MIGUEL GUERRERO
LOS ULTIMOS DIAS DE LA
ERA DE TRUJILLO
Santo Domingo
República Dominicana
1991
7TRUJILLO SALE DE SU TUMBA
“Así pasa con las reliquias: todo está en ellas tan revuelto y confuso, que no se podría adorar los huesos de un mártir sin el peligro de adorar los huesos de un pillo o ladrón, o bien de un asno, o de un perro, o de un caballo”.
CALVINO
Para los escasos testigos que de manera casual se encontraban
en los alrededores del puerto de Andrés, Boca Chica, a 25 kilómetros
al sureste de Ciudad Trujillo, en la tarde del viernes 17 de noviembre,
no podía existir otro espectáculo semejante. Con sus enormes velas
izándose al tibio viento crepuscular, la gigantesca silueta del yate
Angelita moviéndose en las quietas y claras aguas del Caribe, ofrecía
una visión inolvidable, con un aspecto casi fantasmal. Arquímedes
González, mecánico de factoría del ingeniero azucarero el poblado, no
recordaba haber visto antes nada igual en sus 37 años de existencia.
Ni él, ni ninguno de sus tres compañeros de mesa, pudieron
concentrar la vista en la partida de dominó, en el bar situado a tres
cuadras de los muelles, hasta tanto el buque se situó a marcha lenta,
en el antepuerto.
Desde su puesto de observación, González y sus amigos de
tragos pudieron ver, pese a la distancia, el insólito movimiento de
despedida en el buque. El ajetreo comenzó desde muy temprano en
la mañana, pero al caer la tarde, adormecido por el exceso de
alcohol, ninguno de ellos pudo distinguir con claridad qué sucedía
realmente.
El acceso a los muelles estaba restringido desde hacía meses y
las medidas de seguridad parecían más estrictas en los últimos días.
Pero desde la tarde anterior resultaba imposible acercarse un paso
más allá del bar en donde bebían y jugaban escandalosamente, como
de costumbre, sin ser molestados.
Los cuatro jugadores de dominó en el bar de la zona portuaria
de Andrés, no eran los únicos sorprendidos. Más tarde, mientras
paseaba por la cubierta echando una mirada final al poblado, Andrés
Alba Valera (Papito) no salía de su asombro. Con una mezcla de
tristeza e incertidumbre en sus vivaces ojos azules, Alba, a pesar de
la oscuridad, alcanzó a divisar su residencia, contigua a la de su
íntimo amigo y pariente Ramfis, con quien apenas había tenido
tiempo de hablar al despedirse unos minutos antes.
Todo para él resultó una sorpresa. Veinticuatro horas atrás le
hubiera costado imaginarse allí, con su familia, custodia de un
extraño y valioso cargamento, protagonista de una historia digna de
una novela de ficción. La familia Alba subió al buque a las 17:20,
luego de que desatracara del muelle para fondearse en el antepuerto.
A medida que la silueta de la costa iba disminuyendo ante él y le
resultaba más difícil divisar los contornos de su casa, se fue
percatando de que la realidad no podía ser más deprimente.
Este viaje inesperado podía ser sin regreso. Todo lo que había
logrado acumular a lo largo de su vida, quedaba atrás. A sus 33 años
podía sentirse un hombre realizado. Ahora sentía la impresión de que
necesitaría comenzar de nuevo. La perspectiva de una larga e
incierta estadía en el extranjero no le hacía la menor gracia. Por
fortuna tenía a su esposa Clement, sus cinco hijos y sus suegros junto
a él, en apariencia seguros. Pero no tenía otra razón para sentirse
satisfecho. Alba cerró los ojos un instante y trató de disipar todos los
pensamientos negativos que se arremolinaban en su mente confusa.
Como un relámpago pudo reconstruir mentalmente la insospechada
experiencia de las horas anteriores.
Casi exactamente a la misma hora del día anterior, Ramfis le
había pedido en un tono demasiado neutral para el caso, que se
hiciera cargo de llevar el cadáver de su padre, el Generalísimo
Trujillo, a Cannes, Francia, a donde él se proponía más tarde dirigirse.
Alba hubiera querido leer en los ojos de su primo y amigo, pero la
oscuridad de la noche naciente y los saltos del automóvil, en marcha
a toda velocidad, no se lo permitieron. Ramfis apenas volvió hacia él
su rostro afectado por la falta de sueño y los excesos de las noches
anteriores. Quitó la vista del paisaje y escuchó atentamente las
instrucciones de su primo.
Entre ambos existía una vinculación que trascendía la relación
familiar. Su padre y la madre de Ramfis, María Martínez viuda Trujillo,
eran primos hermanos y, sobre todo, muy allegados. Andrés le
llevaba un año y tres meses de edad a Ramfis, pero desde que éste
tenía seis meses lo acostaban en un mismo cuarto y habían crecido
así juntos.
Momentos antes habían partido de Boca Chica. Pero en lugar
de dirigirse directamente a San Cristóbal, destino final de su viaje,
fueron primero a la base aérea de San Isidro, a recoger al coronel Luís
José León Estévez, en la residencia oficial construida para Trujillo y en
la que aquel vivía con su esposa Angelita desde el asesinato del 30 de
mayo. El coronel Juan Disla Abréu, jefe de seguridad de Ramfis, se
había encargado de todos los detalles relativos a esta operación
secreta.
El hijo del dictador estaba excitado pero tranquilo. En parte su
excitación provenía de la espera inútil por uno de los invitados a
tomar parte en ella. Al ponerse el sol, Ramfis decidió que la tardanza
de su amigo de infancia Pedro Pablo Bonilla (Pepé) podía echar a
perder sus planes y dio orden de partir sin él. De todas maneras,
Bonilla no haría falta esa noche.
La distancia entre Boca Chica y San Isidro fue cubierta en pocos
minutos y Ramfis permaneció en total silencio, sumido en sus
pensamientos, durante todo el trayecto. Sólo otros tres vehículos,
incluyendo una camioneta, formaban parte del séquito. A excepción
de unos cuantos amigos de su círculo íntimo, nadie sabía el propósito
de esta extraña y nocturna movilización, que constituía el nervio
central de los planes personales que se había trazado ya Ramfis y que
cambiarían el curso de la historia dominicana.
En el trayecto de la base a San Cristóbal, Ramfis pareció de
pronto locuaz y explicó en detalles a Alba el papel que él le había
asignado en el drama. Lo había escogido a él para trasladar en el
yate Angelita al día siguiente, viernes 17, el cadáver de su padre a
Europa “porque no confío en nadie más para esta tarea tan especial y
delicada”.
Alba sintió un nudo en la garganta y sus labios secarse de
pronto cuando le respondió aceptando la encomienda como una
ineludible obligación familiar. El único problema consistía, le dijo, en
la prisa en que hubo que decidir todo esto tan complicado. Pero
probablemente, para el éxito y felicidad de todos, convendría tomarse
un poco más de tiempo. Creía que Ramfis necesitaba reunirse
previamente con los militares de más confianza. De hecho tales
reuniones estaban previstas en la agenda discutida desde semanas
atrás en los almuerzos y citas nocturnas de tragos con sus amigos
más cercanos.
Precipitar la retirada podía desatar problemas. Nadie estaba
en condiciones de garantizarles que al saberse de una salida
precipitada, un viaje incógnito e ilegal del cadáver del jefe, no
provocaría estallidos de violencia. Lo que le preocupaba
principalmente era que Ramfis, según acababa de manifestarle, no se
iría hasta la noche del sábado 18, la siguiente a la partida del cadáver
que ahora se disponía a desenterrar. Eran solo horas de diferencias,
pero los acontecimientos se desarrollaban a demasiada velocidad
como para no temer lo peor en ese breve interludio. De nada
valieron sus argumentos.
Ramfis parecía decidido a no volverse atrás en sus planes y
todo estaba ya preparado. La noche anterior, miércoles 15, Ramfis le
había confiado a él y a otro de su círculo: “Me voy”, con una
seguridad que nadie puso en duda.
La caravana de cuatro vehículos se detuvo silenciosamente
frente a la puerta trasera de la iglesia de la Consolación de San
Cristóbal, en la calle 19 de Marzo. No se veía un alma a su alrededor,
a excepción de los soldados dispuestos por el coronel Disla desde
temprano en la tarde. La verja de hierro de la escalera que conduce
al sótano del templo, había sido previamente abierta por el sacristán
Manuel Paulino Rodríguez (Manueleco), de 16 años, que ya estaba
acostumbrado a estas inesperadas visitas nocturnas, desde que el
cuerpo de Trujillo fuera sepultado cinco meses y medio atrás.
Sin embargo, las medidas previas de seguridad y la sorpresiva
llegada de Ramfis, acompañado de tantos oficiales, despertaron su
curiosidad. En medio de tantos hombres con ametralladoras, el
sacristán se dijo a sí mismo que algo más grande todavía que el
entierro del Benefactor estaba a punto de producirse.
El delgado y asustado sacristán se persignó y alzó sus ojos
hacia el altar mayor de la iglesia, cuando vio entrar a varios oficiales
cargando un ataúd increíblemente similar al que portaba los restos de
Trujillo. El eco de las pisadas de los militares, calzados con gruesas
botas, retumbaba por todo el templo. El joven sacristán no era el
único impresionado. Alba no recordaba haber visto antes nada tan
macabro.
Trujillo fue enterrado allí abajo el 2 de junio, tres días después
de su asesinato. No hubo nada de extraño en ese hecho. El había
nacido 70 años atrás frente al lugar donde después hizo construir la
iglesia. En el parque situado frente al templo se levantó un
monumento, denominado Piedra Viva, que se cree ubicado
exactamente donde estuvo la casa en la cual nació. Construyó la
iglesia sólo para hacer dentro de ella su propio cementerio. Debajo
del altar mayor hay una capilla cerrada con dos nichos protegidos por
una reja. En el del lado derecho estaba él enterrado. El otro estaba
destinado para su madre, doña Julia Molina viuda Trujillo. En el
estrecho corredor de enfrente se construyeron otros diez nichos,
cinco de cada lado. Estaban destinados a sus hijos y hermanos. Con
excepción del nicho en que fue sepultado Trujillo, ninguno de los
demás ha sido utilizado.
Los oficiales se movían de un lado a otro, nerviosos. Ramfis,
Alba y Luís José León Estévez bajaron al sótano, necesitando la ayuda
del sacristán para abrir la puerta de hierro que protegía la tumba.
Pero sólo los tres primeros permanecieron allí abajo durante la
operación de traslado del cadáver. Dos hermanos de León Estévez,
Antonio Manuel y Alfonso, coroneles de la aviación Militar, ayudaron a
bajar el ataúd vacío que luego depositaron en la cripta, sobre la cual
superpusieron la pesada tarja de cemento y mármol que la cubría y
que había quedado partida en dos mitades irregulares.
Un extraño y desagradable olor se impregnó del ambiente al
remover el ataúd. Ramfis se inclinó sobre el féretro y abrió la
cubierta de arriba. Sus compañeros le oyeron proferir algunas
maldiciones.
El cuerpo, ligeramente ennegrecido por el formol, parecía
empequeñecido unas pulgadas. La impresión sobrecogió al reducido
grupo, que se apresuró en cerrar la tapa casi inmediatamente. En la
más extraña de las procesiones, el féretro fue subido lentamente por
la escalera semicircular. Un estremecimiento sacudió el cuerpo de
Alba, mientras ayudaba a llevar la carga con las manos casi
entumecidas de frío, a pesar del calor sofocante.
Un retrato de la Virgen de la Altagracia, colocado en la pared
detrás del féretro, es sustituido por uno muy similar. Los militares
cargan también con la bandera que cubría el sarcófago. Terminada
la operación, Ramfis subió a grandes zancadas y abandonó el lugar.
Manueleco, el sacristán, bajó apresuradamente las escaleras de
nuevo y se lanzó sobre la cripta, donde sólo encontró una caja vacía.
En ese momento se le unió el padre Frank Amamlio Fernández,
párroco de la iglesia, a quien los soldados arriba no querían dejar
pasar. El joven mostró la tumba violada y al tratar de cubrirla
nuevamente la punta de la tapa de cemento le cayó sobre la mano
izquierda, de uno de cuyos dedos comenzó a manar sangre. El
sacerdote abrazó a su sacristán y así, juntos suben los peldaños y se
retiran después de cerrar la iglesia.
Afuera podían oírse los ecos de los martillazos sobre la tapa.
Por las rendijas de las ventanas cerradas del vecindario, algunos ojos
trataron de indagar a través de la oscuridad.
Rafael Tulio Pérez de León, estudiante de 21 años de la
facultada de Derecho de la Universidad de Santo Domingo, se dirigía
a su casa, la número 116 de la Avenida Constitución, cuando fue
interceptado por dos soldados, uno de los cuales le apuntó en el
pecho con su ametralladora. El joven aspirante a abogado estaba
medio atontado por los tragos ingeridos en una fiesta, pero el
espectáculo que tenía ante sí le despejó rápidamente la mente.
La escena a corta distancia no la olvidaría por el resto de su
vida. A pesar de la fuerte luz de un reflector sobre su rostro, pudo ver
más allá, en los alrededores del parque, frente a la iglesia, varios
Mercedes Benz, y soldados situados por doquier en actitud vigilante.
Los residentes de San Cristóbal estaban acostumbrados a los
inconvenientes de la vigilancia permanente del templo, desde el
entierro del cadáver de Trujillo.
Pero esa noche a Pérez de León le pareció que algo inusual
estaba sucediendo. Los soldados que le habían detenido en su
marcha hacia su casa, no le dejaron moverse hasta tanto una
pequeña caravana de vehículos, estacionada en la parte posterior de
la iglesia, arrancó a poca velocidad, tomó la calle Padre Ayala, dos
esquinas al sur y dobló a la derecha rumbo a la carretera.
Alba abordó el mismo asiento en el vehículo de Ramfis con el
coronel Luís José León Estévez y suspiró profundamente. Ramfis se
acomodó de nuevo sus gafas oscuras de sol y concentró su mirada al
exterior, abandonado a sus pensamientos. La operación además de
macabra había resultado condenadamente tediosa.
El pesado ataúd conteniendo los restos del Generalísimo había
sido colocado cuidadosamente en la parte trasera de la camioneta
Chevrolet que venía inmediatamente detrás de ellos. Al pasar
rápidamente revista a los acontecimientos de las interminables horas
anteriores, Alba echó una ojeada a la caravana a través de la densa
oscuridad. En los demás vehículos le seguían los otros dos hermanos
León Estévez, el coronel Manuel A. Robiou, jefe del cuerpo médico de
la Aviación Militar y el omnipresente coronel Disla Abréu, siempre
hermético.
Ahora sin prisa, la caravana se dirigió directamente al puerto de
Andrés, donde horas antes se había dispuesto el retiro de la
tripulación del yate Angelita, sin ofrecer explicaciones a la oficialidad.
El comandante del yate, capitán de navío Moisés Eleodoro Cordero
Puente, había recibido órdenes de desalojar por completo el buque,
incluyéndose él mismo, lo cual cumplió estrictamente. El cambio de
tripulación se operó el miércoles 15, cuando el contralmirante
retirado Ramón Julio Didiez Burgos asumió el control del buque. Pero
al día siguiente, jueves 16, se les ordenó abandonarlo hasta la tarde
del día siguiente.
El recorrido de 35 minutos desde la iglesia de San Cristóbal fue
hecho en casi completo silencio. Alba sentía el intenso y
desagradable olor a muerto que emanó del ataúd al ser destapado,
adherido a sus narices.
En la cubierta del yate esperaba impacientemente,
impresionado por el crujir de los mástiles y el piso de madera a causa
de los ligeros vaivenes de la corriente nocturna, el mayor Julio César
Ramos Troncoso, graduado de oficial en una academia militar de
Venezuela. El coronel Luís José León Estévez, su superior inmediato,
le había instruido hacerse él sólo cargo del yate y él esperó,
sobrecogido por la oscuridad, desde temprano en la tarde, con la
única compañía de su fusil ametralladora de mano. Los soldados del
coronel Disla cuidaban en tierra de no dejar aproximar a nadie al
barco.
A pesar de esto, un marinero borracho, miembro de la
tripulación, logró colarse antes de la medianoche. Ramos escuchó los
gruñidos y el forcejeo de aquel tratando de subir a bordo por la
cubierta y le apuntó con su Fal en los ojos. A la orden de que se
retire, el marinero obedeció a toda prisa con el rostro descompuesto
por el susto. “Le vi alejarse corriendo, prácticamente ya sobrio. Del
susto se le quitó la borrachera”, recordaría Ramos Troncoso.
La llegada de la caravana aquietó al oficial, que bajó a recibir a
sus ocupantes. Sin mediar palabras, abrieron la portezuela trasera de
la Chevrolet y con extremo cuidado se dispusieron a subir el ataúd al
yate, por la oscilante y estrecha escalerilla que daba directamente a
las facilidades de cubierta. Dos oficiales toman el pesado féretro,
cubierto por una caja mayor de madera, mientras Ramos Troncoso y
Alba lo agarran por abajo. Uno de los oficiales flaquea al subir y el
ataúd se desliza peligrosamente. La punta de la caja golpea en
ambos extremos al oficial y al primo de Ramfis y éstos deben
esforzarse para evitar que la famosa carga caiga en las oscuras y
turbias aguas del puerto.
Las órdenes de Ramfis son la de entrar el “cargamento” en el
bar de cubierta, para mantenerle bajo estricta protección, pero las
dimensiones de las puertas y ventanas de éste no permiten hacerlo.
Alguien sugiere enviar por el ebanista de más confianza, el español
Pascual Palacios Bailón, con los primeros rayos del sol. Entre tanto, la
enorme caja de madera es depositada a la intemperie, en medio de la
cubierta, después de abrir, por segunda vez esa noche, la tapa
superior del féretro. A Ramos Troncoso todo esto le parecía “muy
grimoso, fantasmal”.
Horriblemente exhausto y perseguido por el extraño y
penetrante olor del cadáver, Alba se despidió del grupo y se dirigió
rápidamente a su casa, a escasa distancia, subiendo a uno de los
vehículos de la escolta. Al consultar su reloj comprueba que son
cerca de las tres de la madrugada del viernes 17. La actividad
apenas comienza para él. En las escasas horas siguientes, debe
concentrarse en la tarea de preparar su marcha con toda la familia.
Tras descansar unas horas, se dirigió en la mañana a Ciudad Trujillo
para dejar arreglado sus asuntos personales.
Como administrador-tesorero de la empresa Molinos
Dominicanos, el monopolio de la harina propiedad de su familia y de
Trujillo, tenía cosas que resolver. La persona a quien recurrió en ese
momento difícil fue su tío, Luís Arturo Valera Reyes (Tuturo), de la
firma importadora Navarro Cámpora y Compañía, una de las más
acreditadas y antiguas del país en el negocio. Poco después del
mediodía, llamó a Clement su esposa para decirle que de su parte
todo estaba arreglado. A ella correspondía preparar al resto de la
familia para el viaje.
Sumido en sus recuerdos de apenas horas antes, Andrés Alba
Valera se entregó al disfrute de la suave brisa marina, observando
desde cubierta los lejanos contornos de la tierra que abandonaba en
circunstancias tan especiales, sin saber por cuánto tiempo.
Mientras Alba ultimaba en la ciudad los detalles previos a su
viaje inesperado, dos oficiales al frente de una patrulla fueron en
busca de Pascual Palacios Bailón, a su taller de la calle Paraguay,
entre dos prostíbulos. A sus 74 años, don Pascual era un activo
ebanista. Nacido en Aragón, España, vivía en el país desde los años
20.
Como siempre que se le requería para estos trabajos urgentes
de la familia Trujillo, a los que ya estaba acostumbrado, don Pascual
no hizo demasiadas preguntas, sólo las indispensables para
prepararse para realizar su trabajo. Después de una consulta
telefónica de uno de los oficiales, tomó unas reglas, martillos y piezas
de madera y llamó a su asistente, un ebanista dominicano de apellido
Vicente, con quien abordó uno de los vehículos oficiales en dirección
desconocida.
Gonzalo Guemes Naut, estudiante de ingeniería de 21 años,
tomó con un gesto de desagrado la hora de la partida y la anotó en
una libreta. Eran las 7:45 de la mañana. A Gonzalo no le hacía gracia
alguna esta inesperada visita. Odiaba todo lo que oliera al Gobierno
por razones muy personales. Su padre, Gonzalo Guemes, emigrante
español socio de Palacios y de otro carpintero español Fernando
Aznar, había sido deportado en diciembre de 1960, por las
actividades antitrujillistas de uno de sus hijos, Idelfonso, quien había
sido arrestado en noviembre de 1959 acusado de pertenecer al grupo
clandestino La Nueva Trinitaria. Del matrimonio de don Gonzalo con
la maestra de escuela Fiordaliza Naut, en San Juan de la Maguana,
nacieron tres hijos, Gonzalo, Idelfonso y Sara. A idelfonso le
condenaron a 30 años de cárcel por conspirar contra el régimen y al
pago de una multa de un millón de pesos. En la audiencia, don
Gonzalo, indignado por la sentencia, no pudo reprimir un gesto de
contrariedad y le gritó al juez:
-¡Ni juntando los pelos del c… podría yo conseguir esa suma!
Trujillo indultó posteriormente a Idelfonso quien obtuvo permiso
para viajar a España donde se reunió a su padre. Gonzalo, a su
temprana edad, debió ocupar el puesto de su progenitor en el
negocio.
Aquel estaba todavía furioso porque días antes, unos oficiales
habían venido al taller con la extraña solicitud de que se les hiciera
un ataúd con unas características muy específicas. Su primera
reacción fue la de rechazarles diciendo que allí no se hacía ese tipo
de trabajo. Los oficiales insistieron que se trataba de una orden
superior y don Pascual intervino y se los llevó a un lado. Después
regresó donde Gonzalo y le dijo:
-¡No te quejes, coño, que este jodido ataúd te librará de muchos
problemas y además cobrarás muy bien por él, puñeta!
Era un sarcófago sencillo, tapizado por dentro, que Palacios hizo
en menos de un día, en base a medidas muy precisas, y por el cual el
taller cobró la suma de 2,500 pesos, muy alta para el encargo y
mucho dinero para la época. El pago cubría una enorme caja de
caoba, brillantemente lustrada, en cuyo interior cabía perfectamente
el féretro.
Del taller de ebanistería, Palacios fue conducido directamente al
puerto de Andrés e introducido al yate. Ramfis le mostró la enorme
caja de madera hecha por aquel unos días antes y un ataúd pintado
de gris muy similar al que había hecho entonces, pero algo rayado y
carcomido por el tiempo. La labor para la que se le ha requerido con
tanta urgencia y misterio consiste en introducir, sin lastimar el
contenido, la caja colocada en la cubierta dentro del bar del piso
superior del yate.
Palacios tomó rápidamente las medidas de la puerta y ventas
de la habitación bar y se puso a trabajar. Con la ayuda de Vicente, su
ayudante, desmontó los marcos de la puerta y algunas tablas
aledañas y al cabo de unas horas logró entrar el ataúd,
horizontalmente, dentro de la habitación. Después se entregó a la
más ardua tarea de sellar en el piso la caja superior, dentro de la cual
estaba guardado el féretro. Sobre esta caja protectora colocó una
todavía mayor, para proteger el cadáver de los vaivenes de la
travesía y del salitre. Fijada la caja con tornillo sobre el piso de
madera, Palacios y su ayudante se entregan ahora a la tarea de
reconstruir la puerta y ventanas desmontadas.
Concentrado en su trabajo, no alcanza a darse cuenta de que el
yate desplaza lentamente y que se encuentra ya alejado del muelle
mientras empieza a oscurecer. Palacios sale a cubierta y comienza a
lanzar improperios contra todo a su alrededor, hasta que el
comandante de la nave, el contralmirante retirado Ramón Julio Didiez
Burgos, le tranquiliza y ordena que un bote le lleve de regreso al
puerto. “Se dio el susto de su vida cuando se vio alejándose de la
costa, sin poder hacer nada”, recordaría su hijo el ingeniero Eduardo
Palacios, quien heredó el negocio de su padre.
Cuando el resto de la nueva y depurada tripulación abordó el
yate, Palacios había concluido su trabajo. El técnico de refrigeración
Eugenio de Marchena Santamaría (Pulún), de 21 años, observó que
desde las recámaras privadas hacia la popa, la circulación estaba
restringida. De hecho, el yate había sido dividido en dos áreas.
Alba no le prestó ninguna atención especial al pequeño bote
que trasladaba a Palacios de regreso a tierra. Se encontraba
demasiado absorto en sus pensamientos para percatarse de esas
minucias. Su reloj marcaba las 21:30 cuando el yate enfiló en la
oscuridad mar adentro.
Los detalles del desenterramiento del cadáver de Trujillo y la
partida del yate Angelita con la familia Alba Custodiando el féretro,
fueron reconstruidos tras una revisión muy minuciosa de diferentes
y extensas versiones de personas y testigos vinculados a la
operación. Las contradicciones entre las versiones de algunos
protagonistas y el silencio obstinado de otros hizo esta tarea
probablemente la más difícil de este libro. De las entrevistas con el
sacristán de la iglesia fueron descartados aquellos pasajes y
detalles rechazados por otros entrevistados y que el autor
consideró más propios de una fábula para turistas.
Luís José León Estévez insistió, en la primera de nuestras
entrevistas, que a la iglesia había ido él solo con sus dos hermanos
y que Ramfis prefirió aguardar en Boca Chica. Esta versión
contradecía la ofrecida y reiterada en diferentes oportunidades por
Alba Valera. La imposibilidad de conciliar los recuerdos de dos
testigos de excepción de esos hechos resultó un verdadero
rompecabezas. Pero con el tiempo, pude comprobar que Alba
sostenía con una asombrosa precisión los detalles de su relato,
mientras que entre mi primera conversación con León Estévez, el
domingo 16 de diciembre de 1990, en su residencia, y la última, el
miércoles 20 de marzo siguiente, en el restaurante Aubergine, pude
detectar lagunas en sus recuerdos. Su admisión final de que no
podía precisar algunos detalles, me obligó a profundizar mucho más
en la investigación de este episodio. Mi decisión desesperada de
confrontar la versión de uno y otro, finalmente dio resultados.
Además era probable que por la manera en que estas horas
decisivas cambiaran el curso de la vida de Alba y las experiencias
que le tocarían vivir días después con su familia en el yate, fijaran
más detalladamente en su memoria estos hechos.
Otros relatos de fuentes diversas me permitieron reconstruir
esta historia sobre bases rigurosamente verídicas. De las decenas
de personas consultadas para esta parte del relato, sólo el hoy
general retirado Juan Disla Abreu, prefirió guardarse sus
experiencias. Mi viaje a su finca en Río Verde, La Vega, sin una cita
previa tras fracasar todos los intentos de conseguirla por teléfono,
no fue en todo caso en vano. A pesar de su hermetismo, escuchó
pacientemente mis razones y su rostro, agradable aunque severo,
fue lo suficientemente expresivo como para permitirme establecer
cuando estaba en buen camino y cuando no, por lo menos en cuanto
a él se refería. Por otra parte, la razón de que Pedro Pablo Bonilla
no llegara a tiempo a la residencia de Ramfis en Boca Chica para
acompañarle a la iglesia de San Cristóbal a desenterrar el cadáver
del Jefe, fue fortuita. Bonilla había acordado con su esposa Olga
que ésta lo llamaría tan pronto como llegara a Nueva York, adonde
había viajado esa tarde con sus hijos. Olga no encontró, al parecer,
una comunicación rápida, nada extraño en esa época, y Pepé no
estuvo a la hora acordada, pues debía cubrir primero la distancia de
25 kilómetros de la ciudad a Boca Chica.
Una nueva huelga, ésta de 48 horas, estremece al Cibao tras
conocerse el regreso de Negro y Petán Trujillo. Sin sospechar cuán
cerca se encuentra la nación de un gran desenlace político, José
Augusto Vega Imbert es enviado por el Comité Provincial de Unión
Cívica a Ciudad Trujillo con instrucciones de informar a la dirección
nacional que toda la región se encuentra lista para una huelga
general y que la capital debía movilizarse y precipitar los
acontecimientos.
Provisto únicamente de un salvoconducto emitido por la propia
organización, el joven abogado abordó un automóvil y cubrió en poco
más de dos horas el largo trayecto de 155 kilómetros.
Federico Carlos Álvarez, el único miembro del comité provincial
integrante del comité ejecutivo central con sede en la capital, le
anotó los números privados del cónsul norteamericano John Calvin Hill
para en caso de una emergencia. Álvarez, quien se aprestaba a
cumplir otra delicada misión en Ciudad Trujillo, tenía la corazonada de
que algo grande habría de reproducirse en el fin de semana.
En el local de la UCN, Vega Imbert no encontró a nadie ese
mediodía por lo que decidió llamar al doctor Antinoe Fiallo, quien le
invitó a pasar de inmediato por su residencia, próxima a la Catedral,
en la zona colonial de la ciudad. El hermano de Viriato admitía que la
situación se tornaba grave y que por eso se había convocado a una
reunión de emergencia en el local de la calle El Conde, a las 6:00 de
la tarde, a la cual él, Vega Imbert, debía asistir para poner en
conocimiento de la situación al resto de la dirección en el Cibao.
Graves diferencias habían surgido entre Ramfis y sus tíos, creía Fiallo,
y una crisis estaba a punto de estallar.
Vega Imbert consultó su reloj. Faltaban horas para la reunión
así que se dirigió al cercano Hotel Comercial donde se registró.
Desde allí marcó los números privados del cónsul Hill, quien para su
sorpresa le invitó a pasar sin pérdida de tiempo por sus oficinas en la
embajada.
El enviado santiagués no conocía a Hill y su primera impresión
fue la de encontrarse ante un hombre al borde del agotamiento. Hill
se percató de la sorpresa de su visitante y le explicó que tenía cerca
de 72 horas en vela, tratando de convencer a Ramfis de que hiciera
salir a sus tíos antes de él mismo abandonar el país, para evitar que
éstos intentaran un golpe de fuerza para quedarse con el poder. Sus
ojos, faltos de sueño, parecían dos enormes bolas de fuego,
recordaría Vega Imbert, subrayadas por una incipiente y desarreglada
barba de varios días.
Hill parecía dominado por una sensación de angustia y sus
palabras tenían un extraño tono de súplica. Creía que la UCN debía
ponerse en contacto de inmediato con el general Rodríguez
Echavarría ante la inminencia de la partida de Ramfis. Desde el
regreso de sus tíos, le dijo, Ramfis se había refugiado en Boca Chica
entregado a la bebida “y en una permanente orgía”.
Sus esfuerzos por convencerle de la posibilidad de una
“debacle” si dejaba actuar a Negro y Petán habían caído en el vacío.
Por eso, Unión Cívica debía convencer ahora al general comandante
de la base aérea de Santiago para actuar tan pronto como Ramfis se
fuera.
Excitado por estas noticias, Vega Imbert apenas se despidió del
cónsul norteamericano y se dirigió a toda prisa al local de la UCN
donde ya se procedía a iniciar la reunión convocada de emergencia.
El joven delegado santiagués rindió un informe de su
conversación con Hill y los delegados decidieron entonces llamar a
Santiago. Como resultado de esta llamada, se acuerda que otro joven
abogado, Ramón Tapia Espinal, se traslade al día siguiente a Ciudad
Trujillo. La elección obedecía a que Tapia Espinal, de todos los
dirigentes de Unión Cívica, era el que mejores relaciones de amistad
tenía con Rodríguez Echavarría.
–0--
El automóvil gris de cuatro puertas, adornado con una bandera
blanca de la Cruz Roja, se detuvo con un ligero chirrido de
neumáticos, en la marquesina de la número 46 de la calle Pasteur, en
el exclusivo sector residencial de Gazcue. Su único ocupante, el
doctor Jordi Brossa, se apeó apresuradamente y tocó con insistencia
el timbre de la puerta frontal. La prisa del joven médico no tenía
nada que ver con su profesión. El símbolo de la Cruz Roja adherido a
su auto tampoco se relacionaba con una misión humanitaria. Se
trataba de una simple precaución de índole política.
Brossa había recibido un encargo importante, de cuya
realización dependía el éxito de todos los esfuerzos realizados por la
Unión Cívica para modificar el estado de cosas. La bandera de la
organización internacional tenía como único propósito –debido a lo
avanzado de la hora y la tensión reinante- llamar la atención sobre su
condición de médico en el caso de que fuera interceptado por una
patrulla militar.
La escasa luz de la galería de la residencia de la calle Pasteur
no alcanzaba a ocultar la palidez del rostro de Brossa, cuando, al
cuarto timbrazo, la puerta se abrió lentamente y dejó ver en el
umbral la figura adormilada de Ramón Cáceres Troncoso. Brossa le
hizo rápidamente a un lado y penetró al interior del amplio vestíbulo.
Cáceres se restregó los hinchados ojos faltos de sueño y consultó su
reloj: era exactamente la una de la madrugada. Una hora poco
común aún para la visita de un amigo. El joven abogado hizo un
ligero ademán para ahuyentar cualquier presagio e invitó a su
inesperado visitante a tomar asiendo en un cómodo sofá.
Aquella madrugada del sábado 18 de noviembre, Cáceres,
miembro del Comité Central de Unión Cívica Nacional, tenía sobradas
razones para sentirse excitado. A sus 30 años era ya un abogado de
fama. Soltero, residente en la casa de su padre, el licenciado Marino
Cáceres, cabeza de una de las familias más distinguidas de la alta
sociedad, corría por sus venas la sangre de varias generaciones de
políticos. Su abuelo, Ramón Cáceres (Mon) había sido Presidente a
comienzos de siglo. Siendo muy joven, Mon Cáceres había
contribuido a cambiar el curso de la historia dominicana. Su mano
apretó el gatillo que disparó una de las balas que segó la vida del
tirano Ulises Hereaux (Lilís). La familia había atesorado con amor y
fidelidad casi fanática la fama que esa gesta histórica había añadido
al prestigio de sus apellidos. Ramón mismo había sufrido el precio de
la oposición a la dictadura. En 1960 fue arrestado junto a cientos de
jóvenes dominicanos por actividades contrarias al régimen trujillista y
sometido a bárbaras torturas físicas.
Brossa había ido a comunicarle los resultados de una reunión
celebrada en la embajada de Estados Unidos, momentos antes. El
cónsul general Hill, el funcionario de más alto nivel en la misión, sabía
que Ramfis había enviado una carta de renuncia al Presidente
Balaguer, con fecha 14 de noviembre, que éste no hacía pública
todavía. Las informaciones de la embajada daban como segura la
salida inmediata de Ramfis y Hill quería que UCN apoyara
públicamente a Balaguer, para evitar el caos y facilitar el proceso
hacia una salida democrática.
No podía perderse tiempo y el pronunciamiento debía
producirse de inmediato. Ramón Cáceres sintió un súbito torrente de
adrenalina correrle por las venas. No titubeó. Corrió al teléfono, sin
guardar las precauciones que solían tomarse para evitar
interferencias de los servicios de seguridad, y discó pacientemente
uno por uno los números de los miembros del Comité Central
disponibles.
Todos los convocados acudieron a la cita a la casa de la Pasteur
a la hora fijada. A las 7:00 de la mañana se dio inicio a la reunión,
tras completarse la llegada del último de ellos. Algunos lo hicieron de
la forma más insólita, caminando y en los autos de amigos, que nada
sabían de la trascendencia de esta cita.
Para evitar sospechas, otros dejaron sus automóviles a
considerable distancia de la casa a pesar de los riesgos. Cáceres
llamó a cada uno de los convocados por su nombre, como si pasara
lista: Ángel Severo Cabral, Manuel Baquero Ricart, Antinoe Fiallo,
Minetta Roque, Osvaldo Peña Battle (Cocó), Rafael Alburquerque
Zayas Bazán, Manuel Emilio Castillo (Melo) y César de Castro. Sólo
faltaban el doctor Viriato Fiallo, líder de UCN, Luís Manuel Baquero,
José Fernández Caminero y Carlos Federico Álvarez. Los tres
primeros se encontraban en Washington, tratando de impedir que la
OEA levantara las sanciones hasta tanto no salieran los Trujillo del
territorio nacional. Álvarez estaba en camino desde Santiago, donde
residía, para cumplir otra misión previamente planeada. Brossa, que
había provocado esta inesperada reunión, no tenía porque estar. No
era miembro del comité central de UCN.
No les tomó demasiado tiempo. A los cuarenta y cinco minutos,
el grupo decidió acoger la propuesta del cónsul norteamericano, con
una condición: apoyaría decididamente a Balaguer, siempre y cuando
los Trujillo, hasta el último de ellos, abandonara el suelo dominicano.
Es la única salida posible en tales circunstancias. Lo contrario, es
decir, dejar a su propia suerte a Balaguer, puede crear un profundo y
peligroso vacío de autoridad que de origen a un golpe de connotación
trujillista.
La ciudad estaba siendo alterada por rumores insistentes de
que Negro y Petán se proponían derrocar a Balaguer y provocar un
baño de sangre, para recuperar los poderes perdidos. Informes de
una extensa lista de candidatos a la muerte presagiaban la
posibilidad de una Noche de San Bartolomé, en la eventualidad de
que ese golpe se produjera.
Brossa fue informado de la decisión y corrió a la embajada a
poner al corriente al cónsul Hill. Ramón Cáceres cumplió otra
encomienda. Tomó de nuevo el teléfono y llamó esta vez al Palacio
Nacional.
Felipe Osvaldo Perdomo, subsecretario de la Presidencia,
respondió de inmediato la llamada. Balaguer no estaba todavía –eran
las 7:50 de la mañana-, pero no tardaría. Tan pronto se presentara a
su despacho, como regularmente lo hacía a las 8:00 de la mañana, le
comunicaría la urgencia de los directivos de la UCN en visitarle.
Minutos después el timbre del teléfono rompió la tensa espera en la
residencia de la familia Cáceres. Balaguer los recibiría a las 8:30 de
esa misma mañana.
Mientras tenía lugar esta importante reunión, la llegada esta
vez de un grupo de asustadas damas, vino a aumentar la inquietud
que envolvía a los dirigentes de la UCN. Luís Manuel Cáceres, tío de
Ramón, se presentó sin avisar a la residencia, en compañía de las
esposas de cinco de los seis acusados del asesinato de Trujillo que
guardaban prisión en la penitenciaría de La Victoria, un poblado
ubicado a unos veinticinco kilómetros al noreste de la ciudad.
La razón que motivaba la súbita visita, era un informe
confirmado en diversas fuentes de que sus esposos –Salvador Estrella
Sadhalá, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz y Pedro
Livio Cedeño, además del otro prisionero Manuel Cáceres Michel
(Tuntin), el único soltero del grupo- iban a ser trasladados
sospechosamente de la cárcel para simular un descenso en el lugar
en que había sido acribillado Trujillo. La orden era un pretexto para
asesinarles. La preocupación que ensombrecía los rostros de las
señoras Urania de Estrella, Blanca de Pastoriza, Landín de Tejeda,
Leda Montaño de Díaz y Olga Despradel de Cedeño, estaba
justificada. La inminente salida de Ramfis y los rumores de un golpe
trujillista permitían sospechar cualquier cosa.
La delegación de cinco miembros de la UCN que había sido
escogida para ir a ofrecerle el respaldo de la organización a Balaguer,
estimó como válido incluir en su portafolio hacer de portavoz de esta
queja.
El grupo, compuesto por Cáceres, Severo Cabral, Brossa,
Antinoe Fiallo y Baquero Ricart, no tuvo que esperar nada para pasar
al despacho del Presiente. Balaguer los esperaba de pie ante su
escritorio. La conversación fue amable y exenta de formalismos.
Balaguer agradeció el gesto pero expresó que la salida de
Ramfis y la renuncia que éste había presentado a su cargo de Jefe de
Estado Mayor General Conjunto de las Fuerzas Armadas, implicaba un
peligro enorme para la institución. Los oficiales de alto rango, dijo,
eran leales a Ramfis. La salida de éste podía conducir al caos.
Severo Cabral, que hacía de portavoz de la comisión ucenista, le
respondió que en la eventualidad de que eso ocurriera él, Balaguer,
podía contar con el respaldo de oficiales con fuerte arraigo, como los
generales de brigada Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavrría y
Andrés Alfonso Rodríguez Méndez. El primero era el jefe de la bien
dotada base aérea de Santiago, la segunda mejor equipada del país.
El otro era un piloto con muchas simpatías entre los jóvenes oficiales
de San Isidro. Por sus muy abiertas simpatías hacia la UCN había sido
recientemente relevado de su cargo de comandante de la base aérea
de Barahona, a unos doscientos kilómetros al suroeste, que seguía en
importancia y poder de fuego a la base de Santiago. Rodríguez
Méndez no tenía mando específico ahora, pero según UCN, estaría
dispuesto a actuar en favor de una salida democrática.
El Presiente insistió que la presencia de Ramfis era
“imprescindible” a la unidad militar. Creía que si éste persistía en su
posición de dejar el mando, podía producirse una situación de
incertidumbre. Su obligación era disuadirlo.
En conclusión, Balaguer agradecía el respaldo, pero disentía en
cuanto a la salida del hijo del dictador. Balaguer ofrecería su propia
versión de esta entrevista. Se le preguntó si él estaría dispuesto,
para frustrar “las maquinaciones de los que patrocinaban la reacción
contra el orden constitucional a solicitar una intervención armada de
los Estados Unidos de América”. En su libro Entre la Sangre del 30 de
Mayo y la del 24 de Abril, sostiene que rechazó tal posibilidad por
considerarla “ignominiosa” y que, por el contrario, era el deber de
todos “evitarla a todo trance”.
La reunión no despejaba las brumas que ensombrecían el futuro
ni había contribuido a superar las distancias que separaban a la UCN
de Balaguer. Pero al menos había establecido algunas reglas, que
permitirían esclarecer cosas probablemente más inmediatas. El
Presidente sabía al menos que en las horas siguientes, cuando se
produjera el desenlace inevitable, podía contar con un respaldo
político importante. Ya él podía percibir que, por lo menos en una
primera prueba, sobreviviría al derrumbe definitivo de la Era de la
que había formado parte casi desde sus inicios, treinta años atrás.
Por su parte, la UCN sabía a qué atenerse. Su apoyo en tan difícil
coyuntura a Balaguer, en modo alguno implicaba un compromiso.
Tanto Balaguer como los dirigentes de la UCN que habían ido a verle
tan temprano esa mañana del sábado 18 de noviembre, comprendían
que el camino de la confrontación que los situaría inexorablemente
en aceras opuestas estaba señalado. Era cuestión de esperar.
