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México. Año 1. Enero 2015
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Letras y letras. Revista de Arte y Cultura.
Año 1
Número 11
México. Abril 2015
Revista independiente y sin fines de lucro.
Coordinación editorial: Laura Elisa Leyva y Juan Ramírez Rivas.
Diseño Editorial: Miguel Ángel Hernández Rascón
Puebla, México.
El único fin de la revista es dar a conocer artículos, reseñas, críticas y análisis de arte de las personas que deseen participar en ella. La revista no se hace responsable por el contenido de los artículos, pues son totalmente responsabilidad del autor. El único fin de la revista es ejercer la libertad de expresión de una forma crítica.
Las fotos e ilustraciones que usamos, en la mayoría de los casos, fueron tomadas del sitio www.enkil.org , de otro modo son aportaciones de la gente que manda los artículos o poemas.
Todos los derechos reservados.
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ste mes de abril fue muy interesante y gratificante para el equipo de Letras y Letras. Nos sorprendió la colaboración espontánea, de enormes talentos que, desde diversos países de América Latina, mandaron su trabajo. De Venezuela, los chicos del colectivo #VerYAsombrarse, de la escuela Foto Arte, en coordinación con la revista De
Todo Un Foco, nos sorprendieron con una bellísima galería de fotos donde retratan intensamente sus tradiciones y le enseñan al mundo, a través de sus cámaras, la analogía y la ironía de vivir el carnaval en esa tierra. Desde Chile viene la primera parte de un cuento, perteneciente a un proyecto llamado Narrativa en Bicicleta, donde los viajes y las vivencias, sazonadas con el acento y la actitud santiagueña, nos muestran esa cara libertaria de nuestros hermanos andinos. Y de ahí hasta Bogotá, de donde envían un excelente artículo sobre las entramadas redes del narcotráfico y el arte en los tiempos de Pablo Escobar; el Narc Decó de Medellín. Sin duda un espejo para contemplar el pasado de Colombia y reinterpretar la actual realidad mexicana. Hay también unas sorpresas desde Argentina y Guatemala, pero mejor lean y descúbranlo; nosotros sólo podemos decir: ¡Bienvenidos hermanos y hermanas de América Latina!
Editorial
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Sumario La tan mentada zona de confort sirve para salirse de ella
El entierro de la sardina. Documento fotográfico
Viaje de ida.
Narc decó. Arquitectura, arte y narcotráfico.
Ni salta pá tras, mucho menos tente en el aire
¡Dejad llorar a la rosa
Canción de hambruna y deseo
Es punto y distorsión
metamorfosis
Arianna Arteaga Q. Fotágrafa y periodista. Venezuela.
Argenis Andrade. Venezuela.
Ignacio Zenteno. Chile
Manuel Ferreira. Colombia.
Miguel Ángel Hernández. México.
La Musa Negra. México.
Leandro Murciego. Argentina.
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Nsa. Sra. Dos remedios. Derby Blue. Brasil. www.enkil.org
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la tan mentada ¨zona de confort¨ existe para
salirse de ella
Arianna Arteaga Q. Fotógrafa y periodista. Caracas, Venezuela
www.venyasombarte.com
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MI GENTE
¨Lo más bello de este mundo¨ …dice la canción con tantísima razón.
Durante años he tenido la impresión de que mi relación con este país se da a través de
la geografía y que por eso es a través de ellos que me veo como fotógrafa. Me agobian las muchedumbres, el ruido, la fiesta. Soy de las que busco el lugar más
apartado de la playa, viajo días por un río para estar sola en medio de la selva o camino
más rápido en el tepuy para no escuchar a nadie mientras camino. Me gusta sentirme sola y ser parte del paisaje.
Cuando retrato gente, es siempre un campesino en medio de la nada, una familia
pemón aislada del mundo. Esos son mis personajes. Sin embargo y contra todo pronóstico, decidí ir al Entierro de La Sardina con Ver y
Asombrarse para apoyar a mi escuelita. Especialmente a Ricardo que ha sido de mis alumnos más queridos en los Destinos Foto Arte. Fui con toda la aprehensión del
mundo porque me tocaba enfrentar lo que más temo: un río de gente celebrando en la
calle.
