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Facultad de Ciencias Económicas y AdministrativasEscuela de Trabajo Social

REFLEXIONES RESPECTO DE LOS PROCESOS DE EVALUACIÓN Y

ACREDITACIÓN DE CARRERAS O PROGRAMAS.

Dagoberto Salinas AvilésTrabajador SocialMagíster en Educación por la Pontificia Universidad Católica de ValparaísoDoctor por la Universidad de Cádiz (España) en Evaluación, Mejora y Calidad en Educación Superior.Eje: Acreditación y estándar de calidad.

Resumen:

Esta ponencia pretende reflexionar sobre los procesos de acreditación de carreras o programas de educación superior en el contexto nacional, con el fin de distinguir las potencialidades y perversiones que todo proceso de evaluación involucra. En este sentido, la pregunta que resulta más critica se refiere a sí hemos logrado instalar una cultura de aprendizaje que propicie la mejora en los procesos de formación profesional; o si por el contrario hemos caído en la cultura de los resultados, haciendo de la evaluación una práctica instrumental y mecanicista, centrada sólo en la medición de criterios e indicadores. Lo anterior implica considerar el significado del concepto de calidad, y en qué medida los procesos de acreditación y evaluación en curso logran su aseguramiento.

Palabras clave: Evaluación, Acreditación, potencialidades y riesgos de la evaluación.

Abstract: This paper aims to reflect about the assessment processes of careers or programs developed by universities in our national context, in order to identify the potentialities and perversions involved on whatever evaluation process. In this sense, the most critical question is: whether or not educational institutions like universities have been able to develop a learning culture that promotes the improving of professional education, or if them have fallen in the culture of results making evaluation an instrumental mechanical practice focus only on measuring criteria and indicators. The last point leads us to consider the meaning of quality as well as the way in which assessment practices achieve to guarantee it.

Key words: Evaluation, Assessment, Potentialities and Risks of Evaluation.

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Antecedentes preliminares

Desde hace bastante tiempo que advertíamos la creciente presión por la rendición de cuentas (accountability) para las instituciones de educación superior: “No podemos soñar con la vuelta a los viejos días de buena voluntad y apoyo financiero continuado sin una respuesta más coherente sobre la efectividad de la universidad” (Brown, S. y Glasner; 2003).

A pesar de este mensaje provocador, considero positivo que no se concentre toda la responsabilidad de la formación profesional en el estudiante (sus logros en el aprendizaje; su progresión curricular, sus aprobaciones y reprobaciones, etcétera.), reconociendo también a los otros actores (docentes, directivos de la carrera e institucionales, gobierno, políticos y sociedad toda). Al respecto, llama la atención por ejemplo que a menudo se asume con toda naturalidad que al detentar un título profesional este le habilita para poder enseñar acerca de la disciplina en cuestión, pareciera ser que el aprendizaje en el estudiante, surge de manera espontánea. De lo anterior, el viejo adagio que reza que los estudiantes aprenden a pesar del profesor. De igual manera también, resulta difícil coincidir con que la antigüedad de una institución y/o carrera, se constituye por si misma en sinónimo de excelencia.

Por lo precedente, en la actualidad, nadie pone en duda la necesidad imperativa de revisar la calidad de nuestros procesos formativos, pues al respecto, no se trata sólo de una responsabilidad personal o institucional, sino también la hay con la sociedad toda, a la cual integramos a nuestros profesionales. De cada uno de nosotros, docentes, directivos y por cierto también de los estudiantes, depende que la intervención profesional futura de estos últimos, sea efectiva, consciente y reflexiva.

Experiencia en la Universidad

En lo que respecta a la experiencia de los procesos de acreditación en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, en primer lugar, considero que es preciso, asumir los procesos de acreditación de carreras y también de carácter institucional como un proceso de aprendizaje de todos: evaluadores y evaluados. Lo anterior, no sólo en el plano metodológico, respecto del cómo llevar a cabo estos procesos; sino también, principalmente en lo referido a mirarnos a nosotros mismos en cuanto a la revisión de nuestro quehacer identificando fortalezas, debilidades y valorando el aporte de la mirada externa.