La despedida fue igualmente cortés. Antes de abandonar el
despacho, Cáceres recordó la preocupación de las esposas de los
complotados. En un breve aparte, hizo un resumen a Balaguer de la
situación y expresó el temor de que los seis detenidos fueran
asesinados, como temían sus esposas, que aguardaban por una
respuesta en la residencia de los padres de Cáceres, en la calle
Pasteur.
Dando señales exteriores de consternación, Balaguer hizo un
gesto de incredulidad con las manos, señalando que tenía informes
de que el traslado de los presos se debía a que iba a tomarse una
película. Descartaba la posibilidad de que Ramfis o algunos de los
suyos fuera capaz de cometer otra “monstruosidad” como esa. De
todas formas apreciaba el valor de la información. Su impotencia
quedaba de manifiesto con su recomendación para que el grupo fuera
a ver al periodista norteamericano RoberT Berrellez, de la AP,
hospedado en el hotel El Embajador y denunciaran esta posibilidad,
en la esperanza de que el escándalo pudiera evitar una locura.
Severo Cabral le comentó a la salida a Fiallo:
-Este hombre es demasiado cínico o demasiado blando.
Ramón Cáceres fue el último en despedirse. Sabía que, inmerso
como realmente estaba en medio de una feroz lucha por sobrevivir él
mismo, Balaguer no estaba en condiciones de hacer mucho por lo
demás. Por más que intentara oponerse a los crueles designios de
Ramfis y sus allegados, él no podía hacer materialmente nada. Un
sentimiento de simpatía hacia aquel hombre solitario y tenaz le
dominó interiormente.
--0--
En la tarde de ese mismo día, una comisión del PRD
encabezada por Bosch visitó también al Presidente para ofrecerle su
apoyo ante las tentativas de un golpe regresionista por los Trujillo.
Bosch era también opuesto a una intervención militar
norteamericana.
El recrudecimiento de la represión, sobretodo después de los
acontecimientos del día 20 de octubre en la calle Espaillat y sus
alrededores, determinó que la UCN y el Catorce de Junio decidieran
denunciar la gravedad de la situación del país directamente ante la
OEA. El propósito era impedir el levantamiento de las sanciones, en
el entendido de que los beneficiarios serían los herederos de Trujillo,
aún en el poder, y no el pueblo.
Un día, a principios de noviembre, se presentó a la residencia
donde vivían los dos principales dirigentes del Catorce de Junio –el
doctor Manuel Aurelio Tavárez Justo y el ingeniero Leandro Guzmán-
el joven Rafael Fabio, hijo del doctor Viriato Fiallo. El emisario les dijo
que el comité ejecutivo de UCN había decidido invitar a los principales
líderes de la oposición a viajar a Washington para exponer ante la
comisión especial de la OEA, que había visitado la República
Dominicana a comienzos de junio, “la real situación del país”. La
misión era urgente y necesaria ante los informes, cada vez más
persistentes, de que la comisión se proponía recomendar el
levantamiento de las sanciones, a condición de que Balaguer y Ramfis
iniciaran una etapa democrática, excluyendo a los demás miembros
de la familia Trujillo.
Idéntica propuesta le había sido planteada a Bosch. Pero éste,
les dijo el hijo de Fiallo, se negó a formar parte del grupo por
considerar que la misión “se pondría de mojiganga”. Bosch era de
opinión que las sanciones serían de todas maneras eliminadas porque
ésta era una decisión tomada ya de antemano por el gobierno de los
Estados Unidos.
A Washington debían ir únicamente Tavárez y Guzmán, porque
la UCN había decidido limitar su representación a sólo dos miembros,
Luís Manuel Baquero y el propio Fiallo. Un tercer integrante sería el
médico José A. Caminero, cuya militancia era tanto cívica como
catorcista. El comité ejecutivo central del partido aprobó la
invitación, pero añadió a un tercer miembro, el ingeniero Vinicio
Echavarría.
La comisión viajó a Washington, vía San Juan, Puerto Rico, en un
vuelo de Pan American, dos días después. Cientos de exiliados
dominicanos, entre los que se encontraban Yuyo D’Alessandro y el
psiquiatra Antonio Zaglul, acudieron al aeropuerto de Isla Verde a
recibirles. El gobernador Luís Muñoz Marín les daría un trato especial
ofreciéndoles una cena en su residencia antes de que partieran a
Washington esa misma noche. Muñoz mostraría su extrañeza por la
ausencia de un representante de Bosch, al que definió como “su
amigo íntimo”.
En horas de la madrugada el grupo llegó a Baltimore. Allí le
esperaba una delegación de personalidades ligadas a la lucha contra
Trujillo, entre los que se encontraban los doctores Antonio Bonilla
Atiles, Baquique Puig, pediatra residente en Washington, Donald Reid
Cabral y el estudiante Camilo Lluberes, con quienes se trasladaron en
automóvil a la capital norteamericana. Al día siguiente serían
recibidos por el secretario general de la OEA, José A. Mora, en su
residencia contigua a la sede de la organización. Mora llevó después
a los delegados ante la comisión especial que trataba el caso
dominicano.
En esta como en posteriores reuniones con funcionarios
norteamericanos, entre ellos el Secretario de Estado adjunto
Woodward y Morales Carrión, los dirigentes de la oposición creyeron
ver en las exposiciones de éstos la intención norteamericana de
auspiciar un gobierno de transición en la República Dominicana,
presidido por Balaguer e integrado por las diferentes fuerzas políticas
del país. La tarea de ese régimen sería la de organizar elecciones
libres en un plazo no mayor de un año. El Catorce de Junio se opuso a
tal posibilidad. Entendía que históricamente no le correspondía jugar
ese papel y que, además –como diría Leandro Guzmán treinta años
después al autor- su lucha era en favor de “libertades absolutas para
el pueblo dominicano dentro de un proceso democrático en el que no
estuvieran presentes ninguno de los remanentes del trujillismo”.
Fiallo compartía este sentimiento aunque no era ésta la posición
de otros dirigentes de UCN que veían la participación de Balaguer
entonces como “muy transitoria”. Estos creían que una vez instalado
dicho gobierno no les resultaría difícil desplazar a Balaguer y asumir
el liderazgo de la transición. Al surgir estas diferencias, los miembros
del Catorce de Junio se separaron del grupo y se dirigieron a Nueva
York.
8RAMFIS ABANDONA EL PAIS
“El carácter es la virtud de los tiempos difíciles”.
CHARLES DE GAULLE
MAPA DE RUTA SEGUIDA POR EL YATE “PTE. TRUJILLO”
Ramfis permaneció gran parte de la mañana del sábado 18 en
su casa de playa en Boca Chica, que había convertido en residencia
oficial. El ajetreo de los preparativos de la partida del yate la noche
anterior, con el cadáver del Generalísimo, y la juerga posterior con
sus amigos del círculo íntimo, le habían dejado exhausto. Las horas
siguientes debía ahora dedicarlas a una tarea más delicada e
importante: su propia salida del país.
Por razones de seguridad debía evitar que una indiscreción o un
paso equivocado trastocara sus planes. No se podía descartar que
algunos altos oficiales muy comprometidos con el régimen, que iban
a quedar a su propia suerte, presentaran problemas de último
momento. Salvo su círculo más íntimo, nadie sabía de su partida
preparada para esa misma noche. Ni siquiera sus tíos, Negro y Petán,
habían sido informados. Ellos sospechaban y tenían noticias
provenientes de sus propias fuentes de inteligencia, pero Ramfis no
les había comunicado nada con carácter oficial e ignoraban los
detalles.
De todas maneras, Negro y Petán se habían convertido en un
escollo. Ramfis estaba decidido a irse y los hermanos de su padre le
habían estado presionando para que actuara con más energía.
Además contaban con sus propios planes. Si Ramfis se iba, incapaz
de hacerle frente a la situación, ellos ocuparían su lugar y
restablecerían las cosas a la forma en como estaban antes del 30 de
mayo. Las pocas semanas de exilio forzoso, al que dieron fin con su
regreso indeseado apenas unos días atrás, le mostraron a ambos las
inconveniencias de ser obligados a vivir en el exterior. Fuera del país
sus medallas, títulos y poderes no les servirían de nada. El viaje por
las Bermudas les enseñó que el dinero no lo constituía todo.
Personas como ellos, acostumbradas a los placeres y ventajas del
poder absoluto, difícilmente se acomodarían a las restricciones que
les esperarían en el extranjero. Así que si Ramfis finalmente se iba,
ellos actuarían por él.
El hijo de Trujillo tenía todavía cosas urgentes por resolver. La
hora de la salida ya estaba decidida y por igual la forma. Ramfis dio
órdenes para que el comandante del yate Presidente Trujillo, antigua
fragata 101 de la Marina de Guerra, lo tuviera todo preparado para
partir desde el puerto de Haina, a once kilómetros al suroeste de la
capital y a unos treinta y tres kilómetros en total de su residencia en
Boca Chica, tan pronto como él arribara a la nave, al caer la tarde. El
yate Angelita había salido del puerto de Andrés, cuyos atracaderos él
podía divisar desde diferentes ángulos dentro de su residencia.
A media mañana, Ramfis fue informado de que la fragata
estaría lista para él en cualquier momento en la tarde. A pesar de
todos los problemas, las cosas estaban saliendo bien. Sin pérdida de
tiempo, ordena a su jefe de escolta, el fiel y circunspecto Disla Abreu,
que no se le moleste innecesariamente y se encierra en su despacho
con dos de los oficiales de su más íntima confianza, los coroneles Luís
José León Estévez y Gilberto Sánchez Rubirosa (Pirulo).
Inoportunos visitantes, algunos de los cuales habían estado
compartiendo la noche del jueves en lo que muchos, ignorantes del
viaje habían calificado como “una fiesta de despedida”, se
presentaron esa mañana del sábado 18 a la residencia de Boca Chica,
sin poder verle. Uno de los primeros fue su vecino, Pedro Pablo
Bonilla (Pepé), ingeniero y amigo de infancia.
Bonilla poseía una casa de veraneo contigua a la de Ramfis y le
visitaba con mucha frecuencia. Era de los pocos amigos cercanos a
quien la compañera de las últimas semanas de Ramfis, una atractiva
rubia alemana llamada Hildergarde, corista del Lido de París, recibía
en la casa con una sonrisa. Disla atendió a Pepé mientras éste
aguardaba ante la verja de entrada. Tras una breve espera recibió
instrucciones de regresar al mediodía para el almuerzo. Pepé estaba
enojado porque se había enterado a través del asistente personal de
Ramfis que éste estaba preparando su viaje de partida. César Saillant
le había dicho medio en broma:
-Ramfis se va y tú no estás en la lista.
Saillant había partido la tarde del viernes 17 en el mismo avión
que su esposa Olga hacia Nueva York. El propósito de su viaje era
adquirir en Martinica los pasajes que Ramfis utilizaría para volar de
Point a Pitre a París, con un grupo de íntimos. Y efectivamente Pepé
no figuraba entre ellos.
El enojo de Bonilla no obedecía a esta omisión, probablemente
voluntaria. Lo que le molestaba, como a muchos otros de sus amigos,
era que no se le hubiera informado. Estaba convencido de que este
viaje tendría que producirse, pero no tan pronto. Aunque no se
atrevían a admitirlo, él y los demás excluidos se sentían traicionados
por Ramfis.
Decepcionado pero dispuesto a regresar al mediodía, Pepé se
disponía a retirarse cuando otro visitante inesperado llegó al portal.
El general Rodríguez Echavarría, jefe de la poderosa base de
Santiago, se apeó tranquilamente de un automóvil, mientras el
conductor lo estacionaba en la calle. El brigadier observó el vehículo
oficial del mayor general Sánchez hijo (Tuntín) en la marquesina,
quien había llegado antes y pidió al coronel Disla que informara a
Ramfis que él también quería verle. Mientras esperaba por una
respuesta, otro vehículo militar con el general Virgilio García Trujillo,
jefe de Estado Mayor del Ejército, entró sin problemas en la casa. Las
sienes del general Rodríguez Echavarría latían con fuerza mientras
iba en aumento su impaciencia. La respuesta de Ramfis le enfurece
aún más.
-El general está ocupado ahora, pero le espera esta tarde en
San Isidro. Ramfis no tenía intención de ir esa tarde a la base aérea
como se comprobaría luego.
Rodríguez Echavarría apretó fuertemente los puños y se dirigió
con pasos rápidos a su automóvil. Pepé escuchó perfectamente cómo
le decía, hablando más bien para sí mismo:
-Si éstos pendejos creen que me van a joder a mí, van a saber
quién soy yo.
Bonilla no olvidaría nunca estas palabras.
De Boca Chica, el general Rodríguez Echavarría fue
directamente a la base de San Isidro. Pero él no fue el único oficial y
amigo personal de Ramfis que experimentó una profunda decepción
esa tarde del sábado 18 de noviembre, cuando el jefe de Estado
Mayor General Conjunto no concurriera a la base aérea. Decenas de
oficiales, especialmente entre los pilotos, su cuerpo élite, quedaron
en suspenso, temerosos de la proximidad de grandes
acontecimientos que escapaban a su control e inclusive a su
entendimiento.
Pese a la ausencia de Ramfis, el general Sánchez hijo estuvo en
cambio muy activo esa tarde. Sánchez convocó a numerosos oficiales
a su despacho para dar nuevas instrucciones y reiterar otras. De
apenas 28 años, Sánchez era el oficial de más alta graduación en la
base después de Ramfis. Hijo del general del mismo nombre, fue
promovido rápidamente hasta alcanzar el más alto nivel del escalafón
militar. Estaba vinculado a la familia Trujillo por lealtad y vínculos
sanguíneos. Fue originalmente un oficial de carrera del Ejército,
cuerpo al que llegó a la jefatura de Estado Mayor, posición desde la
cual fue llamado por Ramfis, después de asesinado Trujillo, para
comandar la aviación.
Los pilotos no sentían simpatías muy profundas por este oficial
surgido de un cuerpo ajeno al suyo. Pero aceptaban su autoridad
como algo normal en la vida militar y reconocían sus innegables dotes
de mando.
Durante toda la tarde, el recinto se convirtió en un verdadero
hervidero de rumores de todo tipo. La entrada y salida de oficiales de
la más alta graduación de todos los cuerpos –Ejército, Marina y
Policía- intensificó la inquietud entre la oficialidad más joven. Algunos
oficiales, guiados por su instinto, se valieron de distintos pretextos
para enviar a sus esposas e hijos a la ciudad, previendo que podrían
correr riesgos en sus casas del barrio de oficiales, en la eventualidad
de hechos mayores. Esta precaución les permitiría a muchos dormir
tranquilos y actuar más libremente horas después, al producirse un
desenlace que nadie imaginaba esa tarde.
Uno de los oficiales convocados a la reunión la noche de ese
día, fue el mayor general Francisco González Cruz, secretario de las
Fuerzas Armadas. En teoría este era el militar más importante, pero
su poder era simplemente ceremonial. En realidad, González Cruz
más que militar era médico. Antes de ser designado en el cargo, el
oficial médico general y cirujano con un postgrado en urología en
Washington, había sido uno de los médicos personales de Trujillo.
Fue él precisamente el jefe del grupo de facultativos que embalsamó
el cadáver de Trujillo, con la asistencia de los doctores Abel González,
propietario de una clínica privada del mismo nombre, el doctor José
Sobá y el doctor Bergés. La operación había tenido lugar en una de
las habitaciones de la tercera planta del Palacio Nacional, al día
siguiente de su asesinato.
Después de muerto el Generalísimo, Balaguer haciendo uso de
sus facultades como Presidente, le llamó un día a su despacho y le
dijo:
-General, he decidido nombrarle al frente de la cartera de las
Fuerzas Armadas.
El tranquilo oficial de 51 años, que era vecino suyo en la
avenida Máximo Gómez, trató de protestar con un razonamiento muy
propio de su lógica de profesional consagrado a la medicina.
-Señor Presidente, yo lo que soy es médico. Yo podría serle
más útil en la Secretaría de Salud Pública.
Con la parsimonia que se haría luego legendaria, Balaguer le
palmó los hombros.
-No se preocupe, General. Yo le necesito ahí.
González Cruz había sido convocado mediante una llamada
telefónica al promediar la mañana. El hecho de que él fuera llamado
a San Isidro sin conocimiento de lo que allí se trataría, subrayaba el
carácter estrictamente protocolar de su mando. En situación normal,
él, como secretario de las Fuerzas Armadas, debía dar las órdenes y
fijar las reuniones. Este por supuesto no era el caso. Como hombre
realista aceptaba tranquilamente esta ironía de su vida militar.
Cuando llegó a la base, alrededor de las ocho de la noche, no se
le permitió entrar a ella. El oficial superior teniente coronel piloto
Ángel Ramos Usera, le informó que la reunión había sido cancelada y
que no se recomendaba su presencia allí a esas horas. Podía ser
inconveniente para su propia seguridad. El mayor general González
Cruz recordó los rumores de que los Cocuyos de Petán proyectaban
atacar a San Isidro y se retiró sin protestar.
Tampoco pudo penetrar al recinto otro de los más altos oficiales
de las Fuerzas Armadas, el general Pedro V. Trujillo Molina, tío de
Ramfis, que fue devuelto con el mismo pretexto. Ramos Usera se
vería precisado a dar idéntica explicación, a la entrada del recinto
fuertemente custodiado, a numerosos oficiales que se apersonaron
allí casi uno detrás del otro.
La reunión de altos jefes militares había sido parcialmente
cancelada por el general Sánchez después de su encuentro con
Ramfis en los muelles de Haina, para despedirle en la cubierta del
yate Presidente Trujillo. A la misma sólo se permitiría la participación
de un grupo de oficiales seleccionados.
Sánchez me dijo, en una entrevista celebrada después del
mediodía del 30 de noviembre de 1990, en el restaurante Vizcaya en
Santo Domingo, que hasta ese momento desconocía los planes de
Ramfis para abandonar el país. Esta versión es difícil de creer si se
analiza el papel que el general Sánchez desempeñara en las horas
siguientes y anteriores a ese encuentro de despedida en el yate. La
razón por la que se suspendiera la reunión de oficiales de esa noche
del 18 de noviembre de 1961 era porque se creyó innecesario dar
participación en los planes a tanta gente.
Obviamente, los planes habían sido cambiados. Los Trujillos no
podían confiar más en Balaguer y éste tendría que ser sacado del
Palacio Nacional. “Habían dudas con respecto a ciertas cosas de
Balaguer” confiaría Sánchez casi 30 años después. Sin lugar a dudas
las acciones a tomar ahora, ya Ramfis fuera, no podían ser confiadas
a determinados oficiales.
Sánchez dio instrucciones para dispersar los aviones llevando la
mayoría de éstos a diferentes puntos del país. La idea era evitar que
una sola guarnición tuviera demasiado poder de fuego para frustrar
por sí misma los planes de golpe de estado. Esta orden insólita
favorecía los propios planes de quienes habían estado tratando por su
cuenta la posibilidad de iniciar acciones para cambiar favorablemente
las cosas.
Para los tenientes coroneles Manuel Ramón Durán Guzmán, José
Nelton González Pomares y Raymundo Polanco Alegría y el coronel
Santiago Rodríguez Echavarría, el momento parecía haber llegado.
Ido Ramfis no sería difícil convencer de una acción al general
Rodríguez Echavarría. Sin él era poco lo que podía hacerse, ya que se
requería de una base de operación y ésta no podía ser otra que la de
Santiago.
Pero la noticia de que Ramfis se había embarcado hacia el
exterior, no se conocería en San Isidro hasta después de las ocho de
la noche. Sánchez convocó a los pilotos de más alta graduación a su
despacho. Antes tuvo una reunión en privado con el licenciado Emilio
Rodríguez Demorizi, secretario de Educación, amigo personal y asesor
de Ramfis. San Isidro necesitaba un discurso para justificar el golpe
contra Balaguer, a lo que seguiría el asesinato de líderes de la
oposición. Supuestamente el objetivo era provocar un caos de tal
magnitud que convenciera a los norteamericanos de la necesidad de
un regreso definitivo de Ramfis, bajo términos más auspiciosos.
Sánchez me dijo que él no tenía conocimiento de una lista de
políticos que iban a ser asesinados. Sin embargo, admitió que existía el
propósito de separar del cargo a Balaguer, lo que no se hizo por la
debilidad e indecisión de Negro Trujillo. Aparentemente el plan debió
ejecutarse esa misma noche, sábado 18 de noviembre. La negativa de la
misión militar norteamericana a respaldar una acción de este tipo disuadió
finalmente a los organizadores. Sánchez me dijo que advirtió a Negro que
si no se actuaba contra Balaguer, él y los demás se verían precisados a
irse en pocos días.
Aunque no pudo ver a Ramfis, el general Rodríguez Echavarría
sí pudo reunirse con el general Sánchez, su superior inmediato. Un
grupo cada vez más grande de oficiales con tropas bajo su mando,
colmó el amplio despacho del jefe de Estado Mayor de la Aviación
Militar. El general de brigada Félix Hermida hijo, del Ejército, y el
coronel Marcos Jorge Moreno, ex-ayudante militar de Trujillo, jefe de
la Policía, figuraba entre ellos.
Por el aparato de radio colocado en el mueble detrás del
escritorio del general Sánchez, los presentes se enteran oficialmente
de la salida de Ramfis. Se hace un silencio pesado en el ambiente y
los oficiales se interrogan con la mirada.
Rodríguez Echavarría, que ya ha tomado una decisión, le espeta
señalando con la mano derecha al radio:
-General ¿es que nos estamos volviendo locos?
Sánchez le responde que la noticia se había difundido en
cumplimiento de una orden del propio Ramfis. Rodríguez Echavarría
comenta que aquel ha incurrido en una “traición” a sus amigos
oficiales. Aprovechando la confusión, sale momentáneamente a la
sala de espera, y ordena al teniente primero Daniel Torres Alfonso, su
co-piloto, que preparara su Beechcraft, para una salida inmediata y lo
colocara a la cabeza de la pisa, con los motores encendidos, tras
cerciorarse de cómo estaba el tiempo sobre Santiago.
Sintiéndose acorralado, Rodríguez Echavarría comprende que
no hay tiempo que perder. Si Petán se hace con el poder, él estaría
liquidado.
Existía entre ambos una rivalidad muy vieja que él pudo salvar
sólo por su amistad con Ramfis. Rodríguez Echavarría, “Chavá”,
como le llamaban sus subalternos, era un oficial cascarrabias muy
exigente y duro, que solía ser comprensible, sin embargo, con sus
oficiales. Su carácter y apego a las normas militares eran legendarios
en las Fuerzas Armadas.
En más de una oportunidad se la había jugado en defensa de
sus principios. Los pilotos le tenían en muy alta estima porque
durante los días posteriores a la invasión guerrillera de junio de 1959,
que puso en serios aprietos al régimen de Trujillo, se había tratado de
presionar a los aviadores para que golpearan a los prisioneros
detenidos en la pequeña base de Constanza, convertida en el centro
principal de operación aérea contra los expedicionarios. Rodríguez
Echavarría enfrentó a su superior, reclamándole que los pilotos
estaban hechos para volar y atacar desde el aire, no para esa clase
de trabajo, saliéndose con la suya.
Alrededor de las 8:45 de la noche, el general Sánchez da por
terminada la reunión con un bostezo. “Yo me voy”, dice. Rodríguez
Echavarría no puede quedarse callado: “Yo también” y el salón se
vacía rápidamente.
Nadie estaba dispuesto a apostar qué sucedería. En toda su
carrera militar, ninguno de los oficiales allí reunidos, en medio de una
situación tan delicada y tensa, había sentido como en esa noche la
sensación de incertidumbre colectiva que los embargaba.
Cada uno sintió, era cierto, preocupación por sí mismo. Pero
también los desconcertaba lo que pasaría en las Fuerzas Armadas.
Habían pasado su vida ahí dentro y no se imaginaban cómo sería ésta
fuera de esos recintos.
Un solo oficial no parecía abrumado por los detalles de dicha
reunión. Era el coronel Ed Simmons, jefe de la misión militar
norteamericana, que se había estado moviendo de un lugar a otro en
las últimas horas por toda la base.
Simmons abordó su automóvil pero no se iría de inmediato del
recinto. Todavía hablaría con otros oficiales.
El teniente coronel Raymundo Polanco Alegría, comandante del
Escuadrón Caza Ramfis, vio penetrar al general Rodríguez Echavarría
a la jefatura de Estado Mayor y le siguió, uniéndose al numeroso
grupo de oficiales que atestaba el amplio despacho. El aparato de
aire acondicionado estaba encendido pero el calor era sofocante.
Polanco entró a tiempo para escuchar cuando la radio anunciaba la
salida de Ramfis y decidió esperar afuera, bajo el aire fresco de la
noche clara.
Terminada la reunión, Polanco Alegría persuade a Rodríguez
Echavarría a subir a su auto, un Oldsmobile negro modelo 1956, que
abordaba también su acompañante, el mayor Pericles Peralta, oficial
de infantería de puesto en Santiago. En el trayecto por el interior de
la base le pregunta:
-¿Qué vamos a hacer?
Aquel permanece callado, como sumergido en sí mismo.
-Chavá, por Dios, ¿qué vamos a hacer?
La respuesta fue ahora rápida y tajante.
-¡Tú sabes lo que tienes que hacer. Háblate con Chaguito!
Los dos oficiales se despiden, pero el general no sube
inmediatamente al avión, sino que aborda otro vehículo, el que le
había sido asignado ese día, y se dirige al Escuadrón Caza
Bombardero y allí ordena al teniente coronel Federico Fernández
Smester llevarse un par de escuadrillas (ocho) de aviones Vampiro
MK-5, los más rápidos, para Santiago, con los primeros rayos del sol.
“La suerte está echada”, le dice, dejando desconcertado al oficial.
Luego invita al coronel Luís Beauchamps Javier a trasladarse
esa misma noche a su puesto de mando. El jovial y tranquilo oficial le
responde que lo haría al día siguiente, porque había venido
manejando su propio carro desde Barahona, distante a doscientos
kilómetros.
-¿Qué jodido piloto eres tú, Luís, que andas en auto?-, le
reprochó. Beauchamps sonríe de buena gana ante la ocurrencia de
Chavá y decide aceptar el consejo.
Después de hablar con Fernández Smester, Rodríguez
Echavarría se dirigió a la pista y se contraría al no encontrar allí su
avión listo para el despegue. Estaba todavía en el estacionamiento,
cerca del hangar de su Escuadrón. Preguntó allí por Santiago, su
hermano, pero a quien ve es al teniente coronel González Pomares, a
quien dice:
-Dile a Chaguito que se lleve el mayor número de aviones para
Santiago, porque si no le va a llover mierda.
González Pomares sonríe, por entender que finalmente
Rodríguez Echavarría se ha sumado al movimiento.
Un pasajero inesperado subiría al Beechcraft con el comandante
de la base de Santiago a su regreso a esa ciudad. El capitán Pedro
Julio Guerra Ubrí (Tingo), de 22 años, ascendido apenas esa misma
mañana, tenía órdenes del general Sánchez de irse en el avión con
Rodríguez Echavarría, para hacerse cargo del comando del Quinto
Escuadrón de Seguridad de Base, con asiento en Santiago. En el país
existían sólo cinco de esos escuadrones, tres en San Isidro, uno en
Santiago y otro en Barahona.
Guerra recibió el día anterior en su puesto de comandante de
unidad de caballería del Batallón Blindado de la base de Barahona,
una comunicación de la jefatura ordenándole presentarse al día
siguiente, sábado 18, a media mañana en San Isidro ante el general
Sánchez. Su compañero de promoción, el también primer teniente
Riccio Schiffino Saint Amand, recibió una comunicación similar. La
nota no decía de qué se trataba, por eso Guerra Ubrí quedó
agradablemente sorprendido cuando el jefe de Estado mayor le hizo
alzar la mano derecha para imponerle el ascenso. Sus nuevas
instrucciones eran la de subir al avión con Rodríguez Echavarría para
asumir sus nuevas funciones en Santiago.
El oficial había dejado su pequeño automóvil Zephir 6, inglés, de
color azul celeste, a la entrada del recinto, frente a la casa de
guardia, porque creía que iría a regresar ese mismo día a Barahona.
Ahora, como desconocía la hora de vuelo del general Rodríguez
Echavarría, se pasó todo el largo y caluroso día yendo de un lado a
otro de la base, cuidando de no perder el avión, ya que esa
posibilidad podía costarle su nuevo puesto.
Cuando el comandante de Santiago se presentó ante el aparato
él estaba allí esperando desde hacía horas. El general no puso
objeciones cuando Guerra Ubrí le dijo cuáles eran sus instrucciones.
Cuatro oficiales abordaron el Beechcraft esa noche: Rodríguez
Echavarría, su asistente el mayor Pericles Peralta, el co-piloto primer
teniente Danilo Torres Alfonso y el flamante capitán trasladado desde
Barahona.
Este hecho involucraría a Guerra Ubrí en acontecimientos que
afectarían su ascendente carrera militar.
Beauchamps también tenía cosas que hacer antes e trasladarse
a su puesto en Barahona, como por ejemplo saludar a algunos pilotos.
Uno de ellos es el coronel Santiago Rodríguez Echavarría, subjefe
técnico de la aviación. En el Club de Oficiales encuentra de nuevo a
su hermano Chavá y al coronel Simmons. El segundo señala con una
regla sobre un mapa de la costa
El general Rodríguez Echavarría saluda cortésmente a
Beauchamps con estas palabras:
-Luís, eso que acabas de ver, te lo guardas ahí-, haciendo una
señal obscena sobre el trasero.
Beauchamps despega momentos después en un AT-6 piloteado
por él mismo. Diez minutos más tarde, el Beechcaft alza vuelo con
destino a Santiago.
El teniente coronel Ramos Usera comprueba la hora de salida
de éste último, las 10:20 de la noche. Como oficial superior debía
tener conocimiento previo de ese despegue y no lo tenía. Llamó a la
torre de control y es informado de que Rodríguez Echavarría había
salido piloteando él mismo el aparato para su base. Como era su
deber, Ramos Usera dio cuenta al general Sánchez de la novedad y
éste no pareció darle demasiada importancia al hecho.
El ruido del avión sobre Santiago alarmó a Esperanza, la esposa
de Ramón Tapia Espinal, abogado de 33 años. No era común a esa
hora, pasadas las once de la noche. Inquieta despertó a su esposo
que había estado muy agitado durante todo el día de una reunión
política a otra. Tapia no tuvo dudas de que era Echavarría, que
regresaba de San Isidro. Había pedido a su esposa que llamara a
Lolín, la esposa del oficial, para indagar si éste había regresado, antes
de recostarse y quedar dormido por el cansancio de una jornada
intensa.
La causa de la espera angustiante de Tapia tenía una larga
historia detrás. El joven abogado de tez mestiza y más de seis pies
de estatura, mantenía una estrecha relación con Antonio de la Maza,
uno de los participantes directos en la emboscada en que pereció
Trujillo. Habían compartido muchas ilusiones y tragos en otros
tiempos. Cuando el dictador dispuso la muerte de Octavio de la
Maza, hermano de Antonio, y piloto militar, Tapia le comentó a su
esposa: “Hasta aquí llegó (De la Maza) con Trujillo”. Tenía la
seguridad que su amigo no le perdonaría jamás dicho crimen al
Generalísimo.
En la Navidad de 1960, De la Maza se le acercó para informarle
del complot para matar a Trujillo. Podían contar con él. Tapia ejercía
la abogacía en Santiago en la misma oficina con Luís Mercado y
Francisco Augusto Lora. El primero era un inquieto joven que escaló
posiciones muy rápidas desde la caída en desgracia del general José
Estrella, dueño y señor de Santiago por años. Lora, compadre suyo,
estuvo preso en 1934 por haber tomado parte en un complot, en los
tiempos de consolidación de la Era. En sus años universitarios, Tapia
participó en actividades clandestinas contra el Jefe formando parte de
Juventud Democrática en 1946.
Un día le visitó en su oficina de abogado el doctor Luís Gómez
Pérez, uno de los principales forjadores del Catorce de Junio, para que
se adhiriera a este movimiento de resistencia clandestino. El interés
de Gómez era ponerse también en contacto con otras personas en
Santiago en las que se pudiera confiar políticamente. Tapia le puso
en contacto con Carlos Aurelio Grisanty (Cayeyo), quien también
había sido de Juventud Democrática.
El descubrimiento de las actividades conspirativas de este
grupo desató una de las mayores olas de represión de toda la historia
de la Era de Trujillo. Pero Tapia no fue arrestado, como ocurrió en
cambio con cientos de jóvenes en todo el país, los cuales fueron
sometidos a salvajes procedimientos de tormento físico. Muchos de
ellos fueron asesinados y sus cadáveres desaparecidos para no dejar
huellas de tanta barbarie.
Los del Catorce de Junio que no fueron detenidos pasaron a
formar parte de un nuevo movimiento denominado inicialmente
Frente Cívico de Unidad Nacional, cuyo primer gestor en el Cibao lo
fue el doctor Ángel Severo Cabral. Este estaba muy vinculado al
licenciado José Tapia Brea, pariente de Ramón Tapia, quien,
naturalmente, se asoció al nuevo grupo, en los inicios de su gestación
a mediados de 1960. En este naciente movimiento fueron enrolados
jóvenes profesionales de Santiago, La Vega, Moca y San Francisco de
Macorís, entre ellos los doctores Salvador Jorge Blanco y Carlos
Federico Álvarez. En la finca del padre de éste último, en Licey al
Medio, se celebraron las primeras reuniones. Los asistentes más
asiduos y decididos en esa primera etapa eran el doctor José Augusto
Vega Imbert, René Alfonso Franco, cuyo antitrujillismo provenía de los
años de Juventud Democrática, Víctor Franco Santoni, los hermanos
Hugo y Rubén Álvarez Valencia y Guillermo Sánchez Gil, entre
muchos otros.
Naturalmente Tapia no solo estaba debidamente informado del
complot contra Trujillo por De la Maza, aunque no conocía la
identidad de los implicados, sino también a través de Severo Cabral,
quien formaba parte de la conjura. Cabral había gestado el
consentimiento del Frente Cívico de Unidad Nacional para poyar a los
conjurados, luego de cometido el magnicidio.
Días después de la muerte de Trujillo, Vega Imbert visitó a
Tapia en su oficina. Era un sábado al mediodía. Si el Frente Cívico no
salía a la luz pública, le dijo el visitante, pasaría lo mismo que en
Nicaragua luego del asesinato de Anastasio (Tacho) Somoza: se
quedarían los Trujillos gobernando.
El razonamiento le pareció correcto y el tema fue planteado a la
jefatura del Frente que estuvo a su vez de acuerdo. Así surgió la
Unión Cívica Nacional, nombre sugerido por Manuel Lama Mitre, que
había sido dirigente del Catorce de Junio y pasado algún tiempo en
prisión por actividades contra el régimen. El acuerdo trascendental,
adoptado el 12 de julio de 1961 en la residencia del doctor Viriato A.
Fiallo, en la capital, sólo pudo ser logrado tras superar un impasse
relacionado con el nombre del movimiento, al que pertenecerían, sin
renunciar a las obligaciones con su grupo, la gente del Catorce de
Junio.
La amistad de Tapia con Rodríguez Echavarría venía de la época
en que ambos eran estudiantes del bachillerato, en los primeros años
de la década de los 40, en la Escuela Normal de La Vega. Uno siguió
la universidad y el otro ingresó a la milicia como cadete de aviación.
La amistad volvió a reanudarse, como si el tiempo no hubiera pasado,
cuando el último fue designado comandante de la base aérea de
Santiago. A pesar del historial político de Tapia, se veían con
frecuencia por las tardes para jugar al dominó en el Santiago Tennis
Club, situado en la calle Colón, próximo a la salida hacia Puerto Plata,
aproximadamente a un kilómetro de la base.
Ya muerto Trujillo, Tapia y el general restablecieron sus
relaciones de forma tan íntima que el tema de la salida de los demás
funcionarios del régimen dominaba sus conversaciones entre partida
y partida de dominó, cuando podían hablar sin ser escuchados,
retirándose a cierta distancia de la mesa de juego, mientras otros
compañeros los reemplazaban en sus turnos de perdedores. Ambos
estaban conscientes de que para esa época los norteamericanos
confiaban en la capacidad de Ramfis para permanecer al frente de las
Fuerzas Armadas, temerosos de que su salida produjera un gran vacío
de autoridad y llevara al país hacia el caos militar y político.
Rodríguez Echavarría compartía esa apreciación y se abstendría de
tomar parte en cualquier movimiento mientras estuviera Ramfis en el
país. Tapia comprendió que convencerle tomaría algún tiempo,
aunque no sería imposible.
Un día, a comienzos de septiembre, Tapia fue requerido por la
alta dirigencia nacional de UCN en Ciudad Trujillo con carácter de
urgencia. La cita era en la casa de Viriato Fiallo, en la esquina de las
calles Padre Billini y 19 de Marzo, en la zona colonial, con quien le
unían estrechos vínculos. Ramón había sido compañero de
promoción de Rafael, un hijo de Fiallo. Pero ese día, no se trató
ningún tema familiar. Fiallo quería que Tapia fuera inmediatamente a
la residencia de Alfredo Lebrón, en la calle Pasteur, para entrevistarse
con el coronel Ed Simmons, de la embajada de los Estados Unidos. Le
adelantó su creencia de que el agregado militar le trataría acerca de
una eventual salida de Ramfis y la “preocupación” norteamericana
respecto a quien le sustituiría en caso de producirse.
Simmons, oficial de Infantería de Marina de poco más de 40
años, era un hombre muy alto y delgado, de penetrantes ojos azules
y pelo rubio cortado casi al ras. Su traje militar parecía confeccionado
a la medida. Simmons le dijo a Tapia que era casi segura la próxima
salida del hijo del dictador y que su ausencia sólo podía ser llenada
satisfactoriamente por un oficial de aviación. Este era el cuerpo
mejor dotado de las Fuerzas Armadas ya que poseía los aviones, en
cantidad que sobrepasaba el centenar, los tanques y piezas de
artillería más modernos. Los agregados militares norteamericanos
creían que entre Rodríguez Echavarría y el general Rodríguez Méndez,
comandante de la base de Barahona, podía estar ese sustituto,
aunque en condiciones de elección preferirían al primero.
Negro y Petán estaban planeando algo macabro, le informó
Simmons, para tan pronto como se fuera su sobrino asesinar a toda la
alta dirigencia de UCN, en especial a la del Catorce de Junio, que
formaba parte del movimiento manteniendo su identidad como
partido, para hacerse ellos con el poder. Simmons quería determinar
si podía contar con UCN en los esfuerzos por reclutar a esos oficiales.
Tapia regresó a informar a Fiallo y partió de regreso a Santiago esa
misma tarde.
Inmediatamente abordó a Rodríguez Echavarría en el Tennis
Club, quien se mostró incrédulo con respecto a la salida de Ramfis.
Tapia insistió si él estaría dispuesto a evitar el plan de los Trujillos, en
la eventualidad de que fuera cierto, que incluía la eliminación física
de Balaguer. Rodríguez Echavarría reveló que él también podía ser
eliminado, porque no se llevaba bien con los tíos, y tras un breve
silencio le aseguró que actuaría “enérgicamente” si Ramfis se iba. En
ese caso podían contar con él. Era todo lo que Tapia necesitaba
saber. Le agradeció al general y le dijo:
-Sé que un biznieto del prócer Santiago Rodríguez no se va a
dejar vencer por el miedo.
Tapia volvió a la mañana siguiente a Ciudad Trujillo para
informar a Fiallo y reunirse de nuevo, en la misma casa de la calle
Pasteur, con el coronel Simmons. Pasarían muchas semanas antes de
que volviera a verle.
La mañana del sábado 18 de noviembre, mientras procedía a
desayunar, Tapia recibió otra llamada requiriéndole presentarse a la
casa del doctor Antinoe Fiallo para algo “muy importante”. La
situación era grave. Ramfis se iba definitivamente y sus tíos querían
asaltar el poder. La “cacería humana” planeada comenzaría esa
misma noche. Tapia debía ir nuevamente a la casa de la Pasteur para
hablar con Simmons, quien le repitió que Ramfis se iba esa noche. El
oficial sabía de la presencia de Rodríguez Echavarría en una reunión
de altos oficiales en la Base de San Isidro. Como medida de
precaución, los Estados Unidos estaban acercando su flota del Caribe
a las costas dominicanas para evitar la consumación del golpe
trujillista.
Recomendaba Simmons el regreso inmediato de Tapia a
Santiago porque entendía que la reunión de San Isidro estaba al
terminar y él debía convencer a Rodríguez Echavarría a actuar con
rapidez. Tapia no poseía automóvil y había viajado a la capital en un
vehículo de la Línea Duarte. Vega Imbert y Federico Carlos Álvarez,
que estaban en la ciudad, le informaron que José Vega, tío del
primero, y su esposa Virginia, que era ciudadana norteamericana,
regresarían a Santiago esa misma tarde y él podía irse con ellos. El
vehículo llegó a Santiago en la tarde.
Informada ya de los acontecimientos, la directiva provincial de
UCN se hallaba reunida de urgencia. Tapia fue primero a su casa a
cambiarse de ropas. Esperanza le dijo que doña Lolín, esposa de
Rodríguez Echavarría, le había llamado muy alarmada porque éste,
que salió de madrugada para San Isidro, no retornaba todavía. Ella
estaba muy preocupada por las noticias que corrían de boca en boca,
y temía que Tapia hubiera involucrado a su marido en alguna acción
de tipo político.
Optó por no llamar a Lolín porque sabía que su teléfono estaba
intervenido por el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y se dirigió al
local de la UCN para informar al pleno de los resultados de su misión,
sin omitir detalles. Los planes de acción fueron aprobados sin
demora y el presidente de la directiva, licenciado Manuel Ramón Cruz
Díaz, encargó otra misión a Tapia y a su amigo Alejandro E. Grullón
Espaillat, en extremo peligrosa por la hora, pero vital para el éxito de
los planes.
Los dos amigos debían dirigirse a Moca, La Vega y San
Francisco de Macorís para poner a los dirigentes cívicos al tanto de lo
que iba a suceder.