Entonces vi y me asombré.
Porque en medio de mi gusto por la soledad, hay también una persona ultra sociable y
esa fue la que me llevé al entierro.
No más llegar, decidí formar –como hago en la naturaleza- parte del entorno. Así como
me baño desnuda en el mar para sentirme parte de la vastedad, llegué a donde se
estaban vistiendo las viudas a pegar uñas, colocar pelucas, comprarle birras a la maquilladora, resolver sostenes muy grandes, poner teipes en pies heridos por los
tacones. Conversé, me reí, me eché palo. Le puse pega a la urna de la sardina, le formé
peo al del papel aluminio y hasta me dejaron tomar sancocho del que se hizo para el personal del evento.
Mira, gocé.
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Me agarré esa fiesta para mi solita como si yo hubiera nacido y crecido en Naiguatá. Como si lo más normal del mundo fuera celebrar con mucha gente.
Ya bastante alicorada a la hora de salir a la calle, me quedé sin batería en la cámara y
confieso que no me importó. Bailé, me echaron pintura y terminé encaramada en el camión de los músicos que ya tenían toda la mañana viéndome por ahí. Me dolían los
cachetes de tanto reír y podía ver a mis compañeros muertos de risa con ¨menos mal
que esto no es lo suyo¨.
Entendí que hay que probar, que la tan mentada ¨zona de confort¨ existe para salirse de
ella, que como camino por horas para hacer una buena foto en la montaña, puedo conversar por horas para hacerle una buena foto a una fiesta.
Fotográficamente, me queda muchísimo por aprender. Pero ahora ya sé que puedo
hacerlo y volveré a hacerlo.
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Me agarré una fiesta conmigo misma, como si yo hubiera nacido y crecido en Naiguatá.
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El entierro de la
sardina
Fotografía: Argenis Andrade. Caracas, Venezuela
www.verysaombrarse.com
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Arianna Arteaga y Argenis Andrade son fotógrafos profesionales de Venezuela; ambos participan en el colectivo @VerYAsombrarse.
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Viaje de ida Primera parte
Ignacio Zenteno
Estudiante de antropología
Santiago, Chile.
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oy Hortensio, o Eduardo, o si prefieren pueden decirme “Choto”. Depende. Todo depende del momento en que nos vimos por primera vez, de cuando conversamos aunque sea sólo para discutir... Ahora no estoy muy bien, y así lo prefiero. Así lo prefiero, porque así me
pillará la muerte. No tengo grandes cosas, pues sé que las cosas que conservo no durarán mucho, aunque se mantengan conmigo, aunque me sigan y yo trate de arrancarme de ellas. Esas pocas cosas las heredé de un pasado glorioso en que, al igual que ahora, todo era fugaz. De hecho, ahora que hago este ejercicio de memoria, recuerdo que era yo el que quería que así fueran mis relaciones, relaciones de todo tipo. Fugaces. De pocas palabras. Con mucha acción eso sí. De encanto y desencanto, todo en un par de horas.
Amo la libertad, y ese amor implica moverse constantemente. Quedarse estancado en un territorio es convertir la vida en una cárcel, y tus carceleros son todos los que poco a poco te van tomando cariño. ¿Cariño? No me hablen de eso porque me duele. Me duele aquí abajo, me duele también el lado izquierdo. ¿Habrán notado mi parálisis no?
En algún momento fui Hortensio, ni opción tenía de llamarme de otro modo. Qué nombre más tradicional, qué nombre más campesino. De allá, del campo, vienen quienes me pusieron Hortensio. Pero eso aquí da lo mismo. O no, saben, no da lo mismo. Fui Hortensio, pero ya no lo soy. Lo fui porque ellos querían que lo fuera, aunque nunca escuché que ellos me llamaran así. De ellos escuchaba otras cosas. Cosas para nada suaves. Otras cosas duras.
