Download - PROPÓSITO - Instituto del Verbo Encarnado · AÑO 23 – Primera época - Nº 73 Reg. de la Prop. Intelectual: 311933 ISSN 0327-8999 CONSEJO EDITORIAL Exégesis y Teología Bíblica

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  • PROPÓSITO

    «DIÁLOGO... quiere ser una revista de jerarquía intelectual, abierta a las más diversas corrientes de pensamiento y en la que los escritores más significativos de nuestro tiempo traten con autoridad los diversos temas que traducen la inquietud en que vive el hombre contemporáneo.

    Haciendo honor a su nombre, DIÁLOGO alienta el propósito de que sus páginas sean un lugar de encuentro y de intercambio de quienes, situados en di-versos campos de la actividad intelectual, sienten la preocupación de encontrar la fórmula vital que devuelva al hombre de hoy su verdad. Por ello se propone como objetivo primero el estudio de los problemas actuales en lo que éstos tienen de propiamente humano. La filosofía en sus diversas ramas, y particularmente en antropología y filosofía de la historia, la sociología, la economía, la filología y la religión ocuparán el primer plano de su atención.

    Los más diversos colaboradores habrán de tratar estos temas con independen-cia de criterio y sin otra limitación que la impuesta por las exigencias de un saber auténtico y responsable. DIÁLOGO, con espíritu de gran cordialidad, abre sus puertas a todos los escritores, en la seguridad de que un común amor a la verdad, habrá de presidir en todo momento el intercambio de las diferentes perspectivas.

    Aunque DIÁLOGO garantice realmente a sus colaboradores la más amplia libertad, estimulando el cotejo y confrontación de las opiniones ponderables más diversas, no ha de renunciar por ello a sostener su propia convicción y a expresarla con claridad y firmeza. DIÁLOGO tiene la persuasión de que la tragedia del hombre contemporáneo radica en el divorcio existente entre su cultura -la lla-mada cultura moderna- y las fuentes religiosas; y, en consecuencia, de que sólo restableciendo la referencia de la totalidad de su vida con el Dios vivo del mensaje cristiano, puede el hombre encontrar su forma de equilibrio y de paz.

    En hallar el punto de conjugación de dicha cultura y de ese mensaje -supuesto que ello sea posible y en la medida en que lo sea- pone DIÁLOGO su tarea propia y peculiar».

    NUESTRA TAPA: La Anunciación, Hans Memling

  • DIÁLOGO Y el Verbo se hizo carne

    V O L U M E N L X X I I I

    Julio - 2018

    DIRECTOR

    R. P. Lic. Gabriel Zapata

    CONSEJO DE REDACCIÓN

    R. P. Lic. Gabriel Barros

    R. P. Dr. Miguel Fuentes

    R. P. Lic. Héctor J. Guerra

    R. P. Dr. Pablo F. Rossi

    R. P. Lic. Fernando Vicchi

    REVISTA

    de la Casa de Formación Mayor «María, Madre del Verbo Encarnado»,

    del Estudiantado del Convento «Santa Catalina de Siena»,

    del Instituto «Alfredo R. Bufano» (PS-215),

    del Colegio «Isabel la Católica» (E-92),

    y de los Cursos de Cultura Católica.

  • AÑO 23 – Primera época - Nº 73

    Reg. de la Prop. Intelectual: 311933

    ISSN 0327-8999

    CONSEJO EDITORIAL

    Exégesis y Teología Bíblica

    R.P. Lic. Ricardo Clarey (Italia)

    R.P. Lic. José A. Marcone (Argentina)

    R.P. Lic. Gustavo Nieto (Italia)

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    Teología Moral

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    Cultura y Educación

    R.P. Lic. Edgardo Catena (Argentina)

    R.P. Lic. Rolando Santoianni (Canadá)

    COMITÉ DE HONOR

    Prof. Nélida Asunción Freites, Dr. Víctor Hugo Bressan, Dr. Pablo Enrique Bressan, Lic. Marta Giglio de

    Furlán, Cont. Pablo Felipe Coduti, Dra. Nelly Sandruss de Mazzeo, Dr. Jorge Randle y Sra. Teresa Wilkinson

    de Randle, Lic. Marcos Randle, Dr. Alberto Eduardo Buela y Prof. Cecilia González de Buela, Sra. María

    Teresa Mussio de del Campo, Prof. Vicente Pérez Sáez, Dr. Miguel Ángel Soler, Dr. Darko Sustersic, Dr.

    Enrique Díaz Araujo, Dra. Liliana Pinciroli de Caratti, Lic. Edmundo Gelonch Villarino.

  • SUMARIO

    EDITORIAL

    14 DE JUNIO DE 2018, DÍA PARA NO OLVIDAR 7

    P. Lic. Gabriel Zapata, IVE

    ARTÍCULOS

    PERSONALIDAD 15

    P. Dr. Cornelio Fabro

    UNA LECTURA NO APTA PARA DISPÉPTICOS: «KASPER, IL

    MESSAGGIO DI AMORIS LAETITIA. UNA DISCUSSIONE

    FRATERNA» 19

    P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, IVE

    LA DOCTRINA TOMISTA DE LOS SENTIDOS BÍBLICOS 47

    P. Lic. Martín José Villagrán, IVE

    INDISCUTIBLE 123

    Lic. Edmundo Gelonch Villarino

    FIRMES EN LA BRECHA 125

    Juan Antonio Widow Ruiz

    EL DOMINIO DEL ESPÍRITU 133

    Diác. Bernardo María Ibarra, IVE

    IN MEMORIAM

    CARDENAL VELASIO DE PAOLIS, C.S. 153

    P. Dr. Diego Pombo, IVE

  • POESÍA

    LAMENTO SANRAFAELINO 169

    Sem. Ignacio José Caratti, IVE

    INTERCAMBIOS 173

    NOTICIAS 175

    RECENSIONES 181

    LA BASÍLICA DE SAN PEDRO EN ROMA LA PASIÓN DE CRISTO Y LA SANTA CRUZ EN LA CAPILLA

    DEL CRUCIFIJO EN LA BASÍLICA VATICANA 207

    NUESTRA TAPA

    LA ANUNCIACIÓN DE HANS MEMLING 211

    P. Lic. Agustín Spezza, IVE

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    EDITORIAL

    14 de junio de 2018, día para no olvidar

    P. Lic. Gabriel Zapata, IVE

    Una tristeza muy profunda nos embargó al conocer la noticia: ha-bía sido aprobado en el Congreso el proyecto de despenalización del aborto. Ya está la media sanción.

    Impresionaba, entre otras cosas, la salvaje alegría de los festejos, como, semanas atrás, también se habían dado similares jolgorios en Irlanda.

    No era exultación por un triunfo político o una cuestión partidista que se dirimía. Tampoco era un triunfo deportivo. Eran lo felices fes-tejos porque se iba haciendo realidad la posibilidad de asesinar impu-nemente a un inocente, a miles de inocentes. Y los festejos no conocían bando. Los abrazos y congratulaciones se entrecruzaban tanto el Congreso, como en la plaza, amistando a liberales, socialistas y de cualquier ideología. Llamativa amistad, que, más bien hacía pen-sar en otra relación que se distendió hace casi dos mil años: «Y he aquí que en aquel día se hicieron amigos Herodes y Pilato, que antes eran enemigos» Lc 23,12).

    No se pueden olvidar fácilmente tantas mentiras, agresiones, fala-cias que fueron aduciendo los que con sus discursos promovían el proyecto criminal. Pero, señalo algo indignante… Por ejemplo, el dis-curso de Adolfo Rubinstein, ministro de salud. Manipuló cifras de

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    manera grosera1, pero, como al pasar, con aire sapiencial y compren-sivo, se despachó con esta frase: «hemos tenido un debate serio… Con posturas a favor, con datos de la ciencia; por otra parte, con argumentos religiosos, por parte de los que no quieren despenalizar». O también in-dicó que en estos dos meses «ha habido una enorme cantidad de dile-mas». Entre ellos: «Los juicios éticos que tienen que ver con las creencias o los hechos fácticos que tienen que ver con la ciencia»… ¡Es un gran delincuente! ¡Y es ministro de la Nación! ¿Quién argumentó desde «creencias»? ¿De qué argumentos religiosos habla? Los discursos a fa-vor de las dos vidas, fueron numerosísimos y con sólidos argumentos científicos, jurídicos, sociales, existenciales, filosóficos, psicológicos, médicos… ¿De qué argumentos religiosos habla el Ministro?

    Esa mentira y tergiversación de la realidad, esa presentación mali-ciosa, seductora y engañosa son cosas muy graves y, sobre todo, en un dirigente; más en un ministro de la Nación: «¡Ay de los que al mal llaman bien y al bien mal!» (Is 5,20). De esto vimos mucho.

    Pero, hay que reconocer que la tristeza era profunda, pero también, serena. Estaba el reproche: ¿no se podría haber hecho más? ¿no se po-dría haber hablado más? ¿No se podría haber escrito más incisiva-mente? Claro, todo es posible y todo es susceptible de hacerse mejor. Y que cada uno se haga cargo de sus deficiencias y confíe en la Mise-ricordia de Dios y trate de enmendarse con el trabajo diligente y va-liente en el porvenir. Pero también es preciso reconocer que ha sido muy hermoso constatar tantas reacciones, muchas veces, asombrosas por generosas y desinteresadas.

    Algunos dirigentes y eclesiásticos decían: «no conviene salir a la ca-lle, menos en Buenos Aires». Explicaba que las encuestas daban razón de esta actitud, diríamos, derrotista. Pero, pocos días después que es-

    1 Cf. NOTIVIDA, Año XVIII, Nº 1111, 4 de junio de 2018, www.notivida.org

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    cuchábamos aquellas frases deprimentes, los laicos, las familias, salie-ron a la calle. Y también en Buenos Aires y en grandes ciudades. Y ha sido un testimonio impactante, que ha hecho pensar a más de uno y ha despertado a varios buenos, pero aletargados.

    Obviamente que las marchas solas no harán la diferencia y, menos, frenarán el mal. Como bien lo escribiera Sor Lucía, la vidente de Fátima, en carta al Card. Carlo Caffarra: «La batalla final entre el Señor y el reino de Satanás será acerca del matrimonio y de la familia. No teman, -añadió-, porque cualquiera que actúe a favor de la santidad del matrimonio y de la familia siempre será combatido y enfrentado en todas las formas, porque esta es la cuestión fundamental. Después concluyó: Sin embargo, Nuestra Señora ya ha aplastado su cabeza»2.