Grullón, de 32 años, era un próspero empresario, miembro de
una de las familias más conocidas de Santiago. Formó parte del
grupo exclusivo de personalidades que fundara la UCN. Tenía a su
cargo una oficina casi personal, llamada por él La Coordinadora,
encargada de mantener debidamente informado a los demás comités
de las directrices del comité provincial de Santiago. La verdadera
razón de su militancia política había sido el asesinato por órdenes de
Trujillo, en noviembre de 1960, de las hermanas Mirabal, una familia
muy apreciada de Salcedo. Ese asesinato causó una profunda
impresión en el joven hombre de empresa que pensó que había que
hacer algo para derrocar al régimen. Alejandro Grullón había estado
vinculado por tíos y primos a movimientos antitrujillistas en el
pasado. Aunque su familia no estaba tildada como enemiga del
gobierno, sí se le consideraba como “indiferente”.
Cuando Trujillo fue asesinado en una emboscada el 30 de mayo,
Grullón tenía ya forjada una idea muy precisa sobre los métodos
represivos de la dictadura. De manera que a la primera oportunidad
se enroló en un movimiento para derrocarla.
De la sede provincial de UCN, los dos amigos salen hacia la casa
paterna de Alejandro –don Manuel Grullón Rodríguez Objío y
Amantina Espaillat, tía de Manuel Enrique Tavares Espaillat, preso
desde comienzos de junio por complicidad en la muerte del
Generalísimo. Alejandro vivía al lado de sus padres, en la avenida
Franco Bidó (más tarde Duarte), cerca del lugar conocido como La
Junta de los Dos Caminos, que dividía la carretera en dos vías hacia
Tamboril y Moca. Después de informar a sus padres acerca de su
misión fuera de la ciudad, Alejandro se despidió de su esposa
Dinorah, y le dijo a su chofer Roberto Crespo, de 25 años, que
condujera.
Horas después, Grullón dejó a Tapia de vuelta en su casa y éste,
cansado por el ajetreo del día, se acostó casi rendido por el sueño.
Esperanza llamó de nuevo a Lolín para indagar si Rodríguez
Echavarría había regresado. Todavía le estaba esperando. Tapia
consultó su reloj. Eran las 10:30 de la noche. Tenía apenas media
hora recostado cuando su esposa le despertó alarmada por el ruido
del avión sobre la ciudad.
Toda la noche estuvo Polanco Alegría buscando al coronel
Santiago Rodríguez Echavarría, por la base, cuidándose de no
despertar sospechas. El hermetismo del hermano de éste, a quien
habían otorgado el comando de la operación, en la víspera de los
acontecimientos, despertó en él una preocupación profunda. La vida
de ellos dependía de un hilo y la más ligera equivocación o indecisión
podía resultarles cara.
Finalmente encontró a Chaguito en su habitación alrededor de
las 4:00 de la mañana del domingo 19. La operación debía comenzar
en minutos y había que ponerse en marcha.
Con el fin de precisar lo planeado, Polanco Alegría le cuenta la
conversación sostenida horas antes con el general. Pasan revista a la
situación y Chaguito le recomienda que vea de nuevo a su hermano.
Eso implicaba un cambio en los planes, puesto que él tenía previsto
trasladarse directamente a Barahona. Por su parte, Santiago
Rodríguez Echavarría se iría a la base bajo el mando de su hermano
en un C-46, para que en la eventualidad de un fracaso todos los
pilotos pudieran ponerse a salvo volando a Puerto Rico.
Años después se utilizaría ese dato para endilgarle a Rodríguez
Echavarría que él tenía planeado abandonar el país con sus
familiares, a quienes había congregado en la base de Santiago en la
madrugada del domingo 19 de noviembre, sin importarle la suerte
de sus compañeros pilotos comprometidos en el levantamiento. La
acusación nunca pudo ser probada. La verdad es que el C-46 se
utilizaría para proteger la vida de los pilotos. Los familiares de
Rodríguez Echavarría saldrían, en el caso de un fracaso, en otro
avión similar que se había reservado para tales fines. Esta
contingencia estaba prevista, pero fue desechada en las primeras
horas de la mañana del 19, cuando se hizo claro que el triunfo de la
sublevación estaba asegurado. Finalmente, Chaguito no voló a
Santiago en el C-46. Por razones nunca explicadas, a última hora
decidió hacerlo en un Vampiro MK-5. Poco antes de morir en un
accidente de aviación, a finales de 1990, me dijo que el cambio de
avión no respondió a ningún plan específico. “Simplemente me
decidí por un Vampiro, porque me pareció que era la vía más rápida
para llegar a Santiago”.
El anuncio radial acerca de la partida de Ramfis se expandió
rápidamente por todo el recinto de la base, creando un ambiente de
incertidumbre y expectación. Pero las nuevas preocupaciones del
teniente coronel González Pomares tienen relación con un cambio de
orden.
Después de leer por tercera vez la tirilla, descuelga el teléfono
de su escritorio y disca el número de Durán.
-¡Ven inmediatamente. Hay un problema!-, le dice.
Durán abordó velozmente su auto y se dirigió a la oficina del
comandante del Escuadrón Caza Bombardero, situado exactamente
debajo de la de Ramfis, en el edificio ubicado en un punto central de
la base, que también aloja a la jefatura de Estado Mayor, donde
momentos antes el general Sánchez había reunido a los oficiales
superiores de distintos cuerpos.
El coronel Rodríguez Echavarría estaba ya junto a González
Pomares cuando Durán llegó al despacho de éste último, con notoria
excitación. El jefe de la base de Santiago había despegado ya en su
Beechcraft y el coronel Beauchamps estaba en vuelo hacia Barahona
en un AT-6. Tenían que tomar una decisión sin detenerse a pensarlo
mucho. Las horas pasaban y el temor a una acción golpista de los
familiares de Ramfis crecía a medida que avanzaba la noche.
La última orden del general Sánchez de dejar los seis mejores
aviones Vampiros MK-5, en la base de San Isidro, podía prestarse a
infinidad de interpretaciones. Sánchez instruyó a los jefes de
escuadrón y a comandantes de operaciones dispersar los aviones de
combate a los diferentes campos de aviación controlados por la
fuerza aérea. Una semana antes se había cumplido una tirilla en ese
sentido, disposición que fue revocada casi inmediatamente después.
El grupo de Durán llegó a la conclusión entonces de que se trataba de
una operación simulada para garantizar el traslado efectivo cuando la
jefatura lo considerara necesario.
El objetivo de dispersar los aviones entraba en los planes del
general Sánchez y los tíos Negro y Petán de dejar la base de San
Isidro libre de oposición, para cuando estuviera dispuesto el golpe. La
salida de Ramfis parecía la señal esperada y los jóvenes coroneles
disponían ahora sólo de su habilidad y su capacidad para proceder, en
abierto desafío a la jefatura, con el fin de impedir una catástrofe.
La última orden del general Sánchez dificultaba sus propios
planes de aprovecharse de la orden anterior de dispersar los aviones,
para hacerlo de acuerdo con sus objetivos. Habían acordado
despachar los aparatos más veloces para Santiago y Barahona,
enviando los demás a otros lugares, a fin de poder actuar al día
siguiente sin temor a una reacción de sus compañeros pilotos, que en
un momento de indecisión y en apego a la disciplina, probablemente
se pondrían del lado opuesto. El apoyo obtenido del general
Rodríguez Echavarría tenía como propósito fundamental evitar
asimismo una reacción adversa de Santiago. Y contar, además, con
una eventual base operativa, en caso de que las cosas no salieran
como estaban planeadas. Su plan era llevarse fuera de San Isidro
“todo lo que sirviera”. La nueva orden del general Sánchez planteaba
pues un inconveniente grande e inesperado.
Durán encontró la solución.
-Eso no es problema- dijo-, porque el capitán Marino Polanco
Tovar es de los nuestros.
Polanco Tovar sería el líder de esa cuadrilla de Vampiros. Lo
que debía hacerse entonces era darle instrucciones de inmediato para
que estuviera listo a las primeras horas de la madrugada con cinco
pilotos de su mayor confianza. Desobedeciendo la orden del jefe de
Estado Mayor esos seis Vampiros volarían temprano en la mañana del
día siguiente a Santiago.
Como la mayoría de los pilotos y demás oficiales de la aviación
de puesto en San Isidro, los tenientes coroneles González Pomares y
Polanco Alegría vivían con sus esposas e hijos en el barrio para
oficiales del recinto.
La tarde del sábado 18, el primero tuvo la precaución de
trasladar a su esposa Gazhir y a sus dos hijos, Mabel, de 5 años, y
José Nelton, de 2, a la residencia de un familiar en el barrio Ciudad
Nueva. Su compañero llamó a su esposa Fadua Chey, en la
madrugada para decirle que antes de las 8:00 de la mañana de ese
mismo día, domingo 19, obligatoriamente debía estar con sus dos
hijos, de 7 y 2 años, cruzando el puente que divide a la ciudad en dos
zonas. Ninguna de ellas, ni Gazhir ni Fadua, hicieron preguntas a sus
esposos.
Por diferentes razones, muchos otros oficiales hicieron lo
mismo, sin sospechar qué se estaba fraguando.
El Beechcraft piloteado por el general Rodríguez Echavarría
aterrizó suavemente sobre la pista y todavía con él encendido, en
marcha mínima, le dice a los oficiales que corrieron a recibirle en la
rampa:
-¡Hay una invasión en camino!
La información era falsa, pero el comandante de la base
necesitaba una justificación a las medidas que se proponía adoptar en
las próximas horas. Transpirando excesivamente por la excitación, el
calor y el nerviosismo, mandó a llamar a su despacho a uno de sus
oficiales de mayor confianza, el primer teniente Rafael Hernández
Beato, de 28 años, jefe de mantenimiento del Comando Norte con
sede en la base. Desde el punto de vista operacional, este era un
oficial clave. De él dependía el armamento de los aviones y tenía
autoridad para escoger las armas que se colocarían en los aparatos
en caso de una emergencia. Hernández Beato era un fiel servidor de
su superior y no puso objeción alguna cuando éste le ordenó sacar los
cohetes y bombas y tenerlos listos para tan pronto él dispusiera la
orden de combate, si fuera necesario.
Seguidamente mandó a dejar sin comunicación telefónica a las
dos compañías de infantería de que estaba dotada la base, para
evitar que se delataran sus preparativos, y cerró las oficinas del SIM,
contiguas a la base, ordenando que fueran arrestando sin
contemplaciones a los miembros de ese odiado servicio a medida que
se fueran presentando.
La noche apenas había comenzado para el joven y gallardo
general de 37 años, que tomó el teléfono de su oficina e hizo varias
llamadas. Una de ellas a su amigo Ramón Tapia.
A esa hora de la noche, el yate Presidente Trujillo navegaba
hacia un punto indefinido del sur, llevando a Ramfis y a un grupo de
acompañantes.
Poco después de las 6:00 de la tarde, seis camionetas llenas de
maletas, archivos y cajas de diferentes tamaños, se detuvieron en el
muelle frente al buque mientras se subía la carga a bordo. Oficiales
pertenecientes a la escolta del hijo del dictador tomaron posiciones
estratégicas dentro de la nave, mientras varios pasajeros se
acomodaban en sus camarotes.
Ramfis se hacía acompañar de los coroneles Luís José León
Estévez, esposo de su hermana Angelita, quien se encontraba fuera
del país desde agosto, Gilberto Sánchez Rubirosa, Marcos Gómez hijo
y la joven rubia alemana, Hildergarde, con la cual se le veía desde
septiembre. El capitán Gil García se dio cuenta que él y los demás
miembros de la tripulación eran virtuales prisioneros.
El coronel Disla Abreu colocó discretamente oficiales armados
de ametralladoras frente a la cabina de mando y ante los camarotes
de los oficiales. También los puso en la oficina de comunicaciones y
en la sala de máquinas. Tan pronto como el yate enfiló mar adentro,
se ordenó sacar las armas personales de los oficiales del
santabárbara, donde se guardaban las municiones, las cuales fueron
trasladadas en un saco al camarote de Ramfis. Un marinero que
hacía de camarero dijo secretamente al comandante Gil García que
había visto cómo uno de los guardaespaldas de Ramfis las echaba al
mar, minutos antes. El capitán de la nave pensó que eran ya
demasiado sensaciones fuertes para tan poco tiempo.
El yate había zarpado sin rumbo final desde Haina poco después
de las 7:00 de la noche. La orden recibida por el comandante era la
de dirigirse hacia el este. Más o menos a la misma hora en que
Rodríguez Echavarría tocaba pista en Santiago en su Beechcraft,
Ramfis llamó a su camarote al capitán del yate.
Gil García desplegó un mapa de navegación del Mar Caribe
sobre una mesa y con un compás trazó un rumbo de 70 millas al sur,
a la pregunta de Ramfis respecto a qué distancia podían navegar sin
ser interceptados por la Marina de Estados Unidos. En esa ruta no
despertarían sospechas. Ramfis dio su consentimiento. Gil García
regresó a su puesto, informó a sus oficiales subalternos y al trazar el
nuevo rumbo, enfiló en la dirección acordada.
No podía borrar de su mente, sin embargo, la mala impresión
que le dejara el comportamiento del hijo del Benefactor, con su
metralleta debajo del brazo como apuntándole descuidadamente,
mientras él le explicaba el rumbo a tomar.
La noticia de la partida de Ramfis, difundida por la radio y la
televisión, estremeció a la capital dominicana. En San Isidro, los
oficiales pilotos que habían sido informados de la reunión de los
oficiales de más alta graduación en el despacho del general Sánchez
hijo, fueron a sus casas en el barrio, situado dentro del recinto, para
advertir a sus esposas y familiares.
En la ciudad, improvisadas multitudes comenzaron a
congregarse, sin convocatoria previa, en plazas y calles para celebrar
la ocasión. Los automovilistas hacían sonar sus claxones, al ritmo de
“libertad, libertad”. Los vecinos de los alrededores del Palacio
Nacional, sede del gobierno, pudieron escuchar el ruido de tanques
movilizándose dentro de la inmensa área protegida por una cerca de
hierro y concreto. Las celebraciones se prolongarían hasta la
medianoche, pero no hubo informes de choques con fuerzas militares
o policiales.
Debido al acuartelamiento general, el patrullaje disminuyó
sensiblemente esa noche.
Un Mercedes Benz con matrícula de la Aviación Militar, se
detuvo poco antes de la medianoche ante la casa de Ramón Tapia.
Se le mandaba a buscar con tres oficiales de confianza, el teniente
coronel piloto Alfredo Imbert McGregor, subjefe de la base; el teniente
coronel Elías Wessin y Wessin, jefe del Batallón de Blindados y el
capitán Simó. Tapia bajó apresuradamente las escaleras del edificio
de dos plantas en cuya primera funcionaba un almacén de
provisiones.
Rodríguez Echavarría enviaba por él para informarle de los
resultados de la reunión en San Isidro y de su decisión de actuar.
Quería el respaldo de la UCN. Acordaron redactar una proclama
informando al pueblo del levantamiento y el apoyo a la permanencia
de Balaguer en la Presidencia, como un paso necesario hacia la
celebración de elecciones y la instauración de una democracia
verdadera. Por recomendación de Tapia se unió al grupo más tarde el
licenciado Rafael F. Bonelly, para revisar la proclama.
El patrullaje dispuesto por la ciudad tenía como objetivo evitar
el ingreso de tropas de otros campamentos a Santiago. Por eso se
colocaron obstáculos en las entradas de la ciudad y en las principales
avenidas se situaron vehículos viejos y troncos de árboles para
impedir el paso de blindados o carros de asalto. Tapia estaba
concentrado en el análisis del documento, que debería leer el general
en las primeras horas de la mañana, y éste se hallaba entregado a su
labor de impartir órdenes en todas las direcciones, cuando se
presentó el capitán Alicinio Peña Rivera, jefe local del SIM, escoltado
por varios oficiales metralleta en mano.
El comandante de la base tenía su pistola encima del escritorio.
-Peña, lo siento- le dijo-, pero tú mejor que nadie sabes que yo
estaba en San Isidro cuando tú recibiste la orden con la lista de las
próximas víctimas. Así que dame esa arma.
Peña Rivera hizo la intención de entregar el arma con un
ademán que parecía que iba a usarla y el teniente coronel Imbert
McGregor, de 32 años, le encañonó con su ametralladora. Rodríguez
Echavarría desarmó personalmente al temido oficial del SIM y ordenó
su detención, junto a la de otros agentes que le acompañaban.
El arresto del jefe del SIM creaba una situación que Rodríguez
Echavarría debía afrontar de inmediato, para mantener la cohesión de
los oficiales a su alrededor. Todo el movimiento de esa noche había
sido justificado con el pretexto de que el país estaba amenazado de
una invasión, sin más detalles, a pesar de las noticias de la partida de
Ramfis. La detención de los agentes del SIM le obligaba a dar la
información que deseaba reservarse hasta el final. Entonces reúne a
Wessin y a los demás oficiales, principalmente los de infantería de
cuya lealtad no estaba del todo seguro, y les dice que Ramfis ha
abandonado el país y que sus tíos se proponen hacerse con el poder
provocando un baño de sangre. Su propósito es el de evitar que esos
designios tiránicos se cumplan. La oficialidad promete apoyarle y
algunos insisten en que se fusilen a los calieses. El responde:
-No debemos comenzar esto con un baño de sangre.
Después de convencerse que su situación era hasta ese
momento segura, Chavá procedió a garantizar la de sus familiares
más cercanos, quienes fueron trasladados a la base. Su atención
podía ahora dedicarse a la misión en que estaba involucrado. La
proclama redactada por Tapia debía imprimirse, pero antes hacía
falta un grabador para difundirla por el programa de la UCN. El hecho
de que se eligiera ese programa –Atalaya Cívica-, que se difundía por
Radio Hit Musical, tenía una motivación política, convencer a la gente
de que se trataba de un movimiento digno de confianza. Para ello
había que conseguir también a Ramón Lorenzo Perelló, el locutor que
tenía a su cargo el programa. La voz de Perelló le era familiar a todos
los opositores al Gobierno trujillista y era la persona ideal para
introducir la proclama.
Bonnelly trajo consigo un grabador pero trató de introducir a
última hora una modificación en el texto de la proclama. Rodríguez
Echavarría le dijo, en tono cortante:
-Licenciado esto es asunto nuestro. ¡No se meta!
Tapia, autor del texto, no confronta problemas para convencer
a Bonnelly de que lo apruebe, debido a la hora.
Algunas misiones igualmente importantes estaban todavía
reservadas para Tapia. Con el texto de la proclama en sus manos fue
en compañía de los mismos oficiales que habían ido a buscarle a su
casa, a la residencia de Milton Fernández, miembro del comité de
UCN de la ciudad, y administrador de la imprenta de don Hipólito
Cruz, situada en la calle Máximo Gómez, casi al frente de los talleres
de La Información, el diario de la ciudad, para que buscara a esa hora
de la madrugada al personal de los talleres que habría de imprimir la
proclama. Protegido de una fuerte escolta militar, les tomó varias
horas reunir al personal. Tapia fue seguido en busca de Perelló, pero
su hermana Camelia, que respondió asustada al toque de la puerta,
les informó que aquel había salido horas antes.
Estaba amaneciendo. Sobre la ciudad comenzaban a posarse
los primeros rayos del sol.
Perelló fue finalmente localizado por su tío, el licenciado
Federico Carlos Álvarez padre. El locutor ucenista estuvo
escondiéndose durante casi todo el día. En horas de la tarde, un
grupo de agentes del SIM se presentó a la residencia de sus padres,
en la calle Independencia esquina España, con órdenes de trasladarle
a Ciudad Trujillo.
El jefe del grupo era un conocido de la familia, propietario de
una fábrica de calzados, que entró con confianza en la casa y
permaneció hablando con sus hermanas y su madre, doña Ceita,
mientras Ramón Lorenzo escapaba por una puerta lateral y se iba
caminando despacio por la acera, frente a las narices de los agentes.
Sabiendo que su vida corría peligro se escondió en la clínica del
doctor Luís Bonilla, a una cuadra de su casa, en la calle
Independencia esquina Duarte, quien le tenía siempre reservada una
habitación para casos como ese.
Allí estuvo “hospitalizado” hasta que fue a buscarle Álvarez,
quien tenía su bufete de abogado frente a la misma clínica, para
decirle que le estaban procurando para leer la presentación de una
proclama anunciando el levantamiento de la base de Santiago en
contra de los Trujillo. Con su tío se dirigió a la base donde se entregó
a su trabajo con entusiasmo.
Después de Rodríguez Echavarría, el oficial de más nivel en la
base de Santiago era el general de brigada Andrés Alfonso Rodríguez
Méndez, de 35 años. El brigadier no era miembro de la dotación
había llegado a la base de una manera casi fortuita. Pero su adhesión
al movimiento era bien vista por todos. Rodríguez Méndez era un
oficial con muchas simpatías entre los pilotos y, además, se le tenía
por un seguidor de los planteamientos de UCN.
A comienzos de noviembre había sido relevado, sin explicación,
de su puesto de comandante de la base de Barahona y reemplazado
por su segundo, el coronel Luís Beauchamps Javier, casado con una
sobrina del Generalísimo. La orden de sustitución incluía un traslado
a la base de San Isidro sin asignación de funciones. Ramfis le envió a
decir con el general Sánchez hijo que le haría bien un descanso, por
lo cual debía quedarse en la capital. Sus compañeros creían que su
aparente caída en desgracia se debía a sus conocidas simpatías por la
oposición y a la forma conciliatoria con que trataba a los dirigentes
políticos de Barahona, donde la efervescencia antitrujillista parecía ir
en aumento. Los oficiales de línea dura consideraban a Rodríguez
Méndez demasiado blando con los políticos revoltosos.
En cambio, él sostenía que actuaba así en fiel cumplimiento de
los deseos del hijo del Benefactor, que le había hablado de la
necesidad de avanzar hacia un sistema “más democrático”. Ramfis le
dio instrucciones de trabajar “con todos los partidos” en interés de
evitar desórdenes y preservar la tranquilidad e la población. El
general no sabía a qué atenerse.
El viernes 17 fue llamado al despacho del general Sánchez hijo,
quien le pidió que fuera a Dajabón para hacer un estudio topográfico
del campo de aviación militar de esa población fronteriza, con la
finalidad de ampliar la pista de aterrizaje. Aunque no puso objeciones
a la orden, pensó que no era el momento adecuado para una
ampliación de esa pista. La orden carecía de lógica.
Del despacho del jefe de Estado Mayor, el general fue
directamente a la oficina de Santiago Rodríguez Echavarría, con quien
se reunió en compañía de otro oficial de su más absoluta confianza, el
teniente coronel Polanco Alegría. Junto con los tenientes coroneles
Durán Guzmán y González Pomares, formaban el grupo que estaba
tramando desde hacía meses cómo producir un golpe contra la
jerarquía de las Fuerzas Armadas y aupar un gobierno que propiciara
elecciones libres. Los tres analizaron la situación y concluyeron que
acatar la orden de ir a Dajabón podía ser una trampa.
El jefe de la guarnición de Dajabón era el general Alcántara, un
viejo y tosco militar famoso por su lealtad ciega y fanática hacia
Trujillo. El relato de sus hazañas podían llenar páginas enteras de un
libro. Ir a Dajabón sería ponerse en las garras de un despiadado. De
manera que Chaguito y Polanco Alegría le recomendaron que no
fuera. Esto equivalía a una insubordinación, que se podía pagar con
la degradación o la cárcel.
Rodríguez Méndez volvió donde el general Sánchez. Le sugirió
que en vista del mal estado de la carretera, debía irse en avión, como
forma de tantearlo. Este permaneció inflexible: tenía que trasladarse
por tierra. El brigadier piloto comprendió que sus días estaban
contados. Escogió personalmente cinco soldados de su escolta y se
dispuso aparentemente a cumplir la orden de traslado. Sin embargo,
había decidido quedarse en Santiago, camino de Dajabón, y
esconderse por unos días en la casa de sus padres en Gurabo, a unos
cuatro kilómetros del centro de la ciudad. En el trayecto, uno de sus
guardaespaldas notó que eran seguidos por un Volkswagen, los
famosos automóviles del SIM, hasta mucho después que intentaran
burlar la vigilancia desviándose por La Vega y recorriendo las calles
de dicha ciudad por unos quince minutos para despistarlo.
En su desesperación, Rodríguez Méndez tenía decidido tomar
un avión e irse para Puerto Rico en caso de que no le quedara más
remedio que trasladarse a Dajabón. Prefería la deserción y el exilio
antes que entregarse a un esbirro de la dictadura. La base de
Santiago era una buena opción en la eventualidad de que tuviera que
hacerlo. Por eso optó por quedarse en Gurabo.
Al día siguiente, su chofer, al que envió a llenar el tanque de
gasolina de su automóvil, regresó con la información de que Ramfis
se había marchado. El general no lo pensó dos veces y se dirigió a
gran velocidad a la base. El comandante del recinto no había
regresado aún de San Isidro, pero el teniente coronel Imbert
McGregor lo recibió amablemente. El informe sobre Ramfis había
creado una enorme confusión e incertidumbre entre los oficiales.
Muchos creían que se trataba de uno de sus frecuentes viajes al
exterior y que estaría de regreso pronto. McGregor había sido
alumno de Rodríguez Méndez y él le había bautizado su primer hijo,
Alfredito. Así que no tuvo problemas para convencerlo de que le
permitiera permanecer en la base mientras llegaba Rodríguez
Echavarría.
Alfredo Imbert no necesitaba de muchos argumentos para ser
convencido de la necesidad de un cambio en la situación política.
Había sido trasladado a la base de Santiago por órdenes expresas de
Ramfis después de la muerte de Trujillo, como una forma de
protección. Por su parentesco con Antonio Imbert, el muy buscado
matador de Trujillo, el traslado constituyó en su momento una forma
deponerle a salvo de la represión de los organismos de seguridad del
régimen. Imbert McGregor estaba agradecido de Ramfis, pero una
vez ido éste no tenía razones para seguir apoyando al régimen.
El día anterior, viernes 17, el doctor Rolando Haché, consultor
jurídico de la Aviación Militar, se trasladó a Santiago con una carta de
Ramfis, leída a toda la oficialidad en formación, en la que resugería
que éste caería en su puesto con sus oficiales “como los elefantes
que mueren en un mismo cementerio”. Para los oficiales que
escucharon esta arenga era el indicio de que el hijo del hombre que
había regido el país por tres décadas no abandonaría a su gente.
Pero Ramfis se había ido horas antes y él, subjefe de la base de
Santiago, no se sentía comprometido con lo que aquel dejaba.
Inmediatamente después de esa reunión, Rodríguez Echavarría
se le acercó, poniéndole el brazo derecho en su espalda.
-¿Y si Ramfis se va, qué tú crees?-, le preguntó su superior
inmediato.
-Algo habría que hacer-, le respondió.
-No se puede permitir que Petán se haga cargo del Gobierno-,
añadió el general Rodríguez Echavarría.
9UN ATAQUE CON BOMBAS Y
COHETES
“Yo no he podido hacer ni bien ni mal. Fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros sucesos. Atribuírmelos no sería justo, y sería darme una importancia que no merezco”.
SIMON BOLIVAR
CROQUIS
Parecía una mañana estupenda para una revolución. Los
primeros y fulgurantes rayos del sol llenaban el firmamento con su
esplendor a espaldas suyas, como pocos amaneceres en ese
noviembre. El teniente coronel González Pomares no estaba, sin
embargo, para contemplar paisajes matinales. Se sentía tenso y
necesitaba dominar sus nervios para la difícil y peligrosa misión que
se disponía cumplir. Su vida y la de otros muchos compañeros pilotos
dependían de él.
Las condiciones del tiempo estaban a favor suyo. Un cambio en
las condiciones metereológicas lo hubiera echado todo a perder.
Necesitaban de un cielo despejado para poder actuar con la libertad
que el caso ameritaba. La brillante luz del amanecer era un buen
augurio a pesar de que él no se detuviera a contemplarla camino del
hangar donde le esperaba su avión, un Vampiro MK-5, con el tanque
lleno de combustible, pero sin municiones de ningún tipo.
Este último detalle era relevante. La masiva movilización de
aviones que tendría lugar inmediatamente después de su partida,
simulaba un cumplimiento de la orden de la jefatura de Estado Mayor
de dispersar los aparatos y el personal de vuelo a diferentes
aeródromos. La ejecución de la orden quedaba a cargo de ellos, y
pon ende, se utilizaría para contrarrestar la tentativa de golpe
reaccionario y apoyar el pronunciamiento que se proponían llevar a
cabo con el respaldo de la dotación de Santiago. En la eventualidad
de una acción militar, ellos contarían de todas formas con los mejores
aviones y dispondrían de los pertrechos que habían sido
meticulosamente trasladados a Santiago.
La Aviación era el cuerpo élite de las Fuerzas Armadas y muy
pocas fuerzas aéreas del Caribe e inclusive de otras partes de
América Latina podían contar con un número tan proporcionalmente
elevado de aviones de combate en relación con su número de
habitantes. En perfectas condiciones operativas poseía unos 45
Vampiros y unos 60 Mustang P-51, adquiridos en Suecia. No eran los
aviones más modernos en servicio en el mundo, pero se mantenían
en condiciones inmejorables con sus pilotos en constante actividad,
listos para enfrentar cualquier contingencia. Poseía además P-47, B-
25 y B-26, helicópteros artillados, AT-6, bombarderos Mosquitos y
muchos aviones de transporte. Los Vampiros y los Mustang eran la
base del poder de fuego de la aviación, que contaba en su arsenal
con los mejores tanques, los AMX adquiridos apenas dos años antes
en Francia, orugas y carros de asalto. Los P-51 tenían más autonomía
de vuelo que los Vampiros. Con un tanque adicional los MK-5 podían
volar una hora y media, pero los P-51 podían hacerlo durante cuatro
horas y algo más. La velocidad del Vampiro, a reacción, era de unas
300 millas por hora, 50 millas más que la del P-51, de hélice. Pero la
ventaja real del Vampiro sobre el otro era su enorme flexibilidad de
desplazamiento. Durante un ataque podía cerrar en giro en un
ángulo mucho más estrecho y moverse con más soltura.
González Pomares se acomodó en su cabina de vuelo, chequeó
los instrumentos, encendió los motores y se dirigió hacia la cabeza de
la pista. Debido a su creciente excitación podía oír los latidos de su
corazón a pesar del infernal ruido de la turbina. Mientras el aparato
corría velozmente por la pista, vio a muchos pilotos dirigirse
tranquilamente hacia la larga hilera de aviones listos para el
despegue. La fugaz escena le tranquilizó. Sus compañeros, el
coronel Rodríguez Echavarría y el teniente coronel Polanco Alegría,
estaban haciendo muy bien su parte.
En un punto intermedio en su trayecto hacia Santiago,
calculando que un buen número de pilotos debía haber alzado ya
vuelo, González Pomares llamó por radio a los líderes de escuadrilla,
teniente coronel Fernández Smester y capitán Polanco Tovar, para
ordenarles que en lugar de dirigirse a Dajabón, como habían anotado
en los planes de vuelo falsos, se dirigieran a la base de Santiago, sin
hacer preguntas. Cumpliendo otras instrucciones de vuelo, los pilotos
apagaron sus radios.
En la hora y media siguiente, la segunda base aérea del país
registraría la mayor actividad de su historia, para sorpresa y
preocupación de los más de mil oficiales y soldados que componían
su dotación.
El descenso no fue todo lo perfecto que fue su vuelo. Al tocar
tierra, el Vampiro del teniente coronel González Pomares se atascó en
medio de la pista por un desperfecto mecánico. El general Rodríguez
Echavarría envió un jeep a buscar al oficial y ordenó que un grupo de
soldados retirara inmediatamente el aparato a un lado, empujándole,
para permitir el aterrizaje de oleadas de aviones que vendrían más
tarde.
Creyendo ver en ese percance un presentimiento, el general
consultó a su padre, Pedro Antonio Rodríguez, refugiado desde horas
antes con otros familiares en la base.
-Comenzamos con mal pie, papá.
-No te preocupes, mi hijo. Valor. Esas cosas suceden.
El segundo avión en despegar fue un C-47, piloteado por el
mayor Mario Imbert McGregor, de 33 años. La misión que se le había
encargado nada tenía que ver con la operación en marcha. Era un
simple vuelo de rutina, llevado a cabo día tras día. La noche anterior,
el coronel Rodríguez Echavarría introdujo un cambio en la rutina, para
evitar que esta misión de patrullaje pudiera volverse en contra de su
grupo.
Imbert McGregor se alejó, como estaba previsto, a unas 50
millas de la costa este para informar de las novedades en el litoral.
En el punto más lejano de su plan de vuelo, alcanzó a divisar la flota
norteamericana acercándose a las aguas territoriales dominicanas.
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones el coronel subjefe
técnico, de no volver bajo ninguna circunstancia a San Isidro, giró
hacia el norte y no prestó atención a la llamada de la torre de control:
“1311 –número de su avión- regrese a base. 1311 conteste”. Imbert
McGregor bajó discretamente el volumen de la radio para que su co-
piloto no captara el mensaje y respondió:
-No se escucha bien. Tengo interferencia.
Sin pensarlo más se desvió por Sabana de la Mar, volando a
baja altura -entre mil y seiscientos pies- para eludir una persecución.
Al pedir pista en Santiago escucha la voz de su hermano Alfredo,
teniente coronel subjefe de la base aérea, que subió a la torre de
control para autorizarle el descenso.
Alfredo corrió a la pista a recibirle con un fuerte abrazo.
Ninguno de los dos hermanos tomaría parte en más vuelos ese día.
El ruido ensordecedor de los aviones despegando desde las
primeras horas de la mañana, despertó a centenares de oficiales y
soldados de los batallones de Infantería y Blindados, adscritos a la
Aviación Militar, con sede en el perímetro de la base. Muchos de ellos
asumieron que probablemente no tardarían en ser llamados para una
emergencia. Desde antes del asesinato de Trujillo, los cuarteles
militares se encontraban en vigilia permanente, bajo estado de
acuartelamiento, ante la posibilidad de una reacción venezolana.
Las sanciones impuestas el año anterior al país en la
conferencia ministerial de la OEA en San José, Costa Rica, por el
atentado perpetrado por el dictador dominicano contra el presidente
Rómulo Betancourt, no descartaban, según la propaganda difundida
en los recintos militares, la posibilidad de un ataque sorpresivo
venezolano. El despegue incesante de oleadas de aviones, que se
prolongó por alrededor de dos horas, revivió en muchos ese temor.
Al primer teniente José Antonio Guerra Ubrí (Tony), de 24 años,
sub encargado de planes y encargado de instrucción del Centro de
Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), aquello no le causó buena
impresión. Toda esa espectacular exhibición aérea parecía anormal.
Un presentimiento de que algo “grande estaba a punto de ocurrir” le
dominó, mientras apuraba una humeante taza de café, en su puesto
de servicio de oficial de guarda, a punto de concluir.
El segundo teniente Marino Almánzar, de 26 años, jefe de
mantenimiento del Batallón Blindado General Felipe Ciprián, contiguo
al barrio de oficiales de la base, fue uno de los primeros en ser
despertado por el ruido. Tras contemplar el despegue de los
aparatos, Almánzar creyó que estaba siendo testigo de una
evacuación general “la más grande que jamás hubiera visto”. Su
primer pensamiento estuvo dirigido a su mujer, Josefina, y su hija
recién nacida. Por espacio de casi una hora permaneció, fascinado,
observando uno por uno los aparatos tomar altura, a través de las
ventanas de su habitación en el pabellón de oficiales del Batallón
Blindado.
El capitán Amable Bueno, oficial de comunicaciones, se dirigía a
su puesto en el mirador de la torre de control, cuando los primeros
aparatos alzaron vuelo. Un leve sentimiento de angustia le recorrió el
cuerpo, mientras aceleraba el paso hacia su puesto de servicio. El
sería el primero en encontrar la respuesta final a todo este alboroto
inusitado.
Grampolver Medina, de 28 años, capitán comandante de la
Compañía de Infantería Blindada, no le asignó demasiada importancia
al hecho. Aunque no era una actividad normal, estaba acostumbrado
al despegue matinal de los aviones. Obedeciendo a un impulso
mecánico inició el conteo de los aparatos. Al cabo de varios minutos
dedicó su atención a otros asuntos. Tenía muchas obligaciones ese
día, domingo 19 de noviembre, y no iba a perder su tiempo en las
distracciones cotidianas de los pilotos.
Su compañero, capitán Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, de
28 años, comandante de la compañía de tanques AMX, de fabricación
francesa, tampoco sintió razones de alarma especial por la salida de
los aviones. El también tenía demasiadas obligaciones para ocuparse
de estas cosas. Como todas las mañanas, desde la orden de
acuertelamiento meses atrás, ya estaba despierto para el servicio a
las 5:00 de la mañana.
José Antonio Santana (Santanita), de 32 años, sargento
mecánico de primera clase del Batallón Blindado, sí tuvo en cambio
una corazonada. La oleada aérea le sorprendió camino al comedor,
donde se cruzó con el segundo teniente Herminio Vásquez,
comandante de tanques.
-Dios quiera, teniente, que esos pilotos no nos hagan una
jugarreta.
-¡No seas loco, Santanita!- le respondió.
La despreocupación de su superior, no levantó el ánimo del
sargento. No pasaría demasiado tiempo para ver que su
preocupación estaba más que justificada. Santana no toleraba
realmente a los pilotos. Los creía muy engreídos.
Margot de Fernández, esposa del teniente coronel piloto
Federico Fernández Smester, no experimentó ninguna intranquilidad
cuando vio, desde su casa la número 13 del barrio de oficiales, la
estela de los primeros Vampiros alzarse hacia el cielo. No creía que
su esposo estuviera en uno de ellos. Federico estuvo la noche
anterior en la casa para recoger algunas cosas personales y no le
informó de nada en particular. De manera que tratábase de una
operación de rutina. Tenía muchas cosas que hacer y en qué pensar.
Así que el despegue incesante no le despertó ninguna sospecha.
Entre las cinco de la mañana, en que se despertó, y las siete, en que
se dirigía al hospital, próximo a su residencia, y a poca distancia del
Batallón Blindado, despegaron más de sesenta aviones. En
circunstancias diferentes, Margot hubiera sentido razón para
alarmarse. Su preocupación estaba esa mañana en otro lugar. La
causa de que se dirigiera a hora tan temprana al hospital era que su
hijo, Federico, de 7 años, estaba allí internado aquejado de hepatitis.
El padre Andrés Guerrero, de 28 años, párroco de la iglesia de
San Isidro, fue despertado por la primera escuadrilla de Vampiros y
dio gracias al Altísimo porque ese domingo debía estar temprano en
el templo. El paso interminable de los aviones, sin embargo, le
intranquilizó de inmediato. Toda la noche anterior estuvo visitando
las casas de sus amigos oficiales y había observado un sentimiento
de inseguridad en la mayoría de las esposas de éstos. La inusitada
actividad aérea le recordó una breve conversación a la que había
otorgado escasa importancia. En su habitual recorrido sabatino por el
barrio de oficiales, vio a Mamá Tula, la suegra del general Rodríguez
Echavarría. Esta le dijo que el oficial había llamado excitado por
teléfono a su esposa Lolín, desde la base a la casa en Santiago, para
decirle que “la situación se está poniendo difícil”.
El capitán Rafael Emilio Luna Peguero, comandante de batería
de morteros de 120 milímetros del CEFA, vio también claramente las
escuadrillas tomar altura en perfecta formación, una tras otra, con
escasos minutos de diferencia, desde su puesto de oficial del día.
Bajo las primeras luces del amanecer de aquel domingo, la salida de
los aviones ofrecía un espectáculo maravilloso.
Nilka Antonia Mendoza de Abreu, llamada Hilda por todos sus
conocidos, se persignó varias veces seguidas al sentir sobre su casa
en el barrio de oficiales, a gran altura, el paso de los aparatos. Su
esposo, el mayor piloto Felipe Neris Abreu, estaba de puesto desde
hacía días en el aeropuerto internacional de Cabo Caucedo, con otros
aviadores de Vampiros, y ella comenzaba a sentirse nostálgica, lejos
de su natal Mayagüez, Puerto Rico.
Abstraída en sus pensamientos y con la preocupación puesta en
sus hijos Miguel, de 12 años, y César, de 9, estaba lejos de sospechar
la experiencia atormentadora que pasaría ese día junto a sus dos
seres más queridos.
El oficial de leyes, mayor Emilio Ludovino Fernández, de 33
años, no concedió demasiada importancia al sucesivo despegue de
aparatos, mientras hojeaba el libro de novedades en la casa de
guardia, al aproximarse el fin de su servicio como oficial del día. Sólo
tendría que llamar a cualesquiera de los dos oficiales auxiliares de
puesto para anotar la novedad más tarde. Su responsabilidad sería la
de registrar únicamente cuanto hubiera ocurrido y firmarlo. El libro
sería revisado más tarde por el comandante de puesto,
conjuntamente con un informe de las novedades escrito a maquinilla.
Horas más tarde, el oficial abogado no tendría que molestarse
en cumplir con ese estricto requisito de la disciplina militar. Nadie
tendría tiempo y ánimo para dedicarse a esas cosas.
Todos los aviones despegaron conforme a los planes. En la
jefatura nadie notó ninguna anormalidad en esta actividad aérea. De
hecho, la salida de los aparatos se ceñía a las disposiciones
emanadas del alto mando.
El último en despegar lo fue el teniente coronel Durán Guzmán,
en un B-25 capitaneado por el teniente coronel Octavio Balcácer,
oficial asignado al servicio de inteligencia en la cárcel del kilómetro 9.
Balcácer no figuraba en los propósitos del grupo, pero marginarlo esa
mañana hubiera implicado un riesgo, por las sospechas que
despertaría. El propósito de Durán al tomar asiento al lado de aquel,
era la de prevenir una reacción suya en el aire.
Poco más allá de la mitad del trayecto a Santiago, entre las
ciudades de La Vega y Moca, Durán divisó a considerable distancia la
primera escuadrilla de Vampiros que volando en elemento –formación
de dos- se dirigía de regreso a San Isidro. Durán tuvo un sobresalto,
que no percibió su compañero de vuelo. Los Vampiros llevaban
cohetes y bombas y habían despegado de San Isidro sin municiones.
Con toda seguridad se proponían atacar y ese no era el plan
que él y sus compañeros habían previsto. El movimiento consistía en
un pronunciamiento. El llevaba una proclama redactada por él mismo
en su portafolio.