- Él: Maraca conchetumare, ¿vos creís que cago la plata? - Ella: Viejo culiao cochino, llegaste a esta ciudad de mierda y te pusiste aweonao" - Él: ¿Dónde está el cabro chico?
A medida que crecía, centímetro a centímetro, poco a poco sus voces se hacían cada
vez más lejanas. A veces escuchaba a uno, después al otro, después a ninguno. Ninguno de ellos me negó la calle. Ninguno de ellos me negó un libro. Los curas se encargaban de darme comida, mientras yo me encargaba de buscar qué tener para verme igual que mis compañeros católicos, de buenas familias.
Cerca del colegio estaba mi casa. Mi barrio tenía una plaza hermosa, pero nadie iba a esa plaza. Solo los "nadie". Luciérnagas les llamaba la Rosa, la vecina que vivía al lado de mi casa. La Rosa era una gorda, simpática, pero gorda. Aunque parece que la Rosa, que era gorda, ya no está tan gorda. Sus padres se llevaban bien con esas luciérnagas urbanas, raras luciérnagas antropomorfas. De noche se veían. Las veía de noche porque de noche yo llegaba a dormir. Nadie me veía, y eso facilitaba que nadie me hiciera nada malo.
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Un día, no tenía más que hacer, había recorrido toda la ciudad y ya panorama no había. Volver a casa era la gran opción. “Gran opción”. Y volví temprano recuerdo, antes del anochecer. Entré a casa, y la Rosa como siempre me miraba. Chismosa, sin palabra alguna. Dentro de mi casa –que en verdad era la casa de quienes me pusieron Hortensio– yo me escondía debajo de la cama hasta que llegaran ellos y se durmieran. Al otro día cuando desperté, me di cuenta que había dormido toda la noche debajo de la cama. No había nadie en casa, me comí un pan y me fui a clases. El colegio quedaba al lado de mi barrio, quince minutos caminando más o menos, o quizás media hora. Dependía de muchas cosas; de la lluvia, de la comida, de las pellejerías de la ruta. Era un barrio como cualquiera, aunque muy diferente al mío. Las casas eran bonitas y de colores. Algunas tenían perros, pero todas tenían árboles por montones. Entrando al colegio tenía que esquivarlos a todos, a los papás con sus hijos, a las nanas con los hijos de sus patrones. Yo no me juntaba con ninguno de ellos, los encontraba raros. Los encontraba muy limpios, arrogantes, alumbrados. Prefería leer comic, o leer un libro cualquiera. Un día pillé una revista con mujeres desnudas, supe que era porno, y sentí por primera vez atracción por esas figuras femeninas. Claro, ya iba en octavo de primaria y me llamaba la atención esas figuras, con tetas y culos grandes. Fernando, que era un compañero de clases, siempre llevaba al colegio juguetes. Juguetes nuevos, bonitos. A mí no me gustaban sus juguetes, de hecho nunca jugué con algún juguete. Pero en mi barrio a todos les gustaba ese tipo de cosas. Yo los tomaba de Fernando. Él no se daba cuenta, o quizás sí, pero parecía no importarle. Fernando era débil. Flaco y débil. Más flaco que yo incluso. Yo creo que por eso nunca reclamó, porque si lo hacía alguien le iba a pegar. Fernando vivía en una casa muy linda, sus padres tenían cada uno un auto, pero tampoco lo pescaban mucho. Un día, Alfredo, otro compañero que vivía en un barrio mucho más lindo, llevó un juguete que por primera vez sentí que debía tenerlo. Durante varios días vi a Alfredo jugar con ese juguete. Era un robot que prendía luces en sus ojos, y hacía sonidos raros. Nunca conversé con Fernando, hasta ese día, el cuarto día desde que veía con atención el robot de Alfredo. Le dije a Fernando que fue Alfredo quien le robaba los juguetes, que Alfredo era un pequeño ladrón. Acordamos robarle el robot. Él distrajo a Alfredo llevándolo a ver las revistas porno, mientras yo le sacaba el robot. Jamás pensé el escándalo que iba a traer un simple robot, jamás pensé que Fernando le diría a Alfredo sobre el plan. Claro, era débil y miedoso. Eran ocho, o quizás diez los que estaban frente al colegio. Quise pasar lo más rápido posible, pero no pude. Me alcanzaron. No corrieron, porque yo tampoco corrí lo suficiente. Me alcanzaron, y me patearon. Sentía patadas, combos, palos y piedras. ¡¡Piedras!! Todas ellas en mi cabeza, otras en los pies, y muchas más en mi estómago. Me sentí mal, quise llorar, pero el llanto no salía. El grito estaba contenido. Sabía que de gritar a nadie le iba a importar. Yo sólo quería vender ese juguete y poder comprarme zapatos, como los de Fernando y Alfredo. Quería ser como ellos. De pronto escuché "¡¡qué hacen cabros culiaos!!" Era Pancho, el auxiliar del colegio de curas, el colegio en el que estudiaba junto a Fernando y Alfredo, y los ocho o diez tipos más.