    Y por eso, valoramos particularmente la oración que se elevó in-tensa y abundante desde las familias, desde las iglesias y que segura-mente alegró el Corazón Inmaculado.

    Y se multiplicaron las jornadas de oración. Y se sintió la necesidad de rezar, de ofrecer… ¡Eso ha sido muy bueno!

    Quiero destacar algo providencial de la primera lectura de la Misa del día de la famosa y tristísima votación, la del primer libro de los Reyes. Por tres años y medio no hubo lluvia en Israel, por Voluntad de Dios y por la oración del profeta Elías. Pero sería el mismo profeta quien, pasado el duro castigo, suplicaría la lluvia tan ansiada. Sabía que Dios enviaría la lluvia, pero también entendía que Dios esperaba su oración, como condición para concederla. Y fue a rezar, subió a la cima del Monte Carmelo: «y se encorvó hacia tierra, con el rostro entre las rodillas». (1 Re 18,42). Cada tanto, Elías enviaba a su criado a mirar desde la cima hacia el mar, ya que las lluvias se solían formar hacia el oeste o

    2 Reportaje al Card. Caffarra. https://www.aciprensa.com/noticias/sor-lucia-bata-

    lla-final-entre-cristo-y-satanas-sera-sobre-familia-y-matrimonio-36529

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    sudoeste. Pero, volvía sin haber visualizado una nube esperanzadora. «Dijo a su criado: "Sube y mira hacia el mar." Subió, miró y dijo: "No hay nada." Él dijo: "Vuelve." Y así siete veces». (1 Re 18,43).

    Elías no sucumbía ante la demora de la respuesta del Cielo, y volvía a rezar. En la séptima subida, el criado divisa una nubecita. Fue el pre-sagio de la lluvia tan ansiada.

    ¡Qué imagen la del profeta orante! Encorvado «con el rostro entre las rodillas…». Tal vez el Cielo está esperando vernos rezar más y mejor. Con más pasión en la oración, con más reverencia (como Elías), con más deseo… como cuando se espera una lluvia después de más de tres años de sequía.

    En realidad, necesitamos más profetas Elías, con más celo, sin pac-tos con el mundo. Y los queremos ver rezar… El pueblo nos quiere ver rezar, no para aparentar como fariseos, sino para que «Brille así vues-tra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». (Mt 5,16).

    También es bueno que esa luz se manifieste en una proclama pú-blica, en marchas masivas, para no avergonzarse del evangelio.

    Pero hay algo especial en la oración. Y algo muy particular en la oración del sacerdote y la oración con el sacerdote.

    Es muy explícito San Juan de Ávila, en su tratado del sacerdocio: «Y porque hay falta de esta oración en la Iglesia, y señaladamente en el sacerdocio, que, como San Gregorio dice, es la parte principal de ella, por eso ha derramado el Señor sobre nosotros su ira, que no se quitará hasta que esta oración torne, pues su ausencia ha sido causa de muchos trabajos. Y plega a Dios no vengan mayores».

    Continúa el santo de Ávila explicando que el profeta Isaías vio en espíritu la cautividad del reino de Judá, y entendió que la causa era «la

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    falta de esta oración; y hablando con Dios su dolor, dijo: “No hay quien invoque tu nombre, quien se despierte para asirse a ti. Pues encubriste tu rostro de nosotros, y nos dejaste a merced de nuestras culpas” (Is 64,6)».

    Entonces a rezar y rezar. Que rece el pastor, el misionero, la reli-giosa, cumpliendo el ideal del que habla la Escritura: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo» (II Mac 15,14).

    Que se una a esa oración el pueblo fiel, el pueblo sufrido que tantas veces ha sostenido con su fe y con su afecto a los sacerdotes y que tantas veces dio combatió «el buen combate de la fe» (1Ti 6,12).

    Todos, pastores y fieles, rezando y ofreciendo sacrificios para meter a la Patria, como a la paloma del Cantar de los Cantares, «escondida en las grietas de la roca, en los huecos escarpados» (Cant 2,14). Eso, queremos a la Patria escondida en el Corazón de Cristo, la Roca. Esto no es ocurrencia piadosa de alguno. Es una realidad teológica deseada por muchos, pero, ya ofrecida y establecida que es preciso renovar, confirmar y difundir.

    Argentina fue consagrada al Corazón de Jesús, ante el altar levan-tado, nada menos que en las escalinatas del Congreso Nacional, el 28 de octubre de 1945 (solemnidad de Cristo Rey)3. Y para esa gloriosa oportunidad, el Papa Pío XII escribía4: «La República Argentina, la gran nación americana, el país de los grandes triunfos eucarísticos, está ya, para siempre, consagrada al Corazón del Hijo de Dios. Y notad, además, qué providencial coincidencia, precisamente en la Solemni-dad de Cristo Rey».

    El Santo Padre señalaba que cuando clausuraba el Congreso euca-rístico de 1934, «nuestras últimas palabras fueron precisamente para

    3 http://argentinaconsagrada.blogspot.com/p/textos_2544.html. 4 AAS 37 (1945) 318-321.

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    cantar la Realeza de Cristo: “Aceptará, terminábamos diciendo, nues-tras súplicas, nuestros clamores y reinará en todas las almas y su reino no tendrá fin”».

    Continuaba explicando lo que implicaba esa consagración: «Por-que una nación consagrada al Corazón Divino no es, ni más ni menos, que un pueblo ansioso de que el amor de Jesucristo reine en él y re-suelto a llevar a la práctica este deseo».

    ¿Dónde está ese pueblo ansioso de que el amor de Jesús reine en él? Creo que, en buena medida, ha reaparecido en toda esta defensa de la vida y de la familia. Al menos, es un esbozo y ojalá que sea un co-mienzo de un despertar más grande.

    El Papa advertía, en orden a tomar en serio la lucha y en orden a entender que «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tene-broso, contra los espíritus del mal que están en el aire» (Ef 6,12): «El foso que va dividiendo el mundo en dos partes, cada día se hace más ancho y profundo. El ardor en unos, de amor, y en otros del odio, al crecer continuamente se separa cada vez con más vigor de la tibieza de las zonas intermedias. Del lado de allá, los que niegan a Dios, los que propugnan la lucha entre los hombres, los que nunca se sacian de grandeza y de dominio, los que quieren encender en todas partes el fuego del odio y de la destrucción»5.

    En ese Corazón de Cristo queremos suplicar el perdón por los pe-cados de nuestros hermanos, por aquellos que promueven el aborto. Y lo suplicamos con insistencia, con ardientes deseos: «Padre, perdóna-los, porque no saben lo que hacen». (Lc 24,34). Que nos escuche el Cora-zón de Cristo, y, ojalá que un día, nos encontremos con esos

    5 Idem.

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    hermanos, no solo defendiendo la vida, sino viviendo la misma vida de la gracia, la vida en Cristo.

    Pero también escondidos en ese Corazón Santísimo, queremos clamar por misericordia por nuestros pecados, por nuestras negligen-cias y faltas de un testimonio más claro y elocuente. Y también, en el Corazón de Cristo queremos poner a todos los hijos que han sido muertos sin nacer, en el vientre de sus madres. Que el Corazón de Cristo los conserve siempre y perdone a sus madres.

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    Personalidad1

    P. Dr. Cornelio Fabro

    En sentido metafísico la personalidad expresa la determinación constitutiva de la persona (v.), el fundamento del cual provienen las posibilidades y capacidades de su actuar. Por tanto, se puede distinguir un doble momento en la estructura real de la personalidad: el primero inicial, que está constituido por la naturaleza racional, inteligente y li-bre del hombre; el segundo terminal, que examina y expresa el ejerci-cio de la libertad en acto como proceso operante de los medios para un fin, y por tanto como unificación y coordinación de valores.

    En este segundo sentido, al cual se dirige con preferencia el pensa-miento moderno, la personalidad indica la persona en acto, o bien la «persona que afirma los valores a los cuales se dirige su ser» (Th.

    1 Como habrá notado el lector asiduo a Diálogo, en muchos de los últimos números de nuestra Revista, en la sección dedicada al padre Fabro, hemos publicado una “voz” de la Enciclopedia Cattolica. Consideramos que en estas “voces” el filósofo italiano concentra magistralmente en pocas palabras una doctrina sólida, clara y profunda; razón por la cual nos parece de mucho provecho reeditarlas en español para ayudar a la difusión de su pensamiento. En esta oportunidad presentamos la voz “personalidad” (IX, col. 1233-1234). La hemos elegido porque la consideramos muy actual, dado el debate que el tema del aborto está teniendo en nuestro país. En el plano metafísico, la personalidad, explica el padre Fabro, tiene su momento constitutivo previo a todo obrar; y al mismo tiempo dicho obrar debe orientar a la persona a su fin, que la trasciende y que es Dios. De ahí que, por una parte, el bebé tenga que ser respetado porque ya está constituido como persona, a pesar de no poder ejercer todavía los actos que la caracterizan; y la madre, y todos nosotros, debamos respetar la orientación de nuestra propia naturaleza (proteger a nuestros hijos y a nuestros semejantes) para guiar nuestras vidas al fin (Dios) al que nuestra misma naturaleza tiende. En otras palabras: la persona no siempre asume libre-mente sus obligaciones morales, sino que muchas de sus obligaciones vienen im-puestas por su misma naturaleza.