A las 7:50 de la mañana, Durán desconocía por completo que
otra proclama había sido ya leída por una emisora de Santiago por el
general Rodríguez Echavarría. Mucho menos podía imaginar que
decenas de miles de hojas impresas con el texto de dicha proclama
estaban siendo lanzadas desde el aire en Santiago y Ciudad Trujillo,
por órdenes de Rodríguez Echavarría. El saber que las consignas del
levantamiento iban a ser difundidas por un programa político le
hubiera horrorizado. Durán no simpatizaba con la Unión Cívica
Nacional.
Durán detestaba el desorden y la indisciplina. Su amor casi
fanático por la autoridad provenía de su instrucción en el seminario
de jesuitas y su formación militar. En una de las muchas entrevistas
que tuvimos me habló acerca de sus intenciones: “Yo deseaba un
régimen como el de Trujillo, sin los Trujillo y, naturalmente, sin sus
métodos represivos, con lo bueno que pudiera tener su política
económica. Un día pasaba por la avenida Independencia y estaban
saqueando la casa de Japonesa Trujillo. Llamé alarmado a Chaguito
y él me dijo que era el pueblo que había que dejarlo”. Durán creía,
sin embargo, que el pueblo podía ser “mejor encauzado”. El plan
que él esbozó con sus compañeros contemplaba un gobierno
“estable que propiciara elecciones”. Durán consideraba que el
papel de los militares en ese proceso de transición tenía que ser
relevante.
Después que Rodríguez Echavarría grabara en el aparato
portátil con Ramón Lorenzo Perelló la proclama escrita por Tapia y
enviara a éste en compañía de varios oficiales de absoluta confianza
a imprimir el documento, ordenó tocar formación en cuadro de la
tropa. Eran exactamente las seis de la mañana, cuando se paró ante
ella, con el rostro hinchado por la falta de sueño y la ropa pegada al
cuerpo por el sudor de las intensas horas de tensión y vela.
La formación en cuadro no era un capricho del oficial.
Tratábase de una preocupación. De esa forma quedaría protegido
por la propia tropa en el caso de que alguien intentara dispararle, en
desacuerdo con el levantamiento. No podía desdeñarse que muchos
oficiales eran todavía ciegos admiradores de Trujillo y que otros
estaban seriamente comprometidos con crímenes y atropellos
cometidos en los últimos años. No podía estar seguro de que no
hubiera algunos de esos entre la oficialidad bajo su mando.
Alzando la voz e infundiéndole el mayor tono de autoridad
posible, Rodríguez Echavarría arengó a la tropa diciéndole que Ramfis
se había ido y que sus tíos, Negro y Petán, en complicidad con otros
generales, intentaban dar un golpe de estado para derrocar al
presidente Balaguer y asesinar a los líderes de la oposición. El deber
de los militares era evitar que esa tragedia, que desataría un baño de
sangre, se consumara. En esa hora suprema, esperaba que los
hombres bajo su mando cumplieran con su responsabilidad como
soldados de la patria y siguieran sus pasos.
Un silencio de muerte domina la situación. Cuando se retira,
empuñando su ametralladora de mano sobada, el general siente un
sudor frío recorrerle la espalda, temeroso de un disparo a traición.
Controlando sus propias angustias, sus pasos son cortos pero firmes y
lleva el pecho erguido como corresponde a un general en la guerra.
Cuando traspasa el umbral del edificio de oficinas de la comandancia
de la base, en dirección a su despacho, siente que es dueño de la
situación y que los oficiales y soldados de puesto en la base, están
dispuestos a seguirle. El momento más difícil ha pasado, aunque
todavía debe superar otros peligros.
El paso siguiente es asegurarse la adhesión de los comandantes
de otras guarniciones de la misma ciudad y de poblaciones cercanas,
como La Vega, Moca, San Francisco de Macorís y Mao. Para ello es
imprescindible enfrentarlos a una situación de hecho. La difusión de
la proclama no se hace esperar y un AT-6 es despachado hacia la
capital para arrojar los primeros paquetes entregados por la
imprenta.
El teniente coronel Polanco Alegría y su co-piloto, el capitán José
Francisco Rodríguez Núñez, tuvieron tiempo de ver el avión arrojar la
primera oleada de panfletos, cuando atravesaban la ciudad en
dirección a Santiago en su C-47. Ellos serían de los últimos en salir,
después de haberse asegurado del despegue sin dificultades de los
demás pilotos.
Sólo faltaba ahora apoyar con la acción el pronunciamiento. A
las 7:45 de la mañana, la torre de control autorizó el despegue de los
primeros cuatro Vampiros, que el primer teniente Hernández Beato
aprovisionó con suficiente gasolina y municiones. Ya en el aire, la
escuadrilla se dividió en formación de dos elementos. En el primero
Gonzáles Pomares lleva al lado suyo, en otro MK-5, al capitán Polanco
Tovar. El teniente coronel Fernández Smester va escoltado del
segundo teniente Julio Sánchez, veterano a sus 26 años de edad,
graduado como piloto en 1954 y famoso entre sus colegas por su
temeridad en el aire.
La misión que se les ha encomendado carecía de precedentes.
Pero ya no podían echarse atrás, aunque quisieran. Sólo quedaba
seguir adelante y rogar a Dios para que todo saliera bien, como
hicieron mientras los cuatro individualmente piloteaban sus aparatos
bajo el resplandeciente y despejado cielo increíblemente azul.
Todo ocurrió demasiado rápido. Aún así, el capitán Amable
Bueno vio desde su posición privilegiada del mirador de la torre de la
jefatura de San Isidro, la llegada de los aviones. Embelesado observó
cómo se separaban en giro y comenzaban a disparar. Con la agilidad
que le permitían sus 30 años, bajó corriendo las escaleras rumbo a la
jefatura de Estado Mayor, en el mismo edificio.
El primero en disparar fue González Pomares, que escogió como
blanco el Batallón Blindado, donde estaban los tanques. Soltó
primero un cohete, que estalló en la marquesina de la oficina del
comandante de la unidad, coronel Roberto Figueroa Carrión, hiriendo
al raso mecánico Cornelio Veras, de 27 años, que en ese momento
revisaba los frenos del automóvil de su jefe. A seguidas el piloto
accionó los cuatro cañones de 20 milímetros dejando una estela de
destrucción abajo.
Fernández Smester disparó sobre el Batallón de Artillería, a
poca distancia de la unidad de tanques, también con cohetes y
ametralladora. Los otros dos Vampiros dispararon casi al mismo
tiempo. El teniente Sánchez lo hizo contra los tanques. Lanzó sus
ocho cohetes desde muy baja altura, desafiando el fuego e
ametralladoras antiaéreas que, superaba la sorpresa del ataque
inicial, se pusieron en funcionamiento, a pesar de la confusión y el
desorden provocado por el fuego de los aviones.
Desde el aire, en cada giro para un nuevo bombardeo, podían
ver soldados corriendo por todo el recinto de la base. Algunos
oficiales disparaban inútilmente con sus armas de reglamento a los
reactores. Abajo los blancos alcanzados ardían. Las instrucciones de
los atacantes eran la de tratar de ocasionar el menor daño posible.
Sus objetivos eran, además de los tanques y la artillería, el comando
antiguerrilla. Estos constituían los focos que podían ofrecer
resistencia al levantamiento. El poderoso batallón de tanques estaba
comandado por el coronel Figueroa Carrión, quien hasta hacía poco
estuvo al frente de la cárcel del kilómetro 9 y era un hombre muy
comprometido con la dictadura.
Pero a pesar e las precauciones, el ataque había sido
demasiado duro y los daños eran muy grandes, aunque no alcanzaron
destruir ninguna unidad blindada. Columnas de humo surgían por
doquier. En un segundo ataque, el teniente Sánchez pasó rasante
casi tocando los hangares de los tanques, tomó altura de nuevo para
lanzar una bomba, tomando la velocidad y el ángulo de tiro precisos.
Soltó el artefacto e hizo blanco en uno de los hangares produciendo
un estruendo tremendo.
El ataque duró unos quince minutos. Fernández Smester dirigió
su fuego también sobre Contra Guerrillas, cuidando de no alcanzar el
hospital. Abajo podía ver en cada cruce un solitario defensor
disparando continuamente con una antiaérea. A la enorme velocidad
en que actuaban le era imposible identificarlo.
De regreso a Santiago sueltan fuego de ametralladoras sobre el
Campamento 27 de Febrero, del Ejército, fiel a Negro y Petán.
Fernández Smester fue el primero en divisar la llegada e una nueva
escuadrilla para continuar el ataque sobre San Isidro.
El recinto de la base se convirtió en un verdadero infierno. El
teniente coronel Miguel Ángel Hernando Ramírez, de 30 años,
comandante interino del CEFA desde el día anterior, desayunaba
tranquilamente en su despacho en compañía de otros dos oficiales de
su más absoluta confianza: el mayor Francisco Alberto Caamaño Deñó
y el capitán Rafael Fernández Domínguez. El estruendo de los
primeros cohetes los puso rápidamente en movimiento.
Hernando Ramírez puso de inmediato en vigor un plan de
defensa, ordenando a los dos oficiales dirigirse a sus puestos. El se
encaminó a los batallones de Blindados y Artillería. Todo allí era un
caos. El oficial había hecho cursos de entrenamiento en Venezuela y
sabía que la fuerza aérea de ese país poseía Vampiros. Al ver dos de
éstos lanzar cohetes, pensó inicialmente que se trataba de un ataque
venezolano, hasta que el teniente Miguel Salcedo, de la unidad de
artillería, logró explicarle que había podido distinguir las insignias de
la Aviación Militar Dominicana en los aparatos atacantes. Una bomba
hizo explosión cerca de ellos y los obligó a lanzarse al suelo, dentro
de una pequeña zanja.
A escasa distancia, el sacerdote Andrés Guerrero, capellán
teniente, se disponía a iniciar la primera de las dos misas de la
mañana de domingo, en la iglesia del CEFA, al otro lado de la
carretera que la separa del perímetro de la base, cuando los primeros
cohetes estremecieron los alrededores. La iglesia estaba atestada de
fieles, en su mayoría civiles, familiares de los oficiales y soldados.
Pero también de muchos alistados, recién llegados a la base desde
diferentes puntos del país. Era gente que jamás había visto disparar
un arma ni tenía idea de lo que era un bombardeo aéreo. La misa a
la que asistían los oficiales y el resto del personal militar sería, como
de costumbre, a las 10 de la mañana. Pero no llegaría a celebrarse.
El sacerdote se disponía a colocarse las últimas vestiduras para
dar inicio al oficio religioso, cuando el sonido de las bombas
estremeció, con un ruido pavoroso, todo el interior del templo. El
pánico se apoderó de los fieles que abandonaron el lugar, con
empujones y saltando por encima de los bancos, corriendo
despavoridos en busca del refugio por todos los alrededores.
El coronel Figueroa Carrión, de 35 años, estaba en su oficina de
comandante del Batallón Blindado, cuando hizo su entrada el segundo
en mando, Manuel Antonio Cuervo Gómez, para llevarle el informe
rutinario de las actividades del día anterior.
-¡Cierra la puerta!- le ordenó-. No vaya a ser que alguien pueda
pararse ahí y dispararnos.
-¿Tan mal estamos…?-, comenzó a responder Cuervo Gómez,
sentado frente a su superior, cuando una explosión, seguida de un
enorme fragmento de cohete, sacude la oficina levantando a varios
pies de altura un escritorio de caoba, ubicado en el costado opuesto
de la habitación. Instintivamente se lanzan ambos debajo del
escritorio y con ello logran salir ilesos. Pistola en mano, corren hacia
distintas direcciones. Figueroa se dirige a la jefatura donde espera
encontrar al general Sánchez hijo, a pesar de la hora. Cuervo Gómez
toma el camino de los hangares.
El capitán Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, comandante de
tanques, con los quince AMX bajo su mando, se estaba afeitando en
su habitación del segundo piso del dormitorio para oficiales del
batallón. A pocos pasos de él, el segundo teniente Jacinto Corteza
Peynado, de 20 años, su compañero de cuarto, se disponía a
cambiarse de ropas, después de haber concluido su servicio de
guardia desde la noche anterior. Pichardo era uno de los oficiales
más competentes y queridos por sus compañeros de armas y él,
particularmente, sentía un profundo aprecio por su joven camarada
de cuarto, recién llegado de España, donde había realizado un curso
avanzado de blindado en la Escuela Militar e Valladolid.
La explosión se escuchó tan cerca y el estruendo fue tan
poderoso, que Pichardo creyó que su habitación estaba siendo
atacada directamente. Una bala calibre veinte milímetros de Vampiro
cayó a pocos pasos de él, perforando una ventana. El joven teniente
Forteza Peynado creyó que había explotado el polvorín del
campamento. El primero con la cara llena de jabón todavía y el
segundo desnudo del torso, con la camisa y la pistola en la mano
derecha, descendieron rápidamente las escaleras.
Las escenas abajo no podían ser más desgarradoras. La
marquesina y la sala principal estaban envueltas en llamas, según
pudo observar el capitán Pichardo Gautreaux. Forteza vio a varios
soldados cargar a dos heridos, bañados en sangre. “Parecía un
infierno”, recordaría Pichardo.
Guiados por un instinto, corrieron en dirección a uno de los
hangares, desafiando el fuero aéreo incesante, no tanto para
protegerse como para entrar en combate.
El capitán Grampolver Medina recibió muy temprano en la
mañana la visita de un amigo, el teniente Pedro Manuel Cabrera
Ariza, hermano del coronel piloto Guarién Cabrera. El oficial vino a
comentarle la desgracia que significaba el que Ramfis saliera del país
el día anterior abandonando a sus amigos. El capitán Medina
acababa de concluir la revisión de correspondencia como oficial del
día y se disponía a efectuar la primera inspección ordinaria a las
unidades, cuando al aproximarse al hangar número uno, vio una
escuadrilla de Vampiros acercándose desde el oeste. El capitán
Medina no podía creer lo que contemplaban sus ojos, cuando los
reactores rompieron formación en preparación previa de un ataque.
Su primera reacción fue la de ponerse a salvo, pero corrió
instintivamente hacia la jefatura.
Como muchos otros oficiales, el segundo teniente Marino
Almánzar, técnico de blindados, a cargo del mantenimiento de los
tanques AMX, se encontraba en el pabellón de los dormitorios,
cuando las balas y cohetes del ataque inicial alcanzaron las
instalaciones del recinto. Y como decenas de ellos corrieron a poner
a salvo las unidades expuestas al fuego inclemente.
Desde su puesto de oficial del día, el comandante de batería de
morteros del CEFA, capitán Rafael Emilio Luna Peguero, sintió un
estremecimiento al observar los aviones en picada arrojar sus cargas
mortíferas. Los ataques no estaban dirigidos a su campamento. Así
que en lugar de correr a ponerse a salvo, llamó a la base desde donde
le confirmaron que unidades de la propia Aviación, con base en
Santiago, estaban llevando a cabo el despiadado ataque.
Luna procedió en seguidas a hacer lo que correspondía de
acuerdo con las instrucciones de guerra, poner a su guarnición en
estado de alerta. En previsión de un intento de ocupación o asalto
terrestre, siguió las órdenes del teniente coronel Hernando Ramírez
de establecer una defensa perimétrica, acantonando elementos y
unidades en lugares vulnerables con armas largas, nidos de
ametralladoras y elementos anti-tanques, incluyendo bazookas y
cañones sin retroceso. Y después hizo una segunda llamada
telefónica. Esta vez fue a la clínica San Rafael, donde su esposa
Emilia Caridad Pichirilo de Luna, acababa de dar a luz su primer hijo,
al que llamaría como él mismo, Rafael Emilio.
Al mayor piloto Juan Tejera López le sorprendió el bombardeo
visitando a su madre enferma en el hospital de la base. Desesperado,
al ver como la onda expansiva de los cohetes y bombas rompían las
ventanas del hospital, cargó a su madre en brazos y salió corriendo
fura del edificio. La montó en su automóvil, estacionando en el
parqueo, y salió a toda velocidad.
Su hermano Salvador, raso mecánico de 18 años, estaba en la
línea de vuelo de los Vampiros que aún quedaban en la base. Había
chequeado varios de los aviones que despegaron desde temprano,
para lo que entendía sería un ejercicio de rutina. Cuando vio llegar
los primeros reactores pensó que sus tareas concluían o simplemente
retornaban por fallas mecánicas. Al verlos atacar, creyó que era una
invasión ya que Venezuela tenía aparatos del mismo tipo. Echó a
correr como todo el mundo sin saber dónde guarecerse.
Lo primero que hizo Margot de Fernández Smester fue salir a
toda prisa del hospital en busca de su otro hijo, Fernando, el más
pequeño, de cuatro años, llevando en brazos al mayor, Federico, que
estaba enfermo de hepatitis. Carmen Luisa, su amiga y vecina,
esposa del teniente coronel Juan de los Santos Céspedes, lo había
trasladado ya a la ciudad, según le informaron otros vecinos
alarmados. Un oficial de infantería, el primer teniente Pedro Manuel
Cabrera Ariza, se ofreció a llevarla fuera de la base en su viejo
Cadillac, que tenía el moffler dañado. Ni Margos ni el teniente
Cabrera Arza sospechaban que el teniente coronel Fernández
Smester era el piloto de uno de los Vampiros atacantes.
Carmen Luisa Freites de De los Santos tomó la decisión de
llevarse al hijo de su amiga Margot, cuando no dio con esta después
de buscarla afanosamente por todo el barrio. Un cohete cayó en el
patio de una casa cercana y no vaciló entonces un minuto más tomó
ella misma las llaves del carro del coronel Fernández Smester y subió
al mismo con Johnny, su único hijo, de un año de edad, y otras ocho
personas, entre mujeres y niños. Lo que dejó detrás al abandonar a
toda prisa la base era un verdadero pandemonium. No reparó, ni le
importó un bledo, que su casa quedaba abierta y totalmente
abandonada.
Un fuerte estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Dolores
Domínguez de Fernández, esposa del capitán Vinicio Fernández
Pérez, quien tomó a sus cuatro hijos pequeños e intentó llamar en
vano a su esposo, de puesto en la base de Barahona desde hacía
apenas dos semanas. Tras rezar de rodillas una oración se dijo que
este podía ser “el fin del mundo”.
La escena quedaría grabada para siempre en la mente de un
niño. Juan R. Folch Hubieral, de siete años, hijo del teniente coronel
piloto Juan Nepomuceno Folch Pérez, se estaba cepillando los dientes,
acabado de levantar, cuando cayeron los primeros artefactos. Su
madre acababa de salir a visitar a una amiga, a una cuadra de la casa
en el barrio de oficiales. El niño salió afuera, ajeno al peligro, y captó
a la gente corriendo, los vuelos rasantes de aviones y el movimiento
apresurado de los tanques. Juan, en su inocencia, creía estar
presenciando una película.
Para el primer teniente José Antonio Guerra Ubrí (Tony), fue
como si “estuviera comenzando una guerra verdadera”. Estaba
saliendo de su puesto de oficial de guardia, en el recinto del CEFA,
cuando sintió la tierra “estremecerse” debajo de sus pies. Fue
directamente a la comandancia del centro y de allí fue a ordenar al
personal del equipo antiaéreo subir a sus puestos de defensa. El
oficial descubriría más tarde que “ninguna de las anti-aéreas estaba
en condiciones de ser usadas “debido probablemente a un sabotaje”.
El ataque tomó al sargento José Antonio Santana, mecánico de
primera clase, a punto de iniciar la reparación del sistema de
transmisión hidráulico del tanque L60 número 328, de fabricación
sueca, en el interior del hangar principal, próximo a las oficinas del
batallón. Un fragmento del primer cohete, que hirió a su compañero
Cornelio Veras, le alcanzó de refilón el lado izquierdo de la nariz al
agacharse para reparar el tanque, pero él no se percató de ello hasta
que vio su camisa llena de sangre y comenzó a sentirse mareado.
Guiado por un impulso, el sargento Santana, llamado Santanita por
sus compañeros, subió a otro tanque L60, con dos sargentos que se
habían escondido debajo del mismo para protegerse. Santana puso
en marcha el blindado y se llevó de encuentro la puerta de malla
ciclónica que delimitaba el recinto, internándose en los matorrales
vecinos.
Fue el primero de los vehículos puesto a salvo por medio de
esta maniobra. A los pocos minutos, mientras los aviones seguían
castigando las instalaciones de tanques, artillería y contra guerrillas,
un número mayor de unidades blindadas burlarían el ataque
escondiéndose en los montes contiguos.
La difusión de la proclama tuvo un efecto explosivo en la
población. Las calles y plazas de Santiago y la capital se llenaron de
manifestantes pidiendo la inmediata salida de los Trujillo. Los
odiados militares, que el pueblo identificaba con la parte más sombría
de la dictadura, se convirtieron de improviso en héroes. Barricadas
improvisadas con toda clase de objetos fueron levantadas en las
principales vías públicas de un ataque de las fuerzas que pudieran
permanecer todavía leales a la dictadura.
La proclama, redactada por un prominente dirigente de la UCN
reflejaba más en el fondo las ideas ucenistas que los propósitos de los
militares. La referencia al “noble y sufrido pueblo”, que era la
consigna con que se identificaba el grupo antitrujillista, no dejaba
dudas respecto a la notable influencia política de este grupo en la
acción. Rodríguez Echavarría no (CUATRO PAGINAS DE FOTOS)
parecía un hombre apegado a las ideas que movían a la UCN. Pero
necesitaba de un sólido respaldo político para salir airoso. Los cívicos
no creían que el general era el hombre para llevar adelante un
verdadero proceso democrático. Ambos se necesitaban, eso era
todo.
Por otra parte, el respaldo que la UCN ofrecía a Balaguer era
sólo coyuntural. Lo prioritario y fundamental consistía en echar del
país a las figuras más connotadas del trujillismo. Logrado esto,
Balaguer no representaría mayores inconvenientes. Sin el respaldo
de Ramfis, difícilmente, creían, el Presidente podría sostenerse. La
lucha política realmente empezaba ahora.
En Santiago, centenares de personas de todas las clases
sociales se presentaron a la base en señal de respaldo, llevando
consigo alimentos y agua potable para los soldados. Los actos de
retaliación y vandalismo compitieron con las demostraciones de
júbilo. La furia de la multitud se volcó con saña contra los símbolos
del terror y la tiranía que habían dominado la sociedad de Santiago
durante décadas.
La Policía no resultó suficiente para controlar los desmanes y las
fuerzas militares, comprometidas en el levantamiento, no estaban en
condiciones de suplir refuerzos para aplacar los excesos. Turbas
armadas de palos asaltaron residencias y oficinas pública, causando
destrozos y entregándose al pillaje. Una columna de unos cien
manifestantes penetró por la fuerza a la residencia de Jaime Sued, en
la intersección de las calles Independencia con Duarte, dejándola
convertida en escombros. La vivienda de Luís Sued, escasamente a
una cuadra, en la calle Restauración con Duarte, también fue presa
de la acción depredadora de las turbas. Luís era el padre de Víctor
Sued, amigo y compañero de Ramfis. Pero sus hermanos no tenían
mucha vinculación con el hijo del Generalísimo. Nadie los relacionaba
con atrocidades. Por el contrario, muchos residentes de la ciudad
reconocían que ellos habían intercedido ante Trujillo a favor de mucha
gente perseguida por el régimen. No serían estos los únicos casos de
barbarismo registrados ese día en medio de la euforia popular.
La proclama en sí misma no esbozaba ningún plan de carácter
político. El texto, como se verá a continuación, era una simple
justificación del pronunciamiento militar.
“Como consecuencia de la férrea dictadura que como todos
sabemos ha usurpado el poder durante 32 años, el noble y sufrido
pueblo dominicano se ha visto humillado, vejado y arruinado, tanto
moral como físicamente, y cuando comenzábamos a ver los albores
de un nuevo sistema de gobierno, gracias a la nobleza y grandeza del
Honorable Señor Presidente de la República, dos insaciables
personeros de esa dictadura, para decirlo en términos más claros, los
señores Héctor Trujillo Molina y José Arismendy Trujillo –Petán-
regresan al país desde el extranjero con el maquiavélico plan de dar
un golpe de estado y simultáneamente asesinar a todos los presos
políticos y opositores, que más que opositores son verdaderos
ciudadanos que luchan por el establecimiento en el país de una
auténtica democracia.
“En vista de la grave y precaria situación por la que atraviesa el
país, los oficiales pilotos, secundados por oficiales de infantería y
demás ramas de las Fuerzas Armadas, conscientes de su
responsabilidad histórica, han resuelto respaldar sin reservas al
gobierno legalmente constituido que preside el doctor Joaquín
Balaguer, por considerar que el mismo es el que sigue la senda de la
libertad a base de la democracia, por tanto tiempo esperada.
“Hacemos expresa advertencia a los militares que custodian al
Presidente Balaguer que la vida del Primer Magistrado de la Nación es
sagrada y deben por tanto garantizarla; de lo contrario actuaremos
sin vacilaciones contra quienes se atrevan a atentar contra la misma.
“Asimismo, exigimos la inmediata salida del país de los señores
Héctor Trujillo Molina y José Arismendy Trujillo Molina.
“Pedimos al pueblo dominicano conservar la más absoluta
calma, en una actitud de valiente apoyo a nuestros propósitos,,
dándoles la seguridad de que aplastaremos cualquier fraticida
intento por alterar el orden público en esta suprema hora histórica
en que está en juego la vida misma de la Patria”.
La noche del viernes 17, sin aparente explicación, se había
dispuesto un cambio en la escolta del Presidente. En adición a los
términos de la proclama acerca de la seguridad del mandatario, la
mañana del domingo 19, el general Rodríguez Echavarría llamó al
coronel Rafael de Jesús Checo, nuevo encargado de la protección de
Balaguer.
-¡Usted responde con su vida si algo le pasa al Presidente!
Mientras los aviones incursionaban sobre San Isidro y el general
Rodríguez Echavarría consolidaba su posición en Santiago, dos altos
dirigentes de UCN cumplían una misión no menos peligrosa en Ciudad
Trujillo.
El licenciado Federico Carlos Álvarez, secretario general
adjunto, se había trasladado desde Santiago el día anterior. De
común acuerdo con la dirigencia de la organización, estableció un
original sistema de comunicación telefónico para burlar la
interferencia de la inteligencia militar. Álvarez pernoctó ese sábado
en la residencia de su tío, el doctor Juan Pablo Mella, en el número 65
de la calle 16 de Agosto, a pocas cuadras al norte del Parque
Independencia y a una distancia ligeramente mayor al este del
Palacio Nacional. En la madrugada del domingo, Álvarez recibió una
llamada en clave de Santiago informándole que la operación “está en
marcha”.
Después de colgar, discó el número privado del doctor Severo
Cabral, quien no tardó en procurarle, manejando él mismo un carro
pequeño para no despertar demasiada atención. Los dos dirigentes
cívicos se dirigieron a la emisora radial HIZ. Cabral apuntó con un
revólver al locutor obligándole a leer una proclama diciendo que se
había producido un levantamiento militar y que aviones rebeldes
atacaban en esos momentos a la base de San Isidro.
La toma de la emisora duró unos minutos. En medio de la
transmisión, Álvarez descolgó un cuadro de Trujillo colocado en un
salón para visitas bautizado con el nombre del humorista Paco
Escribano. Acto seguido lo lanzó al piso con todas sus fuerzas,
haciendo añicos el marco y desparramando los restos del vidrio por
toda la habitación.
En el preciso momento en que huían, se aproximó a toda
velocidad un automóvil Volkswagen perteneciente al Servicio de
Inteligencia Militar, que le pasa por el lado y se detiene bruscamente
en el edificio de la estación de radio.
El C-47, con capacidad de carga de 6,500 libras y treinta
personas, en que iban el teniente coronel Polanco Alegría y su co-
piloto capitán Rodríguez Núñez, aterrizó sin problemas en la base de
Santiago acreedor de las 8:15 de la mañana. Las primeras misiones
se estaban ya cumpliendo rigurosamente sobre San Isidro. El general
Rodríguez Echavarría salió personalmente a recibirles, cuando el
avión se detuvo exactamente frente al edificio principal, pero no les
preguntó por los repuestos que traían.
Polanco notó al general muy excitado, “natural en un momento
tan difícil”, diría después. “¿Qué buscas aquí?, le inquirió con
brusquedad, diciéndole que le hacía en Barahona. La respuesta del
oficial fue igualmente brusca, recordándole su conversación de la
noche anterior e informándole de la recomendación de su propio
hermano, de que se dirigiera antes a Santiago. El general les ordena
entonces que se dirijan sin pérdida de tiempo a Barahona, donde ya
ha enviado al general Rodríguez Méndez con instrucciones de asumir
el mando de esa base.
Con un montón de ejemplares de la proclama ya leída por
Rodríguez Echavarría en el programa radial de Unión Cívica, Polanco
Alegría y Rodríguez Núñez parten de inmediato para la base sureña.
Allí lo aguardan lo que ambos considerarían después como los
momentos de mayor aprieto de su carrera militar hasta entonces.
El segundo teniente piloto Alfredo Hernández Díaz, de 26 años,
oficial adscrito al Escuadrón Caza Bombardero, siguió al dedillo las
instrucciones de llevar seis AT-6 a la pista de aterrizaje de Consuelo,
a unos cincuenta kilómetros al este de San Isidro. Era un aeródromo
rústico, situado en el área del ingenio azucarero del mismo nombre,
que la Aviación Militar tenía bajo su control. Ni Hernández Díaz ni
ninguno de los demás pilotos tenían la más remota idea de cuál era el
propósito de su misión. Se les había ordenado simplemente llevar los
aviones al lugar.
El comandante del ejército de puesto en el ingenio fue quien les
informó más tarde sobre las noticias del levantamiento del general
Rodríguez Echavarría y su ataque aéreo a San Isidro. Estaban
desconcertados.
A media mañana, el mayor Juan Tejera López, de 35 años,
intendente de abastecimiento aéreo, en compañía de su hermano
Salvador, raso mecánico de avión, llegaron a la pista conduciendo el
primero un jeep militar. Estaban provistos de paracaídas y
reclamaron la entrega de un AT-6 para unirse al levantamiento en
Santiago. El mayor Tejera acababa de trasladar a su madre del
hospital de la base aérea a una casa en el poblado de Mendoza y de
allí volvió al recinto en busca de su hermano.
Después llamó por teléfono al coronel Rodríguez Echavarría,
quien ya se encontraba en Santiago. Este le confirmó la versión del
levantamiento agregando que actuaban “guiados por una causa
justa” tras explicarle la situación. Tejera le dijo que se uniría a ellos.
Pero no encontró disponible ningún avión. Entonces se enteró de que
seis AT-6 estaban en Consuelo. Tomó un vehículo y fue directamente
al ingenio.
El teniente Hernández Díaz, en obediencia al rango, le entregó
uno de los aviones y cuando éste apenas levantaba vuelo se dirigió a
los demás pilotos diciéndolos que él también se uniría al movimiento.
Los que no estuvieran de acuerdo, les dijo, podían dirigirse al este. Al
cabo de una hora aproximada de vuelo podrían aterrizar en la base
norteamericana Ramey, en Puerto Rico, y ponerse a salvo.
Desde el aire, Hernández Díaz pudo ver, a distancia, los buques
de la armada norteamericana y detrás de él, los otros cuatro AT-6
volando en dirección a Santiago. Todos habían decidido seguirles.
El teniente primero Juan Rafael Lockward Torres se levantó
como venía haciendo desde hacía varias semanas, a las seis de la
mañana, y se dirigió directamente al club a desayunar, en compañía
del también teniente primero Larrauri González. Después de un
desayuno pesado de huevos con plátanos y chocolate, el oficial de 25
años llamó a su esposa para saber de ella y sus dos hijos, Elbys
Rafael, de dos años, y Annie, de meses, ya que había dormido en la
base.
Los dos oficiales estaban entre los ocho pilotos sentados en la
amplia antesala del Escuadrón Caza Bombardero, comentando
intrigados la partida de tantos aviones, cuando el estruendo de la
primera oleada de cohetes estremeció las paredes del edificio.
Movidos como por una fuerza oculta, todos, al unísono, corrieron en
dirección a los hangares. Quedaban en la línea de vuelo unos diez
aviones, pero pronto se darían cuenta que algunos habían sido
saboteados.
Lockward Torres saltó raudamente sobre la cabina de su
Vampiro, pero éste no encendió. La cara de frustración del teniente
coronel Ángel Ramos Usera rivalizaba con la suya,, cuando los
motores del otro Vampiro, al lado suyo, tampoco respondieron. A
corta distancia al norte, a unos cuatro o cinco mil pies de altura,
divisaría media hora después un B-26 volando en círculo. El
bombardero, que había despegado de la base de Santiago, buscaba
exactamente el lugar en los densos matorrales donde se escondieron
los tanques y los carros de asalto del Batallón Blindado y de la
Artillería.
Varios aviones pudieron, sin embargo, despegar sin poder hacer
nada contra los atacantes. El teniente primero Octavio Alba Minaya
en un P-51. Convencidos de la inutilidad de su acción, regresaron a
los pocos minutos de haber alzado vuelo. Una de las balas
disparadas por un antiaérea en el Batallón de Artillería perforó la cola
al P-51, pero Alba Minaya consiguió aterrizar sin dificultad.
Otros aviadores persiguieron a los atacantes de regreso a su
base, hasta las proximidades de Bonao, en un punto equidistante
entre la capital y Santiago. Regresaron para evitar ser atacados por
refuerzos de la base rebelde. Uno de los pilotos regresó con la
información de que eran sus propios compañeros de cuerpo.
González Pomares le había dicho por radio desde su Vampiro que el
asunto no era contra ellos y les pedía unirse al movimiento. El
objetivo del ataque eran los batallones de Blindado y Artillería y otras
fuerzas de tierra, que Rodríguez Echavarría temía podían plegarse a
un golpe planeado por Petán y Negro Trujillo.
Como intendente de abastecimiento aéreo, el mayor Tejera
López había estado cumpliendo las instrucciones del coronel
Rodríguez Echavarría de despachar pedidos anormales de
combustible a la base de Santiago. Cuando arribó en un AT-6 para
unirse en compañía de su hermano Salvador al levantamiento, le
reprochó al general por no haber confiado lo suficientemente en él
como para informarle de antemano de lo que se proponía hacer.
Rodríguez Echavarría le echó el brazo derecho sobre la espalda
empapada de sudor y le dijo:
-¡Qué buen pendejo tú eres! ¿Por qué crees que te hice nombrar
en la Intendencia y te pedía gasolina?
Wessin desplazó los tanques y carros de asalto dentro y en los
alrededores de la base, mientras el general Rodríguez Echavarría
enviaba por el coronel Grampolver Dujarric, comandante de la
fortaleza del Ejército en la ciudad y su segundo, el teniente coronel
Ney Garrido, éste último muy amito de Tapia Espinal.
La conversación se desarrolló en una atmósfera tensa. El
general le explicó sus objetivos y le urgió a abstenerse de adoptar
medidas ofensivas en su contra, so pena de someterse a un fiero
bombardeo aéreo. Dujarric abrió los brazos para dar fuerza a su
expresión:
-Pero general, la tropa no sabe nada. Déjeme ir a la fortaleza a
explicarles.
-Está bien-, consintió Rodríguez Echavarría-, pero déjame aquí a
Ney.
Dujarric se retiró y al poco rato le llama de vuelta diciéndole:
“OK, general”. El jefe de la base queda en duda acerca del alcance
de esta expresión, aunque no encontraría resistencia de parte de la
dotación del Ejército. El otro problema por resolver es la Policía, al
frente de la cual se encontraba un oficial muy adepto a Petán Trujillo.
Con soldados fuertemente armados, apoyados por un tanque, el
general envió por él.
-¿Qué sucede, general, por qué ese trato?-, se le queja el oficial
de policía.
-No te hagas el pendejo. Tu eres amigo de Petán y me puedes
joder.
-Aquí están mis armas.
Rodríguez Echavarría le permitió quedarse con ellas, pero
ordenó mantenerle detenido en la base mientras tanto.
Ahora debe asegurarse la adhesión de las guarniciones de Mao
y de otras localidades como La Vega, Moca y San Francisco de
Macorís, que de plegarse al general Sánchez hijo, podrían ponerle en
serio peligro. Al primero a quien llama es al general de brigada
Miguel Rodríguez Reyes, jefe de la Fortaleza de Mao. Quien toma la
llamada es el coronel Elio Osiris Perdomo, segundo en mando. Le
hace preguntar si reconocen a Balaguer como Presidente. La
respuesta es positiva. “Esto no será como antes”, replica Rodríguez
Echavarría, “que Balaguer daba las órdenes y se seguían las de Negro
y Petán”. El oficial asiente de nuevo. Pero en vista de que el general
Rodríguez Reyes no toma directamente el teléfono, le ordenó colocar
en el patio de la guarnición toda la artillería, con los cañones hacia
abajo, en muestra de apoyo al levantamiento y de que no atacarían a
Santiago.
Acto seguido, despacha un AT-6 a observar. En lugar de hacer
lo solicitado, el general Rodríguez Reyes evacua su tropa hacia unos
tupidos platanales cercanos y hace fuego de fusilería contra el avión,
alcanzándole sin consecuencias. El piloto de la alarma y Rodríguez
Echavarría envía entonces al teniente coronel González Pomares y al
capitán Polanco Tovar a “resolver esta situación de inmediato”.
Los dos oficiales alcanzan la fortaleza en sus reactores en
menos de seis minutos y arrojan un par de cohetes sobre el recinto.
Uno de ellos atraviesa la misma casa de guardia y da muerte a un
soldado que estaba aún allí. Rodríguez Reyes llama minutos después
a Santiago y acepta sumarse al levantamiento.
Vuelos rasantes de Vampiros y P-51 doblegan las iniciales
reservas de los comandantes de Moca, La Vega, Salcedo y San
Francisco de Macorís. El capitán Polanco Tovar cumplió otra misión
esa misma mañana. Seguido, para evitar el paso de tanques, ante
informes de que San Isidro preparaba un ataque por tierra. Dos
cohetes caen sobre el mismo puente y los pilotos regresan a su base.
Simultáneamente, el teniente coronel Renato Malagón es
enviado a destruir un puente en las afueras de Bonao, pero la bomba
de quinientas libras cae en el río sin dañar la vía. A media mañana
del domingo 19 de noviembre, apenas horas después e lanzar su
proclama, el general Rodríguez Echavarría parecía haber superado los
peores inconvenientes. La rebelión prometía ser todo un éxito.
El teniente coronel Renato Malagón fue de los pocos renuentes
a hablar con el autor sobre estos episodios. Con mucha amabilidad
me dijo, ante mi insistencia: “Todas mis experiencias militares las
tengo guardadas en una caja fuerte para cuando muera mi familia
haga uso de ellas como mejor crea”.
10EL EXILIO DE LOS TRUJILLOS
“La gloria se parece al mercado: a veces, cuando permanecen en él algún tiempo, los precios bajan”.
FRANCIS BACON
Las cosas no marchaban en Barahona tan bien como le iban al
general Rodríguez Echavarría en Santiago: Cuando el C-47 en que
volaban Polanco Alegría y su co-piloto Rodríguez Núñez aterrizó en la
base de aquella ciudad, los oficiales se encontraban reunidos bajo
una terraza, donde funcionaba el club, un poco alejado de los edificios
del comando.
Polanco captó inmediatamente la atmósfera de tensión y bajó
con su ametralladora Thompson en la mano derecha. Rodríguez
Núñez se quedó relegado en el avión llenando el libro de vuelo. Un
jeep condujo al teniente coronel Miguel A. Veras Toribio, comandante
de las tropas de infantería de la base, ante el mismo aparato para
recoger a sus ocupantes. Al llegar a la terraza, Polanco alcanzó a ver
al general Rodríguez Méndez, rodeado de oficiales, quien le dice, con
voz trémula:
-Compadre, estoy preso. ¡Me han desarmado!
La expectación era grande y resulta difícil distinguir lo que
alguien decía, ya que todos hablaban casi a la voz y en voz alta. En
un lado de la pista, Polanco observó los ocho Mustang P-51
despachados horas antes desde San Isidro. Sumaban con ellos diez y
seis los aviones de ese tipo en la base. El oficial pensó que si la
dotación resistía, se suscitarían graves inconvenientes.
La consigna era convencer a la oficialidad que la partida de
Ramfis creaba una situación que sus tíos y otros personeros de la
dictadura pretendían aprovechar mediante un golpe de fuerza que
incluiría el asesinato de líderes de la oposición y el destierro o muerte
del propio Presidente. El propósito de Rodríguez Echavarría era evitar
que esa catástrofe se consumara. Sin embargo, el general Rodríguez
Méndez no había sido convincente. Tan pronto como aterrizó en las
primeras horas de la mañana piloteando él mismo un AT-6, trató de
asumirle mando imponiendo su rango sobre el comandante de
puesto, coronel Luís Beauchamps Javier. Ese fue su error.
Nadie, ni el coronel Beauchamps, sabía lo que estaba pasando y
las primeras informaciones transmitidas por la radio, contribuyeron a
aumentar la confusión. La oficialidad de puesto en Barahona se
debatía entre su lealtad al mando de San Isidro y la lógica del
razonamiento en que se sustentaba el levantamiento militar del
general Rodríguez Echavarría. En el cuerpo de infantería de servicio
en Barahona estaban algunos de los oficiales más leales a Ramfis,
entre ellos el coronel Veras Toribio, de 34 años, su compañero en el
equipo de polo.
Beauchamps estaba muy excitado y se oponía a que se le
leyera la proclama traída de Santiago. En el transcurso de media
hora tuvieron lugar varias llamadas telefónicas con San Isidro y el
general Sánchez hijo dio instrucciones de impedir el despegue de los
aviones. Veras Toribio bloqueó la pista con un tanque y un carro de
asalto se situó en frente de la hilera de los Mustang apuntándoles con
sus dos ametralladoras de pesado calibre. Si alguien intentaba subir
a un avión sería fulminado.
Beauchamps también llamó a su hermano, Juan René, teniente
coronel comandante de la fortaleza del Ejército en Azua, a unos 50
kilómetros al este, en dirección a la capital, para pedirle que cerrara
la carretera y no dejara pasar ninguna tropa sin su consentimiento.
Después de varios intentos, logró comunicarse con Balaguer. La
respuesta del Presidente le hizo presumir que hablaba bajo presiones.
-Señor Beauchamps, puede venir con sus aviones a San Isidro.
Tiene garantías.
-No, señor Presidente, nosotros le apoyamos a usted y sólo
recibimos órdenes suyas.