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Ignacio Zenteno
Estudiante de antropología
Santiago, Chile.
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La lección
Diego Dayer.
Argentina
Óleo sobre lienzo
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Narc Decó Arquitectura,
arte y narcotráfico
Por Daniel Ferreira
Bogotá, Colombia
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l vendedor de empanadas dice que para encontrar el Mónaco debemos seguir por la misma avenida hasta la calle 17 sur. Las diez cuadras siguientes las hacemos a la sombra de los guayacanes y las
ceibas y el olor de bosque húmedo. Al pasar una quebrada, la gente ofrenda oraciones a una virgen. Me acerco. Uno de los cartelitos dice: Gracias virgencita por permitirme coronar. Me alejo.
“Coronar”, en parlache paisa: dícese de poner un embarque de droga en el extranjero. Una vez en la calle 17ª, veo el enorme edificio blanco que sirve de sede a la dirección de aduanas nacionales (DIAN) y creo que me timaron estos paisas. Maliciosos y hábiles al hablar de negocios, fuertes en la derrota, bravos en la injusticia y nobles en la victoria. Yo busco uno de seis pisos, no de treinta. Pregunto las coordenadas a una pareja de ancianos atléticos y el señor me indica que por el otro anden, que una cuadra antes, detrás de unas edificaciones de apartamentos que no permiten su avistamiento. Seguimos el mapa. Pasamos la calle, bordeamos los apartamentos que impiden la vista y el edifico Mónaco, la guarida del bandido, aparece finalmente.
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Las paredes muestran estrías, muescas y mordeduras del bombazo que destrozó su fachada en enero de 1988. Las
ventanas no tienen vidrios y entre las manchas de deterioro y las argamasas roídas del techo, alguna vez pulidas de estuco
veneciano, se configura el ambiente: el aire húmedo y descompuesto de las casas sin habitantes. Hay un árbol de
aguacate cargado de fruta, y ahí está la piscina familiar, de la que un anciano extrae hojas secas con una red de cazar
mariposas. Una malla oxidada rodea el edificio. Ya no se ve la escultura de Rodrigo Arenas Betancur que franqueaba la entrada. Sólo dos pisos parecen adecuados para vivir. Pero
allí no vive nadie. La bomba que sacudió El Poblado el 13 de enero de 1988 iba
dirigida a Escobar y su familia. Se la pusieron al frente del edificio. Era el primer gesto con que empezaba la guerra a
muerte entre los carteles de Cali y Medellín por el monopolio del tráfico, al que se sumaron nuevos intereses: el de los
paramilitares y el de los políticos corruptos. Una guerra de todos contra todos. Ya no más fiestas con El Gran Combo de
Puerto Rico ni con Héctor Lavoe y un harén de putas en topless. Ahora sonarían las bombas y las ráfagas y los
taladros en las rodillas. Doscientos muertos cada fin de semana.
