mundo anterior. Fuente Halgin, Richard, P. Y Krauss, Susan. Psicología de la anormalidad, perspectiva clínica sobre desórdenes psicológicos. México, McGraw Hill. 4ta edición. Cap. 1, 2 Transcripción Topete Cruz Cecilio
Top Related