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    Steinbüchel, Die philosophische Grundlegung der katholischen Sittenlehre, I, I, Düsseldorf 1938, p. 350). La personalidad es, por tanto, la síntesis del aspecto estático y dinámico del ser espiritual considerado en el compromiso por conseguir el fin propio; en vez, la espiritualidad, que es la independencia en el ser, tiene su despliegue en la independencia del obrar en vista de la elección del fin y de los medios que le corres-ponden. Cuando Kant afirmaba que «el hombre existe como un fin en sí mismo y no puramente como un medio», proponiendo su fórmula del imperativo categórico «obra en tal modo de tratar la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre y al mismo tiempo como un fin y jamás puramente como un medio» (Einleitung in die Metaphysik der Sitten, § 4, ed. Cassirer, VII, Berlín 1916, p. 21 ss.), se detuvo en el primer momento de la constitución de la personalidad y puso las bases de aquella absolutización de la natura-leza humana que llegará a su culmen en el idealismo (v.). Sin la refe-rencia a un primer principio (v.) del ser y al fin último (v.) del obrar, la libertad humana, y con ella la personalidad, carece de contenido y significado: la razón humana elevada a absoluto por el idealismo no satisface la exigencia, porque la humanidad es finita y contingente y no puede fundarse a sí misma sino sólo desarrollar las posibilidades que ha recibido (cf. W. E. Hocking, Types of philosophy, New York 1929, especialmente p. 314 ss.: crítica a Kant y al idealismo). También Max Scheler (v.), que ve justamente en la personalidad el «centro del espíritu» y entiende la personalidad como «una jerarquía (Anordnung) de actos», descuida indicar el fundamento absoluto limitándose a de-finir la personalidad como el «centro activo en el cual el espíritu apa-rece en la esfera del ente finito» (Die Stellung des Menschen im Kosmos, 2a ed., Münich 1947, p. 35).

    Del concepto metafísico de personalidad como independencia en el ser y en el obrar se pasa al concepto psicológico como «forma-ción, unidad e independencia del carácter»: lo cual presupone un cierto grado de desarrollo intelectual y moral de tal modo que se puede indicar al hombre como el sujeto de «responsabilidad» (cf. J. Laird,

  • PERSONALIDAD

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    Problema of self, Londres 1917, p. 82). Cuando ya no se conserva la uni-dad de las varias esferas de la conciencia (emotiva y moral, individual y social), se tiene la así llamada «disociación de la personalidad» sobre cuyas causas la psicología aún no ha propuesto una teoría satisfactoria. La personalidad psicológica surge de las «disposiciones originarias» in-herentes a cada individuo y se constituye mediante el ejercicio de las capacidades propias en conformidad con los gustos, tendencias, incli-naciones de cada uno y según el comportamiento particular que él asume en su ambiente social (cf. A. Gemelli-G. Zunini, Introduzione alla psicologia, Milano 1947, p. 376 ss.). En este sentido la personalidad se encuentra con el nuevo concepto de «existencia» (v.) dominante en la filosofía contemporánea que acentúa el factor de la libertad en su devenir histórico.

    Bibliografía. Fr. J. Woodbridge, What is personality?, en Nature and Mind, Nueva York 1937, pp. 299 ss.; G. W. Allport, Personality, Nueva York 1937; G. W. Allport, The nature of personality, Cambridge (Mass.) 1950; W. V. Richmond, La personalità, trad. it., Milano 1937; T. V. Moore, Double and multiple personality, en Cognitive psychology, Chicago 1939, p. 34 ss.: exposición sustancial de la patología de la personalidad; C. Blondel, La personalità, en Nouveau traité de psychologie, VII, 5, París 1948; E. Rothacker, Die Schichten der Persönlickeit, 4a ed., Bonn 1948; M. Reding, Personsein, en Metaphysik der sittlichen Werte, Düsseldorf 1949, p. 150 ss.; R. B. Cattell, Personality, A systematic and factual study, Londres 1950; H. Y. Eysenck, Les dimensiones de la personnalité, París 1950.

    Traducido por P. Dr. Marcelo Lattanzio, IVE

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    Una lectura no apta para dispépticos: «Kasper, Il messaggio di Amoris Laetitia. Una discussione

    fraterna»

    P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, IVE

    El libro tiene, desde el prefacio (p. 5) hasta la última página de desa-rrollo propiamente dicho (p. 71) —excluyo el índice, las páginas ini-ciales, las que están en blanco y las que la editorial dedica a hacer propaganda de otros libros—, solamente 64 páginas en formato pe-queño (12,3 x 19,5). O sea, un pequeño fascículo. Sin embargo, su lectura se me ha hecho trabadísima, viéndome obligado en multitud de ocasiones a escribir en sus márgenes largas notas aclaratorias a lo que considero que son interpretaciones sesgadas, presentaciones par-ciales de la verdad, y razonamientos viciados. Solo esto explica que lo que inicié como una mera recensión se haya convertido en un artículo que casi tiene la extensión de la mitad del libro recensionado.

    Es muy encomiable que el A. intente hacer, como dice en el Prefa-cio, una lectura de la exhortación Amoris laetitia [en adelante: AL] como continuidad del magisterio del Concilio y de los dos papas precedentes (Juan Pablo II y Benedicto XVI) (p. 7). Me parece, sin embargo, que logra lo contrario, puesto que su interpretación está en disonancia con ese magisterio.

    Da la impresión de que considera las discusiones como «diferentes opiniones de escuela» (teológica) (p. 6). Pero aquí se trata de senten-cias de magisterio que parecen contrastar con otras afirmaciones ma-gisteriales anteriores que, por otra parte, el magisterio ha afirmado ser «definitivas»; por tanto, no se trata de interpretaciones de escuela de una doctrina magisterial. Es un problema muy serio y que afecta a la

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    vida de la misma Iglesia. Salvo, claro está, que el A. considere la doc-trina magisterial sobre el matrimonio y los sacramentos como una mera opinión teológica.

    De la Introducción que sigue al prefacio debo destacar que a K. le parece «grotesco que la discusión se aferre con los dientes al octavo capítulo [de AL], más bien a una única nota del octavo capítulo, y aquí incluso a una única frase (AL 305, nota 351)» (p. 8). Considero que las cosas no son tan llanas como afirma K., recayendo, las discusiones, también sobre otros pasajes que causan perplejidad. Asimismo, llama la atención que haga responsables de este problema a los pobres cris-tianos que se esfuerzan, sin éxito, en comprender afirmaciones que tienen varios sentidos o que parecen entenderse en contradicción con la doctrina moral tradicional, incluso la indicada como «definitiva» por el magisterio de la Iglesia (lo demuestra las perplejidades y diversas interpretaciones de tantos autores, entre los cuales el mismo K., algu-nos incluso más versados que él en moral matrimonial; verbi gratia, el card. Caffarra, o el card. Müller, siendo todavía prefecto de la Con-gregación para la Doctrina de la Fe). Es el Papa el único que podría solucionar este problema respondiendo con autoridad magisterial y claridad a las dudas que sus palabras han causado. Sobre todo porque ese n. 305 y la nota 351 tocan temas de elevada incidencia moral, que, en buena lógica, tienen un efecto dominó sobre muchas verdades mo-rales y dogmáticas de la fe católica. Hasta el momento no lo ha hecho. No se puede, pues, ultrajar a quien se esfuerza por entender.

    El problema de las situaciones irregulares y de los divorciados vuel-tos a casar «es un problema pastoral urgente, pero no es el problema, ni tampoco es el tema de AL» (p. 8). ¿Y con esto? Es simplemente un problema muy importante, no irreal sino cotidiano, y algunos pasajes de AL no se entienden o parecen entenderse de modo contradictorio con la doctrina moral y sacramental del magisterio anterior. De hecho, muchos lo entienden así y llevan adelante una praxis contraria a ese magisterio, solo que ahora lo hacen amparándose en estos textos y di-ciendo que la doctrina ha cambiado. Por ejemplo, la mayoría de los

  • UNA LECTURA NO APTA PARA DISPÉPTICOS

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    obispos y sacerdotes de la nación de K.; y alentados por K. ¡Mal puede aconsejar K. que esta discusión no tiene sentido, cuando él es una de las partes que discute! ¡Es como si me acusan de haber robado un po-llo, y yo en lugar de mostrar que no tengo el pollo (que, por otra parte, no aparece) digo que no tiene sentido menear más el tema! ¡Eso sería precisamente lo que haría el que se robó el pollo!

    K. señala, asimismo, que «el error sustancial de muchas contribu-ciones a la discusión está en el hecho de que tratan la cuestión… ais-lándola de la intención fundamental y de todo el contexto de la Exhortación apostólica y no tomando acto de la visión profética (…) Si en cambio se coloca el tema controvertido en el contexto comple-xivo, se convierte en un problema paradigmático interesante, cuya so-lución puede demostrarse orientadora también para muchas otras cuestiones urgentes» (pp. 9-10). No se me ocurre otro comentario que éste: ¡Qué peligro! ¿A qué lo querrá aplicar ahora?

    El primer capítulo se titula Comunión de camino de una iglesia en ca-mino (los términos iglesia, papa, concilio... los transcribo en minúscula porque así aparecen en el libro de K., edición italiana). Nuestro autor sostiene que, en particular, en cuestiones de matrimonio y familia, «los primeros expertos son los padres y las madres de familia; ellos son los que tienen la experientia, la experiencia, y son los primeros que deben ser escuchados» (p. 13). Como ocurre a menudo, afirmaciones de este tenor pueden ser entendidas bien o mal. Nadie objetará que la voz de los casados es importantísima en lo que atañe a la vida matrimonial, pero las dificultades que ellos enfrentan en su vida matrimonial (su «experiencia», como indica K.) no pueden ser, de todos modos, deter-minante para modificar las normas reveladas o de la ley natural. K. parece proponer una suerte de «moral desde abajo». Como si las reglas morales debieran hacerse (o reformarse) a partir de la experiencia de las personas que les toca vivirlas. Habría que mandar, así, solo lo que ellas hayan experimentado como factible en sus vidas. Pero la ley que rige el matrimonio no es ley matrimonial humana, sino ley natural, es decir, divina. Es Dios quien, al promulgar su ley de modo universal,

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    garantiza la posibilidad de cumplirla (no sin su ayuda en algunos casos, la que no deja de ofrecer a todos). Cuando en la vida cotidiana se hace difícil su observancia, es, precisamente, el saber que viene de Dios (de modo revelado o natural) lo que alienta a los cónyuges a esforzarse para acomodarse a ellas, incluso si algunas veces exige actos particu-larmente intensos o hasta heroicos. De todos modos, si tanto se valora la experiencia de los laicos casados, podemos preguntarnos: ¿por qué se ha tenido tan poca cuenta de los muchos laicos, algunos de altísimo nivel científico, que hablaron en los pasados Sínodos sobre la familia contra las tesis sostenidas, entre otros, por K.? ¿Se tomó K. la molestia de oírlos y de acomodar su doctrina a la experiencia de estos? ¿O se trata más bien de oír a laicos previamente seleccionados? Alemania, donde K. ha ejercido su ministerio, tiene uno de los laicados más seculariza-dos (o sea, amalgamado con el secularismo anticristiano) de toda Eu-ropa (como puede verse en la Declaración del Comité Central de los Católicos Alemanes —Zentralkomitee der Deutschen Katholiken—, Cons-truir puentes entre la enseñanza y la realidad de la vida. Familia e Iglesia en el mundo de hoy, del 9 de mayo de 2015, que ocasionó una decidida res-puesta de mons. Stefan Oster, secundada por otros cinco obispos ale-manes fieles a la doctrina católica: Konrad Zdarsa, de Augsburg; Gregor M. Hanke, de Eichstätt; Wolfgang Ipolt, de Görlitz; Rudolf Voderholzer, de Regensburg; y Friedhelm Hofmann, de Würzburg). ¿Por qué no oímos, en cambio, a los laicos africanos y a su experiencia de fidelidad al magisterio de siempre?