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En un viejo periódico encuentro que el encargado de llevar el carro bomba al edificio fue el oficial retirado Germán
Espinosa Rubio, alias “El indio”, quien llegó de Cali a visitar a unos amigos que vivían en El Poblado, de Medellín. Los
amigos eran Carlos y Fidel Castaño Gil, alojados en una mansión llamada Montecassino, por la misma avenida.
Aunque traté de ubicarla, también la mansión de los famosos paramilitares Castaño Gil, no pude verla. Creo que estuve a punto, pero me disuadió un vagabundo que me abordó en la
cuesta y dijo: ¿Qué dirección buscás, cucho? No sé si fue su mirada, o la expresión cucho, pero me disuadió de seguir
buscando.
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Muerte de Pablo Escobar
Fernando Botero
Colombia
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Día anterior. Centro de Medellín. Centro administrativo La alpujarra. Al atravesar la avenida, frente a la gobernación y la alcaldía, por poco nos destroza un ciclista. El
vendedor de chicles le arrostró un insulto y el ciclista paró en seco, lo miró con odio y dijo “abríte, cucho”.
“Es lo que dicen antes de matar”, dijo la caleña que nos acompañaba. “Cuando yo llegué a Medellín hace 20 años, todos eran alzados como ese man. No se les podía
decir nada, porque sacaban el revólver y te mataban. En todas las esquinas mataban porque me miraste, que porque no me miraste, que porque me caíste mal, que porque
me miraste la hembra, que porque te atropellé y no te quitaste”. La caleña redondea con una cifra contundente de funcionaria: cada fin de semana en
Medellín había doscientos muertos.
Busco cifras para contrastar la exageración. Encuentro una. Enterrar y Callar; María Victoria Uribe y Teófilo Vásquez. Recogen los tres meses que van de noviembre de
1992 a enero de 1993: 4107 muertos. ¿Entonces qué, cucho? ¿Dividimos por mes, por día o por hora?
La segunda vez que oí la palabra fue en la segunda noche, cuando un indigente le pidió
monedas al sociólogo anfitrión. El sociólogo, enfático: ¡No!
El indigente, alevoso: ¡Cortáte esa chivera! El sociólogo, interesado: ¿Y por qué tengo que cortármela?
El indigente, ofensivo: Parecés una loca. El sociólogo, despectivo: Loca, vos.
Y mientras nos alejábamos, el indigente reviraba: ¡Todo bien, cucho!, y el sociólogo nos traducía la expresión del argot paisa a la vida práctica. Quería decir lo contrario:
“todo mal, cucho”, se iba a tener que cuidar la espalda cuando volviera a cruzar por el parque sin compañía.
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Más de cinco mil padres de, hermanos de, hijos de, nietos
de… (todos muertos).
Narcotráfico
Fernando Botero
Colombia
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¿Anécdotas exageradas? En la mañana tomo un periódico doméstico para capturar un poco de ambiente local.
Página 7, judiciales: “Se conmemora con una danza un año del asesinato de la bailarina Cristina Restrepo, acuchillada en el parque Astorga. Ahora el parque se llamará La
bailarina por decreto del consejo municipal”. Recuadro superior, derecho: “Muerto encostalado en San Javier”.
Recuadro inferior, izquierda: “Condenado a 48 años de cárcel el jefe del Combo la 38, Alias Alex, por homicidio agravado en objetivo múltiple” (Léase masacre).
Recuadro inferior, derecha: “Buscan bebé Cristian Tobón de 23 días de nacido, raptado de los brazos a su madre en Prado-Centro.”
Páginas internas: “Policía tras vándalos que quemaron las bodegas del contratista en construcción del parque Astorga- se quiere sabotear complejo empresarial, asegura
gerente de EPM-- ciento cincuenta millones en pérdidas…” Última página: “Continúa búsqueda de los tripulantes de las 2 avionetas hundidas en el
río cauca: quinientos kilos de cocaína rescatados de las aguas”. Ambiente local.
