LOS MALABARISTAS DE LA AVENIDA
SANTANDER
A Armando, el niño Morales,
quien sin saberlo me salvó la vida.
Dentro de la ramificación de avenidas y callejuelas que se encuentran en el área nororiental
de Cartagena, hay una que llama particularmente la atención por el constante bullicio de
los saltimbanquis y los malabaristas de la mendicidad. Es muy común encontrarse a cada
momento con una manada de payasos andrajosos, lanzando una y otra vez aros, pelotas,
pinos y hasta sombreros por el aire, encaramados en banquillos de madera, y con el
maquillaje chorreado por la sien como una jalea apestosa de sudor y barniz barato.
No se puede negar en ningún momento que el espectáculo tiene su público, limitado, pero
público al fin. De vez en cuando se ve a los niños y a varios ancianos asomados por las
ventanillas, con sus rostros pegados al vidrio, e indecisos sobre entregar o no la moneda
que ya empieza a adquirir otro valor; desde el centro de la calle se logra distinguir una
mano extendida y dispuesta, pero que en un extraño sentimiento de especulación
económica se contrae para luego posarse sobre la barbilla o sobre el cuero gastado de los
asientos.
Muchas veces el semáforo cambia a verde antes del tiempo calculado, y el saltimbanqui,
procurando apartarse lo más pronto de la vía, putea la madre al conductor por no haberle
dado el mínimo de tiempo requerido para hacer su reverencia, aunque en casos como éste
las suposiciones triviales suelen ser catastróficas, ya que no le legan el reducido espacio
que requiere el artista para justificar su condición desalienante.
Digamos que estas cosas las estoy diciendo yo porque soy quien las escribe y así las
percibo, y, además, necesito combinar estética con ¿profundidad? O bien puedes tragarte el
cuento y creer de lleno todo lo que te digo, aunque nada haya sido cierto, precisamente
porque tú sabes que puedo contarte la verdad de otra manera; después de todo, la literatura
no es más que la historia perversamente contada de nuestras añoranzas y nuestros
complejos, de nuestros morbos y nuestros desatinos. Entonces convéncete de que sucedió
en la avenida Santander y punto; no le busques otro cuerpo a la Lamia, así su rostro te diga
lo contrario.
Aquella vez, como es la costumbre en el Caribe a medio día, el sol se volcaba sobre el mar
como un pavorreal de fuego buscando inmolarse en el torbellino azul de sus aguas; sus
rezagos más furibundos, plumas de amatista y candela, trepaban en el asfalto y concluían
con su decreciente estela en una iridiscencia portentosa sobre el capote de los carros.
Habría que ser conductor para contarlo de una manera más compleja, pero ya te lo dije:
sólo soy un escritor, y mi capacidad se encuentra limitada al fantaseo de esta droga
magnífica.
Yo comprendo que el ruido acezante de los pitos y motores que acuden por doquier, el olor
a gasolina, y el viaje contra reloj, no son elementos que faciliten el recibimiento
filantrópico de estos gitanos sin carpa, y es por ello por lo que a veces los choferes actúan
con indiferencia, bien sea secándose la cara con sus pañuelos malolientes, o escupiendo con
algo de alevosía un catarro que se deshace sobre el ardiente pavimento como un huevo
frito.
De una u otra forma estas son cosas que comprendemos y, para ser francos, poco nos
importan, de allí que no se nos hace raro cuando Elías comienza con la primera tanda de
malabares bajo la mirada indolente de nuestros amados enemigos ¿Qué sería de nosotros
sin ellos? Lanza repetidas veces los pinos al cielo cual mariposa en un jardín de viento y,
sin dar la señal de aviso, pasa a los aros y luego a las pelotas, al tiempo que Irina prepara el
alcohol y los hisopos, irrumpiendo de una vez por todas los simétricos malabares con su
lengua y su verbo de fuego.
Del otro lado de la avenida está Ariel, en una posición de apremiante vivacidad; a nosotros
nos causa gracia verlo. Desde que lo encontramos por vez primera no ha hecho más que
seguirnos, no hay otra forma para describir lo que hace: simplemente damos la vuelta a una
esquina y allí está, sonriendo desde lejos con un hambre que se le ve en los ojos, levantando
la cabeza con su letargo de tortuga encallada en un vado del río, sobándose los pelos de la
garganta como lo hacía Espinoza, y saludando con la voz femenina a la que él,
irrisoriamente, atribuye un efecto seductor.
En un principio por poco llegamos a tragarnos el cuento que era todo un intelectual, y así
habría sido si no nos hubiésemos dado cuenta de que su repertorio de exposición se
limitaba a unos tres o cuatro libros leídos con una precariedad que me avergüenza
recordar…, casi puedo verlo ahora, cruzando sus dedos gelatinosos, enseñándoles a sus
mustias musas de oropel esos belfos sudorosos y pálidos que parecen rezumar manteca.
¡Dios mío! Cuánta razón tenía Elías al afirmar que Freud habría muerto feliz si lo hubiese
conocido.
Y es que es verdad, yo no trato de falsear nada. Si ahora usted pudiera verlo, si de alguna
forma pudiera tocar mi mano, sentir su vibración, estoy seguro de que me comprendería. A
él le interesa recoger las monedas que lanzan desde los buses, y no es porque quiera hacer
de nuestro arte un negocio ¡Ojalá fuera así! A cada tanto creo que la llaneza de su espíritu
ni siquiera le da para eso. Pero lo hace, y eso cuando se lo permitimos, porque en ello ve
una forma fácil de hacerse unas cuantas chelas, de joder sin joder, de amainar esa terrible
enfermedad que no cura ningún vicio ni ninguna droga. Elías lo ve tomar posición, ávido
entre las primeras bocinas, y las más de las veces no se lo permite: ¡es una autoflagelación!
– me dice; Elías, siempre tan apasionado.
La verdad es que no hay mucho tiempo para tantas cosas, sin embargo, es el apenas justo
para verlos fruncir el ceño y mascullar improperios contra todo… ¡no me digas que te
sorprende! ¿Acaso los crees capaces de expresar su naturaleza de otra manera?, ten por
seguro que son los únicos seres que se enojan porque les das arte, hasta las bestias ceden
con algo de música.
Ahora el semáforo ha cambiado a naranja, nos quedan a lo sumo ocho segundos para
recoger todo. La práctica nos ha servido de mucho; así como la obstinación del escritor le
ayuda a comprender el secreto malvado del lenguaje, a nosotros el juego nos ha enseñado la
coordinación estética del movimiento. Y ahora soy malabarista y escritor. Ya han pasado
los ocho segundos, el semáforo cambió a rojo. Es el momento preciso para que Álvaro
saque el fajo de billetes que robó al mezquino de su padre, y lo lance al aire como pago por
tener “la decencia de habernos visto”; es gracioso verlos saltar desde los buses, peleándose
como cerdos en el lodazal de cemento, demostrándonos con cada bofetón que eso es lo
esencial para sus vidas, mientras que nosotros, entre cantos y jolgorio, ya estamos llegando
a la playa, ocultándonos tras las olas y la arena, regresando al lugar del que nunca debimos
salir, óyelo bien, al lugar del que nunca debimos salir a buscar la efímera inmortalidad de
los que ven en el arte nada más que otro desaforado y veleidoso estilo de vida.
Top Related