    Por eso, aunque sea cierto que, como indica K., «muchos cristianos no logren más seguir algunas normas de la moral sexual, matrimonial y familiar de la Iglesia» (p. 14), esto no puede ser determinante sino para que la Iglesia busque las causas y vea de qué manera puede forta-lecerlos y ayudarlos a hacerse capaces de tal esfuerzo. De hecho, cons-tatamos también que un número enorme de cristianos encuentran dificilísimo vivir en este mundo sin mentir, sin aceptar sobornos, sin negar a Cristo (pensemos en los cristianos en lugares de persecución), y sin traicionar su conciencia en campos como la política, la medicina,

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    la enseñanza universitaria... ¿Cómo deberíamos sugerirles vivir, si si-guiéramos análogamente el planteo de Kasper? ¿Habría que cambiar las normas morales pertinentes en razón de las innegables dificulta-des?

    Otra verdad a medias la dice al señalar que «ya al inicio del sínodo el papa afirmó claramente querer una discusión abierta, auspició pa-rrhesía. Parrhesía es una importante palabra bíblica que se puede tradu-cir como «franqueza» (…) La franqueza debe acompañarse de la humildad, es decir, de la disponibilidad para escuchar lo que los otros dicen con igual franqueza» (p. 15). Todos recordamos esta invitación del Papa, pero, lamentablemente, los que apelaron a esta invitación y le presentaron más tarde sus dudas no fueron escuchados o, al menos, jamás se les respondió (hasta el momento). Ni cuando lo hicieron en privado, ni cuando lo hicieron en público. Algunos murieron sin re-cibir ni siquiera un acuse de recibo, como los cardenales Caffarra y Meisner. ¿Entonces qué? Puede ser que al Papa no le gustara el tono o el modo en que fue interpelado. En tal caso, podría haberles respon-dido corrigiéndoles estos aspectos. Pero si lo que no acepta es que le presenten sus dudas (muchas de ellas con un muy sólido funda-mento), entonces, lo de la parrhesía es una palabra bíblica que se usa en sentido contrario al de la Biblia: que tú me escuches a mí con humil-dad cuando yo quiero hablar, y que tú te calles si algo no te gusta o me quieres replicar. Pero para eso la Biblia seguramente tiene otras pala-bras.

    Aunque quizá no sea su intención, no hace mucho honor K, al Papa afirmando que en AL «el papa se atuvo al resultado de las votaciones; no fue más allá, pero tampoco se quedó un milímetro atrás» (p. 16). Esto significa que, para Kasper AL, no es más que un documento de consenso político; que ha introducido cosas que contentan a unos y a otros. Si fuera así, no sería un documento escrito en conciencia, sino para contentar a los antagónicos. Habría que ver si el Papa está con-forme con esta presentación.

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    En cambio, es indudablemente falso que, como dice K., «quien hoy critica la AL, no critica solamente al papa, sino que se pone también contra el pensamiento de la mayoría de todo el episcopado represen-tado en el sínodo» (p. 16). Primero, que el Sínodo no es un concilio, ni tiene más valor que el consultivo. Segundo, que las críticas más du-ras las hicieron muchos —y se podría incluso decir, que la mayoría— de los participantes del sínodo, incluso de los expertos laicos (¿no ha-bía que oír a los laicos?).

    Además, esto es también falso por cuanto en el Sínodo no se indicó o sugirió o pidió al Papa que escribiera algo confuso. Y en general lo que se ha pedido al Papa son aclaraciones sobre un texto que, por los motivos que sea, resultó confuso —y no venga Kasper a decir que no es así, cuando él no puede ponerse de acuerdo con muchos de sus colegas cardenales sobre cómo entender algunos pasajes (por favor, no nos tome el pelo)—. De hecho, los pedidos más respetuosos (y la carta de los cardenales Meisner, Caffarra, Brandmüeller y Burke, vaya si lo es) preguntan sobre la manera de armonizar algunas de las afirmacio-nes de AL con otras del Magisterio anterior que son meridianamente claras. Y quienes han criticado algo en AL, en realidad han criticado posiciones morales ya condenadas por el Magisterio (por ejemplo, en la encí-clica Veritatis splendor), que algunos teólogos (entre ellos Kasper) afir-man que se encuentra en el texto de AL. Las críticas serias se han apoyado precisamente en el Magisterio. Hoy en día negar que hay co-sas confusas en AL es un despropósito y una falsedad grande como el sol. A K. le parece que no hacen falta aclaraciones, porque la prensa se ha encargado de divulgar la suya y presentarla como oficial, relegando la de sus contrarios. Por eso, tanta insistencia en «no meneen el agua» porque él se siente muy cómodo remojándose solo los tobillos.

    Y para colmo de audacia continúa diciendo: «Según la concepción católica —afirman el Concilio Vaticano I y II— una Exhortación apos-tólica del papa, emanada después de haber escuchado a los fieles y al episcopado, es una expresión vinculante del magisterio ordinario de la Iglesia» (p. 16). Después de leer esto, no pueden quedarnos dudas de

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    que K. se burla de nosotros. ¡Si precisamente las preguntas que le ha-cen al Papa Francisco sobre la exhortación AL se basan en lo que dice la exhortación apostólica Familiaris consortio, en la encíclica Veritatis splendor, y en docenas de documentos anteriores! Justamente, si AL fuera vinculante por ser una exhortación apostólica, serían vinculantes —y con mayor razón, por cuestiones de claridad— los documentos anteriores. Por tanto, estaríamos obligados a viajar de pie y al mismo tiempo obligados a viajar de rodillas, a comer y a ayunar... ¿Tan irres-petuoso y rebelde es preguntar cómo se hace?

    Además, ¿no se acordó K. de esta verdad de los Concilios Vaticano I y II cuando él enseñaba lo contrario de la exhortación Familiaris con-sortio? No nos olvidemos que quien ahora se presenta como defensor del «magisterio» (de un punto que justamente es confuso y se pregunta al Papa su correcto sentido), enseñó lo contrario a la Familiaris consortio en la Carta pastoral titulada La pastoral de las personas con matrimonio fa-llido, divorciados y matrimonio de divorciados, escrita en 1993 junto a los obispos Oskar Saier y Karl Lehman. Razón por la cual, un año más tarde, en 1994, la Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo que poner las cosas en claro con la Carta Sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar (a pesar de lo cual, K. sigue diciendo ahora lo que la Congregación para la Doc-trina de la Fe dijo que no podía enseñar, con el agravante de que nos exige aceptar de que AL enseña lo mismo que él).

    Defiende que AL no se haya limitado a enseñar la doctrina de siem-pre porque «habría sido aburrido repetir nuevamente todo lo que ya ha sido dicho» (p. 21). Aquí la cuestión no es la diversión o el aburri-miento, sino la verdad. Los diez mandamientos hay que repetirlos siempre; y no porque alguien se aburra, tiene que decir algo diverso de ellos. También el Evangelio hay que repetirlo siempre. El decir co-sas nuevas no siempre es acertado, aunque a alguno le resulte muy divertido y lo contrario, aburridísimo. Lo justo es decir «nove» (con

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    novedad) «sed non nova» (pero no cosas nuevas), esto es, cosas distin-tas a la verdad ya definida. Principio elemental sobre la evolución del dogma

    El capítulo 2 se titula Matrimonio y familia como camino, pastoral del matrimonio como acompañamiento. Ya de entrada nos topamos con afir-maciones que apelan a la dialéctica, afirmando que con AL «el papa toma distancias de una moral fría de escritorio (AL 312), que quiere resolver todo trayendo conclusiones excesivas de algunos principios teológicos abstractos (AL 2)» (p. 24). Hoy en día se recurre mucho a este tipo de argumentaciones no-teológicas. En la reciente carta del papa emérito, Benedicto XVI, a propósito del pedido que le hicieran de hacer una presentación elogiosa de once volúmenes sobre la teolo-gía del Papa Francisco (de lo que el primero se excusó elegantemente, sobre todo por el hecho de que entre los autores figuraban algunos claramente heterodoxos que dedicaron gran parte de sus esfuerzos a contestar el magisterio de los pontífices anteriores, como es el caso de Peter Hünermann… y no solo el suyo) explícitamente aborda la fal-sedad de este tipo de simplificaciones, usando la expresión de «necio prejuicio, según el cual el papa Francisco sería solamente un hombre práctico privado de particular formación teológica o filosófica, mien-tras que yo habría sido únicamente un teórico de la teología que habría comprendido poco de la vida concreta de un cristiano actual» (Bene-dicto XVI, Papa emérito, Vaticano 7 de febrero de 2018). No hace falta mucho seso para ver que Benedicto, entre otras cosas, rechaza la re-ducción teológica que divide a los teólogos y pastores en «prácticos y versados en la vida concreta» y «teóricos» o «fríos y de escritorio», como se dice en AL. Y no puede ser de otro modo, puesto que, a decir ver-dad, se trata de una metáfora que de por sí no dice nada, o, más bien, puede inducir a confusión. Una moral, o cualquier otra disciplina, no es mala por ser de escritorio ni es buena por estar escrita mientras se camina por las callejuelas de una Villa Miseria. Es mala si usa princi-pios falsos, o si deduce conclusiones falsas; es buena si parte de princi-pios verdaderos y si sus conclusiones y aplicaciones son verdaderas y

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    practicables. Si esto lo hace desde un escritorio o desde arriba de un ve-lero, es intrascendente. ¿Qué le importa a Kasper o a quien sea, el modo en que llegaron a sus conclusiones Santo Tomás o San Alfonso? El primero nunca fue párroco ni se dedicó a las misiones populares; el segundo consagró gran parte de su vida a las tareas pastorales, y tuvo al primero como uno de los grandes puntos de referencia de su teolo-gía moral. Y no le molestaba el escritorio del Aquinate, ni lo conside-raba frío. ¿Qué problema tiene K. si alguien hace moral sentado en su sillón o practicando footing? ¿Deberíamos rechazar la astrofísica del recientemente fallecido S. Hopkins porque la hizo razonando desde su silla de ruedas o más bien porque sus conclusiones son falsas? Estas frases críticas cargadas de emotivismo solo se dirigen a los no pensan-tes.