¿Qué dirección buscás, cucho? Me azoré. No dije que buscaba la mansión donde habían entrenado a los sicarios que
mataron a los candidatos presidenciales de 1990, Pizarro y Jaramillo, con bosque, club hípico, cancha de fútbol, piscina y avaluada en una chichigua: 30 millones de dólares.
Le dije que nada, que sólo miraba, y me alejé. Todo bien, maaniño.
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El Mónaco, súbitamente roto, quedó como está hoy: arruinado.
La guarida del bandido, desmantelada. Lo que siguió a la bomba del edificio que sí fue de
Pablo Escobar fue la guerra sucia que redujo el valor de la vida
humana a un fajo de dólares y de la que aun el país recibe oleadas
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Fue en esa mansión, Montecassino, donde los hermanos Castaño Gil le dieron a alias “El Indio” el campero lleno de dinamita para volar el edificio Mónaco. La noche
anterior, Escobar había dormido en el pent-house, que habitaba con su mujer, pero salió diez minutos antes del estallido que desintegró a los celadores del edificio y
derrumbó la fachada. La esposa y los hijos del capo huyeron ilesos. Lo que encontró la policía al ingresar fue el cascarón de un museo en ruinas: un piso con obras de
Obregón y de Grau, un girasol de Van Gogh, una escultura de Rodin y una de Botero de cuatro metros de superficie. Alonso Salazar, en La parábola de Pablo, incluye
breve inventario de lo que halló la policía en el parqueadero y en la cocina del edificio: una docena de carros de colección, la limusina Mercedes Benz de seis puertas que le
regaló Gonzalo Rodríguez Gacha (fue Carlos Ledher Rivas, y no la regaló, se la vendió); vajillas chinas y esculturas griegas que valían cien veces más que el mismo
edificio.
El Mónaco, súbitamente roto, quedó como está hoy: arruinado. La guarida del bandido, desmantelada. Lo que siguió a la bomba del edificio que sí fue de Pablo
Escobar fue la guerra sucia que redujo el valor de la vida humana a un fajo de dólares y de la que aún el país recibe oleadas: 120 bombas, más de cinco mil padres de,
hermanos de, hijos de, nietos de… (todos muertos); un odio flotante que engendró el desprecio por la vida, una generación entera de adolescentes convertidos en asesinos a
sueldo. Ninguna placa, ninguna referencia podría expresar con más elocuencia el pasado de este edificio (levantado para ser bastión del hampa, para alojar cajas fuertes
repletas de millones de dólares) que aquel, en la reja, que anuncia a su nuevo ocupante: la fiscalía.
La derrota, en la guerra contra el narcotráfico, como en la guerra de Troya, como en todas las guerras, deja las pertenencias del vencido a merced del vencedor.
Nota: En noviembre de 2010 la fiscalía abandonó el edificio. Dicen que tiene fantasmas.
@stanislausbhor
http://unahogueraparaqueardagoya.blogspot.mx
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Daniel Ferreira. Escritor, ganador del Premio Clarín de Novela. Bogotá,
Colombia.
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Ni salta pa’ tras;
mucho menos
tente en el aire.
Miguel Ángel Hernández Rascón
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-¡Chulo que quedó aquello!- decía Gaspar cuando
terminaba de dar los últimos retoques de barniz a uno de
sus muebles. Negro zambo él, de enormes manos
rasposas como animales; de seño alegre pero terrible y
con espaldas de montaña. Tras quitarse de encima a su
perro Frijol, echaba un par de pasos hacia atrás y
miraba su carpintería con un orgullo muy suyo, y le
presumía a Ofelia su trabajo como un niño que espera
aprobación. Ofelia tenía que salir de la cocina casi a
rastras y sólo sonreía, abriendo sus enormes ojos, a
sabiendas de lo usual exhibido por Gaspar. Después, ese
negro zambo, inspeccionaba de nueva cuenta la mesa, el
tocador o la silla que hubiere hecho; cruzaba los brazos
y se ponía la mano en el mentón.