Los oficiales, muchos de los cuales tenían a sus esposas e hijos
en San Isidro, estaban alarmados y molestos por el bombardeo a
dicha base. El capitán Vinicio Fernández Pérez, de 38 años, del
Batallón de Blindados, pensó en Dolores, su esposa, y en sus cuatro
hijos, que vivían allá. El no protestó cuando alguien propuso que se
atacara por aire a la base de Santiago en represalia.
Rodríguez Echavarría había advertido acerca de su intención de
bombardear el campamento si no se plegaba al pronunciamiento. La
situación era en extremo delicada. El momento “más difícil” para el
teniente coronel Polanco Alegría llegó a continuación, cuando trató de
imponerse leyendo la proclama. El teléfono de la terraza del club de
oficiales timbró de nuevo. Beauchamps lo tomó, pero Polanco,
situándose semi de espaldas a éste, colocó un dedo sobre el
interruptor. Beauchamps no escuchó a nadie del otro lado de la línea
y cerró de golpe. Después se sabría que la llamada era del general
Sánchez hijo.
La llegada inesperada de un oficial relaja la situación. El
capitán de navío Martínez Velásquez, comandante de la base naval de
Barahona, irrumpe en la reunión, alzando los brazos: “Señores,
tengan calma, hay que hablar”. Los oficiales gritan: “Si, hay que
hablar”.
-No quiero oír pendejadas. Aquí lo que hay es un complot-
protestó Beauchamps.
La voz del teniente Osvaldo Dujarric se deja oír:
-Coronel, déjelo hablar, para ver qué dice.
Polanco Alegría, presidente entonces que puede dominar la
situación e intenta leer de nuevo el documento. Beauchamps
propone subir a su oficina y todo el grupo le sigue, la mayoría de ellos
con sus revólveres martillados en el cinto y portando metralletas de
mano.
Tan pronto alcanzaron la oficina, lo primero que hizo Polanco
Alegría fue desconectar el teléfono “para que no interrumpan las
llamadas. Vamos nosotros a conversar primero”. La tensión baja
después que el texto de la proclama es leído y se acuerda llamar al
Presidente Balaguer para comunicarle que están de parte suya. El
teléfono es conectado de nuevo y pasa de los oídos de un oficial a
otro. Balaguer les agradece el apoyo. El último en hablar es el mayor
Ramón Tatis Núñez, del personal de infantería, y miembro del clan de
Ramfis.
Luego Beauchamps comunica a Rodríguez Echavarría la
adhesión de la base y se retira a su casa. El oficial estaba casado con
Silveria, hija de Aníbal Trujillo, hermano del Jefe, quien según se decía
había sido asesinado por órdenes de éste. Silveria nunca gozó del
status de otros miembros de la familia Trujillo. Educada en los
Estados Unidos trabajaba como profesora de inglés, un empleo casi
indigno para un pariente cercano del dictador. Beauchamps era uno
de los oficiales más apreciados por los pilotos. Esto quedó de
manifiesto cuando –después de entregar el mando de la base al
general Rodríguez Méndez- la totalidad de los oficiales fue a visitarle
para decirle que no se preocupara que a él nada habría de pasarle.
Silveria les preparó café y abrazó a cada uno de los oficiales con
lágrimas en los ojos.
Mientras esto ocurría, en la capital los acontecimientos se
desarrollaban rápidamente. Petán fue a visitar temprano al general
Sánchez hijo a la base. El bombardeo le sorprendió bajando las
escaleras del edificio de la jefatura de Estado Mayor.
El teniente coronel piloto Miguel Atila Luna Pérez, de 32 años,
intendente de la Aviación, dormía cuando se produjo el primer
ataque. Como la mayoría de los oficiales se acostó tarde, aturdidos
por la noticia de la huida de Ramfis. Su conversación de medianoche
con el teniente coronel Ismael Emilio Román Carbuccia, denotaba el
cambio operado en muchos oficiales y su poco entusiasmo por seguir
apoyando a la familia Trujillo.
“¿En qué estas?”, le había preguntado. Su compañero fue
tajante: “No voy a pelear por los otros. Por el único que lo haría sería
por el Presidente”.
Al sonido de los primeros cohetes, Luna Pérez corrió con su
paracaídas hacia su avión y encontró a Ramos Usera tratando en
vano de encender un Vampiro. Al comprobar que fueron saboteados
corrieron hacia la jefatura, en medio de un caos general y el trepidar
de las bombas y las ametralladoras.
Los dos oficiales encontraron al general Sánchez junto a Petán y
el coronel Simmons, de la embajada de Estados Unidos, al pie de las
escaleras. Otros oficiales se les habían acercado, en busca de
información e instrucciones. Petán increpaba duramente al oficial
norteamericano oscilando nerviosamente su ametralladora Thompson
frente a su rostro. Le acusaba de ser el responsable. La embajada
norteamericana, gritaba, lo había organizado todo. Su excitación
estaba fuera de toda proporción, pensaron Ramos Usera y Luna
Pérez. El hermano del dictador apuntó de pronto con su arma a uno
de los Vampiros que pasó a enorme velocidad por encima del edificio
y disparó una ráfaga. Luna Pérez le grita:
-General, deje eso. ¡Esa arma no tumba un avión!
Entonces caen dos bombas de 500 libras en el Batallón de
Artillería. El ruido es ensordecedor. Petán se echa de bruces en su
carro y ordenó al chofer conducir a toda velocidad fuera de la zona.
Otras dos bombas similares, lanzadas por un Mustang, que formaba
parte de una segunda oleada de ataque, caen sin explotar en la
explanada próxima al polvorín. Luna Pérez respira aliviado. Si
hubieran hecho explosión, se dice a sí mismo, nadie habrá podido
imaginar el desastre.
En esos momentos de excitación y peligro, uno que procedió
con serenidad, dentro de las circunstancias fue el general Sánchez,
que aprovechó la presencia de los tenientes coroneles Ramos Usera y
Luna Pérez para ordenarles preparar un plan de contraataque. Les
dijo que Rodríguez Echavarría se “ha vuelto loco y se ha proclamado
Presidente en Santiago”.
Con una unidad móvil de radio, que le trajera el capitán Bueno,
el general Sánchez desde su jeep Land Rover, parqueado en la
marquesina de la jefatura, establece comunicación con el B-26 que
sobrevolaba el perímetro en busca de los carros blindados. Le insta a
descender y a abandonar “la locura” en que estaba envuelto.
El piloto le responde que si aterriza “ahí mimo me fusilan”, pero
les dice que no deben preocuparse. El ataque no es contra ellos, sino
contra los carros de asalto y los tanques.
Un cohete cae sin explotar, entre tanto, en el patio de la
residencia del teniente coronel Joaquín Nadal Lluberes, que
permanecía al lado de Sánchez. El oficial corrió a cerciorarse al barrio
de oficiales, mientras Sánchez subía al jeep para realizar un recorrido
de evaluación de los daños.
El proyectil permaneció varios días en el traspatio de la residencia de
Nadal Lluberes. Fue retirado por especialistas en explosivos luego de
superada la crisis.
Apenas unos minutos después de que el general Sánchez
saliera, se presentó a su oficina el teniente coronel Hernando
Ramírez, tal como el primero le solicitara momentos antes por la
radio.
El teléfono sonó varias veces y el oficial tomó la llamada. Era el
Presidente personalmente inquiriendo por el jefe de Estado Mayor.
Hernando Ramírez se identifica y le dice que se están preparando
para un contraataque a Santiago, según las órdenes por él recibidas.
Balaguer, pausadamente, le pide que diga al general que desea verle
en el Palacio Nacional junto al general Petán Trujillo “porque la
situación se puede arreglar”.
Sánchez regresa momentos después y el oficial le comunica los
deseos del Presidente. Sánchez sale de nuevo mientras Hernando se
dirige a su oficina en el CEFA donde le esperan el mayor Caamaño
Deñó y el capitán Fernández Domínguez, a quienes ha dado ya
instrucciones de preparar un plan de ataque contra la base de
Santiago.
Momentos antes, en medio del bombardeo, el capitán Pichardo
Gautreaux se dirigió directamente hacia los hangares de sus tanques
AMX, situados a la derecha del pabellón de los dormitorios de
oficiales. Los cohetes seguían cayendo y los aviones castigaban
fieramente las instalaciones del Batallón Blindado con fuego de
ametralladoras. Los destrozos se veían por doquier. Al paso rasante
de un reactor, se lanzó debajo de un escritorio en el salón de billar del
edificio contiguo, por donde había penetrado para acortar distancia y
no exponerse al fuego corriendo a campo traviesa.
Tirado en el suelo, con restos de muebles y de hierros torcidos a
su alrededor, alcanzó a ver al capitán Grampolver Medina en igual
posición, quien regresaba a su puesto tras ir a la jefatura en busca de
información. En su calidad de comandante de infantería, Medina
tenía bajo sus órdenes 24 carros orugas Half Track, dotados cada uno
de dos ametralladoras gemelas. Mientras aguardaban con la
respiración entrecortada que amainara el ataque aéreo para correr de
nuevo hacia sus puestos, Medina toca el hombro de Pichardo
Gautreaux, casi gritándole para dejarse oír sobre el ruido de los
disparos y cañones.
-¡No se preocupe, compadre. Esas niñas las criaremos como
Dios manda!
Dada la coincidencia de que a ambos les había nacido una niña,
exactamente en la misma fecha, dieciocho días antes. Debido al
acuertelamiento no habían tenido oportunidad de celebrar la feliz
ocasión.
El teniente Forteza Peynado se había separado del capitán
Pichardo Guatreaux, al pie de las escaleras. En el desorden reinante,
él salió por la puerta trasera del edificio. Un oficial le gritó señalando
un Vampiro que se acercaba con intenciones de seguir atacando. El
joven teniente recién llegado de España vio las ametralladoras del
reactor disparar casi en frente suyo, mientras giraba a una velocidad
meteórica. Con la misma rapidez con que había salido se devolvió y
decidió sacar las unidades del batallón hacia otro lugar, a fin de
protegerlas.
Pichardo Gautreaux recordaría orgulloso el proceder de este
joven oficial, que en medio del peligro se movía con decisión
haciendo “lo que las circunstancias mandaban”. Particularmente
recordaría cómo bajo el ataque le instaba a contraatacar la base,
haciéndole señales a distancia para dirigir los tanques hacia la base.
Pichardo Guatreaux razona para sí que allí solo hay gente inocente
que nada tiene que ver con el ataque: “!Olvídese de eso, teniente!”,
le grita.
Los dos compadres –Pichardo Gautreaux y Medina- lograron
cruzar a los hangares, pero éstos se encontraban ya totalmente
vacíos. Al primer ataque, el personal había reaccionado adecuada e
inteligentemente, sacando los vehículos de los hangares, donde
hubieran quedado a expensas del bombardeo aéreo. Los tanques
rompieron las puertas de acceso, internándose en los bosques, una
maniobra ensayada rutinariamente muchas veces antes. La segunda
oleada de aviones no encontró prácticamente ningún blindado en su
lugar.
El capitán Pichardo Gautreaux respiró confiado ahora en su
posición. Aunque el peligro no había pasado todavía y aún no se
tenía idea del alcance de la agresión, el oficial comandante de los
AMX pensó que camuflajeados y protegidos por la tupida maleza que
bordea el campamento, el potencial ofensivo de sus carros y tanques,
es suficiente para repeler un nuevo ataque.
La habilidad para reaccionar guiados por el instinto y la
instrucción militar, salvó esa mañana la vida de muchos oficiales y
soldados de infantería. El teniente Marino Almánzar saltó a un tanque
en movimiento y ayudó a guiarlo hacia los bosques circundantes. Su
entrenamiento sobre AMX en el Batallón Bravos de Apures, en la base
aérea de Maracay, Venezuela, durante la dictadura de Marcos Pérez
Jiménez, por fin le valió de algo. Hubiera apostado que jamás
necesitaría de esas tácticas para escaparse de un ataque de sus
propias fuerzas.
Alrededor del mediodía, cuando ya había cesado la acción
aérea, los tanques dejarían la espesura y se internarían por una
pequeña carretera que conducía a la Cruz de Mendoza y Alma Rosa,
dos barrios mayormente habitados por militares. Una vez allí
arrimarían cada vehículo a las marquesinas de las viviendas,
haciendo una especie de escudo defensivo.
Una figura solitaria, tambaleándose, recorrió el trayecto de unos
seiscientos metros de distancia entre el Batallón Blindado y el
hospital de la base aérea. Es el sargento de primera clase José
Antonio Santana, herido en el rostro por un fragmento de cohete.
Con la ropa cubierta de sangre y a punto de desfallecer, pudo con
grandes esfuerzos llegar hasta el centro médico.
Los impactos del bombardeo dejaron rotas las ventanas del
edificio y las camas se hallaban desparramadas. Equipos médicos
aparecían por todas partes, en medio del desorden y la destrucción.
El ataque no había alcanzado directamente el hospital, pero sus
efectos se dejaban sentir por doquier. Aquello parecía un
“manicomio”.
Santana sería trasladado esa misma mañana al hospital público
del ensanche Luperón, en la zona noreste de la ciudad. Con él sería
llevado Cornelio Veras, raso mecánico, herido mientras reparaba el
automóvil, del coronel Figueroa Carrión Veras, raso mecánico, herido
mientras reparaba el automóvil del coronel Figueroa Carrión. Veras
quedaría inválido para el resto de sus días. Por lo menos otros treinta
soldados heridos serían atendidos precariamente en las primeras
horas de la mañana.
Fue el sentido del deber lo que llevó al padre Guerrero
directamente de la iglesia, ubicado dentro del perímetro del CEFA, al
hospital. Pero antes debió superar un breve inconveniente. El
capitán Luna Peguero, oficial del día, le interceptó, advirtiéndole que
no podía exponerse al peligro. El sacerdote insistió y el oficial le dijo
de la manera más cortés:
-¡Padre, yo soy responsable de su seguridad. Si intenta salir,
lamentablemente tendré que detenerle!
El sacerdote no tuvo más remedio que esperar. El oficial de
leyes, mayor Emilio Ludovino Fernández, quien también estaba de
servicio, parecía muy afectado por los sucesos, diría el sacerdote
después. Al rato, se detuvo un jeep ante la casa de guardia. El
mayor Eladio Marmolejos, comandante de Boca Chica y encargado allí
de la protección de la casa de Ramfis, inquirió desesperado sobre lo
que estaba sucediendo. El capitán Luna Peguero le explicó
parsimoniosamente y el oficial volvió al jeep y se retiró a toda
velocidad del lugar. En una pausa del ataque, el capitán accede
después a los ruegos del sacerdote y le deja salir.
Lo que encuentra el padre Guerrero al llegar al hospital le deja
trastornado. Hasta allí fue el sacerdote caminando. Pasó el edificio
de la Academia Batalla de las Carreras, cruzó la carretera, traspasó el
barrio de alistados y pasó el club de oficiales hasta llegar al hospital,
un trayecto de alrededor de un kilómetro. El párroco de San Isidro no
encontró a mucha gente en su recorrido, que cubrió en pocos
minutos, pareciéndole todo “desierto como un cementerio”. La gente
estaba metida dentro de sus casas, pegada a los aparados de radio.
En el hospital lo que encuentra “es un verdadero desastre”. Los
restos de las ventanas de vidrio se hallaban esparcidas por todas las
habitaciones y pasillos. Los enfermos andaban arrastrándose por el
piso, debajo de las camas, algunos todavía con sueros, recién
operados.
El director del establecimiento, coronel médico Fulgencio
Santana, le invitó a bajar al jardín donde se había estacionado un
tanque. La presencia de ese blindado ponía en peligro la seguridad
del centro. Su director consideraba que este solo hecho podía
convertir al hospital en un objetivo militar. El peligro era en verdad
grande. El mando del tanque estaba bajo el capitán Billy García
Kundhart, hijo del jefe del Ejército, mayor general Virgilio García
Trujillo.
Insistía el oficial en quedarse, pero el director y el padre
Guerrero a su vez creían en que debía alejarse de allí lo más pronto
posible. García Kundhart había roto la verja ciclónica que protegía el
hospital para entrar en el área, pero accedió finalmente a irse.
Normalizada, dentro del caos general, la situación dentro del
hospital, el sacerdote se encaminó hacia el barrio de oficiales.
Matilde, esposa del teniente coronel Nadal Lluberes, estaba muy
nerviosa por el cohete que acaba de caer en el traspatio de su casa,
sin explotar. No entraría de nuevo ahí mientras no retiraran el
artefacto.
El sacerdote pudo comprobar que a pesar de todo, las cosas
estaban bien dentro de las viviendas de oficiales a los que tenía en
mucha estimación: los coroneles Elbys Viñas Román y Juan Disla
Abreu, jefe de la escolta de Ramfis; así como la del mayor Mario
Imbert McGregor, contiguas a la de Nadal Lluberes. Las mujeres
lloraban. Unas porque sus esposos estaban en Santiago y
participaban en el bombardeo. Otras porque temían ser alcanzadas
por las bombas.
Desde su oficina de subjefe de Estado Mayor del Ejército
Nacional, con sede en el campamento 27 de Febrero, en Sans Souci,
al lado este del río Ozama, el general de brigada Félix Hermida hijo,
de 37 años, escuchó pese a la distancia el eco del bombardeo. Salió
de prisa al patio y comprobó que su orden de evacuación, dada
minutos antes, se estaba cumpliendo. El teniente coronel David
Kushner Castellanos, oficial ejecutivo del campamento, actuaba con
presteza moviendo rápidamente, pero en forma organizada, a la
tropa, de cerca de ochocientos hombres, hacia los tupidos farallones
próximos al lugar señalado para la construcción de un Faro a Colón.
Hermida tuvo fortuitamente noticias anticipadas del ataque.
Había llamado minutos antes de las ocho de la mañana al coronel
Papín de León Grullón, comandante de la dotación del Ejército en
Constanza, una población enclavada en un valle a cuatro mil pies
rodeado de montañas en el centro del país, para encargarle una
madera para un trabajo particular en su casa. El oficial le informó
que se había podido captar una conversación en la estación de Alto
de Bandera, que merecía su atención. Las voces parecían la del
general de brigada Rodríguez Méndez, desde un avión, y la del
teniente coronel Alfredo Imbert McGregor, desde la torre de la base
de Santiago. Los dos oficiales hablaban de un bombardeo a San
Isidro y al Campamento 27 de Febrero. La conversación había sido
captada alrededor de medio hora antes.
Hermida llamó de inmediato al despacho del general Sánchez,
pero éste no se encontraba y advirtió al oficial superior de servicio
sobre la posibilidad de un ataque sorpresa. Todo ocurrió demasiado
de prisa a partir de ese momento. La evacuación abarcaba a todo el
personal, excepto el de cocina y los encargados de accionar los nidos
de ametralladoras.
El cielo claro y despejado permitía ver a distancia. Hermida
alzó la vista y divisó una escuadrilla de Vampiros aproximarse desde
la base aérea. El teléfono de su oficina timbró y él salvó la corta
distancia para tomar el aparato. El secretario de las Fuerzas
Armadas, mayor general González Cruz, es quien llama para saber
qué pasa. Hermida comienza a informarle cuando un fuerte
estruendo retumba en todo el edificio de la jefatura del campamento.
Las ametralladoras responden al fuego.
De inmediato, Hermida decidió trasladarse al pabellón de
oficiales, separado por una amplia explanada antes del cual se
encontraban el depósito de municiones, la iglesia y los tanques de
gasolina. Tras abordar su automóvil Mercedes Benz azul oscuro, para
superar la distancia, alcanzó a escuchar nuevos sonidos de cohetes y
bombas sobre la distante base aérea.
Por el espejo retrovisor, el general pudo ver perfectamente un
Vampiro acercándose a toda velocidad en dirección a su auto. El
piloto, teniente coronel Fernández Smester, regresaba a Santiago tras
cumplir su primera misión sobre San Isidro. Desde los arrecifes hizo
un giro para atacar por igual al campamento y se situó en dirección al
auto en movimiento. Hermida entró instintivamente el brazo derecho
que descansaba sobre la ventana derecha del sillón delantero
mientras gritaba a su ayudante que acelerara y buscara protección
bajo un edificio. Fernández Smester accionó los cañones y dos hileras
de fuego de ametralladoras bordean el Mercedes Benz sin alcanzarle
por escasas pulgadas. El Vampiro toma altura y se aleja en dirección
norte, mientras Hermida toma el guía del carro y lo hace estrellar
contra una pared para evitar que se deslizara por una pendiente, al
acercarse a los farallones.
Esta escena fue confirmada al autor tanto por Hermida como
por Fernández Smester. El oficial piloto dijo que al accionar los
cañones sólo respondieron los de afuera y que los del ángulo
cerrado se atascaron. De otra manera hubiera destrozado el
Mercedes Benz y dado muerte a Hermida. Días después, cuando
ambos coincidieron de nuevo en la base de San Isidro, hicieron
mención de este hecho. Fernández, que tenía un profundo aprecio
por Hermida, le abrazó con lágrimas en los ojos.
Del campamento, Hermida corrió a la guarnición contigua,
donde funcionaba el Centro de Enseñanza del Ejército. Su
comandante, el mayor General Pedro V. Trujillo Molina, tío de Ramfis,
de 60 años, estaba en la galería ensimismado ante el espectáculo.
Por un “milagro”, pensó Hermida, no le alcanzó una ráfaga de un
Vampiro. El oficial le pidió que ordenara evacuar las tropas del
recinto y las preparara para si se fuese necesario entrar en acción. El
hermano del desaparecido dictador, asintió y acató la orden como si
proviniera de un superior.
Después de la primera oleada de ataque y tras conocerse los
propósitos del levantamiento, muchos pilotos que quedaron
rezagados en San Isidro, tomaron aviones para unirse al general
Rodríguez Echavarría.
El general dispuso una protección permanente de los cielos de
Santiago, en previsión de una represalia aérea. El capitán Pedro
Héctor Dipp Medina, de 26 años, no sólo tomó parte ese día en
incursiones a San Isidro, sino que tuvo a su cargo la defensa aérea del
centro de operaciones del movimiento.
Cada vez que la torre de control de la base de Santiago recibía
el aviso de la aproximación de un avión, Dipp Medina y otros pilotos
alzaban vuelo para obligarlos a mostrar sus intenciones antes de
permitir que se aproximaran demasiado. La señal solicitada era la de
enseñar el tren de aterrizaje, que les obligaba a disminuir la velocidad
y les impedía además usar sus armas, y dirigirse desde distancia así
hasta la base.
El teniente coronel Juan de los Santos Céspedes recibió
instrucciones del general Sánchez hijo de regresar con sus AT-6 desde
Constanza. Pero en lugar de ir a San Isidro, De los Santos hizo el viaje
más corto hacia Santiago. Rodríguez Echavarría le ordenó a Dipp
Medina que lo interceptara y si era necesario abriera fuego contra el
avión. El joven oficial, colérico por la forma en que se le dio la orden,
le dijo que nunca dispararía contra sus compañeros y le entregó la
pistola. Entonces el general ordenó su arresto.
Entre Rodríguez Echavarría y Dipp Medina existía una relación
muy íntima de superior y subalterno. El segundo había estado de
servicio en la base de Santiago durante tres años, al servicio directo
del general. Seis meses antes de estos acontecimientos consiguió
su traslado a San Isidro. Dipp Medina fue uno de los primeros
aviadores en llegar esa mañana a Santiago, con el grupo del capitán
Polanco Tovar. Su arresto en la mañana del domingo 19 de
noviembre, no alteró las relaciones entre ambos y Dipp Medina
volvió a ser oficial asistente de Rodríguez Echavarría días después,
al regreso de éste a San Isidro como vencedor.
Otros oficiales confrontaron problemas similares. Uno de ellos
fue el capitán Pedro Julio Guerra Ubrí (Tingo) , tras cuyo ascenso el
día anterior, recibió orden de trasladarse a Santiago en el avión del
general Rodríguez Echavarría. Cuando se enteró del ataque a los
tanques y la artillería, Guerra pensó en el peligro que correría su
hermano, José Antonio, primer teniente del CEFA, y dejó saber su
descontento por la acción.
Se le desarmó y encerró en su habitación por el resto del día.
Esa misma tarde se le explicó que nada había pasado a su hermano y
la mañana siguiente, lunes 20 de noviembre, hizo turno de guardia,
como oficial del día.
La torre de control informó a media mañana que un P-51 se
acercaba. El teniente Alfredo Hernández Díaz lo interceptó con un
Vampiro MK-5, situándose sobre él. Era su amigo, el también
teniente Gustavo Larrauri González, que iba a sumarse al
levantamiento. Hernández le advierte por radio:
-Mira hacia arriba para que te cagues. Si no sacas el tren te
derribo. Larrauri González reconoce la voz y le responde:
-Pei, soy yo, Gustavo.
-No tengo que ver quien eres. Si no bajas inmediatamente el
tren te derribo.
El piloto del Mustang obedeció y fue escoltado hasta Santiago.
Como todos los domingos, desde que asumiera la Presidencia,
Balaguer asistió esa mañana a la iglesia del Palacio Nacional,
separada del edificio central sede del Ejecutivo, por un prado verde
bien cortado. El Presidente subió primero a su despacho y bajó luego
en compañía del subsecretario Felipe Osvaldo Perdomo, su joven
secretario particular Rafael Bello Andino y oficiales de su escolta,
cubriendo la distancia de pocas yardas sin detenerse.
La misa de media hora concluyó a las 8:30 de la mañana. En
medio de la ceremonia, un ayudante le susurró al oído las últimas
novedades. Balaguer permaneció tranquilo y esperó que el oficio
terminara.
La impaciencia parecía dominar a los asistentes, civiles y
militares. El Presidente se permitió todavía gastar unos minutos para
saludar a algunos de los fieles, en su mayor parte funcionarios del
Gobierno y amigos.
Nadie podía imaginar, al seguir sus pasos tranquilos hacia su
despacho, que el mensaje susurrado a su oído en la iglesia era de que
se había producido un levantamiento y que un fuerte bombardeo
estaba estremeciendo la base élite de las Fuerzas Armadas
dominicanas. Ningún rictus en su rostro impertérrito, ninguna señal
de emoción exterior, dio indicación de que las graves noticias habían
alterado a este hombre de baja estatura y anatomía endeble.
Sus ayudantes, detrás de él, parecían en problemas para seguir
sus pasos, largos y firmes.
El primer contacto entre el líder del levantamiento y el
Presidente se produce poco después de las diez e la mañana. Es
Balaguer quien le llama pidiéndole una tregua.
En las primeras horas de la mañana de ese domingo, el
Presidente estuvo sometido a muchas presiones de los partidarios de
los Trujillo. El general Sánchez y el coronel Figueroa Carrión fueron a
verle. Sánchez creía que podía dominar la situación. Su evaluación
estaba basada en la presunción de que la base de Santiago carecía
de municiones, repuestos y combustible para una ofensiva o
resistencia prolongada en caso de un contraataque. El jefe de Estado
Mayor ignoraba que en las últimas semanas, Rodríguez Echavarría
había estado recibiendo de todo ello en partidas extraordinarias.
La noche anterior, después de despedir a Ramfis en el puerto
de Haina y reunirse con los oficiales superiores en su despacho,
Sánchez visitó a Negro Trujillo para proponerle la expulsión de
Balaguer de la Presidencia. El Generalísimo estaba muy confundido y
preocupado por los acontecimientos posteriores a su regreso tras su
breve exilio en Bermudas y necesitaba tiempo para decidir sobre
estas cuestiones. Sánchez se fue a dormir a la base decepcionado y
seguro de que para ellos se iniciaba una cuenta regresiva. Las
indecisiones del ex-presidente Héctor Bienvenido Trujillo Molina
resultarían fatales. En esto Sánchez no se equivocaba.
Balaguer tuvo un aliado decisivo en esas horas cruciales. La
presencia en el Palacio Nacional del cónsul norteamericano John
Calvin Hill y la proximidad de la flota estadounidense, desalentaron
los planes en su contra. Mientras el Presiente despechaba en su
oficina de la segunda planta y recibía las visitas sucesivas de oficiales
y de los propios tíos de Ramfis, el cónsul de los Estados Unidos
permanecía activo en la planta superior.
Después de escuchar al Presidente, el general Rodríguez
Echavarría aceptó una tregua con la salvedad de que “hay misiones
en el aire”. El oficial tenía sus dudas. Muy respetuosamente había
dicho al Presidente:
-Usted es el comandante en jefe, pero me cuesta obedecer esa
orden, ya que no puedo saber si me está hablando bajo presión.
En efecto, el general Sánchez y otros oficiales leales a los
Trujillos se encontraban en esos momentos en el despacho
presidencial.
En una entrevista, Sánchez me dijo que él había llamado del
despacho del Presidente a Barahona, aunque no mencionó a
Santiago. Cuando le pregunté si Balaguer había autorizado la
llamada, me dijo cortantemente: “No se si quería que llamara”.
En la media hora siguiente, una serie de hechos anularían
los efectos de esa tregua precaria. A las misiones que se refería el
jefe militar eran los bombardeos de puentes y de la antena de La Voz
Dominicana, propiedad de Petán, que aún transmitía proclamas
contra el movimiento. Del otro lado, los informes de que los tanques
de San Isidro se habían reagrupado en Alma Rosa con el propósito de
preparar una contraofensiva terrestre, alarmaron al general
Rodríguez Echavarría.
En una nueva conversación telefónica, Balaguer se quejó
después de informes de que los sublevados “están destruyendo
Bonao”. El general le advierte que está siendo “engañado” por el
general Sánchez y su gente y que en vista del giro que ha tomado la
situación, el Presidente debe deportar a todos los Trujillos, no
solamente a Negro y Petán, como había reclamado inicialmente. En
la lista tenían que ser incluidos todos, sin excepción, entre ellos el
general Sánchez, cuya destitución debía producirse de inmediato.
Rodríguez Echavarría se echó hacia atrás en su sillón y tomó
una lista manuscrita de oficiales generales y personeros del régimen
que habían preparado Ramón Tapia Espinal y los tenientes coroneles
Elías Wessin y Alfredo Imbert McGregor, y leyó cada uno de los
nombres allí escritos.
Balaguer asintió calmadamente del otro lado de la línea.
El ambiente de aparente tranquilidad en el Palacio Nacional, no
parecía guardar relación con los sucesos que tenían lugar en San
Isidro. A excepción del nerviosismo de los oficiales de servicio, nada
parecía indicar ninguna situación anormal. Balaguer llegó a la hora
de costumbre, pese a ser domingo, y permanecía tranquilamente en
su despacho, laborando como un día cualquiera.
De pronto, la violenta llegada de los hermanos Trujillo a la sede
presidencial alteró el ambiente. Negro y Petán, como solían hacerlo,
entraron por la puerta trasera de la Avenida México. No tuvieron
tropiezos para traspasar la custodiada verja posterior que esa
mañana tenía guarda redoblada.
El exhausto oficial de puesto marcó la hora exacta de la llegada
de los Trujillo –10:45 de la mañana- y se cansó de contar la larga cola
de guardaespaldas, grotescamente ataviados, aunque fuertemente
armados de fusiles y armas blancas. El tristemente célebre ejército
de Cocuyos de Petán parecía esa mañana más numeroso que nunca.
El teniente de la Guardia Presidencial calculó que más de ochenta
hombres armados siguieron a Petán a su ingreso a los predios del
Palacio Nacional.
Sin rumbo fijo, los Trujillo subieron a la tercera planta. En el
Salón de Embajadores, desde donde podía contemplarse, en
lontananza, la presencia de la flota de buques norteamericanos,
Negro y Petán encontraron al cónsul Hill. Tras una agria discusión
sobre lo que estaba ocurriendo en San Isidro, Petán encañonó con su
ametralladora Thompson el pecho del cónsul norteamericano,
gritándole que le consideraba responsable de cuanto estaba pasando.
Petán lucía fuera de sí. Negro haciendo acopio de sangre fría
desvía el arma de su hermano, espetándole:
-¿Te estás volviendo loco? ¿No te das cuenta de que esta gente
(los norteamericanos) ya no quieren saber de nosotros? ¡Veámonos
de aquí!
Hill respiró aliviado, y los dos hermanos bajaron rápidamente
las escaleras contiguas al ascensor que comunica con el pasillo que
daba al despacho del Presidente, en la segunda planta.
Este incidente fue presenciado por varios testigos. Uno de
ellos, el doctor Tesmístocles Messina, Secretario de Justicia, pero
simpatizante de UCN, se lo contó al doctor Ramón Cáceres ese
mismo día. Cáceres se encontraba escondido en la residencia del
doctor Messina desde la noche anterior, sábado 18 de noviembre.
Después del enojoso incidente con el cónsul Hill, Negro y Petán
se dirigieron al despacho presidencial, al que entraron sin anunciarse.
El subsecretario Perdomo contempló la escena estupefacto.
Petán marchaba a la cabeza, con el rostro parecido al de un
“demonio” por la furia. Perdomo se adelantó y se detuvo ante la
puerta de la oficina, cuando los hermanos irrumpieron en ella en
forma abrupta.
El coronel Figueroa Carrión, que había entrado antes, escuchó
gritar a Petán, metralleta en mano, desde la puerta dirigiéndose al
mandatario:
-¡Traidor!
El Presidente se levantó tranquilamente, dio la vuelta del lado
izquierdo del escritorio y se paró de espaldas al mueble, apoyando la
mano derecha en él. Petán continuó gritando, oscilando su arma por
unos minutos. Balaguer esperó pacientemente. Cuando estimó que
aquel había terminado se dirigió a ambos, diciéndoles que debían irse
del país de inmediato, para evitar estallidos más graves de violencia.
Cualquier tentativa de cambiar el curso de los acontecimientos
por la fuerza, sólo provocaría un baño de sangre. El Presidente les
advierte que los norteamericanos no consentirían un retroceso
político en el país.
Los Trujillo oponen resistencia inicial, pero Balaguer sigue firme.
Negro interviene y le dice que no tienen dinero para irse. Balaguer
responde que eso no es problema, se les dará. Negro advierte que es
domingo y el banco no abre. Eso tampoco debe ser problema,
responde Balaguer.
Negro entonces apacigua a Petán y ambos se retiran. Ajeno al
tremendo desorden afuera de su despacho, el Presidente retorna a su
escritorio y se entrega de nuevo a sus labores, como si nada hubiera
ocurrido.
Uno no puede imaginarse un final menos glorioso para la Era
que controló la vida del país en forma absoluta durante 31 años.
Acerca de estos últimos minutos de su existencia, se han tejido
muchas versiones, pero se ha escrito en realidad muy poco. El
propio Balaguer es increíblemente parco en sus Memorias de un
Cortesano de la Era de Trujillo y se limita a narrar lo siguiente:
“El día 19 de noviembre de 1961, después del bombardeo a la
Base Aérea de San Isidro y de turbulencias que estuvieron a punto
de cubrir de sangre a todo el país, me reuní en una sala del Palacio
Nacional, presidida aún por la fotografía de Trujillo, obra del pintor
español López Mezquita, con el generalísimo Héctor B. Trujillo, con
el general Pedro Rafael Rodríguez Echavarría y con el encargado de
los asuntos de la misión diplomática de los Estados Unidos, señor
John Calvin Hill, una especie de agente secreto que se había
distinguido en el desempeño de misiones difíciles en distintos
países. El tema que se puso en discusión fue el de la salida de
todos los miembros de la familia Trujillo como único medio de evitar
una guerra civil y de calmar los ánimos peligrosamente exaltados.
El generalísimo Héctor B. Trujillo, después de varias horas de
dramática expectación, accedió a abandonar el territorio
dominicano, bajo la condición de que se le pusiera a su orden la
suma de un millón de dólares y de que se le garantizara la
conversión, varios días después, de doce millones de pesos más en
moneda norteamericana. El señor John Calvin Hill tomó la palabra y
expuso que su gobierno avalaría los compromisos que en ese
sentido hicieran con la familia Trujillo las autoridades dominicanas.
Otros miembros del clan familiar, entre ellos el general José
Arismendy Trujillo Molina, alias Petán, se mostraron más reacios a
aceptar esa propuesta, pero al fin optaron por someterse a ella con
las mismas garantías, tanto del Gobierno dominicano como del
Gobierno de los Estados Unidos”.
Esta versión tiene evidentemente algunas imprecisiones. El
general Rodríguez Echavarría no abandonó la base de Santiago
durante todo el domingo 19 de noviembre. Es posible que Balaguer,
se confundiera y hubiera querido referirse al coronel Pedro Santiago
Rodríguez Echavarría, hermano del general, quien sí le visitó en el
Palacio Nacional en compañía del licenciado Rafael F. Bonnelly.
Pero esta reunión se produjo el lunes 20 en horas de la mañana,
cuando ya se había destituido al general Sánchez y la decisión de
extraditar a los Trujillo del territorio nacional estaba tomada.
Negro y Petán, en efecto, abandonaron el país la noche del 19 de
noviembre. El hermano del general Rodríguez Echavarría y Bonnelly
descendieron en un helicóptero en los propios predios del Palacio
Nacional, cuando era ya evidente que todas las guarniciones
militares aceptaban el pronunciamiento del comandante de la base
de Santiago y no existía posibilidad de una reacción militar de parte
de los Trujillo y sus partidarios. Las distintas versiones recogidas
durante la investigación para este libro, coinciden en que el
encuentro de Balaguer con Negro y Petán Trujillo tuvo lugar en su
despacho y no en otra sala del Palacio Nacional, como aquel
escribiera en sus Memorias. Es curioso que la participación de
Petán en ese incidente aparezca en el libro citado como algo
marginal.
El coronel Figueroa Carrión recordó “perfectamente” la
irrupción violenta de los dos hermanos y los gritos histéricos de uno
de ellos, Petán. El oficial me dijo que había corrido después del
primer ataque a San Isidro al Palacio Nacional a informarle del
respaldo de su Batallón Blindado al Gobierno. El general Sánchez
alegó, en cambio, que no recordaba nada de ese incidente. Sin
embargo, doña Mercedes, viuda de Felipe Osvaldo Perdomo,
Subsecretario de la Presidencia en esos días, me relató que su
esposo le solía contar que, efectivamente, los dos Trujillo habían
penetrado en forma poco usual al despacho del Presidente y
entablado allí una conversación tensa. Con algunas diferencias en
los detalles, la versión de la viuda Perdomo y la del coronel
Figueroa Carrión concuerdan en sus puntos esenciales. Hubo
muchos otros testigos. Uno de ellos fue el alférez de fragata –
segundo teniente- Jesús de la Rosa, de 23 años, oficial de una
barcaza de desembarco (BDI Sirio) de la Marina de Guerra, con
puesto en Barahona. Ese día, De la Rosa viajó temprano a la capital
para resolver varios asuntos en la jefatura de Estado Mayor,
ubicada en el edificio de las Secretarías de las Fuerzas Armadas en
la Feria de la Paz, que había organizado Trujillo en 1955 con motivo
de los festejos del 25 aniversario de su Era. Cuando se enteró del
bombardeo a la base, De la Rosa se dirigió por curiosidad al Palacio
Nacional en busca de informaciones, para “poder contarle” luego a
sus compañeros en Barahona. Nadie le preguntó al entrar a la sede
presidencial, donde vio un gran desorden y muchos oficiales
caminando de un lado a otro. De la Rosa asegura haber visto a
Negro y Petán entrar al despacho presidencial de mala manera.
Con el tiempo ha cobrado tintes de leyenda la versión de que
Balaguer amenazó a los dos Trujillo señalando a través de las
ventanas de su oficina hacia el sur, para mostrarle la presencia de
los buques norteamericanos. Es probable, sin embargo, que una
escena similar se produjera en la planta superior, cuando los dos
tíos de Ramfis discutían con el cónsul de los Estados Unidos. Es
posible, asimismo, que Balaguer sostuviera luego alguna reunión
con Hill y Negro Trujillo en otra sala del palacio presidencia, lo cual,
en parte, explicaría la versión que aparece en sus Memorias.
En el mismo libro Balaguer se refiere a ello, sin aclarar el
misterio por completo, al señalar: “Cuando la crisis se agudizó, tras
el golpe militar encabezado por Rodríguez Echavarría el supuesto
Cónsul General (John Calvin Hill) llegó a ofrecerme, en nombre del
Gobierno de su país, la intervención de los barcos norteamericanos,
surtos a poca distancia de nuestras aguas territoriales, para
constreñir a la familia Trujillo a abandonar el territorio dominicano.
Esas insinuaciones fueron desde luego rechazadas y entonces todos
los esfuerzos de ambos gobiernos se encaminaron a convencer al
generalísimo Héctor Trujillo y a los demás parientes a salir por su
propia voluntad con rumbo a un país situado fuera del continente
americano”.
Balaguer insiste que “en las reuniones” celebradas en el
Palacio Nacional con “ese objeto”, el cónsul Hill se limitó a
“respaldar los ofrecimientos y los puntos de vista del Gobierno con
respecto a la familia Trujillo”.
Muchas otras personas –ex-oficiales y antiguos funcionarios-
que aseguraron haber estado esa mañana en el lugar, ofrecieron
versiones distintas, a veces coincidentes con las narradas en este
libro. El autor prefirió desecharlas ante la insistencia de que no se
les mencionara o citara detalles que pudieran contribuir a
identificarlos.
Del Palacio Nacional, Figueroa Carrión fue a su casa, la número
9-A de la calle Pasteur, a cambiarse de ropas. Su esposa Flor
Malagón de Figueroa, de 34 años, uno menos que él, quedó
impresionada por su aspecto. Normalmente atildado y elegante, lucía
esta vez desaliñado, con las ropas sucias y arrugadas, mojadas de
sudor. El oficial apenas permaneció el tiempo requerido para
mudarse de traje.
A pesar de su aspecto inusual, Figueroa no parecía excitado.
Flor no pudo notar nada raro en él salvo el estado de sus vestimentas
militares. Aún cuando en parte el ataque a San Isidro estaba
motivado por el temor que oficiales como él inspiraban a los rebeldes,
Figueroa tenía problemas con algunos de los Trujillos. Sus
dificultades con Petán, por ejemplo, se remontaban a la lejana época
en que él fue cadete. Un incidente de entonces había motivado que
le enviaran a estudiar a la Argentina, donde hizo cursos de infantería
y estado mayor y adquirió, además, la nacionalidad de ese país.
Muchos de sus subalternos sentían hacia él una gran admiración que
provenía de su capacidad militar y de su trato personal hacia sus
tropas.
Poco antes de salir, ya completamente cambiado de ropas, el
oficial le dijo a su mujer:
-¡Prepara las maletas y a los tres niños que nos vamos todos!
Flor no le hizo preguntas, mientras le veía marcharse en su
automóvil. Figueroa se dirigió de nuevo a la base de San Isidro.