    Sigue diciendo: «Él (Papa) no quiere orientarse a un ideal abstracto de matrimonio y familia (AL 36; 57), sino que le interesa captar su concreta realidad de vida» (p. 24). Lo que no veo es qué problema puede haber si uno quiere las dos cosas, como debe querer todo teó-logo bien nacido: tener muy buenos conceptos y un auténtico sentido de la realidad concreta. Claro, que si uno es un idealista —y muchos acusan a K. de serlo— las dos cosas se oponen. «Profesor —cuentan que le dijeron una vez a Hegel—, eso que usted enseña no coindice con la realidad». A lo que el idealista alemán respondió: «Peor para la realidad». Pero la teología católica no es idealista —no digo la de K.; él sabrá— sino realista; muy realista, como demostró el más concreto de los pensadores del siglo XX (Chesterton) quien aplaudió con regocijo los realistas aciertos del más grande teólogo de todos los tiempos: el teólogo de escritorio Tomás de Aquino.

    Kasper dice también que el Papa «toma en serio el hecho de que nosotros [somos] seres corporalmente “encarnados”» (p. 25). No es así. Nosotros no somos seres corporalmente encarnados. Esta es la teoría de Platón y de los gnósticos (Rahner también usaba esta expre-sión). Somos, en cambio, una totalidad unificada de cuerpo y alma, como la define el magisterio de la Iglesia. No somos un yo aprisionado u

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    hospedado en un cuerpo. Quizá K. quiso decir lo mismo que decimos nosotros; pero su frase es muy desafortunada y expresa otra cosa. Es una expresión incorrecta, causa de notables equívocos. Y si la dijo sa-biendo lo que decía, esto ayudaría a entender varias de sus posiciones antropológicas.

    En nota 1 (p. 25) afirma que la Comisión Teológica Internacional, en su documento sobre la ley natural (2009), «uniéndose a Tomás de Aquino llega al resultado de que la ley moral natural “no puede apor-tar… una norma que se aplique adecuadamente y casi automática-mente a la situación concreta”; ella no puede “ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral”. Ella es, más bien, “una fuente de inspiración objetiva por su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión”». Me parece que le quiere hacer decir al documento más (u otra cosa) de lo que este intenta decir. En el pasaje citado, la Comisión está hablando de lo que aporta la doctrina del juicio prudencial a una sociedad pluralista. K., de hecho, tergiversa el texto. El primer párrafo no se refiere, como dice Kasper, a la «ley moral natural» sino a la «ciencia moral»; son dos cosas muy diversas. El texto original dice así: «la ciencia moral no puede proporcionar al sujeto...». Sobre la ley natural dice simplemente que: «La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, emi-nentemente personal, de toma de decisión» (n. 59). ¿Por qué este des-liz tan llamativo? ¿A qué molino va ese agua? Creo que se verá más adelante.

    Tengo la impresión de que concepto de ley natural que maneja K. es muy deslucido. Lo considera solo «una brújula interior, una voz interior que nos exhorta a hacer el bien y evitar el mal» (p. 26). A decir verdad, la ley natural nos muestra más que una mera aspiración al bien. San Pablo, en el pasaje bíblico fundamental sobre este tema, dice: «En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como

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    quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condena-ción o alabanza» (Rm 2,14-15). No habla, pues, de una mera aspira-ción inespecífica al bien. La «realidad de esa ley», a la que alude el Apóstol, es la ley escrita de Moisés, los diez mandamientos, que los judíos «tienen» por revelación, como dice Pablo, y los paganos como ley escrita en el corazón. No es solo el precepto fundamentalísimo (hacer el bien y evitar el mal), sino también lo que los moralistas lla-man primeros preceptos (sustancialmente coincidentes con los man-damientos revelados sobre el Sinaí). Indudablemente, no están allí como una redacción explícita; esta sería una caricatura de la ley natu-ral. Pero la luz de la razón los descubre de modo natural; tanto que al expresar este descubrimiento debemos apelar a la metáfora del leer: los lee en su corazón.

    De ahí que resulte tan ambigua la expresión que añade a continua-ción K.: «Retomando una formulación de la Comisión Teológica In-ternacional, el papa habla de inspiración objetiva para el proceso, eminentemente personal, de toma de decisión (AL 305)» (p. 26). La afirmación del Papa es tal cual. Pero, con todo respeto, considero que quedó imprecisa. Juan Pablo II en Veritatis splendor advirtió con fuerza que la Nueva Moral evita deliberadamente hablar de juicios de con-ciencia usando, en cambio, los términos «decisión», «decisiones de conciencia». De este modo se desliga la moralidad y la conciencia del descubrimiento de una verdad. Para la Nueva Moral la verdad la ha-cemos nosotros, no la descubrimos.

    En p. 27 Kasper alude a la «ley de la gradualidad» de un modo real-mente confuso y creo que, a pesar de citar a Juan Pablo II, lo presenta exactamente al revés. Dice Kasper aludiendo a la Familiaris consortio: «Allí se habla de la ley de la gradualidad, es decir de la ley de los pasos; el papa sin embargo ha precisado que la ley de la gradualidad no sig-nifica gradualidad de la ley. La ley vale siempre y vale enteramente, pero nosotros la podemos realizar solo paso tras paso» (p. 27). En Fa-miliaris consortio, Juan Pablo II dejó en claro que los esposos «no pueden

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    mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a su-perar con valentía las dificultades» (FC, 34). Y añade: «Por ello, la lla-mada «ley de gradualidad» o camino gradual no puede identificarse con la «gradualidad de la ley», como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para diversos hombres y situaciones». Ahora bien, cuando K. dice que la ley «solo la podemos realizar paso tras paso», ¿no está diciendo que solamente podremos cumplirla tras un largo proceso, es decir, que es un «ideal que se puede alcanzar [solo] en el futuro»? ¿No es exactamente la interpretación que niega Juan Pablo II? Si, como dice Juan Pablo II, no es algo futuro, es porque es algo presente; y si no es algo ideal, es porque es algo real y concreto aquí y ahora. Si los esposos deben mirar la ley de la vida conyugal como «un mandato de Cristo a superar con valentía las dificultades» es porque les obliga la ley toda entera y porque, venciendo las dificulta-des con la gracia y la voluntad, pueden lograr cumplirla. Por eso Juan Pablo II añadía: «Todos los esposos, según el plan de Dios, están lla-mados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad» (FC, 34). Notemos que dice que esta vocación, se realiza (por tanto, se puede dar ya... —y está ha-blando de «todos los esposos»—) gracias a «la gracia divina» y la «propia voluntad». Kasper dice exactamente lo contrario: «en el camino de la vida, la meta se puede realizar solamente a pasos, a menudo solo por pequeños pasos» (p. 28). Y a propósito parece confundir el ideal del amor de Dios en su grado más pleno, con la realización terrena del mismo: «Hasta el final de nuestra existencia nunca habremos cum-plido plenamente el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma con toda la mente y de amar al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,37); por eso estamos siempre en camino» (p. 28). Kasper se hace el tonto, porque un teólogo como él no puede desco-nocer la diferencia entre cumplimiento perfecto e imperfecto, que, por otra parte, trae el mismo Santo Tomás al que cita, cada vez que lo puede arrimar a su molino, y deja de citar cuando no le conviene (la

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    mayoría de las veces). Santo Tomás cuando se pregunta si se puede cumplir este mandamiento en esta vida dice: «Un precepto se puede cumplir de dos maneras: perfecta o imperfecta. Se cumple perfecta-mente cuando se llega hasta el fin que se propone quien da el precepto. Se cumple, en cambio, imperfectamente cuando, aunque no se llegue hasta el fin propuesto, sin embargo, no se aparta del orden que lleva ese fin, como cuando el general intima a los soldados a luchar: cumple perfectamente la orden el que triunfa del enemigo combatiendo, que esa era la intención del jefe; la cumple, en cambio, también, aunque de manera imperfecta, quien sin lograr la victoria combatiendo, no ac-túa, sin embargo, contra la disciplina militar. Pues bien, Dios quiere con este precepto que el hombre esté unido totalmente a Él, hecho que tendrá lugar en la patria, cuando Dios será todo en todos (1Co 15,28), y por eso se cumplirá de manera plena y perfecta allí. En esta vida, en cambio, se cumple también, aunque de manera imperfecta, y hay quien lo cumple con más perfección que otro cuanto más se ase-meja a la perfección de la patria» (Suma Teológica, II-II, 44,6). Por tanto, si bien en esta vida no podemos cumplir este mandamiento en el modo que solo se puede cumplir en la otra vida, se puede cumplir en la medida en que «uno no se aparta del orden que lleva a ese fin». Es decir, en la medida en que, aunque no se ame a Dios con toda la po-tencialidad de la persona, al menos no se obra contra ninguno de los mandamientos. Y el que manda «no adulterar ni fornicar» es uno fá-cilmente conocido por todos. Kasper confunde la intensidad del amor, con la extensión del mismo. En esta vida no podemos amar a Dios con toda intensidad que nuestra persona puede lograr (lo que es solo gra-dual y depende de la voluntad y la gracia), pero sí con toda la exten-sión: es decir, sin excluir ningún mandamiento. Por tanto, la «ley de la gradualidad» significa, pastoralmente, que los confesores no han de ser duros con los esposos que fracasan repetidamente en su fidelidad al plan divino sobre su sexualidad, animándolos a seguir adelante en su lucha. A diferencia de lo que parece entender Kasper, los pasos fa-llidos son pasos fallidos, y por tanto, pecados graves (si se realizan con la debida libertad); pero con misericordia y confiando en la gracia, se los debe alentar a retomar el camino, hasta que la gracia logre el triunfo

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    definitivo. En cambio sería caer en la «gradualidad de la ley» el suponer que la ley solo les obligue a lo que se sientan capaces por el momento, siendo, así, cada paso un paso, corto, pero válido y que realiza el fin tal como es realizable para esta persona. No es así. Un pecado nunca acerca al hombre hacia su fin último. Lo frena, por el contrario, en su camino hacia él.