- ¡Pa’ la bestia!- gruñía después de un rato y se la
pasaba toda la noche hablándole a Ofelia del detalle.
Ofelia ya no le escuchaba y se quedaba dormida
mientras Gaspar hablaba y hablaba de lo mal que salió
todo.
-Anda ya duérmete Gaspar, que ando peida.
-Te pees, cuando el peido soy yo.
Por la mañana, ese negro zambo arriaba toda la
mercancía en el carretón, le echaba un chiflido a Frijol y
salía a ofrecer su arte a los barrios de San Lorenzo El
Negro. Le explicaba, después, a quien se le acercaba,
que ese arte tan preciso era una herencia de Gaspar
Nyanga, un ancestro suyo de los tiempos de antes. El
Gran Negro de las Américas. Porque su abuela cambuja
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le dijo siempre que él salió tan negro como esos negros
del ayer. Ni mulato ni lobo, ni salta pa’ tras; mucho
menos tente en el aire. Negro, negro zambo, como los
primeros negros de San Lorenzo El Negro. Después
regresaba sin nada de venta y Ofelia le recriminaba las
lentejas y las tortillas.
-Ántes tu hermana trajo mole de un santo y plátanos de
la casa de la abuela, porque siempre es lo mismo
Gaspar. Ya deja de hablar de tus ancestros que se te va
la venta.
Pero Gaspar dale y dale con lo mismo en el
negocio. Sentía él que era su deber, para con los suyos,
hablarle a las gentes de Gaspar Nyanga. “Vaya Gaspar”
le decía un camarada albarazado mientras éste arriaba
su carretón. “Vaya vaya” contestaba sonriendo Gaspar.
Y seguía ofreciendo su arte a las personas del pueblo.
Los húngaros lo miraban y le sonreían. Uno de ellos se
acercó para platicarle de la talla en madera. Gaspar le
enseño los dientes con su enorme sonrisa y le dijo que
un día habría de aprender de los gitanos para hacer la
venta.
Porque Gaspar no era hombre de ambiciones, aun
cuando Ofelia le pedía y le pedía. “Bueno pus qué tanto
que quieres” le increpaba él, “si ni casa ni marido falta”.
Y es que Ofelia sentía que le faltaba mucho, sobre todo
porque las salamanquesas siempre andaban muy
alzadas. “Pinches mecas”, decía la mulata. “Mal
paridas; ellas tienen todo por andar talquiadas”. “Deja
que a esas se las lleve la bruja, contra, tustás más pa’ cá,
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que pallá”, alegaba Gaspar. Entonces, ese negreo zambo abrazaba a su mulata y le hacía
saber que le amaba y que ninguna pupila clarita, ni los cueros talqueados de las albinas eran
comparación alguna. “Esas se ponen aguadas”, le decía Gaspar a Ofelia y agarraba las
nalgas duras de su mujer. “Eres tan negro como el Frijol”, le decía Ofelia mientras
resguardaba sus narices en las axilas de Gaspar. “Por eso es mi perro”, contestaba él.
Gaspar siguió con la faena de siempre. Los domingos se tomaba la caña con los
pachis, se revolcaba con las putas y los lunes iba por madera. Trabajaba en un nuevo arte dos
o tres días y subía lo reciente con lo viejo al cerretón. Fue en uno de eso días que Ofelia le
dijo que estaba encinta. “Te traigo un hijo, Gaspar. Ni chino, ni albino, ni lobo, ni mulato; ni
salta pa’ tras, ni tente en el aire. Es tu hijo negro Gaspar. Tu Negrito”. Entonces Gaspar saltó
de alegría y supo que los suyos seguirían en una tierra caliente donde nadie los encuentra.
Porque encontrarlos sería querer dejar de ser y seguir siendo; porque nada se termina nunca.
Porque nadie ha de detener la sangre. Porque se es lo que se es y nadie puede increparlo.