En un comienzo, a partir de la instalación de la acreditación como mecanismo de aseguramiento de la calidad, es honesto reconocer que esta tarea no estuvo exenta del natural temor frente a las consecuencias de este proceso y también porqué no decirlo en algunos casos de cierta dosis de soberbia en tanto ¿quién nos va a venir a decir si lo estamos haciendo bien o mal? Desde la propia agencia gubernamental, en ese entonces Comisión de Acreditación de Pregrado (CNAP) hoy en día Comisión Nacional de Acreditación (CNA, extendiéndose su accionar hacia la acreditación de programas

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de post grado y acreditación Institucional), se inicia la pasada década, una labor compleja y necesaria a la vez, la cual como señalara, ha implicado un proceso de aprendizaje tanto para evaluadores como evaluados.

A nivel institucional, las Universidades tradicionales adscritas al Consejo de Rectores, reaccionaron institucionalizando e instalando en su interior, Departamentos, Comisiones, Unidades, etcétera, orientadas a inducir y apoyar estos proceso evaluativos, en sus inicios, vinculados a procesos de autoevaluación con fines de acreditación de carreras de pre-grado. Es así como en nuestra Universidad, la Pontifica Universidad Católica de Valparaíso, se constituyó en el año 2000 la Comisión de Evaluación Institucional, dependiente de la vicerrectoría Académica, la cual tenía como objetivo promover la adscripción de las diferentes carreras de la universidad a procesos de autoevaluación con fines de acreditación y apoyar a estas unidades académicas en el desarrollo de los mismos. Para lo anterior, esta comisión estuvo compuesta por académicos con formación y experiencia en evaluación en educación superior, la cual contaba a además con la colaboración de la figura que en ese entonces se denominó Asistente de Evaluación, cuyo perfil correspondía a estudiantes de último año de maestría en Educación con formación en Evaluación, quienes junto con monitorear la marcha de los procesos, facilitaban y traducían al interior de las diferentes carreras, el lenguaje técnico de la evaluación a la propia cultura de su disciplina. En la actualidad dichas funciones se llevan a cabo en la Dirección de Desarrollo Curricular y Formativo (DDCIF). Efectivamente, debo confesar que mi experiencia al respecto, implicó la constatación de un aprendizaje colectivo, tanto para las diferentes carreras como también para la propia institución, a partir por ejemplo de la construcción de bases de datos más eficientes para dar respuesta a los requerimientos de las evidencias vinculadas a la autoevaluación.

Reflexiones al respecto

En esta misma línea y convencido de que la única manera de mejorar la formación profesional es saber como lo estamos haciendo, considero que la evaluación es algo que debemos cuidar, por los beneficios que nos reporta en tanto diagnóstico de nuestro accionar en la formación profesional de nuestros estudiantes. No obstante las virtudes de estos procesos, me permito a continuación señalar algunas posibilidades de perversión de los mismos, lo que en definitiva podría configurar una suerte de devaluación de la evaluación.

Al respecto, quisiera manifestar una señal de alerta frente a una de las perversiones a las que podemos llegar; si es que ya no lo hemos hecho, respecto de la instalación de la cultura de los resultados producto de los procesos evaluativos tanto de carácter institucional como referidos a carreras o programas. Esto último, en tanto pudiese desde una visión reduccionista de la calidad en educación superior, valorarse sólo aquello que se encuentra inscrito en los diferentes indicadores de los distintos criterios de acreditación o metas declaradas en los planes de desarrollo estratégicos; lo que, permite establecer un símil con aquella recurrida frase de las tiendas de retail:

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¿acumula puntos?. La indicación resulta clara, solo haré aquello que me beneficie tanto en el plano personal y/o institucional.

Frente a lo anterior, cabe preguntarse por ejemplo, ¿qué es lo que acumula puntos?, ¿los índices de retención estudiantil o los altos niveles de exigencia académica?, ¿el número de volúmenes en biblioteca o la reflexión disciplinaria?, entre otras interrogantes. Probablemente, la respuesta espontánea sea: todo lo señalado y mucho más. No obstante, la respuesta exige una ponderación reflexiva y diferenciada del peso de los diferentes criterios e indicadores de evaluación, de la misma manera en que el resultado de un dictamen o acuerdo de acreditación no se configura a partir de la simple contrastación de la sumatoria de fortalezas versus debilidades de la carrera o programa evaluado.