    Y así continuamos topándonos con metáforas que se hacen fuertes en una falsa dialéctica: «El Papa Francisco no quiere una pastoral del dedo índice apuntado, que desde lo alto dice dónde y cómo proceder» (p. 28). Esto es indudable, pero del mismo modo que es indudable que tampoco lo han querido los Papas anteriores. El Papa Francisco no ha descubierto Roma, ni la misericordia, ni la verdad. La bondad y la misericordia es la ley del evangelio y de la Iglesia de Cristo. La in-sistencia en que el Papa Francisco es quien ha puesto esto en relieve, solo pretende decir que antes de él no era así. No creo que el Papa piense como sus intérpretes.

    El capítulo 3 lleva por título: Matrimonio y familia en el signo de la alianza de Dios con los hombres. Y ya de entrada nos topamos con otra oposición dialéctica falsa. Dice Kasper: «El concilio ha descrito y con-nota el matrimonio como comunión de vida y de amor. Con esta im-portante afirmación el concilio ha superado la acreditada [autorevole] definición del viejo derecho canónico de 1917 que veía el matrimonio como contrato (contractus) por la recíproca otorgación de derechos y deberes. El concilio en cambio ha comprendido el matrimonio como pacto (foedus) y lo ha insertado por tanto en el gran contexto de la his-toria de la alianza de Dios con los hombres (AL 67s)» (p. 35). La dia-léctica es su ambiente, porque sin ella no puede hablar de cambios, y K. quiere hablar de cambios sustanciales. Pero lo que dice está equi-vocado. Ante todo, porque los conceptos de alianza y contrato no se oponen: son complementarios. La alianza es una forma de contrato. De hecho, el término contrato designa todos los modos de intercambio entre personas: el préstamo, la donación, la compraventa, el trabajo, el juego... Una alianza es un modo de contrato. Y la Alianza de Dios con

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    los hombres que es, según el mismo Kasper, el contexto de la historia de la salvación, tiene forma de un contrato: con obligaciones de ambas partes. ¿No es eso lo que leemos en su versión más acabada? «Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la de-rramó sobre el altar. Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: “Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh”. Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pue-blo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras”» (Ex 24,6-8). Esto es un pacto y es un contrato: Dios hace un pacto poniendo obligaciones y las partes aceptan esas obligaciones y sus consecuencias. ¿Qué es: contrato o alianza (pacto)? Es un contrato de alianza.

    Pero, además, es falso que el Concilio haya cambiado la visión del Código de 1917. Primero porque el Código siguió vigente 20 años más después del Concilio (el nuevo Código fue promulgado en 1983 y el Concilio terminó en 1965). Segundo, porque el Código actual si-gue usando el mismo concepto: «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento» (ca-non 1055; ídem canon 1097). Y a los esposos los llama «contrayentes» (canon 1096), es decir, los que hacen contrato. También el Catecismo de la Iglesia católica lo usa diciendo que es el «contrato» el que da origen al matrimonio (Catecismo de la Iglesia Católica, 2381), que el «divorcio... pretende romper el contrato» (n. 2384). Es difícil entender el empeño de Kasper en decir a menudo solo medias verdades.

    ¿Así lee los documentos Kasper? ¿Y qué hace cuando encuentra cosas que no cuadran con su visión? Lo que hacen todos los progre-sistas: las despoja de valor. Por ejemplo, tras interpretar la expresión paulina «en Cristo no hay más varón o mujer» como una anulación de toda sumisión (lo que no es exacto si se entiende en el sentido de or-den y jerarquía), se topa con el texto de Efesios 5,24: «las mujeres de-ben estar sometidas a sus maridos en todo». Esto para él no es problema; basta (como hace en nota 2, de p. 37) atribuirlo a «afirma-ciones patriarcales» presentes en el Nuevo Testamento. Lo cual quiere

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    decir que está allí porque Pablo «es hombre de su tiempo». ¿O sea? Que no es una afirmación teológica paulina sino meramente circuns-tancial, temporal, un hablar como habla el vulgo, pero sin enseñar nada. Realmente, si uno lee a San Pablo en lugar de leer a Kasper, diría otra cosa. Pero ya se sabe que los exégetas y teólogos son los dueños de la Biblia, y si ellos dicen que, aunque diga «Diego», dice «digo», será «digo» (... ¡aunque esté escrito «Diego»!).

    Más adelante, bajo el título Indisolubilidad como ligamen de fidelidad (p. 43), en nota a pie de página dice que el Concilio de Trento «con-denó con una fórmula de compromiso la posición de Lutero y sostuvo que la iglesia católica con su praxis no yerra, pero por otra parte Trento conscientemente no condenó, sino que admitió la praxis de la iglesia oriental (DH 1807)» (p. 43). Ahora bien, si lo que leemos en el DH 1807 es una fórmula de compromiso, podemos decir que es bastante fuerte. De hecho, anatematiza a quien diga que la Iglesia se equivoca al interpretar esos textos evangélicos tal como ella lo hace. Hela aquí: «Can. 7. Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles [cf. Mt 5, 32; 19, 9; Mc 10, 11 s; Lc 16, 18; 1Co 7, 11], no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyu-ges; y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema».

    Es que la indisolubilidad no es un tema que guste mucho a K. De hecho, cada vez que puede, diluye su fuerza. Así dice, por ejemplo: «El concepto de indisolubilidad expresa solo en modo imperfecto este ca-rácter de don» (p. 44). En realidad, todas nuestras palabras expresan de modo imperfecto la realidad que ellas significan. Pero de ahí a decir que el carácter irrevocable de una entrega (la de los cónyuges al con-traer matrimonio) no exprese bien el don... suena a traído de los pelos. Como si el darle algo a alguien sin posibilidad de vuelta atrás, desdijese

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    en algo el regalo. ¿No parece más bien lo contrario? Y aunque así fuera, no quiere decir que no exprese algo esencial. Cuando yo digo que la definición «animal racional» expresa imperfectamente la riqueza del hombre, digo algo cierto, pero de ahí no se sigue que se pueda decir que haya hombres que no son animales racionales, sino que, ade-más de esto, son mucho más. Igualmente, si la indisolubilidad solo expresa el don de modo imperfecto significa que además de la indiso-lubilidad el don implica más cosas, no menos, ni que esta sea accesoria. Pero Kasper de aquí toma pie para desgastar el concepto de indisolu-bilidad.

    Hablando de la fecundidad del amor matrimonial dice que «el Papa Francisco, sin embargo, sabe también que la cuestión de la fecundidad del amor matrimonial está gravada por muchos conflictos internos a la iglesia» (p. 47). Lo cual es cierto, pero no tanto. La mayoría de los conflictos son internos porque quienes los han venido planteando desde hace 50 años se autoproclaman católicos y suscitan las discusiones dentro de la Iglesia. Pero si vamos a la verdad de las cosas, muchos de ellos no comulgan con la fe católica en su integridad. Por eso, los con-flictos que ellos generan son internos «fino a certo punto», solo en cierto modo. De hecho, el intento de K. desde hace varios años, como el de Häring, a quien él sigue en parte, ha sido el de introducir en la Iglesia católica las problemáticas de la doctrina matrimonial propia de las igle-sias ortodoxas y de las comunidades protestantes.

    Debemos advertir también la sesgada presentación que hace de los métodos de regulación de la natalidad. Dice K.: «[Amoris laetitia] anima a usar el método de la observancia de los tiempos de la fertilidad natural (AL 222). Pero no dice nada de otros métodos de planificación familiar y evita toda definición casuística» (p. 48). Debemos reconocer que AL, siendo un documento sobre el matrimonio y la familia, ha estado más que tibia a este respecto. Pero no es cierto que no men-cione el tema. Lo hace implícitamente al decir que «es preciso redes-cubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI, que hace hincapié en la necesidad de respetar la dignidad de la persona en la

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    valoración moral de los métodos de regulación de la natalidad» (AL 82). Nadie puede tener dudas de cuál es el «mensaje de Humanae vitae». Y si hay que redescubrirlo es porque a algunos se les ha perdido; entre otros a nuestro Autor. También alude a ellos al afirmar que «la Iglesia rechaza con todas sus fuerzas las intervenciones coercitivas del Estado en favor de la anticoncepción, la esterilización e incluso del aborto» (AL 42); aunque K. podría rechazar esta cita diciendo que lo que la Iglesia condena es la acción coercitiva; y debemos reconocer que, de hecho, podría prestarse a esa interpretación; no así si tenemos en cuenta la cita anteriormente referida.

    Pero K. añade a continuación algo que nos pone los pelos de punta: «En este capítulo se tiene la impresión de que en “Amoris laetitia” tam-bién lo no dicho dice algo. En el capítulo siguiente veremos que este silencio sobre cuestiones casuísticas relativas a los métodos de planifi-cación familiar no es un esquivar los problemas, sino al contrario un [modo de] afrontarlos» (p. 48). Permítanme decir que con este prin-cipio comenzamos un viaje subidos en un tren fantasma. Si «lo no di-cho» tiene importancia en un documento oficial de la Iglesia (y al parecer, para K., muchísima, tanto de sentar doctrina moral), quizá debamos deducir que el Papa también esté afirmando que hay extra-terrestres entre nosotros (puesto que guarda silencio al respecto), o que se puede degollar a una persona si a uno no le viene bien el color de su piel (porque de eso tampoco dice nada), o que uno puede insul-tar a Kasper y ganarse el cielo (porque también esto cabe en el silencio ¿elocuente? del Papa). Así terminamos llevando nuestra exégesis a lo que se dice (que tantos dolores de cabeza ya nos da), y a lo que no se dice (con lo que terminamos por morir de aplastamiento hermenéu-tico).