Nació, entonces la hija de Gaspar; de piel oscura y cabellos medio lacios y medio de
color paja; de narices respingadas y ojos de húngaro. Con las carnes de todo el mundo. Por
esa misma razón Gaspar mató a su mujer; porque ese gitano húngaro le había comido el
mandado cuando andaba en la venta. “Puta negra, me fallastes”. Es que Gaspar sabía lo que
llevaba dentro; él siempre supo que era descendiente directo de los negros de antes; y que la
chamaca le saliera con ojos de gargajo era mucho.
Cuando la policía iba a arrestarlo, Gaspar estaba tranquilo tomando su caña con el
pachi de siempre; porque era un negro zambo sin miedo. Ni mulato ni lobo, ni salta pa’ tras;
mucho menos tente en el aire. Negro, negro zambo, como los primeros negros de San
Lorenzo El Negro.
-¿Qué se le va a decir a la niña cuando crezca?- le preguntó ese camarada albarazado que le
saludaba cuando partía al negocio.
-Que le digan puras mentiras- dijo Gaspar, cuando lo esposó la policía.
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carmen
marcela gutiérrez
guatemala
acuarela
www.enkil.org smoking
marcela gutiérrez
guatemala
acuarela
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Saturno Buttó
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Poesía
La Musa Negra
Poeta y escritora
Puebla, México
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¿Por qué no aceptar el drama de la flor
que se desgarra ante la espina
palideciendo en sangre blanca
frente al rebaño de soles
y bajo el rayo sagrado?
Si la tristeza es también danza
y los pétalos marchitos fuente de deseo
si el odio conserva cadáveres vivos
y el pigmento a la colorida piel
¿Por qué no aceptar el drama de la flor
que se marchita al contacto de los pétalos
con el aire limpio?
¡Deja
d llo
ra
r a
la r
osa
!
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Saturno Buttó
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Canción de hambruna y deseo.
Hambre
de flecha y caza
de nido y plumas
de sombra y agua.
Sed del espíritu
que emana
la tranquilidad divina,
el hálito de espasmo
y el rugido de creación.
Descalza Leo
clamando a los vientos
Mercurio flotante
que salgan las voces
salinas del mar.
Tú que escuchas el rugido atento
del caracol marino,
entre la garra arenosa
de muerte; durmiendo, siente:
Ca
nc
ión
de
ha
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des
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Saturno Buttó
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el latido punzante,
y el oleaje de vida.
A través de los tiempos
( y desde el útero)
Digo No
A la condena
a la domesticación;
con cada una de mis ubres
de vivíparo en mal género,
de animal sangrante
y de bestia ancestral.
En el fuego danza
también mi respuesta.
La mujer es presa
de la reproducción.
Hoy la presa quiere cantar.
Ca
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ión
de h
am
bru
na
y d
eseo
Saturno Buttó
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Es punto y distorsión
el hombre mismo.
Somos lo que pensamos,
lo que decimos es lo que somos.
Signos que operan
en siglos que pasan
significando.
El mundo en el que Somos
o no somos
nada. Es p
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to
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ist
orsi
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Saturno Buttó
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La Musa Negra
Poeta y escritora
Puebla, México
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Crisálida de sal rompe tu vuelo
En el desvelo de alguien que entre sueños
Se anime a recorrer todo tu cuerpo,
El más mágico de los momentos
En el que se junten –por fin- los dos imperios:
El de la razón y el deseo, coronados al alba y entre sedas.
Y sin más preámbulos descubrir
Que sólo se necesita ir con lo puesto
Cuando adentro se lleva la propia
metamorfosis
Mira Nedyalkova
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Leandro Murciego
Poeta y crítico literario
Buenos Aires, Argentina
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Letras y letras. Revista de Arte y Cultura.
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Número 11
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Revista independiente y sin fines de lucro.
Coordinación editorial: Laura Elisa Leyva y Juan Ramírez Rivas.
Diseño Editorial: Miguel Ángel Hernández Rascón
Puebla, México.
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