Otra de las perversiones que se puede presentar se refiere a la automatización de los procesos evaluativos (en la acreditación entre otros), lo que llevaría a convertir a estos en una práctica rutinaria, transformando en definitiva a la evaluación en un fin en sí mismo, más que en un medio al servicio de la mejora permanente de la calidad en la formación de nuestros y nuestras futuros y futuras profesionales. No es casualidad que en educación se afirme la tremenda contradicción de que la escuela es la institución que más evalúa, pero también la que menos cambia.

Parafraseando a Elena Barberá Gregori (2001) a propósito de la salud de la evaluación, se podría afirmar que hoy en día los procesos de acreditación institucional y de carreras, se encuentran ad portas de ingresar al servicio de urgencia. Entre algunos de sus síntomas graves se encontrarían: la pérdida del sentido verdadero de ésta y la constitución de la evaluación como un fin en si mismo, mediante la instrumentalización que olvida el foco de aquello que queremos comprender: la calidad de nuestros procesos formativos.

En este mismo plano, indudablemente que resulta necesario que los procedimientos y el sistema mismo de evaluación de carreras y programas, así como también de carácter institucional, estén en permanente revisión o meta-evaluación, no sólo concentrándose en lo referido a la evaluación acerca de los modos de operar y sus respectivas técnicas, la idoneidad de los evaluadores, capacidad de las agencias acreditadoras, posibilidad de conflictos éticos, etcétera, etcétera; sino también, centrando la discusión, acerca de lo que se está midiendo, o lo que es más relevante, lo que estamos comprendiendo, comenzando por interrogarnos acerca de qué calidad hablamos.

Convengamos que debemos estar alerta de esta naturalización de los procesos evaluativos. En efecto, como ustedes saben, desde hace ya unas décadas que el proceso de acreditación institucional y de carreras se echo a andar, constituyéndose en una moda, una moda que llegó para quedarse y como señalara Miguel Ángel Santos Guerra, “Cuando un fenómeno pedagógico se pone de moda hay que estar prevenido. Nada es inocente “(Santos Guerra, M.A.: 2001:10). Lo precedente en el sentido de estar

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conscientes que todo proceso evaluativo puede servir a variados fines (comparación, control, amenaza, mejora, aprendizaje, etc.).

No debemos instrumentalizar la evaluación, pues nos desviaríamos de sus propósitos fundamentales a los cuales debiese orientarse; es decir, una evaluación basada en la mejora de la calidad más que en el control en si mismo. Sin embargo, al respecto, es necesario tener presente que tal como lo señala Miguel Ángel Santos Guerra, en español bajo los términos de evaluación se esconden múltiples contenidos semánticos. Tengamos presente por ejemplo que en inglés cuando hablamos de evaluación podemos estar pensando en variadas tareas: accountability, assessment, appraisal, self-evaluation, research, etcétera. De igual manera, cuando nos referimos a la calidad podemos estar pensando en lo bueno, lo útil, lo rentable, lo bien organizado, etc. Al respecto, Miguel Zabalza nos advierte: Cuanto más indefinido sea el concepto de calidad, más fácil será caer en el eslogan. Zabalza, M. (2003).

En este ámbito dada la complejidad de definir el constructo calidad, no nos queda otra cosa que en aras de su objetivación trabajemos con la calidad sustitutiva (aquella que advertimos mediante la cuenta de los diferentes criterios e indicadores de evaluación establecidos en los procesos de acreditación) por sobre la calidad verdadera, siendo la primera una operativización de la segunda con el propósito de poder comprenderla y contrastarla con la realidad (Sato, K. 1992). A este respecto, el desafío es pensar como vamos más allá de esta calidad sustitutiva, evitando circunscribir aquello que evaluamos a los instrumentos que utilizamos para dar cuenta de lo evaluado, generando indicadores o evidencias que se hagan cargo de la dimensión cualitativa de la misma, evitando de este modo reducir la calidad a su mera matematización. Debemos hacer del proceso de acreditación, un proceso de reflexión y comprensión de nuestro quehacer, comprometiéndonos con el conocimiento y con la mejora. De este modo, no es sólo el estudiante el que debiese aprender, sino también la carrera y la propia institución de educación.