11LA PAZ VUELVE A SAN ISIDRO
“Al nacer el hombre escoge uno de los tres caminos de la vida, y no hay otros: vas hacia la derecha y los lobos te comen, vas hacia la izquierda y tú te comes los lobos, vas derecho y te comes tú mismo”.
ANTON CHEJOV
A media mañana del domingo 19, el yate Presidente Trujillo se
encontraba ya en ruta hacia las islas francesas de Guadalupe. La
radio del barco logró captar una transmisión acerca de los últimos
acontecimientos en la República, que incluían distintas versiones
sobre la partida de Ramfis que, a esa hora, todavía permanecía en su
camarote.
El capitán Gil García fue llamado de nuevo a las habitaciones
del general. Con la mirada ausente y el rostro cansado por una mala
noche, Ramfis le inquirió:
-¿Estamos aún al alcance de los aviones?
-¿De cuáles aviones, general?-, pregunta el oficial. Ramfis le
lanzó una mirada fría y cortante.
-¡De los nuestros, por supuesto!
El capitán asiente. Entonces, Ramfis le ordena armar las
ametralladoras y preparar los cañones de la fragata, para en caso de
un ataque. Gil, ignorante de cuanto ocurre en el país, no puede creer
que aviones de combate dominicanos agredan a un buque de la
marina nacional.
La tensión dentro de la nave crece al hacerse más ostensibles y
molestas para la tripulación las medidas de seguridad adoptadas por
la guardia de Ramfis. Los hombres armados de metralletas colocados
frente a la cabina de mando lucen a los oficiales a bordo más alertas.
Entre tanto, los equipos de comunicación permanecen en (total
silencio) para la tripulación. Ramfis había ordenado que durante todo
el trayecto, desde la salida de Haina la noche anterior, se mantuviera
al capitán y a los demás oficiales del yate, incomunicados del resto
del mundo.
Media hora más tarde, timbra el teléfono privado de la oficina
presidencial del yate. Era el general Sánchez hijo para dar un informe
a su jefe y ponerle al habla con Balaguer. La llamada se produce
desde el despacho del Presidente en el Palacio Nacional. Ramfis se
ofrece regresar, en un tono poco convincente, para ponerse a las
órdenes del mandatario.
-No hace falta, general- le responde con voz queda y tranquila
el Presidente-. Todo está bien. Tenga buen viaje y descanse.
Para el general Rafael Trujillo Martínez, jefe de Estado Mayor
General Conjunto de las Fuerzas Armadas, hijo mayor y predilecto del
Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina, se iniciaba en realidad
un largo y definitivo exilio. Jamás pisaría de nuevo tierra dominicana.
En la tarde de ese mismo día, el camarero del yate, Carlos Ruiz
Pillier, se acercó a su amigo el sargento oficinista José Dolores
Guerrero, de 29 años, con un pedazo de papel arrugado en las
manos. Pillier parecía nervioso cuando le hizo entrega de la hoja.
-¿Qué es esto?-. le preguntó intrigado.
-Lo encontré en la recámara del general.
El sargento leyó detenidamente el texto del radiograma
recibido por Ramfis: “Fracasamos. Echavarría se viró. Firmado
Sánchez hijo”. Asustado, devolvió inmediatamente el papel a Piller,
mirando hacia todos lados:
-Mira muchacho. ¡Ve y pon esto donde mismo lo encontraste!
Los temores del general Rodríguez Echavarría con respecto a la
posibilidad de un contraataque terrestre, no estaban infundados. Las
fuerzas blindadas y de infantería tenían suficiente capacidad para
emprender una contraofensiva exitosa. Quedaban aviones en San
Isidro y una acción combinada aire-tierra podría generar un conflicto
prolongado.
A medida que avanzaba la mañana, su posición parecía ir
consolidándose. Pero algunas adhesiones de viejos generales con
mandos de fortalezas del Ejército en poblaciones como San Juan de la
Maguana y Azua, en el lejano suroeste; Bonao, La Vega y Moca, en el
Cibao central, eran sólo el producto de la convicción de aquellos de
que había poco que hacer. Si surgía de pronto una fuerte resistencia,
cabría la posibilidad de suponer cambios en muchas de esas
adhesiones de conveniencia.
Cuando exigió a Balaguer la deportación inmediata de una larga
lista de generales e influyentes miembros de la familia y el clan
trujillista, pretendía sobre todo eliminar este escollo tan peligroso.
Sabía que ya no se trataba solamente de salvar su honor como líder
del levantamiento. Sus vidas y las de sus familias estaban en juego
también. Era ya cuestión de sobrevivir a toda costa y a cualquier
precio. Muchos de los generales que habían adherido sus cuarteles al
movimiento, figuraban en la lista leída por el general Rodríguez
Echavarría al Presidente.
Para la mayoría de los oficiales situados del otro lado, la
situación era muy similar, aunque por diferentes motivaciones. El
bombardeo a los batallones Blindado, de Infantería y Contra Guerrilla
había sido ejecutado ante el temor de que esas fuerzas, dirigidas por
miembros del clan reinante, respaldaran el golpe planeado con el fin
de perpetuar la dictadura. Sin embargo, en su mayoría tratábase de
jóvenes oficiales de carrera sin compromisos con el pasado. Muchos
de ellos estaban tan aturdidos como los oficiales pilotos que soltaron
sus cohetes y bombas contra las instalaciones de tierra. Desde sus
propias perspectivas, eran el cuerpo élite de las Fuerzas Armadas.
Los recelos y distanciamientos con sus compañeros pilotos estaban
fundamentados en la creencia de que éstos los consideraban como
oficiales inferiores. En cambio eran tan buenos en sus especialidades
como los aviadores, y decenas de ellos habían cursado estudios en
escuelas militares del exterior obteniendo notas sobresalientes. La
oficialidad de los batallones Blindado y de Infantería se resistía a ser
estigmatizada por un prejuicio de casta militar. A fin de cuentas ¿qué
se creían éstos pilotos? A los que consideraban simples “choferes de
aviones”, sin ningún concepto de la estrategia de la guerra moderna.
Ellos, los oficiales de tierra, constituían la verdadera élite
menospreciada del ejército dominicano.
Les dolía principalmente la suposición de que siendo tan
jóvenes y bien preparados, quisiera acusárseles de estar atados a
compromisos políticos con el “pasado” a los cuales parecían
amarrados, en cambio, muchos de los políticos que ahora blandían
estandartes democráticos. La UCN era un buen ejemplo de
comparación.
El ataque aéreo los había enfurecido. Era además injusto,
pensaban. Los cohetes y bombas de 500 libras pudieron haber
causado una enorme mortandad, por más que se alegara que no
existía el propósito de dañar a nadie, sino simplemente disuadirlos a
no respaldar un golpe regresivo. Sólo el instinto bien desarrollado de
conservación y la aplicación de las tácticas de combate aprendidas en
las academias militares les habían permitido salir bien de este ataque
duro de sorpresa.
No obstante, el capitán Pichardo Gautreaux desechó todos los
demás pensamientos y se concentró en la forma de sacar a sus
tropas y blindados de la espesura. Los bosques sirvieron de
excelente protección a sus fuerzas, pero se imponía ahora un
reagrupamiento para pasar a la ofensiva. El teniente Forteza
Peynado estaba molesto porque en la confusión nadie pensó en la
utilidad de la comunicación por radio. Los AMX poseían modernos
equipos de comunicación, pero ninguno los empleó para establecer el
contacto tan indispensable para unificar las órdenes y someter las
acciones a una línea adecuada de mando.
En la huida apresurada, los carros fueron trasladados a ambos
lados de los bosques. Los aviones seguían realizando ataques
esporádicos y dos bombarderos sobrevolaron las áreas tratando de
determinar la ubicación exacta de los tanques. Salir a la claridad
implicaba asumir sus riesgos.
De la misma manera que no existía una comunicación entre los
propios comandantes de tanques, tampoco la había entre éstos y la
base de Santiago. Escondidos entre la maleza, luchando por
sobrevivir a una agresión inesperada, los oficiales de infantería y de
blindados estaban al mediodía completamente ajenos al curso de los
acontecimientos. Carecían de la más mínima información confiable
respecto de la marcha de las gestiones político-militares de las
últimas horas. Abandonados a su suerte, primaba en ellos
únicamente el instinto de sobrevivir y estaban dispuestos a
conseguirlo.
Todavía les esperaban horas de enorme inquietud y peligro.
Aturdidos por el sofocante calor y la tensión de las últimas horas, el
deseo de regresar a sus hogares sanos y salvos los dominaba cuando
la interminable hilera de tanques y orugas abandonó, durante un
receso de la actividad aérea, la relativa seguridad de los montes. La
columna se internó por un camino semi construido que unía a la base
con el barrio Alma Rosa, donde residen cientos de oficiales y
soldados.
Detrás dejaban una estela de destrucción. Los ataques aéreos
habían dañado las instalaciones de sus batallones. Los tres hangares
de tanques “parecían coladores”, como comprobaría más tarde el
capitán Pichardo Gautreaux. Todas las ventanas quedaron
pulverizadas. La destrucción podía verse por doquier. El hospital
contiguo ofrecía una visión deplorable.
El gran momento llegaba. Durante años recibieron instrucción
para sobrevivir a este tipo de situación. Ahora sus vidas dependían
de la habilidad que pudieran ellos mostrar para aplicar esas
enseñanzas.
Pichardo Gautreaux ordenó a las unidades de su compañía de
AMX unirse a la columna de carros. Los oficiales superiores del
batallón no aparecían por el lugar desde los primeros ataques. De
manera que su seguridad personal y la de su propia gente dependía
de su capacidad para imponerse a las circunstancias.
El oficial observó la determinación de su joven asistente, el
teniente Forteza detrás suyo en un AMX y dedicó algunos segundos a
rememorar los momentos anteriores de peligro. El sargento González
no tenía idea clara de cuáles eran sus pensamientos cuando le oyó
decir, en voz alta:
-¡Claro que podemos hacerlo!
Los AMX eran las unidades insignias de las fuerzas de tierra de
la Aviación Militar. Quince en total, fueron adquiridos a finales de
1959, como resultado de la expedición armada de Constanza, Maimón
y Estero Hondo, el 14 de junio de ese año. De manufactura francesa,
figuraba entre los equipos de su género más versátiles de las fuerzas
de la OTAN en Europa. Tratábase de tanques totalmente nuevos,
que inclusive habían sido armados en los talleres de la propia base. A
pesar de sus 13 toneladas de peso, eran vehículos de una gran
movilidad y destreza, dotados con cañones de 75 milímetros y dos
ametralladoras de 7.62 milímetros.
Eran unidades tan útiles y modernas que todavía si quedaban
destruidos o inutilizados durante un combate, podían separárseles las
ametralladoras y ser usadas independientemente. Portaban
explosivos, perforantes y fumígenos, cohetes de camuflaje para crear
cortinas de humo y permitir maniobras del tanque ante ataques
sorpresas de corta distancia.
Estos tanques reforzaron una dotación que contaba ya con
otros 13 carros blindados Linx, de fabricación sueca, con cañón de 20
milímetros y tres ametralladoras cada uno de ocho milímetros.
Existían también 18 tanques L60, suecos, con cañones de 37
milímetros y ametralladoras del mismo calibre que los Linx.
Estaban igualmente otros 50 carros blindados llamados Half
Track, con extracción de gomas delanteras y orugas atrás, armados
con ametralladoras de 50 milímetros. El arsenal blindado incluía dos
tanques norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial M3A1, con
cañón de 35 milímetros y ametralladora de 50, ya antiguos y
obsoletos, pero en perfecto estado y muy valiosos por su enorme
capacidad de fuego.
Las piezas de artillería de diversos calibres superaban en
número todas estas unidades. No se requería de un gran ejercicio
mental para entender la preocupación de la base de Santiago ante la
posibilidad de una contraofensiva terrestre a cargo de estas unidades
y piezas.
El teniente Marino Almánzar, a cuyo cargo estaba el
mantenimiento diario de estos equipos móviles, no tenía duda acerca
de la efectividad de una acción terrestre bien coordinada. Su
compañero, el teniente Ernesto González González (El Gato), tenía
ganas irrefrenables de entrar pronto en acción. Si habían sido
atacados a mansalva y sin previo aviso, les correspondía de buena ley
responder con todos los medios a su alcance.
Por eso no puso objeción a la sugerencia de algunos oficiales de
tomar en rehén a las esposas e hijos de los pilotos y hacerles saber
que un nuevo ataque pondría en juego la vida de éstos.
Las misiones aéreas continuaron aún después de la primera
conversación telefónica entre el Presiente y el general Rodríguez
Echavarría. Una de ellas estuvo a punto de provocar la
insubordinación de uno de los oficiales más activos del movimiento.
Alrededor de hora y media después de haber tomado parte en la
primera de las incursiones sobre San Isidro, el teniente coronel
Fernández Smester recibió instrucciones de preparar dos Vampiros
con bombas de 500 libras.
Como todas las anteriores ese día, la operación tenía sus
inconvenientes. La pista de Santiago era más pequeña que la de San
Isidro. Con sus dos bombas bajo las alas, el peso de la resistencia
para el despegue era mayor. Los Vampiros se desplazarían en tierra
a menos velocidad y requerirían por ende una superficie más larga
para poder despegar. El oficial estaba concentrado en ese problema
técnico, cuando un jeep llevó al teniente Hernández Beato hasta la
cabeza de la pista con instrucciones del general Rodríguez Echavarría
de destruir La Voz Dominicana, que seguía transmitiendo a favor de
Petán Trujillo.
Fernández Smester apagó inmediatamente su avión e hizo
señas al piloto del segundo reactor, el capitán Vinicio Morales
Bobadilla, de 29 años, para que hiciera otro tanto. La Voz
Dominicana estaba ubicada en un sector muy populoso de la zona
norte de la ciudad y un ataque allí con bombas podía ocasionar
muchas víctimas inocentes.
Los dos pilotos tenían, además, razones personales muy
poderosas para negarse a cumplir esa misión. Fernández Smester
piensa que si su esposa Margot ha logrado salir de la base,
seguramente ha buscado refugio en casa de su padre, propietario de
una farmacia próxima a la calle Doctor Delgado, en las cercanías de
la estación televisora. Las razones de Morales Bobadilla, son
similares. Su esposa, Melania García de Morales, de 19 años, se
encontraba desde la tarde anterior en casa de su madre, en la calle
Barahona, también por los alrededores de la televisora. Se habían
casado en 1957, cuando ella apenas tenía 15 años. No tenían hijos.
En 1959, tuvieron una niña que murió ocho horas después de haber
nacido. A esa hora de la mañana del domingo 19 de noviembre,
Morales Bobadilla piensa que Melania puede estar en el teatro de La
Voz Dominicana viendo, como solía hacer, Buscando Estrellas, su
programa favorito. Nada, pues, le haría cumplir una orden tan
descabellada.
Al notar la indecisión de los pilotos, el coronel Rodríguez
Echavarría corrió ante ellos y le pide una explicación a Fernández
Smester de porqué ha apagado el Vampiro. El oficial le explicó. El
otro llamó entonces a su hermano y éste cambió la disposición
ordenando arrojar las bombas nuevamente en el Batallón Blindado y
los Vampiros despegan.
Los dos pilotos tenían una cosa en común, el número de sus
aparatos. Fernández Smester volaba preferentemente el Vampiro
2718 y el 2713, porque nació un 18 de diciembre y porque su madre
había muerto un día 13. El creía que éste último debía darle suerte,
pese al maleficio, aunque esa mañana volaba el primero. Morales
siempre prefería el 2728 y el hecho de estar dentro de él en una
misión tan peligrosa le parecía una buena señal.
Rodríguez Echavarría no desechó la idea de silenciar La Voz
Dominicana.
El teniente Julio Sánchez despegó momentos después en otro
Vampiro con instrucciones de derribar la antena de la emisora, en la
parte alta de la capital, o la torre del transmisor en el Santo Cerro de
La Vega.
Sobre esta última, Sánchez arrojó sus bombas. La emisora
continuaría, empero, trasmitiendo hasta mucho después durante ese
día, a favor de los Trujillo.
El teniente coronel Juan Nepomuceno Folch Pérez, de 34 años,
tenía ya tres días de servicio en el aeropuerto internacional de Cabo
Caucedo, a cuatro minutos de vuelo de San Isidro, y comenzaba a
aburrirse. Los otros tres oficiales de su escuadrilla no tenían cómo
pasar el tiempo.
Las noticias de la sublevación en Santiago y del ataque a la
base donde tenían a sus familias, aumentaron el nerviosismo que se
apoderó de ellos desde temprano. El mayor Felipe Neris Abreu y el
capitán Persival Peña estaban ansiosos por entrar en acción. La
llamada telefónica del teniente coronel Luna Pérez ordenándoles
dirigirse a San Isidro, les levantó el ánimo, pero les hacía falta una
planta para encender los aparatos. Esta no tardaría en llegar.
La escuadrilla despegó y al hacer el pitch out (rotura) sobre la
pista 03, en el aproche final, listo para el descenso, Folch Pérez divisó
dos B-26 sobrevolando la zona boscosa contigua. Ordenó a los otros
tres pilotos que aterrizaran, mientras él aumentaba la velocidad para
situarse detrás de los dos bombarderos, a unos 1,500 pies de altura.
Los B-26 continuaron girando en busca de los blindados y Folch
permaneció detrás hasta que uno de ellos lo vio y trazó rumbo
inmediatamente a Santiago.
Folch los escoltó hasta cerca de Cotuí y luego retornó a la base.
Antes no por el cañón de Bonao, como si procediera del norte, desde
Puerto Plata. La ruta era indudablemente más larga y conllevaba
riesgos adicionales. Pero calculaban que los sublevados esperarían
una represalia por la ruta más corta. De esta manera eludirían tener
que enfrentar los aviones de Rodríguez Echavarría antes de llegar a la
base. Las posibilidades de éxito les parecían así mayores.
La idea consistía en bombardear la pista por sorpresa para
inutilizar el poderío aéreo concentrado en dicha base. Buena parte de
los pilotos se había llevado los mejores aviones uniéndose al
levantamiento, pero aún quedaban ocho Vampiros en San Isidro y
otros cuatro bajo el mando del teniente coronel Folch, recién llegado
de Cabo Caucedo. Tratábase de un plan lleno de peligros, pero
factible. Luna Pérez y Ramos Usera deliberadamente retardaron su
aplicación, pues no estaban dispuestos a comprometerse por el
general Sánchez y la familia Trujillo, habiéndose ido ya Ramfis.
La impaciencia de Sánchez se hace notoria con sus constantes
apremios para que se pusiera en ejecución el plan. Alrededor del
mediodía, Ramos Usera dijo a su compañero que acababa de
escuchar en la radio la noticia de la destitución del general Sánchez y
un discurso del Presidente informando que el levantamiento es en
respaldo de su Gobierno.
-¡Vamos a buscar preso a Tuntín!-, le dijo Luna Pérez al otro
oficial. Cuando llegaron ambos a la jefatura ya el general Sánchez
hijo no se encontraba en su despacho. No volverían a verle.
Después que los tanques fueron puestos a salvo en los bosques
contiguos a la base y Rodríguez Echavarría accedió al pedido
telefónico de Balaguer de hacer una tregua en el ataque, un grupo de
padres, hermanos, esposas e hijos de pilotos son traslados a una casa
campestre de madera, en una finca cercana a Boca Chica.
Milka Antonia Mendoza Reyes de Abreu, de nacionalidad
puertorriqueña, esposa del mayor Felipe Neris Abreu, bajo el mando
del teniente coronel Folch, recordaría esta experiencia como una de
las más tristes de su vida. Rodeados de soldados, fuertemente
armados, estuvieron virtualmente prisioneros hasta muy avanzada la
tarde.
La casa donde fueron encerrados era propiedad del general
Rodríguez Méndez, pero éste, unido al movimiento en Barahona, no
sospechaba nada de esto.
Mientras vagaba de un lugar a otro, tratando de ayudar allí
donde resultara útil, en medio del caos creado por los ataques aéreos,
y la ola de rumores que siguiera a la acción, el padre Guerrero tuvo
tiempo para reflexionar respecto a una experiencia personal a la que
no había prestado hasta entonces su verdadera dimensión. El 30 de
agosto, muy temprano en la mañana, había sido instruido por la
Jefatura de Estado Mayor de trasladarse a la cárcel del kilómetro 9.
Dos de los encargados de ese centro de la represión trujillista,
el coronel Octavio Balcácer y su segundo el capitán Ismael Palmo,
eran amigos suyos. Los seis acusados de participar en el asesinato
de Trujillo pidieron ver a un sacerdote y él fue escogido para
atenderles. Las presiones internacionales sobre el régimen, eran
cada vez más intensas, y Ramfis persuadido por Balaguer, accedió a
abrir las prisiones a la inspección de organismos internacionales. La
visita del padre Guerrero a los matadores de Trujillo se enmarcaba en
los esfuerzos de Ramfis para proyectar apariencias de tolerancia ante
observadores extranjeros.
El sacerdote estuvo casi medio día reunido con Salvador
Estrella Sadhalá, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz,
Pedro Livio Cedeño y Manuel (Tunti) Cáceres. Al principio la
conversación estuvo dominada por la desconfianza. Pero luego la
atmósfera cambió. “Cuando se convencieron de que era en verdad
un sacerdote, me hablaron sin miedo”, relataría después. “Fue una
experiencia magnífica para mí, que cambió mi manera de pensar”.
Como la mayoría de los miembros de las Fuerzas Armadas, el
padre Guerrero era un fiel trujillista. Estaba convencido de que “todo
lo que era bueno para Trujillo lo era para la nación”. Había nacido en
ese ambiente, escuchándolo sin cesar desde pequeño. El,
particularmente, estaba convencido de la grandeza del Benefactor.
Creía que esa grandeza radicaba en haber convertido una finca, lo
que era el país antes de su ascenso a la Presidencia en 1930, en una
República floreciente. La conversación de ese 30 de agosto, sin
embargo, le permitió ver las cosas de otra manera. Pareció descubrir
de pronto que podían existir personas serias y bien intencionadas
realmente que no estuvieran de acuerdo con Trujillo.
El sacerdote improvisó una misa en la pequeña sala de la
prisión en que los habían dejado solos. Los seis acusados se
confesaron y comulgaron, ya que el padre fue preparado para el
oficio. Y luego les hizo un ruego sorprendente. Ya que se cumplían
tres meses exactos de la muerte de Trujillo, por qué no hacían allí una
breve oración por él.
Estrella Sadhalá acalló el intento de protesta de sus
compañeros y accedió, diciendo que debían demostrar que habían
actuado por patriotismo “y no solamente por un sentimiento de odio”
hacia el dictador.
Nadie los interrumpió cuando el sacerdote rezó el Padre
Nuestro por el alma de Trujillo junto con los matadores de éste.
Esta extraña y conmovedora historia me fue contada por el
propio sacerdote, cuando le entrevisté en su sede de la casa
parroquial de la iglesia de Coamo, del obispado de Ponce, Puerto
Rico, del que ahora es monseñor y Vicario Pastoral. La entrevista
tuvo lugar al mediodía del sábado 11 de octubre de 1990, en la sala
de la casa parroquial y fue recogida en cinta magnetofónica. Al
despedirse de los prisioneros, uno de ellos, Huáscar Tejeda, le
solicitó el favor de llevarle un mensaje a su esposa Lindín, una joven
de Higuey, hermana de un amigo del sacerdote. Nunca cumplió su
promesa de llevarle el mensaje a la mujer desesperada por noticias
de su esposo. Concentrado en sus recuerdos de esa mañana del 30
de agosto, el párroco de San Isidro no sospechaba el domingo 19 de
noviembre que Lindín jamás vería a su esposo vivo. El
incumplimiento de la promesa formulada a Huáscar Tejeda
atormentó al padre Guerrero durante años. En nuestra entrevista
me dijo que jamás había hablado de esto con nadie. A finales de
enero o comienzos de febrero de 1962, el sacerdote tuvo
oportunidad de saludar a Lindin al término de una misa por las
almas de esos prisioneros, oficiada por él mismo en la iglesia San
Carlos, del sector del mismo nombre, en Santo Domingo. Pero
tampoco tuvo valor para hacerle el relato.
Al hablarme del caso, el padre creyó haberse quitado una carga
de conciencia.
Hubo gente bien informada que fue tomada desprevenida. Uno
de ellos fue el doctor Marino Vinicio Castillo (Vincho), un brillante
abogado de 30 años. Como todas las mañanas, sin hacer distinción
del feriado de finales y comienzos de semana, Vincho inició ese día
sus actividades bien temprano. Después de desayunar encendió la
radio y escuchó, en su residencia en San Francisco de Macorís, la
proclama leída por el general Rodríguez Echavarría.
No esperó escucharla por completo. Abordó su automóvil oficial
correspondiente a su rango de Subsecretario de Estado del Trabajo y
pidió a su chofer, un sargento de la Aviación Militar, dirigirse a gran
velocidad a Santiago.
Su decisión distaba de ser un arrebato. Vincho tenía razones
muy poderosas para creer que su puesto en ese momento crítico
estaba en la base aérea de la segunda ciudad del país. Como otros
muchos jóvenes profesionales e intelectuales prometedores, Castillo
pasó a tomar parte del Congreso Nacional como diputado, por
decisión personal de Trujillo, en el ocaso de su Era.
A raíz del asesinato de éste, Balaguer lo atrajo a su lado
designándole subsecretario del Trabajo. Castillo fungía más que nada
como un asesor del Presidente y su principal y más importante área
reacción nada tenía que ver con las esferas correspondientes a su
nombramiento. Con suma frecuencia almorzaba con el Presiente y
discutían temas relacionados con la situación militar. De hecho, y sin
estar amparado en ningún mandato especial, Castillo se convirtió en
una especie de enlace entre el poder civil, representado
simbólicamente por Balaguer, y los mandos militares.
Debido a su capacidad de observación, que el mandatario tenía
a buen aprecio, y a su íntima amistad con oficiales de alta
graduación, tuvo oportunidad de prever la inminencia de cambios
cercanos. En varias oportunidades este fue el tema de sus
conversaciones de almuerzo con el Presidente y sus apreciaciones
estaban basadas en hechos concretos no en conjeturas vacías.
A pesar de su vasta experiencia administrativa, Balaguer era
totalmente ajeno a la vida militar. Con las muy contadas excepciones
del círculo alrededor de Trujillo, que había podido tratar muy
protocolar y superficialmente en sus años en el Palacio Nacional,
primero como secretario y vicepresidente y después como presidente
decorativo designado, Balaguer quedó marginado totalmente de las
intrigas militares. Sacando a aquellos generales muy próximos a la
familia Trujillo, apenas podía identificar por sus nombres al resto de la
jerarquía castrense.
La utilidad del doctor Castillo se medía así en función de su
capacidad para ayudarle a compenetrarse indirectamente en los
complejos vericuetos del mundo militar, para él prácticamente
desconocido.
Aunque la proclama del general Rodríguez Echavarría le tomara
desprevenido en su residencia en San Francisco de Macorís, a unos 40
kilómetros de Santiago, el joven abogado tenía fuertes vinculaciones
con el levantamiento que acababa de producirse. Unos días antes,
visitando a su amigo el teniente coronel Alfredo Imbert McGregor,
subcomandante de la base, el general le convidó a dar un paseo por
la pista en su Mercedes Benz oficial, para mostrarle los aviones.
Deteniéndose ante una hilera de Mustang, armados con
bombas en sus alas, Rodríguez Echavarría le observó:
-¿Ves que tienen las espuelas puestas?
Intrigado, le respondió:
-General, hasta ahora lo que ha habido son disturbios y
problemas de manifestaciones callejeras…
El militar tenía otra opinión. Por eso le interrumpió.
-No. Eso es lo que se ve. Entre nosotros, las cosas no están
muy claras. Tan pronto como pudo hablarle a solas a su amigo
Imbert McGregor, Castillo dejó sentir la preocupación que le
embargaba.
-Gringo- le dijo-. Va haber un lío, según veo.
Los vínculos de Castillo con el general Rodríguez Echavarría
provenían de afectos familiares muy antiguos, que se fortalecieron a
raíz del traslado de Imbert McGregor a la base de Santiago como
segundo al mando. Tras la muerte de Trujillo, Alfredo y su hermano
Mario, oficiales pilotos, cayeron en desgracia por sus nexos de sangre
con Antonio Imbert, uno de los principales ejecutores del dictador.
Rodríguez Echavarría intercedió personalmente Ramfis a favor de los
hermanos pilotos y logró llevarse a Alfredo. Este y Castillo eran
amigos de infancia, habían estudiando juntos y jugado para un mismo
equipo juvenil de béisbol, el primero como receptor y el segundo
como lanzador.
Camino a Santiago, Castillo pudo observar la intensa agitación
promovida por el levantamiento de apenas momentos antes. A todo
lo largo del trayecto, por la carretera, captó la creciente
efervescencia entre la gente movilizándose a favor del movimiento.
A su llegada al recinto, no tuvo dudas de que se encontraba en
medio de una revolución. Las cosas, se dijo, no serán ya las mismas.
Vincho se dirigió directamente al despacho del general Rodríguez
Echavarría, donde estaba su amigo Alfredo Imbert McGregor, el
Gringo.
Solo un hombre en Santiago parecía verdaderamente molesto
por el curso de los acontecimientos. El teniente coronel Manuel
Durán Guzmán estaba convencido de que el general Rodríguez
Echavarría distorsionaba los propósitos del movimiento. El grupo
original le había asignado el mando en atención a su rango y ante la
necesidad de contar con una base de operaciones. Pero Durán no
estaba de acuerdo con las operaciones militares llevadas a cabo.
Tampoco compartía la manera en que la UCN parecía escudarse
detrás de la acción.
Lo que le enfurecía interiormente era el carácter despótico y
unilateral que el general comandante de la base estaba dando al
levantamiento. El teniente coronel González Pomares había estado
sumamente ocupado en acciones aéreas. Le notó agotado y tenso y
no le creía en condiciones de analizar desde una perspectiva más
amplia y objetiva lo que él, desde su puesto de observación, podía
notar ya con absoluta claridad.
Durán creyó estar presenciando ya, al mediodía del domingo 19
de noviembre, el surgimiento de un nuevo dictador. Había que
detener a Rodríguez Echavarría ahora que podía haber tiempo. Lo
que Durán no alcanzaba a comprender era que este tipo de
razonamiento no tenía cabida en la mente de gente cuya prioridad
parecía ser en ese momento su propia supervivencia.
Los éxitos iniciales y rotundos del movimiento, la capacidad
analítica y de decisión que Rodríguez Echavarría estaba demostrando,
lo hacían parecer como un auténtico líder entre su gente. Las
presunciones de Durán podían ser vistas como puras conjeturas
carentes de base en tales circunstancias. Pero él estaba demasiado
indignado para darse cuenta de esto.
Subió a la torre de control de la base y pidió comunicaciones
con el general Rodríguez Méndez y el teniente coronel Polanco Alegría
en Barahona. La base sureña se había unido ya al levantamiento.
Durán urgió a ambos oficiales a trasladarse de inmediato a
Santiago ante su percepción de que el general se había apoderado
del movimiento y adoptaba medidas que contradecían el espíritu de
la conspiración que ellos tejieron pacientemente durante meses.
Los dos oficiales estaban demasiado preocupados por sus
propios papeles y se sentían todavía expuestos a peligros personales.
La respuesta de ambos no pudo ser más desconsoladora para Durán:
-No te preocupes. Tú sabes bien como es el viejo Chavá. Eso
se le pasará en dos o tres días.
El timbre del teléfono sacó al general Hermida de sus
reflexiones. El reloj de pared marcaba poco más de las doce del
mediodía. El secretario de las Fuerzas Armadas, mayor general
González Cruz, le invitó a escuchar el decreto del Presidente
designándole interinamente como jefe de Estado Mayor de la Aviación
Militar, en sustitución del general Sánchez hijo, a quien no se le
atribuían nuevas funciones.
La destitución de Sánchez era una de las exigencias planteadas
por Rodríguez Echavarría a Balaguer. Y sería la primera de una serie
de medidas de orden militar adoptadas esa tarde por el mandatario
para superar la crisis y consolidar su débil posición. A este decreto
siguieron otros despojando a generales de sus mandos y anulando
recientes designaciones en los estamentos militares y diplomáticos.
Hermida pertenecía a una familia de gran tradición militar. Su
padre, el general Félix Hermida, había sido jefe de Estado Mayor de
tres cuerpos –el ejército, la aviación y la policía- y había ocupado,
además, la Secretaria de las Fuerzas Armadas. Su hermano Mario
Emilio Hermida, fue un excelente piloto, instructor de escuela de la
mayoría de los oficiales activos de ese cuerpo. Su muerte, ocurrida
en un accidente automovilístico el 5 de abril de 1950, camino de San
Cristóbal, consternó a la oficialidad militar dominicana. Debido a
estos antecedentes, había llevado muy buenas relaciones con los
oficiales de todos los cuerpos. Su designación al frente de la
Aviación, a la que no pertenecía pues era oficial del Ejército de tierra,
en las presentes circunstancias, seguramente no encontraría muchas
objeciones.
Tan pronto como fue informado de sus nuevas funciones,
Hermida se dirigió con sus ayudantes a la base aérea, después de
asistir a la juramentación del general Luís Román como nuevo jefe del
Ejército, en reemplazo del mayor general Virgilio García Trujillo.
Fue recibido en la marquesina de la jefatura por un grupo de
oficiales e inmediatamente se dio a la tarea de buscarle término a la
confrontación militar, estableciendo contacto con el general
Rodríguez Echavarría.
Las horas siguientes le parecerían las más largas de su
existencia.
Toda su vida, José Gómez Peralta deseó tomar parte en una
guerra. Cada noche hacía barcos y aviones de papeles y simulaba
batallas sobre el colchón, a la hora de ir a la cama. Pero sus fantasías
de infancia apenas le hicieron gracia cuando vio aproximarse los
tanques, precedidos de una larga columna de sudorosos soldados en
traje de faena, y temió que por una primera vez se cumplieran sus
sueños.
A sus 19 años, José, mecánico de autos y estudiante, no sintió
ningún regocijo ante su primera y real visión de la guerra. Había visto
en el cine escenas similares. Sin embargo, el sonido de los blindados
sobre el pavimento de las calles de su apacible sector de Alma Rosa,
era demasiado tétrico. En comparación con sus juegos nocturnos, la
guerra que parecía presentarse próxima ante sus ojos aturdidos era
en extremo peligrosa. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda
desnuda, manchada de grasa, polvo y sudor. Dejó a un lado las
herramientas y se puso de pie para contemplar el paso de los carros,
hasta que la cabeza de la columna se detuviera varias cuadras más
adelante.
El joven mecánico-estudiante no fue el único en alarmarse por
tan repentinos visitantes. Tras la primera impresión de miedo, las
ventanas y puertas de las residencias del tranquilo sector residencial
de clase media, comenzaron a abrirse para permitir la salida al
exterior de centenares de curiosos. En adición al sentimiento de
temor, que compartía con los demás residentes del sector, apareció
en su rostro una expresión de enfado. Se percató que la situación de
anormalidad derivada de la presencia inusual de esas máquinas de
muerte le impediría satisfacer un deseo apremiante. A todo lo que
anhelaba ese día era poder asistir a una cita más tarde con su novia,
a la que quedó en recoger en el otro extremo de la ciudad. Sin hacer
muchas cavilaciones, se dio perfecta cuenta de la imposibilidad de
satisfacer ese deseo.
Como si se prepararan para una batalla inminente, los tanques
y carros de asalto, en número que José Gómez Peralta estimó en más
de cuarenta, se situaron estratégicamente bajo árboles y dentro de
marquesinas de viviendas, para ocultarse además de una posible
vigilancia aérea. El capitán Grampolver Medina recorrió a paso
marcial toda la extensión de la columna y dejó escapar un soplido de
conformidad. A pesar de todo estaba seguro de que en medio de la
confusión y el pánico inicial, habían procedido de acuerdo con las
reglas.
Un sentimiento similar dominó al capitán Pichardo Gautreaux.
Después de inspeccionar los tanques e intercambiar impresiones con
sus oficiales se sintió por vez primera tranquilo consigo mismo. No se
sentía tentado de apostar a su suerte, pero creyó que a un nuevo
ataque podían esta vez responder con arreglo a los manuales
aprendidos.
Entonces dedicó los siguientes sesenta minutos a tranquilizar a
sus soldados y a los vecinos del sector. Alzó la mirada y comprobó
que la hora marcada por su reloj, las 3:30 de la tarde, respondía a la
posición del sol. Ni él ni los demás habían tenido oportunidad de
comer o tomar agua. El hambre y la sed angustiaban a la tropa alerta
en sus puestos.
Grande fue su satisfacción cuando, en forma voluntaria, los
vecinos comenzaron a dar de comer y beber a los soldados. Ahora
podía entregarse a un ligero descanso. Cerró la escotilla de su AMX y
se recostó al lado del largo cañón, protegiendo sus ojos del sol con el
casco protector que tenía dentro del carro.
Las negociaciones avanzaban rápidamente. Las medidas
adoptadas por el Presidente Balaguer contribuían a despejar la
posibilidad de un conflicto militar prolongado. Las destituciones de
los principales mandos castrenses evaporaron los temores de alguna
resistencia militar al pronunciamiento de Santiago.
Sin embargo, el general Rodríguez Echavarría tomó todavía
algunas precauciones. Mientras encomendaba al teniente coronel
Gonzáles Pomares la peligrosa misión de discutir en la base de San
Isidro los detalles de un arreglo bajo sus condiciones, cuidó de
protegerse contra un eventual ataque terrestre.
En efecto, la destrucción de puentes y la obstrucción de la
autopista de acceso a Santiago en algunos puntos entre Bonao y La
Vega, tenía por objeto impedir la llegada de tanques desde Ciudad
Trujillo y otros puntos. Hasta él llegaron informes de un posible
traslado de carros de asalto en patanas. Escuadrillas de Vampiros,
Mustang y AT-6 continuaban incesantemente patrullando esas zonas.
Ninguna de las misiones encargadas al teniente coronel
González Pomares ese día pareció tan preñada de peligros como esta
última que a las 5:15 de la tarde se disponía a cumplir esta vez a
bordo de un AT-6, completamente solo. Pero había estado tan
expuesto en las últimas horas a la muerte, que no vaciló en cumplir
esta nueva encomienda.
Debían aterrizar en San Isidro, que él había atacado con
cohetes y bombas de quinientas libras durante la mañana, y aclarar la
posición de la nueva jefatura de Estado Mayor. Rodríguez Echavarría
reclamaba al general Hermida situar los tanques en un lugar visible
de la pista con las armas hacia abajo, en señal de la voluntad del
segundo de acceder a las exigencias del primero. En caso contrario,
los bombardeos continuarían hasta una rendición incondicional. Esto
último podía significar el inicio de una verdadera guerra civil.
Consciente de los riesgos de su nueva misión, González
Pomares tomó su pistola 45, la rastrilló, lista para su uso, y la colocó
entre sus piernas. Sorprendido de su propia serenidad y sangre fría,
el oficial desechó cualquier pensamiento ajeno a su peligrosa misión
al alzar vuelo de espalda a los declinantes destellos crepusculares.
En Alma Rosa, entre tanto, la columna de blindados inició el
camino de regreso a la base. Temerosos de que la movilización
implicara la reanudación de hostilidades, cientos de personas se
aglomeraron alrededor de los vehículos en movimiento, pidiéndoles
que no se lanzaran a la muerte. La gente que había dado de comer y
beber a los soldados y oficiales e intimado con ellos en las tensas
horas previas, ignoraba la existencia de un parlamento.
Llorando, exhibiendo efigies de Cristo y rezando en voz alta,
con relicarios entre las manos, la multitud creía que la movilización
era la señal de un ataque de tanques contra la base, donde muchos
de los vecinos tenían parientes de servicio. Los rostros de los
oficiales estaban demasiado tensos como para convencerlos de lo
contrario.
Cuando la columna avanzó sobre la autopista hacia San Isidro,
en las proximidades de Hainamosa, una escuadrilla de aviones
supersónicos norteamericanos procedentes del portaviones Bóxer,
rompió en formación sobre ella y los carros se desperdigaron a ambos
lados de la vía, ocultándose en la espesura. Los oficiales llamaron a
la base y los aviones se perdieron a gran altura en el horizonte. Los
blindados reanudaron su marcha y penetraron unos quince minutos
después al recinto de la base aérea.
Siguiendo las instrucciones de la nueva jefatura de Estado
Mayor, los comandantes de compañía dejaron los tanques y carros de
asalto a un lado de la pista de aterrizaje y se retiraron a sus unidades,
deteniéndose primero en sus casas de los barrios de oficiales y
alistados del recinto.
En previsión de un nuevo ataque sorpresa, ninguno de ellos
dormiría esa noche en sus habitaciones. Lo harían a la intemperie,
dentro de los bosques, sometidos a una fuerte presión.
Desde su cabina de piloto de un AT-6, González Pomares divisó
a distancia los carros blindados colocados a un lado de la pista y
aterrizó tras efectuar dos giros en torno a la base. Eran poco más de
las 5:40 de la tarde, cuando el jeep conducido por el teniente coronel
piloto Guarién Cabrera fue a recibirle casi ante el mismo aparato.
Antes de descender, enfundó la pistola que traía entre las piernas,
tomando la precaución de mantenerla martillada con la canana
abierta, por si le fuera necesario usarla. Apenas intercambió unas
cuantas frases de saludo con Cabrera en el corto trayecto hacia la
jefatura, donde aguardaban impacientes miembros de la alta
oficialidad de la Aviación Militar.
En el atestado despacho del jefe de Estado Mayor, González
Pomares distinguió al nuevo titular, general Hermida, al coronel
Figueroa Carrión, a los tenientes coroneles Ramos Usera y Luna
Pérez, y a un espigado oficial de Estados Unidos, identificado como el
coronel Ed Simmons, y un asistente de éste, vestido de paisano.
Su mensaje era de que bajo las nuevas circunstancias, todos los
miembros de la familia Trujillo así como sus allegados más cercanos
debían salir de inmediato al exilio. Figueroa Carrión reaccionó con un
ligero mohín, imperceptible para la mayoría de los presentes:
-¿Significa que yo debo salir también?- preguntó.
-Yo no he mencionado nombres- le respondió.
Simmons intervino para reprocharle el haber atacado la base
sin dar cuenta antes e sus propósitos. Su contestación sorprendió al
propio González Pomares.
-Ustedes los norteamericanos sabían lo de Pearl Harbor y no
dijeron nada.