    Pero todo esto no es más que llevar el agua para el propio molino. Por eso, de aquí K. pasa a su tesis central, que es la común a toda la progresía moral contemporánea: «Esto lleva al papa a poner la planifi-cación familiar en el sentido de la paternidad responsable, como había ya enseñado el concilio Vaticano II (GS 50), en la consciente decisión

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    de la conciencia (consapevole decisione di conscienza)» (p. 48). Sí, pero Gaudium et spes 50 añade a continuación lo que no cita Kasper: «En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pue-den proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la con-ciencia, la cual ha de ajustarse (conformanda) a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evan-gelio» (GS 50). Es decir: la conciencia debe conformarse (hacerse con-forme, ajustarse) a la ley divina y al Magisterio que interpreta esa ley divina. No es, pues, una decisión autónoma de la ley, sino dependiente de la ley. Gaudium et spes, dice, pues, lo contrario de lo que da a enten-der Kasper. Lamentamos que la cita que AL hace de GS 50 se corte precisamente antes de estas palabras fundamentales del texto conciliar, llevando a la confusión a un lector como Kasper. El silencio, en este caso, no es elocuente, sino que se presta a deducciones confusas. ¡Por-que debemos suponer —y en esto Kasper no creo que nos des-mienta— que Amoris laetitia no pretenderá cambiar —y menos con un silencio— la doctrina del Concilio Vaticano II!

    Si hasta aquí hemos venido a los tropezones (¡y llevamos leídas y comentadas menos de 50 páginas!), podemos imaginar lo que nos es-pera al entrar en el capítulo 4 titulado Las situaciones llamadas irregulares. En español cuando usamos el giro: «llamadas» o «así llamadas», quere-mos decir, a veces, que no son tales sino que algunos pretenden que lo son. ¿Ya nos estará presagiando que disculpará todas estas situacio-nes como meramente llamadas irregulares? En el fondo, ese es el resul-tado de la lectura de este capítulo.

    Como en todas estas cosas, lo importante es, para K., dejar sentado que las soluciones que da, no las da porque quiere, sino porque no le queda otra. Por eso, manda por delante el carnet de ortodoxia doctri-nal: «Pastoralmente —dice hablando del caso de los divorciados vuel-tos casar civilmente— se buscará ante todo resolver la situación por la vía que el derecho canónico ya considera, esto es, aclarando si el ma-trimonio fallido era realmente un matrimonio sacramentalmente vá-lido» (p. 54) ... Pero cuando «la nulidad no sea jurídicamente

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    demostrable» y al menos uno de los cónyuges «esté convencido en conciencia que su matrimonio desde el inicio no era válido [...] y no se pueda volver atrás» ... porque, por ejemplo, «se ha contraído un nuevo matrimonio civil, que parece estable y durable y que yo [el su-puesto casado por civil] no puedo romper sin echarme a cuestas (ad-dossarmi) una nueva culpa. Sería en efecto infidelidad hacia el nuevo partner y también irresponsabilidad respecto de nuestros hijos. ¿Qué cosa se puede decir o qué puede hacer la iglesia frente a esta cuestión?» (p. 55). Pregunta retórica a la que responderá cambiando la doctrina del magisterio. Pero antes de ver los «criterios» que ofrece, según él inspirado en AL, hay que decir una palabra sobre el deslizamiento de la verdad que ha introducido en la descripción anterior. Aquí estamos ante un pensamiento que desdibuja la realidad sacramental y la doctrina matrimonial. Y lo hace sin ninguna vergüenza. ¿Cómo puede ser que «romper una unión pecaminosa (adulterio)» implique una nueva culpa? ¿Cómo se puede hablar de «infidelidad» (indudablemente en el mismo sentido de la infidelidad hacia un cónyuge) en relación con la persona con la que se mantiene un vínculo pecaminoso? Esto solo es posible si se considera el mal, no en sentido moral, sino incluyendo, los males físicos, y poniéndolos todos al mismo nivel. Esta es la base del razonamiento del consecuencialismo condenado por Juan Pablo II en Ve-ritatis splendor. Si yo digo que al faltar a Misa un domingo por que-darme a ver un partido de fútbol con mis amigos, hago un mal, pero si voy a Misa también hago otro mal, porque privo a mis amigos de mi presencia de la que gozan grandemente, o porque yendo a Misa el do-mingo gasto en esto una hora de tiempo que podría dedicar a visitar enfermos en un hospital... estoy poniendo en el mismo estante males morales (contradecir el precepto de la misa) con males puramente fí-sicos u omisiones que no son éticas (dejar de visitar enfermos a los que no estoy obligado a visitar en ese momento, o hacer alegrar a mis amigos con mi presencia). Pero eso hace, precisamente, el consecuen-cialismo para poder sentar sus principios. Así dice que si la mujer aborta mata un niño (lo que es un mal), pero si no aborta pierde al marido que se marcha de la casa, o no puede atender a los demás niños pequeños (lo que también son males) ... por tanto, deberá «calcular»

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    con qué elección hace mayor bien y menor mal. Y del lado que se in-cline su balanza (por el referido cálculo y no por la bondad o malicia intrínseca de los actos) su elección será moralmente correcta y buena. Esta es la médula del más craso consecuencialismo. Solo bajo esta perspectiva se entiende el razonamiento del Kasper. Pero el mismo concepto nos aturde. ¿Infidelidad hacia el adúltero? Con el mismo cri-terio, los clientes de prostitutas ¿tendrían que ser fieles a estas para no privarlas del trabajo con que se sustentan? ¿Y serían infieles si les fallan a la cita ya concertada? Y podríamos seguir tirando analogías...

    K. dice que a este problema «La AL no da [...] una concreta res-puesta directa» (p. 55). Si así fuera en efecto, deberíamos lamentarlo, porque no estamos ante cuestiones que no exijan una orientación bien clara y precisa. Pero K. entiende que en el documento se ofrecen al-gunos criterios de discernimiento. «El Papa Francisco, en vez de entrar en casuística, prefiere remontarse a la tradición del discernimiento de los espíritus o de la discreción espiritual, una tradición antigua que está fundada en la Biblia y recorre todos los siglos» (p. 56). ¡Pero her-mano!, esto no es casuística sino un principio elemental que leemos precisamente en la Biblia que él mismo cita. Por ejemplo, Éxodo 20,13: «No adulterarás»; Deuteronomio 5,18: «No adulterarás»; Mateo 5,27: «No adulterarás»; Mateo 19,18: «No adulterarás»; Romanos 13,9: «No adulterarás»; Santiago 2,11: «No adulterarás». Un imperativo, como vemos, un tanto reiterativo. ¿En qué casos no se puede? En nin-guno se puede adulterar. ¿Es tan difícil entender a Dios? No hace falta, pues, bajar a ninguna casuística. Es la Biblia la que no baja a ninguna casuística; nos avisa que esto es universal y que no cambia según las circunstancias y casos. Y esto es lo extraño: que diciendo que el Papa prefiere eludir la casuística, termina (si seguimos el razonamiento de Kasper) haciendo casuística. Pura casuística. Simple y llanamente ca-suística. Porque eso es el referido discernimiento al que alude aquí: casuística. Discernir distinguir casos, ver cómo se aplica una norma universal a un caso particular. No sé, si no, qué entiende Kasper por discernir. Discernir es lo que hacían las abuelas cuando preparaban antes las lentejas: que primero las tiraban sobre la mesa e iban viendo

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    si había alguna que no servía y la separaban: discernían las que servían de las que no. O sea, iban caso por caso, lenteja por lenteja. Y eso es lo que propone Kasper: «discernir cuidadosamente las situaciones y res-ponder a su complejidad (AL 296s)». Esto es, casuística; situacionismo, circunstancialismo. Decir —según él— «en este caso no se puede», «en este caso en cambio sí». Seamos sinceros: en la práctica tampoco quie-nes proponen estos principios —K. incluido— hacen casuística por-que, después de vendernos esta teoría, lo que hacen es directamente decir: «haga cada uno lo que quiera»; «vean ustedes»; «decidan uste-des». Si no hacen casuística es porque se rigen por un principio uni-versal: «que cada uno haga lo que quiera». Claro, que ese principio no alcanza para aprobar el examen del catecismo de primera comunión.

    Y nos vamos atragantando cada vez más. Y así nos dice K. (y él lo atribuye al Papa; Dios quiera que esto sea invento de K.): «El papa no deja espacio a dudas sobre el hecho de que matrimonios civiles, unio-nes de hecho, nuevos matrimonios entre divorciados (AL 291) y unio-nes entre personas homosexuales (AL 250s) no corresponden a la concepción cristiana del matrimonio. Pero dice, en cambio, que algu-nos de estos partner pueden realizar en modo parcial y análogo algu-nos elementos de un matrimonio cristiano (AL 292)» (p. 56). Podríamos admitir que es verdad si consideramos, por ejemplo, que también un sicario realiza algo análogo a lo que hace el verdugo cuando el juez le manda ejecutar al condenado a muerte; y el ladrón que mata al policía en un tiroteo hace algo análogo a lo que hace el soldado que defiende a su Patria en una guerra justa; y un abusador que manosea a una mujer hace algo análogo a un ginecólogo que ob-serva si una paciente tiene nódulos... Si vamos a establecer analogías por el solo parecido material de las cosas...

    Pero sigue explicando: «En las citadas uniones pueden estar pre-sentes elementos del matrimonio cristiano, si bien no realizan plena-mente o no todavía plenamente el ideal» (p. 57). Hasta me da vergüenza ajena repetirlo. Y me pregunto, ¿cuáles serían, para Kasper, los elementos que fundan la analogía? ¿El estar juntos? Entonces entre

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    dos policías que andan patrullando juntos todo el día hay una suerte de matrimonio imperfecto. ¿El que uno cuida del otro? Entonces ha-bría que considerar matrimonial la relación entre una enfermera y el paciente que cuida, o entre la maestra y sus alumnos. ¿El coito? En tal caso, no habría familia más notoria que un prostíbulo donde esto se verifica repetidas veces al día. ¿El que se quieren bien? Entonces son esposos «análogos» los hermanos, los amigos, los soldados de un pelo-tón, y los miembros de la conferencia episcopal alemana... Esto es como decir que la bandera de los Estados Unidos es análoga a Andrómeda porque las dos tienen estrellas.