En este plano, debemos evitar reducir la acreditación a un mero proceso de medición, lo que fragmentaría y simplificaría la concepción misma de calidad. Miguel Ángel Santos Guerra (2001) y Ernest R. House (2000), nos previenen de una de las principales trampas del discurso de la calidad, como lo es la desatención de lo verdaderamente importante de este proceso que es centrarse en la igualdad de oportunidades y la justicia, por sobre el individualismo profesional y personal (acumulando puntos), la obsesión por la eficiencia y la competitividad extrema entre otras, centrándose exclusivamente en la mediciones, comparaciones y resultados de este proceso evaluativo.

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Palabras finales Ante todo la evaluación es un proceso de comprensión de cómo lo estamos haciendo (más allá que sólo un proceso de medición) y debemos continuar con este, pues entre otras razones, necesitamos saber como estamos formando bien a nuestros estudiantes, no da lo mismo como hacemos nuestra labor y requerimos mejorar cada vez más en nuestra tarea.

Es también un desafío, reconocer la dimensión ética del proceso evaluativo, preguntándonos por ejemplo, ¿al servicio de quién está la evaluación?. Ningún proceso evaluativo es exclusivamente técnico, pues entraña también una dimensión ética y de poder. Lo precedente, nos obliga a hacer de estos procesos, una instancia en donde se trascienda la esfera de lo descriptivo, propendiendo a la comprensión y reflexión de nuestro quehacer académico y como lo señalara precedentemente, esto exige además un esfuerzo sustantivo en contribuir a la construcción de indicadores que den cuenta de evidencias cualitativas de la verdadera calidad. Al respecto no dejemos de tener presente que el dato evaluativo, por ejemplo: el porcentaje de retención de estudiantes, tasas de titulación y en definitiva hasta el número de años de acreditación de una carrera o programa, es ante todo de principio a fin, una construcción (Salinas, D. 2014) y en cuanto tal, cada uno(a) de nosotros(as) contribuye a su gestación, significación e interpretación.

En lo que sigue, es claro que las instituciones y carreras o programas, constituyen sólo una parte de lo evaluable. Desde hace un tiempo bastante largo, se viene señalando la necesidad de evaluar la certificación profesional, referida a la vigencia de las competencias profesionales adquiridas, tal cual sucede por ejemplo con la licencia de conducir, la cual debemos revalidar cada cierto tiempo. Con seguridad, sobrevendrán una serie de actores a ese nuevo escenario, a saber: las asociaciones gremiales, representantes de las instituciones, universidades, agencias gubernamentales, entre otros. Al respecto, no deja de llamar la atención que en materia del ejercicio profesional, en la actualidad, basta con obtener un título profesional para que su ejercicio tenga vigencia permanente.

Todo lo anterior, ha mantenido y seguramente continuará conservando en lo cotidiano, nuestra vinculación con la evaluación como mecanismo de aseguramiento de la calidad. Sin embargo, cabe preguntarnos permanentemente si es que ¿es posible “asegurar” la calidad? y ¿“qué calidad” pretendemos asegurar? ¿la que promueve la competitividad? ¿la que promueve la mejora? ¿mejora de qué?, etcétera.

Finalmente, quisiera reafirmar la necesidad de fortalecer y perfeccionar toda iniciativa de evaluación, mejorándola y poniéndola al servicio de la calidad de la formación de nuestros y nuestras estudiantes a quienes en definitiva nos debemos, evitando de este modo, destruirla o ignorarla, pues: no se mejora al enfermo rompiendo el termómetro.

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Referencias bibliográficas

Brown, S. Glasner, A. (2003) Evaluar en la Universidad. Madrid: Narcea S.A. de Ediciones.

House, Ernest (2000) Evaluación, ética y poder. Madrid: Ediciones Morata.

Santos, M.A. (2001) Perspectiva educacional: Evaluación educativa. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso de la Universidad Católica de Valparaíso.

Salinas, D. (2014) El ADN del dato cuantitativo: su sentido y construcción en investigación social y educacional. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso.

Sato, K. (1992). La calidad de la buena administración. Montevideo: Ministerio de Industria, Energía y Minería.

Zabalza, M. (2003). Competencias docentes del profesorado universitario: calidad y desarrollo profesional. Madrid: Narcea S.A. de Ediciones.

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