La tensión que caracterizó los primeros minutos del encuentro
amainó rápidamente. San Isidro accedió a los reclamos del general
Rodríguez Echavarría y su enviado regresó a Santiago con el último
laurel del triunfo en sus manos para aquel, que así se convertía en la
primera figura militar del país, en su verdadero hombre fuerte.
Todo el poder que Ramfis en los últimos meses concentrara
para sí, pasaba ahora a manos suyas.
De la reunión, el coronel Figueroa Carrión, comandante del
Batallón Blindado, fue a unirse a las fuerzas de su guarnición que
habían optado por pernoctar en los bosques contiguos a la base,
alrededor de su campamento. En la que sería su última noche como
oficial activo, prefirió compartir la ingrata suerte de sus compañeros
en lugar de la confortable tranquilidad de su hogar de la calle Pasteur,
donde le esperaban Flor, su esposa, y sus tres hijos pequeños, con las
maletas preparadas para un largo viaje al extranjero.
12UN FINAL LUCTUOSO PARA
UNA ERA DE SANGRE
“No esperéis el Juicio Final: tiene lugar todos los días”.
ALBERT CAMUS
A pesar de la confrontación militar, el grueso de la atención se
concentró al mediodía en el Palacio Nacional, sede de las decisiones
políticas. Luego de las reuniones con los dos hermanos Trujillo y el
cónsul de los Estados Unidos, el Presidente se preparó para decir un
discurso al país. Comprendía la importancia de aprovechar al
máximo el tiempo. El poder, y tal vez su vida misma, dependían de
cómo él pudiera sacar el máximo provecho de cada minuto de las
horas siguientes.
Tras analizar brevemente los últimos hechos, Balaguer exhortó
a los dominicanos a unirse ante una “situación difícil” y anunció a una
nación sorprendida, su decisión de asumir la dirección suprema de las
Fuerzas Armadas, en virtud del artículo 54, inciso 13, de la
Constitución de la República. El país se encuentra, dijo, al borde de la
guerra civil “como consecuencia de las pugnas” surgidas en el ámbito
militar.
Ese hecho podría desembocar, en el curso de las horas
siguientes, en lo que él describía como una posible “intervención
militar extranjera”. Esa posibilidad planteaba un riguroso respaldo al
gobierno presidido por él para evitar la “catástrofe nacional” que
significaría esa intervención que no podría provenir de otro país que
no fuera, dadas las circunstancias, los Estados Unidos, al que no citó,
empero, por su nombre.
Tan dramático e inesperado discurso, pronunciado desde el
Salón de Embajadores de la tercera planta del Palacio Nacional,
donde horas antes se escenificara el incidente entre Petán y el cónsul
norteamericano, y difundido por radio y televisión, dio un giro a los
acontecimientos. Balaguer hablaba de salvar la soberanía, pero
parecía ostensible que al hacerlo con tanta seguridad, contaba con el
apoyo soterrado de la embajada norteamericana. La intensa
actividad del cónsul Hill esa mañana en el Palacio Nacional no
permitía otras conclusiones.
Otras decisiones importantes se anunciaban en ese discurso.
Balaguer suprimía el cargo de Ramfis y a partir de ese momento
todas las cuestiones concernientes a los militares serían canalizadas a
través de la Secretaría de las Fuerzas Armadas. En un “gesto
patriótico que los enaltece”, añadía, Negro y Petán abandonarían el
territorio nacional –esta vez para siempre- dentro de escasas horas.
Esto último, esperaba, ahorraría a la nación “nuevos derramamientos
de sangre”.
También hacía pública varias designaciones en el campo militar,
que reforzaban su voluntad de llevar a cabo un nuevo proceso de
cambios. Por ejemplo, el mayor general Virgilio García Trujillo
quedaba relegado de sus funciones de jefe de Estado Mayor del
Ejército y trasladado a Washington, mediante un mismo decreto,
como Representante ante la Junta Interamericana de Defensa.
Hermida pasaba interinamente a la jefatura de la Aviación, mientras
el general Luís Román se hacía cargo del Ejército. Estas medidas
estaban en vigencia de inmediato y concluían una reorganización de
los mandos militares. Cinco días antes, el 14 de noviembre, el
contralmirante Enrique Valdez Vidaurre había asumido la jefatura de
la Marina en sustitución del también contralmirante Luís Ambrioso
Facundo Esteva, puesto en retiro.
Las medidas fortalecieron la posición del general Rodríguez
Echavarría, quien recibió una llamada de Hermida.
-Todo por el Presidente Balaguer- le dijo.
El discurso de Balaguer y los hechos que le precedieron
parecían haberle puesto en control de la situación, con el apoyo ahora
público de los altos mandos militares. No obstante, la crisis
continuaba latente. En Santiago seguían abrigándose temores de una
contraofensiva terrestre.
Pero en el campo político la creciente rivalidad entraba en una
fase de conciliación, cuya duración resultaría sumamente breve. Los
partidos se apresuraron a hacer pronunciamientos de apoyo al
Gobierno. La noche anterior, Balaguer había recibido a una comisión
del PRD, encabezada por Bosch y completada por el secretario
general Ángel Miolán y el licenciado Humbertilio Valdéz Sánchez que
le ofreció su apoyo ante los nuevos acontecimientos. El Presidente
decretó el estado de emergencia “con todas sus consecuencias
constitucionales”. El artículo dos de la disposición advertía que en
virtud de la misma “quedan suspendidos los derechos humanos, con
excepción de la inviolabilidad de la vida”.
En su letra y espíritu, el decreto número 7283 que imponía el
estado de excepción no dejaba de resultar una ironía. El país
celebraba en comunicados el nacimiento de una nueva era política.
El propio discurso presidencial pretendía ser una expresión viva y fiel
de esa expresión colectiva. Sin embargo, la disposición llevaba el
sello de la Era ignominiosa que costara tantos dolores. Como tantas
otras medidas oficiales, terminaba con la rutina obligatoria: “Dado en
Ciudad Trujillo, Distrito Nacional, capital de la República Dominicana,
a los 19 días del mes de noviembre de 1961, año 118 de la
Independencia, 99 de la Restauración y 32 de la Era de Trujillo”.
Para los fines prácticos, el decreto no significaba nada. Las
protestas del pueblo que habían conducido durante meses a la
situación actual, tenían como finalidad la restauración de las
garantías que la citada medida alegaba suspender y que, por más de
30 años, no existieron nunca.
Podía deducirse, empero, que el respaldo al Gobierno no era
total. Radio Caribe, la emisora a través de la cual se lanzaban tantos
vituperios a la oposición, insistía en su denuncia de que un complot
internacional había forzado la salida de Ramfis el día antes, lo cual
atribuía a “organismos y gobiernos extranjeros”. Desdeñar la opinión
de este santuario del anacronismo trujillista constituía una
equivocación. Tales minorías estaban constituidas por personeros
responsables de muchas atrocidades y era todavía temprano para
deducir cuán lejos estuvieran dispuestos a llegar para defender sus
privilegios y prejuicios.
Más cauta fue la primera reacción pública norteamericana. La
agencia de noticias UPI atribuía en Washington a un portavoz del
Departamento de Estado haber declarado que “no hay pruebas
inmediatas” de que sus tíos hubieran impuesto la salida forzosa de
Ramfis. Ahora les tocaba a ellos –Negro y Petán- irse.
En cuestión de horas, las calles de Ciudad Trujillo, ya agitadas
por las noticias del levantamiento, se llenan de manifestantes. Y
mientras el yate Presidente Trujillo se aleja en aguas internacionales
con Ramfis y su círculo íntimo, reactores norteamericanos del tipo A4-
D, pertenecientes al segundo escuadrón de Marina de los Estados
Unidos VMA 224, sobrevuelan las costas frente a la capital
dominicana.
Formaban parte de la dotación de una flota compuesta por un
portaviones, el crucero Little Rock y tres destructores, que se
aproximaban a las cercanías de las aguas territoriales dominicanas.
Los saqueos comenzaron esa misma tarde. En la capital,
residencias de conocidos personeros trujillistas fueron destruidas por
turbas que cargaron mobiliarios en presencia de agentes de policía,
inmóviles ante los desmanes.
En Santiago, las multitudes incendiaron el local del Partido
Dominicano, de Trujillo, y destruyeron fotos, bustos y archivos del
dictador. Los bomberos intervinieron cuando la labor de destrucción
quedó consumada, únicamente para evitar la propagación de las
llamas a otros edificios contiguos. Un jeep usado para hacer
propaganda del partido oficialista es incendiado en una cancha
interrumpiendo un partido de voleibol. El local de la Asociación de
Veteranos de las Fuerzas Armadas, tenida como leal a Trujillo,
también es víctima de la ira de las turbas. Las oficinas regionales de
la Cédula de Identidad Personal, la Secretaría del Trabajo y de otras
dependencias oficiales, corren la misma suerte. La sede del
Ayuntamiento, de donde surgieron tantos pergaminos y homenajes al
Generalísimo es apedreada por la muchedumbre.
Pasiones que permanecieron acalladas de pronto afloraron con
toda su ominosa carga de presagios. El nacimiento de la tan
anhelada era de libertad se producía preñada de violencia. El caos
podía, si llegaba a apoderarse de las vías públicas, temían algunos
líderes, frustrar la marcha serena hacia una democracia estable y
confiable.
En medio de la celebración podían observarse señales muy
peligrosas.
Mientras los Trujillo preparaban apresuradamente sus equipajes
y se dirigían, dejando atrás valiosas propiedades, para abordar un
avión de la Pan American que los esperaba en medio de severas
medidas de seguridad, tenían lugar otros importantes
acontecimientos.
Superando esa noche diferencias que comenzaban a
distanciarlos, los comités centrales de la UCN y del Catorce de Junio
celebraban una reunión informal en la residencia del dirigente
ucenista Luís Manuel Baquero, en la calle Casimiro de Moya, en
Gazcue. Este no se encontraba presente, pero había dado su
consentimiento a la reunión mediante llamada telefónica desde
Washington, donde acompañaba en misión política al presidente de
UCN, Viriato Fiallo.
El propósito de esta cita era conciliar los pasos a dar ante la
inminente salida de los Trujillo y el vacío dejado por la partida de
Ramfis, la noche anterior. Los hechos del día exigían de ellos una
acción rápida y determinante. La causa que los juntaba esa noche
era la avidez común de noticias. Inquietos ante la tardanza de
informaciones, los dos grupos encargaron a Ramón Cáceres Troncoso
y a Manuel Baquero Ricart, ambos de UCN, trasladarse a la embajada
de Estados Unidos en búsqueda de buenas nuevas.
Más tarde, en compañía del cónsul Hill, muy activo en el
teléfono esa noche, les llegó la noticia por todos esperada. El aparato
de Pan Am con los Trujillo a bordo finalmente había despegado,
después de una larga espera en la pista, exactamente a las 11:30 de
la noche. Hill los invitó a pasar de la oficina a la residencia de la
embajada, a escasos pasos de distancia, para celebrar la ocasión con
un brindis de champaña. El cónsul descorchó una botella y escanció
la espumante bebida dentro de tres copas para brindar por el “futuro
democrático dominicano”.
Cáceres y Baquero Ricart vacían la mitad de sus copas y se
despiden. Les esperan sus compañeros ansiosos de noticias y deben
prepararse para las horas críticas que se avecinan.
La gigantesca mole de concreto del lado oeste de la embajada,
que sirvió como una de las residencias preferidas del Benefactor, y en
la cual pernoctaba su viuda doña María Martínez de Trujillo, apenas se
percibía. La oscuridad que rodeaba la majestuosa mansión de treinta
habitaciones, subrayaba el fin de una Era de sombras que se extendió
por 31 años.
Luís Ramón González, ingeniero recién llegado de los Estados
Unidos, interrumpió al locuaz esposo de su hermana Maritza, en el
momento más alegre de la celebración de su cumpleaños. Obtenido
el silencio requerido, concentró su atención en la noticia que difundía
la radio.
“Cumpliendo las instrucciones del Gobierno del Presidente
Balaguer”, dijo el locutor de la radio televisora oficial, “los principales
miembros de la familia Trujillo, y su más íntimos colaboradores,
partieron esta noche al extranjero, poniendo así término a tres
décadas de terror. La República Dominicana inicia una nueva etapa
democrática”.
El joven profesional no supo cómo dominar los impulsos que
hacían latir su corazón a un ritmo acelerado. Lanzando al piso su
copa de ron, gritó con todas las fuerzas que se lo permitían sus
pulmones: “!Libertad!” y echó a correr sin rumbo fijo.
El ambiente se llenó de pronto de un ruido ensordecedor,
proveniente de toda la ciudad. El sonido de los claxones de vehículos
en las calles y de cacerolas dentro de los hogares lo impregnó todo.
En escasos minutos, miles de personas abarrotaron los restaurantes,
las plazas y las calles, palmoteando alegremente al ritmo que había
caracterizado las protestas en los últimos meses: “libertad, libertad”,
“abajo la dictadura”. En la más grande de las improvisadas
manifestaciones de júbilo, toda la capital dominicana pareció esa
noche dispuesta, pese a la hora, a celebrar sin inhibiciones de ningún
tipo, la caída de la tiranía.
En las estrechas callejuelas de la zona colonial y en las
populosas vías del sector Ciudad Nueva, escenario semanas antes de
violentas confrontaciones, la multitud se confundió con los militares
en un abrazo que parecía dejar atrás el resentimiento provocado por
la furia de represalias recientes. Por todas partes, se oía el clamor de
la celebración.
En el corto trayecto de la embajada a la residencia de Luís
Manuel Baquero, donde esperaban ansiosos los dirigentes de UCN y
del Catorce de Junio, Ramón Cáceres y Baquero Ricart, pudieron
observar la magnitud del júbilo público. La prisa no les permite
conceder mucha atención por el momento al hecho de ser testigos y
actores de un gran acontecimiento histórico.
Alrededor de las nueve de la mañana del lunes 20 de
noviembre, un helicóptero militar descendió en los jardines del
Palacio Nacional y sus dos pasajeros se dirigieron, escoltados por una
comisión de altos oficiales, al despacho presidencial.
Los dos emisarios del general Rodríguez Echavarría –su
hermano, el coronel Santiago Rodríguez Echavarría y el licenciado
Rafael F. Bonnelly- cumplían la encomienda de reiterarle la total
adhesión de la base al Gobierno. La reunión duró aproximadamente
una hora, al cabo de la cual el oficial regresó en el mismo helicóptero
a Santiago, mientras Bonnelly, en cambio, se trasladaba en automóvil
a su residencia en la capital, donde ya le esperaba un grupo de
amigos y dirigentes ucenistas.
Uno de ellos era el doctor Vega Imbert, quien había visto
descender el helicóptero desde la casa de su tío, el doctor Julio Vega,
un antiguo funcionario de Trujillo, donde durmió la noche anterior. El
mensaje que Bonnelly transmitió a Balaguer se lo resumió a sus
amigos en una breve frase:
-¡Joaquín, te manda a decir Echavarría, que ya tú eres
Presidente. Que actúes, que tienes todo su respaldo!
Bonnelly no se sorprendió de la reacción imperturbable de
Balaguer, quien tras escucharle pacientemente se limitó a sonreír
musitando una apenas perceptible expresión de agradecimiento.
A pesar de los contactos realizados a través de Ramón Tapia
Espinal y de la importante participación ucenista en los sucesos de la
noche del sábado 18 y de toda la mañana del domingo 19 en la base
de Santiago, el primer contacto formal de Unión Cívica con el general
Rodríguez Echavarría vino a producirse el martes 21. Temprano en la
mañana de ese día, una misión oficial de la organización fue a verle a
su puesto de comandante.
Encabezado por el doctor Severo Cabral, el grupo es portavoz
de un mensaje personal del doctor Fiallo. A la comisión se unen dos
importantes dirigentes de Santiago, Tapia Espinal y Federico Carlos
Álvarez.
En la reunión no se trató nada relacionado con el papel que la
UCN atribuye a Rodríguez Echavarría en el futuro gobierno. El grupo
se concreta a expresar al jefe militar el reconocimiento del país por su
decidida actuación de los días anteriores. Este a su vez reiteró su
apoyo al Presidente y los exhortó a unirse a Balaguer en los esfuerzos
por reencauzar a la nación por nuevos y “prometedores” senderos.
Les recordó que el país se encontraba bajo un estado de emergencia
y que las autoridades procederían con extrema energía si fuera
necesario para aplacar la acción depredadora de las turbas.
Después de la reunión, el grupo se trasladó a la residencia de
Álvarez, donde estaba citado el comité provincial en pleno, con
algunas otras personalidades de la ciudad, como Bonnelly. Severo
Cabral le expresó a éste último su satisfacción de encontrarle ya que
tenía para él un mensaje personal del doctor Fiallo. Este abrigaba la
idea de encargar a Bonnelly de la dirección del diario El Caribe, una
vez el gobierno pasara a manos de UCN. En los últimos años, le dijo,
el periódico se convirtió en un instrumento de la tiranía. Fiallo creía
que Bonnelly, quien había servido a Trujillo desde diversas posiciones,
era el hombre indicado para hacer ahora de ese medio un nuevo
vehículo para el fortalecimiento de la democracia.
El rostro de Bonnelly pareció ir transformándose, a medida que
escuchaba a Severo Cabral. Hundiéndose en la cómoda butaca de
piel, le dijo, cruzando los brazos:
-¡Escucha bien esto, Severo. Dile a Viriato que en este país yo
no aspiro a ser ni alcalde pedáneo!
Menos de dos meses después, Bonnelly sería el Presidente.
El curso de las relaciones entre el nuevo estamento militar y la
UCN quedó marcado desde un principio, a despecho del respaldo
inicial ofrecido por esta organización al movimiento del 19 de
noviembre.
Estando en San Juan, Puerto Rico, en la última etapa e su gira
política para persuadir a los Estados Unidos a mantener las sanciones
contra el régimen, el doctor Viriato A. Fiallo cometió una ligereza al
referirse, en conversaciones con periodistas, al levantamiento de
Santiago. Al responder a una pregunta, Fiallo se refirió a Rodríguez
Echavarría en los términos siguientes:
-Yo no lo conozco. Debe ser uno de esos generalotes de Trujillo.
La carta de respuesta no tardó en llegarle. “Yo no soy un
generalote”, le reprochaba. Detrás de él, alegaba, habían dos
generaciones de militares, que se remontaban a la gesta
independentista de Capotillo. La carta, redactada por el doctor
Marino Vinicio Castillo, sellaría el futuro inmediato de las relaciones
entre el nuevo líder militar y la principal fuerza opositora.
No pasarían muchos días antes de que la afloración de estas
nuevas fricciones estremecieran el ambiente político con renovados
ímpetus.
Una extraña y silenciosa procesión despertó al mediodía del
martes 21 de noviembre, la atención de los transeúntes de la
populosa calle El Conde, del sector colonial. Ataviados en sus
llamativos uniformes azul y rojo, una columna de bomberos
descendió a paso marcial de su Cuartel General, ubicado al final de la
calle Palo Hincado con la avenida Mella, hasta el Altar de la Patria, en
el punto exacto en que termina El Conde.
Tras recorrer la distancia de poco más de ciento cincuenta
metros, el grupo se detuvo ante la lámpara de donde arde
permanentemente una llama en honor a los restos de los tres
fundadores de la República: Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario
Sánchez y Ramón Matías Mella. Con una solemnidad inusual para un
acto que no ha sido ensayado antes, el pequeño grupo de bomberos
despegó pacientemente una pesada tarja de bronce en homenaje a
Trujillo, adherida a la pared de antiguos ladrillos, y regresó al cuartel
al mismo paso.
Decenas de curiosos se acercaron para cerciorarse con sus
propios ojos. En el lugar donde la adulación extrema colocó años
antes una tarja para conocer al dictador un lugar similar en la historia
al de los próceres de la Independencia quien dio la orden de revocar
físicamente esa injusticia histórica.
Pero esto era sólo un indicio de los nuevos vientos de cambio.
En forma menos ritual, exaltados manifestantes derribaban letreros,
bustos y retratos de Trujillo de parques, plazas, escuelas, puentes,
carreteras y hospitales. Las señales físicas de la dictadura de 31 años
comenzaban a desaparecer a paso vertiginoso.
El gran y definitivo paso no tardaría en llegar. El Congreso
Nacional aprobó el 24 de noviembre un proyecto de ley restaurando a
la capital dominicana su antiguo nombre de Santo Domingo.
Balaguer subrayaría la dimensión exacta de ese momento
histórico en un discurso: “La Era de Trujillo ha terminado”, dijo. “El
momento no es oportuno para responsabilizar a nadie, ni para
someter al escrutinio público las faltas irreparables que han dado
lugar al desplome definitivo de la dictadura. No es hora de rendición
de cuentas, sino de liquidación de lo que ya no puede sostenerse
porque es el pueblo ahora el que decide y nada ni nadie puede
oponerse a la voluntad popular”.
Ciertamente el país requería de paz para emprender la enorme
tarea que el derrumbamiento de la tiranía y el surgimiento de la
democracia le ponían por delante. Pero al implorar contra cualquier
intento de retaliación, Balaguer se defendía a sí mismo de cualquier
eventual señalamiento que pudiera debilitar su de por sí precaria
situación personal.
Esto era importante, principalmente ahora que podía
considerarse auténticamente como un Presidente.
Una anciana de 96 años en silla de ruedas es llevada por una
pareja cabizbaja hasta la puerta del avión de Pan American detenido
en la rampa. Un silencio se adueñó de empleados y pasajeros que al
enterarse momentos antes el anuncio de la partida de otro miembro
de la familia Trujillo habían planeado una manifestación relámpago de
repulsa.
El avión aterrizó dos horas después en el aeropuerto
internacional de Miami y tras cumplir los trámites de migración y
aduana, la anciana fue trasladada en una ambulancia a una
residencia en Coral Gables. Sólo dos personas fueron a recibirla.
Ajena por completo a cuanto sucedía a su alrededor, doña Julia
Molina viuda Trujillo, madre del Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo
Molina, se unió esa noche a sus hijos en el exilio. En su huida
apresurada la noche del domingo 19 de noviembre, ninguno de sus
hijos y nietos reparó su ausencia.
Acosado por las presiones, Balaguer trató de mantener las
apariencias de normalidad designando nuevos funcionarios en cargos
importantes de la Administración. Uno de ellos vendría a resultar
clave en el desarrollo de los acontecimientos que sorprendería a la
nación esa misma semana.
En efecto, la designación del hacendado Silvestre Alba de Moya,
de 51 años, en la gobernación del Banco Central en reemplazo de
Manuel V. Ramos tendría más tarde una trascendencia imposible de
predecir en ese momento.
Ese mismo día, una pequeña información periodística de
provincia, daría la señal de aviso de una pronta y fantástica
“aparición”. Escondida en sus páginas interiores, El Caribe
especulaba en un despacho fechado en San Cristóbal, acerca de la
posible “sacada” el país del cadáver de Trujillo.
Alba de Moya no podía imaginarse, mientras se juramentaba
como gobernador del Banco Central de la República, la importancia
del papel que desempeñaría en los días siguientes frente al regreso
de Trujillo, ya hecho cadáver, a su Patria.
En el viaje de regreso, las comisiones del Catorce de Junio y la
UCN que se habían separado en Washington, coincidieron
nuevamente en San Juan, Puerto Rico. Allí fueron informadas de la
partida de Ramfis. Ante este giro de los acontecimientos, olvidaron
momentáneamente sus diferentes para retornar de inmediato al país,
en un vuelo especial de la línea aérea norteamericana Caribear.
Las calles estaban colmadas de manifestantes que celebraban
la partida de los Trujillos, sin darle mucha importancia al hecho de
que aviones de los Estados Unidos habían sobrevolado el territorio
nacional. Tavárez Justo fue directamente del aeropuerto a las oficinas
principales del Catorce de Junio en la calle El Conde esquina Hostos,
desde cuyos balcones denunció esa “violación” a la soberanía
dominicana.
Mientras continúan las demostraciones de júbilo en las calles
dominicanas, en Washington, el Departamento de Estado anunciaba
la admisión temporal de Negro, Petán y otros veintisiete parientes y
amigos de Trujillo. El permiso era sólo por tres meses. Algunos de
ellos viajaban amparados en designaciones diplomáticas, como la de
Pedro V. Trujillo y Pedro José Trujillo Nicolás, nombrados ministros
consejeros en las misiones en Bonn y las Naciones Unidas,
respectivamente. Estos nombramientos no durarían mucho. Serían
revocados en su mayor parte por el propio Balaguer en los días
siguientes.
Las repercusiones internacionales son intensas. Por ejemplo,
TASS, la agencia oficial del gobierno soviético, acusó en un despacho
fechado en Londres al gobierno norteamericano de intervenir en los
asuntos domésticos dominicanos. “La verdadera razón de la
interferencia en los asuntos de aquel país, tan sufrido, es el reciente
movimiento del pueblo por reformas democráticas”, destaca TASS al
difundir los sentimientos del gobierno en Moscú. Sin hacer mención
alguna de esto, en Norfolk, Virginia, sede de la flota naval del
Atlántico, se anunció que otras cinco naves de la fuerza anfibia fueron
despachadas para unirse a los buques que ya se encontraban en las
cercanías de las costas dominicanas.
El lunes 20 de noviembre, un despacho de la Associated Press
atribuyó en Washington a fuentes de la Marina haber declarado que la
flotilla de buques, permanecerá en aguas de la nación caribeña por
varios días. La movilización incluye una fuerza especializada de
desembarco de mil ochocientos marines. Entonces apenas se sabe
que la concentración ha sido ordenada luego del regreso de Negro y
Petán Trujillo, la semana anterior, por la amenaza que ello
representaba a la estabilidad del Gobierno del Presidente Balaguer.
Ramfis escucharía la información por radio de onda corta a
bordo del yate Presidente Trujillo, en ruta hacia Guadalupe. Sus tíos
la leerían ese mismo día en las páginas del Diario Las Américas, de
Miami, horas después de su llegada a Fort Lauderdale, para un exilio
por el resto de sus días.
Para tener una idea de la nueva situación surgida, bastaban dos
hechos. En la capital dominicana, las principales organizaciones de
oposición, la UCN, el PRD y el Catorce de Junio, en comunicados
firmados por Luís Manuel Baquero, Juan Bosch y Feliz María Germán,
reiteraron su respaldo al Presidente. En Washington, el vocero de
prensa de la Casa Blanca, Lincoln White, expresó el parecer de que
“el Gobierno dominicano se ha fortalecido”, confirmó la presencia de
buques en las cercanías y afirmó no saber “hasta cuándo estarán
allí”.
Entre tanto, la OEA anunciaba su decisión de enviar una
comisión de nueve miembros al país tan pronto como ésta pueda
completar “los trámites del viaje”. La idea es investigar los avances
en materia política con vista a una decisión sobre las sanciones
multilaterales. La comisión queda integrada por delegados de
Colombia, Chile, Ecuador, Panamá y Estados Unidos, según revela el
embajador Augusto Arango, presidente de la Comisión de Sanciones
del organismo hemisférico.
El proceso de normalización que estas informaciones
tranquilizadoras sugieren, queda de pronto pasmado con una
desgarradora información periodística. El martes 21 de noviembre, la
prensa nacional, todavía bajo el control gubernamental, reveló que
los seis implicados en el asesinato de Trujillo se habían fugado la
noche del sábado 18, mientras eran transportados de regreso a la
penitenciaría de La Victoria, tras un descenso al lugar donde tuvo
efecto el asesinato del dictador.
Tres agentes policiales, agregaba la nota de El Caribe, habían
sido asesinados. La primera indagación indicaba que algunos de los
fugados se encontraban heridos. Los tres agentes victimados
custodiaban a los reclusos. Por los menos dieciséis huellas de
disparos podían contarse en la camioneta cerrada, matrícula 0-1530,
encontrada dos días después abandonada a un lado de la carretera.
La crónica, oculta en una esquina de la página 7, identificaba a los
policías muertos como Pedro María Romero Alcántara, conductor;
Félix Calderón y José Fabriciano Cruz Cuaba. A continuación citaba
los nombres de los fugados: Ingeniero Roberto Pastoriza Neret, Pedro
Livio Cedeño Herrera, Luís Manuel Cáceres Michel (Tuntin), Modesto
E. Díaz Quezada, Huáscar Tejeda Pimentel y Luís Salvador Estrella
Sadhalá.
De acuerdo con la nota periodística, los seis presuntos fugados
habían sido trasladados a la autopista donde murió Trujillo el 30 de
mayo, para un descenso judicial con el propósito de completar los
datos del proceso. El asalto a la camioneta debió haberse producido
a unos cien metros de una curva de la carretera, próximo a un
callejón que divide dos propiedades. Los asaltantes habrían huido en
un automóvil de la policía.
La verdad, nunca aclarada por completo, era que Ramfis había
ordenado el traslado de los acusados con el pretexto de realizar un
descenso, para poder llevar a cabo una venganza, antes de
abandonar el país.
Treinta años después, un velo de misterio rodea todavía este
sangriento episodio con que Ramfis sellara el final del largo período
encabezado por su padre. Sin embargo, se ha podido establecer que
de su residencia de Boca Chica, Ramfis fue directamente a una casa
del coronel Gilberto Sánchez Ruborosa, en Arroyo Hondo. De allí se
trasladaron a la residencia campestre de Hacienda María, en las
cercanías del poblado de Nigua. San Cristóbal, donde la familia
poseía la mayor de sus fincas ganaderas. Allí, medio ebrio, Ramfis y
algunos de sus compañeros dispararon a sangre fría contra los
reclusos, después de amarrarlos en palmas y cocoteros cercanos a la
playa. Los cadáveres de los seis hombres asesinados nunca serían
localizados. Versiones concurrentes asegurarían después que habrían
sido lanzados al mar o enterrados en un lugar desconocido.
De la Hacienda María, Ramfis y su grupo irían directamente a
los muelles de Haina, distante a pocos kilómetros para abordar el
yate que los conduciría de inmediato al exterior.
Pero ¿qué sucedió realmente? La más difundida de las
versiones, recogida en infinidad de documentos y declaraciones, es la
siguiente:
El mayor de la Policía, Américo Dante Minervino, jefe entonces
de la penitenciaria de La Victoria, según lo declaró él mismo al juez
de instrucción, doctor Fernando A. Silié Gatón, el 13 de abril de 1962,
recibió del jefe de la Policía órdenes de trasladar a los seis acusados
para realizar una inspección del sitio donde tuvo lugar el asesinato de
Trujillo. Después de llevarlos donde se produjo la emboscada,
Minervino condujo a los prisioneros hasta la Hacienda María, donde
les esperaban Ramfis y sus amigos. Una vez perpetrado el asesinato,
el oficial trasladó de vuelta a los policías que servían de escolta y en
medio del trayecto éstos fueron asesinados a su vez, para eliminar así
testigos comprometedores.
Días después, cuando se publicó la noticia de la presunta fuga
de los acusados, el procurador fiscal del Distrito Nacional, doctor
Fabio T. Rodríguez C., hizo una declaración. Alegó que a las
instrucciones que le diera el jefe de la Policía, coronel Marcos Jorge
Moreno, para que encabezara el traslado de los reclusos, él respondió
diciendo que el proceso había quedado cerrado por el juez de
instrucción. Por ende, una orden como esa sólo podía darla el juez de
la Primera Cámara Penal, a cargo de dicho expediente, en ocasión de
una audiencia o a pedido de las partes o de oficio. Al ser informado
de que los acusados habían sido ya sacados del penal, el fiscal fue a
la residencia del procurador general, doctor Porfirio Basora, para
quien la noticia resultabas “también una sorpresa”.
“En vista de que ya los presos se encontraban en esta ciudad”,
continúa la versión del fiscal Rodríguez, “asistí al lugar del traslado,
no porque yo, o la justicia lo hubiera ordenado, sino porque
consideramos en ese momento que debía asistir, no sólo porque yo
había sido requerido para ello por el jefe de la Policía, sino también
para controlar lo que allí se realizara y levantar el acta que fuera
procedente, y todo por motivos que las circunstancias del caso, antes
señaladas, requerían y justifican por demás”. El fiscal afirmaba que
“en su oportunidad quedará demostrado lo útil y conveniente que
resultó mi asistencia al sitio del traslado”.
Aún cuando no se tenía conocimiento del hallazgo de cuerpos
que pudieran confirmar la presunción de que el grupo hubiera sido
asesinado, muy pocos, incluido como se desprende de esta
declaración el propio fiscal, abrigaban esperanzas de encontrar a
algunos de ellos con vida, ese viernes 24 de noviembre, seis días
después de la partida de Ramfis. En su declaración, el fiscal señalaba
que al haber escuchado con anterioridad denuncias de que existían
planes para aplicarles la ley de fuga a los reclusos, decidió acudir al
lugar del descenso en compañía de tres abogados ayudantes, de un
secretario y de dos agentes de la Policía al servicio de su Despacho,
ocho en total con su chofer.
La orden del traslado había emanado directamente de la oficina
de Ramfis y el jefe de la Policía, coronel Jorge Moreno, puso en su
momento objeciones a tales instrucciones, según consta en un
memorandum dirigido el jueves 17 de noviembre al coronel Sánchez
Rubirosa. El texto de ese memorandum reflejaba la preocupación
que la orden citada creaba al oficial de 33 años, que había sido
asistente militar del Generalísimo hasta la hora de su muerte.
“Cortésmente infórmele que hablando con el Procurador
General de la República me expuso lo siguiente: Que el Juez de
Instrucción ya concluyó la instrucción del proceso y dictó su
correspondiente providencia. Por esa razón ni el juez de Instrucción
ni el Procurador General de la República pueden intervenir en este
asunto. Corresponde entonces al Tribunal de Primera Instancia
apoderarse del caso en virtud de las providencias calificativas del Juez
de Instrucción y ordenar en el curso de la vista de causa un traslado
al lugar de los hechos cuando lo considere conveniente para formar
su convicción, esto es a requerimiento de él, de los acusados o del
Fiscal. La causa podría fijarse para una fecha muy próxima. Esto ya
no es competencia del Procurador General de la República ni de la
Suprema Corte”.
Obviamente, ni los argumentos persuasivos del jefe de la Policía
ni la obstinación del Fiscal iban a detener los designios de Ramfis.
Tan pronto como se hizo evidente la farsa de la fuga de los
reclusos, Balaguer, asediado por las denuncias, dispuso una
investigación de tales hechos “para que se apliquen a cuantos
resulten responsables del mismo las sanciones a que se hayan hecho
acreedores”. Sobre los magistrados llamados a intervenir en
Instrucción, el Presiente recargaba la “gran responsabilidad de
demostrar al país que son dignos de ejercer la más alta potestad que
puede cumplir el hombre: la de administrar justicia”. Por su parte, el
Procurador General Basora, negaba la información resaltada por El
Caribe y La Nación, de fechas 20 y 21 de noviembre, en el sentido de
que él había ordenado el descenso al lugar del asesinato del Jefe y
disponía, al propio tiempo, una investigación paralela de la
Procuraduría. Ninguna de esas pesquisas sacaría nada en concreto
como tampoco lograrían determinar dónde fueron arrojados los
cadáveres.
De todas partes surgen críticas contra el manejo de la
información por El Caribe. El diario se defiende diciendo que había
recibido los datos en que basó su crónica de fuentes de la Policía que
no identificó nunca. Tampoco identificó el origen de las fotos de la
camioneta cerrada abandonada a un lado de la carretera que había
publicado con la información.
Ese mismo día, retornó al país el primer grupo de exiliados
antitrujillistas. Uno de ellos, el doctor Germán E. Ornes, reclamaría y
obtendría más tarde la propiedad de El Caribe. Ornes había
comprado el diario a Trujillo y en uno de sus viajes como director del
mismo decidió exiliarse, manteniendo una tenaz campaña individual
contra la dictadura. Su regreso marcaría el comienzo de una etapa
real de independencia periodística.
La euforia creada por la salida de Ramfis y la alegría
desbordante emanada de los primeros destellos de libertad
verdadera, acallaron el sentimiento de consternación provocado en
toda la sociedad por la desaparición de los matadores de Trujillo. No
existían indicios de los cadáveres y el silencio oficial, arrojó un manto
de misterio sobre el caso. La resignación popular quedó empero de
manifiesto en el editorial leído en el programa radial de UCN, Baluarte
Cívico: los seis Héroes del 30 de Mayo, habrían sido masacrados y sus
cuerpos desaparecidos.
Cuatro años después, Ramfis, Sánchez Rubirosa y Luís José
León Estévez, fueron condenados en contumacia a 30 años
acusados de este asesinato masivo. Por virtud de dicha sentencia,
dictada el 4 de febrero de 1965 por la Primera Cámara Penal del
Distrito Nacional, fueron hallaos cómplices del mismo delito y
condenaos a 20 años de trabajos públicos, el general Sánchez hijo,
Federico Cabral Noboa y José Alfonso, hermano de León Estévez.
Sin embargo, ninguno de ellos cumplió condena alguna. El 20 de
noviembre de 1987, la Fundación Héroes del 30 de Mayo, creada
para honrar la memoria de los seis asesinados, denunció
públicamente en un comunicado dirigido a la Procuraduría General
de la República, la presencia “ilegal” en el país de Luís José León
Estévez, pidiendo al mismo tiempo la ejecución de la sentencia
dictada a comienzos de 1965. El autor entrevistó por primera vez a
León Estévez en su residencia en Arroyo Hondo el domingo 16 de
diciembre de 1990, sin poder sacar nada en limpio sobre estos
hechos. En una segunda entrevista, el miércoles 20 de marzo de
1991, me dijo que nunca escribiría sobre eso porque “la verdad
afectaría a muchas personas influyentes que aún viven”.
En cambio, Sánchez hijo, en nuestra primera entrevista,
realizada en el restaurante Vizcaya, me dijo que al despedir a
Ramfis en Haina, éste le informó del asesinato diciéndole que
“había eliminado a esos bandidos”. Cuando yo le observé si se
refería a los que en el país se conocen como los Héroes del 30 de
Mayo, Sánchez apartó su vaso de whisky de los labios y me
respondió tranquilamente: “El (Ramfis) me lo dijo así: esos
bandidos”.
13¡CARAJO! ¡CON LO GRANDE
QUE ERA ESE HOMBRE!
“!Desgraciado el pueblo que necesita héroes!”.
BERTOLT BRECHT
(MAPA CON RUTA SEGUIDAPOR EL YATE ”ANGELITA” QUE
TRANSPORTABA EL CADAVER DE TRUJILLO
Con evidente disgusto, el jefe de Estado Mayor de la Marina de
Guerra, contralmirante Enrique Valdez Vidaurre, de 34 años,
interrumpió su partido de billar con el capitán de fragata Frank
Amiama Castillo, en el club de oficiales de la institución, situado en la
quinta planta del edificio de la Secretaría de las Fuerzas Armadas, en
la Feria de la Paz, para escuchar el mensaje urgente que le trae un
marinero. Aquella noche del martes 21 de noviembre, no había dado
indicios de que algo pudiera alterar la rutina de una nueva jornada de
acuertelamiento general. El billar era uno de sus hobbies favoritos y
Amiama Castillo, uno de los oficiales subalternos más confiables y
competentes.
Sin embargo, la interrupción, con lo interesante que estaba
convirtiéndose el partido, vendría a alterarlo todo. Lo que el marinero
quería poner en conocimiento del jefe de Estado Mayor era lo que
había podido observar la tarde del viernes anterior. El pudo ver
perfectamente cómo oficiales de la Aviación Militar habían llevado al
yate Angelita, poco antes de que zarpara, un gran cargamento de
archivos y maletas. Lo que más le había impresionado era lo que
parecía un enorme sarcófago y unas veinte cajas, presumiblemente
cargadas de dólares y oro: el tesoro de los Trujillos. Valdez Vidaurre
escuchó atentamente al marinero y le ordenó después retirarse a su
puesto, bajo la orden de guardar absoluto silencia acerca de lo
tratado.
Razones no quedaban ya para continuar jugando billar. El
contralmirante Valdez Vidaurre acuerda con Amiama Castillo que éste
viaje en helicóptero a primera hora del día siguiente a Santiago para
poner en conocimiento al General Rodríguez Echavarría de la
situación. Amiama Castillo llega ante el nuevo líder militar con una
carta de navegación del Atlántico para mostrarle la posición exacta
del yate Angelita y del destructor D-101, que había sido enviado a
escoltar al primero en su viaje a Cannes. Ambos buques debían hacer
un rendevouz (punto de encuentro de dos naves desde diferentes
lugares) a más tardar el día siguiente, miércoles 22 de noviembre.
Al mando del D-101, denominado Trujillo, iba el capitán de
navío Francisco Rivera Caminero, al frente de una tripulación de 120
hombres. Este era el navío de guerra más grande de la dotación de la
Marina. Había sido adquirido en 1948, en Inglaterra, junto a otros
buques que constituían la fuerza principal del cuerpo, en el que más
confiaba el dictador. Estas unidades habían servido en la Segunda
Guerra Mundial en las reales Armada británica y canadiense. El
destructor D-101 había sido el Hotspur, y el D-102, ahora
Generalísimo, era el Fame. Ambos navíos habían inscrito sus
nombres en Dunquerque y librado grandes batallas contra los
alemanes. El D-101 con sus 323 pies de eslora y 33 de mangas, con
un desplazamiento de 1,340 toneladas, podía desarrollar una
velocidad máxima de 36 nudos, equivalente a más de 60 kilómetros
por hora, con un desplazamiento de 1,340 toneladas, podía
desarrollar una velocidad máxima de 36 nudos, equivalente a más de
60 kilómetros por hora, con un radio de acción de 6,000 millas y
capacidad para una dotación límite de 145 hombres. Los ingleses lo
habían botado el 25 de marzo de 1935 e incorporado a la Real
Armada Canadiense el 29 de diciembre de ese mismo año.
Navegando a toda velocidad, el D-101 tenía una autonomía de
cuatro días y su consumo de combustible era mucho. De hecho su
velocidad era dos veces superior a la del yate Angelita, cuya
capacidad de desplazamiento era de 15 nudos. Por consiguiente, el
contralmirante Valdez Vidaurre, siguiendo órdenes “superiores”,
había dispuesto días antes que el destructor zarpara primero que el
yate, con rumbo a Saint Thomas, donde recogería combustible
adicional, en tanques colocados en la popa.