    Seguimos más todavía: «Si bien no se puedan equiparar las citadas situaciones irregulares al matrimonio sacramental [¡menos mal, ya me estaba asustando!], sin embargo, no se las puede condenar globalmente [¡querido san Pablo, me parece que metiste la pata con tus listas de pecados y esa afirmación tan antikasperiana de que ni los concubinos, ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los homosexuales entrarán en el reino de los cielos... A ver cómo arreglamos esto antes de que se enoje nuestro autor!]; se las debe considerar en modo objetivo y justo por aquello que en ellas hay de positivo e invitar a estos partner a cumplir eventuales pasos hacia la plena reali-zación del ideal (AL 292s; cf. 298)» (p. 57). Si no me equivoco el único paso hacia la realización del ideal es el paso al costado, del mismo modo que el único paso hacia el ideal de la perfección que puede dar el que está caminando hacia un abismo, es la media vuelta y desandar el camino.

    «La AL exhorta a seguir la lógica de la integración en la comunión de la iglesia (AL 296)» (p. 57). Sin lugar a dudas, pero no mintiéndoles. Hay que decirles que precisamente ese estado de vida que llevan es el obstáculo para la comunión con Dios y con la Iglesia. La Iglesia los ama a pesar del pecado que cometen, del mismo modo que ama al ladrón, pero no su latrocinio, y al homicida, pero no su locura asesina, y al mafioso, pero no su mafiosidad.

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    Creo que es también una apreciación completamente falsa la que hace el A. más adelante: «La debilidad de muchas críticas de la AL está en el hecho de que sostienen un unilateral objetivismo moral y pasan por alto (trascurano) una dimensión subjetiva que por naturaleza es propia de la acción moral» (p. 59). No es así. Precisamente, los pedidos de aclaración al Papa se han basado en que el texto parece aplicar el principio al caso no de quien ignora la malicia de la acción moral que realiza, sino de modo explícito a quien sabe lo que está haciendo y sabe que eso contradice la norma moral. Por eso la apelación a las circunstancias atenuantes, doctrina que nadie ha puesto jamás en duda, no se ajusta al problema. Hablan de la importancia de las circunstancias atenuan-tes, pero los casos que describen (¡porque describen casos, siempre ca-sos... aunque luego digan que no entran en casuística!) no corresponden a casos de voluntariedad atenuada.

    Sigamos añadiendo afirmaciones confusas y erróneas (que ya es casi traducir y trascribir un tercio del libro): «La prudencia —dice más adelante—, más bien, decide cómo la ley se aplica en una situación con-creta, reconoce que ella es justa y razonable, y lo hace guiada por el amor y la misericordia (AL 304s)» (p. 61). Como sabe cualquiera que haya leído a santo Tomás, tan citado fuera de contexto en otros lugares del libro (cuando le conviene), no es apropiado decir que la prudencia decide cómo se aplica la ley, sino que juzga o descubre. El concepto de decisión implica una cierta autonomía —un matiz creativo— del acto voluntario respecto de la verdad. El juicio, en cambio, una subordina-ción a la verdad. La aplicación de una ley, para respetar la intención de la ley, no siempre se aplica igual. Conoce diversos matices. Por eso se dice que «no hay ciencia de lo contingente». Pero nunca puede apli-carse de modo tal que el acto concreto niegue en última instancia lo que manda la ley. Si así fuera podríamos decir que la prudencia puede llegar en algún caso a aplicar el mandamiento «no matarás al inocente», matando una persona inocente; al igual que nos quieren hacer creer que en algún caso el «no cometerás adulterio» se puede concretar en: «en este caso debes cometer adulterio para salvar la esencia del precepto de no adulterar». Estamos todos locos. Coincido en cambio con lo que dice

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    a continuación: «En el caso singular se debe llegar a una aplicación de la norma general guiada por la misericordia (AL 309-311)». ¡Exacto! Estamos de acuerdo, si se entiende literalmente lo que aquí dice el autor: se debe llegar a una aplicación de la norma. La crítica que hace-mos a su interpretación de AL es que el modo en que la entiende no es una aplicatio sino una contraditio normae (contradicción de la ley, un negar lo que dice la ley, autorizando a la persona a hacer exactamente lo contradictorio a ella).

    Aclaro que no es una discusión terminológica. No es que K. haya empleado una expresión no demasiado feliz. El problema es otro, que ya puso en evidencia Juan Pablo II en la Veritatis splendor: «Algunos au-tores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de deci-siones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral» (VS 55). «Así, en el juicio práctico de la con-ciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determi-nado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la ver-dad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias» (VS 61). Ahí está el quid de la cuestión.

    Como no podía ser de otra manera, uno de los puntos claves que K. toca es la discusión en torno a la nota 351 de AL (que abrió la dis-cusión sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar que tienen una vida sexual activa). Sobre esto dice: «En este contexto se hace com-prensible la contestada nota 351, la cual dice que en ciertos casos po-dría ser de ayuda la participación de los sacramentos (AL 305). La inquietud que ha surgido por esta nota es poco comprensible en con-sideración del decreto del concilio de Trento sobre la eucaristía. En efecto, el concilio de Trento ha afirmado expresamente que la euca-ristía es una medicina que libera de los pecados cotidianos y preserva de los pecados graves (DH 1638)» (p. 63). Esto nadie lo pone en duda. Lo que se recuerda es que el mismo Concilio manda que no se comulgue

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    en pecado mortal: «Nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con con-ciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental» (DH 1647). Parece lo contrario de lo que dice K.; y eso que es K. quien lo cita.

    Más aún, sigue K.: «El canon correspondiente [del concilio de Trento] refuerza ulteriormente esta afirmación y subraya que el fruto de la eucaristía es la remisión de los pecados, y aquí no hay una limi-tación a los pecados veniales (DH 1655). ¿Quién puede objetar, por tanto, que la recepción del sacramento de la eucaristía pueda ser reco-mendable en determinados casos de situaciones irregulares?» (p. 63). ¡Es increíble la tergiversación de los textos de que es capaz K.! Preci-samente ese canon condena quien afirma lo que K. dice: «Can. 5. Si alguno dijere o que el fruto principal de la santísima Eucaristía es la remisión de los pecados o que de ella no provienen otros efectos, sea anatema» (DH 1655). Dice que ese no es el fruto principal. La teología ha enseñado que puede llegar a ser un fruto indirecto, si se verifican dis-posiciones del todo particulares en quien comulga, esto es: si alguien se acerca con caridad perfecta y con contrición perfecta, la que implica la detestación de todo pecado y el propósito de enmienda (de no volver a pecar). O sea, precisamente en el caso contrario al que considera el texto de AL, que habla de los que consideran que por el momento no les es conveniente cambiar de vida ni arrepentirse de ese pecado (el adul-terio).

    Para K. AL «evita una antropología abstracta y pasa a una antropo-logía concreta» (p. 66). Me pregunto qué vendría a ser una antropolo-gía abstracta en contraposición con una antropología concreta. ¿Y qué puede ser una antropología (un estudio sobre el hombre) «concreta»? Si es concreta no podría ser ciencia, puesto que hoy en día insisten en que «no hay ciencia de lo concreto». ¿Sería una antropología no cien-tífica? Entonces no sería antropo-logía. Sería antropo-fenomenología.

    Y sin salir de este berenjenal, K. nos mete en otro, el del cambio de paradigma. Hace una distinción que está muy lejos de aclarar las cosas:

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    «Algunos han definido la posición de Amoris laetitia [como] una inver-sión (svolta) en la teología moral y un cambio de perspectivas o de pa-radigmas. Yo no hablaría de vuelco, porque nada ha cambiado en las normas objetivas, mientras que se puede hablar de cambio de perspec-tivas y de paradigmas, siempre que se comprendan bien estos dos tér-minos. Bien entendido, un cambio de paradigmas no cambia nada en las leyes existentes, sino que pone más bien las leyes en un horizonte nuevo más amplio, respectivamente en este caso en el horizonte bí-blico y tomista originario (...) No se trata de una novedad, sino de una renovación sobre las bases del repensamiento de la originaria tradición tomista no limitada a las posiciones del neotomismo» (p. 67-68). La apelación a la expresión «cambio de paradigma» parece ser muy poco feliz, si nos atenemos a su sentido original (el que le dio su introduc-tor, Thomas Kuhn (cf. Kuhn, Thomas, La estructura de las revoluciones científicas [1962]). Porque en la filosofía de la ciencia, que es el contexto en el que nace, un paradigma sustituye a otro cuando el primero no puede explicar casos particulares y el reemplazante sí; pero porque se parte de la base de que la ciencia no puede conocer la naturaleza de las cosas, sino simplemente crear modelos que la explican. La ciencia, para los «filósofos de la ciencia» es meramente descriptiva; por eso, un paradigma puede ser más profundo que otro, pero se prescinde de que uno u otro sean verdaderos u erróneos. El usar la expresión parece indicar de que se parte de que la moral (filosófica o teológica) es rela-tiva.

    Por otra parte, tampoco puede decirse que la interpretación que hace de los pasajes discutidos de AL corresponda objetivamente a la perspectiva «tomista original»; más bien parece oponerse a la verdadera doctrina de santo Tomás. Por otra parte, ¿debemos considerar verda-dera una afirmación como la que sostiene que en algunos casos obrar libre y conscientemente en contradicción con una norma moral uni-versal no la niega, sino que «la coloca en un horizonte nuevo y más amplio», por el simple hecho de que la diga Kasper u otro teólogo? ¿Hay que darla por probada por el solo hecho de que alguien la declare alegremente? Asimismo, el hecho de que se asegure que esta doctrina

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    es la interpretación auténtica de santo Tomás, ¿es suficiente para en-dosarle a santo Tomás algo que contradice sus principales tesis mora-les?

    En cuanto al referido «cambio de paradigma», tal visión, en la doc-trina moral o dogmática del catolicismo, representaría, como dice el cardenal Müller, «una recaída en el modo modernista y subjetivista de interpretar la fe católica». Nuestra fe proclama que «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8), y este es nuestro paradigma. «Nadie puede poner un fundamento diverso a aquel ya puesto, que es Cristo Jesús» (1Co 3,11). Y en cuanto a la interpretación de AL de K., que a nuestro juicio realiza en sentido contrario de cuanto ya ha sido expresado en los anteriores documentos del Magisterio, debemos con-siderarla carente de valor, aunque su autor esté adornado con la púr-pura cardenalicia, porque, como dice el mismo Müller, «para que tales declaraciones sean ortodoxas, no es suficiente que ellas proclamen que están en conformidad con las presuntas intenciones del Papa en Amoris laetitia. Ellas son ortodoxas solamente si están de acuerdo con las pala-bras de Cristo custodiadas en el depósito de la fe» (cf. Gerhard Cardi-nal