El jefe de la Marina tomó la decisión de hacer regresar al D-101
el lunes 20, antes de que se encontrara con el Angelita en el punto
previamente acordado en el Atlántico. El pretexto que había dado al
Presidente Balaguer, a través del general González Cruz, Secretario
de las Fuerzas Armadas, era de que no existían argumentos para que
un navío de guerra, con una tripulación militar en activo, atracara en
un puerto europeo.
(CUATRO PAGINAS CON FOTOS)
De manera que el Angelita navegaba sólo, sin custodia de
buque alguno, la mañana del martes 21 de noviembre, cuando
Amiama Castillo va a ver al general Rodríguez Echavarría por
instrucciones del jefe de la Marina. Cuando le muestra la posición del
yate en la carta de navegación tendida sobre el escritorio, Rodríguez
Echavarría le pregunta a que distancia de su trayectoria aquel se
encuentra. A la mitad aproximadamente, le responde, casi a un día
de navegación para llegar al denominado punto de no retorno, de
acuerdo con las informaciones disponibles. El jefe de la base de
Santiago le pregunta que piensa la jefatura de la Marina. “Hacerlo
regresar”, le dice:
-“! Pues háganlo de inmediato!”, ordena con voz imperativa.
Pero toma el teléfono directamente y llama él mismo al Palacio,
tras expresar su conformidad con la orden de regreso del D-101.
Rodríguez Echavarría quería asegurarse personalmente de que
sus instrucciones se siguieran al pie de la letra. Por eso, en adición a
las órdenes dadas al jefe de la Marina, hizo una llamada especial al
jefe de comunicaciones del Estado Mayor General Conjunto, capitán
Amable Bueno, quien hasta la partida de Ramfis trabajaba
directamente para las órdenes de éste. Rodríguez Echavarría era sólo
comandante de la base de Santiago. Sin embargo, desde el éxito de
la sublevación del domingo 19, se había convertido virtualmente en el
jefe militar del país. Todos los oficiales esperaban su nombramiento
como secretario de las Fuerzas Armadas de un momento a otro y
como tal se le tenía ya. Por eso no debía extrañar que Valdez
Vidaurre, con mayor nivel teórico en la escala de mando dada su
condición de jefe de la Marina, recurriera a él antes de disponer el
regreso de Angelita.
El capitán Bueno estaba en su oficina, llamada El Mirador por
sus ventanas de vidrio, en la cúpula del edificio de la jefatura de la
aviación, cuando recibió la llamada del comandante de Santiago.
Desde su privilegiado puesto de observación, él podía chequear toda
la base, de un extremo a otro, con tan solo desplazar sus ojos
alrededor, como si trazara una circunferencia.
Bueno no tenía comunicación alguna con el yate, cuya
tripulación seguía al pie de la letra las instrucciones de navegar con la
radio apagada. El oficial no encontraba explicación al hecho de que a
él no se le ordenara viajar en el yate como jefe de las
comunicaciones, como por lo regular hacía cuando Trujillo o
cualquiera de sus hermanos o hijos salían en él o en el yate
Presidente Trujillo.
El oficial trató de explicar este inconveniente al general
Rodríguez Echavarría.
-No disponemos de medios para establecer comunicación,
general-, le dijo.
-Pues será mejor que consiga comunicarse-, le respondió de
mala manera el general, sin darle tiempo a responderle. Cuando
alcanzó a decirle:
-Está bien, señor, haré el esfuerzo-, ya nadie le escuchaba del
otro lado de la línea.
Después de agotar varios intentos, el capitán Bueno recurrió a
un truco muy antiguo. Hizo un sinfín, grabando una pequeña cinta
que empató en dos puntos y la puso a rodar indefinidamente, en una
alta frecuencia de 16,600 kilociclos: “Yate Angelita, respondía. Aquí
una llamada urgente. Responda”.
Durante las cinco horas siguientes, el general Rodríguez
Echavarría le llamó no menos de siete veces para inquirirle respecto a
los resultados.
Pero no fue hasta la mañana siguiente, del miércoles 23,
cuando se recibió una débil y primera respuesta. El capitán Bueno
corrió rápidamente a la radio y se puso a la escucha, cansado y con
los ojos hinchados por toda una noche en vela. Una voz apenas
audible, responde por fin: “Adelante, adelante”. Bueno cree
reconocer, a pesar del bajo tono, la voz del sargento Carlos Peguero
de la Cruz, telegrafista de la Marina, a quien ordena mantenerse en
frecuencia, a la espera de instrucciones.
Rodríguez Echavarría instruye al capitán Bueno que transmita la
orden al segundo oficial a bordo, el capitán de corbeta (mayor) Jorge
Alejandro Brady Berrocal, que asuma el mando con el rango de
capitán de fragata (teniente coronel)” por las buenas o por las malas”
y haga regresar la nave inmediatamente a puerto dominicano. Al
cabo de unos minutos llega la respuesta del oficial de más de seis
pies de estatura:
-¡Me estoy devolviendo!
Dentro de la nave, la tripulación se mantenía al tanto de los
acontecimientos a través de la radio. Alba Valera llevaba un enorme
Zenith transoceánico en el que podían captar perfectamente La Voz
de los Estados Unidos y la radio oficial dominicana. Por medio de
esas transmisiones se habían enterado de las versiones de que en el
equipaje se transportaba una enorme fortuna, que algunas
informaciones periodísticas situaban en decenas de millones en
dólares y lingotes de oro.
Uno de los oficiales a bordo, el capitán de corbeta, asimilado,
Albert Becker, ingeniero alemán de 27 años, había escuchado
casualmente el llamado de regreso desde San Isidro, al pasar por la
sala de comunicaciones. El telegrafista se levantó a toda prisa y llevó
el mensaje radial al capitán Brady Berrocal. Becker bajó a la sala de
máquinas y comentó a sus subalternos:
-Está pasando algo raro. Creo que nos vamos a devolver. Hay
que estar preparados.
Becker, jefe de ingeniería del yate, era oficial asimilado de la
Marina y encargado técnico de los Astilleros Dominicanos. Había
supervisado la reconstrucción de las máquinas del Angelita en Moblé,
Alabama, Estados Unidos, tres años antes, en 1958, por órdenes de
Trujillo, a un costo superior al millón y medio de dólares. El yate tenía
originalmente máquinas alemanas ya que había sido construido en
los famosos Astilleros Krupp en 1918, como un buque escuela para la
marina turca. Adquirido años después por el millonario
norteamericano Joseph Davies, quien luego sería embajador ante la
Unión Soviética, el yate prestó servicios a la Marina de los Estados
Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Davies compró el yate en 1935 y lo bautizó con el nombre de
Sea Cloud (Nube Marina), que mantuvo hasta el 1956 cuando fue
adquirido por el gobierno de Trujillo. Durante la guerra, la marina
estadounidense le despojó de su arboladura de cuatro mástiles y
vergas para 29 velas, convirtiéndole en un barco auxiliar del Servicio
Metereológico, en el Océano Atlántico. Una vez finalizado el conflicto,
el yate fue trasladado al puerto de Charleston, donde fue
acondicionado nuevamente como un navío de lujo.
El Jefe quedó maravillado de su impresionante silueta en una de
las muchas visitas que el yate hiciera a Ciudad Trujillo al mando del
capitán John McGuire y no descansó hasta comprarlo. Entre muchos
otros galardones, el Sea Cloud conquistó en 1937 en Francia un
concurso por su mascarón de proa, considerado entonces como el
más artístico entre los yates famosos del mundo. Otras
características hacían de este buque algo excepcional. Sin incluir el
bauprés, medía 316 pies, con un desplazamiento de 2,323 toneladas
y pudiendo desarrollar una velocidad de hasta 15 nudos con un radio
de crucero a máquina de 20,000 millas. Su tripulación es de 70
miembros y sus cuatro mástiles miden, 164.0 pies de altura, el palo
trinquete; 190.6 pies, el palo mayor, 168.0 pies el palo mesana y
131.0 el palo de socaire. Sus 29 velas abarcan un área de 34,000
pies cuadrados, con un calado de 22 metros y una manga de 29.2.
Pocos navíos de su género en el mundo podían reunir todas esas
características.
Brady Berrocal asume el mando después de ordenar el arresto
del contralmirante retirado Didiez Burgos, quien no opone
resistencia y se retira, bajo vigilancia, a su camarote. Después de
casi cinco días de navegación, el Angelita se encontraba exactamente
en la latitud 28.00 Norte y longitud 40.25 Oeste, a 1535 millas de la
República Dominicana, cuando el nuevo comandante a bordo reúne a
la tripulación para explicar las órdenes recibidas por radio.
Hasta entonces, la travesía había sido tranquila. Andrés Alba
Valera, primo de Ramfis y custodia del cadáver de Trujillo, no había
confrontado problemas de ninguna especie abordo. Como los días
anteriores, la mañana, con su cielo despejado, prometía otro día de
sosiego y mar apacible. Sus relaciones con la oficialidad se
mantenían en un punto elevado de confianza. Los conocía a casi
todos y ellos le habían dado muestras de solidaridad a él y a la
familia, durante el trayecto. No tenía razones para quejarse. Esa
mañana, Alba había considerado la posibilidad de desechar
definitivamente todos los malos presentimientos que le dominaron al
emprender este viaje.
Después de almorzar temprano, rayando el mediodía, en
compañía de su esposa Clement Luna de Alba, sus cinco hijos, Julia
Dolores, de 6 años; Andrés Antonio, de 5; Vivian María, de 4; Aurorita
Mariana, de 3 y Sandra, la más pequeña, de sólo 10 meses de edad, y
los padres de su esposa, Papito es informado por la niñera Andrea
Jiminián, que había cuidado de sus hijos desde que el primero de ellos
naciera, que el capitán le esperaba en el puente de mando. Alba no
sospechó nada, puesto que todos los días le citaban allí para
mostrarle, por medio de un barquito electrónico en una pantalla, el
curso de la travesía. Por el contrario, estaba deseoso de saber cuán
lejos se encontraban este mediodía del miércoles 23 de noviembre de
su punto final de destino.
Otro ambiente distinto fue el que encontró Alba Valera al llegar
al puente de mando. Todos los oficiales, unos ocho en total, con los
rostros serios y sus pistolas sobadas con las cananas abiertas y
portando ametralladoras de mano, le aguardaban impacientes de pie,
pegados unos a otros. Alba tuvo una ligera sensación de miedo al no
ver al contralmirante Didiez Burgos entre el grupo. A su pregunta
respeto de qué sucedía, Brady Berrocal le explicó que había asumido
el mando por órdenes superiores y que debían regresar, lo que
estaban haciendo en ese preciso momento.
Consciente del peligro de un retorno en las circunstancias
prevalecientes, Alba intentó convencer a Brady Berrocal de seguir el
rumbo original. Ramfis, que solía ser generoso, le recompensaría por
ese gesto, le dijo. El oficial le replicó que había sido ascendido y que
no tenía opción. Quería asegurarle, sin embargo, que nadie le
molestaría y que las instrucciones impartidas con respecto a él y su
familia en nada cambiaban.
Alba recurrió a un último y desesperado intento de persecución,
diciéndole que en el yate se trasladaban cincuenta y dos importantes
archivos cerrados que contenían los papeles personales de Trujillo,
toda la historia íntima y secreta de la Era de Trujillo. Ese bagaje era
de la más trascendental importancia para Ramfis. A él no le cabían
dudas de que ponerlos a salvo en Cannes constituiría un gran motivo
para una buena recompensa. Brady Berrocal cambió la conversación
y pidió a su amigo que hiciera entrega de las armas a un oficial que
iría con él a su camarote. Alba se despojó de un revolver calibre 38
cañón corto que portaba debajo de su jacket, ceñido al cinturón de
sus pantalones cortos, estilo bermudas. Brady exhibió una leve
sonrisa y le dijo en tono complaciente:
-¡Todas las armas, Papito!
Como aficionado a la cacería, Alba había incorporado a su
equipaje varias armas de diferentes calibres, que pensaba utilizar en
su larga estadía en Europa. Molesto fue a su camarote y entregó al
oficial subalterno varios revólveres y rifles y dos escopetas de
cacería, con sus respectivas municiones.
El curso de su vida había cambiado por segunda vez en menos
de una semana. Aún cuando se le ofreció seguridad de que nada le
pasaría a él ni a su familia, tenía la convicción de que se había
convertido de pronto en un preso de confianza; con todas las
comodidades posibles, pero preso al fin. A despecho de tales
seguridades, él no podía estar seguro, en su fuero interno, de
encontrarse fuera de peligro.
Un cambio repentino en las condiciones atmosféricas aumentó
su pesimismo y afectó su humor. Hasta el momento en que se decide
hacer retornar el yate, la travesía había sido buena, con un tiempo
formidable. Esa noche, sin embargo, el yate entró en una zona de
turbulencia. Mareado por los fuertes oleajes, Alba y su esposa
Clement podían contemplar horrorizados desde las ventanas de su
camarote, las gigantescas velas inclinarse casi horizontalmente de un
lado a otro. Un fuerte sacudión les arroja a ambos a los extremos de
la habitación. Clement profiere un grito al quedar agarrada en los
dedos de las manos de una claraboya, sin que Papito pudiera hacer
nada para auxiliarla. “Fue la peor noche de mi vida”, confesaría Alba
al autor.
La tormenta duraría toda la noche y parte de la madrugada.
Pero el tiempo mejoró y la travesía de regreso se hico en el plazo
previsto.
Los pasajeros de otro yate, el Presidente Trujillo, que conducía a
Ramfis y a varios de sus más íntimos colaboradores a las islas
francesas de Guadalupe, tuvieron mejor suerte.
El lunes 20 de noviembre en la madrugada, el buque alcanzó el
puerto de Basse-Terre, a las 5:00 A.M., donde desembarcaron el
coronel Luís José León Estévez y Marcos A. Gómez hijo. La nave
continuó ruta hacia Point-a-Pitre el mismo día con los demás
pasajeros, llegando allí al día siguiente. A las 18:00 horas del martes
21, todos los pasajeros abandonaron el navío de la Marina de Guerra
Dominicana, para abordar horas después un avión de Air France con
destino a París.
Tras haber desembarcado a todos los pasajeros, exactamente a
las 21:30 de la misma fecha, el capitán César Gil García dispuso el
regreso a puerto dominicano, según informaría oficialmente después
la Jefatura de la Marina en un comunicado. Sin tropiezos de ningún
género en su travesía de retorno, la fragata llegó a la base naval de
Las Calderas, al suroeste de la capital, a las 8:30 de la mañana del
sábado 25 de noviembre, dos días después que la radio del yate
Angelita captara las primeras señales de la orden de regreso en pleno
Océano Atlántico.
Después de haber recorrido 3,130 millas, en once días, 8 horas
y 30 minutos, el yate Angelita llegó al fondeadero de la base naval de
Las Calderas “sin tocar ningún otro puerto nacional o extranjero”,
según informaría la Marina días después, a las 5:30 de la mañana del
miércoles 29 de noviembre. La noche anterior, el Presidente
Balaguer designó una comisión de altos funcionarios, oficiales
militares de los tres cuerpos y representantes de los principales
grupos políticos para realizar una inspección al buque y determinar la
veracidad de versiones, muy propaladas, de que en él los Trujillo
habían escondido una enorme fortuna.
La imaginación llegaba a situar el tesoro en más de 90 millones
de dólares en billetes norteamericanos y barras de oro y esta versión
había encontrado eco en la prensa internacional. Todavía no se
conocía en la República Dominicana la decisión de hacer regresar el
yate. Pero preocupado por la falta de noticias sobre su paradero,
Ramfis hacía todavía esfuerzos para recuperar el cadáver de su padre
y el resto del valioso cargamento, en especial los archivos personales
del Generalísimo.
Ramfis se encontraba en la clínica de un siquiatra en Bruselas
cuando se ordenó regresar el yate, dijo Luís José León Estévez al
autor. Desde allí llamó a su cuñado, quien estaba hospedado junto
a su esposa Angelita, Doña María y Radhamés Trujillo, en el hotel
George V en París, para que llamara a Balaguer en su nombre y le
pidiera que se revocara la orden. Fue entonces, según León
Estévez, cuando Balaguer se enteró de que en el yate estaba el
cadáver de Trujillo. El Presidente le dijo que no podía complacer a
Ramfis en ese punto porque la situación del país “es difícil”, pero le
prometió que tomaría todas las medidas necesarias para la
devolución inmediata del cadáver.
Tras agotar varios intentos para comunicarse con la
comandancia del buque mediante el sistema de teléfono internacional
usado por la Marina para localizar barcos en alta mar, Ramfis encargó
a su asistente Víctor Sued ponerse en contacto en Santo Domingo con
amigos en el gobierno, quienes le informan que el yate reencuentra
camino de regreso. A partir de ese momento, Ramfis emprende una
serie de iniciativas encaminadas a lograr una transacción que
permitiera revocar la orden de regreso para así poder recobrar todas
sus pertenencias.
Según lo relatara Sued 25 años más tarde a Servicios Españoles
de Radiodifusión (SER), el hijo mayor de Trujillo le ordenó trasladarse
a Montreal, Canadá, para iniciar contactos con ese fin a través de un
funcionario del Consulado en Nueva York, a quien se atribuían
muchos vínculos con el nuevo poder militar en República Dominicana.
Dicho funcionario, que había ocupado también importantes posiciones
durante el régimen de Trujillo, le propuso, de acuerdo con el relato,
verse al día siguiente en Toronto. La reunión habría tenido lugar y
aquel le transmitió a Sued una oferta: por la suma de cinco millones
de dólares en efectivo se permitiría al yate continuar su viaje hacia
Europa. El funcionario le dijo a Sued que se trataba de una buena
propuesta, pues el yate guardaba una fortuna de 90 millones de
dólares en billetes y lingotes. Para dar tiempo a una decisión, la nave
regresaría a marcha lenta a tierra dominicana. Ramfis habría
desestimado la oferta.
Estas no fueron las únicas gestiones encaminadas por la familia
Trujillo con el fin de recuperar el cadáver y el yate. Mientras se
ultimaban los detalles para poder enterrar el cuerpo de Trujillo en el
cementerio parisino de Pére La Chaise, Radhamés, el hermano menor
de Ramfis, de 19 años, cifró personalmente un mensaje dirigido al
Presidente Balaguer desde la embajada dominicana en París, cuyo
texto él mismo no podía recordar 29 años después. Los hechos
siguientes indicarían que Balaguer no se mostraría insensible a estas
peticiones.
En las primeras horas de la mañana del día 29, todo estaba
preparado para la requisa dispuesta por el Presidente dentro del yate.
La comisión estaba encabezada por el licenciado Carlos Goico
Morales, presidente de la Cámara de Diputados y el licenciado Emilio
Rodríguez Demorizi, Secretario de Estado, en representación del
Gobierno. Los delegados militares eran los tenientes coroneles
Braulio Álvarez Sánchez, del Ejército, y José Nelton González Pomares,
de la Aviación, mientras que el capitán Frank Amiama Castillo
representaba a la Marina. Por los partidos políticos habían accedido
el licenciado Humbertilio Valdez Sánchez, del PRD, y el licenciado
Manuel Horacio Castillo (Melo), de la Unión Cívica. El Catorce de Junio
no mostró interés alguno en integrar este grupo.
Los comisionados llegaron a Las Calderas casi a una misma
hora, en la mañana, pero por muy distintas vías. Rodríguez Demorizi
había despertado en la madrugada a Goico Morales para hacer el
viaje juntos en automóvil, con escolta militar. El coronel González
Pomares había abordado un helicóptero piloteado por el mayor
Wilfredo Medina Natalio, con el que fue a buscar a Amiama Castillo a
la base naval 27 de Febrero, en Sans Souci. Álvarez Sánchez prefirió
trasladarse por tierra. Los dirigentes de oposición lo hicieron por sus
propios medios.
Hacía un día espléndido y la silueta majestuosa del yate
fondeado a media milla enfrente de la punta de la base, entre Punta
Salina y Punta Calderas, ofrecía un espectáculo singular. Debido a su
calado, el yate no podía atracar en los muelles. El comandante de la
base naval, Julio Read Santamaría, les recibió personalmente y
mientras se esperaba la llegada completa del grupo, les sirvió café en
su oficina. Aproximadamente a las 8:00 de la mañana los
comisionados abordaron un bote para trasladarse al yate.
Amiama Castillo fue el primero en entrar. Se dirigió
directamente al comedor y empujó la puerta, alcanzado a ver a los
esposos Alba abrazados a sus hijos en un sofá. La irrupción del alto
oficial alarma a Clement, la esposa de Alba, quien protegió a sus
hijos situando su cuerpo delante de ellos. Ni Papito ni su mujer
podían distinguir la identidad del visitante. Sólo veían su alta y
fornida figura, ametralladora en mano, y vestida de verde olivo, en el
umbral, con el rostro bajo un manto de espesa sombra debido a los
intensos rayos del sol. Amiama se identificó y ambos emitieron un
profundo soplido de tranquilidad.
El comandante Brady Berrocal, quien los recibe, no tiene un
buen semblante. Goico, al presentarse e informarle acerca de la
misión que el Gobierno le ha encomendado al grupo, hace una broma
a costa de su visible cansancio:
-¡Despierte, capitán, que este es un asunto muy serio y usted
va a tener que conducirnos por todo el barco!
Brady confiesa a la comisión que en el trayecto de regreso ha
abierto las maletas donde había dinero dominicano y que las guardó
en su camarote para una inspección oficial. Rodríguez Demorizi
propone entonces trasladar de inmediato el equipaje y todo el
cargamento a la capital, para proceder allí a un registro más
minucioso. Pero Goico sugiere en cambio que en vista de que las
maletas han sido abiertas previamente, se sellen mientras se buscan
dos notarios para levantar un acta de todo cuanto ellos revisen. Les
recuerda que la buena fama de todos ellos debe quedar a buen
resguardo. Los demás dan su consentimiento y mientras se ordena al
piloto del helicóptero que había traído a González Pomares y a
Amiama volver a Santo Domingo en busca de los notarios, los
comisionados se sienten ante una enorme mesa a desayunar.
Los comisionados interrogaron al contralmirante retirado Didiez
Burgos, quien les hace entrega de la casi totalidad de los treinta mil
dólares que recibiera de Ramfis para los gastos del viaje. Didiez era
un marinero veterano que Trujillo nombró muchos años atrás como su
primer jefe de Estado mayor tras una reestructuración de la Marina de
Guerra. Se hallaba en retiro cuando Ramfis envió por él para
encargarle el mando de la nave para conducir el cadáver de su padre
a Francia. El resto de la tripulación estaba constituido por personal
activo.
Luego Rodríguez Demorizi llama a presencia de la comisión a
Andrés Alba Valera y le inquiere por el dinero. Este cree que se
refiere a lo que él lleva consigo y le muestra 300 pesos dominicanos y
120 dólares que extrae de sus bolsillos. “Papito”, le dice. “Estoy
hablando de dinero, de los dólares y el oro que trae el yate”.
A seguidas, un oficial de la tripulación pariente lejano de Goico,
el alférez Sergio Morales, se le acerca y le confía que en el regreso
habían tenido una navegación “pesada, porque a bordo viene un
muerto”. Para, probablemente, la mayoría de los miembros de la
comisión, ésta fue la primera noticia de que el cadáver de Trujillo se
encontraba dentro del yate. El comandante Brady confirmó la
información y el grupo entró al bar de cubierta para proceder a
inspeccionar el ataúd.
Ya los notarios habían llegado y a petición de Goico se procedió
a abrir la caja que guardaba el féretro. Los representantes de UCN y
el PRD creían que allí dentro podría estar guardado la fortuna de que
se hablaba. No cabe duda de que Balaguer y el mismo Rodríguez
Echavarría tenían noticias previas de que allí se encontraba el cuerpo
del Jefe. Pero obviamente este dato no fue comunicado antes a los
integrantes de la comisión que fue a inspeccionar el yate Angelita.
Para abrir la caja, ceñida al piso con más de un centenar de
tornillos, fue preciso acudir a la ayuda de carpinteros de la
tripulación, que quitaron pacientemente todos los amarres de hierro.
Debajo de esa enorme caja de caoba, había otro envase de zinc y
madera que cubría el ataúd. La excitación detuvo de hecho el trabajo
para una consulta. ¿Debía abrirse o no el féretro? Los
representantes de los partidos insistieron en la creencia de que allí
dentro podría encontrarse algo de valor. El féretro tenía una tapa
posterior que al abrirse permitía ver el rostro del cadáver. Cuando
esta tapa fue levantada un murmullo colectivo de sorpresa inundó la
sala. Sobrecogidos por la impresión, todos reconocieron de
inmediato, sin embargo, el cuerpo de Trujillo.
Los recuerdos de algunos de los comisionados, al ser
entrevistados casi 30 años después, dan una idea de la manera en
que ellos quedaron impresionados por tan sorpresiva visión del
cuerpo inerte del que fue el hombre fuerte de la República por más de
tres décadas. Goico sintió una fuerte sacudida interior, que trató de
disimular, al reconocer el rostro ligeramente ennegrecido, “como el
cuero de un animal”. Vio claramente una entaponadura de la frente
“con un color diferente al resto de la piel” y pensó que por ahí le
había penetrado, la noche del asesinato, el tiro de gracia. Rodríguez
Demorizi no pudo mantener la vista fija sobre el cadáver y fue
directamente al teléfono a llamar al Presidente. “Eran sus mismas
facciones”, diría Amiama al recordar el “mal olor, a cadáver viejo”
que despedía. También él notó la faz oscura y las huellas de disparo
en el rostro. Después de dominar su asombro preparó su pequeña
cámara Kodak que había tenido la precaución de llevar y tomó
algunas fotografías del cuerpo, pero éstas se dañarían en el revelado.
González Pomares observó la piel negrusca del rostro y los
pequeños puntos blancos “como rellenos de algodón”, con un
“medallón púrpura” alrededor de su cuello. Álvarez Sánchez, hijo de
Virgilio Álvarez Pina (Don Cucho), uno de los más íntimos y leales
servidores de Trujillo a lo largo de la dictadura, prestó atención al
Gran Collar de la Democracia que le pendía del cuello, debajo de una
piel “que se había vuelto completamente oscura”. También él vio con
pesar que la cara del Jefe sólo conservaba el color que tenía en vida,
en un pequeño círculo alrededor de un punto blanco en la frente
“donde se podía ver que había sido taponado”.
A ningún otro, quizás, la visión había causado una impresión tan
profunda como al coronel Álvarez Sánchez, entre ellos, creían
encontrarlo unas pulgadas reducido. El resto de los testigos,
incluyendo oficiales de la tripulación, se miraron entre sí y guardaron
silencio durante varios minutos, visiblemente conmovidos por la
escena.
Rodríguez Demorizi informó entonces que el Presidente ha
dispuesto el traslado inmediato del cadáver a Barahona en un buque
de la Marina, donde le estará esperando un avión para llevarlo a San
Isidro. De allí sería montado, junto a los miembros de la familia Alba,
en un avión de Pan American alquilado por el Gobierno que los
conduciría a París, vía San Juan, Puerto Rico. Pero el cadáver del
Benefactor no descansaría todavía. Le esperaban aún algunos
inconvenientes, como si lo que sus compatriotas no fueron capaces
de reclamarle en vida lo trataran de cobrar ahora, después de
muerto.
Los restos del dictador fueron trasbordados poco después del
mediodía al patrullero P-105 Independencia, que se situó al lado del
yate, y con su fúnebre carga y los nueva miembros de la familia Alba
se dirigió a toda velocidad hacia el puerto de Barahona, después de
levantarse un acta del hallazgo del cadáver, que firmaron todos los
comisionados.
Una vez realizada esta operación, se procedió a inventariar el
voluminoso equipaje parte del cual el comandante Brady había dicho
que él mismo abrió durante el trayecto de regreso. La tarea fue lenta
y fatigosa, prolongándose hasta avanzada la tarde. Cuando el sol
comenzó a ocultarse por el oeste y las declinantes luces del
crepúsculo anunciaban la próxima llegada de la noche, el grupo
decidió dar por terminada su tarea y trasladar todos los archivos y
maletas al Banco Central, para ser guardados en sus bóvedas.
En las cinco maletas revisadas, los notarios actuantes,
licenciado Hipólito Sánchez Báez y doctor Rubén Suro, certificaban
que se habían encontrado en billetes nacionales de diversas
denominaciones, $4,560,937, además de una enorme cantidad de
condecoraciones, medallas y otros objetos de valor, así como
numerosos archivos, conteniendo libretas de taquígrafos, escritas de
ambos lados, que enumeraban muchos de los actos más importantes,
en su mayoría secretos, de la Era de Trujillo. El cargamento fue
trasladado en un convoy militar a la sede del Banco Central, donde
fue guardado en una bóveda sellada que fue abierta al día siguiente
para proceder a un nuevo conteo del dinero, esta vez en máquinas.
El mal estado de la mayoría de los billetes dificultó esta tarea.
Rafael Acosta Cabral, estudiante de derecho de 22 años y
auxiliar de mecanografía de la Junta Coordinadora de Exportación e
Importación del Banco Central, tuvo que trabajar horas extras esa
noche. La llegada de “todo un ejército” de oficiales y soldados
cargando enormes cajas y maletas que se depositaron ante
funcionarios de la institución que luego las colocaron, bajo inventario,
en una bóveda sellada con una cinta adhesiva alrededor, que un
grupo de oficiales y civiles de rostro cansado firmaron después, le
sacó de su aburrimiento.
Acosta no tuvo dudas de que estaba presenciado un momento
histórico de la vida dominicana.
La operación había sido previamente coordinada. Goico
Morales, presidente de la comisión revisora del yate, llamó antes de
salir de Las Calderas al hacendado Silvestre Alba de Moya, de 51
años, recién designado Gobernador del Banco Central, para que se
permitiera el uso de las bóvedas para guardar los objetos
encontrados en el Angelita. Alba de Moya designó una comisión de
técnicos y altos funcionarios, encabezada por los licenciados
Diógenes Fernández y Luís Manuel Guerrero, para recibir el
cargamento. El contenido no fue verificado esa noche.
El 16 de diciembre, el Gobierno hizo público el valor de los
objetos y dinero incautado en la revisión del yate Angelita. Los
documentos incluían certificados de depósitos en el exterior por
US$24,270,328.53 más US$3,960,300.00 dólares en cheques. Los
agentes eran los bancos Nova Scotia y Royal Bank, ambos de
Canadá. Según el comunicado oficial, los cheques y certificados
estaban a nombre de Rafael Trujillo hijo, Ramfis, y de tres
corporaciones propiedad de su madre. Los cheques estaban
endosados por Ramfis a favor de las empresas de su madre y
procedían de compañías privadas dominicanas y de bancos. Fidel
Méndez, administrador de la recién designada Junta de
Recuperación y Control de Fondos propiedad de la familia Trujillo y
asociados, dijo que la incautación de los documentos garantizaba
que los Trujillo no podían tocar esos recursos en el exterior.
Para el teniente coronel Miguel A. Veras Toribio, comandante de
las tropas de infantería de la Aviación Militar en la base aérea de
Barahona, nunca antes hubo una orden tan difícil. A sus 34 años, el
curtido oficial, y compañero de partidos de polo de Ramfis, debía
enfrentarse a la más molesta de las misiones, con tal que ella no
representaba peligro alguno.
Balaguer le había hecho llamar para instruirle que adoptara
todas las medidas necesarias, por drásticas que resultaran, para
proteger el traslado del cadáver del Generalísimo a San Isidro, que
debería arribar al puerto a lo sumo en una hora. Dos aviones de
carga de la base de San Isidro descenderían en Barahona para
hacerse cargo de tan importante cargamento. Su responsabilidad
consistía en velar porque el traslado por tierra del puerto a la base,
un recorrido no mayor de cinco kilómetros, se cumpliera sin dificultad
y dentro del mayor hermetismo. El Gobierno temía que se hiciera
pública la información de que el cuerpo del Jefe se encontraba de
nuevo en el territorio dominicano. La sola infiltración de esa noticia
podía desatar graves disturbios y crear una nueva crisis política de
consecuencias probablemente imprevisibles.
Sin salir todavía de su asombro, con un profundo sentimiento
de malestar y pena interior, el teniente coronel Veras Toribio,
procedió a poner en ejecución las instrucciones. A pesar de sus
estrechas vinculaciones afectivas con Ramfis y su hondo sentimiento
de adhesión a la causa de su padre, cuyo cadáver debía proteger
ahora de una posible ira popular, él era, sobre todo, un militar de
carrera y un “buen dominicano”. Después de todo él había perdido la
última oportunidad de obtener de la familia a la que había servido
durante años, alguna recompensa material por sus entregas y sólo
por su culpa. La mañana del viernes 17 de noviembre había podido
ver a Ramfis en su residencia de Boca Chica. “Caballo”, le dio éste,
“¿tienes casa?”. “No, general, vivo en la base”. Ramfis sonrió y le
citó para esa misma tarde en la cancha de polo el hotel El Embajador.
Veras, que tenía una cita romántica esa tarde en Barahona, se
disculpó diciéndole que debía estar allí inaplazablemente a las cuatro.
Ramfis le observó por un instante con simpatía y poniéndole un brazo
sobre los hombres le despidió: “! Está bien, vete!”. Cuando escuchó
el domingo 19 las noticias sobre la partida el día anterior de un
amigo, se dio un puñetazo en la cabeza y se dijo:”! Por jodón mira lo
que has perdido!”
Moviéndose a gran velocidad y con la discreción debida, Veras
coordinó con el comandante depuesto de la Marina, un recibimiento a
la altura del “distinguido visitante”. Cuando el patrullero atracó en el
puerto, dos hileras de oficiales, impecablemente ataviados, se
encontraban alineados a todo lo largo del muelle de madera. Alba
bajó de los primeros y pudo ver con satisfacción que estaban siendo
objeto de un virtual recibimiento con honores. Los militares lucían
“nerviosos”, como si estuvieran “erizados” en sus rígidas posiciones
de atención.
Alba tenía su enorme radio Zenith en los brazos, mientras la
tripulación procedía a sacar el féretro y el resto del equipaje para
llevarlo a la puerta de entrada donde esperaban varios vehículos.
Veras saludó a su viejo amigo y le dijo: “!Me trajiste un regalo, qué
bien!”, a lo que el pasajero le responde “!El radio es tuyo,
consérvalo!”.
El comandante de tropas de la base supervisó él mismo la
colocación de las cajas y equipaje y decidió poner la enorme caja con
el féretro en el único camión cubierto disponible. Es un vehículo
propiedad del ingenio azucarero, situado en las cercanías del muelle,
que él ha requisado para esta operación, donde por lo regular se
traslada ganado. Toda la parte trasera luce llena de estiércol y restos
de caña; el aspecto y las condiciones son definitivamente apestosas.
Varios soldados colocan cuidadosa y rápidamente la carga en el
interior del camión, tras lo cual Veras se cuadra ante el ataúd,
rodeado de excremento de vaca, y musita:
-¡Carajo! ¡Con lo grande que era ese hombre!
Inmediatamente, ordena que un jeep salga primero, seguido del
camión y la larga fila de vehículos que forman la extraña caravana. El
aborda un jeep junto a Alba y su esposa. Los niños y el resto de la
familia del viajero ocupan otros vehículos más atrás.
Todas las puertas de acceso al puerto habían sido
herméticamente cerradas al público y en la ruta trazada para
alcanzar la base se habían colocado soldados y vehículos militares.
La población apenas se percató, sin embargo, del paso a excesiva
velocidad de este cortejo por el centro de la ciudad.
Los vehículos se detuvieron en la cabeza de la pista donde ya
aguardaban, con los motores encendidos, dos C-46. En el primero de
ellos fueron colocados el féretro y el resto del equipaje. La familia
Alba se acomodó en el segundo avión, que despegó apenas dos
minutos después de haberlo hecho el primero. Veras comprobó la
hora, 5:15 de la tarde.
-¡Misión cumplida!- dijo y se retiró a su oficina.
El DC-10 de la Pan American, fletado por el Gobierno, que debía
llevarlos por fin a París, aterrizó en San Isidro apenas unos minutos
después de que lo hicieran los dos C-46 que transportaban desde
Barahona a la familia Alba y el cadáver de Trujillo. Pero no
despegaría hasta pasada las once de esa noche.
Antes de subir el féretro al nuevo avión, se procedió a efectuar,
en plena pista, una última inspección del cadáver, la quinta desde
que se dispusiera el regreso del yate Angelita al país. El coronel
Ángel Ramos Usera, y otro oficial de alto rango, ordenan al coronel
Disla Abreu destapar la inmensa caja. Tan macabra operación se
realizó en la misma cabeza de la pista 05, pista sur a norte, de la
base, ante la mirada estupefacta de la tripulación de la Pan American
y tomó algún tiempo. Después de haber destapado las dos cajas
superiores y cuando se disponían abrir la tercera caja que contenía el
cuerpo, los coroneles, que habían visto el rostro de Trujillo por la
ventanilla de la tapa superior del sarcófago, ordenan de pronto
detener ahí la operación. Disla insiste, enojado, “¿Por qué ahora que
está casi abierta? ¡Vamos a terminar!” “!No, No!”, responden los
oficiales, según recordaría Alba. “!No hace falta!”
Ramos Usera dijo que el rostro de Trujillo “lucía oscuro” y
recordaba perfectamente el gran collar que pendía de su cuello, con
lo cual coincidió con los demás que pudieron ver el cadáver durante
el registro ese mismo día del yate Angelita, en Las Calderas. Alba
sostuvo que los dos oficiales parecían muy inquietos y nerviosos
mientras destapaban el sarcófago.
La orden de despegar se produjo poco después de las once.
Pero antes, Alba preguntó por las cajas selladas de los archivos del
Jefe que no aparecían entre el resto del equipaje:
-¡Olvídese de eso!, le respondieron.
El avión debió hacer escala en San Juan, Puerto Rico, donde se
procedió a dotarles de alimentos y frazadas para el viaje
interoceánico de 15 horas sin escala hasta París. En todo el tiempo
que tardaron para aprovisionar el aparato, ninguno de los pasajeros
salió a la Terminal. A través de las ventanillas Alba y su esposa
pudieron distinguir, entre el grupo que se había congregado para
protestar por su presencia y la del “cuerpo” del dictador, a muchas
caras amigas que meses antes compartían en las fiestas de Trujillo el
apogeo y esplendor de la Era que había tocado a su fin.
El jueves 30 de noviembre, al día siguiente de haberse
procedido a requisar el yate Angelita y guardado en una bóveda del
Banco Central el dinero y los objetos de valor allí encontrados por la
comisión designada por el Gobierno, tiene lugar un incidente que
pone de resalto el interés que esos “tesoros” han despertado.
Silvestre Alba de Moya, gobernador del Banco, recibe temprano en la
mañana una llamada telefónica del ahora mayor general Rodríguez
Echavarría, Secretario de las Fuerzas Armadas.
El funcionario escucha pacientemente la extensa explicación
del jefe militar. Ramfis, decía, le había llamado a San Isidro desde
París para pedirle que abriera algunos de los paquetes y archivos
incautados en el yate, y así salvar una documentación que él,
deseaba conservar. A juzgar por la insistencia del ex-jefe de Estado
Mayor General Conjunto tratábase de documentos muy importantes.
Por consiguiente, él enviaría a uno de sus hermanos en compañía de
otra persona de su confianza, de reconocida seriedad ambos, a
recoger esos papeles. Todo lo que tendría que hacer Alba de Moya
como gobernador era disponer que se abriera la bóveda, ya que sus
emisarios se encargarían de hacer un inventario para el banco de los
bultos a retirar.
Alba de Moya le respondió que él carecía de autoridad para
disponer la apertura de la bóveda donde se habían guardado los
documentos “porque el Presidente Balaguer designó una comisión
para que maneje todos estos asuntos”. Su intervención se limitaba
únicamente a facilitar el uso de las bóvedas. Rodríguez Echavarría
alzó la voz para espetarle:
-¿Cree usted que yo actuaría sin el consentimiento del
Presidente de la República?
A esto último, Alba de Moya contestó:
-En ningún momento he pensado eso, general. Ni tampoco he
dudado de su palabra. Pero el Presidente actuó por decreto al
nombrar la comisión y en consecuencia para desconocer a la
comisión que él mismo ha designado, debo esperar otro decreto.
Hubo un tenso momento de silencio del otro lado de la línea.
Sin añadir más palabras, el general Rodríguez Echavarría cerró con
fuerza el teléfono.
El jefe militar no volvió a tocarle este tema al gobernador del
Banco Central ni éste hizo referencia alguna de ello al Presidente.
Varios días después, la comisión fue convocada, se designaron
notarios públicos y se procedió a realizar un nuevo y definitivo
inventario de los objetos y el dinero encontrados a bordo del yate
Angelita. Con el levantamiento de una nueva acta se dio por cerrado
este caso.
El sábado 2 y el domingo 3 de diciembre, Amiama e Imbert
salieron respectivamente de sus escondites. Era el cumpleaños de
Imbert y no podía haber escogido mejor fecha para reincorporarse a
la vida normal. La familia Cavagliano le despidió con un abrazo en la
puerta de la residencia, en un gesto emotivo que conmovió a las
personas que fueron a recoger al sobreviviente del atentado del 30 de
mayo.
Amiama salió en la sola compañía de su hermano Fernando, a
las 9:30 de la mañana, en dirección a la oficina del general Rodríguez
Echavarría, en la Secretaría de las Fuerzas Armadas, para una visita
de cortesía. En el camino se les unió el doctor Jaime Guerrero Avila,
amigo de mucho tiempo.
El nuevo líder militar les recibió fríamente en su despacho, casi
sin mirarles a la cara. Después de un intercambio de saludos, el
general señaló las pistolas calibre 45 que los hermanos Amiama
llevaban consigo.
-¡Esas son armas de guerra, Amiama. Y deben entregarlas!
Sin mediar palabras, los dos hermanos se levantaron de sus
asientos y se despidieron. Guerrero Avila tuvo que apresurar el paso
para darles alcance.
Una vez en la casa de Luís, éste dijo a Fernando que necesitaba
tres mil pesos. Fernando corrió a la residencia de Marino Auffant, un
próspero comerciante importador, y obtuvo el dinero. Luís hizo
llamar entonces al nuevo jefe de la Policía, coronel Tapia Sessé, y le
dijo:
-Necesito dos agentes de confianza. Tengo aquí tres mil pesos.
Toma dos mil y búscame a esos hombres.
Luís situó a los dos policías en lugares estratégicos de su
residencia y le comentó a Fernando que no entregaría su arma por
nada del mundo.
Imbert cumplió una promesa hecha meses atrás al padre
Marcial Silva. Tan pronto como salió de su escondite fue a la iglesia
de San Miguel a oír misa.
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